AEPS

ANUARIO DE SEXOLOGÍA

Nº 9. Diciembre 2005


ASOCIACIÓN ESTATAL DE
PROFESIONALES DE LA SEXOLOGÍA
– AEPS –


A.E.P.S. (Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología)

Apdo. de Correos 102, 47080 Valladolid, Telf. y Fax: 983 39 08 92

http://www.aeps.es

Edición: Felicidad Martínez

Traducción: Mª José Rodríguez

Diseño y maquetación: Lluís Palomares e Isidro Burgos

Imprime: COIMOFF; S.A.
ISSN: 1137–0963 D. L.: Z–3768–1994

 

ÍNDICE
RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, M.J.: El Feminismo “Pro-sexo”

o anti-censura: una lectura sexológica

ARNAIZ KOMPANIETZ, A.: Los dos sexos en relación

LANAS LEUCONA, M.: La condición sexual de la violencia:

un abordaje conceptual desde la Sexología

SÁEZ SESMA, S.: Reflexiones sobre la agresividad

GONZÁLEZ MENDIONDO, L.: La “crisis de los cuidados”:
claves teóricas para un abordaje desde la práctica sexológica

 

EL FEMINISMO “PRO-SEXO” O ANTI-CENSURA:
UNA LECTURA SEXOLÓGICA

María José Rodríguez Martínez
Filóloga. Sexóloga. Correo electrónico: para_mariajo@yahoo.es

La relación del feminismo con el sexo no ha sido nunca fácil, lo que se traduce en una escasa producción teórica sobre la materia. El presente trabajo supone una aproximación al pensamiento feminista anti-censura (o pro-sexo) a partir de dos de sus obras, publi­cadas en los años ochenta en Estados Unidos. El objetivo es conocer más a fondo el pen­samiento feminista sobre el sexo y traducir al lenguaje sexológico parte de sus hallazgos. El último capítulo incorpora un análisis crítico de las lecturas y propone una serie de apor­taciones al corpus sexológico a raíz de las mismas.

Palabras clave: Feminismo Pro-Sexo, Feminismo Anti-Censura, Sexualidad, Sexo, Género, Caracteres Sexuales Terciarios, Erótica.

"PRO-SEX" OR ANTI-CENSORSHIP FEMINISM: A SEXOLOGICAL READING

The relationship between feminism and sex has never been easy, which has been trans­lated into limited theoretical production about the subject. The present article is an approach to the feminist anti-censorship (pro-Sex) thought, starting from two works published in the eighties in the United States. The objective is to know in depth the femi­nist thinking about sex, and translate to the sexological language part of its finds. In the last chapter is included a critical analysis of the works, and some possible contri­butions to the sexological corpus as a result of them.

Keywords: Pro-Sex Feminism, Anti-Censorship Feminism, Sexuality, Sex, Gender, Tertiary Sexual Characters, Erotica

“Don’t scream penis at me but help to change the world so no woman feels shame or fear because she likes to fuck”

“No me gritéis “pene” a la cara, sino ayudadme a cambiar el mundo de manera que ninguna mujer sienta vergüenza o miedo porque le gusta follar”

 

INTRODUCCIÓN

La producción teórica feminista en torno y fundamentalmente “a favor” del sexo1 es extra­ordinariamente escasa. Basta con llevar a cabo una búsqueda sobre la materia entre las líneas feministas para corroborar que una ausencia tan abrumadora no puede obedecer a la casualidad. Intentar comprender el porqué de tal silencio ha sido el móvil de esta investigación.

El presente trabajo supone una aproxima­ción a las autoras feministas que, oponiéndose a la corriente mayoritaria dentro del movimien­to, se esforzaron por promover el debate sobre el sexo. No es fácil encontrar una denominación definitiva para ellas. Aunque se agrupan habi­tualmente bajo el epígrafe de “feministas pro-sexo”, determinadas autoras (Osborne, 1993) consideran más apropiado denominarlas “femi­nistas anti-censura”, ya que muchas de ellas for­maron parte de la auto-proclamada Feminist Anti-Censorship Task Force (FACT). A fin de encuadrar la presente investigación en un marco cronológico y teórico bien delimitado, las páginas que siguen se centran en dos de las obras que ilustran más claramente dicha corrien­te, publicadas ambas a principios de los ochen­ta en Estados Unidos. La primera, Powers of Desire: The Politics of Sexuality. Nueva York. Monthly Review Press, 1983, editada por Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon Thompson, sin traducción hoy en día al castellano, recoge una amplia selección de artículos de diversas autoras. La segunda, para la que he utilizado la traducción española Placer y Peligro: Explo­rando la sexualidad femenina. Madrid. Revolu­ción, 1989, corresponde a una compilación de textos a cargo de Carole S. Vance que se editó originalmente bajo el título de Pleasure and Danger: Exploring Female Sexuality. Boston. Routledge & Kegan Paul, 19842.

El texto siguiente se encuentra estructura­do en tres capítulos. El primero es una aproxi­mación histórica a la interrelación de sexo y femi­nismo desde finales del s. XIX hasta la década de los ochenta del s. XX, a fin de que se entien­da mejor la herencia de la que parten las femi­nistas anti-censura (o pro-sexo). El segundo capí­tulo pretende desgranar de forma descriptiva la aportación ideológica de las diferentes autoras a lo largo de las dos obras anteriormente cita­das. En el tercer y último capítulo se ofrece un análisis crítico de las lecturas y una serie de posi­bles aportaciones al corpus sexológico a raíz de las mismas.

Dado que el análisis más pormenorizado sobre la confrontación del feminismo anti-cen­sura con la corriente feminista antipornográfi­ca ya ha sido llevado a cabo por distintas auto­ras (Osborne, 1993; Gerhard, 2001), he preferido ahondar en otros aspectos menos conocidos de su pensamiento.

FEMINISMO Y SEXO:

EL DEVENIR DE UN DESENCUENTRO

 

La encorsetada herencia del s. XIX

 

La discusión que las mujeres emprenden en el siglo XIX en torno a distintos avatares de los “genitalia” resulta de índole práctica y con­servadora. Por un lado, surge la necesidad de confinar la lujuria masculina al ámbito del matrimonio, a salvo de la influencia y los efec­tos –nocivos para la salud de ambos cónyuges– del acceso carnal a las prostitutas. Por otro, se aprecia un interés en disminuir las desventa­jas derivadas de la ausencia de un control efi­caz de la natalidad. Las dos campañas de ins­piración feminista que se emprenden en las últimas décadas de siglo –los movimientos por la pureza social y la campaña de la maternidad voluntaria– van encaminadas a dar respuesta a tales inquietudes.

Amparándose en los términos de la defen­sa de la pureza social, con su imagen abstrac­ta de la mujer como víctima de la impenitente lascivia masculina, las políticas sexuales pro­teccionistas se vieron potenciadas. Un refuer­zo que –lejos de las perspectiva iniciales– lo que acarreó fue un mayor control de las muje­res y los homosexuales.

El objetivo primordial de la defensa de la maternidad voluntaria consistía en otorgar a las mujeres el derecho a negarse a practicar el coi­to con el marido, so pretexto de elegir el momento en que deseaban quedar embaraza­das. Si bien dicha intención pretendía socavar el derecho absoluto del marido sobre el cuer­po de la mujer, la argumentación que ofrecían resultaba ciertamente conservadora, pues con­frontaba un deseo masculino insaciable e incon­tenible con una erótica femenina difusa y espi­ritual. Además, se oponían al empleo de los medios anticonceptivos, solamente aptos según su criterio para su empleo por parte de las pros­titutas, ya que en el caso de ser utilizados por las mujeres casadas el efecto más probable sería permitir que los hombres forzaran a sus espo­sas a tener aún más relaciones no deseadas.

La herencia de la cultura victoriana ayudó a articular una serie de dudas acerca de las posi­bles ventajas que las mujeres podían obtener de la promiscuidad. Una vez que las relaciones extramaritales no fueran penalizadas, y que los vicios venéreos se distanciasen de la procrea­ción, ¿mantendrían los hombres sus obligacio­nes para con las mujeres? ¿Qué poder podría ofrecerles una revolución sexual a las mujeres,

en un mundo en el que su poder era tan limi­tado? Son preguntas sobre las que las mujeres seguirán volviendo muchos años más tarde.

Al margen del conservadurismo decimonó­nico, fueron pocas las mujeres que, como Victoria Woodhull, partidaria del amor libre, o Elizabeth Cady Stanton, reivindicadora del deseo femenino, se atrevieron a alzar la voz y la espe­ranza por una expresión erótica autónoma en un clima social que negaba a las mujeres toda posibilidad de ganarse la vida al margen del matrimonio y la prostitución.

Inicios del s. XX: conatos de rebelión

El movimiento por el control de la natalidad de 1914-1917, encabezado por Margaret Sanger y Emma Goldman, tuvo lugar al amparo del socialismo y los movimientos obreros, intere­sados por aliviar la miseria que rodeaba a los embarazos no deseados. No duró mucho, sin embargo, pues resultó desintegrado bajo la pre­sión de conflictos de carácter interno (el socia­lismo oficial siempre lo consideró “una pérdida de tiempo y de energía”), y la crudeza de la represión política.

Hubo que esperar hasta los años veinte para que los bohemios del Greenwich Village en Nueva York abrieran con ímpetu nuevas vías de intercambio erótico y amatorio. Partiendo del derecho al placer en el encuentro al margen de la reproducción, hombres y mujeres hicieron auténticos esfuerzos de trazar combinaciones de deseo e intimidad. A pesar de las posibili­dades limitadas que les brindaba su época, aquellos pioneros y pioneras exploraron nue­vas sendas para disminuir el abismo entre los sexos antes de agonizar lentamente ante la imposibilidad de materializar sus ideales. Ni los hombres estaban preparados para asimilar la libertad de sus mujeres en el desempeño de la erótica, ni ellas capacitadas para resolver la ten­sión que les originaba ser económica y emo­cionalmente dependientes.

Entre 1930 y 1960 la izquierda oficial ignoró ampliamente, si no repudió, cualquier asocia­ción con intentos de rebelión sexual, como los llevados a cabo por los movimientos gay y les- biano con la fundación de la Mattachine Society (1950) y de las Daughters of Bilitis (1955) res­pectivamente. Aires soviéticos infundían carác­ter burgués y consumista a cualquier conato de expansión erótica. Sólo con la generación de la Nueva Izquierda, y gracias a la difusión de medios anticonceptivos más asequibles, pudo fructificar la denominada revolución sexual de los años sesenta. Una revolución en cuyo seno las mujeres advirtieron las relaciones de poder existentes entre los dos sexos, y que se conver­tirá en el germen del movimiento de liberación de las mujeres.

El feminismo que siguió a la revolución sexual de los sesenta

De Friedan a Beauvoir

La revolución sexual de los sesenta fue interpretada como un fraude por parte de las feministas, que reclamaron el derecho a la auto­determinación en materia amatoria, recelosas de que el nuevo frenesí orgásmico les oprimiera tanto como la anterior represión. Betty Friedan, una de las principales teóricas de la década, lle­gó a cuestionar en La mística de la Feminidad (1963) si “no estarían poniendo estas mujeres casadas en su insaciable búsqueda sexual las acti­vas energías que la mística de la feminidad les prohíbe destinar a más elevados propósitos” (Friedan, 1963; 1974: 341). Perceptiblemente incómoda con el deseo y cuanto le ronda, el conservadurismo de Friedan al respecto tuvo fuertes repercusiones sobre el pensamiento feminista de la época.

De hecho, la influencia teórica determi­nante tuvo que proceder del otro lado del Atlántico. El Segundo Sexo, de Simone de Beauvoir (1949), ejerció una influencia consi­derable sobre las feministas que se resistían a renunciar a una vida sexual más plena. Frente a la homofobia de Friedan y su profundo dis­gusto con la liberación sexual, que infundía desconfianza frente a todo lo sexual en las filas del feminismo liberal, Beauvoir aterrizó como un soplo de aire fresco ayudando a las muje­res a alzar la voz por un deseo propio. La prin­cipal batalla política de finales de los sesenta,

la lucha en contra de las leyes que restringían el aborto, surgió de esta actitud afirmativa, del convencimiento de que las mujeres tenían el derecho a practicar coitos con penetración sin soportar las molestas consecuencias de emba­razos no deseados. El aborto se convirtió en asunto de gran importancia para millones de mujeres, su dimensión pasó de ser privada a ser pública, y a la larga el esfuerzo reivindica­tivo ocasionó las primera victorias políticas.

El feminismo radical

A la luz de aquella positiva actitud inicial con respecto al sexo se desarrolla el feminismo radi­cal entre 1967 y 1975 aproximadamente. El ini­cio de este movimiento, que presentaría una rica heterogeneidad teórica y práctica, está mar­cado por el surgimiento de numerosos grupos de mujeres –los famosos “grupos de autocon­ciencia”– que comienzan a tratar temas carac­terísticos del debate feminista radical. Anti­cipando las disensiones feministas –a favor o en contra del sexo– que se agudizarían en los ochenta, el feminismo radical presenta una cla­ra divergencia teórica entre las partidarias del sexo y las que reniegan de él.

1. El clítoris como bandera

Las feministas, en su mayoría inicialmente heterosexuales que reclaman el derecho a una mayor libertad en su expresión sexual, atribuían el apego de la mujer a la moral tradicional a su socialización, que fomenta la alienación erótica y la culpabilidad. Convencidas de que la inhibi­ción sexual está relacionada con la falta de anti­conceptivos seguros, accesibles y eficaces, son firmes partidarias de la libertad reproductiva. Mérito de las radicales fue el desarrollo de un activismo espectacular y de la puesta en fun­cionamiento de empresas varias a favor de la liberación de las mujeres.

El punto de partida para un nuevo replan­teamiento del clítoris y el orgasmo lo da la publi­cación en 1969 del artículo de Anne Koedt, “El mito del orgasmo vaginal”. Basándose en la difu­sión de los descubrimientos de Masters & Johnson, Koedt insiste en las consecuencias que el orgasmo clitoriano tiene para el placer femenino y las relaciones heterosexuales. La escasa relevancia de la penetración para la obtención del orgasmo conduce a la asevera­ción de que los hombres son prescindibles para la consecución de un goce que puede obte­nerse –a menudo mejor, advierten– sin ellos. Las feministas radicales daban por válido que si las mujeres no encontraban satisfactorias las relaciones heterosexuales era porque no esti­mulaban adecuadamente la sensibilidad clito­riana de las mujeres.

La nueva fe en las potencialidades del clítoris origina una ola de independencia femenina. El orgasmo al alcance de la mano se convierte para las mujeres en el símbolo de la autodeter­minación erótica; una autodeterminación que contiene la promesa de la igualdad completa con los hombres (Gerhard, 2001). La libertad sexual se considera así un requisito para la libe­ración de la mujer: ambas debían realizarse a la par para que las mujeres no fueran ciudadanas de segunda clase.

En el auge de esta serie de discusiones en torno a la heterosexualidad y las técnicas sexua­les, y revestido el clítoris (y sus en potencia orgasmos múltiples) de una significación autó­noma y feminista, se atrevieron a hacer afirma­ciones como la de Dana Densmore: “Un orgas­mo para una mujer no es un desahogo en el mismo sentido en que lo es para un hombre, puesto que tenemos la capacidad para tener un sinnúmero de ellos, manteniéndonos excitadas todo el tiempo, y limitadas sólo por el cansan­cio. El desahogo que sentimos, por tanto, es psi­cológico. Sin negar que el sexo es placentero, yo sugiero que lo que en realidad buscamos es cercanía, fusión, una especie de olvido del yo [...]”3. La expresión erótica femenina se imbuía de los nuevos valores de la autodeterminación, la autonomía y la igualdad, rompiendo tajante­mente con la imagen de las mujeres como pasi­vas, ingenuas y maternales.

Pronto se hizo sentir una de las desventajas del culto al orgasmo clitoriano. Una vez desban­cada la vagina como fuente lícita de placer, no quedaban muchas razones para desear el coito

con los hombres. Lo que comenzó siendo una posibilidad se había convertido en ley: “Cier­tamente, era muy difícil para una feminista admi­tir que encontraba la penetración placentera u orgásmica; más tarde, en pleno auge de la ideo­logía feminista lesbiana, se volvería práctica­mente imposible explicar teórica, anatómica o socialmente porqué una mujer iba a desear irse a la cama con un hombre”. (Snitow, Stansell y Thompson, 1983: 28)

Lejos de manifestarse en contra de la revo­lución sexual, las feministas radicales llegan a acusar a los hombres de haberla saboteado acep­tando y secundando la doble moral, e impi­diendo así la liberación simultánea y veraz de hombres y mujeres. Dando un paso más allá, Karen Lindsey, en un artículo de 1971, “Thoughts on Promiscuity”, advertía: “A menos que com­prendamos, con mucha exactitud, qué es lo que provoca el fracaso de nuestra experimentación sexual, estamos, de hecho, en peligro de volver al rechazo del sexo sin amor, con toda la auto­rrenuncia, complacencia, culpabilidad e insin­ceridad que acompaña a ese rechazo”4. Una pos­tura acorde con la crítica al amor romántico de las feministas radicales.

2. “Rehabilitar” la vagina

No todas las voces dentro del feminismo cla­maban por el clítoris. En 1972, la publicación de El eunuco femenino, de Germaine Greer, sirve de rotundo manifiesto a favor de una vagina que ha quedado aislada ideológicamente dentro del movimiento. Greer advierte cómo el énfasis depositado en el clítoris para “recuperarlo” des­pués de la infravaloración de los freudianos ha impedido deshacer viejos tópicos que aún se ciernen en torno a la vagina, como la idea de la absoluta pasividad de ésta, o incluso su incon­gruencia. Después de insistir en la necesidad de reforzar la musculatura pélvica para reforzar la calidad del orgasmo y recordar que existen expe­rimentos, como los de Kegel, que ofrecen pau­tas adecuadas, Greer reformula con valentía un papel más activo en el coito para las mujeres: “En todo caso las mujeres tendrán que aceptar parte de la responsabilidad, en cuanto a su delei­ te y al de su compañero, y eso implica cierta medida de control y colaboración consciente. Parte de la batalla se habrá ganado si pueden cambiar su actitud ante el sexo, y si oprimen y estimulan el pene en vez de recibirlo” (Greer, 1972: 43).

Se trata de un enfoque más participativo para la vagina, cuya facultad de envolver y estimular activamente la verga es ahora considerada como una evidencia, así como la calidad del orgasmo que puede obtenerse gracias a la penetración. Nos hallamos ante un eterno dilema entre uno y otro sentir orgásmico femenino; un dilema que tarde o temprano tendrá que evolucionar de la discriminación a la multiplicidad.

Finalmente, la defensa a ultranza de la vagi­na termina convirtiendo al clítoris en el acusa­do, al ser asociada su respuesta a la obtención de un placer mecánico semejante al del varón, a una ética de la ejecución que limita la apertu­ra de posibilidades alternativas, corporalmente más globales.

3. Menos placer y más guerra.

Kate Millet y Shulamith Firestone

Junto a la postura originalmente favorable aunque reivindicativa con respecto al sexo, se desarrolla otra, más preocupada en seguir la línea de la opresión sexual de la mujer tanto en el matrimonio como a través de la prostitución, la pornografía, la falta de libertad para abortar, la desigualdad de derechos reales y la violencia sexual. Dos de las principales teóricas del movi­miento surgen de hecho de grupos combativos, creados con el fin de promover el cambio de las estructuras de dominación sexual. Política Sexual (1969), de Kate Millet y La dialéctica de la sexualidad (1973), de Shulamith Firestone, ofrecieron una base teórica que en todo momen­to se halló estrechamente ligada a la práctica.

El feminismo radical hizo hincapié en la diná­mica social existente entre los sexos, más con­cretamente en la opresión de las mujeres por parte de los hombres. No es en ningún momen­to un feminismo esencialista, ya que considera que las categorías denunciadas son una cons­trucción social de dominación generadas por

los varones, y que como tal construcción podrá ser eliminada para dar lugar a la liberación de las mujeres. Si los varones actúan como ene­migos, por tanto, no es por ninguna clase de esencia natural, sino por el rol que escenifican.

Identificando al patriarcado como una for­ma de dominación sexual, el sexo, sostiene Millet, “es una categoría social impregnada de política” (Millet, 1969, ed. 1995: 68). Las femi­nistas radicales consideran que son oprimidas por la sola razón de ser mujeres, y sostienen que el patriarcado se asienta en la violencia sexual que ejerce sobre ellas.

De esta afirmación a la declaración de que “todo lo sexual es reaccionario”, que articula Ti­Grace Atkinson, sólo faltaba un paso. Parece lógico que en las reuniones de los “grupos de autoconciencia” no estuviera permitida la pre­sencia del hombre para discutir acerca de la opresión sin el opresor; pero para muchas muje­res su ausencia era una manera de excluir tam­bién el sexo, considerado una fuente de pro­blemas entre hombres y mujeres. No obstante, es de resaltar que en los primeros grupos no se hablaba de la violencia extrema y de la coerción sexual, sino más bien de la opresión psicológi­ca y moral que las mujeres experimentaban por parte de los hombres.

La polémica dentro del movimiento estaba servida: grandes abismos se tienden entre las feministas que apuestan a favor o en contra del sexo. Las agónicas disensiones internas termi­nan por precipitar, a partir de mediados de los años setenta, el desmantelamiento de los dis­tintos grupos de activistas radicales, cediendo paso así a un nuevo enfoque, menos político y más psicológico del feminismo: el feminis­mo cultural.

El Feminismo Cultural

1. El ascenso meteórico de las lesbianas: el salto de la oclusión y el silencio a la norma y el poder

Suele pasarse por alto el hecho de que las primeras reivindicaciones formuladas por los grupos de lesbianas procedían inicialmente de la insistencia del feminismo radical en los dere­ chos de las mujeres a ser sexuales. Hay que tener presente que las lesbianas partían de un clima social adverso. No sólo por la represión homo­fóbica de los años cincuenta, sino por el clima anti-sexual imperante en las filas del feminismo liberal, su primer aliado político. De hecho, el lesbianismo era contemplado en su origen como una amenaza por gran parte de las feministas liberales, ya que podía transmitir la impresión de que las mujeres podían igualar en materia de deseo a los hombres. A fin de vencer estas reser­vas y la acusación de identificarse con los hom­bres, en una primera etapa las lesbianas man­tuvieron su erótica a buen recaudo en el seno del movimiento.

La primera expresión evidente de política lesbiana se desencadenó a modo de denuncia de la homofobia existente en el seno de NOW, organización en manos de las feministas libera­les. “La Mujer Identificada con la Mujer” (“The Woman-Identified Woman”), manifiesto pre­sentado en 1970 por un grupo de feministas radicales que se autodenominaban “Lavender Menace” (“La Amenaza Lavanda”) definía al les­bianismo como la esencia del feminismo. Al con­siderar que la fuente del lesbianismo era políti­ca y no erótica, permitieron a muchas de aquellas feministas poco dispuestas a encajar la manifestación de su deseo el identificarse con ellas. Suprimiendo precisamente aquello que las estigmatizaba, su orientación sexual, es decir, su asociación a la mera idea (tan denos­tada) de “sexo”, las lesbianas habían dejado de reforzar simbólicamente la opresión sexual masculina. El precio que habrían de pagar resul­tó ser la deserotización del lesbianismo, su redefinición al margen del deseo, que ahora se veían obligadas a disfrazar de afán de herman­dad. El lesbianismo políticamente correcto ya no sería sino un grado más de intensidad en un feminismo profundamente sentido, que hacía de su ira contra los hombres y de la amistad entre las mujeres el nuevo nexo de unión entre todas ellas.

La estrategia era brillante y obtuvo un éxito y una trascendencia inmediatos en el seno del movimiento. Aquellos primeros grupos cuya

noción de hermandad implicaba soporte polí­tico y emocional, e indiferencia a las tentacio­nes de la carne, fueron gradualmente incor­porando la teoría y la práctica feminista lesbiana. Progresivamente, el lesbianismo político se fue extendiendo por las filas feministas, incluso entre aquellas que anteriormente habían ignorado o rechazado la elección lesbiana. Por supuesto, no faltaron las lesbianas que expresaran su des­confianza hacia las nuevas “confesas”. Muchas de ellas no creían que lo que a ellas les había generado tanto sufrimiento pudiera ser simple­mente adoptado voluntariamente y por razones políticas. Presas del miedo al engaño, tendían un abismo entre las lesbianas auténticas y las lesbianas políticas.

Las feministas heterosexuales tardaron en darse cuenta de las repercusiones que la políti­ca homoerasta iba a tener sobre ellas. Si el hecho de continuar acostándose con hombres nunca había sido completamente respaldado como acción feminista “correcta”, ahora esa misma cir­cunstancia ponía en tela de juicio su aceptación por parte de las hermanas del movimiento. Como advierte Echols, “a las feministas hetero­sexuales todavía se las hace sentir que son após­tatas del movimiento debido a su proximidad a la masculinidad contaminadora” (Vance, comp., 1989: 92). La consigna indicada: Follar con los hombres debilita, hacer el amor con las muje­res libera. Había llegado el momento de refor­mar el deseo por el bien del movimiento.

2. Masculino y femenino

El feminismo cultural, denominado por pri­mera vez así en 1975 para diferenciarlo de los precedentes, incorpora una perspectiva de aná­lisis de las características específicas de la iden­tidad femenina. El determinismo biológico ya no debe ser rescatado de los roles asignados, ya que las feministas culturales van a resaltar el valor de lo intrínsecamente femenino. De este modo, la “naturaleza” pasa de ser considerada un lugar de opresión a ser una posible fuente de liberación (Osborne, 1994). La especificidad de lo femenino no es vista tanto como una cons­trucción social, sino como un conjunto de pro- piedades naturales que conforman una esencia femenina. La intención es analizar desde un pun­to de vista femenino tales aspectos de una cul­tura que ahora se considera propia. De dicha cultura o “contracultura” se espera que pueda reemplazar a la cultura dominante, liberando de esta manera a las mujeres. El futuro, por tanto, será femenino o no será.

Partiendo del hecho de que hombres y muje­res somos diferentes, las feministas culturales no dudan en mostrarse partidarias de mantener dichas diferencias, independientemente de su origen. El menosprecio por el cuerpo femeni­no de las radicales se sustituye por la exaltación de la biología femenina y su vínculo con el orden natural. Una psicología más apta para la mater­nidad (Chodorow, 1978) y una ética basada en el cuidado, la presdisposición para ayudar a los demás y la no violencia (Gilligan, 1982) son algu­nos de los planteamientos que se conjugan con el feminismo ecologista y pacifista de Mary Daly.

La naturaleza femenina así descrita roza los viejos mandatos del patriarcado: una naturale­za tierna, pasiva, igualitaria, protectora, mater­nal y cooperadora. Maximizar la feminidad se convierte en el nuevo reto, el retorno a los valo­res femeninos en sinónimo de erradicación de todas las opresiones. Que las condiciones mate­riales de las mujeres en la sociedad sean adver­sas es un aspecto que resulta pasado por alto.

3. Dos sexualidades confrontadas

En consonancia con su esquema de valores, las feministas culturales parten de una anate­mización de la sexualidad masculina y de una idealización de la femenina. A ellos se les des­cribe como más compulsivos e irresponsables, orientados hacia lo genital. A ellas, más pasivas, difusas y orientadas hacia lo interpersonal. Los hombres ansían el poder y el orgasmo, la eróti­ca femenina sin embargo es más espiritual y el deseo menos importante en sus vidas. En pala­bras de Adrianne Rich, lo que las mujeres expe­rimentan es “una energía que no está limitada a una sola parte del cuerpo, ni siquiera sólo al cuerpo”. Algo que les permite optar más fácil­mente por la abstinencia, e incluso llegar a suge‑

rir que la represión sexual puede ser una solu­ción satisfactoria para la violencia contra las mujeres. Desde luego más que la libertad sexual, que llegan a tachar de fuerza reaccio­naria reafirmante del orden social que adorme­ciéndonos nos conduce a la apatía política.

Ante los efectos de la revolución sexual, las feministas culturales proponen que tiñamos de femenino la cultura, rescatando los valores a los que hemos intentado renunciar y limitando drás­ticamente los tipos aceptables de experiencia sexual. Cediendo a la indignación moral ante las consecuencias de una revolución que sólo ha ocasionado ausencia de compromiso masculi­no, pornografía y una mayor violencia contra las mujeres, todos los intentos irán dirigidos a fre­nar su expansión controlando tanto el deseo masculino como el femenino. El miedo subya­cente a la violencia sexual por parte de los hom­bres ha conseguido impulsar a las mujeres a bus­car seguridad antes que a seguir corriendo riesgos ante la incontrolada lujuria masculina.

4. Contra la violencia del sexo masculino

Un tema que sigue preocupando es el de la violencia del sexo masculino. La erótica mascu­lina, intrínsecamente violenta, es acusada de conducir al asesinato, y el coito interpretado como un mero eufemismo de la violación. Las mujeres, unas pobres víctimas de la rapacidad masculina, tienen pocas posibilidades de negar­se a mantener algún género de relaciones con los hombres. Partiendo de tales postulados, qué otra explicación podría darse a la heterosexua­lidad si no es que las mujeres se ven obligadas a elegir y que el patriarcado se encarga de impo­ner, controlar, organizar, divulgar y mantener por la fuerza, tal y como defiende Adrienne Rich en su ensayo “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana” (1980). Ya que la relación coital no puede ser consensuada porque la dominación se basa en ella, sólo existirá deseo real cuando desaparezca el patriarcado. La hete­rosexualidad no puede ni ser elegida ni resul­tar placentera.

Las feministas culturales lesbianas ofrecen la vía de escape perfecta con su lesbianismo a modo de “experiencia profundamente femenina”, que nada tiene que ver con los excesos de la subcul­tura gay y su afinidad a la pornografía, el sado­masoquismo, el sexo entre generaciones o el sexo en público. Paradójicamente, se niegan a reco­nocerse como grupo erótico marginal, ya que teóricamente tales grupos de eróticas margina­les fomentan las consecuencias perniciosas de la permisividad. Que algunas lesbianas comiencen a probar el SM –o sadomasoquismo–, los roles butch-femme y la bisexualidad, sólo les lleva a concluir que aún existen entre ellas rastros de una heterosexualidad ideológica que sirve de base a tales desviaciones. Acaso para defender mejor su situación, las feministas culturales les­bianas contribuyen a fomentar una rígida nor­mativa sexual heterofóbica, desde la que acusan a las mujeres heterosexuales de impedir el avan­ce del movimiento no enfrentándose claramen­te al opresor. Transformar todos los aspectos de la propia vida es crucial para reflejar sin ambi­güedades una fidedigna actitud política.

5. Las corrientes que conducen al movimiento antipornografía

Con la fin de la Guerra de Vietnam y el decli­ne del radicalismo que tiene lugar hacia finales de la década de los 70, la Nueva Derecha comienza a ejercer un impacto directo en las políticas feministas sobre el sexo. Una ofensiva anti-sexual centrada en detener cualquier avan­ce legislativo en materia de aborto se cobra los primeros éxitos políticos. El retroceso causa des­concierto y disensión entre las filas feministas. Unas, en la línea de Friedan, de inmediato reha­cen su aprecio a los tabúes sexuales y vuelven a considerar todo aquello que atañe al sexo un obstáculo para los fines del movimiento. Por el contrario otras, más afines a Linda Gordon y su defensa del derecho al aborto en Woman’s Body, Woman’s Right (1976), confirman el aná­lisis de que las cuestiones sexuales y reproduc­tivas no son en absoluto marginales ni triviales, sino centrales para la liberación de la mujer. La Nueva Derecha consigue así sembrar la discor­dia en torno al sexo entre las diferentes faccio­nes feministas, que se enfrentan a ambigüeda‑

des que llevan arrastrando largo tiempo sin encontrar una solución que convenza a todas las partes por igual.

Las profundas diferencias feministas en tor­no a la cuestión sexual encuentran un frente de lucha común curiosamente en un tema que les granjea el apoyo de la derecha: la lucha en con­tra de la pornografía. Alejándose de los postu­lados a favor de la liberación sexual de las radi­cales, “en el análisis del feminismo cultural, el peligro sexual define de tal manera la vida de las mujeres que excluye toda consideración del placer” (Vance, comp., 1989: 95). Y este peligro cristaliza en el núcleo de la opresión que pade­cen, su utilización como material pornográfico. La afirmación de que “la pornografía es la teo­ría y la violación es la práctica”, esgrimida por Andrea Dworkin y Catharine A. MacKinnon, con­tribuye a desatar una fiebre antipornográfica que las lleva a coincidir en sus planteamientos con organizaciones de derechas que desarrollan polí­ticas sexuales reaccionarias.

La derecha por su parte adopta la retórica feminista antiporno para buscar chivos expia­torios, amparándose en la moral conservadora que recrea este feminismo. Es el caso surgido en la Corte Suprema de Canadá, cuya aplicación de la definición de obscenidad de MacKinnon origina un ataque a gran escala a librerías y publi­caciones del colectivo homosexual. Por norma general, el discurso antipornográfico termina finalmente conduciendo a elevar el precio que se debe pagar por cualquier tipo de deleite car­nal no sólo en forma de vergüenza, dolor y cas­tigo, sino a través de la represión política y el boicot económico. Asimismo, perjudica a las mujeres que trabajan en la industria del sexo, ya que contribuye a fomentar un aumento de la violencia sexual.

Rubin advierte de qué manera, empeñán­dose en no querer ver que la pornografía no es sino un síntoma más de la opresión, y no el ger­men de la opresión misma, “la propaganda anti­porno a menudo lleva implícito el mensaje de que el sexismo se origina dentro de la industria del sexo comercial y que de allí se propaga al resto de la sociedad” (Vance, comp., 1989: 173).

Una creencia que básicamente ha servido para cortar las alas a la liberación de las mujeres en materia sexual, al considerar que aún no ha lle­gado el tiempo que les ofrezca la seguridad de expresar y vivir su deseo en libertad.

EL FEMINISMO “PRO-SEXO”:

UNA APROXIMACIÓN A TRAVES DE SU PRODUCCIÓN TEÓRICA

 

El clima de terror que fue invadiendo pro­gresivamente al movimiento, distanciando entre sí las facciones que venían a agruparse a favor o en contra del sexo dio lugar, a comienzos de los años 80, a lo que se denomina las Guerras del Sexo (Tbe Sex Wars). Una de sus primeras mani­festaciones tuvo lugar en 1980, cuando dirigen­tes de NOW, a cuyo seno habían ido a refugiarse las feministas culturales en su repudia del femi­nismo radical, declara la condena de la porno­grafía y el sadomasoquismo. Algunas librerías cen­suran la obra de Pat Califia, feminista lesbiana sadomasoquista que postula que la exploración sexual conducirá a la liberación.

Pero sin duda el episodio más famoso de esta guerra tiene lugar durante la celebración en 1982 de la conferencia “La académica y la feminista” (“The Scholar and the Feminist”) en el Barnard College. Mujeres miembros de gru­pos antipornografía se dedican a boicotear la conferencia, a la que acusan de promover valo­res patriarcales antitéticos a los principios bási­cos del feminismo, calificando de desviadas sexuales a sus invitadas y quejándose al Barnard College de haber invitado a participar a defen­soras de la sexualidad “antifeminista”.

La conferencia había sido ideada para iniciar un diálogo feminista sobre el sexo, en un inten­to de equilibrar la balanza entre el placer y el peligro a través de la participación intelectual y política por parte de la corriente pro-sexo en un debate en el que hasta entonces no habían dominado. Un Diario que contenía tanto el material escrito como las ilustraciones que for­marían parte de las conferencias desató una fuer­te controversia y fue incautado; las imágenes gráficas parecían estar en el centro de la polé­mica. Partidarias del movimiento antipornográ‑

fico distribuyeron planfletos difamatorios, el ambiente de la conferencia se enrareció y la ins­tigación de pánico al sexo resultó tan efectiva que desde ese momento en adelante se recru­deció la censura ideológica sobre las feministas no aliadas con la corriente sexofóbica. La movi­lización de temores sexuales irracionales vino a constituir en suma una gran victoria y una mane­ra de perpetuar el poder y el control del deba­te feminista sobre el sexo por parte de las femi­nistas antiporno.

A modo de reacción contra este incómodo clima de fondo, feministas provenientes en su mayoría del feminismo radical, en parte del libe­ral y algo menos del socialista, formaron en 1984 la Feminist Anti-Censoship Task Force (FACT), Organización Feminista contra la Censura, defen­diendo la libertad no restringida de expresión y el derecho de las mujeres a desarrollarse como seres sexuales, incluyendo la participación en la pornografía y su consumo. En consonancia con las ideas defendidas en numerosas publi­caciones (entre ellas los dos volúmenes que nos ocupan), se convierten en las principales opo­sitoras ideológicas al conservadurismo propug­nado por el tándem MacKinnon-Dworkin.

El presente trabajo no pretende avanzar más allá de este momento histórico, y toma como punto de partida la tensión entre dos ramas del pensamiento feminista. La primera es la que entronca con ciertos planteamientos del purita­nismo decimonónico, e incide en el peligro sexual y en la búsqueda de protección de las mujeres. Su acentuación de la opresión que los varones ejercen a través del sexo conduce a la infravalo­ración del placer en el encuentro con ellos y a la deserotización de las mujeres, única salida posi­ble ante una expresión sexual masculina en esen­cia violenta y depredatoria. La segunda tenden­cia del feminismo opta sin embargo por el placer, y apuesta por el deseo de las mujeres, por su derecho a explorar y reivindicar un margen de acción erótica más activa y diversa, consideran­do que la denuncia de la violencia sexual no tie­ne por qué impedir la reivindicación del deseo femenino. A fin de preservar la libertad necesa­ria para explorar sus límites en el universo infi­ nito del sexo, rechaza normas o preceptos en este ámbito y fomenta y exige el respeto hacia la variedad y la disidencia sexuales.

En esta segunda corriente se centra el obje­tivo del trabajo, en un intento por analizar más detalladamente el discurso que defendían aque­llas feministas que no se dejaron arredrar por la fuerte presión sexofóbica del movimiento y de la época.

Placer y peligro: explorando la sexualidad femenina.

Carole S. Vance (compiladora)

La edición española de 1989 a la que se ciñe el presente trabajo compila una selección de artículos que forman parte de la obra inicial, titulada Pleasure and Danger, editada por Carole S. Vance en 1984, en la que se recogían varios de los trabajos presentados en la Conferencia Barnard.

Dos de los artículos de esta obra ofrecen una aproximación histórica a la tensión entre peli­gro y placer. En “La búsqueda del éxtasis en el campo de batalla: peligro y placer en el pensa­miento sexual feminista norteamericano del siglo XIX”, Ellen Carol DuBois y Linda Gordon se sitúan en el siglo XIX para investigar las posi­ciones feministas ante la prostitución, así como a las pioneras partidarias del amor libre de sus últimas décadas. Ambas autoras insisten en pri­mer lugar en la necesidad de reconocer que las dos tradiciones, a favor o en contra del “sexo”, forman parte del feminismo. Lo que no impide, a su juicio, que ninguna de ellas responda a los requerimientos actuales del movimiento, al ser ambas “profundamente heterosexistas en sus postulados sobre el sexo” (Vance, comp.: 1989: 52). Incluso van más allá, al tildar de moralistas ambas corrientes, ya que tanto una como otra caían en la condena de aquellos comporta­mientos sexuales que no se adecuaban a sus modelos. La descripción del período histórico investigado culmina con una serie de adver­tencias en torno a los errores cometidos por el feminismo, aunque también con el justo reco­nocimiento de muchos de los avances obteni­dos por el mismo.

El segundo de los artículos que ofrecen una aproximación histórica a la cuestión es el de Alice Echols, “El ello domado: la política sexual feminista entre 1968-83”. En él se hace un reco­rrido desde las posiciones del feminismo radi­cal a las del feminismo cultural, esbozando una visión crítica de este último. Echols comienza señalando de qué manera la política sexual lle­vada a cabo por las feministas culturales es la antítesis de la primera política sexual del femi­nismo radical. Su análisis pone de relieve la pro­funda brecha ideológica que se abre entre dos visiones que se escinden en su consideración del concepto “feminidad” –como una cons­trucción social negativa a combatir o como una identificación propia positiva a defender– y por lo tanto en su posicionamiento ante el mismo. Tras censurar el tradicionalismo de las feminis­tas culturales, la autora termina reivindicando la visión feminista radical de la sexualidad, “que aunaba la liberación sexual y la liberación de las mujeres. La lucha por el placer es legítima y no tiene por qué implicar una insensibilidad hacia el peligro sexual” (Vance, comp., 1989: 110). Partidaria de un análisis crítico de la sexualidad que reconozca sus complejidades y ambigüe­dades, en lugar de enclaustrarse en la renuncia y la represión, Echols apuesta por favorecer las condiciones que proporcionen autonomía, pla­cer y seguridad sexuales a las mujeres.

El último de los artículos publicados, “El deseo del futuro: la esperanza radical en la pasión y el placer”, de Amber Hollibaug, es un alegato a favor de una erótica femenina más aser­tiva, libre y variada, que haga estallar la escisión entre la aspiración de ser “decente” y la de vivir hasta el fin los propios delirios eróticos. Hollibaug resume muy bien la rabia que expe­rimentan las mujeres en una cultura “que no las deja ser sexuales”, que constriñe constante­mente el espacio en el que pueden sentirse seguras para follar. Reconoce de qué manera el feminismo se ha dejado vencer y enclaustrar en un espacio cada vez más pequeño por el mie­do, y contempla la urgencia de inspirar en el movimiento el ansia por buscar más caminos que liberen a las mujeres del peligro sin obli­ garles a renunciar al deseo, a las fantasías, a la pasión carnal insobornable. El feminismo que da voz a la moralidad y a la virtud es un camino errado para esta mujer, que reclama el derecho de todas las mujeres a explorar unos límites que siempre les han sido negados.

He seleccionado para su comentario más pormenorizado los artículos de las dos autoras que más repercusiones han tenido en la teoría feminista sobre el sexo: Carole S. Vance y Gayle Rubin.

Carole S. Vance. “El placer y el peligro: Hacia una política de la sexualidad”

La antropóloga y epidemióloga Carole S. Vance es acaso la figura más conocida y repre­sentativa del feminismo pro-sexo o anti-censu­ra. Profesora y Directora de Programas de diver­sas universidades estadounidenses y europeas, durante las últimas décadas ha seguido investi­gando en torno al sexo y cuenta con abundan­tes méritos y publicaciones sobre la materia.

El artículo presentado en el contexto de la conferencia analiza en primer lugar las diversas posiciones en la polémica sobre el sexo y las mujeres. El punto de partida de la autora es que, si bien centrarse sólo en el placer y la gra­tificación supone dejar de lado la estructura patriarcal en la que actúan las mujeres, insistir sólo en la violencia y la opresión sexuales man­tiene al margen la experiencia de las mujeres, ignora sus elecciones y fomenta el terror y el desamparo sexual. Consciente de esta ambi­güedad que enfrenta a las mujeres, Vance opta por utilizarla como fuente para investigar las divergentes rutas de la erótica femenina, y su intersección con diversos condicionantes socia­les y psicológicos. Partidaria siempre de la rei­vindicación a través de la palabra, insiste en la necesidad de que las mujeres compartan y con­trasten, en un clima de respeto, el devenir de sus biografías sexuales.

Lejos de secundar el egoísmo del placer esgri­mido por aquellas que hacen primar el hecho de que existan mujeres en peligro, Vance advier­te que esta persecución implacable del placer contribuye a convertirlo “en el gran secreto cul‑

pable entre las feministas”. (Vance, comp., 1989: 19). Su ocultación y la persecución de sus fuen­tes no hará el mundo más seguro para las muje­res, sino que las privará de fuerza y energía. Aquellas que, desde el movimiento antiporno­grafía, pretenden acallar todo discurso sobre el placer alegando que más vale dejar tales discu­siones para un momento más seguro, so pre­texto de contribuir con el silencio y el miedo a la protección de las mujeres, sólo conseguirán evitar y entorpecer un diálogo sobre el sexo que para las mujeres resulta crucial. Contemplarse a sí mismas como víctimas sólo potencia la debi­lidad y la incapacidad de defenderse.

Con respecto al deseo femenino, Vance for­mula una denuncia acerca de la falta de con­senso e investigación en torno a la naturaleza del mismo, así como a las repercusiones que su represión social ha acarreado para las mujeres a lo largo de los siglos. El padecimiento de la violencia genital masculina no debería condu­cir a la vivencia del deseo femenino por parte de las propias mujeres como algo peligroso, como si el hecho de seguir sus dictados fuera la causa del peligro, y no las condiciones adver­sas en las que este deseo se desarrolla. Una visión radical del deseo exigiría por tanto inves­tigar la naturaleza de su relación con las cons­trucciones sociales.

Vance se adscribe sin titubeos a las teorías de la construcción social de la sexualidad. En la línea del feminismo radical, considera que “las identi­dades personales profundamente sentidas como la masculinidad/feminidad, la heterosexuali­dad/homosexualidad, no son privadas ni pro­ducto exclusivo de la biología, sino que se crean por intersección de fuerzas políticas, sociales y económicas que varían con el tiempo” (Vance, comp., 1989: 22). Una aproximación a esta serie de “vectores de opresión” (Rubin) sería de espe­cial interés para la investigación de las interfe­rencias entre sexualidad y género, no sólo a tra­vés de las grandes formaciones sociales que organizan la sexualidad, sino de la manera en que estas fuerzas actúan desde vida privada.

La autora critica la escasa investigación exis­tente en torno a cuestiones sexuales, lo que con­ duce a prejuicios y generalizaciones. Alienta en consecuencia el desarrollo de una investigación feminista en torno al sexo que venza el temor a la exploración de unas diferencias que siempre han resultado dolorosas para las mujeres, y que han provocado que muchas se refugien en dife­renciaciones que atienden antes a factores de clase, raza o religión, dada la especial incomo­didad que generan las cuestiones sexuales.

Sería importante contar con testimonios indi­viduales, biografías sexuales femeninas que ayu­den a desmontar el sistema de jerarquía sexual, que sitúa a la heterosexualidad, el matrimonio y la procreación en la cúspide (Rubin). Dicho sistema funciona con fluidez si se mantiene invi­sible la falta de conformidad sexual. Resistirse por vergüenza, temor o culpabilidad a admitir las propias desviaciones con respecto al siste­ma de jerarquía sexual supone caer en una silen­ciada no-conformidad que no participa en la desactivación del mismo.

Para concluir, Vance advierte del peligro que entraña establecer normas, hablar de una sexua­lidad “políticamente correcta” en nombre de una ética feminista, y finaliza insistiendo en que de ninguna manera la lucha contra la opresión sexual debe suponer la represión del deseo femenino. El feminismo debe favorecer una polí­tica que apoye el placer como afirmación vital y fuente de poder, un derecho fundamental del ser humano. Las mujeres necesitan vencer su ignorancia en la materia, ser sujetos, actores y agentes eróticos, convencerse de que su lento pero inexorable avance en el terreno sexual pro­porcionará nuevas claves para el futuro. En lugar de permanecer paralizado en el peligro, el femi­nismo debe avanzar hacia el placer, la acción y la autodefinición, aumentando el placer y la ale­gría de las mujeres, más allá de todas sus con­tradicciones, ambivalencias y complejidades

Gayle Rubin. “Reflexionando sobre el sexo: Notas para una teoría radical de la sexualidad”5

Gayle Rubin es una antropóloga feminista cuyos artículos académicos han tenido gran repercusión. Fundadora de Samois, la primera

organización SM lesbiana en el mundo, resulta una pensadora controvertida, por lo que M. Oliván y C. Garaizábal no dudan en la Intro­ducción a Placer y Peligro en considerar su artí­culo el más polémico de la edición. Este artícu­lo, que de alguna manera se ha convertido en polo de referencia para este debate, sucede en el tiempo a otro, “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo”6, el cual ejer­ció una gran influencia teórica en el feminismo a raíz de su elaboración de los conceptos “sexo/género”. La teoría sexo/género de Rubin partía de una consideración estrictamente ana­tómica del concepto “sexo”, mera circunstancia biológica que contraponía al de “género”, con­cebido como una construcción social o cultural.

En el artículo que nos ocupa, “Reflexionan­do sobre el sexo”, Rubin revisa su anterior teo­ría, que critica por no haber distinguido en ella “entre deseo sexual y género, tratando a ambos como modalidades del mismo proceso social subyacente” (Vance, comp., 1989: 183). Critica ahora la estrategia de identificar sexo y géne­ro como términos relativamente intercambia­bles (MacKinnon,1982), y propone una políti­ca de la sexualidad independiente de una política del género.

Para la autora, es necesario cuestionar que la sexualidad se derive del género, y a tal fin propone poner en tela de juicio la fusión semántica entre sexo y género en inglés, ya que son ámbitos que en su opinión no resultan intercambiables. La mezcla semántica origina­da de “sex” como “sexo femenino o masculi­no” y “to have sex”, en referencia a la relación coital, “refleja el supuesto cultural de que la sexualidad es reducible al contacto sexual y que es una función de las relaciones entre mujeres y hombres. La fusión cultural de géne­ro con sexualidad ha dado paso a la idea de que una teoría de la sexualidad puede derivarse directamente de una teoría del género”. (Vance, comp., 1989: 183)

En contraste con lo afirmado en su primera obra, El tráfico de mujeres, la autora considera imprescindible analizar separadamente género y sexualidad. Se distancia así de los postulados femi­ nistas lesbianos e insiste en acentuar las simili­tudes de éstas con los gays y otros subgrupos sexuales. Rubin admite que las relaciones entre sexo y feminismo son complejas: “Debido a que la sexualidad es un nexo de las relaciones entre los géneros, una parte importante de la opresión de las mujeres está contenida en y mediada por la sexualidad” (Vance, comp., 1989: 171). Pero advierte que, si bien el feminismo elaboró herra­mientas conceptuales para afrontar las jerarquí­as basadas en el género, no ha sido capaz de detectar aquellas que funcionan en la organiza­ción de la sexualidad, cuyas relaciones de poder no puede ver ni valorar.

Y es que para Rubin, al igual que el género, la sexualidad es política. Está organizada a tra­vés de sistemas de poder que recompensan y fortalecen a algunos individuos y actividades, mientras castigan y ocultan a otros. La sociedad occidental moderna establece un sistema jerár­quico de valor sexual, en cuya cúspide se hallan solamente los heterosexuales reproductores casados. Los individuos cuya conducta figura en lo alto de esta jerarquía se ven recompensados, pero a medida que se desciende en la escala, que va estratificando el resto de las conductas sexuales hasta situar en la base las más indesea­bles, los individuos comienzan a recibir sancio­nes y censuras varias.

Este sistema jerárquico supone la prescrip­ción de prácticas sexuales “buenas” y “malas”. La “frontera” que separa a unas de otras viene a trazarse en “la mayor parte de los discursos sobre sexo, ya sean religiosos, psiquiátricos, populares o políticos” (Vance, comp., 1989: 141). La discusiones en torno al sexo provienen de la intención de establecer dónde trazar la línea divisoria, y determinar a qué otras actividades se les podrían permitir cruzar la frontera de la aceptabilidad. Lógicamente, la frontera no es inamovible, y se halla en función de la fuerza de las diversas minorías eróticas de ejercer algún tipo de presión para ser aceptadas.

El problema, según Rubin, es que “es difícil desarrollar una ética sexual pluralista sin un concepto de variedad sexual benigna” (Vance, comp., 1989: 142). Y sin embargo, en materia

sexual es complicado asumir que hay muchas formas posibles de “hacerlo bien”, e incluso los pensadores más avanzados en otros terrenos resultan vergonzosamente conservadores en éste. La investigación sexual empírica –men­ciona a Kinsey y a Havelock Ellis entre otros– es el único campo que en opinión de Rubin es capaz de manejar un concepto positivo de la variedad sexual.

La autora lamenta el desconocimiento que de la Sexología y la moderna investigación sexual presentan la mayor parte de los escritos políti­cos sobre sexualidad. Aunque tanto la Sexología como la investigación sexual no sean inmunes al sistema de valores imperante, Rubin conside­ra que suponen un buen fundamento empírico que posibilita tratar la variedad sexual como algo que existe, no como algo a exterminar.

En cuanto a las leyes sobre el sexo, Rubin afirma que son el instrumento más preciado de la estratificación sexual y la persecución por pre­ferencias eróticas. La legislación sobre el sexo tiende a ser muy severa aunque, curiosamente, algunas de sus conductas más detestadas, como el fetichismo o el sadomasoquismo, se encuen­tren menos reguladas que otras, como la homo­sexualidad o la sodomía. Y es que las conduc­tas sexuales se convierten en competencia de ley cuando llegan a ser motivo de preocupación social o de agitación política.

En esta línea, Rubin critica el endurecimiento de las leyes que pretenden proteger a los meno­res, una manera de asegurar la transmisión de los valores sexuales conservadores, y considera las leyes sexuales llevadas a tal extremo pura y simplemente apartheid sexual. Hay que tener en cuenta que gran parte de la legislación esta­dounidense sobre sexo no distingue entre con­ductas voluntarias y coercitivas, lo cual supone por ejemplo que los actos de sodomía puedan ser perseguidos incluso si se llevan a cabo bajo mutuo acuerdo.

El estigma de la disidencia erótica amenaza tanto en la familia como en el transcurso de la vida cotidiana. La no conformidad sexual actúa de inmediato reduciendo el poder, generando inseguridad y estigmatizando. “El sexo –afirma

Rubin– es un vector de opresión” (Vance, comp., 1989: 159). Constituye un sistema de opresión que atraviesa otros modos de desigualdad social, sin que pueda ser comprensible en términos de clase, raza, grupo étnico o género. Los privile­giados de diversa índole –por clase, raza, etc.– percibirán los efectos disminuidos de su estra­tificación, pero no escaparán a la opresión, por leve que ésta sea.

Las conclusiones finales de Rubin son con­tundentes: es preciso elaborar una teoría y una política autónomas y específicas de la sexuali­dad. Ya es hora de reconocer las dimensiones políticas de la vida erótica.

Powers of desire: the politics of sexuality.
Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon Thompson (eds.)7

Los artículos seleccionados por Snitow, Stansell y Thompson obedecen a la inquietud de participar, aun desde distintos posiciona­mientos feministas, en el debate contemporá­neo sobre el sexo. Además de una amplia intro­ducción a cargo de las editoras, a lo largo de seis secciones sucesivas se va acumulando una apor­tación teórica de muy diversa índole. Discursos bien teóricos, bien literarios, que comparten la misma perspectiva inicial: aportar desde el pen­samiento feminista nuevos puntos de vista al universo del sexo.

La obra parte de la necesidad de elaborar una política sexual que contrarreste a la de la Nueva Derecha. Escrita a comienzos de los 80, ante el avance imparable de las políticas sexua­les represivas, las autoras se preguntan cómo integrar mejor el sexo en el proyecto de la libe­ración humana. En el afán de crear una teoría política feminista sobre el sexo, indagan en ante­riores intentos de conjugarlo con la libertad; parte de estos hallazgos son los artículos reco­gidos en este volumen. Conviene advertir que muchos de ellos ya habían aparecido anterior­mente en diversas publicaciones.

La Introducción, a cargo de las tres editoras, realiza en primer lugar un estudio crítico de la azarosa relación del socialismo con el sexo: Charles Fourier, los Owenitas, Victoria Wood‑

hull, Engels, la comunidad Oneida, los partida­rios del amor libre –y entre ellos Emma Gold­man–, Edward Carpenter, el círculo bohemio de Greenwich Village, Margaret Sanger, la Nueva Izquierda. Idéntico recorrido se sigue para el binomio Sexo/Feminismo, cuyo desa­rrollo histórico y crítico se traza desde las cam­pañas por la pureza social y la maternidad voluntaria del siglo XIX a la controversia sus­citada en el Barnard College en 1982 entre las diferentes facciones feministas.

“¿Qué contribuciones han hecho las discu­siones y debates feministas a nuestra com­prensión del sexo?”(Snitow et al., 1983: 39), se preguntan. En primer lugar, insistir en que su estudio no puede ser afrontado sin tener en cuenta la aportación de las experiencias de las mujeres. Aportación que reconocen especial­mente problemática para las feministas, cuyos enfoques con frecuencia han pecado de dog­matismo. Haciendo autocrítica, reconocen que el pensamiento feminista en torno al sexo ha venido oscilando de un extremo a otro, deján­dose arrastrar por cada nueva idea que flotaba en el viento sin acumular cada nueva posibili­dad como una ganancia. Convirtiendo, asimis­mo, metáforas en realidades: violación por rela­ciones coitales con los hombres, amistad por relaciones eróticas con las mujeres, vulnerabi­lidad por victimismo.

Las autoras enumeran una larga serie de inte­rrogantes de especial relevancia para las muje­res: fantasías, deseos, influencias raciales, étni­cas o de clase, heterosexualidad... Sus preguntas reflejan la inquietud de poner en duda parte de las ideas que nos circundan, y de indagar en la búsqueda de respuestas que añadan nuevas dimensiones a la experiencia sexual de las muje­res. Dimensiones que –insisten– han de venir a resaltar lo que las mujeres tienen en común con el resto de las mujeres, por encima de todas las polarizaciones que las dividen. La eterna dico­tomía entre el placer y el peligro que resuelven así: “Hemos elegido el sexo. (...) Y esto no impli­ca que la violencia sexual haya dejado de limi­tar y determinar nuestras posibilidades. Pero sí afirma, al mismo tiempo, el potencial de las mujeres para la autonomía y el poder”. (Snitow et al., 1983: 41-42)

La primera sección de la obra, titulada “The Capitalist Paradox: Expanding and Contracting Pleasures”, recoge una serie de artículos que analizan las circunstancias históricas y sociales que facilitan o reprimen la expresión sexual. Allan Bérubé describe el clima político y social que rodeó a la Segunda Guerra Mundial, pri­mero a favor y después en contra de la homo­sexualidad. John D’Emilio investiga la intersec­ción entre capitalismo y homosexualidad, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años 80 del XX, y se inscribe en la línea que promulga la institución de nuevas estructuras políticas y sociales basadas en la igualdad y la justicia antes que en la explotación y la opresión.

Especialmente llamativa resulta la descrip­ción del clima social atrevido, relajado y obs­ceno en el que Kathy Peiss sitúa a las “Charity Girls”, chicas trabajadoras de las grandes ciu­dades con escasos ingresos que, entre 1880­ 1920, se caracterizaron por ofrecer algún géne­ro de intimidad erótica a los hombres a cambio de sus invitaciones a diferentes distracciones (cine, teatro, salas de baile, etc.). Resalta la mayor facilidad de expresión erótica en len­guaje y comportamientos de estas mujeres, cuyo espacio de interacción heterosexual se amplió en consonancia con las circunstancias económicas y sociales.

Las revoluciones sexuales se estudian en la segunda sección de la obra. Barbara Epstein, en “Family, Sexual Morality, and Popular Move­ments”, lleva a cabo el análisis de dos períodos en los que la vida familiar y la moral sexual han sido foco de movimientos populares: de 1890 a 1920, y de 1960 en adelante. Del primer perío­do, coincidiendo con el cambio de siglo, desta­ca la crisis que para la vida familiar supuso la necesidad de controlar la natalidad. El reto fun­damental en aquella época era la necesidad de aplicar dicho control sin separar la heterose­xualidad de la familia (favorecer relaciones extra-conyugales gracias al uso de los anticoncepti­vos), ni minar la autoridad del hombre dentro de la familia (y la seguridad de la mujer en su

seno). Por el contrario, las tensiones familiares de las últimas décadas del siglo XX, fundamen­talmente a raíz de la mayor independencia social y económica femenina, giran en torno a la cues­tión de la igualdad de hombres y mujeres en la familia. En un mundo en el que las mujeres se resisten cada vez más a su papel subordinado en el ámbito familiar, lo que se cuestiona ya no es la forma en que se articulará la familia hetero­sexual, sino si la heterosexualidad y la familia, tal y como las conocemos, continuarán siendo las instituciones dominantes.

Feminism, Men, and Modern Love: Green­wich Village, 1900-1925”, por Ellen Kay Trim­berger, gira en torno a la revolución que supu­so la búsqueda de nuevas vías de relaciones sexuales en el seno de la comunidad bohemia del Greenwich Village en Nueva York. Partiendo de un afán por establecer relaciones que conju­garan la intimidad afectiva y el intercambio eró­tico, hombres y mujeres que buscaban encon­trarse al margen de los esquemas tradicionales acumularon una escalada de fracasos en sus rela­ciones. Fracasos también en sus ideales, que finalmente condujeron a la vuelta al conserva­durismo a partir de 1920. ¿Dónde estuvo el error? Básicamente, advierte Trimberger, en la incapacidad de aplicar en sus vidas personales los principios de libertad e igualdad sexual de los que partían. Infidelidades, celos, incom­prensiones, permanentes contradicciones, infe­licidad en suma por parte de aquellos hombres y mujeres que pretendieron adelantarse a su época. Ante la ausencia de un respaldo social que les permitiera encontrar soluciones satis­factorias, aquel clima liberal y permisivo se trun­có. Pendientes quedan algunos interrogantes, entre ellos la problemática conjugación de deseo y autonomía, ya no sólo masculina, sino tam­bién femenina.

Especialmente interesante desde un punto de vista sexológico es el último de los artículos de la sección, “The New Woman and the Ratio­nalization of Sexuality in Weimar Germany”. Atina Grossmann ofrece un análisis feminista crítico de la Reforma Sexual de Weimar, que se presenta como una revolución sexual, pero que fue en todo momento concertada en términos masculinos. La “nueva mujer” que había resul­tado de la movilización femenina durante la Primera Guerra Mundial amenazaba una políti­ca interesada en el fomento de la maternidad, e interesada por estabilizar el clima social que siguió a la guerra. La intención era hacer más atractivo el matrimonio a las mujeres poten­ciando unas relaciones sexuales más gratifican-tes. Siempre, por supuesto, que su derecho al placer no supusiera la libertad de apartarse del matrimonio y la maternidad.

El derecho al orgasmo era, dentro de este esquema, un medio para estabilizar y armoni­zar el matrimonio heterosexual. A tal fin, se les otorgó a los hombres un “mapa” del cuerpo femenino, una serie de pautas a seguir, y la res­ponsabilidad del placer genital de sus compa­ñeras. La erotización partía de nociones deci­monónicas: la erótica femenina era durmiente, pasiva, emocional, más difusa, oculta y menos centrada en lo genital. Su excitación más lenta y compleja; su orgasmo más delicado.

Ya que a la mujer le resultaba difícil llegar al orgasmo durante la penetración, el hombre debía considerar las peculiaridades femeninas, como la imprescindible estimulación del clíto­ris y la necesidad de los preliminares. Por supuesto, la meta del orgasmo masculino mediante la penetración no se cuestionaba.

Los Reformadores Sexuales sabían que para las mujeres era relativamente fácil obtener un orgasmo (incluso orgasmos múltiples) median­te la masturbación y en las relaciones lésbicas. De hecho, algunos autores advertían a los mari­dos que, si insistían en despertar demasiado el deseo de sus esposas, llegaría el momento en que serían incapaces de “responder” ante el mis­mo. Y, si llegaba el caso, no dudaban en medicar a la esposa para disminuir su obsesión libidinosa.

Asimismo advertían que, si bien la experi­mentación de la pareja con otra mujer –en un trío– era recomendable, se corría el riesgo de que la esposa se dejase llevar por tales inclinaciones.

Algunas mujeres de la época –pocas– adver­tían de la manipulación que la ciencia estaba lle­vando a cabo sobre su deseo. Para ellas, la fri‑

gidez era considerada una manera de protestar contra el rol femenino, una protesta contra la subordinación general femenina. Su tratamien­to, por tanto, requería una revolución social en la relación entre los sexos.

Una de las mujeres que advirtieron de las consecuencias de la “revolución sexual” para el sexo femenino fue Rühle-Gerstel. Si las mujeres no se prestaban al coito, serían tomadas por retrógadas y timoratas; si se abandonaban a él, serían estigmatizadas por putas y peligrosas. Una circunstancia que a principios del siglo XXI aún sigue resultando desagradablemente familiar.

La sección tercera de la obra, cuyo eje gira en torno a la institución de la heterosexualidad, es un conglomerado de artículos teóricos y lite­rarios entre los que merece la pena destacar por su trascendencia el de la poetisa norteamerica­na Adrienne Rich, “Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence”, publicado original­mente en 1980 en la revista feminista Signs, y posteriormente traducido al castellano bajo el título “Heterosexualidad obligatoria y existen­cia lesbiana”(1986)8.

Adrienne Rich es una figura representativa del feminismo lesbiano, para el que la publica­ción de su artículo supone un antes y un des­pués. Su crítica de la heterosexualidad obliga­toria se basa en la imposibilidad de elegir libremente otras opciones, tales como el les­bianismo, sin recibir el oprobio social. La hete­rosexualidad se plantea así como socialmente determinada y culturalmente reproducida, de manera que las mujeres internalicen los valo­res masculinos y los reproduzcan. A través de mensajes que consiguen convencer a las muje­res de que el matrimonio y la orientación del deseo erótico hacia los hombres son inevita­bles, la sociedad consigue que las mujeres asu­man un destino que a menudo resulta insatis­factorio y opresivo.

Una de las vías de reforzamiento de la hete­rosexualidad obligatoria es la invisibilidad de la posibilidad lesbiana; algo que incluso puede suceder en la investigación y la teoría feminis­ta. El feminismo –denuncia Rich– no ha reco­nocido las fuerzas sociales que nos fuerzan a desplazar las energías emocionales y eróticas de las mujeres a los hombres. Unas energías que ella articula en el concepto de “continuum lés­bico” y “existencia lesbiana”.

El “continuum lésbico” abarcaría todas las relaciones que las mujeres establecen entre sí; desde la más liviana simpatía o amistad, pasan­do por los lazos pasionales hasta llegar al esta­blecimiento de relaciones eróticas. Consistiría por tanto en el conjunto de lazos que unen a todas las mujeres que intentan reforzar los vín­culos de diversa índole que las unen, al margen de un sistema que las fuerza a mantener rela­ciones heterosexuales para sobrevivir econó­micamente y poder criar a sus hijos, así como para permanecer respetables.

La “existencia lesbiana” equivaldría a recha­zar la heterosexualidad obligatoria, repeliendo el ataque directo o indirecto del derecho mas­culino de acceso a la mujer, y contradiciendo un orden social que dicta que las mujeres están hechas para los hombres. Es por tanto un acto de resistencia.

No identificar al resto de las mujeres como posibles compañeras, amantes o aliadas, entra­ña una pérdida del poder de las mujeres y, en consecuencia, un impedimento a la hora de libe­rarse a sí mismas y a las otras. En conclusión, existe un contenido político feminista en el acto de elegir como amante a una mujer.

El que tanto la existencia lesbiana como la homosexualidad masculina sean objeto de estig­ma no significa que ambos puedan situarse en el mismo plano, ya que ello supondría ocultar la realidad lesbiana una vez más. A pesar de la causa que los ha unido, la falta de privilegios económicos y culturales de las lesbianas hace imposible su equiparación con los varones homosexuales, quienes por otra parte participan en una serie de conductas eróticas que quedan muy lejos de la experiencia lesbiana, que se defi­ne como profundamente femenina, con sus pro­pias opresiones, significados y potencialidades.

El resto de los artículos presentados en este capítulo representan una mezcla heterogénea que incluye temas tan diversos como la ideali­zación de la heterosexualidad por las obreras

rusas a comienzos del siglo XX, los abusos car­nales reiterados de las mujeres negras en tiem­pos de esclavitud o el ideal de romance ali­mentado en el despliegue de fantasía que suscitan las novelas románticas de Arlequín.

La sección cuarta de la obra, “Domination, Submission and the Unconscious”, contiene entre otros el artículo de E. Ann Kaplan titula­do “Ys the Gaze Male?”. Partiendo de este inte­rrogante, si el deseo es o no masculino, y siem­pre desde una perspectiva psicoanalítica, la autora analiza el factor deseo en diferentes pelí­culas, revelando las enormes dificultades que tienen las mujeres para establecerse como espectadoras activas. Las mujeres en la pantalla son proyecciones del hombre: idealizadas, ero­tizadas, denigradas por una mirada ante la que la mujer no siempre sabe cómo situarse, cómo devolver la mirada.

Kaplan describe los esfuerzos de directoras y críticas de cine feministas a la hora de imagi­nar un deseo femenino y masculino, de avanzar en una dualidad entre los sexos cuya mutua con­templación sea menos excluyente y dolorosa para las mujeres.

La autora reconoce que el inconveniente no es en sí la erotización y objetualización de las mujeres, ya que estos procesos son en sí cons­tituyentes del deseo. El problema surge cuan­do el deseo masculino conlleva el poder de la acción y de la posesión que se niega al deseo femenino. Las mujeres reciben y devuelven el deseo, pero no pueden actuar sobre él.

Finalmente, Kaplan reflexiona en torno a la naturaleza del deseo: ¿es necesariamente mas­culino?, ¿podrían desarrollarse estructuras para facilitar que las mujeres sean dueñas de su deseo?, ¿querrían las mujeres hallarse en pose­sión del deseo, si fuera posible? ¿pueden ser sujetos de deseo?

Kaplan reconoce que las mujeres experi­mentan placer ante las películas o los relatos eróticos en los que son observadas y se pregunta por qué, de qué manera nos hemos construido psicológica y culturalmente para instalarnos sim­bólicamente en el lugar del objeto, recipientes del deseo, siempre antes deseadas que dese- antes. La adopción de una postura erótica acti­va o dominante en la pantalla por parte de la mujer, de hecho, suele conllevar la pérdida de sus características femeninas tradicionales. No el físico atractivo, sino la humanidad, la inocencia o el carácter maternal. En su lugar, suele des­cribirse como una mujer fría, decidida, ambi­ciosa, manipuladora, dominante, en posesión de las características típicamente masculinas. Un fenómeno que nos debe mover a reflexión y a preguntarnos si es posible desarrollar una posición dominante específicamente femenina que difiera de la masculina.

El deseo, defiende Kaplan, no es necesaria­mente masculino, pero ser dueño del deseo y activarlo, dado nuestro lenguaje y las estructu­ras de nuestro inconsciente, es hallarse en la posición masculina. En efecto, el deseo feme­nino sigue sin ser representado ni expresado, quedando fuera de significados e ideologías.

En el fondo, a juicio de la autora, se adivi­nan estrategias masculinas para contener el temor al poder del sexo femenino. Un temor que debería ser desactivado, en conclusión: “Si unas diferencias sexuales rígidamente definidas han sido construidas alrededor del miedo al otro, necesitamos idear maneras de trascender una polaridad que sólo nos ha traído dolor a todos”. (Snitow et al., 1983: 325)

De entre los restantes artículos de esta sec­ción –varios de ellos son textos literarios–, qui­siera destacar asimismo el de Jacquelyn Dowd May, “The Mind That Burns in Each Body”, que expone hasta que punto la violación supone un acto de control por parte de los hombres blan­cos a las mujeres negras, constituyendo un efi­caz instrumento de subordinación.

Entre los centros de ayuda a mujeres viola­das, menciona la iniciativa llevada a cabo por el Rape Crisis Center, de Washington, D.C., que ha evolucionado de ser un centro de autoayu­da para mujeres blancas violadas a convertirse en una organización interracial con un progra­ma polifacético de servicios, defensa legal y edu­cación a la comunidad. Se han organizado gru­pos de toma de conciencia para violadores convictos, y se ofrece una intensiva campaña

educacional financiada por la escuela pública y dirigida tanto a niñas como a niños desde la escuela elemental hasta la superior. El fin per­seguido, convencer a la población negra de que la violación tiene efectos negativos no sólo en las mujeres blancas, sino también en las rela­ciones sociales de la comunidad negra.

El programa diseñado pretende alterar la perspectiva cultural de ambos sexos, que con­vierte a los hombres en violadores potenciales y a las mujeres en víctimas potenciales. El movi­miento anti-violación quiere ir por tanto mucho más allá de estigmatizar a los violadores y adoc­trinar a las mujeres a depender de la protección ajena. Algo que supone transformar el com­portamiento y las actitudes masculinas, así como mejorar las relaciones entre ambos sexos den­tro de la comunidad.

La sección quinta, “On Sexual Openness”, versa en torno a la apertura de nuevos caminos en materia sexual. El primero de sus artículos, “Gender Systems, Ideology, and Sex Research”, es un análisis crítico de Carole S. Vance acerca de la investigación sexológica. Repasémoslo atentamente porque como sexólogos nos ata­ñe: “El sello de la sexología liberal moderna es el ansia de negar los tabúes sexuales sin explo­rar sus raíces sociales y psicológicas. Al ignorar los diferentes poderes e ideas introducidos en el escenario de la experiencia sexual por hom­bres y mujeres, gays, lesbianas, heterosexuales y miembros de diferentes grupos culturales y étnicos, los sexólogos se hallan meramente con­denados a proyectar los tabúes sobre nuevos objetos”.(Snitow et al., 1983: 371)

Vance acusa a la investigación sexológica de partir de suposiciones iniciales en gran medida implícitas, concernientes al orden social y a la relación de hombres y mujeres, así como de los individuos con respecto a la sociedad. Una serie de suposiciones o asunciones que no siempre han resultado validadas previamente, ni sus sig­nificados ocultos investigados en profundidad.

En este ensayo, la autora examina las asun­ciones e ideologías implícitas en el “Programa sobre Sexualidad Humana” llevado a cabo en julio de 1977 en el Centro de Investigación

Sexual de una importante universidad de los Estados Unidos. Dicho centro, de gran reputa­ción en materia de investigación sexológica, ha sido un modelo para el desarrollo de otros cen­tros de investigación sexológica.

Después de observar las actividades del pro­grama, Vance advierte de qué manera tanto las imágenes como los temas tratados contribuían a reforzar los tópicos habituales: la heterose­xualidad como norma, la complicidad y la pasi­vidad femenina ante la iniciativa masculina, la penetración vaginal como meta, la genitalidad masculina frente a la idealización de las rela­ciones femeninas, etc.

A lo largo de la jornada, se animaba a los par­ticipantes a celebrar quienes son, a asumir su sexualidad tal y como la viven. Una circunstan­cia que Vance considera debería enfocarse como “quién nos vemos obligados a ser”. Una toma de conciencia mal encaminada conduciría a la ofuscación y a la confusión, si se parte de la superficialidad de una perspectiva nada crítica.

Prosiguiendo con su argumentación, la auto­ra apunta que, aunque las investigaciones en sexología se basan en modelos teóricos y con­ceptuales, los investigadores y terapeutas man­tienen que no parten de asunciones implícitas, limitándose a investigar los hechos. Algo que ella pone en cuestión, cuando con tanta fre­cuencia se ignoran la trascendencia para la inves­tigación sexológica de las relaciones de poder subyacentes entre los sexos.

El comportamiento sexual se contempla por tanto como un suceso aislado y privado, sin relación con la distribución de recursos y de poder. Una incapacidad o reticencia a la hora de conectar la casuística sexual con las estruc­turas sociales que la favorecen y que además se ve agravada por la escasa atención puesta en los procedimientos metodológicos. Ya que no siempre la investigación sexológica atiende a las difíciles cuestiones sobre adecuación e inter­pretación de datos, y a la elección de estrate­gias de investigación.

La cantidad creciente de investigación sexo-lógica requiere a juicio de Vance un replantea­miento y un análisis crítico de sus fundamen‑

tos ideológicos. Un análisis crítico que resulta necesario no sólo para aportar mayor credibi­lidad a la investigación científica, sino para avanzar en la dirección de una mayor autono­mía y capacidad de elección en nuestra expe­riencia sexual.

Del resto de los artículos de la sección sólo uno no es literario: el presentado por las dos lesbianas Amber Hollibaugh y Cherríe Moraga, titulado “What We’re Rollin Around in Bed With: Sexual Silences in Feminism”. Una crítica feroz al papel jugado por el feminismo en el control de toda fantasía erótica que reprodujera algún género de poder, y a la opresión que padecie­ron las lesbianas que se resistían a dejar su deseo postrado en el armario cuando salieron de él. Para muchas feministas, el deseo sólo se enfo­caba atendiendo a la oposición opresor/opri­mida, sin más posicionamiento para la mujer que el de la víctima.

Las autoras analizan el complejo papel de las “auténticas” lesbianas, cuando se confrontaron con feministas ante las que no podían expresar ningún deseo “crudo” por otra mujer. También reconocen que a muchas les sirvió para evitar enfrentarse a muchos de los demonios y heri­das que la orientación sexual les provocaba, per­mitiéndolas mantenerse a salvo en un lugar don­de no tenían que seguir afrontando el profundo dolor de su deseo.

El hecho de que el lesbianismo fuera acep­tado como concepto político o intelectual lle­gó a despertar la ira de algunas lesbianas, enfu­recidas por no poder manifestar su deseo: “Cuanto más me acercaba a lo que siento por las mujeres, a lo que me hace desear y ser dese­ada, tanto más me sentía fuera de la comunidad feminista (....)” (Snitow et al., 1983: 403).

El feminismo no quiso entrar en el debate sobre el deseo, denuncian las autoras. Y con ello no hicieron más que convertirse en un férreo reducto de conservadurismo.

La sección sexta, “Current Controversies”, es la última de la obra. Diferentes controversias de la actualidad se dan cita en ella: el debate sobre la prostitución, la pornografía, el aborto...

Male Vice and Female Virtue: Feminism and the Politics of Prostitution in Nineteenth­Century Britain”. Judith R. Walkowitz, a partir de la guerra suscitada entre el “vicio” masculi­no y la “virtud” femenina de la época victoria­na, nos muestra de qué manera las mejores intenciones feministas pueden ocasionar pési­mos resultados. Esto fue efectivamente lo que ocurrió en la lucha contra la prostitución de finales del siglo XIX, que finalmente permitió al Estado y a las fuerzas antifeministas hacerse con el control del movimiento y establecer duras leyes represivas que terminaron perjudi­cando a las mujeres. Un aprendizaje que per­mite concluir de qué manera los términos de un discurso sexual pueden evolucionar en una perspectiva no prevista que subvierta sus inten­ciones originales.

La autora advierte de la necesidad de no dise­ñar estrategias que lleven a las feministas a caer en las manos de la Nueva Derecha, que siempre aprovecha el reclamo de protección como una forma de controlar y reprimir a las mujeres.

The New Feminism of Yin and Yang”, por Alice Echols, se remonta al análisis del feminis­mo cultural y de sus postulados sobre el deseo. Describe de qué manera se fueron transfor­mando las tesis originales del feminismo radi­cal, que consideraban que el problema se cen­traba en el rol atribuido a los hombres, no en los hombres mismos; desmantelar su superio­ridad les beneficiaría en cierto modo, aunque se resistieran a la consiguiente pérdida de poder y privilegios. Los varones, desde esta perspec­tiva, sólo eran el enemigo en cuanto se identi­ficaran con tal rol.

Por el contrario, el feminismo cultural par­te de la asunción de una serie de rasgos bioló­gicos inmutables de la masculinidad, una esen­cia compulsiva y violenta del deseo masculino, que convierte al varón de forma inmediata en un predador sexual para las mujeres. A la sata­nización de los hombres contribuyó sin duda el ascenso de las lesbianas políticas dentro del movimiento, cuya presión ideológica sobre las mujeres heterosexuales terminó dejando aco­rraladas a aquellas que follando con los hom­bres, no hacían más que debilitar al movi‑

miento. Atrás quedaron las viejas reivindicacio­nes de las radicales a favor del aborto y el con­trol de la natalidad como medios de llegar a la libertad sexual a través de la libre reproducción. La subyugación femenina ya no se concebía como represión de la sexualidad y el deseo femeninos, ya que en sí toda visión de la mujer implicada en estos ámbitos era reaccionaria. Para las culturales, la libertad sexual y el feminismo se hallaban en mutua oposición.

Alice Echols describe de qué manera la lucha culminó con la fundación del movimiento anti­pornografía (Women Against Pornography WAP–). La expresión del deseo masculino se concebía como impetuosa, irresponsable y potencialmente letal. Algo que convertía cual­quier relación coital con ellos –dada su obse­sión con la penetración– en una violación. Por el contrario, la expresión erótica femenina era definida como sensual, amorosa, tierna, íntima, difusa, silenciosa. Más espiritual y menos cen­tral en sus vidas, hasta el punto de que cierta abstinencia se asumiría sin complicaciones.

Ante tal desigual reparto entre los sexos, la permisividad sexual no podía más que provo­car violaciones, incesto y pornografía, al gene­ralizar la idea de que todas las mujeres son putas y no merecedoras de respeto.

Para concluir, la autora denuncia cómo la consideración tradicional de la mujer al margen del deseo y, en general, de todo interés sexual acarreó finalmente consecuencias políticas nega­tivas para la práctica feminista futura. Al con­fundir respeto con igualdad y suponer que la represión sexual es una solución satisfactoria al problema de la violencia contra las mujeres, no hizo sino reforzar los términos represivos de la Nueva Derecha.

Feminism, Moralism and Pornography”, de Ellen Willis, se aproxima desde un enfoque feminista radical a la polémica antipornografía. Parte de una aceptación de la pornografía: “La fantasía, después de todo, es más flexible que la realidad, y las mujeres han aprendido, como una forma de supervivencia, a ser diestras en la adaptación de las fantasías masculinas a sus pro­pios propósitos” (Snitow et al., 1983: 463)

Definir la pornografía como el enemigo supo­ne avergonzarnos de nuestras sensaciones eró­ticas y aumentar aún más la vergüenza, la cul­pabilidad y la hipocresía sexual femenina. El propósito de las leyes contra la obscenidad es y siempre ha sido reforzar los tabúes culturales en materia sexual y suprimir el feminismo y las diversas formas de disidencia sexual.

My Mother Liked to Fuck”, es el retrato que Joan Nestle hace de una madre “a la que le gus­taba follar”. Un relato biográfico fresco y valien­te de una aventurera libidinosa que defiende toda su vida ante la sociedad el derecho de una mujer al placer orgásmico y a la búsqueda acti­va de hombres que alegraran su cama. De ella dice su hija: “Era una mujer trabajadora a la que le gustaba follar, que creía que tenía el derecho a tener un pene dentro de ella si lo deseaba y que buscaba insistentemente el amor, pero sabía que eso era mucho más difícil de encontrar”. (Snitow et al., 1983: 470). Una feminista que no habla de su placer sexual –defiende Nestle para concluir– tiene poco que ofrecer a las mujeres aquí y ahora.

Ellen Willis es asimismo la autora del texto siguiente, “Abortion: Is a Woman a Person?

La autora argumenta que, aunque la retóri­ca de la campaña anti-aborto de la Nueva Derecha es sobre el asesinato de fetos, su inten­ción es controlar la sexualidad de las mujeres y limitar la posibilidad de las mismas de escapar a la crianza forzosa.

La autora defiende que la única vía para reducir drásticamente el número de abortos es inventar anticonceptivos más sanos y asequi­bles, y asegurar el acceso universal a todos los métodos de control de la natalidad. También advierte la necesidad de eliminar la culpa y la ignorancia sexual, así como las condiciones sociales y económicas que hacen de la mater­nidad una trampa.

El último artículo de la sección y de toda la obra es el titulado por Deirdre English “The Fear That Feminism Will Free Men First”. El miedo a que el feminismo libere antes a los hombres se remite a las desavenencias de las feministas americanas sobre las consecuencias de la liberación sexual. El grueso del feminismo criticó los avances de una liberación que dejó intactas otras formas económicas y sociales de poder, beneficiando de este modo claramente a los hombres que obtenían nuevas ventajas, como el derecho a abandonar a mujeres embarazadas o económicamente dependientes.

Si bien es cierto que hubo avances también para las mujeres, sobre todo en materia de libertad reproductiva, las diferencias socioe­conómicas de hombres y mujeres no se vieron tan alteradas, siendo el matrimonio aún el mejor método de estabilidad económica en un mercado laboral que discrimina a las mujeres. La escasa independencia económica de las mujeres y la mayor libertad en la conducta sexual de los hombres al margen del matri­monio les aporta mayores beneficios a éstos. Una circunstancia que anima a muchas muje­res a plantearse si no es mejor retornar a las antiguas relaciones en las que su soporte eco­nómico y el compromiso emocional y genital masculino estaba garantizado.

Para que una “revolución sexual” beneficia­se a las mujeres, habría de atenderse a factores que suelen ignorarse, de índole social y sobre todo económica.

REFLEXIONES SOBRE LA ERÓTICA Y LA AMATORIA A PARTIR DEL FEMINISMO PRO-SEXO

El feminismo, en sus múltiples vertientes, no ha mantenido nunca una relación cordial con los ámbitos de la erótica y la amatoria. La esca­sez de reflexiones sobre cualquier cuestión que roce “lo sexual” es un mal endémico dentro del pensamiento feminista. Los intentos del femi­nismo pro-sexo por promover el diálogo sobre el tema pronto pasaron a la historia y cedieron el dominio del debate al ala más conservadora en materia sexual, que se ha adueñado en las últimas décadas del movimiento.

Las dos obras presentadas, excepcionales precisamente por girar en torno a una proble­mática incómoda para el feminismo, aportan a mi entender un conjunto de datos, reflexiones y análisis que hoy en día, veinte años más tar­ de, ayudan a configurar nuestro concepto de la erótica y la amatoria femeninas. Repasemos a continuación algunas de las reflexiones que pue­den extraerse de sus aportaciones.

La confusión entre heterosexualidad y andrerastia

Uno de los grandes errores del feminismo fue confundir la heterosexualidad, en cuanto se refería al establecimiento de una relación de pareja con el hombre, con la “andrerastia” o sea, el deseo erótico de los hombres9. La relación heterosexual puede o no elegirse, y sin duda su elección suele venir determinada o incluso for­zada por circunstancias culturales y sociales. La andrerastia, sin embargo, no se escoge ni pue­de ser jamás una imposición, ya que afecta a la estructura –íntimamente percibida– del deseo. Barajando estos conceptos, puede suceder que una mujer andrerasta elija no entrar en el mar­co de una relación heterosexual; y que, por el contrario, una mujer ginerasta (que desea eró­ticamente a las mujeres) puede hallarse “atra­pada” en una.

La constante referencia a la imposición de la heterosexualidad carece de sentido desde esta perspectiva: no hay que confundir la imposición de una norma cultural –el establecimiento de pareja heterosexual– con la imposición de un deseo –la andrerastia en este caso.

La andrerastia no se elige ni se impone; se siente; independientemente de que optemos o no por el matrimonio o la pareja heterosexual. Una mujer andrerasta se sentirá impulsada a buscar el encuentro con el hombre deseado. Otra cosa es que ese hombre responda a su deseo desde una ginerastia no forzosa ni sus­ceptible de ser forzada. Sólo la erección propi­ciada en un clima sin desconfianza ni temor, sin rutas prescriptivas, puede encajar en un para­digma de sexos complementarios.

Desde el presupuesto de la andrerastia, tan­to el clítoris como la vagina son riqueza y ganancia susceptible de ser compartida con el hombre deseado. Cuando las feministas rene­gaban del mito del orgasmo vaginal, ignoraban que el clítoris pasa por el encuentro con el hombre. Mas esto será así sólo si no lo aisla­mos en el “locus genitalis” y lo ampliamos al paradigma de los sexos, tal y como lo propug­na Efigenio Amezúa10.

La paradoja lesbiana

Conviene prestar una particular atención al caso de las lesbianas. Las lesbianas escapan en su erótica a las relaciones de poder que se esta­blecen con los varones, que relegan la expre­sión erótica femenina a un segundo plano –el primero le corresponde usualmente al varón–. Es inevitable reflexionar sobre el hecho de que los principales testimonios en vehemente defen­sa del deseo sean obra de lesbianas. Y obvia­mente no me refiero a las lesbianas que rene­garon de su orientación politizándola en pro del movimiento, sino a aquellas “disidentes” que reaccionaron en contra de la censura, tanto la social como la ejercida desde las filas del pro­pio movimiento.

¿Por qué motivo el conflicto de su deseo con la norma social no conduce a las vías muer­tas en que cayeron las feministas heterosexua­les? ¿Por qué la mayor revolución en la erótica dentro del feminismo ha tenido casi siempre como protagonistas a las lesbianas? ¿Son más conscientes de la realidad de su deseo tan sólo porque encuentran una mayor represión social para expresarlo?

Lo cierto es que los encuentros y desen­cuentros eróticos y amatorios con los hombres llevan aparejados una serie de riesgos para la autoestima femenina –en forma de desprecio posterior, desdén o humillación– al que las les­bianas escapan, y éste es un factor que no sue­le tenerse en cuenta, pero que muy probable­mente entrañe algún tipo de beneficio para ellas, a la par que limita y condiciona la erótica feme­nina andrerasta. Cuando Adrienne Rich defien­de las “ventajas” del lesbianismo, e induce a las mujeres a descubrir una erótica femenina que derive del gozo de compartir el plano físico, psí­quico y emocional, sugiere a las mujeres que ésa es la vía para reducir la impotencia femeni­na. Una impotencia que ella, como muchas otras feministas, considera fruto de la desesperación, la depresión, la autonegación, la resignación y la autodevaluación que a menudo se cosecha en las relaciones heterosexuales.

El dilema que dentro del feminismo se ori­ginó en torno al lesbianismo pone de manifies­to por otra parte una serie de incongruencias sobre las que conviene incidir: ¿Hasta tal pun­to el deseo es tan antitético a la identidad feme­nina que las lesbianas tuvieron que deseroti­zarse para ser identificadas como mujeres? No en vano, esta deserotización simbólica tiene lugar en un escrito curiosamente titulado “The Woman-Identified Woman” (“La mujer identi­ficada mujer”), escrito por lesbianas que no que­rían seguir siendo identificadas con los hom­bres (en gran medida a causa de su deseo). El manifiesto tenía su razón de ser: en los prime­ros momentos del movimiento, las feministas se horrorizaron al temer ser objetos sexuales ¡también! de las lesbianas. No quedaba más alter­nativa que “identificarse con las mujeres”, comenzando por callar y camuflar el deseo .

Por qué no el encuentro con el hombre

¿Por qué fracasó el discurso denominado “sobre el placer”? ¿Llegaron las feministas pro-sexo a ser conscientes de que el placer también requería del encuentro con los hombres?

Una revisión a las páginas escritas por femi­nistas pro-sexo deja una constancia desoladora: los hombres se hallan ausentes como referentes eróticos. Algo que no deja de ser paradójico si damos por supuesto que la mayor parte de las relaciones mantenidas por las mujeres son hete­rosexuales. ¿Cómo puede articularse un discurso sobre el “placer” excluyendo una característica esencial del mismo (que su obtención pasa a menudo por el varón)?

En el siguiente párrafo de Carole S. Vance, la referencia al hombre debe darse por implíci­ta: “Lo cierto es que la complejidad de nuestra experiencia contiene elementos de placer y de opresión, de humillación y felicidad. Más que considerar que esta ambigüedad es producto de la confusión o de una percepción equivoca­da, deberíamos utilizarla como fuente para exa­minar cómo viven las mujeres el deseo, la fan‑

tasía y la actividad sexual. Necesitamos clasifi­car individual y conjuntamente cuáles son los elementos de nuestro placer y de nuestro des­placer.” (Vance, comp., 1989: 17)

Cierto que alzan la voz para afirmar que no todo es peligro, y que no se trata de una falsa conciencia (como les acusan las feministas cul­turales), sino de la percepción legítima de una ambivalencia, pero lo cierto es que no acaba de cuajar esa visión del placer, de la felicidad, del deseo o de las fantasías con respecto al encuen­tro carnal con el hombre. Como si el gran secre­to culpable entre las feministas, ese denomina­do “placer sexual”, fuera un obstáculo demasiado poderoso para ser vencido incluso para quienes lo defienden.

Acaso, sí, el derecho a disfrutar de sus cuer­pos, una nueva expresión de autonomía, pero ¿el derecho a disfrutar de sus cuerpos con los hombres? Ésa es una cuestión sobre la que las feministas pro-sexo evitan pronunciarse. No se termina de ver dónde puede encajar ese “res­peto que una vida presta a otra” que reclaman, esa tolerancia precisa para aceptar la diversidad y la curiosidad, cuando se abre tan poco espa­cio para una concepción más positiva y gozosa del hombre. En todo momento, su mención sigue siendo la del enemigo, y el placer llega a considerarse una toma de poder frente a ellos, un espacio que es preciso arrebatarles. Espinosa contradicción, si tenemos en cuenta que el gozo anhelado se va a compartir con ellos.

Indudablemente, era incómodo aceptar que se requería a los hombres para negociar las con­diciones del placer, asumir que la autonomía del goce es limitada si no deriva en complici­dad. Las lesbianas pro-sexo lo tuvieron más fácil, al negociar tales condiciones con otras mujeres. Pero aceptar que el placer femenino y el ser mujer pasan por el encuentro con el hombre cuando él es el objeto del deseo supone una búsqueda de entendimiento que rara vez ha estado presente en el feminismo.

Teniendo en cuenta que un discurso sobre el placer –especifiquemos en este caso: del pla­cer que se obtiene en el encuentro con los hom­bres– sin los hombres no tiene futuro, ¿cómo habría de encaminarse el encuentro en el deseo sin que supusiera una aceptación de las impo­siciones masculinas?

Cabe plantearse si es un freno para la evo­lución en la erótica un deseo que impulsa a bus­car a los hombres, cuando éstos con frecuen­cia no ofrecen espacios para el cambio ni cambian a su vez. Así lo consideró el feminis­mo político lesbiano, que terminó convirtien­do el deseo en ideología. El dilema en torno a la maleabilidad del deseo femenino probable­mente aún no esté resuelto.

La incomodidad frente al deseo

El deseo se reconoce como algo peligroso para la mujer. Un impulso que choca con el con­trol interiorizado de ciertos instintos. Una pasión que no acaba de cuadrar con la supuesta natu­raleza femenina, y que llevada a su extremo pro­voca temor, culpabilidad, incomodidad, des­concierto, cuando no peligro. Sobre todo –se insiste– el peligro de desatar el ataque masculi­no. Un peligro del que todas las feministas son conscientes, aunque reaccionen de distintas maneras ante él. Unas, considerando que es pre­ciso constreñir el deseo erótico femenino al matrimonio tradicional, no manifestándolo jamás libre ni espontáneamente, ni en público ni en privado. Otras, defendiendo el derecho femenino a la generosa vivencia y a la libre expre­sión del deseo, resistiéndose así a su represión.

El feminismo pro-sexo, afín a esta última pos­tura, lleva a cabo diversas reflexiones en torno al deseo y su naturaleza. Se cuestiona seriamente la adscripción del deseo erótico al sexo mascu­lino sin dejar por ello de advertir los inconve­nientes que para las mujeres supone su adop­ción y reconocimiento. Carole S. Vance reflexiona al respecto: “Si se codifica el deseo sexual como masculino las mujeres empezarán a preguntarse si alguna vez son de verdad seres sexuales. (...) ¿Las mujeres pueden ser agentes sexuales? ¿Podemos actuar en nuestro propio interés? (...) ¿Nos sentimos profundamente incó­modas cuando nos salimos de los límites de la feminidad tradicional (la pasividad, la indefen­sión, el papel de víctima)? ¿Tenemos miedo a

dejar de ser mujeres si actuamos de acuerdo con nuestra pasión sexual más profunda?” (Vance, comp., 1989: 19)

Alguna reflexión avanza con honestidad más allá de este refugio improvisado para el deseo que supone la obsesión con el peligro masculi­no, y admite que el deseo, en sí, aterra. Así lo expresan Amber Hollibaugh y Cherríe Moraga cuando describen de qué manera las lesbianas huyeron de él en dirección a un feminismo que las mantenía a salvo de sí mismas, de sus viejos demonios y heridas en torno a la sexualidad: “Yo sé, para mis adentros, que cada vez que deci­día tocar a otra mujer, hacer el amor con ella, me arriesgaba a abrir aquel lugar secreto, escon­dido, vulnerable...” (Snitow et al., 1983: 403)

Y, por supuesto, no faltan los testimonios valientes como el de Amber Hollibaugh, una lesbiana dispuesta a no seguir sacrificando sus deseos eróticos a expensas de sus creencias polí­ticas: “Debemos vivir con el peligro de nuestros deseos reales, darles crédito y airearlos. (...) Cada historia de deseo que hemos rehusado recono­cer nos ha retrasado un escalón en el intento de descubrir y reclamar nuestra propia identidad sexual. (...) Quiero dejar ir, empujar mis deseos a una experiencia de mi cuerpo que me despierte, me satisfaga y no me deje con la amargura y la rabia de que otra mujer más temía demasiado su propia pasión como para ver hasta dónde podí­amos haber llegado.” (Vance, comp.: 201-202)

Qué pasó con las revoluciones sexuales

El feminismo siguió muy de cerca el fraca­so de las revoluciones sexuales, tratando de explicarse por qué habían resultado tan insa­tisfactorias para la mayoría de las mujeres, y advirtiendo que habitualmente venían a “libe­rar” a las mujeres en términos que ellas mis­mas no determinaban. Incluso con la mejor de las voluntades, la célebre Reforma Sexual de la República de Weimar no pudo evitar generali­zar una serie de postulados que reproducían viejos cánones represivos y desventajosos para la mujer, como el que otorgaba a los hombres la responsabilidad y la iniciativa en materia eró­tica y amatoria.

De los análisis feministas se deriva la cons­tatación de que una revolución sexual está con­denada a fracasar si no conlleva una profunda transformación en la esfera de los caracteres sexuales terciarios (el “género”), que conduzca a una apreciación más justa y equitativa del valor de los mismos11. Asimismo, la necesaria evolu­ción de los sexos hacia su complementariedad no será completa mientras no prospere una imprescindible revolución en la erótica. Y ésta no saldrá victoriosa si la moral social sigue impo­niendo clichés dispares a hombres y mujeres.

Los hombres no han llegado, hoy por hoy, a perder el miedo a que las mujeres revolucio­nen la erótica. En realidad, es éste un ámbito que se resiste a avanzar a la par que otros ámbi­tos en que los sexos han evolucionado en las últimas décadas.

A fin de indagar en el estancamiento de una erótica que en nuestra cultura sigue atribuyen­do el dominio y la explicitación del deseo al sexo masculino, es fundamental investigar, muy especialmente en el caso de las mujeres, las inte­rrelaciones existentes entre los diferentes cam­pos del Hecho Sexual Humano. Averiguar de qué manera interviene el proceso de sexuación –por ejemplo, con la ausencia o presencia de poder económico y social de las mujeres– en la favorable o desfavorable vivencia y expresión de su sexualidad, su erótica y su amatoria. Resulta muy probable que una mujer no pueda evolu­cionar en dichos ámbitos si su proceso de sexua­ción no se ve beneficiado por cierto poder aña­dido –económico, social, simbólico, moral, cultural, religioso, etc.–, dada la situación des­ventajosa de la que parte.

¿Qué equiparación de los sexos es posible en el ámbito de la erótica si una mujer que expresa libremente su deseo continúa expo­niéndose a las habladurías y al oprobio social, siendo perseguida y estigmatizada? Para ser indi­viduos de pleno derecho, no coaccionadas por la doble moral, las mujeres deberían poder esco­ger el tipo de mujer que son, no padecer peli­gro alguno al expansionar el universo de su eró­tica. Algo que –insistimos– en primer lugar sólo es posible con un clima social que garantice el

control de las funciones reproductoras por par­te de la mujer y que, en segundo lugar, requie­re de una profunda transformación de la rela­ción entre los sexos.

Las revoluciones sexuales fracasaron por­que la sociedad no llegó a asimilar una completa revolución en la expresión erótica de las muje­res, en gran medida porque las mujeres se halla­ban condicionadas por estructuras económicas y sociales que privilegiaban a los varones e impe­dían la disolución de la “doble moral”.

La revolución erótica, imposible sin una toma de conciencia masculina

Los hombres han manifestado su temor a una revolución erótica incontrolada de las mujeres, una circunstancia que se hace espe­cialmente patente en la política sexual de la República de Weimar. Las mujeres deben ser deseantes... hasta cierto punto. Una auténtica revolución en la erótica femenina atentaría con­tra la imagen de la masculinidad. Los hombres han de llevar las riendas en el encuentro para ser hombres. La mujer que se muestra suelta en su deseo es profundamente temida por el hombre, quien teme no estar a la altura, y prác­ticamente siempre es presentada como un ser pérfido que ocasiona la desgracia del varón y en consecuencia la suya propia. No es extraño, dado el clima social adverso al deseo femenino, que éste se preste al silencio y al encubrimiento, y desarrolle vías alternativas para su expresión12.

Detrás del combate antipornográfico se encuentra el concepto algo “ñoño” de la eróti­ca femenina, que impide considerar propio de señoras la expresión y vivencia de un deseo cru­do, violento e incontrolable. Aquellas mujeres que se atreven a reivindicarlo son condenadas doblemente, por parte de la sociedad y por par­te del feminismo. Por el contrario, aquellas que esgrimen un deseo más “etéreo” e inofensivo consiguen un arma para hacer sentirse mal a los hombres o ser más valoradas por ellos, así como el privilegio de ser consideradas “respe­tables” socialmente.

Cuando Ann Barr Snitow investiga las nove­las románticas y su mística, muchos de los tópi­ cos imperantes salen a relucir. La mujer sólo puede entregarse a las delicias carnales a partir de una abnegación absoluta, que supone el con­trol constante de la pasión erótica hacia un héroe que la despreciará si traiciona esta espe­ra pasiva, ansiosa y calculada.

Los problemas en el deseo femenino difícil­mente se solucionarán por entero sin tener en cuenta la difícil realidad social que subyace a la expresión del mismo por parte de las mujeres. Una realidad que a menudo encubre un con­flicto entre la sexuación femenina y la vivencia de su erótica. Una mujer “decente”, sexuada de acuerdo con la moral vigente durante siglos, no debía experimentar ningún género de placer; mucho menos de deseo. Virgen (santa, madre) o puta, ésta es la dialéctica, siempre adjetiva: así se tilda a una buena o a una mala mujer. Algo muy distinto a lo que sucede con el hom­bre, cuyos problemas en el “cumplimiento” eréctil atentan directamente contra su esencia masculina: ser o no ser bastante hombre, siem­pre una dialéctica sustantiva. No cabe conside­rar que una mujer sea más o menos mujer, por­que su sexo en definitiva jamás se cuestiona: los caracteres sexuales primarios por sí solos son suficientes para las mujeres.

Nos hallamos ante una paradoja de difícil solución. La más frecuente queja masculina gira en torno a la falta de deseo de sus parejas. Una circunstancia que corresponde estrechamente a la idea de la mujer como un ser eróticamente pasivo y emocional. Paralelamente, los más hon­dos temores masculinos giran en torno a la con­figuración de la mujer eróticamente agresiva, una peligrosa seductora que puede arrastrarles por el camino del desenfreno erótico y amato­rio. Las mujeres son forzadas a vivir escindidas entre estos dos extremos que se contradicen el uno al otro sin beneficiarlas en nada.

Resulta fundamental que las mujeres se nie­guen a ser correas de transmisión de ciertos tópicos, que se arriesguen a alzar la voz y a dar ejemplo, saliendo de la colaboración silenciosa con el mantenimiento de ciertos prejuicios. Pero sin duda también es precisa una buena dosis de autocrítica masculina y una sincera voluntad de

encuentro por parte del sexo masculino. Sin una participación honesta y valiente de hombres predispuestos al cambio no hay encuentro futu­ro entre los sexos. Y todos debemos ser cons­cientes de ello.

Las consecuencias de la indefinición del deseo femenino

Una de las razones por las que resulta fun­damental reivindicar la libre vivencia y expresión del deseo femenino es la necesidad de des­montar el prejuicio que subyace a la con­sideración del coito como violación. Las femi­nistas antipornografía no hubieran podido articular su teoría contra la naturaleza depre­dadora masculina de no haber partido de la creencia decimonónica en la ausencia de deseo femenino. El coito como violación planteado por las feministas culturales sólo se entiende desde la no existencia del deseo en la mujer. Del “seremos buenas (nos deserotizaremos) para que no nos violen” se salta al “no tienen derecho a violarnos porque somos buenas”. La negación, la ocultación y la devaluación de la erótica femenina conducen a la satanización de la erótica y la amatoria masculina, a su estigma­tización y persecución. Se intenta hacer a toda la sociedad responsable de la represión del deseo masculino y cómplice de la ausencia del deseo femenino.

Las feministas afines a la sexofobia no hablan de deseo cuando hablan de sexualidad. No se suele concebir a la mujer como deseante o geni­talmente activa y viva. Tan sólo como víctima de lujurias ajenas. Este conjunto de creencias fir­memente arraigado surge precisamente a con­secuencia de la indefinición del deseo femeni­no que, hoy por hoy, persiste.

Si la mujer carece de deseo o resulta “pena­lizada” –de múltiples maneras, desde las más evidentes hasta las más sutiles– en caso de mani­festarlo, ha de ser por fuerza el hombre el suje­to agente del deseo. Dada la frecuencia con que se minimiza el deseo y la trascendencia del pla­cer orgásmico femenino, no es extraño que los discursos conduzcan a conclusiones chocantes como la de Densmore, quien de la multiorgas­ mia femenina termina deduciendo que el orgas­mo de la mujer tiene que ser un desahogo ¡psi­cológico!, ya que orgasmos puede tener cuan­tos desee.

Si se insiste en la opresión que supone el deseo –tildado de violento, incontenible y depre­dador– masculino, se cae forzosamente en la infravaloración del placer en el encuentro con el hombre y en la deserotización de la mujer. Un masculino impositivo requiere un femenino maniatado eróticamente. Ya que un femenino libre y conscientemente erotizado haría difícil concebir el coito –incluso el penetrativo– como algo forzoso, pues la participación voluntaria y gozosa de la mujer en él en igualdad de condi­ciones interrumpiría la dinámica domina­ción/sumisión.

Es preciso tener mucho cuidado con los dis­cursos que se establecen en torno al deseo feme­nino. Muchos de los discursos que despojan de poder a la mujer tienen que ver con el control del deseo femenino, y entrañan una visión que oculta la realidad del mismo: es el caso de las feministas antipornografía. El feminismo pro-sexo identificó perfectamente las vías por las que el terror al sexo y la alianza con la derecha conducen a una represión aún mayor. Especialmente para las mujeres, buscar el apo­yo de la derecha supone renunciar al control sobre el propio cuerpo. Y el derecho a dispo­ner de la información necesaria, de acceder a medios anticonceptivos seguros, económicos y eficaces, a abortar en caso necesario, entraña tal relevancia para las biografías femeninas que pue­de afirmarse que no será posible la equipara­ción y complementación de los sexos mientras se cierna sobre ellas la amenaza de sustracción de tales derechos.

Hay que extremar las precauciones a la hora de generalizar cánones en la erótica femenina sin atender al contexto cultural en que se desa­rrollan, y tener en cuenta las diferentes expre­siones culturales de la misma. Investigaciones en el campo de la antropología demuestran que la iniciativa y la expresividad erótica no tiene por qué ser patrimonio de los varones. Es el caso de sociedades como la melanesia de los kaulong

de Nueva Bretaña, donde el hombre teme el contacto carnal con la mujer, donde son ellas las que se muestran agresivas con los hombres que eligen como parejas y donde en conjunto los papeles activo y pasivo del hombre y la mujer occidentales se invierten en el encuentro eróti­co. (Moore, 1991:31-34).

Las desiguales distribuciones de caracteres sexuales terciarios que presentan en la erótica distintas culturas puede ayudarnos a relativizar las propuestas de nuestra propia cultura, a valo­rar más las aportaciones individuales que cues­tionan la norma como posibles alternativas. En cualquier caso, atender a la diversidad en la expresión de los caracteres sexuales terciarios a lo largo de diversas culturas y sociedades supo­ne siempre un refuerzo para la teoría de la inter­sexualidad humana.

Sobre rutas y discursos: algunas tareas pendientes

A lo largo del presente trabajo se ha tratado de demostrar que no todo el feminismo ha desa­rrollado teorías con tintes sexófobos. A decir verdad, en la lucha por la libertad sexual y repro­ductiva de las mujeres ha sido un sector femi­nista, enraizado en el feminismo radical, el que ha desempeñado un papel crucial del que todas nos hemos beneficiado.

Gran parte del discurso de las feministas pro-sexo sobre el placer y el peligro sigue, a comien­zos del siglo XXI, dolorosamente vigente. En materia de erótica y amatoria, fundamental­mente, la condición femenina supone siempre un agravante. Las feministas pro-sexo supieron identificar muchas de las trabas que se tendían socialmente en estos campos para la definitiva equiparación de mujeres y hombres en libertad, derechos, dignidad, autonomía, etc.

El proceso de búsqueda de un mayor espacio erótico para sí mismas nunca fue fácil; carecían de referencias, de indicaciones o seguridades en un nuevo camino que estaba por hacer. No obs­tante, eran conscientes de que en ciertos ámbi­tos no pretendían –ni podrían– imitar al hombre, sino hacerse un hueco en un territorio domina­do tradicionalmente por él. Una mayor expansión en este terreno suponía desafiar muchos de los privilegios masculinos, y enfrentarse a una serie de límites –económicos, sociales, culturales, mora­les, etc.– que no les facilitarían la tarea.

Es preciso reconocerles grandes hallazgos. Alertaron sobre los riesgos de una alianza con la Derecha en busca de protección, pues nunca supo­nía a la larga sino la quiebra de libertades para todas. Y defendieron a ultranza la vía del placer para las mujeres, aún sabiendo que el rastro del peligro continuaría presente en sus biografías.

Aunque también dejaron algunos vacíos importantes sin cubrir. La incapacidad de dejar momentáneamente a un lado el concepto de hombre como “enemigo” u “opresor” les impi­dió, a mi juicio, avanzar como habría sido desea­ble en una profunda reflexión sobre las relacio­nes heterosexuales; no sólo sobre sus sombras, sino también sobre sus luces. Se echa en falta una reflexión más encaminada al encuentro con los hombres y a los placeres derivados de ese encuentro. En la reflexión en torno al placer, el feminismo ha analizado mucho más a fondo lo que les niega el placer a las mujeres que aque­llo que se lo otorga. Ha sido un discurso en el que las feministas lesbianas han acallado las voces de las feministas heterosexuales, quienes se han visto atrapadas en un conflicto político dentro del movimiento.

En el ámbito de la erótica, especialmente reacio al cambio, al avance social y –por qué no decirlo– al diálogo sincero entre los sexos, las expectativas al uso para ambos sexos precisan un profundo replanteamiento de los supuestos que las mantienen. Cuajados de prejuicios, han derivado en esquemas que adolecen de estre­chez de miras, conservadurismo y hondas con­tradicciones. La búsqueda de nuevos rumbos para una erótica que ha de servir de puente entre los sexos es hoy por hoy una tarea pen­diente e imprescindible para todos.

UNA VISIÓN PERSONAL DEL LEGADO QUE EL FEMINISMO “PRO-SEXO” HA DEJADO A LA SEXOLOGÍA

¿Qué sabe la Sexología del feminismo pro-sexo? ¿Qué sabe el público en general?
Más bien poco. Las feministas anti-censura se quedaron aisladas dentro de su propio movimiento. Ni obtuvieron el grueso de su respaldo, ni el de la sociedad, y mucho menos el de nosotros los sexólogos. Y es que sin duda eran incómodas. E insistían en moverse en aguas pantanosas en las que en ocasiones se hundían sin saber evitarlo.

Elaborar un nuevo discurso sobre el deseo de las mujeres no era sencillo. ¿Cómo defender en suma el derecho de las mujeres a expandir los horizontes de su erótica, especialmente cuan­do ello suponía abandonarse a los brazos de unos hombres a quienes se sabía en –injusta– posición privilegiada? ¿De qué manera sortear las contradicciones internas que a las feministas andrerastas les conducía un discurso a favor del placer? A menudo debieron de ignorar adrede que el placer pasaba por el hombre, silenciar­lo, para aliviar el desgarro de su alma y de su pensamiento.

Desde luego sabían a dónde querían llegar, pero da la impresión de que no terminaban de saber muy bien cómo, con qué cuerpos, a tra­vés de qué manos, siguiendo qué caminos. Les movía un impulso osado y honesto, pero les arrastraba a los infiernos una furia de siglos abra­sando su dignidad y su garganta. Buscaban nue­vas formas de llegar antes que los hombres a sus vaginas, a sus clítoris amados recién redes­cubiertos. Y no siempre podían.

Se daban cuenta del error de las mujeres que abrazaban el traicionero consuelo en el peligro de la Derecha, que caían en el absolutismo de la antipornografía. Y reclamaban para su lucha a favor del placer el auxilio de una política sexual más contundente y comprometida por parte de la Izquierda, una ayuda que nunca cuajó. Al defender su derecho a ser sexuales, y eróticas y amantes –aunque no lo supieran– se queda­ron solas. Arrinconadas porque el deseo por el que apostaban parecía no existir, no tener nom­bre, ni expresión, ni representación posible en un mundo donde el deseo masculino era el úni­co reconocido. Donde siempre era una trampa querer ir más allá de la decencia, a un lugar al que sus propios compañeros aún no eran capa­ces de seguirlas.

De hecho, los hombres, esos hombres que las buscaban en nuevos territorios inexplora­dos, no siempre se atrevieron a adentrarse con ellas en lo desconocido. Desconcertados en una época de cambios vertiginosos, habían de asi­milar los avances femeninos en distintos terre­nos, entre los cuales, probablemente, el más dificultoso era la erótica.

Los bohemios varones de Greenwich Village fueron sin duda los pioneros en este viaje con­junto de los sexos, los primeros en celebrar un nuevo modelo de pareja en la que ella no que­dase relegada como antaño. Incluso insistían en espantar las dudas de aquellas mujeres ante su recién conquistada igualdad: “Conseguí –dice uno de ellos– después de un rato, convencerla de que no era una cuestión de status, de que simplemente nos limitábamos a hacer cosas dife­rentes”. (Snitow et al., 1983: 138)

Pero los obstáculos eran insalvables, y aque­llas mujeres –artistas, intelectuales, brillantes creadoras– que reclamaban espacio para sí mis­mas, también para su erótica, pronto se dieron cuenta de que las revoluciones sexuales les iban pasado literalmente por encima... Eran mujeres que con toda su fuerza a veces se rom­pían, porque el amor, como decía Emma Goldman en la apoteosis del amor libre, “es cualquier cosa menos libre”.

Conocer los entresijos de un Nueva York años veinte, cuajado de hombres y mujeres idealistas que se clavan constantemente sus espinas al abrazarse, deja un sabor agridulce en la memoria, y la mano extendida tratando agarrar un hermoso sueño antes de que se des­vanezca.

A menudo, estas mujeres se amaban y desea­ban entre ellas. No deja de ser sintomático que los testimonios más refrescantes, más atrevidos, más rebeldes, más crudos acerca del deseo pro­vengan de lesbianas. De las lesbianas que no se dejaron acallar la piel por ideologías políticas, que buscaron nuevas rutas para ser ellas mis­mas. A las que probablemente el no tener que relegar su deseo al del hombre les otorgaba una libertad interior de la que carecían las mujeres que los amaban.

Las feministas anti-censura fueron persegui­das y discriminadas por oponerse a las ideas imperantes en una época y en un país que nave­gaba en dirección opuesta. Enfrentadas a sus propias compañeras de movimiento, las femi­nistas antipornograña, lideraron la crítica hacia sus posturas conservadoras.

Aún dentro de un discurso feminista más amplio que tenía la reivindicación de los derechos de las mujeres como telón de fondo, se negaron a seguir la corriente que estigmatizaba el sexo y cuanto lo rodeaba, y lucharon por buscar nuevos espacios para él, más allá del placer y del peligro.

Por esto, y a pesar de todas las inevitables divergencias, los sexólogos tenemos en común y estamos en deuda con ellas más de lo que jamás hemos reconocido. Tal vez ha llegado la hora de hacerlo.

Notas al texto

1 El empleo del término “sexo” en el presente trabajo requiere forzosamente una explicación inicial, ya que a menudo difiere de su uso común en el marco de la Sexología sustantiva. A lo largo de la redacción del texto hice constantes intentos de “traducir” al lenguaje sexológico el discurso teórico feminista. Intentos no siempre fructíferos, ya que parte del mensaje original, que yo intentaba comunicar para su conoci­miento general, se transformaba o incluso desaparecía si no me mantenía “fiel” a los conceptos maneja­dos por las autoras feministas. A fin de favorecer la transparencia del discurso presentado, y aun siendo consciente de la confusión y la polisemia que derivan del uso indiscriminado de “sexo” y en general de todo el ámbito de lo “sexual”, resolví finalmente reproducir su empleo tal y como aparece en las obras estudiadas en los capítulos que a ellas se refieren y siempre que la mención de su discurso así lo hiciera necesario. En el primer capítulo menciono en cursiva –para resaltar su indisolubilidad- algunos concep­tos que siempre aparecen estrechamente ligados: libertad sexual, opresión sexual, revolución sexual, etc.

2 Existe una segunda edición más reciente de la obra en lengua inglesa: Pleasure and Danger. Exploring Female Sexuality, London, Pandora, 1992.

3 La cita de Densmore está extraída de un artículo de Jane Gerhard, De vuelta a “El mito del orgasmo vagi­nal: el orgasmo femenino en el pensamiento sexual estadounidense y el feminismo de la segunda ola”, de libre consulta en internet.

4 Karen Lindsey, “Thoughts on Promiscuity”, The Second Wave, vol. 1, nº 3, 1971, p. 3; cita extraída de Carole Vance, comp., Placer y Peligro, Madrid, Revolución, 1989, p. 93

5 Traducción del original “Thinking Sex: Notes for a radical Theory of the Politics of Sexuality

6 “The Traffic in Women: Notes on the Political Economy of Sex”. Toward an Anthropology of Women. Rayne Reiter. New York: Monthly Review; 157-210. Se publica en 1986 en castellano como: Rubin, Gayle: El trá­fico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo. Nueva Antropología, 30.

7 Sin traducción al castellano.

8 Publicado originalmente en castellano en Rich, Adrianne, Sangre, pan y poesía, Barcelona. Icaria, 1986.

9 Para la definición de andrerastia y ginerastia véase Landa (2000).

10 Léase al respecto la trilogía de E. Amezúa (1999-2000-2001).

11 En esta dirección apunta Silberio Sáez (2003) cuando apuesta por “cambiar las jerarquías para valorar las diferencias” (p. 85), y cuando insiste en la necesidad de huir de las miserias y promulgar los “valores a cultivar” en ambos sexos (él lo ejemplifica con acierto en su enfoque de la agresividad como carácter ter­ciario masculino, p. 114-129).

12 Esto es lo que S. Sáez (2003) denomina “demanda erótica implícita” (p. 102). Sólo que su articulación da por hecho que las mujeres han contado ya con la oportunidad de tomar la iniciativa y hacer explícito su deseo, y de alguna manera (no queda muy claro cuál) han derivado hacia un hastío que les ha hecho aban­donar este modelo “masculino” de demanda y expresión erótica, retornando de esta manera a un supues­to “nuevo” modelo “femenino” que renuncia a la expresión explícita y evidente. Modelo gracias al cual las mujeres resolverían “voluntariamente” dejar la toma de iniciativa, la variedad de parejas, la demanda clara y abierta y/o la exhibición de conquistas para los hombres...

 

Referencias

Amezúa, E. (1999): Diez textos breves. Revista Española de Sexología 91. Madrid. Instituto de Sexología.

– (1999): Teoría de los sexos. Revista Espa­ñola de Sexología 95-96. Madrid. Instituto de Sexología.

– (2000): El ars amandi de los sexos. Revista Española de Sexología 99-100. Madrid. Instituto de Sexología.

– (2001): Educación de los sexos. Revista Española de Sexología 107-108. Madrid. Instituto de Sexología.

– (2003): El sexo: historia de una idea. Revis­ta Española de Sexología 115-116. Madrid. Instituto de Sexología.

Beltrán, E., Maquieira, V. (Eds.) (2001): Femi­nismos: Debates teóricos contemporáneos. Madrid. Alianza.

Butler, J. (1990): Variaciones sobre sexo y géne­ro: Beauvoir, Witting y Foucault. En Benhabib, S. y Cornella, D. (Comp.), Teoría feminista y teoría crítica. Valencia. Ed. Al­fonso el Magnánim. (Orig. 1987).

Fernández, J. (coord..) (1988): Nuevas pers­pectivas en el desarrollo del sexo y el géne­ro. Madrid. Pirámide.

Firestone, S. (1976): Dialéctica del sexo. Barce­lona. Kairós. (Orig. 1970).

Friedan, B. (1974): La mística de la feminidad. Madrid. Júcar. (Orig. 1963).

Gerhard, J. (2001): Desiring Revolution: Second Wave Feminism and the Rewriting of American Sexual Thought, 1920-1982. Nueva York. Columbia University Press.

Greer, G. (1972): El eunuco femenino. México. Azteca. (Orig. 1972).

Landarroitajáuregui, J. (1996): El castillo de Babel o la construcción de una sexología del hacer y una generología del deber ser. Anuario de Sexología, (2), 5-32. Valladolid. AEPS.

– (2000): Homos y heteros. Aportaciones para una teoría de la sexuación cerebral. Revista Española de Sexología 97-98. Madrid. Insti­tuto de Sexología.

Millet, K. (1995): Política Sexual. Madrid. Cátedra. (Orig.1970).

Moore, H.L. (1991): Antropología y feminismo. Madrid. Cátedra.

Osborne, R. (1993): La construcción sexual de la realidad. Madrid. Cátedra.

– (1994) Sobre la ideología del feminismo cul­tural. En C. Amorós (coord.), Historia de la Teoría Feminista (pp. 311-337). Madrid. Consejería de Presidencia de la Comunidad de Madrid, Universidad Complutense.

Sáez Sesma, S. (2003): Los caracteres sexuales terciarios. Revista Española de Sexología 117-118. Madrid. Instituto de Sexología.

– (2004): La nueva terapia sexológica. Revista Española de Sexología 123-124. Madrid. Instituto de Sexología.

Rich, A. (2001): Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana. En Sangre, pan y poe­sía. Barcelona. Icaria. (Orig. 1980).

Rubin, G. (1986): El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo. En Nueva Antropología (30). (Orig. 1975).

– (1989): Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad. En Vance, (comp.), Placer y peligro (pp.113­ 191). Madrid. Revolución. (Orig. 1984).

Sherfey; M.J. (1974). Naturaleza y evolución de la sexualidad femenina. Barcelona. Barral. (Orig. 1966).

Sinay, S. (2004): Esta noche no, querida: El fin de la guerra de sexos y la aceptación de los valores masculinos. Barcelona. R.B.A. Libros.

Snitow, A., Stansell, C. and Thompson S.(Eds.) (1983): Powers of Desire: The Politics of Sexuality. Nueva York. Monthly Review Press.

Vance, C.S. (Comp..) (1989): Placer y peligro: Explorando la sexualidad femenina. Madrid. Revolución. (Orig. 1984).

 

LOS DOS SEXOS EN RELACIÓN
Ana Arnaiz Kompanietz
Sexóloga y médica. Correo electrónico: annaak@saludalia.com

Los dos sexos se configuran en relación, en los encuentros y los desencuentros de su conti­nuum existencial histórico, que los modulan en una adaptación recíproca, pues se desean y quieren vivir en cierta armonía. Los dos sexos co-evolucionan en su narración compartida. Las mujeres y los hombres —sujetos existentes carnales, sexuados y sexuales— son indi­viduos concretos, únicos e irrepetibles, sometidos al imperativo de construirse y reali­zarse. Cada mujer y cada hombre es singular y peculiar, se sexúa, se vivencia, se expresa y se conduce desde esta particularidad carnal biográfica, desde la propia corporeidad narrativa en curso de una evolución continua en relación comunicativa con otros, por tanto, hablamos de sexuaciones, sexualidades, eróticas y amatorias.

La vieja realidad de los sexos, centrada en el varón, y su antigua relación de lucha por el poder está siendo sustituida lentamente por una nueva, la de los dos sexos interdependientes en su existir de igual a igual, pero maravillosamente diferentes; una realidad más interesante, rica, digna, plena y humana, basada en el reconocimiento mutuo de sujetos carnales, sexua­dos y sexuales, con poder de decidir, autonomía y libre circulación por los espacios público y privado. Si se sustituyen los juegos del poder entre los hombres y las mujeres por un nue­vo juego, el de los deseos, descubrimientos mutuos, comunión desde la cooperación, el de los reencuentros de dos libertades extrañas que conviven en un espacio-tiempo comparti­do y van evolucionando en una co-creación continuada y constante, la rivalidad por el poder de uno sobre el otro palidece y deja de haber explotados y explotadores.

Palabras clave: los dos sexos, configuración relacional, estereotipos sexuales, mujeres, hom­bres, diferencia, igualdad, convivencia de igual a igual, interrelación carnal de los sexos, sexuaciones, sexualidades, eróticas, amatorias.

BOTH SEXES IN RELATIONSHIP

Both sexes take shape in relationship, in the encounters and misunderstandings of their exis­tential historical continuum, which form them in a reciprocal adaptation, since they lust after each other and want to live en some harmony. Both sexes co-develop in their shared narrative. Women and men –existing carnal, sexuated and sexual individuals– are concrete, unique and unrepeatable, subjected to the imperative of self-building and fulfillment. Each woman and each man is singular and particular, sexuates, experiences, express and conduct her/himself from this carnal biographic peculiarity, from the own narrative corporeal reality in the course of a continuous evolution with some others, therefore, we talk about sexuations, sexualities, eroticas and amatorias.

The old reality of the sexes, centered on male, and it old relation of fight for power is being slowly replaced with a new one, a both sexes relation in which they are interde­pendent in their equal existence, but wonderfully different; a more interesting, rich, honorable and humane reality, based on the mutual acknowledgment of carnal, sex­uated and sexual individuals, empowered to decide, with autonomy and free move­ment in public and private spaces. If power games are substituted between men and women for a new game, a game of desire, mutual discovery, communion through coop­eration, reunion of two strange freedoms which coexist in a shared space-time and develop in a continuous and constant co-creation, the rivalry in power from one sex to another turns pale and so there are no more exploited and exploiters.

Keywords: : both sexes, relational shaping, sexual stereotypes, women, men, difference, equality, equal coexistence, carnal interrelations of the sexes, sexuations, sexualities, eroticas, amatorias.

La diferencia debe actuar y ello a partir de lo particular de cada una y de cada uno.

Alessandra Bocchetti, Lo que quiere una mujer

LA CONFIGURACIÓN RELACIONAL DE LOS SEXOS

 

Los dos sexos, el femenino y el masculino, se construyen en interacción recíproca. Cada uno se mira en el otro para identificarse y para diferenciarse de él. Cada uno desempeña un papel indispensable en la adquisición de la con­ciencia de ser de un sexo o de otro por el indi­viduo, en la configuración de la identidad sexual del sujeto existente. Cada uno sirve de referen­cia al otro para explicarse y definirse.

Los dos sexos se van sexuando, se vivencian, se expresan, se desean y actúan en interacción relacional, en el marco referencial de la exis­tencia de ambos y, hoy, de una alteridad sexual real. No siempre fue así. Durante muchos siglos de la Historia de la Humanidad, a pesar de exis­tir dos sexos imperó el paradigma de sexo úni­co –el masculino–, que determinaba una rela­ción desigual entre los sexos, ordenada jerárquicamente, es decir, de uno superior y gobernante y el otro inferior y gobernado, de uno que servía de patrón de medida de exce­lencia en el desarrollo para el otro, el cual nun­ca llegaría a su nivel. Puede parecer ridículo, pero así han sido conceptuados los dos sexos y, en cierto modo, todavía seguimos arrastran­do sus huellas, vestigios y consecuencias, que interfieren en una convivencia de pares, igua­les en cuanto a su derecho a ser sujetos y no objetos de uso y disfrute.

Como ya hemos dicho, cualquier compor­tamiento de uno con el otro es comunicativo, informa e influye en el otro. La interacción entre los sexos supone una causalidad circular bidi­reccional, crea una realidad situacional de los sexos. No se puede comprender una situación si prescindimos del hecho de los sexos y de su interpretación contextual del momento. Cada uno en situación sirve para definir al otro. Definir operativamente equivale a ver y comprender lo que ocurre, describir comportamientos, pape­les y transacciones que aportan sentido de ser a cada uno de los sexos.

Si la construcción social incluye el control de un sexo –el masculino– sobre el otro –el femenino– esto se plasmará en la “naturalidad” de esta premisa de partida para ambos. Es un largo proceso interactivo, imperceptible y refor­zador, mediante el cual se condiciona a cada sexo a ser y a actuar de una manera determina­da, que podría ser otra. Los sexos son relativos y reactivos, y se van configurando en interac­ción recíproca. Cada uno se mira en los ojos-espejo del otro. Así, la co-evolución de los sexos es un continuo reencontrarse.

Los sexos se desean, desean encontrarse entre ellos y convivir con sentido existencial y una cierta armonía, que les permitan realizar­se en su espacio-tiempo compartido. Este deseo de encontrarse implica una sinergia relacional, una cierta complementariedad y complicidad entre ambos. Los sexos se van configurando gracias a ese desearse, a los encuentros y, tam­bién, a los desencuentros entre ellos, los cua­les se inscriben en su narrativa biográfica exis­tente1. Es un sutil proceso de modelamiento recíproco y adaptabilidad, mutuamente refor­zador, pues confirma a los dos sexos en su encuentro anhelado.

Tanto es así, que el cuerpo-palabra lo acu­sa, sin apenas darse cuenta de ello. La carnali­dad es una narración abierta, una comunicación con lo que no es ella, un vivencial discurso bio­gráfico, una representación de valores, signifi­cados y realidades, que están más allá de su con­tingencia corpórea; es como una pantalla proyectora de otras historias que la sobrepasan. Los hábitos y estilos de vida se inscriben en el cuerpo sexuado y sexual modelándolo en el desear ajeno. De este modo, la erotización de algunas partes y formas de la carnalidad es una

extensión de los valores y aspectos apreciados y deseados de cada sexo por el otro en un con­texto histórico. Así, se va programando incons­cientemente a cada sexo para adecuarse a unas maneras de ser, lo cual ocurre naturalmente, sin esfuerzo o imposición coercitiva.

En las sociedades patriarcales, vigentes toda­vía hoy, persiste la supremacía de los valores mas­culinos, más apreciados, aunque sea de modo no consciente o reconocido. Las relaciones entre los sexos se tiñen de la lucha por el poder, de unos que lo quieren conservar y de otros que se resisten a él y que también lo desean. El con­trol que se ejerce de un sexo sobre el otro se matiza por las peculiaridades de cada cual, gene­rando múltiples versiones de dominación-sumi­sión de unos por los otros.

De esta forma, la sumisión femenina y el dominio masculino o la demostración de fuer­za y del poderío del varón se erotizan y se mani­fiestan en su interacción. Pero lo sumiso, a su manera, más imperceptible, ata, doblega y domi­na. Lo femenino atrae y seduce, a su vez. En ese erotizado escenario de la lucha por el poder y por la conquista, cada sexo despliega sus armas o recursos, y se mueve en los terrenos más cómodos para cada cual. La erotización de la dominación ha desembocado en numerosas expresiones en las relaciones sexuales, en aque­llo que se desea y que excita, también, en aque­llo que se teme. Así, a través del sexo y, sin pre­tenderlo o quererlo, se moldea la carnalidad del otro y se le inculcan, y refuerzan los patrones de dominio-sumisión. Es decir, que la vincula­ción de estos patrones con la sexualidad, la eró­tica y la amatoria perpetúa su vigencia en la inte­racción de los sexos.

Los sutiles efectos de sentido de cada sexo para el otro prevalecen de manera inconscien­te e involuntaria, más allá de la razón, ya que la cultura y la historia social se inscriben en nues­tro bagaje biográfico y, con frecuencia, emer­gen con toda su fuerza irreflexiva en contra de lo que se piensa desde la razonabilidad y la con­vicción intelectual o militante.

La lenta desintegración del sistema patriar­cal en las sociedades occidentales se acompaña de la paulatina transformación de los valores o de aquello que se aprecia y se busca en el encuentro de los sexos. Ambos sexos circulan en los espacios públicos y privados, ambos se rigen por la exigencia de la realización perso­nal, que no se limita a sólo un campo, a sólo ser madres o padres, sino también profesionales integrados en la sociedad. El sexo femenino ya no se somete tanto, ni el masculino puede ejer­cer igual control. Las identidades sexuales de ambos entran en crisis adaptativa a su nueva rea­lidad relacional, necesariamente van cambian­do. Sus cuerpos lo manifiestan también. Son más ágiles, más dinámicos y competitivos.

La configuración relacional de los sexos es una constante que prevalece en su continuum existencial, en su devenir conjunto por los tiem­pos humanos, ya que mientras existan dos sexos querrán encontrarse y convivir en cierta paz, la cual es indispensable para proseguir su histo­ria, su composición narrativa compartida.

LOS ESTEREOTIPOS SEXUALES EN RELACIÓN

La polarización de los sexos en el pensa­miento y el punto de partida dicotómico gene­ran la constitución de los estereotipos sexuales, que se completan con las cualidades estipula­das como femeninas para un sexo y como mas­culinas para el otro. Se trata de una concepción mental resultante de una interpretación de lo visto y percibido, de lo existente. Entramos en un mundo de ideas y no realidades, de esencias y no contingencias existentes.

Si partimos de un principio binario, dicotó­mico, las cualidades se distribuyen mentalmente entre dos sexos según lo que se considera carac­terístico para cada uno de ellos, es decir, se asig­nan a uno o al otro como si fuesen dos polos opuestos que no tuviesen nada en común. La feminidad y la masculinidad son unos cons­tructos simbólicos que se inscriben en el uni­verso de los conceptos, en lo pensado por los individuos y utilizado para comprender y orde­nar lo que les rodea. Son interiorizados por ellos en su proceso de socialización y son prescripti­vos de unas realidades y no otras, también posi‑

bles. Asimismo, los estereotipos sexuales se pue­blan de metáforas que codifican la relación entre los sexos y sus interacciones, reflejan y perpe­túan su distorsionada comparación, basada en un orden jerárquico y en desigual valor.

Tanto la feminidad como la masculinidad son construcciones relacionales. Cada una de ellas se configura en referencia y en reacción a la otra2. Fueron originadas hace milenios y ape­nas revisadas hasta hace poco, hasta que la rea­lidad de los sexos ha cambiado tanto como para mutarlas en obsoletas e inservibles para enten­der a los hombres y a las mujeres actuales, su relación. Surgieron en una visión mítica del mundo y siguen ejerciendo su influencia hoy, aunque ya quedan un tanto superadas como estereotipos sexuales por las circunstancias exis­tenciales de las sociedades democráticas de nuestros tiempos3.

En un momento de la Historia de la Huma­nidad, las características funcionales más rele­vantes para cada sexo se erigieron en sus esen­cias. A lo largo de los siglos, lo femenino se atribuía al espacio privado, al hogar, a su cui­dado y orden, a la reproducción y la crianza de los hijos. Complementaba así lo masculino y posibilitaba su dedicación al espacio público, lo cual era necesario para el sustento de la familia. La mujer era, sobre todo, madre y esposa. El nexo de ambos espacios corría a cargo del varón en su papel de padre y esposo.

Asimismo, lo femenino –lo otro en un uni­verso masculino– se relacionaba con la natura­leza, con lo emocional e irracional, con la pasi­vidad, debilidad y fragilidad, con el cuerpo... Por contra, lo masculino reflejaba movilidad, actividad, productividad, fuerza, poderío, razón, cultura, mente... El hombre era el sujeto por antonomasia, mientras la mujer no alcanzaría esta condición hasta no hace tanto tiempo, sólo un par de siglos de nuestra historia comparti­da más reciente.

Por otra parte, no deja de ser una falacia inte­lectual aislar algún rasgo más o menos relevan­te y atribuirlo a un sexo en concreto, como, por ejemplo, la fuerza física, el valor o la agresivi­dad. El mayor desarrollo o la manifestación más clara de algún rasgo depende de otras circuns­tancias y, sobre todo, de los cometidos y los papeles que ejerce cada sexo en la convivencia, de sus efectos de sentido. Si separamos artifi­cialmente un elemento del conjunto, alteramos ese conjunto y trocamos su significado. Si estu­diamos a los sexos aislados de su contexto rela­cional de un espacio-tiempo de su co-evolución histórica, lo más probable es que no logremos analizarlos con rigor. Introduciremos, sin que­rer, un sesgo en el proceso que alterará todos sus resultados.

Además, en la construcción de los estereo­tipos sexuales, era el varón, en su calidad de sujeto racional, quien analizaba lo femenino. Lo identificó, desde sí mismo, con la Naturaleza, la tierra, el agua, la luna, la noche, con la vida natu­ral inconsciente, con la Gran Madre, la todopo­derosa y temible, la que daba la vida y la que era capaz de quitarla. En su mirar, era la maga, la hechicera, la seductora, la bruja, la prostituta, la bella sin alma, cruel y despótica, la insaciable que le utilizaba, sin la que no podía vivir... Era su musa, su fantasía creada por la imaginación, a veces, su tormento; era lo otro extraño e incomprensible, no era real. La rivalidad o la complementariedad entre iguales era un impo­sible con ella, porque no existía.

El mito de lo eterno femenino puede con­vertirse en una trampa, en un escape para elu­dir una alteridad real de los sexos. La femini­dad contribuye a crear un estereotipo femenino que corresponde a una fantasía masculina. Es importante tener muy presente y no olvidar que el sujeto más razonable para entender lo feme­nino es el cuerpo-palabra femenino, que ya tie­ne voz propia, opiniones y razones que comu­nicar, todo lo cual enriquece la realidad relacional de los dos sexos, en vez de oprimir­la, pues contribuye a que se comprendan mejor en su rica diversidad.

La visión androcéntrica inscribe el prejuicio desfavorable contra lo femenino en su inter­pretación y valoración de los estereotipos sexua­les, y se autolegitima por sus propias disposi­ciones. Lo que podría alterar su orden no es percibido al quedar fuera de su campo de significados, de lo posible en correlación con el marco referencial que lo excluye por ser como es. El resultado confirmará la premisa discrimi­nativa de la que deriva y bajo cuya luz se inter­preta la realidad relacional.

Pero lo masculino es oprimido y domina­do por su supuesta superioridad. Constan­temente tendrá que demostrar su no femini­dad, su valía definitoria. Como estereotipo sexual por excelencia, su relación con lo feme­nino será de oposición, exclusión y enfrenta­miento. Las cualidades consideradas como femeninas no pueden serle atribuidas, pues dejaría de ser lo que es y de ser reconocido como lo que es. Y ya se sabe que una inhibi­ción o represión excesiva conduce al odio de aquello que se ha inhibido o reprimido.

La masculinidad y la feminidad se constru­yen a través de incluir premisas de partida, demostraciones de cualidades y capacidades, ademanes y conductas. Su polarización genera sufrimiento de mujeres y de hombres, aunque también les sirve de orientación cognitiva para definirse. Todo individuo, mujer u hombre, tien­de a demostrar con su forma de ser y conducta de qué sexo es; le gusta que los demás le reco­nozcan en su ser mujer u hombre, lo necesita, pues de lo contrario equivaldría a no ser visto, a no ser percibido, a no ser confirmado, en cier­to modo no existiría al no ser reconocido. Para ello, sin apenas proponérselo, se adecua al este­reotipo sexual que le corresponde por ser del sexo que es, sin plantearse si está o no satura­do de prejuicios milenarios y distorsiones racio­nales4. La polarización de los estereotipos sexua­les contribuye a que existan fronteras insalvables entre ellos, las cuales se reproducen, en parte, entre los hombres y las mujeres en relación, que rechazan de manera “natural” las cualidades de ellos mismos que no se adecuan a su estereoti­po sexual.

Sin embargo, estas cualidades se han atri­buido artificialmente a un sexo y no al otro. En la existencia real, los sujetos femeninos y mas­culinos son semejantes por ser humanos y pre­sentan las mismas cualidades comunes, pero expresadas de forma diferente desde su ser mujer o su ser hombre en relación y reacción recíproca. Apenas hay comportamientos exclu­sivos de cada uno, sino los mismos manifesta­dos de manera diferente en sus cuerpo-palabra comunicativos y deseantes.

Así, si la agresividad y la violencia la atribui­mos como elemento aislado y definitorio de la virilidad, la fomentaremos sin querer o preten­derlo, porque los individuos de sexo masculino tenderán de manera “natural” a adecuarse a ese patrón, a ser agresivos y violentos en su demos­tración de la masculinidad. Y al erotizarse lo valo­rado, en el encuentro entre los sexos aquello que se busca y se desea emergerá como por arte de un encantamiento maléfico.

Si la virilidad se aproxima al ideal de un gue­rrero, el estereotipo sexual masculino traduci­rá fuerza, dureza, impasibilidad... En compara­ción, lo femenino será débil, conquistable, doblegable, servicial y sumiso. Los dos estereo­tipos sexuales propiciarán una relación entre los sexos en un terreno un tanto bélico, de lucha y conquista, de dominio y sumisión. Los hom­bres que no se adecuen a este ideal serán valo­rados como “blandos” o “afeminados”; se duda­rá de su hombría.

En nuestras sociedades occidentales de hoy, la homosexualidad no es fácilmente compatible con la virilidad. En parte es así, porque la virili­dad se asocia con la competencia sexual en el modelo preponderante y reconocido como “normal”, es decir, heterosexual, con la con­fianza en sí mismo y saber hacer, con su poten­cia y empuje en la conquista heterosexual, en la erección, en la eyaculación, en el éxito geni­tal en el encuentro carnal, incluso, con la falta de sentimiento o ataduras afectivas con la con­quistada, la sin rostro en estos casos. Así, algu­nas transgresiones pueden ser apreciadas como hazañas viriles, sobre todo si demuestran fuer­za, potencia, agresividad y dominio.

Sean como sean los estereotipos sexuales, son en relación. De modo que cuando cambia uno de ellos, obliga a una redefinición del otro, guste o no, pues son relativos y reactivos; van evolucionando en un sistema relacional y cada uno depende del otro para ser, incluso en el

mundo de las ideas y los conceptos, los cuales traducen realidades, las reflejan y las crean en un unísono latir.

LAS MUJERES Y LOS HOMBRES EN RELACIÓN

Las mujeres y los hombres reales no son reducibles a los estereotipos sexuales, no moran en el mundo de los conceptos o las ideas. Son sujetos existentes carnales, cuerpos-palabra sexuados y sexuales en el proceso de la narra­ción de su peculiar y única composición vital, su experiencia vivida en relación. Son individuos concretos sometidos al imperativo de cons­truirse y realizarse, de completar su particular pequeña-gran historia hecha carne irrepetible, hecha verbo, hecha presencia real cuya hondu­ra de ser es infinita en su viva contingencia. Son las incontables individualidades que no pueden ser reducidas a una simple definición, una sola voz que exprese su cualidad femenina o mas­culina, su rica totalidad existente sexuada y sexual. Frente a la dicotomía del mundo de los conceptos emerge la relatividad y la diversidad de lo real, que no concibe un estereotipo sexual encarnado, de una sola tonalidad, de la unifor­midad en su cualidad característica.

Cabe afirmar que para definir a una perso­na –a un sujeto existente– no es suficiente decir que es una mujer o un hombre, pues sería empobrecedor relegarle a la lógica de la hete­rogeneidad de los sexos. Más allá de la diferen­cia de los sexos, los individuos concretos –hom­bres y mujeres– presentan una humanidad común que les asemeja e iguala, que posibilita que tengan intereses, temores, placeres y sue­ños compartidos, los cuales les ayudan a encon­trarse y entenderse.

Es algo innegable que cada sexo es distinto al otro. Pero la experiencia de ser mujer u hom­bre es vivenciada por cada cuerpo-palabra sin­gular desde su constitutiva biografía viviente. No es algo unívoco o idéntico, igual para todas las mujeres o para todos los hombres, ni en su proceso de desarrollo, ni en sus productos, ni en las consecuencias de éstos. Así, «la “diferen­cia” se resuelve en una infinita variedad de dife­ rencias5.» Cada mujer y cada hombre es singu­lar y peculiar. Cada una y cada uno se sexúa, se vivencia, se expresa y se conduce desde esta particularidad carnal biográfica, desde la propia corporeidad narrativa en curso de una evolu­ción continua.

Las mujeres y los hombres somos distintos, pero estamos destinados a encontrarnos y se puede crear algo muy hermoso desde el respe­to, el reconocimiento y el entendimiento mutuo de nuestras peculiaridades, basadas, en parte, en nuestra definida y concreta condición sexua­da y sexual, que implica maravillosas diferencias y también semejanzas. Tanto unos como las otras colaboran, sin pretenderlo, en la adquisi­ción de la consciencia de cada cual de sí mismo o de sí misma. Cada uno se reconoce gracias al otro. Todos son sujetos-objetos en relación recí­proca, en un deseo compartido de convivir en comunidad y realizarse como individuos autó­nomos, responsables de sí mismos –unas liber­tades carnales existentes, que no tienen que estar necesariamente en lucha, sino apreciar y gozar de su mutua extrañeza e insondable mis­terio, de la fascinación por la distancia infran­queable entre ellos al ser concretos y reales.

Parece claro que se nace mujer u hombre, pero también se hace, se va desarrollando como tal, se va modelando poco a poco en un con­texto social. Las identidades sexuales se confi­guran en el proceso de la constitución del suje­to carnal, se fundamentan en la red simbólica socio-cultural que se interioriza en la educación. La adquisición de la identidad sexual no es algo automático. Las identidades se forman gracias a darnos cuenta de quienes somos, a través de ensayos, pruebas, demostraciones, papeles representados, deberes asumidos, efectos de sentido internalizados, ritos de pasaje... El cuer­po-palabra sexuado y sexual adquiere la cons­ciencia de ser de un sexo y no de otro en el cur­so de su experiencia vivida.

Las mujeres y los hombres presentan cor­poreidades sexualmente distintas, son totalida­des orgánicas cuyos universos fisiológicos están sexuados en toda su inconmensurable profun­didad. Sus vivencias, expresiones, comporta‑

mientos y conductas lo traducen, todo lo cual retroalimenta de forma sostenida y continua su ser de un sexo y no de otro, aunque existan algu­nas excepciones.

Si partimos del valor de los sexos, de reco­nocer y entender lo que son, contribuiremos a que las mujeres y los hombres se vivan más a gusto, convivan con mayor respeto, más en comunión que en constante enfrentamiento. Propiciaremos la configuración de identidades sexuales fuertes, no fundamentadas en apa­riencias o “roles” que cumplir para ser, sino hondamente asentadas en los sujetos existen­tes –mujeres y hombres libres y responsables en su ser–. Éste sería el principal objetivo de una educación sexual, que resolvería, como por arte de magia, numerosos problemas en la con­vivencia de los sexos, tan graves como la vio­lencia, trastornos y enfermedades, la incomu­nicación y el aislamiento, la reducción del placer en el contacto y el mayor de todos, la frustra­ción vital o la sorda infelicidad en la existencia de ambos en relación.

Para comprender la situación relacional de los sexos es muy conveniente tener en cuenta algunas cuestiones. Seguimos conviviendo en unas sociedades patriarcales, a pesar de que las cosas ya han cambiado mucho y la relación entre los sexos es más igualitaria que antes. En este tipo de sociedades dominan los valores masculinos de manera más o menos perceptible o sutil, pero constante, continuada. Esto se aprecia tanto en el espacio público, como en el privado, aunque las cosas han evolucionado y el ideal actual de pareja es el de pareja participativa e igualitaria, de dos sujetos, de igual a igual, responsables e integrados en la sociedad en la que conviven. Pero, todavía, persiste la distribución de tareas y cometidos especificada sexualmente y no tanto en función de la capacidad individual o inclina­ción personal; asimismo, la toma de decisiones según los campos de responsabilidades de cada sexo y gestos en el hacer o comportamientos car­gados de significados implícitos de jerarquía entre los sexos, que persiste aún hoy6.

En las sociedades patriarcales, las mujeres y los hombres son criados en la diferencia entre los sexos, acentuando distintos valores para cada uno, canalizando sus deseos hacia desear para unos y ser deseadas para otras, expresar­se y alcanzar el éxito profesional o contentarse con conseguirlo a través de otros, aunque, en la actualidad, las mujeres ya no suelen limitar­se a esto, procuran labrar su camino con o sin la ayuda e, incluso, a pesar de sus compañeros en la vida. La realización profesional, hoy por hoy, es un mandato de desarrollo personal tan­to para los hombres como para las mujeres, pero, en los hombres, el éxito profesional se vincula más con su tradicional sentido en el ser, pesa más en su autoestima y en la considera­ción de los otros7.

Sea como sea, los individuos tienden a con­firmar las premisas de partida en los resultados que obtienen por sus acciones, comporta­mientos, actitudes, creencias y valores. Si en la relación entre los sexos se valora el poder de uno sobre el otro, habrá lucha por el dominio y posesión, cuya expresión estará connotada sexualmente, es decir, en el varón se manifes­tará de manera más explícita y directa, y en la mujer, más encubierta, indirecta y sutil8.

A los hombres y a las mujeres se les educa en la creencia de que son opuestos y no tienen mucho en común, lo cual puede dificultar su mutuo entendimiento. A lo largo de los siglos, a las mujeres se les ha ido inculcando desde la tierna infancia a obedecer, ser sumisas, no cues­tionar, no pensar, contentarse con agradar y ser encantadoras. El dominio de sí en cuanto suje­to-dueño de sí mismo, capaz de decidir desde sí mismo y la determinación en el ser se valo­raba y se fomentaba más en los hombres. La templanza se consideraba un valor masculino. Para las mujeres era más apropiado cuidar su aspecto y cuidar de los otros, vivir para crear el bienestar de otros y su progreso, aunque para ello tuviese que renunciar completamente a sí misma; su vida era sus relaciones, sus afectos y amores, siempre permitidos y normalizados. La mujer era, sobre todo, madre y esposa. Incluso hoy, se sigue depositando en la mujer el traba­jo emocional encaminado a limar las asperezas en la familia y fuera de ella, a fomentar cone‑

xiones y comuniones, a animar, acariciar y capa­citar reforzando positivamente9.

En general, la mujer se desenvuelve mejor en la esfera emocional que el hombre, tiene más prác­tica en ella, más experiencia. Es más sensible al captar los diversos matices de una emoción, asu­miendo mejor las contradicciones y ambigüeda­des de las que se compone. A lo largo de los siglos, las mujeres se sirvieron de ello para interpretar lo que les pasaba a los otros de su alrededor, a sus pequeños y a sus hombres significativos. También, se ha desarrollado más su intuición, su potencialidad de anticipar y prever los aconteci­mientos, de adivinar las necesidades y los deseos ajenos para satisfacerles. Puede que tenga que ver con las hormonas sexuales, con su desarrollo cere­bral o con el milenario sentido de ser mujer, o, lo más probable, es que la fisiología del cuerpo-pala­bra femenino está constituida en función de la posibilidad de llevar a término la gestación y la crianza de los hijos, para lo cual, los “silencios” corporales repletos de vocablos son más inteligi­bles para ella, le aportan conocimiento10. Que­ramos o no, la potencialidad de ser madre –lo materno– está inscrita en el cuerpo-palabra feme­nino y se manifiesta con mayor o menor claridad en todos los campos.

En la mujer, el hacer se entreteje íntima­mente en su ser, de allí las ambigüedades, los titubeos y dudas, la ocasional volubilidad de sus acciones, las cuales no tienen tan pronun­ciado el matiz instrumental de ejecuciones, sino que son prolongaciones de su ser. Las mujeres tienden a la totalidad, a la unión y pro­ximidad emocional con lo que las rodea. Se funden lánguidamente con el entorno mez­clando el conocimiento intelectual con las viven­cias, con lo sentido y experimentado. Sus recuer­dos se imprimen en el ahora; los tiempos y los espacios se confunden en el placer o en el dolor, se impregnan de la sensualidad femenina que empapa toda su sexuada piel. Para ellas, los estí­mulos no son sólo excitaciones, les proporcio­nan importante información sobre los otros, sobre sí mismas y la relación existente.

Por su parte, los hombres en su papel mile­nario de protector, progenitor y proveedor del sustento familiar han desarrollado más las face­tas que posibilitan obtener éxito en él. Se han sacrificado y modelado física y emocionalmen­te para ello. Su energía se concentró en ser eje­cutante y productiva, no podían gastar su tiem­po en discernir las emociones y, además, a menudo se perdían en ese terreno tan impre­ciso y contradictorio. Su sentido de ser se impregna del cometido de fundador y mante­nedor de la familia, de su protección. Para lo cual no dudará en someterse en el mundo labo­ral e invertir mucho esfuerzo para ser compe­tente en él. Con frecuencia, el varón “domina­dor” tenía que tragarse su orgullo, callar y olvidar su dignidad para no perder el trabajo, para seguir llevando su sueldo a casa. La preocupación por su familia lo justificaba todo, incluso el olvidar­se de sus sueños y deseos, y renegar de sí mis­mo si hacía falta. Aunque, claro está, no es común para todos.

Tanto los hombres como las mujeres esta­ban esclavizados en esta realidad sexual de la separación de las esferas públicas y privadas para los sexos, eso sí, cada uno a su penosa manera y acusándose mutuamente de ser explo­tador y explotado. Las cosas ya han cambiado mucho, pero todavía podemos ver las reminis­cencias de este orden y sus consecuencias, que aún persisten. Es algo lógico, pues la realidad humana no suele transformarse en un instan­te, es un continuo fluir en el cual un fenóme­no se origina de otro, en relación y en reacción a él, y su velocidad de cambio, generalmente, es lenta, pudiendo precisar de generaciones enteras. La transformación de la realidad de los sexos es una co-evolución sostenida a través de sus encuentros y desencuentros en el existir día a día.

Los hombres no suelen desarrollar el poten­cial de su faceta de sensualidad, de ternura y percibirse como una totalidad corpórea sin-tiente; sí se percatan de su fuerza muscular, de su agilidad en el movimiento. Una vez más, no deja de ser un reflejo de sus efectos de sentido en el ser, de su acentuación en el hacer. Manejan con bastante soltura los instrumentos y la téc­nica, pero puede ser sobre todo cuestión de experiencia y costumbre. Por lo general, son más decididos y aparentemente activos. Les gus­ta hacer cosas junto a las personas que les inte­resan o a las que aprecian y quieren; es su modo de expresar lo que sienten o el equivalente a la proximidad emocional de las mujeres. Unas comparten su sentir, otros están más acostum­brados a compartir su hacer y, además, no se permiten que se trasluzca su “blandura”11. Buscan la soledad de su reino interior y aparente independencia, pero, al mismo tiempo, necesi­tan el cuerpo-palabra femenino, pues en su rega­zo beben vida, con todas sus dramáticas diso­nancias y discrepancias carnales. Por un momento, se mutan cuerpo vulnerable, mue­ren y renacen revitalizados en sus brazos. En algún punto de su conciencia de ser saben que su comienzo parte de una mujer y de ella pro­cederán sus hijos. Para el hombre, cada mujer se impregna de este halo genérico, de la ima­gen ancestral de la Gran Madre, origen y fin de todo su mundo. Por supuesto, esto es más noto­rio en los varones heterosexuales.

El hombre percibe la ancestral fuerza de la mujer, la teme y, en cierto modo, se siente infe­rior en la íntima proximidad con ella, en este universo carnal y vulnerable. La vulnerabilidad y la fragilidad de la mujer le resultan extrañas, le desconciertan y le fascinan. Intuye su des­ventaja en las distancias cortas entre dos y, a veces, lo disimula desplegando su supuesta superioridad varonil, adoptando una actitud condescendiente e, incluso, despectiva hacia la mujer. Tiene que demostrarle a ella, a sí mismo y a todos los demás que está siempre a la altu­ra de las circunstancias, precisa la confirmación de su cualidad de buen ejecutante, de la prue­ba superada con éxito, de su valía en el hacer y, por tanto, en el ser.

Cabe sostener que no existen cualidades exclusivas para un sexo, salvo la de engendrar, gestar hijos, parirlos y amamantarlos. Eso sí, todas las cualidades se manifiestan en cada sexo desde la particularidad de cada cuerpo-palabra sexuado, desde su existente coherencia bio­gráfica siendo del sexo que se es. Proclamar la exclusiva especificidad de cada sexo es, quizá, contribuir a su separación e incomunicación, al no entendimiento de ambos en relación recí­proca y a una convivencia centrada en una lucha de contrarios de difícil solución. También, al rechazo de los aspectos de uno que no se ade­cuen a lo que, se supone, tendría que ser. Así, se fomenta la mutilación o la ablación de la ple­nitud de los sujetos existentes en su ser, en su libertad de ser.

Lo reprimido e inhibido se mantiene en un nivel profundo de la conciencia, no desapare­ce, sino que opera en el cuerpo-palabra sexua­do de manera sutil e insidiosa, labra caminos indirectos para manifestarse. Puede conducir al odio de lo reprimido y al reconocerlo e, inclu­so, proyectarlo en los otros, rechazarlos y odiar­los por extensión en el exterior de lo que ocu­rre en el interior de uno12. En las sociedades patriarcales, eso se refuerza y se agrava por la importante mitología, en la cual la imagen de la mujer se asocia, con demasiada frecuencia, al peligro y posible perdición del héroe masculi­no al caer en sus seductoras redes. Asimismo, se asocia a la mujer con un objeto para el dis­frute y uso, pero pocas veces se la relata como una igual, compañera, colaboradora y amiga. Esta mitología es uno de los sutiles mecanismos que propician la perpetuación de un orden ya obsoleto en la nueva realidad de los sexos, en la cual los hombres y las mujeres se escinden entre lo razonable y cabal –aquello que defien­den convencidos– y lo que hacen y practican a pesar de ser lo contrario a sus ideales.

Por otra parte, el acercamiento al conoci­miento de los dos sexos es un tanto distinto. La verdad para el hombre es racional, lógica, com­probable y constatable, aceptada por la mayo­ría de las mentes prominentes. Para la mujer, la verdad es más existencial que teórica, más real y no tan abstracta. Ella no se basa normalmen­te en la lógica o la aceptación general. Piensa de un modo diferente al hombre, más individua­lista, pues impregna lo razonado de lo sentido e intuido, lo sitúa más en lo real y no navega tanto en lo abstracto. Toma lo existente como un principio generador para construir el todo13. Quizá, por eso es un tanto dada a ser conser‑

vadora. La mujer se centra más en la vida, en aquello que es, aunque también sueña y fanta­sea con lo que podría ser o debería ser, sobre todo para reforzar o despertar la vida. Es a la vez soñadora y pragmática o calculadora. Sabe que los sentimientos son importantes, los valora y los expresa; que, en la realidad, las cosas ni son siempre lógicas ni claras, ni simples. Por eso, cada situación personal es única y singular, y las reglas comunes no sirven para todos los casos. Sigue más su intuición y lo que le susurra su corazón, aunque no pueda argumentarlo o expli­carlo con palabras.

Sin embargo, las mujeres todavía no se han centrado lo bastante en sí mismas como para brillar con luz propia, potente y enigmática en su firmamento femenino. Siguen muy concen­tradas en agradar, encantar y ser deseadas o revindicar su valía frente al hombre, en una cons­tante comparación con él. No es algo muy extra­ño, ya que dan mucha importancia a lo relacio­nal; ellas tienen muy interiorizado que ser es ser-en-relación. En la actualidad, su deseo de realización personal en el ámbito público y pri­vado las conduce a un conflicto existencial. Quieren y procuran abarcarlo todo, pero ni la sociedad ni sus compañeros están preparados para posibilitar y ayudarles en la tarea. Tienen que combinar, sea como sea, su tarea de madres y profesionales o elegir con todo el dolor que esto pueda suponer.

En cierto modo, las mujeres son el motor del cambio social y sexual14. Ya no asumen calla­das el papel de resignada entrega a los demás, ni renuncian a su propio crecimiento personal. Ya no son sólo ellas las responsables de limar asperezas relacionales para conservar el equili­brio en el clima emocional. Ya van reconocien­do sus propias limitaciones y no se cargan de responsabilidades y misiones que, en realidad, no les corresponden en exclusiva. Establecen mejor los límites y reivindican sus derechos indi­viduales, no dejan fácilmente que se les discri­mine por ser mujeres. Desean una vida en rela­ción más auténtica, en la cual exista una verdadera comunicación y presencia del otro; desean sentir que a su lado se encuentra una persona real que desea estar allí, que lo valora y aprecia15.

Las mujeres de ahora se mueven con bas­tante libertad, no se limitan a los comparti­mentos excluyentes, lo quieren todo. Quieren ser mujeres independientes y autosuficientes, pero también amar, vivir en pareja, expresarse, realizarse sexualmente, ser buenas amantes, buenas compañeras, buenas madres... Se inte­resan por más cosas, lo cual las vuelve más inte­resantes, atractivas y ambivalentes, más fasci­nantes y enigmáticas. No obstante, uno de los mayores peligros en su camino existencial es la tendencia a su victimización y, por ende, infan­tilización y paralización. Las sociedades actua­les lo propician. En ellas se buscan diversas víc­timas en vez de resolver las problemáticas situaciones y contribuir a la capacitación de los afectados para mejorar su existencia. Parece que ser víctima de algo o de alguien justifica la impo­tencia para resolver un problema en la convi­vencia, incluso a veces para siempre.

Cabe afirmar que la capacidad creativa y de autocuidado es patrimonio de todo individuo sexuado y sexual. Es bueno recordar que todos tenemos el privilegio de decidir y de decir “sí” cuando queremos y podemos y “no” cuando es eso lo que decidimos, aunque no siempre sepa­mos explicar por qué. Es labor de cada cual el cuidarse y cultivarse como persona que es, no limitarse a ser una sombra de nadie o una páli­da caricatura de lo que podría haber sido. El desarrollo propio es trabajo y responsabilidad de uno mismo. Pero para ello es necesario per­mitirse imaginar una existencia distinta, coraje existencial para vencer las dificultades y persis­tencia en los propósitos para conseguirla, un compromiso con el proyecto de llegar a ser uno mismo carnal.

Por supuesto, las leyes y normas en uso en la sociedad en la que uno vive influyen en el des­tino individual de cada cual. Parece evidente que la existencia de las mujeres en una socie­dad patriarcal muy rígida les permite un muy pequeño margen de posibilidades de desarro­llo o movimientos16. Aún así, algo siempre se puede hacer, aunque sea casi imposible. Si uno se resigna o se lamenta sin parar, no hará más que eso. La injusticia duele, el rencor carcome, pero si uno se deja paralizar por ello no podrá avanzar ni un paso. Lo que es tremendo es que, en estas sociedades, ese paso hacia adelante puede suponer un peligro de muerte para las mujeres que lo den. Son situaciones de extre­ma dificultad, no es fácil aconsejar en ellas. Las posibles soluciones pasan por cambiar las con­diciones sociales de convivencia y la política sexual, y eso es algo más lento y complejo; depende de la voluntad de los dirigentes y la conveniencia para efectuar las transformacio­nes oportunas. Además, los cambios legislativos no se acompañan al unísono con el cambio de creencias y comportamientos de la población, van a destiempo. Por lo general, es algo que requiere más tiempo.

Los hombres y las mujeres se desean y desean encontrarse y convivir juntos con cierta armo­nía. En la actualidad, la unión en una pareja es importante frente a la soledad imperante en el exterior. Por otra parte, de la relación de los sexos depende la realidad sexual y la vida de la especie humana. Pero existen diferentes mane­ras de relacionarse de unos con otros: de suje­to a sujeto, de sujeto a objeto, que nunca es tal salvo en la abstracción mental del sujeto en su aproximación a él, y de objeto a objeto, que son los dos sujetos alienados en su ser carnal. Asimismo, la relación de sujeto a sujeto puede presentar diversos grados de la cualidad huma­na de abstraer al otro sin convertirlo en objeto. No es muy común aceptar y valorar al otro y a uno mismo en plena concreción carnal, con todas sus “imperfecciones”, “defectos”, “fallos” y “debilidades”.

Se tiende a abstraer cuando se toman en cuenta las cualidades del sujeto comunes con los otros de su sexo, prescindiendo de sus pecu­liaridades reales o difuminándolas. Así, las con­creciones soberanas se suplantan por abstrac­ciones fantasmales. Por eso, a menudo, “lo que debe ser un hombre o una mujer” sustituye o enfrenta lo que cada hombre y cada mujer es17. Los mitos del hombre y de la mujer desplazan a los sujetos carnales en relación.

Otra forma de abstracción es la idealización del otro. Cuando se coloca a un sujeto con­creto y real, sea del sexo que sea, en un pedes­tal de excelencia para adorarle en su supuesta perfección, en el fondo, se le reduce a un espe­jismo, se le condena a no padecer, a no tam­balearse, a no equivocarse, a no desfallecer, a no envejecer, a no existir, en definitiva. Se le deshumaniza, se le muta en irreal. Es una for­zada ausencia en la aparente presencia. Si no cumple este papel y muestra su carnal huma­nidad, se le sustituye por otro en su abstrac­ción idealizada18.

Todos los humanos tendemos a la abstrac­ción, pues es una cualidad nuestra, gracias a la cual podemos construir universos simbólicos, recurrimos al lenguaje para comunicarnos e interpretamos nuestro mundo. Las cosas que se valoran en cada sexo son, generalmente, las que pesan en el desear. Así, los hombres tienden a fijarse en la belleza femenina y ser atraídos por ella. ¿Y para qué sirve la belleza? En un objeto, para agradar a la vista y producir un placer esté­tico al ser contemplado, causar una ilusión de perfección. También, puede traducir el poder de aquél que lo posee, puesto que es preciado por la mayoría. Entre los humanos, estos aspec­tos se acentúan si en una operación de abs­tracción se le reduce a la compañera a un obje­to de posesión que muestra simbólicamente el poder de su dueño. En las sociedades patriar­cales existe una tendencia a la cosificación de la mujer, la cual puede ser más o menos evidente o, bien, a la difuminación de su rostro en lo genérico femenino. Las mujeres siguen some­tiéndose a una auténtica tiranía de la belleza para ser valoradas, atractivas y deseables, tam­bién en nuestras sociedades democráticas.

¿Y en qué se fijan las mujeres? Por lo gene­ral, a las mujeres les atrae el poder del hombre, aunque también les cautive la belleza. Éste pue­de ser físico, intelectual, resolutivo, el de ser deseado por otras y admirado por muchos. Asimismo, a medida que el ideal igualitario entre los sexos va tomando fuerza, las mujeres apre­cian cada vez más la comunicación con su com­pañero, su capacidad de implicación emocional, es decir, sentir que verdaderamente están al lado de ellas, el sentido del humor y el que se respete su libertad en el ser, en el decidir por ellas mismas y hacer en consecuencia. Además, desean un compañero que sepa darles placer, que les proporcione satisfacción sexual y les ayu­de en su posible realización.

Por su parte, en la actualidad, los hombres buscan la complicidad en el hacer, el compartir un proyecto de realización común. Desean tener al lado una persona que les apoye y que les com­prenda, también en sus debilidades, que no les exija probar constantemente su valor. Que les cuide y les atienda, que les devuelva una ima­gen de sí mismos que les ayude a seguir enfren­tándose con el mundo, que les organice su vida e, incluso, les dirija, que les introduzca en el uni­verso carnal de las sensaciones, emociones y sentimientos, en el cual, normalmente, se mue­ven con dificultad y algo de torpeza19. Por supuesto, los hombres desean una compañera que les permita su realización sexual, que dis­frute con ellos.

Los hombres y las mujeres se desean y quie­ren encontrarse. Ambos sexos se han servido de espejos en los cuales se reflejaba el otro. ¿Y qué imagen se esperaba percibir de sí mismo/a? Pues la que podría confirmar su sutil sentido en el ser. Y no olvidemos que las imágenes sólo son esto, son apariencias y no traducen veraz­mente la compleja hondura carnal de ser.

Además, las mujeres desean confirmar su poder de atraer y demostrarse a sí misma que es capaz de atraer20. Los hombres, su poder, tanto físico como intelectual o resolutivo, el cual, no olvidemos, también se traduce en su poder de atraer. Tienen que superar con éxito las pequeñas y las grandes pruebas con las que se enfrentan. Ansían el reconocimiento de su valía y el prestigio, para lo cual no dudan en compe­tir con los otros hombres, sus rivales para con­seguir la admiración anhelada y el favor de las mujeres21.

Este afán de demostrar su valía como hom­bres les domina. Su tendencia a conservar y hacer alarde de su supuesta superioridad les debilita en su libertad de ser, condenándoles a superar constantemente pruebas reales y ficti­cias que la amenazan. Un hombre adulto se encuentra en la obligación de ser productivo, activo, resolutivo, responsable. No es un niño, no es una mujer y tiene que demostrarlo.

También las mujeres son afectadas por el hechizo de la supuesta superioridad masculina, vigente en las sociedades patriarcales. Parece evidente, aunque no guste, pues a las mujeres les atrae, en el hombre, el poder en sus diver­sas formas de manifestarse. El poder masculino se erotiza en esos anhelos de ambos sexos, en ese recíproco contexto de desear y querer ser deseados por el otro sexo. De una manera imperceptible, el poder se cala en la relación de los sexos, genera placer y se experimenta en el interactuar de ambos, se normaliza, aunque no es algo que se busque conscientemente, se esta­blece como una realidad sexual22. Se gestiona a través de la necesidad de desear y ser apre­ciado y deseado, compartida por ambos sexos.

Así, el hombre tiene el poder físico y, toda­vía, aunque ya en menor grado, social. La mujer tiene el poder de rechazarle, de provocar y elu­dir, de ridiculizarle y hacerle sentirse impoten­te e inferior. Le prueba, estudia los resultados casi de forma automática, los valora y elige. El hombre teme hacer el ridículo y, más, delante de las mujeres; teme no dar la talla...23

Por todo lo dicho, la hostilidad e, incluso, la violencia entre los sexos se expresan en forma de agresión física y/o emocional. Los hombres, para hacer daño, recurren más a la violencia físi­ca, mientras que las mujeres procuran desple­gar su poderío en el terreno en el cual son más fuertes, socavando al hombre por medio del ridículo, el no aprecio y la indiferencia senti­mental y sexual.

La mujer provoca y elude, es ambigua y con­tradictoria en su relación con él. No es por mal­dad, es que le va probando para decidir su elec­ción. Le desea, pero también le teme; le quiere y le reprueba. Al hombre le sucede algo pareci­do, desea y teme a la mujer, aunque reprima este miedo y le relegue al inconsciente24. La rela­ción entre los sujetos de distinto sexo es, en un principio, más difícil que la de los sujetos del mismo sexo, porque el otro del otro sexo es doblemente extraño y, por ello, el temor que despierta es mayor. Puede ocurrir que ese mie­do se mezcle con la sensación de amenaza, real o ficticia, física o simbólica y conduzca a la lucha entre los sexos y/o violencia.

Tanto los hombres como las mujeres son potencialmente violentos, pero lo expresan de distinta manera. Los hombres ejercen una vio­lencia más directa, más explícita y perceptible. Las mujeres, más sutil, indirecta, a través de los resultados de sus provocaciones. Asimismo, las mujeres dirigen más a menudo esta violencia contra ellas mismas, culpándose ellas de todo, comiendo en exceso o dejando de comer, deján­dose vencer por las circunstancias. Sea como sea, se atribuyen los fallos en la relación y no haber hecho lo suficiente o lo que había que hacer para que las cosas fueran de otra manera. Eso también les ocurre a los hombres, pero de forma diferente, matizada por la sensación de inadecuación o de incapacidad personal.

La violencia es endémica en nuestras socie­dades y la de los hombres sobre las mujeres es más notoria y evidente. Pero asociar la violen­cia exclusivamente al sexo masculino, como si fuese una característica suya, además de ser falaz, conduce a la perpetuación de la violencia que ejercen los hombres, ya que la atribuyen a su identidad sexual y tienden a ella sin quererlo o pretenderlo, más aún, a menudo en contra de sus opiniones, razonamientos y convicciones. Es el efecto perverso de una falacia interpreta­tiva de lo evidente y constatable frente a lo imperceptible y no cuantificable, pero no por ello menos real o inexistente. Se llega así, como por un maleficio, justo a lo que se quiere evitar

o combatir. No es cuestión de ignorar los hechos, sino reflexionar y tener claro a lo que se quiere llegar, para no aparecer justo en el punto opuesto. Entender sin distorsionar. Aunar esfuerzos y recursos de manera cabal, siguien­do una estrategia que incluya distintos plazos de intervención, urgente y más a largo plazo.

En todo encuentro entre los sexos pueden emerger diversos tipos de relación, de forma sucesiva o no, exclusiva o entremezclada. Cabe destacar el binomio madre-hijo/hija, padre­hijo/hija, sujeto-objeto, sujeto-sujeto, compa­ñero-compañera, ideal romántico-suspirante, amado/a-amante... Sin embargo, los hombres y las mujeres que intervienen en ellas son reales, no son figuras ideales, son carnales. Los prínci­pes azules y las princesas encantadas pertene­cen al mundo imaginario de los cuentos de hadas, no existen en la realidad. Y, aunque se tienda a vislumbrar inconscientemente en la mujer a la madre y en el hombre al padre, no parece conveniente transferir en ellos la rela­ción que se tuvo con los progenitores propios. Es algo muy frecuente y puede servir para pro­cesar antiguos traumas, bloqueos o asuntos pen­dientes, pero suele precipitar al sujeto en una ensoñación enajenante, distorsionadora de la realidad, puesto que los hombres y las mujeres que vamos encontrando son sujetos sexuados y sexuales, no son los padres que tuvimos o qui­siéramos haber tenido.

Existen autores, como A. Maslow, que sos­tienen que la relación entre los sexos está deter­minada por la relación entre lo masculino y lo femenino dentro de cada persona, sea del sexo que sea ésta. Es la extensión en lo exterior del mundo interior del sujeto existente y al revés25. El sistema patriarcal propicia la configuración de mujeres y hombres cuyas identidades sexua­les son ablativas, no integran sus aspectos “feme­ninos” y “masculinos”. Sin embargo, los sujetos existentes no son unos estereotipos sexuales andantes. Las personas más desarrolladas y crea­tivas suelen presentar una integración de las cualidades consideradas como masculinas y como femeninas, no les importan sus “etique­tas”. Es un nuevo ideal de persona plena, la que combina los opuestos, la que es versátil y flexi­ble, libre en su ser carnal. Es agresiva y tierna, es decidida y prudente, aventurera y compro­metida, atrevida y responsable.

La vieja realidad de los sexos, centrada en el varón, y la antigua relación de los sexos en lucha por el poder está siendo sustituida lentamente por una nueva, la de los dos sexos interdepen­dientes en su existir de igual a igual, pero mara­villosamente diferentes. Es un pasaje turbulento,

pues, en cierto modo, los hombres han sido arras­trados por la liberación de las mujeres, por su cambio que les obliga a cambiar a su vez. Protestan, se resisten a perder sus aparentes pri­vilegios de superioridad, se revuelven contra las mujeres, contra su nueva realidad. Algunos se dan cuenta que esta liberación les libera a ellos, que esta nueva realidad de los sexos es más intere­sante y rica, más digna, plena y humana. En la actualidad, los hombres y las mujeres, quizá, se encaminan a un mejor entendimiento desde el reconocimiento, respeto mutuo y confirmación de unos en y a través de otros, a disfrutar de igual a igual de su plural riqueza relacional, viendo la realidad también en la mirada del otro diferente.

LA RELACIÓN DE IGUAL A IGUAL ENTRE LOS SEXOS

Todos los individuos, sean hombres o muje­res, son iguales en cuanto son finalidades y no sólo medios los unos para los otros26. Y esta igualdad se traduce en las identidades diferen­ciadas de los sujetos sexuados y sexuales, no en su uniformidad artificial y abstracta. Cada mujer y cada hombre es sujeto existente, único e irre­petible, una contingente libertad carnal en el proceso de narrar su propia pequeña-gran his­toria vivencial. Todos desean llegar a ser, a rea­lizarse como personas en relación y comunica­ción constante, a convivir en una razonable armonía más allá de una sostenida confronta­ción y enfrentamiento, mantenido por la alie­nación existencial de unos y de otros27.

La convivencia de igual a igual se basa en el reconocimiento mutuo de sujetos carnales sexuados con poder de decidir, libres en su ser particular e interdependientes en relación recí­proca. En ella, la alteridad deja de ser hostil. El otro sujeto existente es diferente, pero no es reducible a su diferencia. Es un cuerpo-palabra constituido biográficamente junto a otros, en convivencia con ellos; es un igual a pesar de ser un eterno extraño. El reconocimiento de esta condición de “igual” es un elemento funda­mental en el cambio de la interacción de los sexos, en su mayor apertura y, por ende, mejor comunicación, en su sinergia existencial.

Cada sexo se reconoce en el otro si no cae en una abstracción sin fin. Cada uno es sexua­do y sexual y lo que los asemeja es esa cualidad carnal, vulnerable y fuerte a la vez, sensible y pensante, una fragilidad superviviente hecha verbo de una hondura infinita en el ser. Por eso, la igualdad de los sexos no es lo mismo que una mismidad asexuada, sino semejanza en su her­mosa plenitud sexual, maravillosamente dife­renciada en su ser mujer u hombre.

Así, en una relación de igual a igual la mujer verifica y realiza sus cualidades “masculinas” jun­to al hombre y el hombre verifica y realiza sus cualidades “femeninas” junto a la mujer. Es una convivencia movida por los deseos y por el gus­to de compartir un espacio-tiempo en sinergia relacional, que enriquece a ambos28.

La experiencia de compartir la existencia en comunión, aunque cada uno se mantenga en su condición de sujeto autónomo, mantiene viva la relación de ambos reales, de dos carnalida­des en el proceso de su aventura de ser, que se forman en la interacción recíproca. No sólo los vincula el placer compartido o el proyecto vital común, o sus dominios y posesiones, o sus ilu­siones y sueños... Es la curiosidad y el ir descu­briendo ese “algo más” día a día, el hechizo de lo siempre extraño y la distancia insalvable que aleja la conciencia encarnada del otro hecha un rostro concreto inaprehensible. El otro sigue siendo un misterio insondable. Es un vivo pro­ceso en una transformación existencial conti­nua, no es una cosa estática.

Sin embargo, si uno se siente inferior pue­de tender a la cosificación y dependencia del otro. Si esa vivencia se entrelaza en un con­texto social que la propicia es fácil caer en obli­gaciones y deberes que, en realidad, no son necesariamente de uno. En nuestras socieda­des siguen primando los valores masculinos y se da una perceptible o no inferioridad feme­nina en lo social y político –en la esfera públi­ca– y una inferioridad masculina en el ámbito privado de intimidad emocional y cuidados dis­pensados a otros.

Parece claro que si se pretende convivir de igual a igual, lo primero es partir de cada sujeto existente como tal, un individuo responsable de sí mismo, capaz de cuidarse, que se respeta y se valora, y que respeta y valora al otro en su libertad de ser, que es capaz de cambiar aque­llo que considere que debe cambiar para vivir­se mejor29. A menudo, implica un trabajo con­sigo mismo para transformar lo que enturbia esta vivencia de uno mismo desde el valor de ser carnal, no en función de otros, sino como un sujeto existente pleno, digno y humano real. Supone conocer las propias limitaciones y esta­blecer límites. Saber dar y también recibir. Y tener muy presente que convivir de igual a igual implica afrontar problemas y solucionarlos, pac­tar y trazar caminos de dos para salir de situa­ciones difíciles, pues la vida en común no es una armonía natural, ni siquiera es una armonía ines­table, es una creación de dos sujetos que quie­ren vivir juntos.

La convivencia de igual a igual se hilvana en la negociación de los sujetos existentes de dis­tintas opciones de estilos de vida, las cuales pasan a modelar sus cuerpos-palabra en rela­ción. Las mujeres y los hombres no somos total­mente opuestos, contrarios cuya conciliación es un imposible. La excesiva polarización de los sexos y su relación jerarquizada ya ha produci­do mucho sufrimiento. Quizá, sea un buen momento para un cambio relacional entre los sexos, ya que la política de disuasión mutua no incluye medios para su propia disolución. Conviene estar despiertos, porque nos jugamos algo importante.

A menudo, si se parte de premisas equivo­cadas, las soluciones a un problema dado pue­den tornarse problemas a su vez30. Siempre es útil el comprender qué es lo que hace que el problema persista y qué se puede hacer para que se resuelva, además del por qué se ha ori­ginado. Es eficaz practicar un juego diferente que gratifique más, que sea más interesante y vuelva al antiguo obsoleto e inservible. Es algo que imposibilita la perpetuación del anterior modo de interactuar entre los sexos.

Si se sustituyen los juegos del poder entre los hombres y las mujeres por un nuevo jue­go, el de los deseos, descubrimientos mutuos, comunión desde la cooperación, el de los reen­cuentros de dos libertades extrañas que con­viven en un espacio-tiempo compartido y van evolucionando en una co-creación continuada y constante, ya no habrá rivalidad por el poder de uno sobre el otro, ni explotados ni explo­tadores. Podría ser una realidad relacional de los sexos muy hermosa y humana. La miseria que ha imperado en la lucha por el poder entre los sexos ya ha durado demasiado tiempo. Ahora podemos cambiar la manera de convi­vir, disfrutando de nuestra plural riqueza, no limitándonos a cumplir el papel que nos ha tocado en suerte por ser del sexo que se es. Ya nos hemos robado muchas experiencias por condicionarnos a circular compartimentaliza­dos, “por aquí sí” y “por aquí no, porque me está vedado, pues soy...”.

En la actualidad, las esferas clásicamente con­sideradas como “masculinas” y como “femeni­nas” se solapan y se integran tanto en el ámbi­to público como en el privado. Tanto las mujeres como los hombres en vez de potenciales ene­migos pueden ser buenos maestros el uno para el otro, apoyándose y capacitándose mutua­mente31. Tanto los hombres como las mujeres quieren realizarse como individuos autónomos que son y, por ende, responsables de sí mismos, y convivir en relación. Sus currícula existen­ciales están abiertos hoy, lo cual posibilita una pluralidad de destinos individuales más allá de la antigua compartimentalización polarizada. Pero hace falta creer en las capacidades de uno para transitar por los campos anteriormente vedados, tener confianza, ensayar, probar y com­prometerse en el desarrollo propio. Es necesa­rio no caer en la victimización personal, ni en la sostenida justificación y defensa al sentirse ofen­dido o acusado de explotador o agresor. Sería proseguir en el mismo discurso de agravios com­parativos, pero disfrazado en otras palabras32. Ya es posible trascender este marco de con­frontación y enfrentamiento entre los sexos y hablar desde los valores y desde las riquezas de cada sexo en relación recíproca.

Por otra parte, de nada sirve callar y espe­rar que el otro adivine lo que uno necesita y desea guiado por su interés y amor. La comu­nicación entre los humanos puede ayudar para aproximarnos en el entendimiento mutuo y no alejarnos en la discriminación y disuasión de una posible agresión. Nuestra realidad sexual ha cambiado y todos, tanto las mujeres como los hombres, tenemos voz para expresarnos y hacernos oír, y cosas interesantes que decir. Ninguno de los sexos tiene por qué mutilarse para cumplir un papel determinado o adecuarse sin más a las expectativas del otro. Los dos pue­den reinventarse en parte desde el deseo de convivir con dignidad, que es propia del ser humano que no se olvida de quién es y no se vuelve una cosa articulada33.

Si partimos de que el trabajo femenino y masculino es un valor y el encontrarse también lo es, parece claro que se impone posibilitar la realización de estos valores y es tarea de cada uno de nosotros y de todos. El reparto de tareas en el ámbito privado de la convivencia de igual a igual implica una reflexión y una negociación desde las capacidades e intereses, no sólo de los deberes establecidos y ya obsoletos en una realidad sexual desfasada por los tiempos que corren. No es ninguna concesión o favor que se hace, sino una mejor gestión de tiempo mutuo, más eficiente para el desarrollo de ambos, el cual redunda en mayor riqueza rela­cional de dos.

En un mundo razonable ya no se sostiene que un sexo se cargue con el mayor trabajo, que disponga de menos tiempo para sí mismo y que el otro mire para otra parte para no verlo y no tener que implicarse en una posible solución. En una convivencia de igual a igual eso no es justificable salvo que uno esté enfermo o impe­dido. No procede para ninguno de los sexos pre­dicar una realidad y poner en práctica otra. Es labor de todos y de todas crear una nueva rea­lidad de los sexos y que no quede sólo en una ilusión o teoría discursiva. Caben dudas, recaí­das, conflictos, pero, si uno no cierra los ojos para no verlos, siempre se pueden solventar las dificultades desde el reconocimiento de los valo­res y de los deseos. Si el estar juntos lo es, de alguna manera se diseñará la forma, la mejor opción dentro de lo posible para ambos, para que ninguno se identifique con el papel del explotador o del explotado.

Otro valor reconocible del que merece la pena partir es el de los sexos reales, desde su hermosa hondura carnal de ser. Los dos com­parten los mismos valores, y algunos de ellos tie­nen una lectura especificada para cada uno. Ninguno de ellos es el prototipo a imitar para el otro. Ahora bien, desde la convivencia de igual a igual pueden alcanzar un desarrollo personal más pleno, sin la parcelación de valores forzosamente acotados para cada uno, llegar a ser cuerpos-pala­bra sexuados y sexuales que disfrutan de sus vivas peculiaridades, de su ser corpóreos, de sus sexua­lidades, eróticas y amatorias.

En una convivencia de igual a igual los dos sujetos existentes son un par de libertades hechas dos verbos vivos. La liberación de un sexo libera al otro y viceversa. Si nos salimos del marco del poder de uno sobre el otro y nos ubi­camos en el de las libertades, el afán de pose­sión de unos y de otras se disuelve, pues no tie­ne sentido en esta nueva interacción de los sexos. Ambos son gobernantes y gobernados en esta interrelación recíproca de dos libertades en el ser, irreductibles en su concreción carnal existente, enigmáticas en su calidad de extra­ñas, indómitas e imprevisibles en su tendencia de llegar a ser sujetos autorrealizados34.

En una convivencia de igual a igual el desa­rrollo pleno de cada uno es posible y redunda en el gusto y la satisfacción de compartir el tiem­po-espacio con un sujeto libre en el ser, que desea y aprecia el estar al lado de uno y experi­menta placer en el conversar, en el reír, en el tocar y besar... Son momentos innumerables que ofrece la cotidianidad para esos hombres y muje­res soberanos, creativos, con sentido del humor y comprometidos con su vida, que gustan de su compañía, de su sorprendente presencia.

LA INTERRELACIÓN CARNAL DE LOS SEXOS

Si en el entendimiento de la interrelación carnal de los sexos partimos del paradigma moderno de dos sexos ya no se sostiene tomar

a ningún sexo como prototipo del otro, ni extra­polar la realidad de uno desde el conocimiento y el ejemplo del otro. La relación entre los sexos, por tanto, no puede ser jerárquica en su inteli­gibilidad, los dos tienen el mismo valor exis­tencial. Aún persisten las reminiscencias del anti­guo paradigma de sexo único35, y el cuerpo sexuado, la sexualidad, la erótica y la amatoria universal siguen todavía el modelo masculino en su interpretación y desarrollo36. Pero, aquí, a pesar de mencionarlo no nos vamos a quedar relegados a este discurso de agravios milena­rios, sería contribuir a más de lo mismo. Aquí, partiremos desde el paradigma de dos sexos para intentar comprenderlos en toda su real riqueza existencial.

Vamos a aproximarnos al estudio de dos sexos en su interrelación carnal sin que pre­tendamos agotar el tema, pues excede con cre­ces el espacio que le podemos dedicar. Cada sexo convive con el otro en una relación carnal recíproca, la cual interviene en el proceso de sus sexuaciones, sus sexualidades, sus eróticas y amatorias. Además, cada hombre y cada mujer tienen su particular manera de ser un cuerpo-palabra sexuado y sexual, de vivenciarse como tal, de expresarse y desear, y de interactuar car­nalmente con otro. Existen tantas como perso­nas hay. Cabe referirnos a generalidades, pero sin olvidar que los sujetos existentes son con­creciones únicas e irrepetibles, reales y pecu­liares en su ser carnales y las generalidades no siempre lo reflejan, a veces lo difuminan impo­niendo su norma teórica sobre la realidad exis­tente. No obstante, hablaremos de las gene­ralidades abstractivas, sin olvidar que las concreciones son múltiples y muy diversas, has­ta tal punto que puede que no se parezcan a las generalidades y no por ello se descalifiquen en su ser reales.

Empecemos por la sexuación de cada sexo en relación con otro. Todos los individuos, tan­to mujeres como hombres, necesitan afecto y contacto físico para crecer, para sexuarse y rea­lizarse como cuerpos-palabra sexuados vivos. La sexuación es un proceso que dura toda la vida del sujeto existente. Cada uno de los sexos se mira en el otro, capta su reflejo y se modula en consecuencia desde el deseo de estar jun­tos. Cada uno se enfrenta con el otro, lo cual, en un principio, le fortalece. Cada uno es reco­nocido por el otro y bebe vida en ser mirado, acariciado, entendido, aceptado o, por el con­trario, se sobrepone a ser rechazado y se replan­tea en su ser.

En esta interrelación carnal los dos sexos pueden llegar a completar su desarrollo, reali­zarse en su sexuada piel, que es trascendida por el inquietante contacto con otra. Cada cuerpo-palabra sexuado es un universo viviente que percibe, siente y piensa desde sí mismo, por ende, no existen dos iguales. Cada hombre y cada mujer es un mundo diferente cuya sexua­ción es distinta; su piel, su textura, su pilosidad, su sensibilidad, emociones, significados viven­ciales... también lo son. Cuando entran en con­tacto sus universos se entremezclan por un ins­tante, para separarse después o impregnarse el uno del otro. Así, ambas conciencias encarna­das se improntan una en otra y se moldean en su recíproco interactuar, en su encuentro de piel con piel.

La sexuación es un proceso que afecta a los dos cuerpos-palabra sexuados, el femenino y el masculino. Ninguno de los dos es mejor o peor que otro, ni más o menos acabado que otro. Ambos son presencia corpórea. Ninguno es comparable al otro y, por tanto, ninguno es carente de estructuras del otro, pues son fina­lidades en sí –contingencias carnales reales con igual valor existencial por ser. No son contra­rios. En todo caso, son complementarios para un posible y placentero encuentro carnal, ins­crito en su sexuada piel.

Los dos se aprehenden y reaccionan a la información recibida. Se van modulando en la respuesta. Tanto es así, que si una mujer se sien­te incómoda, por cualquier motivo, al experi­mentar el deseo masculino puede que tienda a la masculinización, cuya ventaja secundaria será el que no se incite el deseo y no se produzca el malestar; y viceversa, un hombre que no se sien­ta cómodo en el papel de fuerte y resolutivo lo acusará en el cuerpo-palabra para evitar crear expectativas que le costaría realizar. Nos vamos sexuando en relación y reacción recíproca, en los encuentros y en los desencuentros con los otros, y este proceso dura mientras haya vida en nosotros.

¿Y la sexualidad de los hombres y de las mujeres o, mejor dicho, las sexualidades? En el paradigma antiguo de sexo único –el masculi­no–, la sexualidad que se consideraba como tal y se erigía en el prototipo universal era la del varón, a pesar de que el término en sí no apa­rece hasta el siglo XIX37. La alteridad real de los sexos se reducía a la unidad masculina y las sexualidades, a la uniformidad estereotipada de lo masculino. Los valores sexuales subrayados y glorificados eran los masculinos y aquellos femeninos que les servían de complemento satisfecho de serlo –una sombra que reforzaba la luz de su sobresaliente compañero.

En este encuadre distorsionado, la sexuali­dad femenina, privada de toda su rica especifi­cidad, quedaba en algo inexplicable, desviado, carente, impuro, incluso se traducía en ausencia o malignidad. Los parámetros que se medían y se apreciaban reflejaban la sexualidad masculi­na y condicionaban una supuesta vacuidad sin formas de la femenina. Parece claro que, si se parte de un marco de coordenadas falaz y equí­voco, la realidad a la que se llega lo será a su vez, simplemente excluye todo aquello que no se deriva de la premisa inicial; no es considerada como posible por el marco referencial una reali­dad que lo niegue.

Si se parte de la creencia de que la mujer depende del hombre para realizarse, que exis­te para ser su compañera, para servirle y obe­decerle callada, todo lo demás se despliega por sí solo, también en el campo de la sexualidad. Ésta se construye en el contexto de dominio y control de los hombres sobre las mujeres. A tra­vés del placer y del dolor erotizado, del cuida­do y del daño se constituye una sexualidad mas­culina dominadora, empobrecida, pues ignora la femenina en interrelación carnal, robándole la trascendencia mágica al encuentro de ambas, contentándose con una apocada versión de lo que podría haber sido. Limitando a la mujer en su sexualidad, el hombre se ha limitado a sí mis­mo, se ha robado muchas vivencias hermosas, no ha llegado a experimentar numerosos momentos de belleza insospechable y desco­nocida, y no ha completado su desarrollo en interrelación carnal.

El modelo de la sexualidad femenina impe­rante en el siglo XX ha sido el del complemen­to fálico de su compañero, gozoso y satisfecho de serlo. Lo normal y lo sano era y sigue sien­do una sexualidad de carácter genital. El varón era el responsable del placer femenino para lo cual tenía que ser diestro en el hacer. La sumi­sión femenina se erotizó como reacción com­plementaria a la erotización de la supremacía masculina. Todo lo cual condujo a los hombres y a las mujeres a una interrelación carnal jerar­quizada, que podría, sin embargo, haber sido otra si se hubiera partido de las sexualidades de los sexos y no de un modelo erigido desde el masculino.

Aquí, no vamos a ahondar más en este modelo, ni en las agresiones y malentendidos que aportó, sino subrayar la riqueza relacional de las sexualidades femeninas y masculinas en contacto carnal, que se formulan en algún momento del transcurrir del paradigma moder­no de dos sexos.

Y cómo no, la toma en consideración de la sexualidad femenina conlleva una reconsidera­ción de la masculina como modelo normativo. El hombre es despertado por la mujer y comien­za a aprehender una belleza enigmática en la totalidad del cuerpo-palabra femenino, en el sujeto-mujer que le aporta un conocimiento más allá de las palabras dichas que ignoraba y que le muta carne sintiente bajo su deslizante y queda caricia. Él le enseña el goce más centralizado en los genitales y las zonas erógenas, más concen­trado en el tiempo. Cada uno contribuye con su universo vivencial en esta puesta en común entre dos y el placer que sienten al estar uno con otro les encamina hacia un compromiso existencial desde el deseo de seguir convivien­do juntos.

La interrelación carnal de dos sexos es una mezcla de carne, biografía e historia colectiva.

Es contextual a su tiempo y situacional para ambos, que se actualizan en este instante de experiencia vivenciada. Es difícil saber qué es lo que sienten o vivencian otros, sólo se imagina, se proyecta o se supone, fundamentándose en las creencias y normas en uso. Lo que sí es cons­tatable es que, actualmente, la satisfacción en la sexualidad es importante para ambos sexos, es valorada en el imaginario colectivo como nece­saria para llegar a ser felices.

La sexualidad de cada cual es su mundo ínti­mo, el de las vivencias como cuerpo-palabra sexuado y sexual que se es, y el de la identidad propia. No hay dos mujeres o dos hombres que tengan la misma sexualidad, pues su universo carnal es único e intransferible; sus pensa­mientos, sensibilidad, emociones, intenciones y los significados vivenciales son individuales e irrepetibles. Cada uno es una totalidad viviente con su sistema comunicativo e interpretativo peculiar, que interactúa con otra extranjera. Pero, dentro de lo que cabe, es procedente des­tacar las características comunes para las sexua­lidades femeninas por un lado y para las mas­culinas por otro, para que nos permitan entender mejor las particulares de cada cual. De estas sexualidades especificadas para los hom­bres y para las mujeres, que les confirman en su ser, se derivan angustias específicas para cada sexo, vinculadas a sus identidades sexuales y a sus vivencias por ser del sexo que son. Las angus­tias se originan de sus vulnerabilidades, algunas comunes y otras especificadas para cada sexo.

Las sexualidades femeninas traducen la ten­dencia a la totalidad de la mujer, se impregnan de la continuidad de su universo con lo que no es ella. La mujer se abre a lo que la rodea, su piel sexuada es muy receptiva y la comunica­ción es algo muy importante en ella. La sensi­bilidad táctil de las mujeres es más desarrolla­da que la de los hombres y su sexuada piel sintiente es su zona erógena por excelencia38.

La sexualidad femenina es plurimorfa, difu­sa y descentralizada. Las mujeres tocan y acari­cian más, desde una tela hasta la piel de alguien. Utilizan el cuerpo-palabra para sentir y enten­der a otros de la manera más íntima y oculta; lo que perciben es una verdad que se entrelaza en las sensaciones, emociones, sentimientos, inclu­so intuiciones. Es un lenguaje comunicativo que no precisa de palabras para su inteligibilidad. Su gusto por los cosméticos, cremas, perfumes y las caricias codifican esta sexualidad táctil, ínti­ma piel con piel, sutil... El tacto se enriquece de otras sensaciones, se entrelaza con los olo­res, sabores, texturas, sonidos susurrantes que atraen y acercan. Todo ello codifica la atracción por la cercanía, por la continuidad con lo que ella no es. Tiene estrecha vinculación con su íntima convicción de que ser es ser-en-relación.

Las mujeres son muy sensibles al entorno o contexto del encuentro carnal. Los estímulos que les llegan a través de todos sus sentidos las pre­disponen a mayor o menor sensualidad, son sig­nificativos y apreciados, pues ellas tienden a fun­dirse con el ambiente en el que están. Les gustan la música, a cuyo ritmo son muy receptivas, una luminosidad apropiada, olores, sabores, colores que improntan en su ánimo, texturas que acari­cian su sintiente piel... Innumerables detalles que hacen que el momento sea inolvidable, que las empapan de mil sensualidades. Esta cualidad autoerótica de la sexualidad de las mujeres cau­tiva y fascina a los hombres y permanece, en cier­ta forma, inexplicable para ellos, es un reino de enigmáticas experiencias que, a la vez, les inquie­ta. Por todo lo anterior, la sexualidad femenina, normalmente, no adolece de premuras, las muje­res no tienen prisa por llegar a un orgasmo cen­trado en los genitales, puesto que ya están ins­taladas en él, pero difuminado por toda su corporalidad, polimorfo, difuso y continuado39.

Las reacciones de las mujeres, sus vivencias se hilvanan en la impredictibilidad. Las emo­ciones están profundamente entrelazadas con sus hormonas sexuales y sus complicados ciclos fisiológicos, que las predisponen a la apertura o al encerramiento en ellas mismas. Es un com­plejo universo de equilibrio inestable.

Las mujeres tienden a la intimidad y a la comunicación emotiva. Sus recuerdos se impregnan de las sensaciones, del conjunto de la experiencia en vez de cada detalle, de lo que ha significado para ellas, de las emociones que creó en su comunicativa piel, y, por tanto, de las circunstancias que envolvieron el encuen­tro, los comportamientos, el ambiente, las pala­bras, la música, los silencios...40 Para ellas es importante sentirse seguras en los brazos de su compañero, se cobijan en su abrazo y se vuel­ven pequeñas por un imperceptible instante, se consuelan en su sexuada piel.

La sexualidad femenina también se codifica en el valor de ser deseada, de atraer, de ser ama­da. Es lo que se entreteje en su cualidad de con­tinuidad y cercanía concreta41. La mujer suele alejarse de la disociación y diferencia muy bien la presencia real y la ausencia, el amor y el apa­rente desamor, que no siempre corresponde a lo que ocurre en la realidad. Los códigos inter­pretativos que manejan las mujeres y los hom­bres son un tanto distintos y conducen de manera natural a errores en la lectura de la infor­mación y a equívocos.

La sexualidad de las mujeres crea una serie de miedos y angustias. Por lo general, se aso­cian con el miedo de no atraer, de ser dejada de lado, de no ser deseada, de perder su encanto seductor. Cuando se sienten rechazadas tien­den a culparse a sí mismas de haber fallado en su disposición de conquistar y retener.

Además, la sexualidad femenina suele entre­tejerse en un conflicto de placer sexual y peli­gro. Por una parte, anhelan el placer y, por otra, temen perder el control de sí mismas, ser domi­nadas por sus apetencias y usadas como obje­tos sexuales sin rostro. Asimismo, como su pla­cer, clásicamente, dependía del varón, de su saber hacer y, en cierto modo, sigue depen­diendo, pues para ella es muy importante todo lo relacional y lo traduce en afectos y en el inte­rés que pueda sentir su compañero por ella, su miedo es que la dejen sola, que la ignoren y la abandonen sin que llegue a la satisfacción sexual. Teme la sorda frustración que conlleva esta experiencia. Sus ritmos son diferentes a los de su compañero y es fácil que se produzca un desencuentro en el hipotético encuentro de dos carnalidades que desean estar juntas.

También, persiste el miedo al embarazo, a pesar de los eficaces métodos anticonceptivos de hoy. Es una posibilidad que la mujer tiene muy presente y que tiene que acoplar de algu­na manera en su interior para que no le impi­da ser ella misma. Los retrasos de la regla des­piertan este fantasma. La mujer está muy pendiente de su fisiología corporal, la cual la inclina a unas vivencias de sí misma muy ínti­mas. Asimismo, teme el contagio de las enfer­medades, pero ese miedo es compartido por ambos sexos.

Por su parte, la sexualidad masculina está dominada por una concentración genital. El pla­cer que siente el hombre está más centralizado en su pene y zonas erógenas, no se desparrama tanto por su totalidad cutánea corporal. La sexualidad masculina se impregna de los signi­ficados vivenciales e intenciones que confirman la masculinidad. El hombre le da mucha impor­tancia al pene, a su erección y eyaculación, pues es su instrumento ejecutor por antonomasia, el símbolo de su masculinidad. Su identidad sexual se vincula a la confirmación de su virilidad gra­cias a potentes erecciones y a eyaculaciones ade­cuadas. Son los significados vivenciales que, entre otros, le quedan tras sus cópulas. Cada coito es, de algún modo, una prueba de com­petencia, la cual tiene que superar y salir airo­so tras la demostración de su hacer; incluso pue­de alardear de su destreza42.

La sexualidad masculina se impregna de una cierta discontinuidad, tanto en la corporalidad compartimentalizada, como en el tiempo y en el espacio. El hombre es muy sensible a la infor­mación visual y no tanto a la táctil, la cual valo­ra en la medida de la excitación que produzca. No es muy común para los hombres utilizar el cuerpo-palabra para conocer el de la mujer. No se desenvuelven con mucha soltura en ese uni­verso de sensaciones sutiles y emociones que se desparraman por la totalidad carnal. El hom­bre no pretende estar en un orgasmo continuo, los reserva para un espacio-tiempo muy con­creto, separado del resto de su quehacer diario.

Para el hombre, la interrelación sexual es muy importante y necesita estos momentos para mutarse carne sintiente. No busca en ellos un vínculo emocional, aunque puede que lo encuentre; para él tienen mucho valor en sí mis­mos, sobre todo si culminan en un orgasmo. Componen un tiempo de interioridad que le salva del mundo exterior. Suelen bajar su ten­sión existencial, la cual se diluye y se disuelve en el placer sentido. La sexualidad masculina es coitocentrista. Los orgasmos son muy impor­tantes, los propios y los de la compañera que, entre otros significados, verifican su saber y des­treza, su adecuación.

Asimismo, la sexualidad masculina se mati­za de una tonalidad de transgresión, de con­quista, incluso de agresión. No es de extrañar, ya que los hombres se crían con una serie de valores sexuales que confirman su papel y este­reotipo sexual. Si la supuesta supremacía mas­culina impera en la sociedad en la que se socia­lizan, se erotiza y la desigualdad se equipara a lo sexual, se hilvana en su sexualidad. Si, ade­más, el ideal del guerrero forma parte de su este­reotipo normativo, esta tendencia se agrava.

Algunos hombres miden su masculinidad por el número, variedad y frecuencia de sus coi­tos. Suelen desconectar emocionalmente de la experiencia, aunque sí sienten una cierta ter­nura y reconocimiento hacia aquella que les ha proporcionado placer. Es algo que también les empieza a pasar a las mujeres de hoy en día, aunque en menor cuantía. Esta disociación entre lo que se hace y lo que se siente es propia de la sexualidad masculina, de su cualidad disconti­nua43. Sin embargo, su memoria erótica retiene cada detalle de la experiencia sexual. La evocan en su recuerdo y vuelven a revivirla, se excitan con su representación mental.

En la sexualidad masculina la confianza en sí mismo y en la habilidad de uno en el hacer son importantes. Tanto es así, que la ansiedad y la inseguridad generan una gran parte de las dificultades y trastornos en su interacción car­nal. Cabe mencionar su ansiedad de feminiza­ción y de rendimiento. También, el temor de causar daño y no poder controlar su agresivi­dad. Como las mujeres, los hombres temen ser abandonados y no deseados, pero en ellos estos temores se manifiestan de otra manera. Procuran ser indispensables, satisfacer a su compañera, proporcionarle comodidad y bie­nestar, protegerla, y algunos, controlarla, domi­narla y subyugarla.

La vulnerabilidad del hombre se relaciona con su temor de fallar, de volverse impotente, de no demostrar su hombría. En grado extre­mo, teme ser castrado, lo cual se traduciría en la incapacidad de actuar, en una pérdida iden­titaria, en no ser. Por eso el hombre es muy sen­sible al ridículo, más en presencia de una mujer. Tiene miedo a que la mujer le ridiculice, la odia por ello, por ese poder que tiene sobre él en una dramática e inconsciente anticipación de lo temido. Ese odio viril se desplaza a lo femeni­no genérico; el hombre se reafirma en la diso­ciación de las emociones y de las acciones, su sexualidad se codifica en una persistente esci­sión vivencial, en un cierto alejamiento de lo vivenciado y represión de los sentimientos. Esta represión emocional confirma la sexualidad mas­culina en el goce concentrado del modelo fáli­co de la voluptuosidad.

En una interrelación carnal entre los sexos sus sexualidades se encuentran, sus vivencias se entrecruzan en un instante vivido, sus emo­ciones se contagian y provocan reacciones mutuas. Entre las sexualidades femeninas y mas­culinas se establece una interrelación dialéctica entre lo continuo y lo discontinuo. Sea como sea, en un encuentro carnal se está muy cerca uno del otro, pero cabe estar ausente en el pre­sente, alejarse de la escena. El poder de abs­tracción es común a los hombres y a las muje­res. Los hombres abstraen y se abstraen del espacio-tiempo compartido por su inclinación ejecutante y disociación de lo emotivo. Las muje­res lo hacen al sentirse usadas y frustradas en su descentralizada sexualidad, al considerar que no las desean a ellas sino el orgasmo que les pueden facilitar a sus compañeros.

La continuidad de la sexualidad femenina, su cualidad autoerótica fascina y atrae al hom­bre. Él interpreta la continuidad como intensi­dad y el gusto por la proximidad como deseo del orgasmo; la sensualidad difusa, cutánea y continuada de la mujer, como excitabilidad fácil. Cree que ella está dispuesta al encuentro pasio‑

nal con él, abierta y receptiva a él, a experimentar un orgasmo con él44.

A su vez, la mujer interpreta la discontinui­dad de la sexualidad masculina como desinte­rés y desamor, como ausencia. No entiende que la sexualidad masculina se centra en la pene­tración y el orgasmo. Para él su tiempo se com­partimentaliza en esa discontinuidad de los encuentros carnales, los separa del resto de su experiencia vivida y los subraya en su memoria biográfica. Para él cada vez es distinta, se impreg­na de la ilusión del comienzo, de lo turbador, de la sorpresa de la desnudez, del descubri­miento de algo más. La mujer penetrada es como una puerta que le permite la entrada a otra dimensión y le muta carne revivificada. Bebe de su fuente, le da vida.

La vivencia de la mujer es diferente. Le gus­ta sentir a su compañero, también dentro de sí. Además de darle placer y hacerla estremecer en su sintiente corporalidad, la confirma en su poder en la dimensión carnal. A la vez, la turba en su mundo de sensualidades difusas y canali­za su energía en lo genital. Es el reencuentro continuo de dos extrañezas, de dos fragilidades carnales en co-creación perpetua.

En la interrelación carnal, las vivencias de ambos sexos se distribuyen entre lo concreto y lo abstracto. Para el hombre, en toda mujer pesa su condición genérica. Es una sorpren­dente conjunción de la Gran Madre –podero­so origen de toda vida– y de la niña –incons­ciente, despreocupada, provocadora, juguetona y esquiva. Ella es para él, en su desnudez de vértigo, la hechicera, la maga, la inalcanzable, la madre, la prostituta, la misteriosa impene­trable y sagrada... La desnudez femenina le ofre­ce mil promesas, le tienta hasta el vahído en su viva proximidad.

La desnudez masculina no produce este efec­to en la mujer. Ella la valora y la prueba en su supuesta competencia. Le gusta su firmeza, su fuerza, su potencia, pero también valora mucho su paciencia y espera, su capacidad de acoger, reconfortar en un abrazo seguro, de reconocerla como única e insustituible. La excita, la sor­prende y la intimida su excitación y su deseo.

En el abrazo sexual, en el dar y recibir pla­cer, se conjugan las discrepancias de ambos, se encuentran la discontinuidad y la continuidad en un instante privilegiado del espacio-tiempo de dos libertades hechas carne sexuada y sexual. Evidentemente, este momento puede degene­rar hasta donde se deje o se quiera y convertir­se el abrazo en algo asfixiante o en una lucha. Pero si no asociamos las sexualidades con las pugnas de poder y no sustituimos lo carnal en una abstracción sin fin, no ignoraremos la belle­za y la humanidad de la interrelación carnal de los dos sexos. Cada uno de los sexos percibe el poder del otro en la interrelación carnal y, asi­mismo, su vulnerabilidad. Van co-evolucionan­do uno en relación y en reacción al otro en un continuo reencontrarse, en el deseo mutuo.

¿Y la erótica de ambos sexos en la interrela­ción carnal? Los dos sexos se desean y desean encontrarse en una interrelación carnal y enten­derse entre ellos. No se trata de que un sexo siga la ley del deseo del otro para encontrarse con éste y permanecer privado de su especifi­cidad, ausente. Todo lo contrario, se trata de que cada sexo desde su erótica, desde su expre­sión en el gesto y en el deseo se actualice en interrelación recíproca.

Incluso en una convivencia de igual a igual la disimetría erótica entre los sexos permanece vigente, pero pierde su connotación jerárquica. No es de extrañar, pues existen dos sexos que se expresan y desean desde su ser mujer y su ser hombre. Y cada persona, sea del sexo que sea, es única y peculiar en su código expresivo y en su desear.

Clásicamente, el sujeto del deseo era el varón. La mujer deseaba ser deseada y sigue deseándolo, pero al mismo tiempo, desea a otro sujeto sexuado a su lado, que esté presente en su sexuada piel y a gusto con ella. Antaño la mujer era educada en la autorrenuncia y prio­rización de los deseos de sus otros significati­vos. Se adecuaba al deseo masculino. Se autoa­nulaba en la expresión de su propia palabra. Asumía la erótica del varón, su deseo como si fuese el suyo propio, y se culpaba y se castiga­ba si su deseo discrepaba del de él. Si su especificación o intensidad en la comparación con la del masculino se diferenciaba o no llegaba a su altura, ella se sentía inferior, mal hecha, insu­ficiente... Si no deseaba como él, si no gozaba como él, si no se ajustaba a sus fantasías o expec­tativas, se sentía culpable e inadecuada.

Quizá, ya sea hora de proclamar que lo que el hombre y la mujer comparten en su desear es el gusto por su extrañeza interrelacional, es ese misterio insalvable de uno para el otro, una mutua ignorancia insuperable45. La fascinación por lo diferente actúa como un imán para apro­ximar los cuerpos-palabra sexuados en un encuentro carnal y traspasar en él los límites de su contingencia separada.

Además, tanto las mujeres como los hom­bres desean y necesitan de lo extraordinario para enaltecer sus vidas, para romper su mono­tonía y uniformidad. Unos lo encuentran en la idealización, en la abstracción y fantasía, en la pasión prohibida. Otros valoran lo extraordi­nario en lo concreto existente, en los cuerpos-palabra biográficos, frágiles y vulnerables en su viva carnalidad.

Lo habitual es que en nuestro desear se dé una cierta abstracción idealizante. Pero los prín­cipes azules, con los cuales sueñan las mujeres románticas, y las princesas encantadas en peli­gro de los hombres no existen en realidad. Son idealizaciones de los ojos infantiles con los cua­les mirábamos y soñábamos el mundo en algún momento de nuestra biografía. Los hombres y las mujeres reales nunca son ideales.

A veces, sucede que lo soñado le quita color a lo real, que no se valora y se termina por igno­rar. Uno se queda viviendo en un espacio de ilusión que le defiende contra su incapacidad de dar y de recibir calor en el mundo carnal, le relega a una alienación existencial continuada, la cual imposibilita un goce sostenido en lo real y auténtico. Estas personas suelen buscar más la ausencia en la interrelación carnal que la pre­sencia, más la fantasía que la concreta realidad del otro, más la distancia que la proximidad. Su existente hondura carnal pasa desapercibida para ellos, no la aprecian, no tiene cabida en sus intenciones.

Las abstractas cualidades que se valoran por un sexo y por el otro son un tanto diferentes. En general, los hombres se sienten atraídos por la belleza física y las mujeres por el poder varo­nil y, también por su capacidad de implicarse emocionalmente y comprometerse en la rela­ción. A su vez, los hombres también desean que se les aprecie en su concreción real, que se les cuide y se les acoja, que se les acaricie y se les oriente en el mundo impreciso de la relación emocional. Anhelan, de vez en cuanto, sentirse mecidos y reconfortados en los brazos de la mujer, como si fuese la madre que les acepta incondicionalmente. Las mujeres, por su parte, anhelan sentirse seguras, incluso pequeñas y reconfortadas en el abrazo del hombre, como antaño se sentían en los brazos de su padre, pero de otra manera, más rica y adulta.

Por lo general, el deseo masculino se acen­túa en desear desear, es bastante instrumental y ejecutivo. Los hombres desean los encuentros carnales coitales, desean tener orgasmos. El deseo masculino tiene un matiz cuantitativo y transgresor; es menos afectivo que el femeni­no46. El deseo femenino se acentúa en desear ser deseada, es más afectivo, pues las mujeres valoran mucho las relaciones, no es tan coital como el masculino, ni tan transgresor, tampo­co tan cuantitativo y abstractivo. Los deseos de ambos reflejan los cuerpos-palabra sexuados en situación, traducen los valores sexuales de cada sexo. Los hombres suelen desear demostrar su adecuación y destreza, y las mujeres su poder de atraer.

El deseo de las mujeres se trenza en la cua­lidad de continuidad de su sexualidad. Ella desea ser deseada de manera continua. Para ella, la interrupción o las pausas significan pérdida de interés, que, en parte, justifica por las múltiples ocupaciones y preocupaciones de su compa­ñero. Ella necesita constantemente pruebas de ser deseada. Para ello es preciso que se lo con­firmen tanto con los hechos y atenciones como con las palabras, tanto de forma implícita como explícita y constatable. Desea el contacto car­nal, no necesariamente coital. Desea que se la toque y acaricie, que se le abrace y se le dén besos, sin que tenga por qué terminar en un coi­to, sino que sea algo cotidiano en su vida.

Sin embargo, el deseo masculino se hilvana en la cualidad de la discontinuidad de su sexua­lidad. Cuando un hombre desea a una mujer, por lo general, desea tener relaciones sexuales coitales con ella y orgasmos juntos. Los sitúa en los intervalos privilegiados de su vida, muy valo­rados y separados del resto, en el que hace otras cosas y se concentra en sus asuntos. Le resulta molesta e incomprensible la necesidad conti­nua de la mujer de sus demostraciones de su deseo y afecto por ella, le supone un esfuerzo y le irrita. La mujer desea estas pruebas de inte­rés, de cercanía emocional con ella. Para él, la mayor prueba de cercanía es su deseo de orgas­mos con ella. Establece así la continuidad del deseo dentro de su discontinuidad, pero eso no suele ser interpretado de igual modo por la mujer, ni suficiente para ella.

En cuanto a la orientación del deseo mas­culino y femenino, puede ser homosexual –hacia su propio sexo– y heterosexual –hacia el otro sexo. Sea el sexo que sea al cual se dirige, don­de nace es en un cuerpo-palabra sexuado y sexual en una situación existencial dada que se inscribe en su biografía. Lo más habitual es que la orientación del deseo homo o heterosexual persista a lo largo del proceso existencial del individuo, pero también puede cambiar por diversas causas y circunstancias.

El deseo implica una tendencia aproximati­va al objeto deseado. Si es continuado, suele desembocar en la creación de algo de dos, por­que el deseo del uno y del otro les va cambian­do, les va modelando en ese deseo comparti­do, engendra movimiento y transformación. La creación puede tomar forma de proyectos comunes, de trabajo, de obras y de hijos. Las obras y los hijos son el fruto lógico de su deseo mutuo47.

En cuanto a los gestos, que son las expre­siones eróticas del cuerpo-palabra sexuado y sexual, son, también, comunicativos, pues informan sobre nosotros mismos en situación relacional y provocan reacciones. Revelan y des­velan, pero, al mismo tiempo, ocultan y encie­ rran el vivo misterio de cada cual. Son novedad y continuidad; una manifestación de una pre­sencia y un espejismo inaprehensible, imposi­ble de inmovilizar o detener en su sostenida evolución. Acercan y alejan. La erótica de cada cual se despliega en el gesto constantemente cambiante y transformador del continuum de la conciencia encarnada, única y peculiar. Algunos gestos son universales y parecidos, y otros, particulares de cada código expresivo, de cada libertad contingente en el ser.

¿Y el comportamiento de los dos sexos en su interrelación carnal? Su comportamiento se trenza de deseos, de normas a seguir en uso y de los deberes. Aquí, vuelve a darse una disi­metría entre los sexos, no sólo seductiva sino, también, en el hacer y cuidar la relación48. Es natural, pues los cuerpos-palabra sexuados son socializados en torno a series diferentes de valo­res sexuales, significados e intenciones.

Los hombres, por lo general, tienden a la experiencia variada y la gratificación física, y las mujeres, hacia la intimidad y la comunicación emocional49. No obstante, es difícil saber lo que se hace o no se hace por un hombre y por una mujer en una concreta interrelación carnal, y más aún lo que se experimenta o se siente, las intenciones que se tengan en ella y los signifi­cados vivenciales que les queden tras el encuen­tro de ambos. Las comparaciones, imitaciones y las adecuaciones a las medias estadísticas son un pobre camino, aunque muy transitado por todos, más en alguna etapa especial del proce­so biográfico de desarrollo. No hay dos perso­nas en el mundo cuyo comportamiento sea idéntico, puede ser más o menos estereotipa­do o normalizado, pero siempre es suyo parti­cular y siempre puede cambiar.

En cuanto a la actividad y a la pasividad en la seducción, en el encuentro carnal y en el cui­dado de la relación, las cosas no son sólo lo que parecen. Aparentemente, el hombre es el suje­to más activo y la mujer más pasiva, salvo en el cuidado de la relación, donde los papeles se invierten, aunque la realidad va cambiando hacia una equiparación de los dos sexos. Más allá de una simple comparación y sin perder de vista

el paradigma moderno de dos sexos, cada uno es activo y pasivo a la vez y a su manera. Lo que les atrae no es la actividad sino el deseo de uno por el otro, y la lógica y el lenguaje de los deseos no es el de actividad versus pasividad –es el de lo que apetece y lo que cautiva. El deseo siem­pre es acción y pasión incluso en su aparente pasividad50.

El objeto del deseo es como un imán que atrae con fuerza. Así, el hombre que desea en su supuesta actividad es pasivo. Toda su aten­ción, toda su actividad seductora gira en torno de aquella a quien desea, que en aparente quie­tud le moviliza y dirige en su quehacer. Un ges­to de disgusto suyo puede generar un cambio de actitud en él y transformar su comporta­miento. Ella provoca y no hace apenas, pero todo se transfigura en su reacción. Los hombres son capaces de realizar pruebas, de superar obs­táculos para obtener el favor de la que desean. Las mujeres valoran los resultados y deciden si merece la pena o no implicarse en una interre­lación carnal con ese concreto que las desea51. También ocurre a la inversa, pero, quizá, en menor grado, aunque cada vez se va tendiendo a una equivalencia en el desear y en el actuar.

Sea como sea, en la seducción se combina el despliegue del poder erótico en la fascinación y el poder de obligar al otro a hacer lo que uno quiere. Ambos se entretejen y generan placer. La interrelación seductiva es una secuencia de pruebas superadas o no, de imposiciones mutuas, de reacciones y evaluaciones que pre­disponen a seguir avanzando hacia el encuen­tro carnal o, por contra, dejarlo. El sexo feme­nino es más sutil en el manejo, se desenvuelve mejor en ese terreno de emociones ambiguas y, a menudo, contradictorias.

Existen proyectos seductivos abiertos, inter­minables, y proyectos cerrados, que acaban con la conquista. Éstos pueden repetirse todas las veces que se desee. Si el objetivo de la seduc­ción no es la conquista en sí, sino comenzar un sostenido encuentro de dos libertades carnales con rostro concreto e historia personal, se com­prueba que los sexos se abren uno al otro poco a poco, en el compartir momentos que les apro­ ximen. Esta gradual apertura al otro es, quizá, más notoria y característica en la mujer, la cual, aunque se entregue, no se entrega de una vez. Paulatinamente, va adquiriendo la confianza imprescindible para dejar emerger ante la mira­da del otro toda su sensualidad, todo su erotis­mo más profundo52. Si el hombre falla en algu­na de las imperceptibles pruebas que ella valora, reconsidera la relación y puede cerrarse en su universo, parar esa apertura hacia él.

¿Y qué recursos utiliza cada sexo para sedu­cir al otro? Se diferencian en sus matices. La mujer cuida su aspecto físico, su belleza. Suele demostrar su capacidad de comprensión y de estar al lado de ése a quien desea. Suele pro­curar interesarse por lo que él se interesa, hacer cosas juntos, desarrollar proyectos que impli­quen contactos y compartir el tiempo, correr aventuras excitantes con él. Juega con su apa­rente fragilidad y pide ayuda y consejo o, sim­plemente, los induce y acepta. Le hace ver lo importante e imprescindible que es él para ella. También, ofrece apoyo emocional, le alaba y le da muestras de que le admira y escucha con con­sideración, aunque después haga lo que quiera ella. Asimismo, de forma implícita le promete que le cuidará y será su buena compañera en la cama y fuera de ella. Las mujeres, si se lo pro­ponen, vuelven locos a los hombres y obtienen lo que quieren de ellos, aunque siempre exis­ten grados, matices y excepciones. En la seduc­ción, las mujeres no buscan necesariamente coi­tos, sí una emoción imborrable, un recuerdo imperecedero.

Sin embargo, los hombres esperan que la seducción concluya en un coito. Una vez más, en el comportamiento de los sexos se repite una relación entre la continuidad femenina y la dis­continuidad masculina. El hombre para corte­jar o seducir hace demostraciones de su pode­río, físico, intelectual, instrumental o resolutivo, y de su brillo. Lo combina con las muestras de su interés y afecto por ella, como pueden ser regalos, detalles que le gustan, conversaciones, en las cuales ella se siente escuchada, aprecia­da y valorada como persona con rostro singu­lar. El hombre le hace confidencias a la mujer, comparte sus emociones, le cuenta historias con voz de cercanía. Una velada agradable, en la cual no demuestra tener prisa y subraya el interés por ella, le hace sentirse muy especial, bella, inteligente, deseada y apreciada. Procura ayu­darla en algún problema que tiene. También, explota su lado maternal, por momentos, se vuelve menesteroso y desvalido...

Existen tantas maneras de seducción como personas en hipotética combinación situacio­nal. Es imposible e innecesario relatarlas todas. Sólo hemos procurado reflejar algunas direc­trices generales. Por otra parte, sería quitarle la sorprendente magia a la manifestación de esa fuerza aproximativa entre los sexos, entre los cuerpos-palabra sexuados y sexuales que desean llegar al contacto de piel con piel.

Es conveniente reseñar que una mujer que no llegue a la experiencia coital con aquel que la pretende puede que no se decida porque el otro ha fallado en su modo aproximativo hacia ella, porque no se ha sentido comprendida o valorada por él. No es que ella tenga ningún tras­torno del deseo o sea frígida –una solución expli­cativa manida y errónea–, es que no la ha con­vencido en lo que le ofrecía, ni en la forma en la que lo hacía, ni en el contenido. El hombre lo interpreta, generalmente, como una mani­festación de su represión sexual, pero en la mayoría de las veces es una ficción suya; en rea­lidad, el desencuentro se ha originado por un mal entendimiento entre ambos. Es bueno no dar por sentado las cosas e intentar relacionar­se de nuevo, probar una aproximación diferen­te, si es eso lo que se quiere. Las personas somos un misterio muy difícil de desvelar y lo que le gusta a una, a lo mejor, disgusta a otra. Parece razonable estar atento a las reacciones y ser bas­tante flexible, pero no olvidar cuáles son los lími­tes de cada cual.

Una interrelación carnal no es un simple con­tacto de piel con piel, es una interconexión de dos biografías que se actualizan en el momen­to situacional compartido, y una creación narra­tiva de historias en el tocar, en el contar y escu­char, en el soñar y confiar, en el creer y querer, en el amar y ser juntos en el dar y recibir. En ella, las mujeres suelen buscar, además de pla­cer y la confirmación de su poder erótico en el ser deseadas, el ser valoradas como personas concretas y reconfortadas emocionalmente. Los hombres aprecian las emociones de la conquista, la variedad y la novedad sexual en cada encuen­tro, además del intenso placer que experimen­tan en el coito y en la confirmación de su valía masculina.

Algunos hombres conciben la interrelación carnal como una función o quehacer, como un deporte en el que uno se ejercita y se adies­tra. Saltan de una experiencia a otra, de una mujer a otra o de un hombre a otro. Prueban, tantean, son curiosos en su diversidad, ensa­yan y miden su hombría por la frecuencia y la variedad de sus coitos. Parece claro que este planteamiento de las interrelaciones carnales va en contra de una vinculación emocional fuerte, de una profundización en el encuen­tro real con otra persona con rostro singular, de ir descubriéndola y conociéndola cada vez más, desvistiendo poco a poco su enigmático misterio existencial contingente. También les ocurre esto a las mujeres de hoy, pero toda­vía en menor grado, pues siguen valorando en la relación la comunicación y la verdadera inti­midad con otro, sólo posible en un contacto continuado y apreciado.

Los hombres suelen desvincular el placer que experimentan en un encuentro sexual de lo que sienten por su compañera. Pueden notar un intenso placer aunque estén enfadados con ella o, incluso, la desprecien. Es una expresión más de su característica discontinuidad sexual. Así, después del coito o el orgasmo con la mujer, también si es deseada o querida, tienden a un alejamiento que puede manifestarse de diver­sas maneras53. Asimismo, diferencian con mayor claridad una relación sexual sin más, de una rela­ción afectiva.

Por contra, las mujeres no suelen disociar el encuentro sexual de lo que sienten por su com­pañero. Les cuesta más sentir placer con alguien a quien desprecian o con quien están enfada­das. Tras los coitos y los orgasmos tienden a mayor proximidad y una vinculación emocional con él o ella, salvo si no le gusta, se arrepienten de lo sucedido o tienen dudas al respecto. La característica sexual femenina de la continuidad se manifiesta en su deseo de permanecer en contacto con su compañero, en sus brazos tras el orgasmo donde confirma que la desea, que la quiere y la valora, donde se siente segura de su interés, aunque sea por un privilegiado momento54.

Tanto para los hombres como para las muje­res la interrelación carnal es importante. Sin embargo, el encuentro sexual no es reducible al coito, aunque sea el objetivo al que se tien­de, pues lo “normal” y lo “sano” vigente es una sexualidad de carácter genital. Un hombre y una mujer pueden disfrutar de múltiples formas y maneras juntos, todas ellas sexuales, ya que son creaciones de dos sujetos sexuales en interre­lación carnal, sin que necesariamente culminen en un coito, que, a menudo y para muchos, se reduce a una solitaria masturbación masculina en la vagina u otro compartimento corpóreo de la mujer en una sostenida abstracción, lo cual para algunos cuantos hombres y mujeres es lo “normal” y deseable como objetivo relacional sexual entre ellos.

Parece evidente que los coitos son impor­tantes, pero no representan la totalidad de las posibilidades de las interrelaciones carnales. El compartir momentos divertidos, interesantes, emocionantes o difíciles vincula. Las miradas, las conversaciones, los sueños comunes, hacer algo juntos, el contacto de piel con piel, las cari­cias, los besos, los abrazos forman parte de las interrelaciones carnales.

El coito se centra en la erección masculina, la penetración y la eyaculación. Se busca sobre todo por los hombres, y se valora por ambos sexos. Las posibles dificultades, ocasionales o continuadas, se mutan en trastornos, disfuncio­nes e, incluso, enfermedades. Se viven dramáti­camente causando al individuo en relación y a su pareja un gran dolor. Le perturban, confunden e incapacitan en el encuentro sexual. No parece razonable tanta limitación interrelacional. Si no redujéramos el encuentro sexual al coito y no relacionáramos la capacidad erectiva y penetra- tiva con la hombría, lo más probable es que no resultaría tan penoso para algunos y, quizá, vivi­ríamos más plenamente en relación carnal.

La cualidad de la discontinuidad de la sexua­lidad masculina se codifica en el comporta­miento en forma de sucesivos comienzos y ter­minaciones de los encuentros sexuales, vivenciados así con más claridad y subrayados del resto de los acontecimientos de su día a día. Para el hombre su interrelación carnal es una historia de subsecuentes experiencias que se impregnan de la ilusión de la novedad, de lo diverso. Cada vez es una aventura nueva, una inmersión en lo desconocido y extraño que le sobrecoge. Se entrega en ella hasta donde pue­de y quiere, procurando demostrar un rendi­miento adecuado.

Para la mujer, la interrelación carnal es una composición narrativa continua, que puede inte­rrumpirse o romperse en cualquier momento. Ella no se entrega de una vez, aunque llegue al coito y al orgasmo con su compañero. Se va abriendo poco a poco, se va dejando ver y mos­trando como es gradualmente; desnuda pro­gresivamente su universo interior para ese otro que va superando sus pruebas y sus imposicio­nes. Deja que acceda a su intimidad más recón­dita tras evaluar sus reacciones, sentimientos, actitudes y comportamiento. Para manifestar libremente su sensualidad ante la mirada del otro, para abandonarse y perderse en su abra­zo debe tener confianza55. Su entrega es un acto voluntario, lo decide y tiene un motivo o justi­ficación. Si algo la inquieta o la alarma, si el otro ha procedido con torpeza o insensibilidad, se retira a su interior y se encierra en sí misma, aunque siga el ritmo y el desenlace de la inte­racción carnal. Puede jadear y gozar en su super­ficie a pesar de blindarse frente a su compañe­ro en su profundidad. En el fondo ha dudado de su interés por ella y de lo que significa o vale para él. Ha perdido la confianza en él y se ha recluido en ella misma. Además, no suele olvi­darlo, pues su interrelación con él es una com­posición continuada.

Las mujeres, en general, no tienen prisa y son más polimórficamente sensuales. Enlentecen el tiempo en una caricia queda, en una mirada repleta de mensajes, en su silencio empa­pado de las sensaciones y emociones que impregnan su piel de color. El cuerpo-palabra femenino en reacción les susurra un sutil cono­cimiento del universo de su compañero, de su estar, de sus sueños y temores.

Sin embargo, los hombres suelen encauzar sus acciones hacia la consecución del coito. Así, acarician como un juego excitatorio preliminar para llegar al coito y llevar a su compañera al orgasmo. Les gusta apreciar las curvas y los relie­ves de la mujer, la suavidad de su piel... Les sobrecoge y fascina tocar sus partes más ínti­mas, llegar allí donde no transita nadie, ni siquie­ra ella misma. Gozan por anticipado con el orgasmo compartido de dos.

Aquellos hombres que se alejan de un fun­cionamiento mecánico estereotipado y se entre­tienen en ese privilegiado espacio-tiempo de entre dos, se escapan de la rutina, ensayan, juegan, aprenden y memorizan. Sienten con el sentir de su compañera, beben su belleza, la saborean y la escuchan. Se cautivan en la contemplación de su real desnudez, en el descubrimiento de ese algo más que no se da en el resto de su cotidianei­dad, de los cambios en los gestos, los cuales tra­ducen sus sensaciones y emociones, de las trans­formaciones en su rostro, de su inesperado desprendimiento y arrebato. Ella ejerce sobre él el efecto de un imán que le fascina y le lleva al orgasmo. En teoría, es una experiencia al alcance de muchos, pero no sucede con la fre­cuencia que cabría esperar.

Si la interrelación carnal no es la de entre dos iguales, tiende a generarse una disimetría de poder que desemboca en un conflicto y lucha por él. Se utiliza la interrelación carnal para poseer y tener, para controlar y atar, para dominar y someter. El encuentro sexual se con­funde con un instrumento o manifestación de poder, se transforma en un medio para perpe­tuar un determinado orden relacional. A través de la erotización de la subordinación o sumi­sión femenina y del dominio masculino se pro­grama inconscientemente a las mujeres y a los hombres a reproducir una realidad sexual que, sin embargo, podría ser otra. De esta sutil mane­ra la interrelación carnal queda distorsionada y matizada por una sostenida abstracción, en la cual los cuerpos-palabra son pantallas reflecto­ras de fuerzas de poder, son deshumanizados.

Nuestra cultura y mitología ofrecen una amplia muestra de relatos que transcriben la vio­lencia y la crueldad entre los sexos: la masculi­na, mostrando su fuerza física y la brutalidad del conquistador que somete una tierra extranjera, que la penetra y la doblega a pesar de su resis­tencia; y la femenina, ridiculizando, despre­ciando, vengándose en su agresor dañando aquello que más valora y venera... Estas narra­ciones se repiten bajo diversas apariencias y pro­pician su reproducción en el imaginario colec­tivo y en la existencia real. La mitología y la realidad se entrelazan en un proceso interacti­vo mutuamente reforzador.

Si la interrelación carnal y algún sexo en con­creto se vinculan con la violencia y la agresión, se favorece que se manifieste de esta manera en la experiencia vivida, lo cual confirma la pre­misa de la que se partió. Así, la violencia entre los sexos, sobre todo la de los hombres sobre las mujeres, sigue siendo endémica en nuestras sociedades.

Parece que la mayor independencia de las mujeres de hoy precipita a algunos hombres a una regresión y violencia desde su desespera­da impotencia en un orden nuevo entre los sexos, en el cual ya no tienen claros privilegios sociales, políticos y económicos por ser del sexo masculino, en el cual no se encuentran una ubi­cación existencial, en el cual su palabra mascu­lina no enmudece a sus compañeras, que cami­nan por un sendero vital propio y tienen su individual voz y cosas que decir. Otros, por con­tra, aprecian y valoran esta nueva realidad de los sexos, más rica y digna.

Para las mujeres, en la interrelación carnal se produce una tensión entre el placer y el peli­gro, la cual se va resolviendo poco a poco y, a veces, reaparece cuando entra en una crisis o atraviesa dificultades. El asumir su capacidad de cuidarse y defenderse frente a lo externo y los otros es fundamental para realizarla, para su

libertad en el ser. Y la capacidad de autocuida­do se entrelaza con la responsabilidad personal, de respeto y amor a uno mismo. Cuando sabe­mos cuidarnos podemos aprender a cuidar a los demás y la relación que se establece con ellos. El cuidarse es tarea de cada uno de nosotros, seamos del sexo que seamos.

En cuanto al cuidado de la relación, los dos sexos la realizan a su manera particular. Cada uno lo manifiesta en la forma que sabe y ofrece al otro aquello que puede y lo que aprecia. Así, los hombres suelen proteger a su compañera, proporcionarle una cierta comodidad y seguri­dad, hacerle presentes que muestren que la quieren y valoran, y satisfacerla sexualmente, equiparándolo a coitos y orgasmos. Las muje­res suelen cuidar la relación cuidando, sobre todo, a su compañero. Lo hacen de un modo global, vigilando su salud, ocupándose de su bienestar, atendiendo lo que come, lo que vis­te, sus hábitos y costumbres, sus humores y emociones. Intuyen su estado de ánimo y lo que le preocupa, le sostienen cuando se tambalea, le ayudan en lo que le interesa, le ofrecen sexo, incluso cuando no les apetece mucho y se comunican íntimamente con él, salvo si se sien­ten rechazadas o si a su compañero le disgusta tal unión. Los hombres suelen encontrar esta intimidad sólo con sus parejas o amigas muy especiales, mientras las mujeres también la obtie­nen con sus mejores amigas.

Ambos sexos creen que los encuentros sexuales son muy importantes en una relación y que si no son satisfactorios, ésta peligra. Quizá, la diferencia entre ellos radica en que mientras que los hombres parece que arreglan la falta de comunicación, los rencores o las disputas con coitos, para las mujeres no es suficiente ni efi­caz. Tras un buen orgasmo los hombres tien­den a empezar de nuevo y las mujeres siguen la continuidad narrativa de la composición.

Para los hombres, la proximidad emocional con su compañera, además de la proximidad carnal de los encuentros sexuales con ella, se expresa en hacer cosas juntos. Para las mujeres, la proximidad emocional, además de la carnal, se evidencia en la comunicación íntima, en con- versar de tú a tú, aunque también les gusta hacer cosas juntos.

Por supuesto que el placer sentido entre dos aproxima, vincula y compromete a ambos en su interrelación carnal. Pero no está de más recor­dar que la continuidad de la relación radica en un continuo reencontrarse. No es bueno darlo todo por sentado y, quizá, si se desea seguir con ese otro no es conveniente despreciar la posi­bilidad de relacionarse de una manera nueva, como si fuese un comienzo esperanzador que refuerza una mejora, un deseado amanecer que ofrece el acceso a otro día lleno de posibilida­des existenciales, de oportunidades para viven-ciar y sentir con mayor plenitud.

Es evidente que comunicamos a otro mucho más de lo dicho con palabras e, incluso, revela­do en gestos. Que lo explícito tiene su implíci­to correlativo o no a lo expresado. Los hombres tienden a abusar de lo implícito, de aquello que se supone que se siente y se pretende. Dan por hecho que las mujeres interpretan lo supuesta­mente evidente por las apariencias. Sin embar­go, las mujeres tienden a dudar de lo implícito, pues consideran que lo aparente puede tener múltiples explicaciones. Dudan, por tanto de lo implícito y también de lo explícito, dudan con­tinuamente. ¿Le gusto? ¿Me ama? ¿Me quiere? ¿Seguirá deseándome? ¿Y si...? Por eso necesi­tan frecuentes muestras del interés y amor de su compañero, mil detalles que diluyan sus mie­dos y les susurren que son valoradas, com­prendidas, queridas56.

Al hombre le sorprende esta ininterrumpi­da necesidad de su compañera de demostra­ciones de sus sentimientos por ella. Le moles­ta, le irrita y no lo entiende, ni la importancia que tienen. Las mujeres esperan su compren­sión y al no obtenerla, se sienten rechazadas, frustradas en su erotismo, se encierran en sí mis­mas. Siguen pensando que si su compañero les amase entendería lo que quieren y necesitan. El decirlo, explicarlo o pedirlo despoja a lo anhe­lado de la mágica espontaneidad y lo convierte en una tarea o una obligación. El resultado no les genera las mismas vivencias y emociones, no las convence. Las mujeres se aíslan, los hombres

se irritan y se enfadan, progresivamente se dis­tancian en su última cotidianeidad, dejan de pensarse como dos unidos57.

El cuidado de la relación es un continuo reen­contrarse en ese discurso dialéctico entre el con­tinuo femenino y el discontinuo masculino. A menudo, requiere entusiasmo y esperanza, con­fiar en la propia capacidad de cambiar lo que no gusta y confiar en otro. El cuidado de la relación se sostiene en el interés y el compromiso exis­tencial de dos. En que apuestan por ellos a pesar de las dificultades y sinsabores porque les gusta y quieren seguir juntos. Las propuestas alterna­ tivas son cosa de dos, ambos componen su narra­ción y se crean al hacerlo. El cuidado de la rela­ción se fundamenta en el cuidado de cada cual por uno mismo y por el otro. Es bueno conocer los límites y las limitaciones de cada uno, no empeñarse en culparse o culpar a otro, y com­prender, aceptar y aprender para no repetir aque­llo que no gusta o se rechaza58. Y sobre todo, no dar por sentado lo que está en un proceso de ser, constantemente cambiante y modificable, de su creación; hablar, escuchar, tocar, acariciar y comu­nicar lo que uno es en toda su espléndida vul­nerabilidad carnal humana.

Notas al texto

1 «Dadas las estructuras y las vivencias del sujeto sexuado está claro que cada uno de los dos sexos se con­figura biográficamente en referencia al otro y sólo en esa referencia es posible su propia e individual expli­cación.» Amezúa, Efigenio: “Teoría de los sexos”, Revista Española de Sexología 95-96, Madrid, (1999).

2 Badinter, Elizabeth: XY. La identidad masculina, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 25.

3 «La puesta en cuestión de certezas íntimas siempre es larga y dolorosa. Pero esa tarea de deconstrucción no surge nunca al azar. Sólo es posible cuando el modelo dominante ha demostrado sus límites. Tal es el caso del modelo masculino tradicional, desfasado en relación a la evolución de las mujeres y fuente de una verda­dera mutilación de la que los hombres empiezan a tomar consciencia.» Badinter, Elizabeth: opus cit, p. 14.

4 «Debido a que el tema de la sexualidad se halla rodeado por un halo de vergüenza, misterio y silencio, cualquier fracaso surgido en el proceso de adecuación al estereotipo sexual origina en el individuo –sobre todo si éste es un niño– una abrumadora sensación de culpa, vacuidad y confusión.» Millett, Kate: Política sexual, Ed. Cátedra, Madrid, 1995, p. 407.

5 Violi, Patrizia: El infinito singular, Ed. Cátedra, Madrid, 1991, p. 156.

6 «Porque lo masculino sigue siendo “lo humano universal”, el patrón de referencia, hay muchas mujeres man­dos intermedios, periodistas, profesoras de las que se espera que se transformen en ogros o marimachos para ser tomadas en serio.» Bruckner, Pascal: La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona, 1999, p. 156.

7 «Según el estereotipo de los roles adjudicado al género masculino, el “éxito” del hombre está esencial­mente vinculado al éxito profesional y económico. Sólo unos ingresos seguros le posibilitan cumplir con el ideal masculino del “buen sustentador” y del “marido y padre de familia protector”.» Beck, Ulrich y Beck­Gersheim, Elisabeth: El normal caos del amor, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 44.

8 «Cuanto más arraigada se encuentre la identidad masculina en el ideal del guerrero, más degradará la socie­dad a las mujeres estableciendo la relación entre los sexos en términos bélicos. El guerrero, ya sea primi­tivo o sofisticado, verá a la mujer como un ser inferior destinado a ser conquistado, violado, dominado.» Keen, Sam: La vida apasionada, Ed. Gaia, Madrid, 1995, p. 117.

9 «Las mujeres, por lo común, llevan sobre sus espaldas la carga de cuidar la faceta emocional de la relación, mientras que los hombres consideran la intimidad no física como uno de los aspectos menos importan­tes de sus vidas.» Masters, William H., Johnson, Virginia E., Kolodny, Robert C.: Eros, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1996, p. 30. A su vez, L. Irigaray opina: «Por otra parte, a la relación de a dos, muy presente en el universo femenino, el hombre prefiere una relación entre lo uno y lo múltiple, entre el yo o el él, sujeto masculi­no, y los otros: las personas, la sociedad, considerados como ellos y no como .» Irigaray, Luce: Ser Dos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1998, p. 27.

10 «Si bien es verdad que el enfrentamiento entre lo sensible y lo inteligible, entre sentimientos y razón pue­de afectar también a los hombres, lo cierto es que hombres y mujeres no se sitúan del mismo modo ante estos términos y lo que para los unos significa, como máximo, una cuestión sobre su propio “componen­te femenino”, para las otras, en cambio, compromete la existencia misma del propio ser, que coincide con el propio ser mujer.» Violi, Patrizia: opus cit, pp. 153-54.

11 «Las amistades de los hombres siguen basándose en actividades compartidas, mientras que las amistades de las mujeres son más íntimas e intensas y tienden a centrarse en la conversación y el apoyo mutuo.» Sáez Sesma, Silberio: “Los caracteres sexuales terciarios”, Revista Española de Sexología 117-118, Madrid, (2003), p. 147.

12 «Una inhibición excesiva conduce al odio de aquello que se ha inhibido, proyectado hacia el exterior y objetivado en la persona de la mujer cuando se es misógino.» Badinter, Elizabeth: opus cit, p. 152.

13 Andreas-Salomé, Lou: El erotismo, Ed. José J. de Olañeta, Barcelona, 2003, p. 32.

14 «Las mujeres en su voluntad de redefinirse, han obligado al hombre a hacer otro tanto.» Badinter, Elizabeth: opus cit, p. 14.

15 «No subestimemos los sufrimientos y los fracasos que suscitan desde hace medio siglo la lenta desintegración del sistema patriarcal, la subsiguiente crisis de la masculinidad y el doloroso aprendizaje, para las mujeres, de toda su reciente y frágil libertad. No obstante, resulta apasionante vivir este momento de vacilación de las iden­tidades sexuales.» Bruckner, Pascal: opus cit (1999), p. 190.

16 «Las situaciones individuales son las derivaciones y las apariencias del destino general, y es el último el que contiene la clave para el destino de lo individual; la represión general conforma y universaliza inclusive sus rasgos más personales.» Marcuse, Herbert: Eros y civilización, Ed. Sarpe, Madrid, 1983, p. 227.

17 «Empezamos a tener esperanza en la curación cuando comprendemos qué nos ha enfermado.» Keen, Sam: Amar y ser amado, Ed. Urano, Barcelona, 1998, p. 36.

18 «Creamos una ilusión, y después nos enfadamos con la otra persona cuando la realidad no encaja en la fantasía que ella nunca pretendió ser.» Branden, Nathaniel: Cómo llegar a ser autorresponsable, Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 133.

19 «Empecé a comprender que los hombres tenían una especie de espasmos de ego, ¿sabes? Y que a conti­nuación llegan las recaídas. Y que las mujeres mantienen constantemente una especie de relación médi­ca y cuidadora de los hombres. Empecé a comprender que las mujeres heterosexuales de más éxito que conocía estaban en realidad atendiéndoles.» Paglia, Camille: Vamps & Tramps, Ed. Valdemar, 2001, p. 379.

20 Fromm, Erich: La condición humana actual, Paidós, Barcelona, 1991, p. 30.

21 «Ambos sexos incurren finalmente en el torbellino de la política de prestigio, representando un papel a la altura del cual no están nunca ni uno ni otro, con el único resultado de complicar la sencillez de su vida, de privarles de la lozanía y espontaneidad de sus relaciones y de saturarles de prejuicios, ante los cuales se desvanece toda perspectiva de felicidad.» Adler, Alfred: Conocimiento del hombre, Colección Austral, Madrid, 1984, p. 126.

22 «La cultura masculina es una cultura represora y reprimida, porque convierte la abstracción, el éxito fren­te a lo opuesto, en la condición para la curiosidad vital y amorosa de hombres y mujeres.» Beck, Ulrich y Beck-Gersheim, Elisabeth: opus cit, p. 213.

23 «Si el arma principal del hombre contra la mujer es el poder físico y social que tiene sobre ella, entonces la principal arma femenina es su posibilidad de ponerlo en ridículo. La manera más radical de ridiculizar­lo es hacerlo impotente.» Fromm, Erich: opus cit, p. 32.

24 «No es el odio del varón hacia la mujer, sino el miedo del varón hacia la mujer la gran constante univer­sal.» Paglia, Camille: opus cit, p. 149.

25 «El hombre que crea que se puede ser o bien un hombre, todo hombre, o bien una mujer y nada más que una mujer, está condenado a la lucha interna y al eterno alejamiento de las mujeres. Si puede hacer las paces con su faceta femenina, podrá hacerlas con las mujeres, llegar a comprenderlas mejor, ser menos ambivalente con ellas e incluso admirarlas más.» Y prosigue: «El proceso puede iniciarse al revés, es decir, la aceptación de X en el mundo exterior, puede ayudarnos a aceptar el propio X interno.» Maslow, Abraham: La personalidad creadora, Kairós, Barcelona, 1994, pp. 196 y 197.

26 Fromm, Erich: El arte de amar, Paidós, Barcelona, 1994.

27 «Los hombres vivirían juntos mucho mejor si fuese mayor su conocimiento del hombre, porque desapare­cerían ciertas formas perturbadoras de la vida en común, que únicamente son ahora posibles por no cono­cernos, estando así expuestos al peligro de dejarnos engañar por cosas externas e incurrir en desfiguracio­nes y disimulos de otros.» Adler, Alfred. opus cit, p. 12.

28 «Es sabido que las relaciones de los sexos se convierten con frecuencia en una lucha entre poderes más que en un encuentro de fragilidades mutuas. Las exploraciones de los caminos que conducen a las satis­facciones pasan más por el descubrimiento de esas recíprocas fragilidades que por la demostración de pre­tendidas proezas de las que uno u otro son capaces. Se ha tratado el placer como algo que se consigue en lugar de como el cemento con el que se construye un ars amandi.» Amezúa, Efigenio: “El ars amandi de los sexos”, Revista Española de Sexología 99-100, Madrid, (2000), pp. 82-83.

29 Watzlawick, Paul: Cambio, Ed. Herder, Barcelona, 1995, p. 35.

30 «En determinadas circunstancias, pueden surgir problemas como mero resultado de un intento equivocado de cambiar una dificultad existente y esta clase de formación de problemas puede surgir en cualquier aspec­to del funcionamiento humano individual, dual, familiar, sociopolítico, etc...» Watzlawick, Paul. opus cit, p. 56.

31 «Si pudiéramos permanecer sobre la cima de nuestra pequeña montaña individual contemplando el pai­saje y ser conscientes, al mismo tiempo, de que los demás están en otras montañas y contemplan paisa­jes diferentes, podríamos comprender que sólo accederemos plenamente a la riqueza de la vida cuando aprendamos a compartir estas realidades diferentes y sepamos reconocer la importancia de los valores aje­nos. Pero, obviamente, esto resultará imposible mientras sigamos desdeñando, menospreciando y temien­do nuestra propia “inferioridad” interna.» Greene, Liz en: Frager, Robert (ed.): ¿Quién soy yo?, Ed. Kairós, Barcelona, 1999, p. 311.

32 «La victimización es un callejón sin salida.» Paglia, Camille: opus cit (2001), p. 94.

33 «En pocas palabras, el camino no está trazado de antemano; eso es lo que ha cambiado y eso es mucho. Las mujeres no tienen ninguna necesidad de renunciar a su feminidad puesto que por el contrario son libres de inventar nuevas maneras de ser mujeres (incluso asumiendo los papeles del pasado, llegado el caso). Por muy estrecho que sea el margen de innovación y fuertes los condicionantes históricos, ahora es posible una pluralidad de destinos dentro de la antigua polaridad.» Bruckner, Pascal: opus cit, p. 169.

34 «Eres un centro autónomo de libertad, poder y deseo sobre el que no poseo control alguno, y esto signi­fica que sólo puedo entablar una relación contigo de persona libre a persona libre.» Keen, Sam: Amar y ser amado, Ed. Urano, Barcelona, 1998, p. 189.

35 Arnaiz Kompanietz, Anna: “Sobre el hecho sexual humano. La construcción sexual de la realidad”, Revista Española de Sexología 111-112, Madrid, (2002).

36 «La erotización de la supremacía masculina permite que la desigualdad se experimente como sexo.» Eisler, Riane: Placer sagrado. Vol 2: Nuevos Caminos hacia el Empoderamiento y el Amor, Cuatro Vientos Editorial, Santiago de Chile, 1998, p. 108.

37 «La palabra “sexualidad” aparece en Kierkegaard a partir de 1843. Se encontraba ya en Fourier, pero por aquel entonces es tan nueva como la energía nuclear hacia 1939.» de Rougemont, Denis: Los mitos del amor, Ed. Kairós, Barcelona, 1999, p. 19.

38 «Havelock Ellis decía en sus trabajos que las mujeres poseen un extraordinario erotismo cutáneo.» Alberoni, Francesco: El erotismo, Ed. Gedisa, Barcelona, 1998, p. 10.

39 «Por regla general, la hembra humana es una criatura epidérmica. Su principal zona erógena es el cuerpo entero. Desea que se la toque por todas partes antes que cualquier cosa. No está tan centrada en los geni­tales como el macho. Y por encima de todo, no tiene prisa.» Keen, Sam: Amar y ser amado, Ed. Urano, Barcelona, 1998, p. 51.

40 Alberoni, Francesco: El origen de los sueños, Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 116-117.

41 «Existe una estrecha vinculación entre el erotismo táctil, muscular, entre la capacidad de sentir los olores, los perfumes, los sonidos y el placer de ser deseada de un modo continuo, amada de un modo continuo. El tac­to significa cercanía, lo mismo el olor.» Alberoni, Francesco: opus cit (1998), p. 28.

42 «La competencia sexual es una parte –algunos dirían que la central– de la masculinidad contemporánea. Un hombre impotente siente siempre que está amenazada su masculinidad y no simplemente su sexualidad.» Tiefer, Leonore: El sexo no es un acto natural y otros ensayos, Talasa Ediciones, Madrid, 1996, p. 230.

43 «El varón siente un violentísimo placer sexual, genital, incluso con una mujer por la que no tiene ningún interés afectivo. O a la que, sin más, desprecia. Tanto es verdad que incluso hoy, después de la revolución sexual, por la que es fácil mantener relaciones con el otro sexo, los hombres siguen dirigiéndose, como antes, a las prostitutas.» Alberoni, Francesco: opus cit (2000), p. 116.

44 Alberoni, Francesco: opus cit (1998), p. 26.

45 Bruckner, Pascal y Finkielkraut, Alain: El nuevo desorden amoroso, Ed. Anagrama, Barcelona, 1989, p. 238.

46 Landa, Joserra: “Homos y heteros”, Revista Española de Sexología 97-98, Madrid, (2000), p. 190.

47 «Sabemos y constatamos que se desean hijos entre los amantes y no de cualquiera. Son hijos que se hacen como se realiza un proyecto. Y son fruto de historias entre amantes. Ésta ha sido la gran transformación: que los hijos no son ya productos de la esposa o de la madre sino hijos de los amantes. Podemos decir más: el deseo de hijos pasa por la erótica. La vida y la historia son productos de ars amandi.» Amezúa, Efigenio: “Educación de los sexos”, Revista Española de Sexología 107-108, Madrid, (2001), p. 181.

48 «Por intensa que sea la fuerza que haya adquirido la cultura igualitaria, no ha logrado asemejar las exigen­cias amorosas de ambos sexos.» Lipovetsky, Gilles: La tercera mujer, Ed. Anagrama, Barcelona, 1999.

49 Tiefer, Leonore: opus cit (1996), p. 109.

50 Amezúa, Efigenio: “Sexología: Cuestiones de fondo y forma. La otra cara del sexo”, Revista Española de Sexología, 49-50 Madrid, (1991), p. 223.

51 «Los hombres se sienten atormentados por las coqueterías de las mujeres y por sus titubeos y volubili­dad, sus manipulaciones y su inconsistencia, sus humillantes rechazos. El calentamiento de pollas es una realidad universal. Los hombres son capaces de hacer cualquier cosa para obtener el favor de las mujeres. Las mujeres literalmente prueban a los hombres en la cama y fuera de ella.» Paglia, Camille: opus cit (2001), p. 91.

52 Alberoni, Francesco: El erotismo. opus cit (1998), p. 139.

53 «En los hombres, en general, después del acto sexual decae el interés por la mujer. Es un fenómeno que tiene muchos grados, muchos matices. Apenas si se nota en el hombre enamorado que estrecha fuerte entre sus brazos a la amada, como si no se quisiera separar nunca de ella. Llega al máximo en la relación con la prostituta porque en este caso el deseo desaparece de inmediato y el hombre querría estar de nuevo vestido, fuera de la habituación, fuera del hotel, alejado.» Alberoni, Francesco: opus cit (1998), p. 23.

54 «El deseo de la mujer de permanecer junto al hombre después de su orgasmo (o sus orgasmos) es mucho más intenso cuando la mujer está enamorada. Pero siempre existe, con la condición de que el hombre le guste. Porque el orgasmo de la mujer es más prolongado pero, sobre todo, porque siente la necesi­dad de ser deseada, de gustar de manera continuada, duradera. Puesto que el deseo, el placer se mani­fiesta en la mujer como una continuidad, la interrupción sólo puede significar desinterés, rechazo.» Alberoni, Francesco: l. c., p. 24.

55 Alberoni, Francesco: opus cit (1998), p. 139.

56 «El deseo de continuidad de la mujer se manifiesta de muchas maneras. La mujer aprecia los actos que sig­nifican la continuidad del interés. Una llamada telefónica, un cumplido, flores. En general, la mujer ama la conversación amorosa, las caricias, los abrazos. Interrumpir y volver a empezar. Va siempre en busca del entendimiento amoroso, íntimo, sereno, dulce, del idilio. No sólo de cuando en cuando, en los intervalos

robados a otras actividades, sino durante larguísimos periodos, como en una eterna luna de miel.» Alberoni, Francesco: opus cit (1998), pp. 38-39.

57 «El hombre sólo se encontrará afectivamente con la mujer que convive, en la medida en que sea capaz de abandonar (aunque sea de manera esporádica) la expresión afectiva implícita y trastocarla en expresión afectiva explícita. Sin que esto suponga el abandono o la renuncia a una tendencia “general” de expresi­vidad implícita afectiva. Sáez Sesma, Silberio: opus cit (2003), p. 165. Y prosigue: «Del mismo modo, la mujer sólo se encontrará afectivamente con el hombre que convive, en la medida en que sea capaz de interpretar el modelo masculino. La ausencia de gestos y verbalizaciones explícitas y claras en lo afectivo: no deberían ser interpretadas (de manera automática al menos) como una incapacidad de expresión afec­tiva; menos aún, en casos extremos, como la sospecha de la inexistencia de esos sentimientos (sobre todo hacia ella). Habrá que saber leer lo implícito.» p. 166.

58 «La mayoría de las mujeres tienen un guión listo para culparse por los abandonos que sufren. Deberían haber llamado, no deberían haber llamado, deberían haberse acostado con él, no deberían haberse acostado con él, deberían haber dicho, no deberían haber dicho esto o aquello. Ocurra lo que ocurra, parece que han cometido un error fatal.» Gilligan, Carol: El nacimiento del placer, Ed. Paidós, Barcelona, 2003, p. 162.

Referencias

 

Adler, A. (1984): Conocimiento del hombre. Madrid. Espasa-Calpe.

Agacinski, S. (1998): Política de sexos. Madrid. Taurus.

Alberoni, F. (2000): El origen de los sueños. Barcelona. Gedisa.

– (1998): El erotismo. Barcelona Gedisa. Amezúa, E. (2003) El sexo: historia de una idea”.

Revista Española de Sexología 115-116.

Madrid. Instituto de Sexología.

– (2001): Educación de los sexos. Revista Española de Sexología 107-108. Madrid. Ins­tituto de Sexología.

– (2000): El “ars amandi” de los sexos. Revista Española de Sexología 99-100. Madrid. Ins­tituto de Sexología.

– (1999): Teoría de los sexos. Revista Española de Sexología 95-96, Madrid. Instituto de Se­xología.

– (1999): Diez Textos Breves. Revista Española

de Sexología 91, Madrid. Instituto de Sexología. – (1991): Sexología: Cuestiones de fondo y for‑

ma. La otra cara del sexo. Revista Española de

Sexología 49-50. Madrid. Instituto de Sexología. – (1976): Amor, Sexo y Ternura. Madrid. Adra. Andreas-Salomé, L. (2003): El erotismo. Barcelona. José J. de Olañeta, Ed.

Arnaiz Kompanietz, A. (2002): Sobre el hecho sexual humano. La construcción sexual de la realidad. Revista Española de Sexología 111-112. Instituto de Sexología. Madrid.

Badinter, Elizabeth: XY. La identidad masculi­na, Alianza Editorial, Madrid, 1993.

Beauvoir, S. de (1987): El segundo sexo, vol. 1, Los hechos y los mitos,. Buenos Aires. Siglo Veinte.

– (1987): El segundo sexo, vol. 2, La expe‑

riencia vivida, Buenos Aires. Siglo Veinte. Beck, U. y Beck-Gersheim, E. (2001): El normal

caos del amor. Barcelona. Paidós.

Bocchetti, A.( 1999): Lo que quiere una mujer. Madrid. Cátedra.

Bourdieu, P.( 2000): La dominación masculi­na. Barcelona. Anagrama.

Branden, N. (1997): Cómo llegar a ser auto­rresponsable. Barcelona. Paidós.

– ( 1995): Los seis pilares de la autoestima. Barcelona. Paidós.

– (1993): El respeto hacia uno mismo. Barce­lona. Paidós.

Brown, N. O.(1986): El cuerpo del amor. Barce­lona. Planeta-Agostini.

Bruckner, P. (1999): La tentación de la ino­cencia. Barcelona. Anagrama.

Bruckner, P. y Finkielkraut, A. (1989): El nuevo

desorden amoroso. Barcelona. Anagrama. Capellá, A. (1997): Sexualidades humanas,

amor y locura. Barcelona. Herder.

Crenshaw, T. L. (1997): La alquimia del amor y del deseo. Barcelona. Grijalbo.

Crépault, C. y Trempe, J.P. (Ed) (1993): Nuevas líneas en Sexología clínica. Revista Española de Sexología 57-58. Madrid. Instituto de Sexología.

Cruz Martín-Romo, C. de la (2001): Guía para trabajar en el tiempo libre la diversidad de orientación sexual. Madrid. Consejo de la Juventud de España.

Davis, P. K. (1998): El poder del tacto. Barcelona. Paidós.

Eisler, R. (1998): Placer sagrado. Vol 1: Sexo, mitos y la Política del Cuerpo. Santiago de Chile. Cuatro Vientos Editorial.

– (1998): Placer sagrado. Vol 2: Nuevos Ca­minos hacia el Empoderamiento y el Amor. Santiago de Chile. Cuatro Vientos Editorial.

– (1996): El cáliz y la espada. Madrid. Mar­tínez de Murguía Editores.

Fernández, J. et al (1996): Varones y mujeres. Madrid. Pirámide.

Fisher, H. (1999): El primer sexo. Madrid. Taurus.

Foucault, M.(1987): Historia de la sexualidad, vol. 1, La voluntad de saber. Madrid. Siglo Veintiuno.

– (1987): Historia de la sexualidad, vol. 2 El uso de los placeres. Madrid. Siglo Veintiuno, Madrid.

– (1987): Historia de la sexualidad, vol. 3. La

inquietud de sí. Madrid. Siglo Veintiuno. Frager, R. (Ed.) (1999): ¿Quién soy yo? Barce‑

lona. Kairós.

Fraisse, G. (2002): La controversia de los sexos. Madrid. Minerva.

– (1996): La diferencia de los sexos. Buenos Aires. Manantial.

– (1991): Musa de la razón. Madrid. Cátedra. Fromm, E. (1999): ¿Tener o ser? Madrid. Fondo de Cultura Económica.

– (1997): El miedo a la libertad. Barcelona. Paidós.

– (1996):Del tener al ser. Barcelona. Paidós. – (1994): El arte de amar. Barcelona. Paidós. – (1993): El corazón del hombre. Madrid.

Fondo de Cultura Económica. – (1992): Psicoanálisis de la sociedad con­temporánea. Madrid. Fondo de Cultura Eco­nómica.

– (1991): La condición humana actual. Bar­celona. Paidós.

Giddens, A. (1998): La transformación de la intimidad. Madrid. Cátedra.

Gilligan, Carol(2003): El nacimiento del placer. Barcelona. Paidós.

Giraud, F. y Lévy, B.H.(2000): Hombres y muje­res. Madrid. Temas de Hoy.

Goleman, D. (1997): Inteligencia emocional. Barcelona. Kairós, Barcelona.

Héritier, F. (1996): Masculino/Femenino. Barcelona. Ariel

Irigaray, L. (1998): Ser Dos. Buenos Aires. Paidós. – (1992): Yo, tú, nosotras. Madrid. Cátedra. Keen, S. (1998): Amar y ser amado. Barcelona.

Urano.

– (1995): La vida apasionada. Madrid. Gaia.

Landa, J.R. (2000): Homos y Heteros: Aporta­ciones para una teoría de la Sexuación cere­bral. Revista Española de Sexología 97-98. Madrid. Instituto de Sexología.

Laqueur, T. (1994): La construcción del sexo. Madrid. Cátedra.

Lipovetsky, G. (1999): La tercera mujer. Barce­lona. Anagrama.

Lowen, A. (2000): Amor y orgasmo. Barcelona. Kairós.

– (1999): El amor, el sexo y la salud del cora­zón. Barcelona. Herder.

– (1996): El gozo. Buenos Aires. Errepar. Marcuse, H. (1983): Eros y civilización. Madrid. Sarpe.

Marina, J.A (2002): El rompecabezas de la sexualidad. Barcelona. Anagrama.

Maslow, A. (1994): La personalidad creadora. Barcelona. Kairós.

Masters, W.H., Johnson, V. E. y Kolodny, R.C. (1996): Eros. Barcelona. Grijalbo.

Mill, J.S.y Mill, H.T. (2001): Ensayos sobre la igualdad sexual. Madrid. Cátedra.

Millett, K. (1995): Política sexual. Madrid. Cátedra.

Osborne, R. (1993): La construcción sexual de la realidad. Madrid. Cátedra.

Paglia, C. (2001): Vamps & Tramps. Madrid. Valdemar.

Puleo, A.H.(1992): Dialéctica de la sexualidad. Madrid, Cátedra.

Rivera Garretas, M. M.(1990): Textos y espacios de mujeres. Barcelona. Icaria.

Rougemont, D. de (1999): Los mitos del amor. Barcelona. Kairós

– (1979): El amor y Occidente, Ed. Kairós, Barcelona. Kairós.

Sáez Sesma, S. (2003): Los caracteres sexuales terciarios. Revista Española de Sexología 117-118. Madrid. Instituto de Sexología.

Sanz, F. (1999): Psicoerotismo femenino y mas­culino. Barcelona. Kairós.

Sartre, J.P. (1993): El ser y la nada. Barcelona. Altaya.

Savater, F., (ed.)(1988): Filosofía y sexualidad. Barcelona. Anagrama.

Tiefer, L. (1996): El sexo no es un acto natural y otros ensayos. Madrid. Talasa Ediciones.

Vance, C. (1989): Placer y peligro. Madrid. Talasa Ediciones.

Violi, P. (1991): El infinito singular. Madrid. Cátedra.

Watts, A. (1996): Naturaleza, hombre y mujer. Barcelona. Kairós.

– (1992): Psicoterapia del Este, Psicoterapia del Oeste. Barcelona. Kairós.

Watzlawick, P. (1995): Cambio. Barcelona. Herder.

– (1994): El lenguaje del cambio. Barcelona. Herder.

Weeks, J. (1993): El malestar de la sexualidad. Madrid. Talasa.

Wilber, K. (2000): Breve historia de todas las cosas. Barcelona. Kairós.

– (1998): Sexo, ecología, espiritualidad, Volu­men I, libro 1. Madrid. Gaia.

– (1997): Sexo, ecología, espiritualidad, Volu­men I, libro 2. Madrid. Gaia.

– (1995): Después del Edén. Barcelona. Kairós.

 

LA CONDICIÓN SEXUAL DE LA VIOLENCIA:
UN ABORDAJE CONCEPTUAL DESDE LA SEXOLOGÍA
1

Manuel Lanas Lecuona
Médico. Psicólogo. Dr. en Filosofía. Práctica privada. Correo electrónico: m.lanas@terra.es

La presente exposición aporta una reflexión particular acerca de la violencia adjetiva­da como sexual o como de género. Su título es tan elocuente como su objetivo: esta­blecer la legitimidad de un concepto original de violencia sexual desde la propia Sexología. Muestra cómo dicha legitimidad descansa en una perspectiva específica: la condición sexual de la violencia radica, no ya en las conductas señaladas como vio­lentas, sino en las experiencias de pérdida de significación sexual por parte de quie­nes se implican en el hecho llamado, sólo a veces, violento. En este sentido, los resul­tados expuestos son convincentes: la filosofía de la relación mente-cuerpo avala esa tesis ya fructífera en nuestra práctica terapéutica, y así la Sexología consolida su dis­curso frente al que se propone desde las ciencias sociales y, lamentablemente tam­bién, desde las ciencias llamadas de la salud. Con una apuesta decidida por el uso del lenguaje común, el presente texto proporciona algunas pistas para avanzar construc­tivamente en Sexología.

Palabras clave: violencia, sexo, violencia sexual, experiencia de significación sexual.

THE SEXUAL NATURE OF VIOLENCE: A CONCEPTUAL APPROACH FROM SEXOLOGY
This paper provides a special reflection on tbe so-named sexual or gender violence. Its title is as eloquent as its objective, i.e. to establisb tbe legitimacy of a sexual violence concept tbrougb Sexology itself. It will be sbown bow sucb legitimacy rests on a specific view: ratber tban in so­called violent bebavioural babits, tbe sexual nature of violence lies in loss of sexual signifi­cance experiences tbose involved in actions regarded as violent go tbrougb. In tbat respect, tbe findings are convicing: tbe pbilosopby of mind-body relationsbip supports tbe above tbesis tbat is already productive in our tberapeutic practice. So, Sexology consolidates its discourse against tbe one proposed by tbe social science spberes and also, regretfully, by tbe so-called bealtb sci­ences. Intentionally using plain language, tbis document gives some clues towards making constructive progress in Sexology.

Keywords: Sex, violence, sexual violence, loss of sexual significance experience.

PRESENTACIÓN

Los sexólogos, buena parte de los profesio­nales de la Sexología de este país, han mostra­do, inequívocamente, su renuencia a tratar el tema de la violencia. No hace mucho, se tendía a pensar entre nosotros que la violencia no tenía nada que ver ni con el objeto ni con los objeti­vos practicables de nuestra disciplina.
Pero las cosas han cambiado. La violencia se ha convertido en un tema de moda en la calle. Los medios de comunicación se ceban en él. Al final, la violencia se ha constituido en un terre­no poco exigente pero que fructifica en el
currí­culum de los profesores de universidad.

Esta última es la violencia de la que nos vamos a ocupar a partir de este momento. De la, algunas veces, denominada “violencia sexual”. De la violencia que ahora, los más, pretenden “de género”. Evitando, en lo posible, esta pre­ciosista ilusión de alternativas que pronto ten­drá aroma de refrito histórico.

Entonces, no cuestionaré la realidad de las prácticas de violencia. Tampoco negaré el hecho de que esas prácticas afectan, a veces, a nuestra vida sexual. Voy a tratar de dar una respuesta a quienes consideran inaceptable el calificativo “sexual “ para cierta clase de violencia.

No son pocos los sexólogos de habla cas­tellana que ven con desagrado el uso de dis­tintos conceptos de violencia de género. Aunque pienso que, detrás de nuestra rigidez crítica, tenemos la firme convicción de que el vocablo “género” es un arma arrojadiza de tra­yectoria inquietante.

Desde su contribución tradicional como rasgo gramatical, el género ha pasado a cons­tituirse en lo que el feminismo militante defi­ne a veces como “un concepto sociológico”, concepto de tan asombrosa plasticidad que incluye hasta lo que se quiere decir con la pala­bra “sexo”.

En esta exposición no voy a exhibir argu­mentos para desaprobar el ascenso del género como elemento constructivo. No continuaré más con una crítica, que lo es a la defensa patri­monial del uso histórico de un término. Lastimosa defensa en lo que parece una escala­da simétrica de intereses.

Proporcionaré algunas pistas acerca de lo que de sexual se pueda reconocer en las formas o en las prácticas de la violencia. Por el momen­to, carece de interés que la violencia de género obtenga réditos académicos como concepto corrector de un hecho diferencial socialmente señalado.

La Sexología es la ciencia que estudia la vida sexual de las especies. Lo señalado como sexual es lo que capta la atención de los sexó­logos. Dentro de la disciplina, conviene asu­mir que todo intento de reparación de las dife­rencias sociales según qué sexo se tropieza con una mitología de la diferenciación entre los sexos.

 

ENTRE HABLANTES

En primer lugar, y como sucediera ya en otras exposiciones, no tengo más remedio que acogerme al conocido ritual. Me veo, nos vemos, en la necesidad de romper una lanza por el manejo que hagamos del lenguaje común. La violencia está anclada conceptualmente en el pueblo llano.

La violencia pertenece, pues, al habla. También el sexo pertenece al habla. No se pue­de asegurar desde cuándo, pero la connotación sexual de determinadas formas de violencia está en el habla. Como también se reconoce en el habla la violencia entre los sexos.

Paralelamente, las científicos y profesiona­les embarcados en cualquier proyecto sexoló­gico no tenemos más remedio que asumir la carencia histórica compartida de un lenguaje científico libre de contaminaciones, llámense subjetivas, llámense éticas o como se prefiera. La pureza como anhelada y, acaso, indeseable quimera.

El lenguaje de las ciencias humanas y socia­les consiste básicamente en el mismo lenguaje común, tamizado por el filtro de una cultura uni­versitaria. Es una materia exploratoria de herra­mientas teóricas o constructos que, como se sabe, sirven para comprender, antes que para explicar, determinados hechos.

No tenemos otra salida: los sexólogos esta­mos abocados, lo mismo en el ejercicio profe­sional que en nuestra elaboración discursiva, al empleo del lenguaje común. El cultivo de este lenguaje, su perfeccionamiento o mejora, se convierte en tarea indispensable para el desa­rrollo de nuestra disciplina.

Desde nuestra ciencia, estamos legitimados para hablar de la violencia sexual, de la violen­cia entre sexos, o de la violencia inter-sexual, si se prefiere. Y en esta exposición, me serviré de términos y conceptos coloquiales para consig­nar un perfil sexológico de los hechos sexual­mente violentos.

CON LA ACADEMIA

Se sabe, pues, que “violencia” es una pala­bra habitual en nuestras conversaciones. Pero el lenguaje común nos hace saber también que violencia es un término muy fácil de asociar con otros no menos comunes de nuestro voca­bulario. Las ciencias humanas y sociales nos muestran que no pueden prescindir de su uso diverso.

Están los términos y, con ellos, los concep­tos. ¿Qué es lo que viene a designar la violen­cia? El Diccionario de la R.A.E. indica que vio­lencia (del lat. violentia) es la “cualidad de violento”; la “Acción y efecto de violentar o vio­lentarse”. Una acción “contra el natural modo de proceder.”

Hay una cuarta acepción académica de este término que, sin duda, suscitará el interés de los sexólogos: la “Acción de violar a una mujer”. Acepción que habría que emparentar con aqué­lla otra del término “violentar”, que nos remite a la persona a quien se trata de “Vencer su repugnancia a hacer algo”.

Por otro lado, el sexo (del lat. sexus) es defi­nido por la Academia, en una primera acepción, relativa a la biología, como la “Condición que distingue al macho de la hembra, en los anima­les y las plantas.” Además, las restantes acep­ciones del sexo persisten en metáforas orgáni­cas o acaso organicistas.

Complementariamente a lo expuesto, en lo referente al adjetivo “sexuado/a”, la Academia alude a la condición biológica del desarrollo ade­cuado de los órganos sexuales, para poder fun­cionar, en esos mismos animales y plantas. Mientras que el adjetivo “sexual” designa lo “Perteneciente o relativo al sexo.”

Abundando más en el tema, se puede com­probar cómo la Academia, incluso al definir la sexualidad, vuelve a echar mano de la condi­ción biológica de los seres: “Conjunto de con­diciones anatómicas y fisiológicas que caracte­rizan a cada sexo.” En resumen, es posible señalar el referente de la palabra “sexo”.

ENTRE NOSOTROS

Más allá de los términos básicos, nos encon­tramos con otros términos, con otros concep­tos bien asentados, lo mismo en el habla que en una amplia diversidad de discursos científicos y profesionales. Parece arriesgado incluir dis­tintas formas de violencia, o las distintas formas de nombrarla, bajo un único epígrafe.

Esto es lo que, por lo general, tendemos a pensar los sexólogos. De hecho, en nuestra bibliografía reciente, Martínez Sola (2003) se ha preguntado acerca del qué de la violencia: o sea, de qué violencia se habla, cuando –supongo que esto es lo que a mí me toca decir– se habla como sexólogo.

No pasaré a enumerar las expresiones dadas como respuesta. Me atendré sólo a una de ellas: violencia sexual, que es la que en este momen­to más directamente nos concierne. Sin embar­go, esta expresión suscita una nueva pregunta: “¿qué hechos o comportamientos merecen el adjetivo sexual?”

No es preciso, en este momento, continuar con las respuestas tentativas de nuestra autora. Lo que me importa destacar aquí es, precisa­mente, el objeto que llama la atención de los sexólogos, aunque también la de los profesio­nales o científicos implicados en los hechos designados como sexualmente violentos.

La respuesta, incisivamente interesada por mi parte, y que nuestra autora tampoco podría eludir es: los hechos como comportamientos. Y es que quienes intervienen sobre la vida sexual humana, científicamente respaldados, rara vez afrontan una topografía para la violencia llama­da sexual que no sea la de las conductas:

“agresiones, agresiones sexuales, malos tra­tos físicos, maltrato psicológico, violación, aco­so sexual, acoso sexual en el trabajo, abuso sexual, prostitución, prostitución forzada, por­nografía, infanticidio femenino, matrimonios forzados, mutilación genital femenina, selección prenatal del sexo, tráfico de mujeres y niñas, explotación sexual, comercio sexual, objetuali­zación sexual, y/o, asesinato” (Martínez Sola, 2003: 41).

No resulta extraño que los sexólogos, apre­miados por la exigencia histórica de la explica­ción de ciertos hechos llamados sexuales o de género, nos las tengamos que ver con el nom­bramiento y la concepción de distintas catego­rías de violencia o de hechos violentos.

El nombramiento de conductas y compor­tamientos parece la respuesta adecuada a los interrogantes que habitualmente se nos for­mulan. Y podríamos asegurar que es así como más cómodamente se llegará a tratar con los científicos sociales. Pese a todo, tengamos en cuenta el carácter, también histórico, de nues­tro discurso.

Sin caer en la simple y elemental divagación, aseguraré nuevamente que el objeto de estudio de la Sexología es la experiencia sexual huma­na, y que el relato de esta misma experiencia constituye lo que nombramos como sexualidad. La sexualidad remite a la experiencia, a la viven­cia humana, sexualmente adjetivada.

FRENTE A LOS SOCIÓLOGOS DE LA SEXUALIDAD

Pero no estamos solos –tampoco lo estuvi­mos antes– en el jardín del Edén. En no pocas ocasiones, tenemos la oportunidad de com­probar que el nombre de nuestro objeto de estu­dio tradicional goza de un alma viajera inase­quible al desaliento: se pasea ya por parajes muy alejados de la psicología de la función.

El empuje de las ciencias sociales va dejan­do profundas huellas. Hoy en día, podemos hablar de una “sociología de la sexualidad”. Una sociología, heterogénea en su origen, que ha emprendido la tarea de definir la sexualidad humana, llegando a considerarla, explícitamen­te, como un objeto de estudio sociológico:

“La sexualidad es el cruce de la naturaleza con la estructura social. La sexualidad es un pro­ducto social. La expresión sexualidad humana es redundante ya que no es presocial ni está determinada por imperativos biológicos sino que responde a condicionamientos sociales.” (Guasch y Osborne, 2003: 1)

Las frases se entienden sin dificultad. Lo que la sociología de la sexualidad advierte es que “Para entender la centralidad de las variables sociales sobre sexualidad es preciso analizar de qué modo las sociedades gestionan el deseo.” (Guasch y Osborne, (2003: 2).

Carecemos de tiempo para acometer aquí una crítica, que acaso resultara excesiva, ante el uso inapropiado de ciertos términos de sobra expuestos y asentados entre los sexólogos de hoy en día. Se ve que esta sociología especiali­zada maneja con demasiada urgencia presu­puestos que irá revisando.

Me refiero a los desvaríos, impropios del científico avanzado, cuando se repite que has­ta el mismo sexo “es una actividad social”. Sin embargo, a pesar de todo, más allá del negli­gente uso de las palabras, aún es posible inter­pretar con ellas la frase que renueva el potente concepto durkheimiano del hecho social.

Damos noticia, pues, de la naturaleza del dis­curso social acerca de la sexualidad humana y, en pura lógica, acerca de las vicisitudes de la misma. Si bien las ciencias sociales se dirigen al espacio social, no deben dejar de afrontar el envite de definir lo que de los hechos sociales concierne a la experiencia humana.

Y es ahí, precisamente, en la experiencia del sujeto humano, donde los sexólogos podemos establecer nuestra correspondencia con los cien­tíficos sociales. Teniendo en cuenta esta corres­pondencia es como afrontamos la cuestión de las vicisitudes de la sexualidad, es decir, de la experiencia de significación sexual.

La sociología de la sexualidad, en su decidi­da apuesta conceptual por el género, no pare­ce estar en condiciones de sostener con rigor la dinámica conceptual del sexo y de la sexuali­dad. Y las vicisitudes a las que me refiero cons­tituyen el campo de batalla en el que nosotros ahora concurrimos: el de la violencia sexual.

Los sociólogos de la sexualidad plantean el acoso sexual como un tema estrella. Con res­pecto a su “visión social” del mismo, hay quien sostiene que “La relación entre género, sexua­lidad y jerarquía es a nuestro entender una de las zonas de mayor interés para investigaciones futuras” (Pernas y Ligero, 2003:151).

Demasiada incertidumbre con el género y lo sexual, nuevamente. Pero volviendo atrás en el texto de estos autores, se encuentran refle­xiones de índole lingüística, acerca de lo que pueda ser considerado como sexual de unas conductas difíciles de precisar también en su condición de violentas. Leemos:

“La alianza entre el enfoque jurídico dado al tema y los estudios psicosociales y estadísticos ha llevado a ver el acoso como una conducta ais­lada, separable y hasta cierto punto anómala que exige una definición exhaustiva que permita san­cionar al transgresor sin invalidar la seguridad jurídica. Además se ha incidido en su carácter sexual, como si “sexual” fuera un término sim­ple y como si el acoso no estuviera vinculado con elementos tan poco “sexuales” como el reparto de tareas, la autoridad en la organización o la proporción de hombres y mujeres en el lugar de trabajo (Pernas y Ligero, 2003: 127)

Lo que cabe decir a continuación es que las ciencias sociales, cuando atienden a la sexuali­dad como si ésta fuera un objeto de estudio más de su concertado espacio social, sitúan la con­dición sexual de la violencia en las actuaciones de los agentes sociales; en unas conductas que los observadores suponen sexuales.

Pero todo lo que vengo exponiendo es demasiado obvio y no es necesario que yo me extienda demasiado. Simplemente, he pre­tendido señalar cómo, en la reciente literatu­ra española de las ciencias sociales, las pistas de lo sexual en la violencia conducen irremi­siblemente a la conducta de los presuntos implicados.

VIOLENCIA SEXUAL, CUESTIÓN DE EXPERIENCIA

Dentro de la Sexología, llevamos algunos años defendiendo un marco para la reflexión epistemológica de la disciplina que no es otro que el hecho sexual humano. Este hecho, cuyo estudio comprende tres campos conceptuales, es también considerado como el objeto de estu­dio de la Sexología.

Los tres campos conceptuales, en otro tiem­po entendidos como referentes, no son otros que los tan conocidos por los profesionales de la Sexología española como sexo, sexualidad y erótica. El centro de nuestro campo habitual de operaciones es, por lo tanto, la sexualidad o la experiencia de significación sexual.

Como dije antes, desde nuestro marco refle­xivo se soslaya o se obvia la discusión acerca de la posibilidad de un concepto sexológico de vio­lencia sexual. Desde mi punto de vista, no con­viene dar por zanjado este reto conceptual por­que su abordaje puede resultar científicamente productivo.

En otro lugar (Lanas, 1998) he afrontado esta cuestión, y rememorarlo me parece de lo más oportuno. En aquella ocasión defendía que la violencia sexualmente adjetivada podría servir para designar la pérdida de la significación sexual en la experiencia individual de ciertos sujetos inmersos en rituales eróticos.

Trataba de defender la idea de que la vio­lencia sexualmente adjetivada debería de exten­der su manto comprensivo más allá de ciertas categorías conocidas –y para nada exhaustivas, por otra parte– de conductas o de actuaciones heterogéneas de significado sexual más o menos cuestionable.

No hacía otra cosa que trasladar al discurso teórico un torrente de reflexiones fuertemente arraigadas en la práctica terapéutica. En la con­sulta se entendía muy bien el sentido violento que el profesional daba a las vivencias de unos pacientes que se quejaban, o proyectaban su queja, mediante su respuesta sexual alterada.

En fin, no voy a negar la adjetivación sexual a ciertas actuaciones o conductas violentas como las arriba citadas. No encuentro argumentos para una negación de esta naturaleza. Pero, desde una perspectiva sexológica, la violencia sexual es un asunto que concierne, preferentemente, a la experiencia sexual, a la sexualidad.

Si pasamos por alto la dimensión íntima de los comportamientos considerados sexualmente violentos, podemos deslizarnos ingenuamente hacia la trampa de la generalización. Es decir, hacia el sometimiento de la erótica al imperio de las conductas o de las actuaciones señaladas como sexualmente violentas.

Cuando nos expresamos en términos de eró­tica humana, la clave en la definición de lo que cada caso sea violencia sexual la tiene, o con­viene que la tenga, cada uno de los miembros participantes de un ritual erótico cualquiera. La clave está en la experiencia sexual de cada uno de ellos.

La definición de la violencia sexual en un contexto erótico no puede descansar sin más en el juicio de quien observa o estudia el caso o la situación en cuestión. La violencia sexual no es un concepto de lo aparente, de lo arbi­trario, no al menos exclusivamente, y no debie­ra serlo preferentemente.

Quienes participan en cualquier ritual eró­tico suelen o tratan de poner en evidencia ante los demás su experiencia de significación sexual (expresión erótica). Para el caso del participan­te en el ritual cuya experiencia carece de o pier­de el significado sexual podría reservarse el con­cepto de violencia sexual.

Se supone que el sexólogo habrá de asig­nar relevancia preferente al juicio de los par­ticipantes en los rituales eróticos. Es cuestión de principios. De principios científicos. Y del observador no participante de una escena eró­tica que no desea, el sexólogo puede decir también que padece un episodio de violencia sexual.

Entiendo que este planteamiento es tre­mendamente incómodo para los sexólogos. Y es que, consignando el concepto expuesto de la violencia sexual a la sexualidad humana, nos encontramos con argumentos críticos acaso demasiado incisivos para hacer frente a las prác­ticas eróticas institucionalizadas por la clínica.

Y es que la caída en la generalización culpa­ble de la erótica es rutinaria y previsible en el planteamiento clínico de las dificultades sexua­les. Es una más de las metástasis de ese prejui­cio conductista tan firmemente arraigado en la cultura contemporánea, de ese guión simplista de la erótica como mera función.

Pero, denunciada la estrategia de los clíni­cos para una intimidad normativa y funcional, queda por añadir un algo conceptual, un algo que dote de contenido sexológico renovador a la adjetivación sexual de las manifestaciones que se consideran violentas en la vida pública.

A mi juicio, no cabe otra alternativa que extender el discurso de la experiencia como registro fundamental de dichas manifestacio­nes. Las manifestaciones violentas antes enu­meradas, todas ellas, pueden ser comprendidas, algunas en última instancia, como manifesta­ciones públicas de violencia sexual.

En resumen, pues, frente a la pretensión de extender el manto conceptual de la violencia sexual de modo que incluya la erótica humana, se propone una reflexión que dé valor prefe­rente a la pérdida de significado sexual en la experiencia de quienes se sienten afectados en sus actuaciones llamadas sexuales o de género.

VIOLENCIA SEXUAL, VIOLENCIA MENTAL

Como sabemos, se ha apostado por una sexualidad que remite a las vivencias, bien lla­madas sexuales. Las vivencias sexuales son expe­riencias de significado sexual. Y la actual apues­ta debería de incluir la idea de que la violencia sexual es, también preferentemente, una cues­tión de experiencia.

Los fenómenos de la experiencia conscien­te son fenómenos mentales. Cuando hablamos de vivencias, cuando hablamos de experiencias, nos expresamos en términos mentales. Desde una perspectiva materialista o positiva de la cien­cia, es legítimo plantear, como campo concep­tual mental, el de la experiencia.

“La experiencia tiene necesariamente con­tenido, ya sea sensorial o conceptual. (...) Sobrepasa al lenguaje en muchos aspectos. (...) Es parte de la realidad. Es tan real como una roca. La experiencia de un ser experienciante es totalmente sobre cómo es ser ese sujeto, momento a momento, mientras vive su vida.” (Strawson, 1997: 21)

La sexualidad humana es la corriente de expe­riencia de significación sexual del sujeto huma­no. La sexualidad puede ser considerada como cualidad mental. Y la violencia sexual responde al suceso mental de la pérdida de significación sexual por un sujeto en un contexto compren­dido por él o por el otro como sexual.

Pero, como ya sabemos, las prácticas de la violencia llamada sexual implican a varios miembros de un grupo o institución. Las prác­ticas citadas pueden tener lugar en el trans­curso de la convivencia íntima, aunque, a veces, se explican en público, cuando no se muestran abiertamente.

Ante el hecho violento sexual concerniente a dos sujetos relacionados, interesa describir la postura de quien violenta y la postura del vio­lentado. Tenemos que dar por supuesto que el primero de ellos vive una experiencia de signi­ficación sexual en sintonía con un contexto cuyas condiciones sexuales él establece o comparte.

El sujeto sexualmente violentado es aquel cuya experiencia compartida con el otro suje­to carece de significación sexual, o que, si la tuvo, puede llegar a reconocer el proceso de pérdida que, a partir de un cierto momento, se instaura. Por lo tanto, este sujeto no siem­pre es ajeno a la connotación sexual o erótica del encuentro.

Con estas elementales reflexiones no sólo he pretendido conformar un concepto esclare­cedor de la violencia sexual. También estoy tra­tando de tender un puente a las aportaciones de la filosofía de la ciencia y, más específica­mente, de la filosofía que estudia la relación entre cuerpo y mente.

Desde hace ya muchos años, vengo conside­rando que la filosofía de la ciencia actual avala los usos conceptuales de una parte de la Sexología que hacemos en este país. Los usos conceptuales y, desde luego, los adjetivos calificativos de nues­tros términos fundamentales.

No es cuestión de seguir directrices lingüís­ticas de campos de investigación ajenos al nues­tro. Lo que sucede es que hay filósofos que nos proporcionan muy sólidos argumentos para que nosotros califiquemos como sexual una violen­cia que sólo se registra con rigor más allá de la conducta observable: en la mente.

Por ejemplo, Legrenzi (2000), encabeza un capítulo de su libro Cómo funciona la mente, con el llamativo título de “La mente violenta”. Se trata de un capítulo que está dedicado por entero al asunto del acoso sexual, ofreciendo una perspectiva de éste que se aleja de las ofre­cidas por las ciencias próximas a la Sexología.

En realidad, Legrenzi se hace eco de un equí­voco ya generalizado: la posibilidad de que el acoso fuese un problema de códigos de comu­nicación. Un equívoco que se debe a la acepta­ción acrítica del modelo clásico de comunica- ción de Shannon, inspirado en la tecnología de las primeras telecomunicaciones.

Legrenzi denuncia la extensión simplista de este modelo por parte de los semiólogos, apo­yándose en un texto de referencia de Sperber y Wilson (1986), en el cual se muestra la historia reciente de la semiótica como “un éxito insti­tucional y un fracaso intelectual”.

Legrenzi defiende otro modelo, según el cual, dado un contexto determinado, lo que, en realidad, los sujetos compartimos es un con­junto de reglas en función de las cuales inferi­mos lo que los demás quieren decirnos. Y extien­de dicho modelo a lo que él denomina la “gramática del cortejo”.

Frente a la cuestión del acoso, lo que con todo lo expuesto se pone en evidencia es la pér­dida de nuestra capacidad para “realizar infe­rencias a partir de los presuntos deseos ajenos.” Es decir, no tenemos la certeza de que nuestros deseos vayan a ser compartidos por alguien en un contexto determinado.

En esta variante de la gramática de los con­tratos, puede que el lenguaje de los interlocu­tores no permita diferenciar las promesas de satisfacción de las amenazas. “Lo que las dife­rencia es (...) una atribución mental, es decir, la hipótesis respecto a lo que es placer de los demás.” (Legrenzi, 2000: 75)

Con esta estratégica apelación a los conte­nidos mentales, se sientan las bases para dis­tinguir la violencia proyectada de la violencia efectuada. Para interpretar una oferta, no ya “sobre la base de sus efectos (...) sino sobre la base de las intenciones de quien la ha realiza­do.” (Legrenzi, 2000: 81)

Pienso que, desde la perspectiva expuesta, se puede acceder al objetivo de la presente exposición. Es decir, se puede llegar a un argu­mento inequívoco acerca de cuál sea la condi­ción sexual preferente de la violencia que, tan­to intelectual como profesionalmente, nos embarga a los sexólogos.

Si entendemos que lo que desencadena la violencia “es un mecanismo puramente men­tal”, tal como lo hace Legrenzi, o si tendemos a dar prioridad a la experiencia de significación

sexual que gana quien violenta o que pierde quien es violentado, frente a la dimensión públi­ca del hecho violento, vemos claro el objetivo.

En definitiva, la sexología moderna encuen­tra una firme apoyatura en la filosofía o en la metodología de las ciencias que concurren en el estudio de las relaciones entre el cuerpo y la mente. La adjetivación sexual de la violencia es merecida si la violencia es contemplada en pri­mer término como hecho de experiencia.

PRINCIPIOS PARA OTRA OCASIÓN

Las propuesta sexológica aquí esbozada acer­ca de la condición sexual de la violencia permi­te vislumbrar algunos presupuestos útiles para nuestra práctica discursiva. Son principios de índole filosófica o metodológica que requieren un mayor desarrollo y que aquí se vierten en forma de apuntes.

Sabemos ya que no es preciso echar mano de las conductas o de las actuaciones observa­bles para considerar la existencia de la violen­cia sexual como un hecho. La violencia sexual es, antes de cualquier otra consideración, un asunto vivido y que, sólo muy ocasionalmente, se hace explícito.

Si la condición sexual de la violencia es con­siderada por los sexólogos como una condición preferentemente experiencial o mental, se supo­ne que la experiencia o la mente se constituyen, de algún modo, en el objeto de estudio de la Sexología. Así, podría decirse que los objetos de la Sexología y de cierta psicología coinciden.

Esta disquisición es, sin duda, apasionante, porque exige de nosotros el esfuerzo de con­signar cómo se ha de resolver una identifica­ción, acaso falaz, entre las dos disciplinas. Los sexólogos pueden echar mano del concepto de experiencia de significación sexual como fór­mula para la caracterización de su objeto.

Como breve acotación en este abordaje con­ceptual, puede ser importante que aquí mani­fieste la incomodidad que nos puede producir semejante concepto, concepto que yo asimilo al de sexualidad. Es una construcción de indu­dable levedad que apela, sólo y nada menos que, al bienestar, al estar a gusto, a lo agradable.

Si la experiencia de significación sexual es una realidad vivida tal como aquí se expone, per­siste la dificultad teórica para la demarcación entre la experiencia de significación sexual y la mera experiencia. Aunque, parece incuestiona­ble que la primera no tenga que remitir única­mente al hecho erótico o a su recuerdo.

Podría argumentarse, de algún modo, que toda experiencia lo es de significación sexual. Parece algo quimérico. Sin embargo, que toda experiencia de relación de un sujeto con los demás lo sea, parece más aceptable. La memo­ria humana nos exige tender un puente, aun­que sea levadizo, entre ambos conceptos.

Los encuadres sexológicos nos obligan a estrechar el cerco de nuestra visión científica. De limitarnos al contexto erótico, en la medida en que éste es entendido como tal por parte de nuestros interlocutores, se nos abre el interro­gante teórico referido a la concepción de la pér­dida y la ganancia de significación sexual.

Hay términos que nos parecen adecuados para designar la experiencia de quienes partici­pan en cualquier ritual erótico, y vuelvo a los ante­riormente citados.Ya que la pérdida y la ganan­cia en el significado sexual de la experiencia son subjetivas, su evaluación externa es improbable.

La ganancia o la pérdida en la significación sexual de la experiencia es algo que aquí se ha planteado de acuerdo con un modelo de pro­ceso. Este proceder puede que resulte discuti­ble, pero es al menos una forma de consignar el progreso en la experiencia.


La
corriente de la experiencia.

Teóricamente, la corriente de la experien­cia de significación sexual puede carecer de un inicio o de un final abrupto. Es posible manejar un concepto de experiencia que tenga en cuen­ta distintos momentos de la misma, e incluso los antecedentes y los consecuentes a la misma.

Aun siendo definida como un aconteci­miento de la experiencia, la violencia sexual no concierne única y exclusivamente a la esfera ínti­ma o privada del individuo. Es imposible esta­blecer un discurso coherente acerca de la vio­lencia sexual sin tener en cuenta conceptos tales como “relación” o “comunicación”.

En este abordaje de los términos y del con­cepto de una violencia a la que hemos llamado sexual, se necesita el dato real de que alguno de los que intervienen en el hecho consignado como violento viva una experiencia de signifi­cación sexual que determine la realización y la definición del citado hecho.

Estaríamos, entonces, ante un hecho de vio­lencia sexual desde la perspectiva del sujeto que violenta. El sujeto violentado lo puede ser como víctima de la irrupción ajena no deseada, o como participante, que carece o va perdiendo la sig­nificación sexual de su experiencia, en un ritual erótico determinado.

El sujeto que violenta –el victimario, si alguien lo quiere denominar así– podría definir la secuencia de los acontecimientos del hecho sexualmente violento como una condición o serie de condiciones de relevancia erótica para él. Acaso sería aceptable definir el ritual para este sujeto como erótico.

El sujeto violentado no concordará segura­mente con la apreciación precedente. Para él, el hecho en el que se siente desagradablemen­te inmerso no es erótico, aunque probable­mente explicará que lo ha sido para quien le ha sometido a la situación no deseada.

Los ámbitos sociales que, específicamente, más interesan a los sexólogos son los de la inti­midad, o de la convivencia íntima, y el de la pri­vacidad. En pura lógica, también nos interesamos por las distintas formas de institucionalización en que ambos contextos se ven implicados.

Ahora se puede formular mejor la idea, ante­riormente citada, acerca del valor práctico de un modelo de violencia a la que se llama sexual para afrontar las dificultades de la vida sexual humana. Las prácticas sexuales de algún modo institucionalizadas constituyen el terreno abo­nado para su aplicación.

La persistencia en el tiempo de las relacio­nes institucionalmente sancionadas nos obliga a los sexólogos a una constante revisión de las filosofías que impregnan nuestros estilos de intervención. Y tanto el abordaje de las dificul­tades sexuales como el de su prevención se pue­den beneficiar con el modelo de violencia sexual.

Y es que más allá de la consideración fun­cional de ciertas dificultades, a las que ya irre­mediablemente denominamos “disfunciones”, es legítimo plantear que los sujetos se someten, en sus rituales eróticos, a disciplinas que impli­can la pérdida progresiva de la significación sexual de su experiencia.

Podríamos argumentar muy bien –que para eso está la casuística– que los propios sujetos se someten a sí mismos a prácticas de violencia, en forma de disciplinas corporales, para el cum­plimiento de una norma funcional, cultural­mente asentada y que, en el mejor de los casos, se justifica en nombre del bienestar del otro.

En estos contextos tradicionales del matri­monio, del noviazgo y de todos aquellos más que se quieran añadir por novedosos, sus pro­tagonistas no escapan, como se ha apuntado en otras ocasiones, a la mitología de la dife­renciación entre los sexos. Una mitología cli­nicalizada que, inconscientemente, se cumple y se paga.

Aunque tampoco fuera de la institucionali­zación nuestros interlocutores se libran de ella. Ya que en esos espacios virtuales donde prima el trato esporádico el sujeto espera más de su propia eficacia o de la ajena, con lo cual, la sig­nificación sexual, cambiando de signo, se torna en violencia.

En rigor, los sexólogos nos veremos cada vez más obligados a desenmascarar esas prácti­cas, desde las anquilosadas hasta las defendidas como emancipadoras, con el señalamiento de una angustia que va sustituyendo, conceptual­mente hablando, a una significación sexual que se disipa.

Los modelos clínicos de intervención sobre las disfunciones sexuales favorecen la implan­tación y la extensión sociales del concepto de “salud sexual”. Y, facilitando una norma funcio­nal, alientan y expanden la angustia por su cum­plimiento. Por lo tanto, legitiman socialmente veladas prácticas de violencia.

Los modelos sexólogicos de educación, o de intervención sobre las dificultades sexuales, faci­litan la obtención y el reconocimiento de la sig­nificación sexual de la experiencia, en el cauce

establecido por cada convivencia íntima o pri­vada. Por todo ello, repelen la previsible implan­tación de prácticas violentadoras.

La Sexología puede asumir en su seno dis­tintas nociones de violencia sexual. Aquí se ha preferido definir la violencia sexual como un hecho plural cuyo registro se ha de efectuar mediante la experiencia expresada de quienes comparten determinados acontecimientos, denunciados como sexualmente violentos.

Los sexólogos nos enfrentamos también al reto de definir lo que sea un hecho y una expe­riencia. Conceptos fundamentales para otros puntos de partida. Ambos, de trabajosa histo­ria. Entre otros autores, Ferrater Mora (1994) y McIntyre (1987) nos pueden ayudar y, aca­so, inspirar.

La condición sexual de la violencia tiene un fundamento orgánico, que algunos llegan a con­siderar estructural. Tanto la significación sexual, como la angustia que entraña su desaparición, y por lo tanto un hecho sexualmente violento, pueden ser explicados en términos ya acuñados para la cualidad orgánica de la experiencia de los sujetos humanos. Aunque también, el con­cepto de experiencia se ha mostrado indispen­sable para poder explicar la cualidad, en térmi­nos biológicos, de distintos hechos consignados públicamente como sexualmente violentos (v. Niehoff, 2000).

Notas al texto

1 Transcripción de la ponencia inaugural de las Jornadas Estatales sobre Educación Sexual en Castilla-La Mancha, La prevención de la violencia entre los sexos: el papel de la educación sexual, Toledo, 10 al 12 de Diciembre de 2004.

Referencias

Ferrater Mora, J.(1994): Diccionario de Filosofía (Ed. J. M. Terricabras, 4 tomos). Barcelona. Ariel.

Lanas, M. (1997): Razones para la existencia de una ciencia sexológica. Revista española de Sexología 83-84. Madrid. Instituto de Sexo­logía.

– (1998): De la violencia a la angustia sexual. Bitarte, (16), 95-109.

Legrenzi, P. (2000): Cómo funciona la mente. Madrid. Alianza. (Orig. 1998).

MacIntyre, A. (1987): Tras la virtud. Barcelona. Crítica. (Orig. 1984).

Malón, A., Martínez Sola, F. y Amezúa, E. (2003): La violencia entre los sexos. Una aportación desde la sexología. Revista Española de Se­xología 120. Madrid. Instituto de Sexología.

Niehoff, D.(2000): Biología de la violencia. Barcelona. Ariel. (Orig. 1999).

Osborne, R. y Guasch, O. (2003): Sociología de la sexualidad. Madrid. CIS.

Pernas, B. y Ligero, J.A. (2003): Más allá de una anomalía: el acoso sexual en la encrucijada entre sexualidad y trabajo. En Osborne, R. y Guasch, O. (Eds.), Sociología de la sexua­lidad (pp. 126-158). Madrid. CIS.

R.A.E. (1970): Diccionario de la Lengua Espa­ñola (decimonovena edición). Madrid. Espasa Calpe.

Strawson, G. (1997): La realidad mental. Bar­celona. Prensa Ibérica. (Orig. 1994).

 

REFLEXIONES SOBRE LA AGRESIVIDAD
Para controlar y prevenir la violencia

Silberio Sáez Sesma
Instituto de Sexología AMALTEA. Pª Sagasta 47, 2° E. Zaragoza 50007. E–Mail: amaltea@institutoamaltea.com

Desde la Sexología se plantea el sexo como aquello que diferencia y distingue a hombres y mujeres. Entendiendo esa diferencia como un valor a cultivar, partimos de la premisa de que hombres y mujeres no son, ni serán, iguales. Esto que puede parecer paradójico con la “igualdad de oportunidades”, no lo es. Sólo el entendimiento de los procesos de sexuación, que construyen de forma diferencial a hombres y mujeres, nos ayudará a entender dónde hay discriminación y dónde hay identidad; sin mezclar lo uno con lo otro. Y, sobre todo, por temor a esa discriminación, negar la posibilidad de la diferencia. Más allá de las diferencias biológicas, pondremos sobre la mesa lo que nosotros denomi­namos “Caracteres Sexuales Terciarios”, para detenernos ligeramente en la erótica y la afectividad; pero sobre todo en la agresividad. Eso nos va permitir entrar con unos nue­vos criterios en un tema tan controvertido como es la violencia. Sobre ello vamos propo­ner nuevas claves de análisis, a fin de mejorar las estrategias preventivas y asistenciales. Sobre estas bases argumentales propondremos “nuevos objetivos en Educación Sexual”, en aspectos que van más a allá de la erótica y que amplían las expresiones sexuales a un ámbito hasta ahora abordado, sobre todo, desde el feminismo y el género en tanto corriente de pensamiento. Por su puesto, que en todas estas claves de análisis, el hecho diferencial de ser hombre y mujer serán el criterio que nos conduzca.

Frente a la “amalgama” y los planteamientos propagandísticos y acientíficos de la violen­cia, finalizaremos con el bilingüismo sexual como un nuevo modelo de convivencia entre los sexos, partiendo de sus diferencias y su necesidad de encuentro.

Palabras clave: violencia doméstica, agresividad, violencia de género, maltrato, sexo.

REFLECTIONS ABOUT AGGRESSIVENESS.
To control and prevent violence

From Sexology, sex is defined as all that differentiates and distinguishes men and women. If we understand this difference as a value to cultivate, then we start off from the premise that men and women are not and will never be equal. This statement may sound contradictory with “equal opportunities”, but it is not. Only by understanding sexuation processes which develop men and women differentially, could we unders­tand where there is discrimination and where there is identity, without mixing one idea from the other. And, especially, without denying the possibility of difference becau­se of fear to discrimination.

Beyond biological differences, we shall discuss what we call “Tertiary Sexual Characters”, to consider briefly eroticism and affectivity, but especially aggressiveness. This will allow us to tackle such a controversial issue as violence with new criteria, and we are going to propose new analytical concepts in order to improve prevention and welfare strategies.

From these arguments, we shall call for “new Sex Education goals”, in areas that go beyond eroticism and that broaden sex expressions in a domain that has never been explored before, especially, from feminism and gender schools of thought. Obviously, in all theses analytical concepts, the basic difference between men and women will be our leading criteria.

As opposed to “amalgam” and propagandistic, pseudo-scientific proposals about vio­lence, we shall finish discussing sexual bilingualism as a new model of sex coexistence, based on their differences and their mutual need to encounter.

Keywords: violence, aggressiveness, gender violence, battering, sex.

 

Antes de empezar con el texto, animaríamos al lector a enfrentarse a las siguientes líneas con un carácter y espíritu abiertos. Dando por hecho que buscamos ideas sobre las que pensar, antes que proponer afirmaciones inamovibles e incuestionables.

Sería interesante, pues, no enfadarse (en exceso), dado que quien se enfada se pone en actitud defensiva y ya no “escucha”. Otro aviso para navegantes: no hay un cuestionamiento del trabajo asistencial de nadie en particular, ni de ninguna corriente en general. Pretendemos ofrecer líneas generales de reflexión desde nues­tra disciplina científica, que es la Sexología

Para la comprensión de este texto, serán pre­cisas unas nociones básicas de Sexología, sobre las cuales no nos extenderemos al formar par­te de textos anteriores, a los cuales remitiremos al lector. Nos referimos a cuestiones como el concepto sexo, las variables sexuales dimórfi­cas1 e intersexuales2, la identidad sexual y la sexación, los caracteres sexuales terciarios3, la sexuación como proceso evolutivo, etc...

De forma muy resumida y para dar entrada a la agresividad como tema central:

Lo que interesa a la Sexología no es ni más ni menos que la diferencia, que construye y arti­cula a los dos sexos de forma distinta; y que, por otro lado, los impele al encuentro. La diferen­cia y el encuentro son las dos claves de la dia­léctica sexual. Apisonar ambas con la ilusión de la igualdad es como decretar, con consenso y alborozo, que los reyes magos existen. Precioso, pero sólo eso, precioso.

La Sexología ya explica, en formato evoluti­vo, los procesos de sexuación desde el naci­miento hasta la muerte.

Antes de hablar de la agresividad como carác­ter sexual terciario, permitan un ejemplo que, claramente en positivo, pretende ilustrar la dia­léctica hombre mujer: en tanto diferencia y en tanto encuentro.

TRES EJEMPLOS BÁSICOS DE CARACTERES SEXUALES TERCIARIOS

La demanda erótica

Planteemos la demanda erótica como un carácter sexual terciario. Hombres y mujeres demandamos “contacto sexual” (en el sentido erótico) de forma diferente.

La evolución histórica de la mujer ha lleva­do a poner en cuestión un modelo de “deman­da erótica masculina” (explícita y evidente); al menos como modelo a seguir por parte del sexo femenino de manera generalizable4.

Analizando la evolución histórica de diver­sas corrientes feministas, un primer paso fue entender que la asunción del rol masculino les llevaría a la supuesta liberación.

En esta etapa las mujeres se han visto ani­madas (¿obligadas?) a actuar eróticamente como socialmente se supone que lo hacen los hom­bres: tomar la iniciativa, hacer explícito el deseo, entender la variedad de parejas como un sínto­ma de libertad personal y ausencia de repre­siones o bloqueos, demandar de manera abier­ta, exhibición de conquistas... Se extraen las claves de la expresión y conducta erótica de los hombres y se trasladan de manera “automática” a las mujeres.

Es como si se pensase: “si los hombres no han estado tan eróticamente coartados como las mujeres, la asunción de sus modos de con­ducirse y expresarse, nos llevará a una reali­dad de mayor libertad y menor represión”.

Aquí ya hay una ruptura clara de la dialécti­ca del sexo como tal, y se propone uno de los polos como el referente y el deseable. Se anula un carácter sexual por considerar que un polo es “mejor” o más “valioso” que el otro (la dife­rencia sexual no existe, nos vamos a un solo polo: entra la igualdad). Sin embargo, el tiem­po nos ha llevado a una situación bien distinta de la pretendida.

Fruto de este hastío, de este “encorseta­miento erótico en lo masculino”, se llega a un cuestionamiento del mismo y a la búsqueda de nuevas rutas. A grandes rasgos, se podría decir que la mujer empieza a construir un nuevo modelo. Modelo que estará lejos del tradicio­nalmente asignado a las mujeres (la no-exis­tencia); pero también lejos de una asunción automática del modelo erótico masculino.

Se abandona entonces el modelo masculi­no de demanda y expresión erótica explícita

como alternativa válida al rol erótico femenino tradicional (pasividad e inexistencia).

Se podría decir que la mujer ha podido lle­gar a construir un nuevo modelo de expresión erótica. Este nuevo modelo (válido en la actua­lidad) permite plantear la “demanda erótica” desde lo implícito y no siempre desde lo explí­cito y evidente. Se asume como valioso uno de los polos opuestos a la demanda cuantitativa y explícita; y esta asunción se asocia, como valor, a la propia identidad femenina. Recuperamos pues el otro polo (nunca asumido) del carácter sexual terciario.

Esta posibilidad de demanda y expresión implícita será interpretada como un logro y nun­ca como un bloqueo o incapacidad de “deman­da erótica” por parte de la mujer.

Ejemplo: la seducción, los preliminares, el desplegar las estrategias necesarias para sentir­se deseadas y deseantes, el cortejo... se han con­vertido en modos de expresarse eróticamente aunque no se diga explícitamente.

Es decir, la erótica femenina y su demanda están más allá de lo que se dice o hace. La mujer puede tener su propio modelo de expresión eró­tica, distinto al del varón, y no por ello estar en situación de “bloqueo, inferioridad o represión”.

En términos sexológicos, podemos decir que se recupera la dialéctica sexual. Se recupera el valor de la demanda erótica como un carác­ter sexual terciario.

La expresión de la afectividad

Siguiendo la argumentación anterior, comen­cemos a hablar de la expresión de afectividad como otro carácter sexual terciario.

Siguiendo este paralelismo, vamos a reivin­dicar, (aunque sabemos que no es lo política­mente correcto, ni está de moda) un modelo de afectividad masculino.

Creemos que hay que atreverse a decir que el ámbito de la afectividad, expresión de sen­timientos, comunicación íntima..., está domi­nado por las mujeres5 y sus pautas. Se olvida de nuevo el carácter sexual terciario y se impo­ne como deseable uno sólo de los dos polos posibles.

Aún más, el hecho de no compartir esas pau­tas significa ser un insensible o estar bloquea­do afectivamente.

Pero también el devenir histórico nos pone tras la pista de algunas evidencias. El hombre blando de los 80 ha fracasado (animamos al lec­tor a consultar la obra de E. Badinter6) porque era un hombre que quería expresarse afectiva­mente como una mujer.

Cuando nos referimos al modelo femenino de expresión afectiva estamos hablando de mos­trar claramente los sentimientos hacia alguien: exteriorizarlo verbalmente, con gestos “inequí­vocamente” afectivos (besos, caricias, abrazos...).

Por el contrario, los hombres entre ellos ape­nas se dicen “te quiero”; de besarse y abrazarse ya ni les hablo. Aunque con las mujeres esto no es tan marcado (se les puede decir “te quiero”, besar y abrazar), nunca llega a ser tan habitual como lo hace ella hacia él. En un primer análi­sis, podríamos decir que la expresión afectiva en el hombre no parece tan evidente y clara. Podría estar bloqueada (repetimos, en este pri­mer análisis y teniendo un único valor como referente último).

El hombre de los 80, al que nos hemos refe­rido con anterioridad, tenía que decir “te quie­ro” para querer, además de abrazar y besar de manera abundante y tierna. También tenía que ser capaz de llorar para sufrir. Había que empe­zar a demostrar con hechos la ruptura del modelo tradicional de expresión afectiva mas­culina, dinamitando el viejo dicho de “los hom­bres no lloran”. Había que salir del bloqueo afectivo, como las mujeres salieron del bloqueo erótico. La mejor manera de salir de ahí, sería adoptar el modelo de quien se supone se expresa con más facilidad en el terreno de lo afectivo: de las mujeres.

No olvidemos que las mujeres, tras diversos avatares y abandono de “copias” de otros mode­los, fueron capaces de expresar su erótica des­de lo que no se dice ni se ve explícitamente; y eso no implica que estén bloqueadas, sino que funcionan eróticamente de forma “distinta”. Detengámonos en un ejemplo. Cuando dos hombres que se aprecian se ven, se dan unos

manotazos tremendos, se gastan bromas, se dedican a “putearse”...

¿Esto es bloqueo afectivo, o es un modo dis­tinto de expresar la afectividad? ¿Hace falta decir­se “te quiero” para quererse? ¿Es insensibilidad porque no sigue las pautas de la sensibilidad de la mujer? ¿Acaso hoy se entiende que una mujer está bloqueada eróticamente si no se expresa como lo haría un hombre?

Es curioso cómo las mujeres han consegui­do que no haga falta decir nada para expresar su demanda erótica ¿Por qué los hombres ten­drían que decir algo para expresar afectividad?

Pretendemos, pues, incluir como válido, den­tro del universo de la expresión afectiva, un modelo implícito (que consideramos más pro­pio de los varones) frente al modelo femenino explícito (validado como pauta a seguir) de expresión afectiva.

Se trata pues de recuperar la dialéctica de los caracteres sexuales, con dos polos, donde los sujetos nos situamos. Sin pretender un polo ser mejor que otro.

Cuando simplemente deberían de ser dife­rentes; nada menos y nada más.

Algo de bilingüismo

Entre el hombre y la mujer hay un abismo; sólo cabe el encuentro en nuestro salto al vacío. Si esperamos a que el otro sea capaz de saltar hasta aquí o pretendemos nosotros llegar has­ta allí, tal vez sólo quepa el “batacazo” que, a parte del golpe, nos deje ante la evidencia del encuentro que nunca se da.

Pretender que un sexo esté en el polo del otro es traicionar la esencia misma de la diná­mica sexual.

De todos modos, no se trata de “enrocarse” en la diferencia como “imposibilidad” o “cons­tricción absoluta”, sino de hablar de tendencias personales (tendencias en el sentido relativo y no absoluto) de mi identidad sexual.

A modo de ejemplo, si asumimos que los hombres se expresan en general explícitamen­te en lo erótico e implícitamente en lo afectivo, podríamos concluir que existe una tendencia. Si asumimos que las mujeres se expresan de manera general explícitamente en lo afectivo e implícitamente en lo erótico, podríamos con­cluir que existe otra tendencia.

Sin embargo, en toda tendencia existen las inflexiones. Una tendencia no implica la inca­pacidad absoluta para moverse en “otro” senti­do, sino que existe una predisposición o una preferencia hacia una dirección7. Ni las mujeres son incapaces de expresarse explícitamente en lo erótico, ni los hombres son incapaces de hacerlo del mismo modo en el terreno afectivo.

Y es aquí donde radica precisamente la posi­bilidad del encuentro: en el salto al vacío. El hom­bre sólo se encontrará afectivamente con la mujer que convive, en la medida en que sea capaz de abandonar (aunque sea de manera esporádica) la expresión afectiva implícita y trastocarla en expresión afectiva explícita. Sin que esto supon­ga el abandono o la renuncia a una tendencia “general” de expresividad implícita afectiva.

Dicho en otras palabras: asumo que mi esti­lo afectivo es implícito, pero soy capaz de hacerlo explícito en ocasiones. Es decir, no quiero cambiar mi tendencia y elegir otro mode­lo que considero de la mujer, sino que en oca­siones soy capaz de adoptarlo, sin renunciar al mío como tendencia general propia.

Del mismo modo, la mujer sólo se encon­trará afectivamente con el hombre que convi­ve, en la medida en que sea capaz de interpre­tar el modelo masculino. La ausencia de gestos y verbalizaciones explícitas y claras en lo afecti­vo no deberían ser interpretados (de manera automática al menos) como una incapacidad de expresión afectiva; menos aún, en casos extre­mos, como la sospecha de la inexistencia de esos sentimientos (sobre todo hacia ella). Habrá que saber leer lo implícito.

Es nuestro deseo, y propuesta de trabajo educativo y terapéutico8 (por qué no decirlo), que seamos bilingües sexualmente. “Pienso en una de las dos lenguas: la vernácula marca mis preferencias, me siento cómodo y la domi­no. Pero soy capaz de entender el otro idioma. No lo hablo tan bien; pero lo entiendo”.

No nos obliguen a pensar en una lengua que no es la vernácula, en un polo sexual que no for‑

ma parte de nuestra identidad; conformémonos con entender (y a veces hablar o chapurrear) la segunda lengua.

Con este mismo diseño explicativo podría­mos seguir con la paternidad y la maternidad, en tanto expresiones sexuadas y por tanto dife­renciadoras entre hombres y mujeres.

Y ahora, por favor, retengan estos presu­puestos porque nos vamos con ellos a la vio­lencia. A entender ésta como una dimensión sexuada dentro de los valores. Es decir, ya no desde la igualdad, y ni tan siquiera desde las miserias. Bienvenidos a la Montaña Rusa de la Incorrección Política.

Agresividad, competitividad9, dominancia

Vamos a dar entrada a lo que consideramos otro carácter sexual terciario: la agresividad.

Antes de empezar, nos gustaría eliminar de este concepto cualquier connotación peyorati­va o negativa y situarlo dentro de las expresio­nes humanas. Su expresión, con mayor o menor intensidad, creemos que tiene mucho que ver con el sexo.

Más allá de disquisiciones conceptuales, nos referiremos a agresividad entendiendo con ello expresiones enérgicas de unas u otras emocio­nes. Entenderemos también la “agresividad” ejercida hacia otra persona, por tanto nuestro foco va a estar en la interrelación.

Cuando hacemos un esfuerzo por no con­notar negativamente el concepto de agresivi­dad, es porque pretendemos partir de ésta como un “elemento” intrínseco (y por tanto ineludi­ble) de la naturaleza humana (nosotros añadi­remos, además, “sexuada”).

Ni siquiera planteamos aún un juicio de valor sobre ella, sino solamente su inevitable existencia.

Si partimos de la base de que todas las per­sonas (todas, independientemente del sexo) poseemos una base, una capacidad para actuar agresivamente, consideramos que esta capaci­dad está más acentuada en los varones que en las mujeres. Recordemos sistemáticamente que hablamos de intersexualidad, no de dimorfia.

La agresividad sería el continuo: en un polo estaría “más” (o explícito) y en el otro “menos”. En ese continuo se distribuirían de forma sig­nificativamente diferencial los hombres y las mujeres.

Intentando no quedarnos solamente en dis­cursos “simpáticos”, convendremos en un mayor nivel de agresividad en los varones. O en una “expresión” o “plasmación” más violenta de esta agresividad. Esto queda reflejado a lo largo de la escala filogenética y no por ello el hombre esta­rá libre de sus raíces. Que nadie considere en esto justificación alguna a nada; estamos hablan­do simplemente del análisis de los hechos.

Creemos urgente entender la agresividad primero como dimensión (como, por ejemplo, lo pueda ser la afectividad) formando parte de las posibilidades humanas más allá de su uso adecuado o no; y segundo como carácter sexual terciario, debido a su “expresión” diferencial en hombres y mujeres.

Hagamos un ligero paralelismo entre afec­tividad y agresividad. La afectividad, como tal, más allá de su uso, conlleva una valoración posi­tiva. Al proponerse “en positivo”, se postula socialmente como una necesidad humana. Este beneplácito social se basa en que la afectividad facilita el encuentro y tiene “algo” que ofrecer al otro. Podríamos decir, en sentido antropoló­gico, que se liga directamente al sentido de “colaboración inter-especie”.

En cambio, la agresividad tal vez tenga más que ver (en ese mismo plano antropológico) con el sentido de “supervivencia individual”. No busca el encuentro10, sino que lo puede difi­cultar. Entenderlo, por tanto, como una “nece­sidad” es difícil, sólo por una cuestión estética de “valores humanos”; pero como tal habrá que asumirla. De hacerlo así estaríamos en la tesi­tura de su “canalización en positivo”.

Cierto que la afectividad, como tal, no se cuestiona en tanto valor humano (sexuado, añadimos nosotros); pero puede haber blo­queo afectivo en un extremo (en la medida en que no se le dé salida en tanto necesidad huma­na) y sobreprotección o dependencia en el otro (en caso de canalizar inadecuadamente su exce‑

so). Esta visión y existencia de “puntos extre­mos” no impide entender la afectividad como dimensión a cultivar. Ojalá estuviésemos en la misma disposición actitudinal, en el sentido más social, para entender la agresividad con los mismos criterios.

Existiría la posibilidad de canalizar en posi­tivo la agresividad, para reconducirla o expre­sarla en “competencia” y “rendimiento”; que curiosamente también facilitan el “encuentro” (aunque sea para medir o medirse). La otra posi­bilidad, más peligrosa, es aquella que se expre­sa en violencia y produce sufrimientos. Pero tal vez podamos entender que, para evitar esto (vio­lencia y sufrimiento), debamos canalizar y faci­litar aquello (competitividad, rendimiento..., valía en suma).

Por tanto, habrá que entender la agresividad ligada al ser humano y de forma más marcada a los varones.

Detengámonos en algunos ejemplos11 de A. Clare. “¿Qué es lo que aumenta tres veces el riesgo de suicidarte y diez veces el riesgo de matar a otra persona? Respuesta: ser un hom­bre” (pág. 21) “Es más de 20 veces más proba­ble que un hombre mate a otro hombre que una mujer mate a otra mujer, y aún es más probable que un hombre mate a una mujer que una mujer mate a un hombre” ( pág. 60). “Por cada mujer que cumplía una sentencia por homicidio o intento de homicidio había 27 hombres” ( pág. 64). “Los hombres con tras­tornos psiquiátricos tienen 5 veces más pro­babilidades de ser peligrosos que las mujeres mentalmente trastornadas” ( pág. 70)

Cierto que otros matices, asociados al hecho de ser hombre, facilitarán la posibilidad de expre­siones violentas (jóvenes, solteros y parados en núcleos marginales urbanos); pero ser hombre (sexo) es determinante y significativo frente a ser mujer (sexo) a la hora de otear simplemente la agresividad y sus expresiones más extremas.

Si esto sucede en los modos más extremos de expresión, es sensato pensar que subyace una “potencialidad” más marcada en un sexo que en otro. Es decir, los hombres son proclives a actuar de forma más violenta que las mujeres.

Y un detalle importante: esa potencialidad subyace en un hombre (en el sentido interse­xual) con mayor intensidad que en una mujer. No implicará inevitablemente que los hombres terminarán siendo violentos, pero sí vendrá bien asumir, como punto de inicio, que éstos parten con una potencialidad más marcada y evidente que las mujeres. Por tanto, habrá expresiones más intensas de agresividad y más “numerosas” en los hombres que en las mujeres, dado que esa potencialidad sigue subyaciendo y forma parte inherente de los procesos de sexuación del hombre.

Este punto de partida, abriría muchas posi­bilidades educativas y terapéuticas que en estos momentos se cierran. Es decir, si partimos de su asunción (frente a su negación) empezaría­mos a trabajar en “canalización” (prevención) antes12 que en “intervención” (agresión con­sumada).

A esto nos referimos de forma reiterada como nuevos “objetivos en educación sexual” desde el tercer paradigma: el del sexo como diferencia y construcción separada; siempre, entendido ello como valor.

Si asumimos o partimos de la idea de que hombres y mujeres no son iguales, estaremos en disposición de analizar sexuadamente la agresividad.

Se habla mucho de la testosterona masculi­na como “causante” de la agresividad, pero, más allá de la simplicidad de la pregunta ¿la testos­terona produce agresividad? (o a la inversa), habrá que matizar que “lo que hace” la testos­terona es potenciar “algo” (y sobre ese algo hablaremos).

Observemos, por ejemplo, cómo la testos­terona aumenta al “ganar” o con un “gran enfa­do”. En ambos casos se produce una misma situación: aumento de testosterona, pero los efectos, en uno y otro caso, serán sin duda bien distintos. Podemos decir que lo que la testos­terona hace es “potenciar” un estado anímico previo (bueno o malo).

Son los ingredientes previos (el contexto, los valores...) de partida los que facilitarán que el aumento de testosterona desemboque o no

en “violencia”. La mezcla explosiva vendrá cuan­do coincidan una “disposición previa” con aumentos de testosterona. Algo sobre lo que habrá que reflexionar, ya que nos “indicará” obje­tivos claves en educación sexual (más allá de la erótica o los genitales).

Reparemos en algunos ejemplos, concre­tando en el concepto “honor”: “Se ha demos­trado que es más probable que las personas que viven en los Estados Sureños de los Estados Unidos piensen que matar para proteger el honor está justificado, así como que es más pro­bable que se ofendan cuando les insultan y que consideren la violencia como una respuesta apropiada a tales insultos. ... En un experimen­to sumamente imaginativo, uno de los investi­gadores insultó a un estudiante chocando con­tra él en un estrecho pasillo y maldiciéndole. ... Los norteños tendían a pasar por alto el inci­dente; los sureños no lo tomaban tan a la lige­ra y sus niveles de testosterona se elevaban rápi­damente después del insulto mientras que los de los norteños no”13.

La susceptibilidad personal a sentirse ofen­dido (llamémosle “sentido del honor”) ha sido el detonante para que esta situación se convierta en “potencialmente violenta”. Cierto que la tes­tosterona aumenta, pero requiere de unos requi­sitos previos. Otras “disposiciones anímicas dife­rentes” no desembocarán en violencia ante los mismos “contextos”.

No nos resistimos a apuntar la necesidad de elaborar “nuevos objetivos en Educación Sexual” de acuerdo con la realidad sexuada de los suje­tos. Es decir, dado que los varones van a convi­vir de forma inevitable (sexo insoslayable) con unos niveles de testosterona ciertamente ele­vados, disponer de unos valores “favorables” facilitará que sus reacciones no desemboquen en violencia. Esto es “prevención” desde la edu­cación sexual.

Así pues, y centrándonos en la identidad masculina, aun cuando hablemos de cuestiones difusas y un tanto atávicas, nos encontramos con un sentido de posesión mucho más “arrai­gado” en los varones que en las mujeres. No se trataría de considerar la “posesión” como prue­ ba de inmadurez (algo por lo que el hombre blando14 transitó), sino de asumir una predis­posición masculina a dar más relevancia a esta dimensión15 y, por tanto, “trabajar” sobre ella, no para erradicarla, sino para gestionarla. Se tra­taría de “ayudar” a los varones a “conducir” su plus de agresividad, antes que menospreciarlos por el hecho de poseerla.

Tenemos aquí una clave central en la pre­vención del maltrato: posibilitar al varón la “ges­tión” (que no la negación) de su “plus” de agre­sividad; el manejo de la posesión masculina. Se trataría de “conocerse, aceptarse y gestionarse”.

Hay palabras de por sí “incorrectas”, pero su negación no hace sino crear “efectos susti­tutivos”. Podemos seguir intentando que los hombres no sean agresivos (algo deseable) o, por el contrario, abrir los ojos y asumir una base agresiva superior en el varón, para, a par­tir de ello, posibilitar y canalizar salidas menos “violentas”. Estamos con lo de siempre: tapa­mos (funciona un tiempo y la presa se rompe) o canalizamos. Estamos más pendientes del caudal que del cauce.

El feminismo ha recorrido avatares de copia de modelos hasta llegar al suyo y reconciliarse con una mujer también emocional16, y no por ello inferior o avergonzándose de esa emocio­nalidad. Su esencia es suya y tiene aspectos posi­tivos y otros más ambivalentes. Los hombres tendremos, con el beneplácito social, que aho­ra no lo hay, (algo por lo que el feminismo ha peleado en interés propio) que asumir una emo­cionalidad más agresiva, sentimientos de pose­sión, necesidad de “triunfo”17..., para, una vez asumido esto, canalizarlo de forma “positiva” y a partir de ahí subsistir18.

La alternativa de negarla, pretendiendo ser una persona controladora y dueña de sus emo­ciones, nos traerá flacos resultados. El concluir simple y llanamente con que el hombre debe controlar y contener su agresividad, es un plan­teamiento, y poco más.

Pero este planteamiento positivo en lo deseable, cierra las puertas hacia lo “posible”. Es decir, la clave frente a contener y controlar (intentado que no estalle la presa que contiene

el caudal...), sería canalizar y encauzar, más rea­lista, aun cuando menos “estético” (pero para ello habrá que asumir que existe un caudal y como tal, algo habrá que hacer con él: posibi­litar un cauce).

Contra el modelo de hombre “cutre” se han denostado actividades poco “cultivadas” (de cla­ro matiz intersexual masculino): fútbol, toros, motos, deportes de riesgo... Pero, a todas luces, y en un análisis sociológico19 más amplio, per­miten canalizar la agresividad, sin duda sobran­te20, en la mayoría de los contextos socio-labo­rales, que todo varón lleva dentro. No sólo ha sucedido que se han denostado como poco “evolucionadas” esas actividades, sino que no se han dado otras alternativas e incluso me temo que sus posibilidades se han feminizado.

Un cierto “estatus social cultivado” marca pautas entre adecuado e inadecuado. Parece que hay que avergonzarse porque te gusten el fútbol, los toros, correr como un loco..., pero uno está orgulloso de exhibir que le gusta el tea­tro, que lee y no ve la tele; incluso la destreza sólo sirve si es doméstica y por tanto útil (¡bien­venido el bricolaje ante la inutilidad de un gol de bolea con los amigotes!).

ALGUNAS CONSIDERACIONES DE ACTUALIDAD SOBRE LA VIOLENCIA

Es preciso, en tanto planteamiento científi­co, sacar a la mujer de la victomología. Parece existir una realidad única y sujeta a pocas modi­ficaciones. Parafraseando a Badinter, parece que estamos ante la documentación y confirmación del martirologio femenino, donde se reparten unos roles inamovibles de víctimas y verdugos.

Como sexólogos hemos observado atónitos como la década de los 80-90 fue la de los abu­sos; y no me cabe duda que la del 2000 está sien­do la de la violencia. Mucho de lo que sucedió con aquello, está sucediendo con esto.

Y no se trata de negar realidades biográficas que pondrían los pelos de punta; sino de plan­ tearse si merece la pena generalizar en base a ellas, o analizar su magnitud o proporción den­tro de otras “expresiones” más o menos ate­nuadas. Y animamos a no ser malpensados para leer lo que no se escribe. El trabajo asistencial es un derecho social (¡Qué no falte y que mejo­re día a día!); pero el trabajo asistencial es una cosa, el preventivo otra, y el análisis de una rea­lidad diversa, para hilar fino en los diagnósticos y estrategias, otra.

Animamos a conocer las últimas corrientes del pensamiento feminista: Paglia21 y Badinter22. Incluso nos atrevemos a considerar imprescin­dible que todo aquel que trabaje con “mujeres” como núcleo central, eche un vistazo a la obra de estas dos autoras.

No porque vayan a encontrar en ellas nada relevante en lo referido a estrategias concretas en lo asistencial, sino por el valor filosófico y reflexivo a la hora de revisar el sentido de lo que estamos haciendo. Y, aunque lo hubiesen des­cubierto ustedes mismos, comprobarán que estas dos autoras serán todo lo que quieran, menos conservadoras o misóginas. Eso sí, no odian a los hombres y se plantean intentar entenderlos.

Y, analizando la violencia, hablemos un poco de la amalgama, y permítannos citar a Badinter: “Los criterios cartesianos de la verdad no están de moda desde hace tiempo. A la idea ‘clara y distinta’, nosotros preferimos la analogía y la generalización, es decir, la amalgama que consiste en mezclar elementos distintos que apenas concuerdan entre sí –englobar artifi­cialmente diversas formaciones explotando un punto común–. Ahora bien, la amalgama es más un instrumento del político que del sabio. La filosofía que fundamenta el actual feminismo victimista es difícil de discernir pues se compone de diferentes nebulosas ... Lo que se ventila no es tanto una teoría sobre la rela­ción de los sexos, como la acusación del otro sexo y de un sistema de opresión” (25)

 

Extracto del cuestionario:

Las presiones psicológicas en la pareja

* En el curso de los últimos doce meses, su cónyuge o amigo(a): /nunca/rara vez/con frecuencia/de forma sistemática

1. ¿Te ha impedido ver o hablar con amigos o miembros de tu familia?

2. ¿Te ha impedido hablar con otros hombres?

3. ¿Ha criticado o desvalorizado lo que haces?

4. ¿Ha hecho observaciones desagradables sobre tu aspecto físico?

5. ¿Te ha impuesto formas de vestir, de peinarte o de comportarte en público?

6. ¿No ha tenido en cuenta o ha despreciado tus opiniones? ¿Ha preten­dido explicarte lo que tenías que pensar?

a)   en la intimidad

b)  ante otras personas

7. ¿Te ha exigido saber con quién y dónde estabas?

8. ¿Ha dejado de hablarte o ha rechazado totalmente discutir?

9. ¿Te ha impedido tener acceso al dinero para cubrir las necesidades de la vida diaria?

“Nommer et compter les violences envers les femmes: une première enquête nationale en France”, Maryse Jaspard y el equipo Enveff, Population et sociétés, núm. 364, enero de 2001, pág. 4.

En la reciente encuesta francesa: “Nombrar y Contar las violencias hacia las mujeres”, cuyo cuadro anexamos, y seguimos citando a Badinter: “... estas presiones psicológicas figu­ran en el índice global de violencias conyu­gales al lado de los ‘insultos y amenazas ver­bales’ del ‘chantaje afectivo’ y en el mismo lugar que las ‘agresiones físicas’, las ‘viola­ciones y otras prácticas sexuales impuestas’. El índice global de violencia calculado de esta forma afectaría al 10% de las francesas, que­dando claro que el 37% de ellas se quejan de presiones psicológicas, el 2,5 de agresiones físi­cas y el 0,9 de violaciones u otras prácticas sexuales impuestas”

Esto es lo que Badinter llama “Amalgama”. Se agrupa bajo el mismo vocablo la violación y una observación desagradable o hiriente, se mez­cla lo subjetivo con lo objetivo, la violencia, el abuso de poder y la mala educación... para lle­gar al final a la conclusión de que el 10% de las francesas sufren violencia, “entendiéndose de forma automática que sufrirían violencia física por parte de sus cónyuges”. Pues precisamen­te así es como llegó la noticia a la prensa, sin que nadie se molestase en matizar.

Este tipo de planteamientos no son acepta­bles desde un plano científico. Servirán para la propaganda o la política; pero no para la cien­cia. Y no olviden una cosa, es la ciencia la que provee de estrategias terapéuticas a los usua­rios, aunque sea la política la que denuncie en ocasiones las necesidades. Pero dar entrada a la política al mundo del “diagnóstico” no parece el camino más adecuado.

Existen las migrañas, las jaquecas, las cefa­leas en racimo, etc... todas son dolor de cabe­za, pero no son lo mismo a la hora de utilizar una u otra terapéutica destinada a ayudar. Existen definiciones milimétricas de cualquier patología mental, con divisiones y subdivisio­nes, los DSM nos ofrecen ejemplos, el psico­diagnóstico es inherente a cualquier servicio de salud mental... La ciencia tiende a parcelar, como

ejercicio didáctico, para poder acceder con “éxi­to” a la modificación de un determinado terri­torio. Cierto que conviene no perder de vista el bosque, pero a veces las modificaciones empie­zan árbol a árbol

Hay muchas violencias y se mezclan: la amal­gama. ¿De qué hablamos? Las estadísticas de lo mismo, nosotros no.

Desde la Sexología, al menos, diferenciamos “varios” tipos de violencia:

·      Unidireccionarles.

·      Unidireccionales con facilitadores contex­tuales.

·      Bidireccionales.

·      Bidireccionales con facilitadores contex­tuales.

·      Rasgos de personalidad.

·      Etc...

Entre los rasgos de personalidad podemos hablar de los celos, ya sean en él o en ella. Asociado al hecho de ser varón, podemos hablar de predisponentes. Pero es mejor decir que no hay perfil de maltratador, que afecta a todos los hombres de toda clase social y condición. Por supuesto, si hablamos de la violencia en singu­lar y la amalgama toma el poder. No es así si par­celamos, estudiamos y analizamos.

Detengámonos en un mínimo botón de mues­tra23. De las 308 denuncias por maltrato recibidas en la casa de la Mujer de Zaragoza, el 38% han sido interpuestas por emigrantes. Los emigran­tes suponen el 6% de la población zaragozana. ¿No es llamativo cómo esta cifra está ni más ni menos que 6 veces (que se dice pronto) por enci­ma de lo esperado? ¿No es éste un factor socio­económico y cultural a tener en cuenta? ¿Acaso es sólo el sexo el referente central? ¿O lo es sólo si determinados ingredientes lo acompañan?.

Y, sin miedo a la antipatía de ciertas eviden­cias, la violencia es contra las mujeres en el for­mato pareja (dado que la mayoría de las parejas son heterosexuales); pero si subimos el foco y no sólo enfocamos la pareja, sino el instituto, el medio laboral, etc... la violencia es contra mujeres y hom­bres (accidentes laborales y de tráfico, muertos por armas de fuego y arma blanca, suicidios, etc....)

El matiz diferenciador de la violencia es que es sobre todo masculina. Poner el matiz en que es “contra” las mujeres, es reducir un amplio fenómeno a sólo una de sus expresiones: la que más interesa para “victimizar”.

La amalgama, frente a los diagnósticos claros y concisos; y la victimología de una mujer inde­fensa e infantilizada, frente a lo que podría ser el fomento de la auto responsabilidad. Con toda esta mezcla hemos llegado a la fusión de “rei­vindicaciones” progresistas, con los más viejos “valores-trampa” asociados al hecho de ser mujer. Dando como resultados legislaciones más que dudosas, a pesar de las “unanimidades”.

Se podrá seguir ahí con la comodidad que supone un planteamiento de víctimas y verdu­gos, de buenos y malos. Pero quien es víctima, sigue siendo. Sólo se buscan legislaciones pro­tectoras. Pero, ¿acaso no sería más interesante para las víctimas que los verdugos dejasen de serlo? En tal caso habrá que resituarlos y enten­derlos, para ver cuáles son sus resortes. El prin­cipal error es hablar de la mujer, y punto. Dado que lo que habría que hacer es hablar de la dia­léctica hombre y mujer, donde toda mujer (y todo hombre) está inevitablemente inmersa. Por eso nos centramos ahora en los hombres, porque creemos que con ello se entenderá mejor a las mujeres, y viceversa.

Reflexionemos desde la Sexología, reto­mando a Badinter: hablemos de la diferencia y del encuentro. Nunca de la igualdad, nunca de víctimas y verdugos; pero sí de diferentes en continua búsqueda el uno del otro. Ésa es la dia­léctica sexual: hechos de los mismos materiales pero con distintos resultados, los mismos ladri­llos para distintas paredes.

La Sexología ofrece al menos unas bases, al entender la agresividad como un carácter sexual terciario. La violencia es el extremo pato­lógico de una dimensión más marcadamente masculina que es la agresividad. Al igual que pueden existir desviaciones sexuales, o blo­queos afectivos, como extremos patológicos de rasgos de personalidad absolutamente inhe­rentes al ser humano. Vayamos con ella, des­de un nuevo enfoque.

¿Qué está pasando en España? Asistimos a la difusión de conceptos que rebajan el “nivel de vio­lencia”, a la par que negamos con ímpetu que se trate de un hecho aislado y que pensar en ello es un error o una excusa. El mensaje que parece que­dar, más allá de la difusión del miedo, es que le puede pasar a cualquiera, en cualquier situación; no hay perfil de maltratador ni de maltratada.

Veamos la rebaja del nivel de violencia ante la recién llegada “violencia psicológica, violencia vela­da”; por no hablar ya de los “micromachismos”:

“Cualquier conducta física o verbal, acti­va o pasiva, que trata de producir en las víc­timas intimidación, desvalorización, senti­mientos de culpa o sufrimiento. Humillaciones, descalificaciones o ridiculizaciones, tanto en público como en privado...24”.

Exponemos la tabla donde se detalla, en qué se concretan las distintas formas de mal­trato psicológico. Sugerimos que no la lean con excesivo detenimiento o acabarán viendo en ustedes mismos y en sus parejas, si no a per­manentes, si al menos a eventuales maltrata-dotes. Y no sólo de su pareja; sus hijos (si los tienen) no están a salvo.

Se baja el nivel de lo que se define y la “inci­dencia” se dispara. ¿Sencillo no?

Esto es lo que Badinter llama la amalgama y lo que nosotros consideramos una “bajada de nivel” de lo considerado maltrato. Si a esta pri­mera acción de bajada de nivel, se añade la de difundir que la violencia es “casi” exclusiva con­tra las mujeres y que no estamos ante situacio­nes aisladas, el “gran problema” está servido.

Hablando de la exclusividad de la mujer en tanto víctima, Badinter apunta que nadie ha pre­guntado a los hombres sobre lo que pudiera ser maltrato psicológico de sus parejas; y sería algo tan sencillo como preguntarles a ellos, lo mis­mo que se les preguntó a ellas; tal vez lo datos nos sorprenderían. De todos modos, Labrador y col. ya se encargan de neutralizar esa tenta­ción sexista. Citemos a estos autores en lo que llaman “Conceptos erróneos sobre la violencia doméstica”: “Los hombres maltratados por las mujeres constituyen un problema tan grave como el de las mujeres maltratadas. El 95% de los adultos maltratados son mujeres25. Por cierto, ahora para este 95% se toman sólo como referencia los maltratos físicos y las denuncias. No interesa bajar el nivel, y así la cifra de hom­bres maltratados se “reduce”. Pero aún así, si los hombres maltratados son el 5%, no dejan de ser una minoría dentro de otra minoría. ¿Nos impor­tan o es sólo una excusa para no perder el tiem­po? Por si acaso, hemos dedicado a este asun­to menos del 5% de mi texto.

 

ABUSO ECONÓMICO

·       Hacer preguntas constantes sobre el dinero.

·       Controlar el dinero del otro.

·       Coger el sueldo del otro.

·       No permitir el acceso al dinero familiar.

·       Impedir que consiga o conserve un trabajo.

AISLAMIENTO

·       Controlar lo que hace el otro, a quién mira y habla, qué lee, dónde va, etc.

·       Limitar los compromisos del otro fuera de casa o de la relación de pareja.

·       Usar los celos para justificar las acciones.

INTIMIDACIÓN

·       Infundir miedo usando miradas, acciones o gestos.

·       Romper cosas.

·       Destruir la propiedad del otro.

·       Mostrar armas.

NEGACIÓN, MINIMIZACIÓN Y CULPABILIZACIÓN

·       Afirmar que el abuso no está ocurriendo.

·       Reconocer el abuso y no preocuparse por la serie­dad del mismo.

·       Responsabilizar al otro por lo ocurrido.

USO DE AMENAZAS

·       Hacer amenazas de infligir lesiones o daño físico.

·       Amenazar con la realización de un acto suicida.

·       Amenazar con abandonar o tener una aventura con otra persona.

·       Amenazar con echar al otro de casa.

USO DE LOS NIÑOS

·       Amenazar con quitar la custodia de los niños en caso de que la víctima denuncie.

·       Amenazar con maltratar a los niños en caso de denuncia por parte de la víctima.

·       Usar a los niños para enviar mensajes.

·       Usar las visitas (en caso de divorcio o separación) para acosar u hostigar al otro.

·       Tratar de llevarse a los niños cuando no está pactado.

Distintas formas de maltrato psicológico

 

Sigamos citando a Labrador y colaboradores en lo que llaman “Conceptos erróneos sobre la violencia doméstica”: Los casos de violencia doméstica son escasos, más bien se trata de situaciones aisladas. Este mito queda des­mentido al observar la prevalencia de casos de violencia doméstica, baste decir que una de cada tres mujeres en el mundo ha padeci­do malos tratos o abusos26

No cabe duda de que, a afirmaciones de este tipo, es a lo que se refiere Badinter como amal­gama.. El autor se permite la licencia de sumar maltrato y abuso, con lo que la cifra nos sube hasta una tercera parte de la población femeni­na. Si a esto añadimos la rebaja de lo que supo­ne maltrato, estamos ante una verdadera plaga.

Como consecuencia directa, la difusión del miedo está servida. Y lo peor, con ello la inde­fensión colectiva que demanda protección; y para ello está la ley.

Cuando sólo se atiende a quien trabaja des­de la clínica y lo asistencial, no cabe sorpresa a la hora de obtener unos determinados resulta­dos. Si esta corriente clínico-asistencial salta al ámbito político y divulgativo, y marca las pau­tas para la intervención socio-política, el error de enfoque es evidente. El maltrato es general, nos afecta a todos, legislemos en base a ello. El feminismo progresista se hubiese echado las manos a la cabeza ante este tipo de “encuadres”, pero el feminismo-estalinista27 prefiere cerrar los ojos ante lo dudoso de la estrategia, con la certeza de que “sacará partido” en favor de las mujeres. Miremos para otro lado cuando la lega­lidad está a nuestro favor. Aunque esto supon­ga la mezcla de lo íntimo y lo público (“lo ínti­mo es político” dice algún feminismo, el hogar es la coartada y la excusa que da impunidad e inmunidad a los varones... entremos en ellos) o la mezcla de lo convivencial y lo legal, de lo racional y lo emocional.

Lo que nos va quedando es un escenario con culpables e inocentes. Protejamos a estos segundos, y para los primeros ni siquiera cabe hablar de “terapias” o “reinserciones”, sino de condenas. Ésta es la nueva legalidad, y con­vendría no olvidarlo.

Echando mano de la historia, recordamos que con la erótica28 pasó algo parecido. Kraft­Ebbing hablaba de la sexualidad sólo como fuen­te de aberraciones. Pasaron siglos hasta enten­der la sexualidad como fuente de placer y eje central en la calidad de vida. Algo parecido a lo que sucede en la actualidad con la agresividad y la violencia. Krafft-Ebbing nos ha dejado un legado de aberraciones y peligros asociados al sexo y costó mucho entender que de ese infier­no pudiese salir algo de provecho.

¿De qué se ocupaba Krafft-Ebing?: violacio­nes, parafilias... Parece que en estos tiempos29 ya se entiende que la erótica es una dimensión, y como tal es un valor; más allá de las miserias que siempre habrá. Lo mismo con la afectivi­dad. Pero la dimensión agresiva ni siquiera se asume. Estamos en la prehistoria de entender la agresividad en todas sus dimensiones. En estos momentos, somos los “krafft-ebing” de la agresividad. En el futuro nos tildarán de moji­gatos y reprimidos, de parciales y asustadizos incapaces de enfocar el tema en toda su dimen­sión, desde “más atrás y más arriba”, desde todas sus posibilidades, desde todas sus pers­pectivas; es decir, en toda su dimensión; fren­te al actual ojo de la miseria, reductor y muer­to de miedo ante lo que ve. Incapaz de mirar a los lados; al antes y al después; a él y a ella; a su esencia, a sus manifestaciones, a su naturale­za, a nuestras “posibilidades” (más que deseos) para manejarlo.

Somos conscientes de lo fácil que resulta­ría desmontar nuestros argumentos desde lo emocional y el sensacionalismo repasando, por ejemplo, las cifras de asesinatos y agresiones, de detenciones, de órdenes de alejamiento. Pero podemos ofrecer cifras también de dis­funcionales y parafílicos, de patologías eróticas; y relatar alguna que otra historia escabrosa y dramática. ¿Pero sirve de algo? ¿Sirve incluso a las propias víctimas, más allá de la venganza? ¿O a los disfuncionados?

¿Pero el foco donde está? En que quien ejer­ce la violencia es el hombre (sexo). Éste debe­ría ser el verdadero enfoque; y esto es el resul­tado, extremo y miserable, de una dimensión

valiosa en su conjunto, en un nivel intersexual, que es la agresividad. Pero ponemos aquí el foco o lo ponemos en ¿quién sufre esa violencia? Y si ponemos ahí el foco lo ponemos sólo en el formato pareja (donde la mujer lleva la peor par­te) ¿O lo ponemos también en otros ámbitos? (muertes por armas de fuego, cometiendo deli­tos, suicidios, sexo de los abusadores y abusa­dos en prisiones...). ¿Y en estos otros ámbitos quién la sufre? Y si bajamos de la violencia como expresión extrema y ponemos la agresividad como “valor sexuado” ¿Qué podríamos decir de actividades que requieren más vigor? ¿Hablamos por ejemplo del sexo de los muertos en acci­dentes laborales o en deportes de riegos?

La violencia es del hombre, pero el feminis­mo, partiendo de su propio análisis igualitario y monosexuado, e incapaz de pensar dialécti­camente, la define como “hacia las mujeres”. Podemos seguir con una visión parcial o ir hacia atrás y ampliar el “campo” de visión. No se tra­ta de “negar”, nosotros deploramos la violencia hacia las mujeres (hacia los niños, hacia los hom­bres...), pero queremos entenderla en su exten­sión global.

Y animamos a los sexólogos a que la deman­da no nos encuentre sin recursos; como nos pasó con el “abuso infantil”. Consideramos que, en relación a éste, nos limitamos a minimizar su impacto ante todo un movimiento de orques­tación que lo magnificaba. Y era cierto. Pero entretanto no nos ofrecimos al usuario como posibilidad clínica reparadora. Aprendamos del pasado. Mientras denunciamos el error de enfo­que, no estaría de más ir proveyendo terapéu­ticamente de recursos para trabajar la violencia desde la Sexología.

Igual que con la erótica que reivindicamos como valor, pero ofertamos estrategias tera­péuticas para su “mejora”. De la educación a la clínica, pasando por el asesoramiento, debemos estar allí donde el sexo sea relevante. Debemos estar en el trabajo terapéutico y asistencial; no dejemos sólo a los psicólogos y trabajadores sociales (clínicos, en suma), para luego quejar­nos de lo “mal” que lo hacen. Hagámoslo tam­bién nosotros.

Lo asistencial ha conquistado el mundo socio-político y lo educativo ha caído en el más abso­luto olvido. Es la metáfora perfecta entre peda­gogía y psicopatología. La metáfora perversa que nos constriñe. El mundo discurre más por la edu­cación, que por la enfermedad y sus curas. Estemos preparados en lo clínico y asistencial, pero el reto está en la educación sexual. Y ahí, la educación no es otra cosa que “prevención”, palabra que empleo para contentar a los clíni­cos, ávidos de curar e incapaces de educar. Convendrán al menos con nosotros en el esfuer­zo para “no enfermar”. Esta es la concesión ter­minológica a la que podemos estar dispuestos (prevención por educación); pero a poco más.

Y podemos seguir con la mezcla de lo asis­tencial, como una forma de entender el fenó­meno. Pero, ¿dejamos que las familias de asesi­nados legislen? ¿O tomamos distancia emocional para entender todo el fenómeno? ¿Somos cien­tíficos o vengadores?

ARENGA30 SEXOLÓGICA

Es la dialéctica entre cultura y naturaleza; no “o”, sino “con”. Cultura con naturaleza. El ser humano, en tanto ente cultural, debe “luchar” por dominar esa naturaleza que le viene dada y llevarla al máximo a sus deseos sociales; pero sólo si antes asume y conoce esa naturaleza, estará en condiciones de “dominarla” o “adap­tarla”. Los anovulatorios liberan a la mujer de los dictados reproductivos; pero para ello hubo que entender primero su realidad más salvaje y orgánica, más íntima y natural que toda dimen­sión de “ser vivo”(naturaleza), antes que “huma­no” (cultura), conlleva.

Los hombres debemos dominar nuestra vio­lencia, inherente a nuestra condición de hom­bre. Pero sólo si la conocemos y la aceptamos la podremos gestionar. Si se niega su existen­cia, se “castra” psicosocialmente al hombre; pero nuestros testículos seguirán ahí, generando tes­tosterona psicosocial.

Olvidad las bienintencionadas afirmaciones “roussonianas” de el hombre es bueno por natu­raleza. La naturaleza no es ni buena ni mala, es amoral (no inmoral, cuidado). Vivimos con ella

y con su dialéctica: entre la supervivencia indi­vidual y la de la especie. Vivimos la dialéctica sexual: entre la diferencia y la necesidad de encuentro. Hombre y mujer no somos iguales, los hombres somos más agresivos; pero nos necesitamos, nos buscamos.

Llegó la hora de la Educación sexual, más allá de la erótica o de la desculpabilización del placer. Educación sexual, del hombre y la mujer, de sus expresiones sexuadas, sean o no eróti­cas. ¿Para cuándo?

Enseñad a los muchachos sus esencias sexua­das, sólo lo que se conoce se controla; lo que se teme se evita y nos acaba desbordando. Enseñad a las mujeres cómo son los hombres y las mujeres; y ayudad a ambos a ser bilingües. Que los hombres asuman y sean bilingües en la erótica. El camino más corto, el que lleva al éxi­to, no siempre es el recto, el directo. De la vio­lación a la seducción hay todo un camino. Del mismo modo nuestra agresividad es inherente a nuestra propia existencia. Somos cara y cruz de la misma moneda. Sólo queremos ver una cara; pero el azar se empeñará en enseñarnos también la cara “oculta”.

Ayudar a los muchachos a canalizarse a base de quererse y aceptarse: posesión, celos, honor... ¡cuidado con ellos muchachos, os asal­tarán, estad preparados!. Gritad a los árbitros, competid, enfadaos, meted goles, ganad y per­ded, canalizad vuestra energía, tan vuestra como vuestro cromosoma Y... Porque sólo así podréis estar en paz. Sed valerosos porque sólo así podréis ser tiernos. El relax es mejor tras la ten­sión; y sólo se percibe en plenitud si antes la tensión ha sido máxima. Tensaos “fuera” y sin peligros; para relajaos dentro, con amor.

Olvidad a las feministas-estalinistas, soña­doras de la igualdad, de un mundo feliz. Incapaces de mirar la dotación sexuada, propia o de los demás; su erótica, por ejemplo, sus fantasí­as, en ocasiones de dominación.. Y sobre todo, mirar a los hombres a los ojos. Si sabéis como somos desaparecerá el temor. Sólo se teme a lo desconocido. Mujeres, no temáis a los hombres; hombres, no temáis vuestro sexo. Somos dia­léctica, desde la misma dinámica masculina de la agresividad (competitividad y violencia) has­ta la misma dialéctica sexual: hombre-mujer. Olvidaos de quien niega la globalidad humana, de quien menosprecia la naturaleza y la biolo­gía, y cree que todo es modificable, que la natu­raleza es irrelevante.

Leed a Paglia y Badinter, y no a los hombres blandos por la igualdad, con remordimientos de conciencia, sintiéndose culpables, buscando el amparo científico del feminismo de la igual­dad. Olvidad a Corsi, a Bonino, a Kaufman, a Seidler... ¿Sois científicos? No busquéis lo que queréis oír (para eso no está la ciencia), sino haced preguntas y buscad con coraje las res­puestas; aunque serán tortuosas o indecorosas, viscerales y “naturales”.

Somos educadores sexuales, o sea de los sexos, de los hombres y de las mujeres. Ayudad a los chicos a ser hombres y a las chicas a ser mujeres; y, sobre todo, a estar orgullosos de ser­lo. Que sepan que son distintos; y que sepan que se buscarán, y por tanto, ayudadles a enten­der el “otro” idioma; a que lo entiendan, no a que lo cambien o a que busquen uno nuevo intermedio. El esperanto ha muerto. Dadles siempre derecho a hablar su propia lengua y conocimiento para entender la otra.

Pero sobre todo, ayudar a entender la rea­lidad global que supone el hecho de ser hom­bre y mujer; no igual, no mejor ni peor, sino diferente.

 

Notas al texto

1 Protagonista único del antiguo paradigma del “locus genitalis”.

2 Fue Magnus Hirschfeld quien planteó a principios del s. XX la teoría de la intersexualidad. “...entiende al hombre y a la mujer completos como ideales entre los que se situarán hombres y mujeres reales a lo lar­go de un continuo...”. Ver Llorca A. (1996). “La teoría de intersexualidad de Magnus Hirschfeld: los esta­dios intersexuales intermedios”. Anuario de Sexología 2, Valladolid. AEPS.

3 Sáez Sesma, S. (2003): Los Caracteres Sexuales Terciarios. Revista Española de Sexología 117-118. Madrid. Instituto de Sexología.

4 Sáez Sesma, J.S. (1999): La Afectividad Masculina o el Valor de lo Implícito. Boletín de Información sexo-lógica, nº 24. Valladolid. AEPS.

5 Existe la percepción extendida de que las mujeres son hábiles en este aspecto. Eso se encuentra al “con­siderar” tanto hombres como mujeres quién es más “capaz” en este terreno: autoconcepto.

6 Badinter, E. (1993): XY, La Identidad Masculina. Madrid. Alianza Editorial.

7 Recordemos, por ejemplo, cómo en la infancia, en los contactos con personas del mismo sexo, la dife­rencia no estaba en que los niños utilizaban estrategias más asertivas y directas, y las niñas más indirectas; sino en cuanto (es decir, con qué frecuencia) utilizaban unas u otras estrategias. No se trataba de incapa­cidad, sino de una tendencia o un estilo general (frente al otro que también se conoce y también se emplea)

8 Sáez Sesma, S. Cuando la Terapia Sexual Fracasa. Aportaciones sexológicas para el éxito. Madrid. Fundamentos. En prensa.

9 Como primera discusión vendrá consensuar de “qué” estamos hablando. Perfectamente podríamos hablar de competitividad, expresiones enérgicas, dominancia. Vamos a ir viendo cómo las connotaciones de unos u otros términos no son gratuitas.

10 Es curioso observar cómo, en un plano más filosófico, el sexo es lo que diferencia y lo que impele al encuen­tro. Esta ambivalencia se muestra en expresiones teóricamente tan distantes como la afectividad y la agre­sividad, ambas sin duda sexuadas.

11 Clare, A. (2002): Hombres. La masculinidad en crisis. Madrid. Taurus.

12 Antes en el sentido cronológico, no en el sentido de prioridad asistencial. Pero, si sólo se interviene des­de este segundo plano, la prevención nunca será efectiva.

13 Clare, A. (2002): Op. Cit. Pág. 38.

14 Ver Badinter, E. (1993): Op. Cit.

15 Atención al matiz “dimensión”, no defecto, ni valor, en principio, sino dimensión insoslayable en toda rela­ción afectiva.

16 La obra de Seidler, V. J. (2000): Op. Cit. es muy significativa en este aspecto. Considerando cómo la cien­cia de la razón (de herencia kantiana), masculina por antonomasia, ha menospreciado lo emocional como vía de acceso al conocimiento, cuando no lo ha denostado abiertamente. De ahí la salida del universo femenino emocional de lo científico.

17 Aceptamos el matiz de que a nivel psico-social se puede exagerar una base biológica ligeramente superior en el varón, pero ahora estamos más en análisis descriptivos que en estudios “causales”.

18 Incluso cultivar en tanto valor sexual masculino (de la empatía al cultivo).

19 Si se asume en el plano sociológico-simbólico que mucha impotencia e IDS masculina son una venganza inconsciente contra la liberación de la mujer y su deseo, en la misma línea de reflexión, considero que el menosprecio del ocio masculino, con su infravaloración creciente, es la venganza (simbólica e incons­ciente) de la canalización de su “exceso inherente de agresividad”, la negación de parte de la propia identidad masculina.

20 Sobrante en el ámbito occidental (espacio) industrializado (desarrollo social) actual (tiempo). Veríamos si pensásemos lo mismo en caso de vivir aún en la selva o en otra época. La sociedad ya no está dividida en cazadores (varón) y recolectores (mujer), pero la realidad esencial del ser humano es la misma desde entonces. Cambia el contexto (hardware) pero no tanto la “dotación” (software) humana.

21 Paglia, C. (2003): Uamps & Tramps. Más allá del feminismo. Madrid. Valdemar.

22 Badinter, E. (2004): Por mal camino. Madrid. Alianza.

23 Diario 20 MINUTOS, Ed. de Zaragoza, 17 de Noviembre de 2004 (Portada).

24 Labrador, F.J. y Col. (2004): Mujeres víctimas de la violencia doméstica. Madrid. Pirámide. Pág. 25

25 Labrador, F.J. y Col. (2004): Op. Cit. Pág. 32

26 Labrador, F.J. y Col. (2004): Op. Cit. Pág. 32

27 Con el permiso de Camille Paglia, a quien pedimos prestado el término.

28 Desde la Sexología, la erótica es la expresión (real o virtual, individual o relacional...) del hecho sexual humano.

29 Aquí el autor duda en ocasiones de si esta afirmación es una “constatación científica” o fruto de un “talan­te optimista”. En fin..., les dejo con la disyuntiva.

30 En este momento, y de forma deliberada, abandonamos el discurso reflexivo y pasamos a hacer lo que el epígrafe indica: Arenga Sexológica. Demos la palabra por un momento a la RAE:

arenga. (Quizá del prov. arenga, y este del gót. *harihr˘ing, reunión del ejército, de harjis, ejército, y *hr˘ing, círculo, corro de gente). 1. f. Discurso pronunciado para enardecer los ánimos. U. t. en sent. fig. Así pues, y para que nadie se confunda, buscamos “enardecer los ánimos” de los sexólogos para que ten­gan coraje a la hora de encarar un tema, en el que haciendo honor a la episteme de nuestra ciencia, nos toca abordar a “contracorriente” de lo políticamente correcto. Cuestión de identidad científica. A la mía me remito.

 

LA “CRISIS DE LOS CUIDADOS”:
CLAVES TEÓRICAS PARA UN ABORDAJE
DESDE LA PRÁCTICA SEXOLÓGICA
1

Lucía González-Mendiondo
Psicóloga. Sexóloga. Correo electrónico: luquitomendiondo@hotmail.com

El reparto de las tareas de cuidado se ha convertido en uno de los temas principales en la agenda del feminismo. Sin embargo, este auge de las políticas de igualdad y concilia­ción no se ve correspondido por una mayor igualdad en la forma en que hombres y mujeres internalizan el cuidado ni en las relaciones entre los mismos, lo que nos lleva a pensar que quizá sea necesario un cambio de estrategia. La actual crisis de los cuidados puede ser entendida como un síntoma del malestar entre los sexos que se fue gestan­do a lo largo del pasado siglo XX, y en el cual el desarrollo de las teorías de género y el feminismo de la igualdad tuvieron mucho que ver. El presente artículo pretende una revisión de la idea de cuidado que actualmente manejamos y el contexto desde el que éste viene siendo interpretado, a fin de ofrecer alternativas a dicha interpretación desde el marco que nos ofrece la sexología sustantiva.

Palabras clave: crisis de los cuidados, tareas de cuidado, igualdad, sexos.

THE “CARES CRISIS”: THEORETICAL CLUES TO TACKLE IT FROM THE SEXOLOGICAL PRACTICE

Tbe tasks of care division bas turned into one of tbe principal topics into tbe agenda of tbe feminism. Nevertbeless, tbis summit of equality and conciliation politics is not corresponded by a major equality in tbe form in tbat men and women understand tbe care not in tbe rela­tions between tbem, wbicb leads us to tbinking tbat maybe a cbange of strategy is necessary. Tbe current crisis of tbe cares can be understood as a symptom of tbe discomfort among tbe sexes tbat was preparing tbrougbout last XXtb century, and in wbicb tbe development of tbe gender´s tbeory and tbe equality feminism were very important. Tbe present article tray a review of tbe idea of care tbat nowadays we bandle and tbe context from wbicb tbis one comes being interpreted, in order to offer alternatives to tbe above mentioned interpretation from tbe frame tbat tbe substantive sexology offers us.

Keywords: care’s crisis, tasks of care, equality, sexes.

INTRODUCCIÓN

Sobre las tareas de cuidado se han dicho y se están diciendo muchas cosas. Se lanzan leyes de conciliación, se crean planes de igualdad de oportunidades, se critican estas leyes o estos planes... sin embargo, todas estas iniciativas se refieren a la transformación de aspectos socia­les de índole política o económica y, aunque la presencia de estas reivindicaciones es cada vez más notoria en el marco de las instituciones democráticas, parece que sus logros no son tan­tos como cabría esperar. Estas políticas enca­ minadas hacia la igualdad entre los sexos no se ven correspondidas por una mayor igualdad en la forma en que dichos sexos internalizan el cui­dado ni en las relaciones entre los mismos. Podría decirse que algo falla, pero, ¿qué es ese “algo”?

De acuerdo con numerosos autores hoy podemos afirmar de manera rotunda que el siglo XX fue el siglo de las mujeres.

La Reforma Sexual de los años 30, la poste­rior Revolución Sexual, la posibilidad de con­trolar la procreación a partir del desarrollo de métodos anticonceptivos, la incorporación masi­va de las mujeres al mercado de trabajo, el acce­so a la enseñanza superior o los avances tecno­lógicos son algunos de los cambios producidos durante el pasado siglo que posibilitaron un avance desconocido hasta entonces en el cami­no de la emancipación femenina.

Por primera vez podemos hablar de un suje­to femenino, una universalidad de los derechos, aplicable a ambos sexos.

Las mujeres abandonan sus roles de género tradicionales en busca de una nueva identidad, y ésta afecta, irremediablemente, a lo más pro­fundo de la estructura social y a las relaciones entre ambos sexos.

Los dispositivos de socialización de uno y otra están hoy más próximos que nunca, sin embargo esto no supone, como se pensó o incluso se llegó a desear, la aniquilación de los mecanismos de diferenciación social de los sexos (Lipovetsky, 1999: 12). Los roles antiguos atri­buidos a uno y otro sexo se perpetúan y se com­binan con los nuevos roles modernos.

Si bien es cierto que hoy más que nunca podemos afirmar que lo que hace un sexo es accesible para el otro, las preferencias, la dedi­cación y la implicación emocional de uno y otro sexo para ciertas tareas y espacios vitales sigue siendo diferente. Hombres y mujeres vivimos de forma distinta las diferentes esferas que componen lo cotidiano y esta diferencia no puede achacarse exclusivamente al peso social de los roles tradicionalmente atribuidos a uno y otro sexo.

Los individuos no se determinan sólo a tra­vés de las adjudicaciones socio-culturales –muy a pesar de las teóricas del género o de las defen­soras de la “nueva feminidad”– sino que se da una relación dialéctica entre el individuo y estructuras socioculturales. No estamos com­pletamente definidos por estas estructuras, si bien es imposible sustraerse a ellas.

El cuidado, entendido como el conjunto de tareas encaminadas a posibilitar y sostener la vida humana y donde se enfatiza un compo­nente afectivo y relacional: el cuidar de otros, atender sus necesidades personales, materia­ les e inmateriales, y con límites más amplios que el grupo doméstico, (Pérez Orozco y Del Río, 2002) continúa, a primera vista, siendo cosa de mujeres.

El panorama actual es complicado. Tanto las mujeres como los hombres de hoy somos here­deros de una serie de planteamientos contra­dictorios que dificultan el abordaje de estas cues­tiones y, lo que es más importante, su vivencia.

La llamada “crisis de los cuidados” no es sino un síntoma del malestar entre los sexos que se fue gestando a lo largo del siglo XX y en cuya construcción han tenido mucho que ver los planteamientos del feminismo.

La separación entre lo biológico y lo cultu­ral a partir de la que se desarrolla el sistema sexo/género, que nos ha llevado a perdernos en debates poco fructíferos sobre la igualdad y la diferencia; la apelación constante a la realidad totalizadora del patriarcado, como si realmen­te las mujeres constituyéramos una clase social y olvidando que la cercanía ideológica y políti­ca entre una mujer y un hombre de la misma clase o etnia es mucho mayor que la de dos mujeres de diferente situación socioeconómi­ca o cultural; la imposición de la igualdad en la esfera de lo íntimo y lo privado, como si todas las diferencias fueran realmente fruto de una socialización desigual y opresiva para las muje­res y siendo precisamente en este ámbito don­de las diferencias se hacen más obvias; o el sal­to de la igualdad a la victimización, que no hace si no apelar a las diferencias entre los sexos como fuente de desigualdad, son algunos de los elementos que han contribuido activamente en la construcción del actual enfrentamiento entre los sexos.

No seré yo quien niegue la importancia del desarrollo de estas teorías y de las luchas de las feministas en diferentes focos, que han posibi­litado que las mujeres gocemos hoy de una inde­pendencia desconocida hasta el momento. Pero, precisamente gracias a esta independencia y la libertad que conlleva, podemos ahora analizar, discutir y repensar estas teorías, observar sus consecuencias y plantearnos la necesidad de un cambio de estrategia.

El presente artículo se centra en la revisión de la llamada crisis de los cuidados desde el marco que nos ofrece la Sexología Sustantiva2.

Si entendemos esta crisis como un síntoma del malestar entre los sexos y la relación de pare­ja heterosexual como uno de los contextos don­de este síntoma se manifiesta de manera más rotunda, parece obvia la importancia que la refle­xión sobre las causas y posibles consecuencias de dicha crisis, así como la búsqueda de claves que faciliten su gestión desde el mismo seno de la pareja, tienen para nuestra disciplina, con­cretamente, en su vertiente terapéutica.

LA RECUPERACION DE CONCEPTOS PARA LA COMPRENSION DE REALIDADES

El ritmo acelerado del pulso de las socieda­des occidentales nos lleva con frecuencia a correr hacia el futuro olvidando echar de vez en cuando un vistazo hacia el pasado, incluso hacia el más reciente. En la era de la información, la desinformación está a la orden del día; todos nos permitimos hablar –incluso teorizar– sobre cualquier cosa, nos formamos opiniones a par­tir de las opiniones de otros e, ignorando nues­tra propia ignorancia, nos olvidamos de recu­rrir a las fuentes, de detenernos a mirar qué y por qué ha pasado. No siempre lo urgente es lo importante, pero a menudo nos dejamos arras­trar por la urgencia, lo inmediato y lo práctico. Así, los errores y aciertos del pasado caen en saco roto y se repiten como si de novedades se trataran. Puede que los individuos occidentales, como defienden muchos, hayamos alcanzado un nivel de desarrollo inaudito hasta el momen­to, pero tampoco nuestra falta de memoria his­tórica fue nunca tan grande.

En este apartado, me propongo andar el cami­no que recorrió el feminismo durante el pasado siglo XX –esto es, nuestro pasado más reciente–, pero por una senda diferente a la que se escoge habitualmente al hacerlo: la vía poco transitada que abrieron durante la Ilustración quienes abor­daron la Cuestión Sexual, o sea, de los sexos.

Como ya señalaba Elianor Marx en el siglo XIX3, no se debe confundir la Women Question con la Sexual Question.

Sobre la Cuestión Sexual se asentaron las bases del planteamiento sexual moderno –es decir, el propio de la época moderna a partir de la Ilustración–. Con la proclamación de los dere­chos de los individuos como tales individuos, hombres y mujeres, se situó en un primer pla­no el interés por sus identidades y por lo tanto sus diferenciaciones.

Nos encontramos en un momento de revo­lución, de abolición del absolutismo e implan­tación de los nuevos derechos de los ciudada­nos. Muchos autores señalan la Declaración de los Derechos del Hombre en 1789 como el pun­to más representativo y desencadenante del his­tórico debate en torno a la Cuestión Sexual. Esos derechos excluían a las mujeres, y la respuesta no se hizo esperar. Era inconcebible que se pre­tendiera superar el antiguo régimen excluyen­do a la mitad de la humanidad. No es por lo tan­to de extrañar que el feminismo moderno sitúe su origen en este momento.

La Cuestión de las Mujeres era urgente y, dada su urgencia, llegó a eclipsar la Cuestión Sexual olvidando el fondo de ésta: la Cuestión Sexual puso de manifiesto que era impensable plantear los problemas de uno y otro sexo de manera independiente; el debate se centró en la identidad de uno y otro sexo, o, si se prefie­re, de uno respecto al otro. Mientras la primera –y el feminismo en general– ha utilizado las dife­rencias para denunciarlas como clave de la domi­nación y luchar contra ellas, la Cuestión Sexual puso el acento en el otro lado, convirtiendo las diferencias por razón de sexo en la solución.

Sin embargo, como señalaba más arriba, a lo largo de los siglos siguientes, y en especial duran­te el siglo XX, ha sido la Cuestión de las Mujeres y no la Cuestión Sexual la que más relevancia ha tenido. Cabe ahora preguntarse ¿por qué?, ¿qué pasó con las cuestiones planteadas en aquellos primeros debates en torno a los sexos?

Puleo (1994), Amorós (1997) y otras auto­ras se han detenido en el análisis de este femi­nismo Ilustrado cuyo objeto estaba claro: la uni­versalización real de los Derechos Humanos y la vindicación de un lugar para las mujeres den­tro del proyecto Ilustrado.

Merece la pena recalar ahora en la primera mitad del siglo XX, antes de la llamada Revo­lución Sexual de los años 60 y del apogeo de los movimientos feministas más combativos:

Durante los años 20 comenzó a gestarse en Europa la llamada Reforma Sexual, previa a esa otra Revolución de la que tanto se ha hablado, y que se materializó en la creación de una organización conocida como la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas (LMRS).

Esta organización no duró mucho: de 1921 a 1935. Sin embargo, puede considerarse, al ana­lizar sus diez puntos programáticos, un proyecto ambicioso y del que se obtuvieron grandes logros, algunos de ellos socialmente visibles en nuestros tiempos.

En la monografía dedicada a la LMRS en la Revista Española de Sexología, Ángeles Llorca Díaz (1995) recoge la resolución general del Congreso de Copenhague (1-5 de julio de 1928) en el que se expresa de la siguiente manera el fin primordial de la Liga:

“...hacer lo necesario para que se tomen en cuenta las consecuencias prácticas de los resultados de la investigación de la sexología biológica, psicológica y sociológica para el juicio y la reorga­nización de la vida sexual y amorosa de los seres humanos... La cantidad de personas que han sido víctimas, y que todavía lo son diariamente, de una fal­sa moral sexual, de la ignorancia sexual y de la intolerancia es desacos­tumbradamente grande. Es por ello urgentemente necesario que las cues­tiones sexuales particulares (la cues­tión de las mujeres, la cuestión del matrimonio, la cuestión de la natali­dad, eugénica, las cuestiones de la inca­pacidad para el matrimonio y los no casados, la cuestión de la prostitución, la cuestión de las anomalías sexuales, el derecho penal sexual, la educación sexual, etc.) sean sometidas a una revi­sión según puntos de vista naturales y

unificados y que sean reguladas en el sentido de la sexología.”

En las mismas actas del Congreso de Copenhague se publican las demandas más importantes planteadas por la Liga:

1.       Igualdad de derechos política, eco­nómica y sexual de la mujer.

2.       Liberación del matrimonio (espe­cialmente también del divorcio) de la tiranía actual de la Iglesia y el Estado.

3.       Control de la natalidad en el senti­do de una procreación responsable.

4.       Manipulación eugénica de la des­cendencia4.

5.       Protección de las madres no casa­das y de sus hijos.

6.       Consideración correcta de las variantes intersexuales, especial­mente de los hombres y mujeres homosexuales.

7.       Prevención de la prostitución y las enfermedades venéreas.

8.       Consideración de los desordenes sexuales del impulso no como has­ta ahora, como crímenes, pecados

ovicios, sino como fenómenos más

omenos patológicos.

9.       Un código penal que pene sólo los actos que dañen la libertad de una segunda persona, pero no los mis­mos actos sexuales entre adultos res­ponsables, ejecutados por mutuo consentimiento.

10.    Educación sexual e ilustración sis­temáticas.

Pese a su carácter presuntamente apolítico5, fueron circunstancias políticas las que desenca­denaron el fin de la LMRS: la situación política y financiera mundial había ido a peor desde su fun­dación, y el auge de los fascismos en Europa puso en evidencia la imposibilidad de continuar con un proyecto internacional de estas características.

Tras la Guerra y la caída de los fascismos parece ser que la única línea que se recuperó

en lo referente a teoría sexológica, –esto es, de los sexos– fue la línea combativa y exaltada pro­puesta por Reich.

Como afirma Alicia H. Puleo (1992: 111), para Reich, liberación sexual y liberación políti­ca van a la par. Ambas se implican, ya que por la primera es posible una actitud de rebeldía frente al autoritarismo. La liberación sexual se convierte en el motor de la liberación política. Así, el sexo que se es quedará eclipsado, aban­donado, por el sexo que se hace y éste reduci­do al coito, imponiéndose un modelo genital, masculino y heterosexuante, en el que la impo­sición del orgasmo se ve disfrazada de libera­ción y revolución, perpetuando lo que Foucault llamó la hipótesis represiva:

“...La pregunta que querría formular no es: ¿por qué somos reprimidos?, sino: ¿por qué decimos con tanta pasión, tan­to rencor contra nuestro pasado más próximo, contra nuestro presente y con­tra nosotros mismos que somos repri­midos?” (Focault, 1977: 16).

Entrados los años 60, las teorías reichianas encontrarán respuesta en las teóricas del femi­nismo.

El feminismo como movimiento se plantea, durante la segunda mitad del siglo XX, que la sexualidad tiene que formar parte de una mane­ra central en su agenda. Se reclama al feminis­mo que se cuestione el estatus de la sexualidad en el discurso feminista. Se deja de hablar sólo en términos de agresiones sexuales para hablar de poder: el placer es una fuente de poder y de vida, y no tanto debilitador y corrupto.

Las teóricas feministas van a apoyar el pla­cer y a reclamarlo como derecho, así la sexuali­dad se convierte en un terreno de lucha y deja de ser un campo cerrado que sólo interesa a un pequeño grupo privilegiado.

Bajo el lema de Millet, “lo personal es políti­co”, se subrayaron las repercusiones que tenía el sexismo en las vida doméstica y sexual de las mujeres, e incluso se forzó a los hombres a enfrentarse a los mecanismos que les otorgaban directamente los privilegios de su aceptada hege­monía social/sexual; la familia cayó bajo una estre­cha vigilancia desde que se la situó en el punto de mira como el lugar fundamental de la opre­sión de las mujeres. Resultaba central el trabajo de redefinir los límites biologicistas que habían sido impuestos a las mujeres por los proteccio­nismos del poder masculino. El lema “lo perso­nal es político”, de remarcado carácter emanci­pador, contribuyó, sin embargo, a reforzar la imposición del deber ser frente al propio deseo.

Reich comenzó una lucha por alcanzar un objetivo deseable (materializado en la capaci­dad orgásmica) y esto supuso un cambio en el objeto sexológico: de la relación entre los sexos a la respuesta sexual. Las teóricas del feminis­mo de la segunda ola respondieron a Reich demostrando lo equivocado de sus plantea­mientos y utilizando la respuesta sexual como pretexto para explicar la diferencia femenina y denunciar el androcentrismo impuesto: la sexualidad, reducida a respuesta sexual, conti­núa siendo objeto de lucha.

Centradas en el cuestionamiento de las teo­rías reichianas y la crítica al patriarcado como realidad totalizadora, las teóricas de los femi­nismos de la segunda mitad del siglo XX olvi­daron o perdieron el interés por las vindicacio­nes de esas primeras feministas y el debate en torno a la Cuestión Sexual. Las aportaciones de la primera generación de sexólogos, coetáneos de aquellas primeras feministas, quedaron silen­ciadas por teorías de mayor envergadura políti­ca: de una parte, la revolución sexual empren­dida por Reich como pretexto para la revolución social. De la otra, la respuesta o “contra-revo­lución dentro de la revolución” feminista.

Tanto Reich como estas teóricas construyen su discurso en torno a la represión –ya sea de uno de los sexos frente al otro, ya sea de la sexualidad y el cuerpo como escenario de ésta– olvidando la cuestión de fondo, esto es, la rela­ción entre los sexos.

Ocurrió, por lo tanto, aquello sobre lo que Elianor Marx nos advertía a finales del siglo ante­rior: la Women Question se confundió e inclu­so llegó a absorber a la Sexual Questión.

Retrocedamos un poco, volvamos a 1928 y las demandas fundamentales consensuadas por la LMRS.

Bajo estos diez puntos programáticos, con los que se pretendía una reforma de la moral sexual dominante, subyacen una serie de con­ceptos y planteamientos que quedaron ente­rrados al desviarse la atención de la Cuestión Sexual hacia la Cuestión o Lucha de las Mujeres y, por ampliación, de la teoría de los sexos hacia teorías de poder. La recuperación de estos con­ceptos resulta fundamental para entender la actual relación entre los sexos y buscar salidas.

Estos conceptos y la necesidad de ser recu­perados han sido explicados hasta la saciedad y en incontables ocasiones por Efigenio Amezúa, así como por otros autores entre los que cabe destacar los de aquella primera generación de sexólogos que les dieron forma6. En las siguien­tes páginas me limito a resumir lo que ellos ya expusieron, al considerarlo necesario para la comprensión del modo en el que el discurso en torno a la Cuestión Sexual se fue complicando y alejando de su fin inicial: la comprensión de los sexos.

En primer lugar, la reflexión de la LMRS se asentaba sobre la idea moderna de identidad sexual.

Es a partir de esta idea desde la que se hace posible pensar a la mujer como individuo dife­rente del hombre. Hasta la modernidad la mujer es considerada un hombre inacabado, inferior, incompleto, lo que facilita y justifica la domina­ción masculina. La identidad sexual permite pro­fundizar en la feminidad y la masculinidad, esto es, en lo que hombres y mujeres tienen de dife­rentes y lo que comparten. Hace posible que La Cuestión Sexual se ponga sobre la mesa.

La identidad pasa a ser una necesidad fun­damental del ser humano, constituye la per­cepción última que cada individuo tiene de sí mismo, el conocimiento subjetivo a partir del que cada uno toma conciencia de ser quien es. La adquisición de esta identidad sexual –hoy lla­mada de género– va más allá de los límites de la determinación natural, pero no por ello pode­mos considerarla independiente de ésta.

Desde la perspectiva de género, persistien­do en el empeño de considerar toda diferencia fruto de la socialización, Almudena Hernando (2000:104) afirma que la identidad consiste básicamente en desarrollar mecanismos cog­nitivos que nos permitan tener sensación de que controlamos en medida suficiente la rea­lidad, independientemente del control real en sí que tengamos –y añade: Desde este punto de vista cabe decir que no existen identidades naturales o dadas. (...) Todos, hombres y muje­res, cazadores y agricultores, epipaleolíticos o post-industriales, somos idénticos en el momen­to de nacer. Me parece que la equiparación de estos ejemplos es un tanto precipitada, pues, si bien carezco de herramientas para negar la igual­dad prenatal del ser humano epipaleolítico y el post-industrial –aunque posiblemente no sea real si tenemos en cuenta la influencia de la cul­tura en el desarrollo biológico tanto a nivel filo-genético como ontogenético– y coincido con la autora en que la profesión o dedicación de los hombres y mujeres no viene determinada por su biología, las diferenciación sexual tiene un origen prenatal. Hombres y mujeres somos dife­rentes en el momento de nacer. Nuestra iden­tidad se construye a partir de esta sexuación, siendo, por lo tanto, sexual.

Junto a la identidad sexual, encontramos en los planteamientos de esta primera gene­ración de sexólogos otros conceptos de espe­cial relevancia para evitar caer en dicotomías obsoletas: por un lado la diferenciación sexual, que alude al proceso de sexuación –aunque este término será posterior– a partir del cual cada uno nos constituimos como esta mujer o este hombre concretos dentro del continuo de los sexos.

El continuo de los sexos, esto es, de los carac­teres propios de cada uno de los sexos, permite explicar esta diferenciación o, lo que viene a ser lo mismo, la construcción de la propia identidad sexual –y sexuada– de los individuos.

Para la explicación de esta diferenciación, Hunter –ya en 1869– habla de los caracteres sexuales primarios y secundarios tomando su nomenclatura directamente de Darwin.

Los caracteres sexuales primarios serán aque­llos propios de cada sexo en exclusividad, esto es, los órganos y funciones asociados a la repro­ducción. Se denominaron secundarios aquellos caracteres que siendo dominantes en uno de los sexos no eran exclusivos de éste. La dife­rencia entre primarios y secundarios no reside, por lo tanto, en que se traten de rasgos bioló­gicos o sociales como afirmaba el anterior para­digma y se ha seguido manteniendo incluso has­ta nuestros tiempos, sino en criterios de exclusividad o compartibilidad por cada uno de los sexos.

Ya finalizando el siglo XIX, en concreto en 1894, Havelock Ellis esbozó la idea, en conjun­ción con las anteriores, de los caracteres sexua­les terciarios para referirse a aquellos rasgos, gestos y conductas que, aunque atribuidos a uno u otro sexo, eran intercambiables y flexi­bles según factores de adaptación. Esta idea se corresponde con lo que hoy conocemos como roles sexuales –o de género.

Con la adopción del sistema sexo/género por parte del feminismo, estos conceptos se vieron convertidos en objeto de polémica y tachados de la lista de “conceptos útiles para la elaboración teórica” por ser considerados excesivamente bio­logicistas y culpables de la perpetuación del androcentrismo. Si nos detenemos a analizar estos conceptos, su origen y aquello que pre­tendían definir, veremos que esta acusación es falsa y probablemente se vio promovida por inte­reses ajenos a la descripción de la realidad y más vinculados a la lucha por el poder de la que hablaba más arriba:

En primer lugar, las críticas fueron producto de la errónea división entre lo biológico o “natu­ral” y lo sociológico o “cultural”; la división bio, socio –a la que, con Freud, se añadió lo psico–, cuya existencia real es más que cuestionable.

Por otra parte, en el empeño en entender estos caracteres como fruto del androcentris­mo imperante, se critican por ser inmutables y adscribir, por lo tanto, a cada sexo a unos roles que mantienen la dominación masculi­na. Sin embargo, desde el planteamiento ini­cial de estos caracteres resulta obvio que, den- tro del continuo de la diferenciación de los sexos, sólo los primarios resultan exclusivos de uno de los sexos, siendo los secundarios más comunes a ambos y los terciarios fácil­mente intercambiables o modificables, esto es, culturalmente flexibles. De hecho, esta fle­xibilidad y la necesidad de un cambio en la estructura moral sexual fueron el objeto de la Cuestión Sexual que ponía sobre la mesa la imposibilidad de plantear la realidad de un sexo sin referencia al otro.

Con el sistema sexo/género, el sexo, ligado a lo natural y supuestamente inmutable o más difícilmente modificable, vuelve a verse reduci­do a lo genital, como venía entendiéndose en el anterior modelo reproductivo. Si antes se hablaba de reproducción, la teoría reichiana y las aportaciones feministas comenzarán a hablar de placer pero en ningún caso abandonarán el paradigma antiguo, el locus genitalis.

Podemos entender los sexos desde un plan­teamiento dimórfico, hombre-mujer, aceptan­do por lo tanto una esencia masculina y otra femenina –como se viene haciendo desde las teorías basadas en la doble realidad sexo/géne­ro– o desde el planteamiento de la intersexua­lidad a partir del cual pueden comprenderse muchas cuestiones y desarrollarse nuevas vías explicativas más coherentes con la realidad.

Este concepto, introducido por Magnus Hirschfeld a finales del siglo XIX, hace referen­cia a un sexo que se va haciendo en un continuo cuyos polos son dos representaciones teóricas y “extremas”de tal forma que cada individuo es un punto, un grado dentro de un continuo. Ésta será, a mi entender, la idea clave para comprender definitivamente el continuo de los sexos como el marco necesario para el planteamiento de la Cuestión Sexual y cada una de las cuestiones par­ticulares que la conforman.

Estas representaciones extremas (hombre-mujer) no son realidades absolutas sino que son constructos sujetos a la moral cultural y al ima­ginario social de cada momento. En la medida en que cambie este imaginario social cambiarán también estas representaciones. Es preciso insis­tir en que esta idea de intersexualidad tiene muy

poco que ver con el carácter patológico que se le ha atribuido posteriormente. Este carácter patológico es fruto, de nuevo, del empeño en mantener el sexo adscrito al ámbito de lo geni­tal y considerar que hombres y mujeres son, y han de ser, estructuras perfectamente diferen­ciadas y mutuamente excluyentes.

Como se desprende de sus puntos progra­máticos, la LMRS puso un empeño fundamen­tal en la consideración correcta a partir del estu­dio científico u observación de los estados intersexuales y no bajo la luz de la normatividad y los prejuicios morales.

Con Foucault entenderemos cómo esta pato­logización de lo sexual, esta implantación per­versa por parte del discurso médico, que tiene su origen en la publicación de la obra Psycho­pathía sexualis por Kahn en 1844, no es sino una nueva forma de perpetuación de los anti­guos juicios morales en torno al sexo, entendi­do éste desde el locus genitalis. Desde este movimiento, avalado por la supuesta objetivi­dad y la autoridad de la ciencia médica, todas las manifestaciones sexuales no acordes con su fin reproductivo serán consideradas aberracio­nes o perversiones. El antiguo pecado se revis­te de realidad científica y se convierte en enfer­medad. Lo normal combate a lo patológico igual que desde antiguo el bien combatía al mal. Este movimiento alcanza su cumbre más alta con la publicación en 1886, de otra obra de igual nom­bre (Psychopathia sexualis) por Krafft Ebing, y convive con el otro planteamiento, el realmen­te moderno de la Sexología, hasta nuestros días. De hecho, más que convivir ha llegado a eclip­sarlo, contribuyendo con el psicoanálisis –que también vio la luz en la misma época– a la desac­tivación del nuevo paradigma planteado desde la Cuestión Sexual y a la perpetuación de los antiguos cánones normativos encubiertos por nuevas escalas y nomenclaturas:

“¿Acaso la puesta en escena del sexo no está dirigida a la tarea de expulsar de la realidad las formas de sexualidad no sometidas a la economía estricta de la reproducción: decir no a las activi‑

dades infecundas, proscribir los place­res vecinos, reducir o excluir las prác­ticas que no tienen la generación como fin? A través de tantos discursos se mul­tiplicaron las condenas judiciales por pequeñas perversiones; se anexó la irre­gularidad sexual a la enfermedad men­tal; se definió una norma de desarro­llo de la sexualidad desde la infancia hasta la vejez y se caracterizó con cui­dado todos los posibles desvíos; se orga­nizaron controles pedagógicos y curas médicas; los moralistas pero también (y sobre todo) los médicos reunieron alrededor de las menores fantasías todo el enfático vocabulario de la abomi­nación...” (Foucault, 1977: 48).

Encontramos, por lo tanto, un entramado de discursos que se fueron complicando a lo largo del siglo XX y que dificultaron la com­prensión y profundización de la Cuestión Sexual, desviando la atención hacia otros focos desde los que se perpetua el conflicto más que ofre­cen soluciones. El feminismo puede entender­se como uno de estos focos de conflicto y ter­giversación de términos, junto al psicoanálisis y la patologización de lo sexual.

No pretendo entrar a juzgar u oponerme al movimiento feminista como frente de lucha contra la desigualdad social, ni mucho menos plantear la necesidad de su desaparición como harán muchas de las teóricas neofeministas. Pero sí quiero destacar la necesidad para el pro­pio feminismo de abrirse a nuevos plantea­mientos, a otros paradigmas, desde los que abordar la Cuestión de las Mujeres. La Sexología Sustantiva, esa que quedó silenciada por el auge de la patología sexual y las teorías psico­analíticas y en cuyo olvido han tenido mucho que ver las teorías feministas, puede darnos muchas claves para la comprensión de la situa­ción actual y su posible solución encaminada no a la supremacía o el poder de un sexo sobre el otro, sino a la superación definitiva de la represión en pro de la convivencia y la com­partibilidad de los sexos.

La compartibilidad, unida a las ideas anterio­res –identidad, continuo de los sexos, caracteres sexuales e intersexualidad– será la pieza que com­plete el puzzle de la Cuestión Sexual. Aludiendo, por una parte, a lo que cada individuo tiene del otro sexo: aquellos caracteres secundarios y ter­ciarios de los que hablaba Ellis y que nos permi­ten situarnos en un plano diferente al dimorfis­mo sexual; y, por otra, a lo que hombres y mujeres tienen en común y a sus diferencias.

Si los criterios de igualdad nos llevan a pen­sar en la compatibilidad entre los sexos, serán precisamente las diferencias las que nos hagan comprender que hombres y mujeres no somos ni tenemos que ser compatibles en todo sino que somos compartibles, pues es precisamen­te lo que tienen de distinto lo que un sexo pue­de compartir con el otro.

HACIA UNA DEFINICION DEL CUIDADO

“Tareas de cuidado”, “tareas del hogar”, “cui­dados”, “tareas domésticas”, “trabajo domésti­co”, “trabajos de cuidados”... son algunos de los términos que se vienen usando para abordar un tema tan complejo como central en las actuales reivindicaciones feministas. Los cuidados han alcanzado hoy una centralidad desconocida ante­riormente dentro de la agenda política, así como en investigaciones académicas y en las discusio­nes cotidianas que la gente de a pie mantiene.

Pero, ¿a qué nos estamos refiriendo?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cuidados? y, más concretamente, ¿de qué hablamos cuan­do hablamos de crisis de los cuidados?

En muchos de los estudios e investigacio­nes que se han realizado en torno al tema, la definición del término “cuidados” queda subor­dinada a cómo se puede insertar en la lógica del sistema capitalista y, por lo tanto, la definición nace constreñida, nace para adaptarse a un esquema ya existente.

Así, Agullo Tomás (2002: 30) define el cui­dado de la siguiente manera:

“Uno de los criterios utilizados para definir una actividad como cuidado, es que la persona a la que vaya dirigi‑

da la actividad no pueda satisfacer por sí misma sus necesidades. Las activi­dades de cuidados quedarían limita­das, por tanto, a las dirigidas a colec­tivos muy específicos, como los niños y niñas o las personas mayores depen­dientes. Los límites entre los cuidados y otras actividades no remuneradas son, a veces, difusos. Actividades como lim­piar o preparar comidas forman parte claramente del trabajo doméstico, pero podrían ser entendidas como activida­des de cuidado si se realizan para otra persona que no es capaz de realizarlas por sí misma”.

Tomando esta definición como ejemplo de la idea de cuidado que se viene utilizando des­de las investigaciones sociológicas y psicoso­ciales, encuentro en ella una serie de sesgos que cabe ahora destacar.

Para empezar, considera la autora implícita­mente que no todas las personas son depen­dientes, sino sólo unos determinados colecti­vos. Olvida que todos somos dependientes y necesitamos ser cuidados, dependemos de los demás. No podemos centrar el análisis única­mente en aquellos colectivos más “desvalidos” porque esta idea reproduce la invisibilización de una realidad mucho más amplia y compleja.

El segundo sesgo que encuentro es la con­sideración de que dentro del término “cuidados” sólo entran aquellas actividades que se realizan para otras personas. ¿Dónde queda entonces el autocuidado? ¿Acaso cuidarse a uno mismo no es cuidar también a los demás?

En la mayor parte de las definiciones, el cui­dado se ve reducido al grupo doméstico. Siendo el hogar el espacio propio de éste y enfatizan­do, con el uso de este término, trabajo domés­tico, el componente material de esas activida­des gratuitas: limpiar la casa, hacer la compra y la comida, lavar la ropa...

“Frente a esa “materialidad”, se sitúa la idea de trabajos de cuidados, donde el acento se pone en una componente afec‑

tiva y relacional, el cuidar de otras/os, atender sus necesidades personales, materiales e inmateriales –ayudar a un/a niño/a a hacer la tarea, acompa­ñar a tu pareja al médico– y con lími­tes más amplios que el grupo doméstico –también puedes acompañar a la médi­ca a tu vecina–. Y luego vino el trabajo familiar, en respuesta a ese complejo mundo de instituciones con las que hay que lidiar –la escuela, los servicios socia­les, la seguridad social, el banco, el segu­ro...– y a las que hay que dedicar tanto tiempo (¡los papeleos!) y esfuerzo men­tal. Así que, ahora, no sabemos muy bien como nombrarlo: trabajo doméstico y de cuidados, trabajo familiar y domés­tico, o cualquiera de las posibles com­binaciones con estos u otros términos.” (Pérez Orozco y del Río, 2002).

Al hablar de “tareas de cuidado” –o trabajos de cuidados– a lo que se pretende hacer refe­rencia es a este conjunto de elementos, emo­cionales, relacionales y materiales, que confor­man el cuidado de la vida, sin los cuales ésta no sería posible.

Lo más común a la hora de reivindicar estas tareas y señalar su importancia ha sido intentar traducirlas en términos monetarios –lo que supondría económicamente pagar esos traba­jos–o en términos de tiempo –¿cuántas horas al día dedican las personas a este conglomerado de tareas?

Pero, aunque estos análisis resulten intere­santes en tanto que señalan, al menos, la exis­tencia de esta realidad, siguen constriñéndose a términos cuantitativos y económicos que dejan de lado otros muchos aspectos de vital impor­tancia, en especial la afectividad implícita en estas tareas.

La lógica del cuidado, del mantenimiento de la vida, no es asimilable a la lógica del mercado aunque éste sobreviva gracias a la existencia de la primera y haya asumido los cuidados como un elemento externo positivo, que ocurre fue­ra de lo público y de forma natural.

Para entender los cuidados desde esta nue­va perspectiva, se impone la necesidad de cues­tionar profundamente uno de los ideales de nuestros tiempos que más se está arraigando en nuestro imaginario, que va de la mano del capitalismo, y que entra en absoluta contradic­ción con el funcionamiento de la vida: la idea de que los individuos somos independientes unos de otros y que el mercado puede solven­tar todas nuestras necesidades.

Esta idea, unida a una determinada coyun­tura económica, política y social está condicio­nando que la visión de cuidar y de ser cuidado sea, a todas luces, negativa.

No queremos ser una carga para nadie, y que nadie sea una carga para nosotros, pero eso es obviar que todos necesitamos ser cuidados, en el día a día y, especialmente, en determinados momentos del ciclo vital como pueden ser la niñez o la vejez.

Como señalan Precarias (2002:98), esta des­valorización del cuidado tiene que ver con una epistemología donde la civilización se entiende como desapego progresivo de todos los víncu­los con la naturaleza; el hombre es hombre en tanto que piensa y trasciende su condición natu­ral/animal. Así, el cuidado representa los nexos más básicos e inevitables con lo natural, con los cuerpos, con las emociones. Tiene muy poco de trascendente y mucho de inmanente. La des­valorización de los cuidados no es ajena a la des­valorización del medio ambiente, a una socie­dad destructiva del entorno, a la negación de los cuerpos.

Desde las diferentes corrientes feministas que se sucedieron a lo largo del siglo pasado, se seña­laron y denunciaron la dependencia económica que sufrían las mujeres respecto de los hombres, sobre todo cuando éstas no se habían incorpo­rado al mercado laboral. Pero parece que se olvi­daron de hablar de la dependencia de estos mismos hombres hacia las mujeres respecto a las tareas del cuidado.

Las tareas del cuidado, del mantenimiento de la vida, tan difíciles de sistematizar por su transversalidad, por su combinación de ele­mentos materiales e inmateriales, objetivos y

subjetivos, han sido desplazadas de la atención que se merecían y han sido invisibilizadas. Han sido asumidas como naturales y, por ello mis­mo, desprestigiadas. Tradicionalmente estas tareas han sido realizadas fundamentalmente por las mujeres, y sólo ahora que se empieza a hablar de una crisis en las cadenas del cuidado es cuando nos percatamos de que algo tan sen­cillo y tan complicado como es cuidar era reali­zado por alguien.

Se han priorizado las necesidades del mer­cado sobre las necesidades humanas básicas, y esto no se puede sostener en tanto que no es posible crear bienestar teniendo como base el malestar de las personas.

Desde el llamado ecofeminismo, Bosch, Amorosio y Fernández Medrano (Carrasco y cols., 2003:45) señalan como la “labor”, entendida ésta como atender las necesidades vitales producidas en el proceso biológico del cuerpo humano, ha sido despreciada desde antiguo por entenderse como una esclavitud de la necesidad.

Las actuales teorías ecofeministas –herede­ras de los presupuestos del feminismo cultural o radical de los setenta–, sostienen que la acción destructiva del varón –cultura– nos ha llevado a la situación actual en la que el planeta se encuentra en peligro de extinción, y que la tarea de la mujer, como portadora de valores tales como la capacidad de cuidado, la paz, la mater­nidad, etc, es la reconciliación con la naturale­za, la salvación del mundo.

Estos planteamientos llevan la división entre naturaleza y cultura a su máxima expresión, aso­ciando, además, todo lo que la humanidad tie­ne de negativo al varón y la cultura y ensalzan­do la bondad de la mujer y la naturaleza. Afirman, como señala Posada Kubissa (2002:42), una diferencia tajante entre los valores de ambos sexos y condenan al sexo femenino a un proto­tipo idéntico al proclamado por la tradición patriarcal. Además, refuerza la condena del sexo masculino y la consecuente victimización del femenino y convierten el cuidado en una dimen­sión exclusivamente femenina. Sin embargo, sus esfuerzos por recuperar el valor de lo “natural” y la desafiante crítica que llevan a cabo del sis- tema capitalista, me parecen de gran utilidad al abordar el tema que ahora me ocupa.

De lo expuesto anteriormente se despren­den algunas ideas claves para la reconceptuali­zación del término cuidado a partir de las que hilar esta revisión. Así, entiendo por cuidado, o cuidados, lo siguiente:

Bajo el nombre de cuidado se agrupan toda una serie de tareas y actitudes que conforman la base sobre la que se asienta la vida humana y sin las que ésta no sería posible. Se trata pues de una realidad transversal a todas las facetas de la vida, con varias dimensiones materiales, emo­cionales, afectivas y relacionales mediante las que los sujetos cubrimos nuestras necesidades y que tiene una lógica propia diferente a la lógica del mercado e irreconciliable con la de éste.

En esta definición me refiero al cuidado como conjunto de tareas y actitudes, a fin de enfatizar que el cuidado no implica sólo la rea­lización de algunas cosas concretas –como las tareas domésticas o el jugar con los hijos– sino que se compone también de una serie de acti­tudes frente a la vida entre las que se encuen­tran una concepción del bienestar como equili­brio emocional –y no sólo como bienestar económico–, y el aceptar que todos somos inter­dependientes. Así, cuidar implica también cui­darse a uno mismo y dejarse cuidar por los otros.

Sobre estas tareas y actitudes se asienta la vida humana en tanto que es imposible el bie­nestar social sin el bienestar de sus individuos. Y digo humana porque no es ahora mi labor entrar a discutir el cuidado en otras especies y porque, lejos de lo que algunas corrientes de la diferencia pretenden, el cuidado no es una cua­lidad o una capacidad exclusiva de las mujeres, sino que el ser humano en sus dos modos, hom­bres y mujeres, necesita cuidar y ser cuidado.

Es una realidad transversal a todas las face­tas en las que queramos parcelar la vida. Por lo tanto no se reduce a un espacio concreto: el doméstico, ni puede ser completamente cubier­ta por una sola persona o un grupo concreto, por ejemplo la familia.

El cuidado consta, principalmente, de cua­tro componentes:

·      Un componente o dimensión material o pro­ductivo que conforman todas las tareas que se realizan con el fin de cubrir necesidades y generar bienestar en los receptores.

·      Una dimensión emocional que engloba todas las emociones suscitadas por el hecho de realizar esas tareas, tanto en quien las reali­za como en el receptor de las mismas.

·      Un componente afectivo, en tanto que esta interacción –cuidar y ser cuidado– es media­da por una serie de vínculos y genera o pue­de generar nuevos afectos.

·      Y una dimensión relacional, ya que según la relación en la que se produzca –las rela­ciones son el contexto del cuidado– se con­cretará en unas tareas u otras: no cuidamos de igual modo a un amigo que a nuestra hija, a nuestros padres o a nuestra compa­ñera de trabajo.

Por último, he querido enfatizar que el cui­dado sigue una lógica propia basada en la inter­dependencia o la realidad de que todos somos dependientes; la afectividad, la implicación emo­cional y la imposibilidad, en tanto que es una realidad transversal, de ser cuantificable ni redu­cible a un espacio concreto que es opuesta e incompatible con la lógica del mercado.

La lógica del cuidado es transversal a todas las facetas de la vida y tiene un importante com­ponente afectivo y relacional. Tanto las políti­cas de igualdad de oportunidades como la mayoría de las críticas hechas a estas políticas obvian este hecho y redefinen el cuidado des­de la lógica del mercado, reduciéndolo a su componente material o productivo, limitando o confundiendo este conglomerado con las tareas de simple mantenimiento.

Considero que estas lógicas son diferentes e irreconciliables, y que parte de esta “crisis de los cuidados” es fruto de la confusión entre ambas o del intento de poner una por encima de la otra, así como del nivel de confusión y la amalgama teórica de la que somos herederos.

Por una parte disfrutamos, en ocasiones sin saberlo, de los logros del feminismo de la igual­dad en la esfera pública. Y resulta que estos logros han ido en aumento a medida que se ha ido construyendo el modelo victimista desde el que se ha conseguido la imposición de sus leyes protectoras a los foros políticos: desde el endu­recimiento de las penas por violación hasta las leyes de paridad y conciliación pasando por todo el entramado legal y mediático en torno a la lla­mada violencia doméstica o contra las mujeres.

Al mismo tiempo, a lo largo de las últimas décadas otro feminismo, el que apela a las dife­rencias, ha ido cobrando fuerza, sacando a la luz las diferencias biológicas y la especificidad de roles y criticando al universal por ser masculi­no, heterosexuante y blanco.

La presencia de las mujeres en los círculos de poder político va en aumento, las políticas de paridad gozan de una cada vez mayor acep­tación social, la inclusión de las mujeres en el mundo laboral y académico hace tiempo que dejó de ser sólo un deseo, encontrando, en los países desarrollados más chicas que chicos entre los estudiantes universitarios.

Lipovetsky (1999: 243) señala cómo el triun­fo en el seno de las organizaciones y el poner la mirada en puestos de responsabilidad se ha con­vertido en un objetivo femenino mediatizado y socialmente legítimo. Sin embargo, el fenóme­no del glass ceiling continúa lejos de ser un mito: como denuncian las principales teóricas de la economía feminista, la proporción de para­das continúa siendo mayor que la de parados, los sueldos de las mujeres menores que los de sus compañeros varones, y, aunque el número de mujeres entre los dirigentes de las empresas y los políticos vaya en aumento, las esferas de poder financiero y político continúan siendo espacios mayoritariamente masculinos.

Este fenómeno suele explicarse a partir de estereotipos sexuales que presentan a las muje­res confinadas en un repertorio de actitudes poco valoradas en la esfera profesional: más emocionales, con menos iniciativa, menos lucha­doras, con menor grado de implicación en la empresa... que desencadenan actitudes sexistas dentro de la empresa. Estereotipos que, a mi entender, no son sólo estereotipos sino que se fundamentan en la observación de actitudes realmente más habituales entre las mujeres que entre los hombres. Y, sin ánimo de ofender a nadie, ya que no considero que estos calificati­vos –ser más emotivas o implicarse menos en la empresa, por ejemplo– sean negativos, basta con pasar una jornada laboral en una oficina para percibirlos.

Los hombres han copado el poder político y financiero. Bien, ¿y cuál es el problema? El sis­tema financiero y político tiene una lógica deter­minada, una escala de valores propia, es como es en base a unos principios. Quien quiera for­mar parte de las altas esferas de este sistema sabe que ha de acatarlos, independientemente de su sexo. Entre estos valores está la implica­ción absoluta con la empresa –o el partido, la institución...– la competitividad, las habilidades sociales, el control de las emociones y otra serie de premisas opuestas a la lógica de los cuida­dos. La conciliación entre dos lógicas opuestas parece más bien difícil y es lo que se pretende desde el feminismo institucional cayendo en la trampa de supeditar una de estas lógicas a la otra: los cuidados adaptados a las necesidades del sistema.

Sin un replanteamiento radical del sistema socioeconómico y una revalorización de la lógi­ca de cuidados, la única opción para las muje­res (y los hombres) que deseen formar parte de su cúspide parece ser la renuncia a otros valo­res, considerados tradicionalmente femeninos, o el acatar “apaños” como los propuestos por medio de las leyes de conciliación.

Se da por hecho una mayor importancia de la vida pública y la producción relegando los espacios privados y las tareas asociadas a éstos –entre las que el cuidado tiene un papel cen­tral– a un segundo plano de menor importan­cia y reconocimiento social. Así, sólo se “pelea” la igualdad en lo público, entendiendo el pres­tigio social, el trabajo asalariado, etc, como metas deseables que gozan de un reconocimiento social mientras que la igualdad en lo privado vie­ne definida como una obligación al servicio de la anterior.

Es necesario dejar de percibir las tareas “domésticas y de cuidado” como cargas negati­ vas, tanto desde las instituciones públicas como desde el conjunto de la sociedad. Como pro­ponen algunas autoras (Pérez Orozco, Precarias), este momento de crisis de los cuidados es el ideal para comenzar este cambio.

Por otra parte, encuentro en todas estas crí­ticas el presupuesto de que sólo las mujeres cui­damos y somos capaces de cuidar. La conside­ración de la lógica del mercado como una lógica en exclusividad masculina y de los cuidados como una esfera femenina.

Si tenemos en cuenta que los cuidados no se reducen al ámbito de las tareas domésticas –históricamente adscritas a las mujeres–, sino que se componen de una serie de tareas y acti­tudes mucho más amplias con diferentes com­ponentes, me parece erróneo, además de injus­to, afirmar que la lógica del cuidado sea exclusivamente femenina, como si los hombres, por el hecho de serlo, no fueran capaces de cui­dar y, de hecho, no lo vengan haciendo tam­bién desde antaño.

MUCHO MAS ALLA DE LAS POLÍTICAS DE IGUALDAD:
LA INTERNALIZACIÓN DEL CUIDADO POR PARTE DE HOMBRES Y MUJERES. LO “POLÍTICAMENTE CORRECTO” Y EL MALESTAR QUE GENERA EN AMBOS SEXOS:

Pese al hueco que poco a poco se van abrien­do las teorías feministas de la igualdad en el ima­ginario social y la escalada –lenta pero tangible– de las mujeres hacia el poder público, las rela­ciones entre hombres y mujeres a penas han progresado en los últimos años. Incluso, pue­de afirmarse que con la ayuda del individualis­mo y la imposición de la autosuficiencia como valor deseable, han empeorado. Mientras más claro se va teniendo y más deseable parece que lo que hace un sexo en el espacio público es perfectamente accesible para el otro y que hom­bres y mujeres podemos asumir y disfrutar de esta igualdad, más se complica la relación entre los sexos en lo privado7.

Es más, considero que si en lo público se impone la necesidad de pelear esa igualdad –aunque, como he intentado explicar, no con‑

sidero que la estrategia actual sea la adecuada– en lo privado esa igualdad no sólo no es posi­ble sino que tampoco es deseable.

Como marco para la explicación de esta afir­mación he tomado la relación de la pareja hete­rosexual como unidad mínima familiar en la que se expresa de manera más obvia la incompati­bilidad entre ser iguales y ser sexos y donde con más frecuencia se materializa la actual “crisis de los cuidados”.

Sin embargo, donde dice pareja podríamos hablar de cualquier otra relación entre hombres y mujeres donde entre en juego el cuidado. La relación padres-hijos/hijas, la convivencia entre amigos o compañeros de piso, los grupos de iguales, etc. serían otros marcos en los que el síntoma –la crisis de los cuidados– se materia­liza, aunque, como señalaba al explicar la dimen­sión relacional del cuidado en mi definición, lo hace de forma diferente.

Es a partir de la segunda mitad siglo XX, cuando al “Todos los hombres son iguales” se le alerta con un “Oye, ¡Y las mujeres también!”; cuando vemos que, a la hora de compartir la cotidianidad, lo que se encuentran son dos per­sonas con dos proyectos de vida individuales e independientes.

Desde entonces, se hace más perceptible el hecho de que las expectativas y las experiencias que hombres y mujeres asocian a términos como amor o cuidado son diferentes y, por pri­mera vez en el decursar histórico, no coinciden en puntos importantes.

En la medida que las mujeres se ven a sí mis­mas también como personas y sus deseos tras­cienden del cuidado del otro y de la familia, ya no aceptarán tácitamente que estos deseos no puedan verse realizados: si tú y yo somos igua­les, si te he demostrado que puedo manejarme y mantenerme, autogestionar mi vida como tú, y además yo puedo cuidarte, comprenderte, mantener el equilibrio, tú también puedes y debes hacerlo.

El modelo fordista del hombre proveedor y protector y la mujer sumisa y cuidadora ya no es válido. Las mujeres y los hombres de ahora no queremos adaptarnos a esos estereotipos que implican desigualdad y sometimiento del uno al otro (de la una al otro, en la mayor par­te de los casos):

“La ventaja de los antiguos estereotipos sexuales es que al definir clara y rígi­damente los espacios de control y toma de decisión, garantizaban (en la pare­ja heterosexual) una menor conflicti­vidad intradiádica por el ejercicio de poder: la cocina, la microeconomía, la educación de los hijos, la aceptación del encuentro sexual, las relaciones sociales, el mantenimiento de las tra­diciones y costumbres familiares, etc. para la mujer. La macroeconomía, las decisiones de los grandes cambios, la defensa, la obtención de manutención y sustento, la introducción de elemen­tos nuevos, etc. para el hombre.” (Pérez Opi y Landarroitajauregi. 1995: 157).

Evidentemente este marco es inaceptable para muchas de las parejas heterosexuales actua­les, fundamentalmente para las mujeres. Se impone la necesidad de renegociar en la inti­midad de la pareja estos roles sexuales –llama­dos hoy de género.

En lo referente a los cuidados, que, insis­to, va mucho más allá de la realización de las tareas domésticas, ¿quieren realmente las muje­res abandonar su rol? Personalmente, consi­dero que no. Las mujeres no quieren desha­cerse de su deber de cuidar, sino que quieren que ellos también cuiden, y, no sólo que cui­den, sino que además lo hagan del mismo modo que lo hacen ellas.

Al concebir las diferencias como síntomas de que la igualdad deseada no es posible e inter­pretarlas como incompatibilidades, la renego­ciación de estos roles resulta complicada. Ante el deseo de igualdad, los miembros de la pare­ja heterosexual olvidan que son sexuados y que lo son también sus deseos, expectativas, com­portamientos y actitudes.

Los esfuerzos nulos por eliminar estas dife­rencias llevan a la frustración y provocan situaciones insostenibles que producen un gran malestar, como las que encontramos en el espa­cio de lo íntimo –puesto que la entrega y satis­facción del deseo erótico de la pareja también puede ser entendida como una forma de cui­dado– y ya denunciaban Bruckner y Finkielkraut (1979) –entre otros– en la década de los 70: el deber de orgasmo “impuesto” por Reich a las mujeres y el desconcierto del hombre hetero­sexual ante su incapacidad para disfrutar como su compañera8.

Además, de la idea de autosuficiencia aso­ciada a esta igualdad nacen otros motivos de desconcierto: la interdependencia que se gene­ra en el seno de la pareja, se interpreta como algo negativo. El exagerado valor que nuestra sociedad otorga a la independencia, provoca que ambos miembros de la relación conside­ren necesario eliminar toda dependencia, lle­gando incluso a evitar cualquier relación en la que nuestra dependencia de los otros se pon­ga de manifiesto.

A este respecto, la siguiente afirmación de una chica adolescente9 hablando sobre sus deseos para el futuro ilustra con mucha claridad el valor negativo que actualmente le otorgamos a la dependencia. Tras explicar que ni formar una familia ni la convivencia en pareja forman parte de sus expectativas de futuro, M. dice:

“ ...yo eso no lo quiero para nada, yo no quiero estar dependiendo de nadie a lo largo de mi vida... yo prefiero tener una vida como más mía, ¿sabes? Y no por egoísmo, si no simplemente que nadie dependa de ti y tú no depen­der de nadie...” (Chica, 16 años. Madrid, 2005).

Así, la igualdad y la independencia se sitúan en el centro de los valores deseables en un tipo de relaciones que se asientan en el deseo del otro, que es otro biográficamente sexuado y por lo tanto diferente de mi –en el caso de las parejas heterosexuales es además un otro sexuado de un modo diferente al mío– y la mutua dependencia.

La compartibilidad y su importancia clave en las relaciones entre los sexos no se tiene en cuenta y se menosprecia frente a la supuesta igualdad.

DOS ESTILOS DE CUIDADO SEXUADOS

Numerosas investigaciones en Psicología Diferenciall0 y Sexología ponen de manifiesto que la diferencia en estos estilos de comunica­ción no es sólo atribuible a la educación o socia­lización diferencial de los individuos. Esto es, no sólo se trata de un rol social –y sexual– apren­dido y modificable, sino que en la sexuación de estos comportamientos intervienen otros fac­tores o elementos sexuantes.

Así, encontramos diferencias sexuales a nivel neuronal. El cerebro masculino, por influencia de la testosterona fetal y postfetal tiende a lateralizarse más mientras que en el cerebro femenino se establecen más conexio­nes interhemisféricas:

“Ineludiblemente, los hombres –por ser­lo– tienden a ser más digitales e ins­trumentales (sus hemisferios cerebrales están menos intercomunicados o su cerebro está más lateralizado) y las mujeres –por serlo– tienden a ser más analógicas o expresivas (sus hemisfe­rios tienen muchas más neuronas de conexión estando su cerebro funcio­nalmente menos lateralizado)” (Pérez Opi y Landarroitajauregui, 1995).

Pero, aún si éstas u otras evidencias bioló­gicas no existieran, ¿por qué habría de ser desea­ble que desaparecieran tales diferencias? ¿Qué nos hace pensar que un estilo de cuidado es más válido que el otro? Si todos expresáramos de igual modo nuestros afectos, si cuidáramos a los demás del mismo modo, ¿no estaríamos perdiendo todo lo positivo que aportan las dife­rencias y el placer de poder compartirlas?

Decía más arriba que no creo que la mayoría de las mujeres deseen abandonar las tareas de cuidado, sino que esperan que ellos también cui­den y lo hagan del mismo modo que lo hacen

ellas. Esperan que ellos asuman, no solo el rol, sino también su propio estilo sexuado de cuidar.

Cada vez con más frecuencia se habla de la feminización de las empresas a medida que más mujeres participan en la organización de las mis­mas, y los cursos de inteligencia emocional y escucha asertiva están a la orden del día en estas organizaciones. También se acepta como algo deseable la feminización de otras instituciones y de la vida pública en general. La moda, la esté­tica, y otra serie de cuestiones asociadas tradi­cionalmente al interés de las mujeres se impo­nen hoy también a los hombres. Los espacios tradicionalmente sexados en masculino se están feminizando, y las mujeres ven en este hecho algo deseable, un signo de que la igualdad soña­da comienza a ser real. Sin embargo, al pedirles a los hombres una mayor implicación en lo pri­vado, se les pide también que modifiquen sus formas, que se adapten a la manera tradicio­nalmente femenina de hacer ciertas tareas, entre ellas las que se vienen nombrando como tareas de cuidado.

No se busca el equilibrio entre hombres y mujeres, entre sus deseos y expectativas, sino que se trata de imponer la feminización de toda la cotidianidad como modelo de convivencia.

Lo digital e instrumental se desvaloriza, esperando que tanto hombres como mujeres se expresen y actúen de una forma analógica y expresiva.

Por poner un ejemplo sencillo, resulta evi­dente que en una pareja en la que ambos tra­bajan las tareas domésticas competen a los dos. Pero después de una jornada cansada, cuando llega la hora de la cena y de fregar los platos es muy probable que el hombre piense: “Ya no necesitamos las sartenes y los platos hasta mañana, así que no hace falta que los friegue ahora. Prefiero descansar” mientras que la mujer se diga: “Hay que fregar, no podemos dejar hasta mañana la cocina mangas por hombro, estoy agotada pero, como seguro que éste no se mueve del sofá, no me queda más remedio que hacerlo... hombres...”

A ella no le valdrá con la intención de él de fregar al día siguiente, sino que le pide que le de la misma importancia y urgencia que le da ella al hecho de fregar: no basta con que lo haga sino que necesita que lo haga como lo haría ella.

Por supuesto, no todas las mujeres somos así ni todos los hombres, podría darse el caso de que estos comportamientos se dieran a la inversa, en tanto que nuestra sexuación es un proceso biográfico y flexible –recuérdese la idea de inersexualidad–. Lo que quiero señalar es que el hecho de que ciertas conductas sean más comunes en un sexo que en otro no puede atri­buirse sólo a una socialización opresiva para las mujeres.

A este respecto, los estudios en torno a la identidad sexual realizados por Silberio Sáez son muy ilustrativos.

Tomando como ejemplo la expresión de la afectividad, este autor dice:

“Las mujeres han traducido el modelo masculino como bloqueo afectivo y emo­cional en los hombres. Sin embargo no olvidemos que las mujeres, tras diversos avatares y abandono de “copias” de otros modelos, fueron capaces de expre­sar su sexualidad desde lo que no se dice ni se ve explícitamente; y ya nadie las puede acusar de bloqueadas sexuales, sino de funcionar sexualmente de for­ma distinta” (Sáez, 2003: 26).

Y, añade más adelante:

“La igualdad como algo deseable ha quebrado la estructura misma de la lógica sexual. Cualquier sentimiento de particularidad sexual (reconoci­miento de mis caracteres sexuales) ha sido tenido por irrelevante; y en el caso de los caracteres sexuales terciarios, como indeseables (cuando no “ ines­tudiable”, “inanalizables”, y otros muchos “in”). Y esta es la paradoja en la que el hombre se ha perdido en tan­to concepto (lo que la mujer consiguió a mitad del siglo XIX el hombre lo ha perdido entrando el siglo XX). Dado que de negar alguno de los dos sexos, se ha negado el masculino (el opresor frente al oprimido).” (Idem: 30).

No es posible pretender una convivencia armónica entre ambos sexos negando su con­dición de sexuados ni imponiendo los caracte­res propios de uno al otro. Esto lo saben bien todas las mujeres que de una u otra forma, en una u otra época y contexto, lucharon por la emancipación femenina.

“... y en ello descansa la mayor dificul­tad y punto de discordia, toda vez que junto a características puramente mas­culinas y femeninas también hay otras que no son ni masculinas ni femeninas, mejor expresado, son tanto masculinas como femeninas. Pero que ese monto de características no condiciona la completa igualdad de los sexos está fue­ra de duda: los sexos pueden ser de igual valor o tener los mismos derechos, pero sin duda no son iguales” (tiirsch­feld, M. En Llorca, M. 1996: 64).

CUANDO SE TERGIVERSAN LOS TÉRMINOS

El cuidado, al ser una realidad de creciente interés en la política tanto de las instituciones como de los colectivos feministas, se ve conver­tido con frecuencia en un arma para esta lucha. Cada cual lo emplea como considera más con­veniente y se refiere a él para lanzar unos u otros mensajes. Dependiendo de quién lo utilice y con qué fines encontramos unos significados u otros asociados a este término, que lo convierten en una amalgama de difícil interpretación.

A continuación propongo dos ejemplos, que sólo son ejemplos, en los que el cuidado, su interpretación por parte de quienes lo ejer­cen y la teorización en torno a éste, son obje­to de confusión y síntoma del malestar entre los sexos.

El primero de estos ejemplos es el de la maternidad y la paternidad como situación de confusión en la que el deseo de igualdad cho- ca de manera frontal con las diferencias entre los sexos.

El segundo hace referencia a una de las inter­pretaciones más generalizadas del cuidado de uno mismo o “autocuidado”, que es la de enten­der el cuidado como sinónimo de belleza. Fundamentalmente, lo usaré para explicar cómo el mercado ha dado la vuelta a la idea del cui­dado y, valiéndose de los nuevos criterios de igualdad, lo utiliza en su beneficio.

El controvertido ejemplo de la maternidad y la paternidad

Al mismo tiempo que hombres y mujeres asumimos esa igualdad como algo necesario y deseable, en las últimas décadas estamos asis­tiendo a un retorno de lo biológico, como lo denomina Badinter (2000), sin contrapartida por parte del feminismo, que hace imposible la marcha hacia la igualdad:

“No se puede al mismo tiempo invocar el instinto maternal (en lugar de hablar de amor) y esperar que en adelante se impliquen los hombres en la educación de sus hijos y en la gestión de la coti­dianidad. Por más que se haga de ello un deber moral y psicológico, se les invi­ta al mismo tiempo a que tomen las de Villadiego” (Badinter, 2000:165)

Para Badinter y otras autoras, el llamado retorno de lo biológico supone un problema además de ser una consecuencia lógica de la ideología dominante, naturista e identitaria. Interpreta que al abogar por cuestiones como el instinto maternal –coincido con la autora en que no se trata tanto de un instinto como de amor– o la conveniencia de la lactancia mater­na, bastantes pediatras y psicólogos no están sino reforzando el discurso de las feministas par­tidarias de la diferencia para convencer a las mujeres de que las primeras feministas de la igualdad las estaban engañando.

Desde mi punto de vista, esta afirmación es sesgada: en primer lugar, como ya he explica­do, el empeño de las feministas de la igualdad

en negar la naturaleza sexuada de los individuos es un hecho, y las consecuencias de tal nega­ción las estamos sufriendo actualmente.

Por otra parte, asumir estas diferencias no ha de suponer un retorno a la opresión de las mujeres: que los vínculos que se crean entre madre e hijo no sean iguales a los que se crean con el padre; o que se vuelva a considerar que la leche materna es mucho más saludable para el lactante –hecho que avalan muchos estudios médicos y que me parece incuestionable– no niega el derecho de las mujeres de conducir su propia vida y afrontar su maternidad, en el caso que deseen ser madres, de la manera que crean más conveniente. Del mismo modo que no exi­me a los hombres de sus responsabilidades paternales. Tampoco implica necesariamente –aunque ésta sea una tendencia en el discurso del feminismo de la diferencia– afirmar la exis­tencia de un instinto común a todas las muje­res y la afirmación de que la maternidad es la base de la identidad femenina.

Sin embargo es cierto, como afirma esta autora, que la incompatibilidad entre el “ideal de maternidad” y el mundo laboral genera en muchas mujeres un sentimiento desmesurado de doble culpa: culpables por no ser madres entregadas y abnegadas, por no cumplir con los deberes maternales de dedicación completa que desde algunos sectores se les atribuyen, y culpables por no disponer del tiempo ni las ganas para volcarse al cien por ciento en su carrera profesional.

También los hombres son culpabilizados por algo a priori tan absurdo como es el no poder ser madres:

Evidentemente, en una pareja que opta por la lactancia materna (por ejemplo) el hombre tiene muy poco que hacer en la alimentación del lactante, pero eso no significa que quede eximido de todas sus responsabilidades y se le esté dando permiso para tomar las de Villadiego.

El embarazo y los primeros meses de vida del niño suelen ser periodos complicados en las relaciones de pareja, sobre todo en las pare­jas primerizas: la futura madre, en situación de debilidad, agobiada a veces por la tarea que le aguarda y ajena al instinto maternal que se le supone, confundida por los cambios físicos y hormonales que sufre su cuerpo, nerviosa esperando el momento del parto –que perci­be como necesariamente doloroso– y deseo­sa de que todo salga bien, espera un apoyo de su compañero que no siempre recibe, no por­que él pretenda desentenderse, sino porque no sabe cómo comportarse ante un fenóme­no de cambio de tales dimensiones. Si ella no hace explícita su demanda y él no se esfuerza en entenderla y apoyarla, las tensiones en la pareja ante el sentimiento de incomprensión y descuido –por parte de ella– y de desorien­tación –por parte de él– al ver que sus esfuer­zos por apoyar a su compañera y compartir con ella esos momentos resultan insuficien­tes, van en aumento.

“La pareja debe pues reconstruirse y reaprender la convivencia en una nue­va situación que no solo viene deter­minada por la nueva presencia de miembros dentro del sistema familiar (los hijos) sino por: nuevas influencias extradiádicas (los nuevos hijos no solo “hacen” a una madre o a un padre, sino que también “hacen” abuelos, tíos, padrinos, etc.), por la “tiranía” de los primeros años de vida de los pequeños, por las interacciones y relaciones que entre ellos se van estableciendo, por las alianzas y contraalianzas que se irán estableciendo entre hijos y padres, por las expectativas con respecto a los hijos, por el propio proceso de educación y crianza, etc.” (Pérez Opi y Landarroi­tajauregi. 1995: 170-171)

Ese etcétera incluye, desde mi punto de vis­ta, otra cuestión: la dificultad de asumir actitu­des y conductas nuevas o desconocidas hasta el momento tanto del otro como de uno mis­mo, esto es, ver al otro y verse a uno mismo actuar en un nuevo escenario en el que las dife­rencias sexuales se ponen sobre la mesa.

Dos individuos que se consideran iguales, que desean ser iguales y que han aprendido que las diferencias entre ellos son sólo fruto de una educación sexista y deconstruible, de la que pue­den sustraerse tomando conciencia y transfor­mando las estructuras sociales, de pronto se encuentran en una situación en la que las dife­rencias, que ellos consideran desigualdades inde­seables, se presentan como realidades obvias. Y, al considerar tales diferencias como un mal a erradicar, se lucha activamente contra cada una de ellas. La pareja, y por ampliación la familia y el espacio privado se ven convertidos en esce­narios de la lucha de poder que hombres y muje­res libran en lo público. El cuidado –en este ejemplo concreto, de los hijos– se transforma en un arma útil para esta batalla: quién le ha cam­biado más veces el pañal, quién se levanta cuan­do llora por la noche, quién juega con él más tiempo después de..., cosas que cada uno de ellos haría encantado en otra situación, pues a ambos les preocupa el bienestar de su hijo al que ambos aman y cuidan –insisto, ambos cui­dan–, se convierten en motivos de polémica.

Una vez más se ponen de manifiesto las difi­cultades –la imposibiliadad– de ese deber ser iguales, cuando tal vez ni las mujeres ni los hom­bres deseen realmente, ni en ésta ni en otras situaciones similares, ser iguales.

La presión que en esta situación sienten las mujeres para crear una identidad sexual neutra, que en realidad se define a partir de unas pau­tas externas a la lógica del cuidado –una neu­tralidad y menor implicación emocional, propias de la lógica del mercado y que varios autores definen como masculinas– produce en ellas lo que en Psicología Social se conoce como diso­nancia cognitiva, entre sus propios deseos y las expectativas que perciben se les atribuyen social­mente. De esta disonancia cognitiva se deriva el sentimiento de culpa del que hablaba más arri­ba, y sobre el que volveré más adelante.

El cuidado de uno mismo convertido en sinónimo de belleza Cuidar no sólo supone cuidar a los otros, es también cuidarse a uno mismo. Cuidar es un término que hace referencia, por encima de todo, a la creación de bienestar. Y este bienes­tar se crea en colectividad, y repercute de unos a otros.

Este cuidado de uno mismo, que he deno­minado autocuidado, a menudo aparece aso­ciado a otros conceptos, entre los que desta­ca el de salud. Sin entrar ahora en qué entendemos por salud, sí quisiera detenerme un instante en una nueva idea que va toman­do cada vez más fuerza en las sociedades occi­dentales: la que asocia la belleza a la salud e interpreta el cuidado físico como cuidado mera­mente estético.

Estas nuevas concepciones del cuidado como cuidado del cuerpo o culto al cuerpo son promovidas fundamentalmente desde las cam­pañas publicitarias y la industria estética. En ellas, el término cuidado se utiliza como sinó­nimo de belleza y se hace de ésta una “fuente de salud”.

Lipovetsky (1999: 120-126) se pregunta cómo es posible tamaña tiranía de la belleza en un momento en el que las mujeres rechazan en masa que se les asigne el papel de objeto decorativo.

Desde las teorías feministas se explica cómo este fenómeno va más allá de las políticas indus­trial y comercial que han encontrado en el cuer­po un nuevo mercado de innumerables ramifi­caciones. La fiebre de la belleza-delgadez­juventud supone, además de una estrategia de marketing, una relación social y cultural dirigi­da contra las mujeres. Revancha estética: en un momento en que las antiguas ideologías domés­ticas, sexuales y religiosas pierden su capacidad para controlar a las mujeres, el culto a la belle­za supondría la última estrategia para recom­poner la jerarquía tradicional de los sexos.

La belleza se presenta con frecuencia como el poder específico de la mujer sobre el hom­bre, el mito del “bello sexo”, criticado con fre­cuencia desde el feminismo en tanto que se tra­ta de un poder que depende directamente de los hombres y su deseo, efímero pues está irre­vocablemente condenado a perecer con la edad, y carente de mérito puesto que en gran parte depende de la naturaleza. Por lo tanto desde este mito no se hace más que consolidar el poder “real” del hombre sobre la mujer. Al ser analizada como un instrumento de dominio del varón sobre la mujer, la belleza constituye un dispositivo político, cuya finalidad consiste en separar a los hombres de las mujeres, a unas razas de otras y a las mujeres entre sí.

Además de levantar a unas mujeres contra otras, la cultura del bello sexo divide y hiere a cada mujer en su interior. Frente a los rígidos modelos de belleza impuestos, cada mujer enfrenta con terror los estragos de la edad, se siente inferior frente a “las más bellas”, se crea sus complejos, se obsesiona con el peso... lle­gando a odiar su propio cuerpo. No hace falta recordar aquí el aumento de los trastornos ali­menticios en las últimas décadas, ni el exagera­do número de mujeres –principalmente ado­lescentes– que los padecen. Mediante dietas y restricciones alimentarias, muchas mujeres no dudan en poner en peligro su salud física y psi­cológica: fatiga crónica, alteraciones en el ciclo menstrual, disminución del deseo erótico, lesio­nes de estómago, crisis nerviosas...

Sin embargo, si tenemos en cuenta la cre­ciente imposición del trinomio juventud-delga­dez-belleza también a los hombres, este análi­sis resulta sesgado. El propio discurso fomenta, de nuevo, la opresión que denuncia.

El “fenómeno Beckham”, el nuevo “metro-sexual”, la afluencia masiva de hombres a los gimnasios, o las cada vez más numerosas publi­caciones de prensa “rosa” para hombres, son algunos nuevos fenómenos que evidencian cómo este ideal de cuidado del cuerpo enten­dido como belleza se impone a ambos sexos, aunque sea mejor acogido por las mujeres.

Durante el desarrollo de los grupos de dis­cusión realizados con adolescentes en la inves­tigación “Las tareas de cuidado y su impacto en la igualdad entre hombres y mujeres jóve­nes”, realizada para el Instituto de Investigaciones Feministas de la UCM, ante la pregunta ¿cómo cuidáis de vosotros mismos? Encontramos, en todos los casos, una alusión directa a la belleza y al cuidado del cuerpo, entendido éste no como sinónimo de salud sino como delgadez, juven­ tud, belleza y estética. De los seis grupos reali­zados, en cuatro de ellos fueron chicos los que propusieron esta idea como definición de lo que denominamos autocuidado:

“No solo importa el aspecto físico y eso, pero tengo cuidado con mi apariencia porque me gusta arreglarme, tío, y para mi eso es tener cuidado con cómo me miren los demás, ¿sabes? (...) me gusta vestir bien, arreglarme, ir bien peina­do, afeitarme, es importante (...) pero es que el significado de cuidado no solo abarca un yo o un tú, tiene muchos sig­nificados esa palabra.” (Chico, 17 años. Madrid, mayo de 2005).

Si el cuidado entendido como belleza fun­ciona hoy como una máquina de poder, consi­dero que no es tanto porque mine la confianza en sí mismas y la autoestima de las mujeres –o de los hombres– sino porque orienta sus inte­reses hacia los intereses del propio mercado.

¿No podríamos entender este creciente inte­rés en el “cuidado del cuerpo” –interpretado como belleza– por parte del sexo masculino como un éxito de la igualdad entre los sexos? Y, así entendido, ¿no debemos considerarlo un efecto negativo de dicha igualdad? Disfrazada de salud y cuidado, la industria de la belleza nos hace esclavos de la propia imagen, condicio­nando a ésta nuestra salud y nuestro bienestar, pero además nos impone sus productos como si de necesidades se trataran. Llaman cuidado al descuido: descuido de la propia salud, los pro­pios deseos... por no hablar del descuido eco­lógico y el maltrato a otras especies del que nos hace cómplices.

ALGUNAS CONCLUSIONES: REPENSANDO EL CUIDADO EN CLAVE SEXOLÓGICA

La compleja realidad de los cuidados se conforma de patrones de conducta, influen­cia de roles, criterios educativos y estereoti­pos sexuales, a los que subyacen otro tipo de características de índole más biológica, por lo que podemos definirla como un conjunto de

caracteres sexuales terciarios. En la medida que seamos capaces de abstraernos de la divi­sión entre lo bio, lo psico y lo social podremos entender el proceso de sexuación que influye también en cómo los individuos disfrutan y ejercen ese cuidado.

Es cierto que el modo en que se articulen estos roles, estereotipos y patrones, da como resultado personas muy diferentes entre sí. Y es incuestionable la necesidad de que éstos se articulen de una manera no opresiva para uno de los dos sexos. Pero esta articulación más “igualitaria” no puede suponer la extinción de los caracteres sexuales terciarios puesto que pre­tender que un sexo se sitúe en el polo del otro es traicionar la esencia misma de la dinámi­ca sexual (Sáez, 2003: 32) .

La clave para entender esta diferencia sin hacer de ella una barrera infranqueable, es la comprensión de la construcción de la propia identidad sexual, de cada uno de los infinitos elementos que la conforman, en el marco de la intersexualidad que hace posible la comparti­bilidad o el encuentro.

Con frecuencia se usa la metáfora del len­guaje para explicar las diferencias entre los sexos planteando que cada uno de ellos habla una len­gua distinta. Desde el marco de la intersexuali­dad puede entenderse que el hecho de hablar lenguas distintas no implica que hombres y mujeres no se puedan comunicar, aprender la otra lengua o usar fórmulas de comunicación no verbal.

Que las mujeres continúen, generalmente, mostrando un mayor interés y dedicación al cui­dado no puede seguir interpretándose como consecuencia exclusiva de una socialización dife­rencial y opresiva para las mujeres. Por el con­trario, que esto sea así a pesar del acercamien­to en la socialización de los sexos, pone de manifiesto que el cuidado, especialmente la expresión afectiva del mismo, ocupa un papel importante en la configuración de la identidad femenina. Los problemas que hoy encuentran las mujeres a la hora de ejercer este cuidado no residen tanto en que lo perciban como un deber impuesto o como fuente de su opresión, sino en las múltiples trabas que encuentran para hacer compatible su deseo de cuidar con otros deseos como la realización profesional, así como de las expectativas de igualdad que hacen de los estilos sexuados de cuidado un hecho indesea­ble, síntoma de malestar.

Por supuesto, soy consciente de que las tareas de cuidado continúan en muchos casos consi­derándose una obligación, exclusiva de las muje­res, y encuentro que éste es uno de los princi­pales problemas de mi exposición: al referirme a la realidad concreta de los sexos en el con­texto que podríamos denominar, parafrasean­do a Haraway (1995), Patriarcado Capitalista Blanco, esto es, la situación de las mujeres en occidente, parto de la idea de que la igualdad de derechos en tanto que individuos es un hecho, al menos sobre el papel, y que la nego­ciación de las diferencias puede llevarse a cabo en ese contexto igualitario; olvidando que esa igualdad de derechos no es real en todos los casos ni aplicable a otros contextos socioeco­nómicos y culturales.

El problema no es tanto si es real la posi­bilidad de acabar con los roles de socialización diferenciales entre hombres y mujeres, aun­que dicho sea de paso, lo considero bastante improbable. Sino por qué la extinción de estos caracteres sexuales terciarios se considera un valor a alcanzar.

La igualdad sexual es una paradoja: si somos iguales no podemos ser sexos, y el hecho de ser sexos evidencia que no somos iguales. De ahí que la sustitución del sexo por el género y el empeño puesto en silenciar u obviar cualquier diferencia entre los sexos, insistiendo en su carácter construido, pueda entenderse como una estrategia política e ideológica útil para erra­dicar la discriminación de las mujeres por el hecho de ser mujeres, pero tramposa, ya que niega u oculta realidades del mismo modo que las negaban u ocultaban las anteriores teorías en las que la biología se utilizaba para justificar la desigualdad.

Me parece muy curioso que en un momen­to como el actual, en el que el respeto –la tole­rancia “está de moda”– a las diferencias por moti‑

vos socioeconómicos, culturales, religiosos, etc. se considera un valor deseable y éstas son obje­to de numerosos estudios, las diferencias por motivo de sexo se menosprecien, oculten y rechacen en estos estudios, y cómo cuando se tienen en cuenta sea para denunciar la desi­gualdad y victimizar a uno de los sexos situán­dolo en inferioridad frente al otro.

Eludir las diferencias supone la pérdida de todo aquello que la diversidad tiene de enri­quecedor. ¿ Qué nos lleva a pensar que lo pro­pio de un sexo es más válido que lo atribuido al otro? En el caso concreto del cuidado, ¿por qué el modo de cuidar de las mujeres se considera más válido que el de los hombres?.

A la luz de los comentarios de los adoles­centes participantes en los grupos de discusión, podemos afirmar que la expresión afectiva se asocia más a las mujeres, en concreto a la figu­ra materna, pero en ningún caso que sólo la madre los cuide. Los adolescentes se sienten también queridos y cuidados por sus padres, lo que implica que, aunque de un modo diferen­te, los hombres también expresan su afectivi­dad. El cuidado se considera importante tanto por los chicos como por las chicas, y, aunque encontramos diferencias en la forma en que unos y otros dicen cuidar y ser cuidados, todos lo consideran importante y cuidan, de alguna manera, a quienes tienen a su alrededor.

Entiendo la actual crisis del cuidado como un síntoma del malestar generado por la fan­tasía igualitaria, la imposición de la igualdad como un valor deseable en todos los aspectos de la cotidianidad, más allá de la igualdad de derechos, deberes y oportunidades en el espa­cio público.

La necesidad de compartir las tareas aso­ciadas al cuidado se pone de manifiesto en el momento en que las mujeres rechazan que éstas sean exclusivamente de su cometido y sus deseos trascienden el deseo de cuidar de los otros. Del mismo modo que se comparte el tra­bajo y otras cuestiones de índole pública o social, se exige compartir las tareas encaminadas al sos­tenimiento de la vida. El problema no está en esta exigencia, sino en la imposición del modo femenino de cuidado como única forma posi­ble de cuidar.

El cuidado es hoy interpretado como un deber, una carga que impide la realización per­sonal. Se lleva a cabo una lectura de sus costes y beneficios en términos económicos, tratando de hacerlo cuantificable y reduciéndolo a su dimensión más material. En concreto, si habla­mos de dos estilos sexuados de cuidado, sería el modo femenino de cuidar el que se trata de encajar en esta lógica y el que choca con ella de manera más obvia. Así se genera un malestar en las mujeres que inevitablemente afecta también a los hombres y a la relación entre ambos.

Por una parte, para muchas mujeres el cui­dado continúa siendo una obligación. La satis­facción que encuentran en cuidar es por saber que están haciendo lo que tienen que hacer y no porque el hecho de cuidar en sí les reporte satisfacción. Como consecuencia del sentimiento de estar cumpliendo con su deber esperan un reconocimiento por ello que no siempre reci­ben. La herida que produce vivir para unos otros, no con los otros, sino para unos otros, genera inevitablemente malestar.

Otras mujeres dejan de lado el cuidado por­que lo consideran una obligación de la que han de escapar en tanto que las ata a un papel que, de acuerdo con la lógica del mercado, les resul­ta opresivo. Pero esto no hace que se sientan mejor, ya que cuidar forma parte de sus deseos y al no hacerlo no están sino ateniéndose al cum­plimiento de otro deber.

En ambos casos estas mujeres se limitan al cumplimiento de una norma: las segundas recri­minan a las primeras el aceptar una imposición represiva, sin tener en cuenta que la liberación como norma no es sino otro modo de repre­sión de los propios deseos.

La alternativa, lo que se viene conociendo como “doble socialización”, tampoco parece una solución. La “doble socialización” de las mujeres no puede ser hoy entendida como una carga que sufren las mujeres puesto que se ha convertido en el modelo oficial y ha sido inte­riorizada como parte de nuestra identidad. La nueva mujer “doblemente socializada”, la tercera mujer, por usar el apelativo de Lipovetsky, se propone con frecuencia como el individuo más completo, capaz de mantener su actividad en ambas esferas y no tender a la unidimensio­nalidad, teniendo los sentimientos mejor inte­grados, etc. Al hablar de la mujer como indivi­duo más completo por estar “doblemente socializada” no se está sino articulando la ver­sión postmoderna de la visión patriarcal: esta “tercera mujer” se reconoce como más com­pleta que el hombre en tanto en cuanto es más rentable para el Sistema.

Aplaudir esta doble socialización y fomen­tarla a través de políticas que favorecen la inclu­sión de las mujeres en el mercado laboral y la adaptación de las tareas de cuidado a las deman­das de éste lleva a la internalización por parte de las mujeres de la supremacía de los intere­ses del mercado sobre sus propios intereses y a la generación de nuevas tensiones entre el pro­pio deseo y el deber de igualdad.

Menos poder y contrapoder y más deseo. Sólo el individuo conoce realmente sus deseos y es capaz de conducir su vida de manera cohe­rente con éstos.

No me parece descabellado afirmar que todos deseamos una convivencia armónica entre los sexos, y ésta no será posible mientras no se supere la hipótesis represiva. Aquí y ahora care­ce de sentido. Responsabilizar a los hombres o al Estado de todos los problemas que encon­tramos las mujeres a la hora de afrontar nues­tros propios deseos, contradictorios muchas veces, me parece una irresponsabilidad, una renuncia a la autonomía que tantos siglos y tan­tas batallas costó conseguir.

El malestar entre los sexos no puede solu­cionarse a golpe de leyes e imposiciones. Éste es el principal motivo por el que creo que las actuales políticas de igualdad han tomado un camino equivocado: al obligar a la igualdad no se está sino ensalzando la importancia de las diferencias. Por otra parte, estas políticas no benefician ni a las mujeres ni a los hombres, sino que se limitan al planteamiento de “apaños” con los que se pretenden solventar las incompati­bilidades entre los deseos y necesidades de los individuos, en concreto de las mujeres, sin dañar la estructura del Sistema, y en este marco nin­guna liberación es posible.

Mientras las mujeres no dejen de sentirse el sexo oprimido, no abandonen su papel de víc­tima –mantenido también por estas políticas– y los hombres no asuman como propia la lucha por la igualdad de derechos y oportunidades, no será posible la denuncia y renegociación de los puntos en los que la diferencia se transfor­ma en desigualdad.

Después de más de un siglo, la invitación a abandonar la Cuestión de las Mujeres a favor de la Cuestión Sexual continúa abierta, y en tanto que hombres y mujeres compartimos el mundo, parece la única forma de llegar a buen puerto.

La crisis de los cuidados en la práctica sexológica

Si como sexólogos entendemos que el obje­to de nuestra disciplina es la relación entre los sexos, asimismo entenderemos la importancia que la actual crisis de los cuidados tiene en nues­tra práctica, ya sea desde la educación como en el asesoramiento o terapia.

Como vengo señalando a lo largo de todo este artículo, el panorama actual no resulta muy pro­picio para esta intervención. Nos encontramos con varios factores que la dificultan o incluso nos pueden llevar a pensar que es innecesaria.

En el caso concreto de la Educación Sexual, parece que, limitadas como quedan con fre­cuencia nuestras intervenciones al ámbito de la salud sexual o prevención, y ante el auge de las intervenciones educativas agrupadas bajo el epígrafe de la coeducación y basadas en las teo­rías de género, dirigidas a la misma población, tenemos poco que hacer.

Sin embargo, considero que es en este ámbi­to donde nuestra intervención es más necesa­ria y que, aunque no lo expresemos de este modo o ni siquiera consideremos la importan­cia de los cuidados a la hora de plantear nues­tras intervenciones, siempre que éstas aboguen por el conocimiento del proceso de sexuación y la toma de conciencia por parte de los jóve­nes de la necesidad de respetar las peculiaridades y deseos de los otros así como los propios, estaremos contribuyendo a minimizar los efec­tos de la igualdad mal interpretada, valorar la compartibilidad de los sexos –de sus diferencias­ y combatir las desigualdades. Propiciando, por lo tanto, un marco adecuado para el desarrollo del cuidado.

La afectividad tiene un peso importante en las tareas de cuidado. Desde nuestras intervencio­nes será imprescindible recordar que la afectivi­dad no tiene una forma y parámetros concretos, ni viene marcada por un sexo. La afectividad se debe entender de forma amplia y flexible, ya que hay muchas formas de generar afectos, que depen­den tanto de los demás como de nosotros mis­mos. No se puede partir de una definición reduc­cionista de lo afectivo, en cuanto que línea principal de las tareas de cuidado. Esto es, no podemos limitarla a la expresión de afectos, tan vinculada a la “fórmula femenina” de cuidado.

Es importante recordar que, si se introduce una parte de la sociedad (los hombres) en la realización consciente de estas tareas, se pro­ducirán cambios en la forma de entender y rea­lizar las mismas.

Asimismo, considero fundamental la nece­sidad de entender las tareas de sostenimiento de la vida desde una perspectiva positiva, tanto en su ofrecimiento como en su recepción. No se deben seguir interpretando desde la impo­sición, sino desde la comprensión y profunda reflexión de su importancia.

Estas mismas claves pueden sernos útiles en el asesoramiento y/o terapia: en la medida en que el cuidado y las tareas que conlleva se entiendan dentro del marco del propio deseo, dejará de ser una obligación que recae sobre uno de los miembros de la pareja –generalmente la mujer– y un “arma arrojadiza” en los juegos de poder que se suceden en su seno.

Notas al texto

1 El siguiente artículo se desarrolla a partir de lo expuesto en el proyecto de investigación realizado para la obtención del DEA en la Universidad Complutense de Madrid bajo el título “La Crisis de los Cuidados en Clave Sexológica” (2004-2005); para el próximo año, se prevé la publicación de una revisión de dicha inves­tigación en la Revista Española de Sexología (In.Ci.Sex).

3 Al hablar de Sexología Sustantiva, tomo prestado el nombre que José Ramón Landarroitajauregi le da a la corriente sexológica española que recupera y rearticula determinada tradición sexológica europea del “sexo que se es” y se diferencia así de otras sexologías. Su máximo representante, quien la nombra y la lidera es, de acuerdo con Landarroitajauregi, Efigenio Amezúa, quien a través del Instituto de Sexología, su formación docente y sus publicaciones ha creado “una escuela”, algo inmadura aún y con escasa conciencia de sí mis­ma, pero escuela al fin y al cabo.

3 Como señala Amezúa (1999), la amistad entre la hija del padre del marxismo y Havelock Ellis, así como de otras líderes del feminismo y otros teóricos de la Sexología, es una buena muestra de la buena relación en ese momento entre feminismo y Sexología.

4 El término eugénico puede resultarnos chocante dado el uso negativo que de la eugenesia se hizo durante épocas posteriores. Hay que entenderlo dentro del contexto de principios del siglo XX, como sinónimo de control de la natalidad para facilitar el cuidado y la salud de la descendencia.

5 Aunque la LMRS se definiera como un movimiento apolítico y enfatizaran su carácter científico, desde el momento en que surge como un movimiento para la Reforma Sexual y persigue unos cambios a nivel social considero inapropiada esta etiqueta de apolítica en tanto en cuanto entiendo por política cualquier acción encaminada a la transformación social. Ahora bien, definirse como apolítica y hacer hincapié en sus “bases científicas” permitió a la Liga romper con los planteamientos moralizantes de la época y centrar sus pro­puestas en la observación científica de los hechos.

6 Por citar algunos ejemplos, ver: Ellis, H. (1895), Marañón, G. (1930), Amezúa, E. (1999).

7 La división público vs. privado no me parece acertada en tanto que parcela la realidad y al propio individuo, pero considero que, por el momento, es la única herramienta útil de la que dispongo para explicar algunas cuestiones, por lo que mantendré tal división.

8 No quiero extenderme demasiado en este punto, puesto que supondría entrar en otro tema, otro de los grandes debates del feminismo en el que autoras como Carla Lonzi, Luce Irigaray, Anne Köedt, etc. han denunciado desde los años 60-70 y la llamada “Revolución sexual” estas cuestiones como consecuencias negativas de ese “deber de igualdad”.

9 Afirmación extraída de los grupos de discusión realizados con adolescentes en la investigación “Las tareas de cuidado y su impacto en la igualdad entre hombres y mujeres jóvenes” realizada para el Instituto de Investigaciones Feministas de la UCM, 2005.

10 Ver, por ejemplo: Sánchez Cánovas y Sánchez López, 1999.

Referencias

Agacinski, S. (1999): Política de sexos. Madrid. Taurus.

Aguinaga, J. (2004): El precio de un hijo. Los di­lemas de la maternidad en una sociedad desigual. Barcelona. Debate.

Agulló Tomás, M.S. (2002): Mujeres, cuidados y bienestar social: el apoyo informal a la infancia y la vejez. Madrid. Instituto de la Mujer.

Amezúa, E. (1979): La sexología como ciencia: esbozo de un enfoque coherente del he­cho sexual humano. Revista Española de Se­xología 1. Madrid. Instituto de Sexología.

– (1999): Teoría de los sexos: la letra pequeña de la sexología. Revista Española de Sexolo­gía, (95-96). Madrid. Instituto de Sexología.

– (2003): El sexo: historia de una idea. Revista española de Sexología 115-116. Madrid. Ins­tituto de Sexología.

Amorós, C. (1995): Diez palabras claves sobre mujer. Navarra. Verbo Divino.

– (1997): Tiempo de feminismo: sobre femi­nismo, proyecto ilustrado y posmoderni­dad. Madrid. Cátedra.

Badinter, E. (2004): Por mal camino. Madrid. Alianza Editorial.

Beck, U. y Beck-Gernsheim, E. (2001): El nor‑

mal caos del amor. Barcelona. Paidós. Bruckner, P. y Finkielkraut, A. (1979): El nuevo

desorden amoroso. Barcelona. Anagrama. Butler, J. (2001): El género en disputa. El fe‑

minismo y la subversión de la identidad. Universidad Autónoma Nacional de Méxi­co. Paidós.

Carrasco, C. y cols.(2003): Tiempos, trabajo y flexibilidad. Madrid. Publicaciones del Ins­tituto de la Mujer.

Carrasco, C. y cols. (2003): Malabaristas de la vida: mujeres, tiempos y trabajo. Barcelo­na. Icaria.

Ellis, H. (1912): Hombre y mujer. Madrid. Ma­rin. (Orig.1894).

Foucault, M. (1980): Historia de la sexualidad, vol.I, La voluntad del saber. Madrid. Siglo XXI.

Haraway, D. (1995): Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid. Cátedra.

INJUVE (2003): Sentido, valores y creencias en los jóvenes. Madrid. Injuve.

INJUVE (2004): Informe 2004juventud en Es­paña. Madrid. Injuve.

Jónasdottir, A. (1993): El poder del amor. ¿Le importa el sexo a la democracia? Madrid. Cátedra.

Landarroitajauregi, J.R. (1999): Homos y he­teros. Aportaciones para una teoría de la sexuación cerebral. Revista Española de Sexología 97-98: Madrid. Instituto de Se­xología.

– (2001): 25 años del Instituto de Sexología.

Anuario de Sexología 7. Valladolid. A.E.P.S. Laqueur, T. (1994): La construcción del sexo.

Madrid. Cátedra.

Lipovetsky, G. (1999): La tercera Mujer. Barce­lona. Anagrama.

Llorca Díaz, A. (1995): La Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre bases científicas. Un estudio correlacional. Revista Españo­la de Sexología 69. Madrid. Instituto de Se­xología.

– (1999): La teoría de intersexualidad en Mag­nus Hirschfeld: Los estadios intersexuales. Anuario de Sexología (2). Valladolid. A.E.P.S.

Marañón, G. (1930): La evolución de la sexua­lidad y los estados intersexuales. Madrid. Ed: Javier Mortz.

Millet, K. (1995): Política Sexual. Madrid. Cá­tedra.

Osborne, R. (1993): La construcción sexual de la realidad. Madrid. Cátedra.

Pérez Opi, E. y Landarroitajauregi, J.R. (1995): Teoría de Pareja: introducción a una tera­pia sexológica sistémica. Revista Española de Sexología 70-71. Madrid. Instituto de Se­xología.

Pérez Orozco, A. y del Río, S. (2002): La econo­mía desde el feminismo. Revista Rescoldos.

Precarias (2003): A la deriva por los circuitos de la precariedad femenina. Madrid. Tra­ficantes de sueños.

Puleo, A. H. (1992): Dialéctica de la sexuali­dad, género y sexo en la filosofía contem­poránea. Madrid. Cátedra.

– (1993): La Ilustración Olvidada, la polé­mica de los sexos en el siglo XVIII. Barcelo‑

na. Editorial Anthropos/ Comunidad de Madrid.

– (1994): Memoria de una ilustración olvida­da. Feminismo. Entre la igualdad y la dife­rencia. El Viejo Topo 73. Madrid.

Rivera, M. (1997): El fraude de la igualdad. Bar­celona. Planeta.

Sáez Sesma, S. (2003): La identidad de los se­xos: Del hombre y de la mujer. Estudios de postgrado en Sexología, In.Ci.Sex. Dossier Nº 4, (Material de uso interno).

Sánchez Cánovas, J. y Sánchez López, Mª.P. (1999): Psicología de la Diversidad Humana. Ma­drid. Centro de Estudios Ramón Areces.

Sanz Rueda, C. y cols. (2005): El reparto de las tareas de cuidado y su impacto en la igual­dad de oportunidades entre hombres y mu­jeres jóvenes. Madrid. Instituto de Investi­gaciones Feministas, UCM.

Scholz, R. (2004): Sobre las relaciones de gé­nero y el trabajo en el feminismo. Valencia. Instituto de Ciencias, Arte y Literatura Ale­jandro Lipschüts.

Thurén, B.M. (1993): El poder generalizado. El desarrollo de la antropología feminista. Ma­drid. Instituto de Investigaciones Feminis­tas. U.C.M.

Valcárcel, A. (1993): Del miedo a la igualdad. Barcelona. Crítica.

Del Valle, T. y Sanz Rueda, C. (1991): Género y Sexualidad. Madrid. Fundación Universidad Empresa.

 

 

NORMAS PARA LA ACEPTACIÓN DE TRABAJOS

El Anuario de Sexología publica trabajos origina­les de Sexología o que supongan aportaciones a cual­quier ambito de ésta desde otras disciplinas.

Los trabajos habrán de ser inéditos. Se asume que todas las personas que figuran como autores han dado su conformidad, y que cualquier persona citada como fuente de comunicación personal con­siente tal citación.

Los trabajos tendrán una extensión máxima de 25 hojas tipo DIN A4, de 33 líneas, por una sola cara, con márgenes no inferiores a 2,5 cms., y todas ellas numeradas.

Se aceptan escritos en español y en inglés. Cada artículo se acompañará, en hoja aparte, de un resumen en español y en inglés, incluyendo al final de cada uno de ellos un máximo de 6 palabras clave. Cada resumen irá precedido del título del artículo en el idioma corres­pondiente. Tendrá una extensión de 150-200 palabras, y en él se expondrán brevemente los objetivos, resul­tados y principales conclusiones del trabajo.

Cuando el artículo incluya gráficos o tablas, éstos irán numerados y en hoja aparte, en tinta negra, y bien contrastados. Las tablas se simplificarán en lo posible, evitando las líneas verticales. Las notas y pies de página –que preferiblemente se reducirán al míni­mo– se numerarán de forma consecutiva e irán rese­ñadas en el texto del artículo utilizando únicamente el formato superíndice. Al final del trabajo, se inclui­rán los textos correspondientes a dichas notas. Se evi­tarán expresamente los formatos de notas a pie de página que ofrecen los procesadores de texto (Wordperfect o Microsoft Word)

Los manuscritos deberán ser remitidos por los autores en Diskette indicando el procesador de tex­tos utilizado, acompañado de dos copias impresas. La presentación no incluirá tabulaciones, ni sangra­do alguno.

Los autores incluirán en hoja aparte su nombre, dirección y filiación. Se recomienda adjuntar también teléfono, fax y e-mail de contacto, así como las acla­raciones pertinentes para la correcta publicación del trabajo.

Los diferentes apartados y subapartados que com­pongan el artículo, se numeraran correlativamente de la siguiente manera: 1, 1.1, 1.1.1, 1.2, 1.2.1, etc., evitando usar negritas, cursivas o subrayados para diferenciar subcapítulos de capítulos.

Las citas bibliográficas en el texto incluirán el ape­llido del autor y el año de publicación (entre parén­tesis y separados por una coma). Si el nombre del autor forma parte de la narración, se pone entre paréntesis sólo el año. Cuando vayan varias citas en el mismo paréntesis, se adopta el orden cronológico. Para identificar trabajos del mismo autor o autores, de la misma fecha, se añaden al año las letras “a”, “b”, “c”, hasta donde sea nacesario, repitiendo el año. A modo de ejemplo: (Ellis, 1897), (Hirschfeld, 1910a, 1910b), (Master y Johnson, 1967).

Las referencias bibliográficas irán alfabéticamente ordenadas al final del texto, según la siguiente nor­mativa:

a) Para libros: Autor (apellido con la primera letra en versal, coma e iniciales de nombre y punto; en caso de varios autores, se separan con coma y antes del últi­mo con una “y”); año: (entre paréntesis) y dos puntos; título completo en cursiva y punto; ciudad, punto; edi­torial. En caso de que haya manejado un libro traduci­do con posterioridad a la publicación original, se aña­de al final entre paréntesis “orig.” y el año.

Marañón, G. (1926): Tres ensayos sobre la vida sexual. Madrid. Biblioteca Nueva.

Bruckner, P. y Finkielkraut, A. (1979): El nuevo desor­den amoroso. Barcelona. Anagrama. (Orig. 1977).

b) Para capítulos de libros colectivos o de actas: Autor/es; año; título del trabajo que se cita y punto; a continuación, introduciendo con “En”, el o los direc­tores, editores o compiladores (inicales del nombre y apellido) seguido entre paréntesis de “Dir.”, “Ed.” o “Comp.”, añadiendo una “s” en el caso del plural, y coma; el título del libro, en cursiva y, entre parénte­sis, la paginación del capítulo citado; la ciudad y la editorial.

García Calvo, A. (1988): Los dos sexos y el sexo: las razo­nes de la irracionalidad. En F. Savater (Ed.), Filosofía y Sexualidad (pp. 29-54). Barcelona. Anagrama.

c) Para revistas: Autor/es; año, título del artículo y punto; nombre de la revista completo y en cursiva y coma; volúmen entre paréntesis, seguido del número y coma; página inicial y final.

Steicen, R. (1994): Du “manque du désir” au “désir du manque”. Cahiers de Sexologie Clínique, (20) 123, 26-36.

Los trabajos serán enviados por correo certificado, en Diskette acompañado de dos copias impresas a: A.E.P.S. (Comisión de Publicaciones)

Apdo. de Correos, 102. 47080 Valladolid

Se acusará recibo de los trabajos y se notificará por­teriormentes su aceptación, propuesta de modificación o rechazo.

Los editores se reservan la posibilidad de realizar pequeñas correcciones de estilo durante el proceso de edición.

El autor o primer firmante del trabajo recibirá dos ejemplares del número de la revista que se publique.