AEPS
ANUARIO DE SEXOLOGÍA
Nº 9. Diciembre 2005
ASOCIACIÓN ESTATAL DE
PROFESIONALES DE LA SEXOLOGÍA
– AEPS –
A.E.P.S. (Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología)
Apdo.
de Correos 102, 47080 Valladolid, Telf. y Fax: 983 39 08 92
http://www.aeps.es
Edición:
Felicidad Martínez
Traducción:
Mª José Rodríguez
Diseño
y maquetación: Lluís Palomares e Isidro Burgos
Imprime:
COIMOFF; S.A.
ISSN: 1137–0963 D. L.: Z–3768–1994
ÍNDICE
RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, M.J.: El Feminismo “Pro-sexo”
o anti-censura: una
lectura sexológica
ARNAIZ KOMPANIETZ, A.:
Los dos sexos en relación
LANAS LEUCONA, M.: La
condición sexual de la violencia:
un abordaje
conceptual desde la Sexología
SÁEZ SESMA, S.:
Reflexiones sobre la agresividad
GONZÁLEZ
MENDIONDO, L.: La “crisis de los cuidados”:
claves teóricas para un abordaje desde la práctica sexológica
María José Rodríguez
Martínez
Filóloga. Sexóloga.
Correo electrónico: para_mariajo@yahoo.es
La relación del feminismo con
el sexo no ha sido nunca fácil, lo que se traduce en una escasa producción
teórica sobre la materia. El presente trabajo supone una aproximación al
pensamiento feminista anti-censura (o pro-sexo) a partir de dos de sus obras,
publicadas en los años ochenta en Estados Unidos. El objetivo es conocer más a
fondo el pensamiento feminista sobre el sexo y traducir al lenguaje sexológico
parte de sus hallazgos. El último capítulo incorpora un análisis crítico de las
lecturas y propone una serie de aportaciones al corpus sexológico a
raíz de las mismas.
Palabras
clave: Feminismo Pro-Sexo, Feminismo Anti-Censura, Sexualidad, Sexo, Género,
Caracteres Sexuales Terciarios, Erótica.
"PRO-SEX" OR ANTI-CENSORSHIP
FEMINISM: A SEXOLOGICAL READING
The
relationship between feminism and sex has never been easy, which has been translated
into limited theoretical production about the subject. The present article is
an approach to the feminist anti-censorship (pro-Sex) thought, starting from
two works published in the eighties in the United States. The objective is to know
in depth the feminist thinking about sex, and translate to the sexological
language part of its finds. In the last chapter is included a critical analysis
of the works, and some possible contributions to the sexological corpus as a
result of them.
Keywords: Pro-Sex Feminism,
Anti-Censorship Feminism, Sexuality, Sex, Gender, Tertiary Sexual Characters,
Erotica
“Don’t scream penis at me but
help to change the world so no woman feels shame or fear because she likes to
fuck”
“No me gritéis “pene” a la cara, sino
ayudadme a cambiar el mundo de manera que ninguna mujer sienta vergüenza o
miedo porque le gusta follar”
INTRODUCCIÓN
La producción
teórica feminista en torno y fundamentalmente “a favor” del sexo1 es extraordinariamente
escasa. Basta con llevar a cabo una búsqueda sobre la materia entre las líneas
feministas para corroborar que una ausencia tan abrumadora no puede obedecer a
la casualidad. Intentar comprender el porqué de tal silencio ha sido el móvil
de esta investigación.
El presente
trabajo supone una aproximación a las autoras feministas que, oponiéndose a la
corriente mayoritaria dentro del movimiento, se esforzaron por promover el
debate sobre el sexo. No es fácil encontrar una denominación
definitiva para ellas. Aunque se agrupan habitualmente bajo el epígrafe de
“feministas pro-sexo”, determinadas autoras (Osborne, 1993) consideran más
apropiado denominarlas “feministas anti-censura”, ya que muchas de ellas formaron
parte de la auto-proclamada Feminist Anti-Censorship Task Force (FACT). A fin
de encuadrar la presente investigación en un marco cronológico y teórico bien
delimitado, las páginas que siguen se centran en dos de las obras que ilustran
más claramente dicha corriente, publicadas ambas a principios de los ochenta
en Estados Unidos. La primera, Powers of Desire: The Politics of Sexuality. Nueva York.
Monthly Review Press, 1983, editada por Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon
Thompson, sin traducción hoy en día al castellano, recoge una amplia selección
de artículos de diversas autoras. La segunda, para la que he utilizado la
traducción española Placer y Peligro: Explorando la sexualidad femenina. Madrid.
Revolución, 1989, corresponde a una compilación de textos a cargo de Carole S.
Vance que se editó originalmente bajo el título de Pleasure and Danger:
Exploring Female Sexuality. Boston. Routledge & Kegan Paul, 19842.
El texto
siguiente se encuentra estructurado en tres capítulos. El primero es una
aproximación histórica a la interrelación de sexo y feminismo desde finales
del s. XIX hasta la década de los ochenta del s. XX, a fin de que se entienda
mejor la herencia de la que parten las feministas anti-censura (o pro-sexo).
El segundo capítulo pretende desgranar de forma descriptiva la aportación
ideológica de las diferentes autoras a lo largo de las dos obras anteriormente
citadas. En el tercer y último capítulo se ofrece un análisis crítico de las
lecturas y una serie de posibles aportaciones al corpus sexológico a
raíz de las mismas.
Dado que el
análisis más pormenorizado sobre la confrontación del feminismo anti-censura
con la corriente feminista antipornográfica ya ha sido llevado a cabo por
distintas autoras (Osborne, 1993; Gerhard, 2001), he preferido ahondar en
otros aspectos menos conocidos de su pensamiento.
FEMINISMO Y
SEXO:
EL DEVENIR DE UN
DESENCUENTRO
La
encorsetada herencia del s. XIX
La discusión que las mujeres emprenden en el siglo XIX en
torno a distintos avatares de los “genitalia” resulta de índole práctica y conservadora.
Por un lado, surge la necesidad de confinar la lujuria masculina al
ámbito del matrimonio, a salvo de la influencia y los efectos –nocivos para la
salud de ambos cónyuges– del acceso carnal a las prostitutas. Por otro, se
aprecia un interés en disminuir las desventajas derivadas de la ausencia de un
control eficaz de la natalidad. Las dos campañas de inspiración feminista que
se emprenden en las últimas décadas de siglo –los movimientos por la pureza
social y la campaña de la maternidad voluntaria– van encaminadas a dar
respuesta a tales inquietudes.
Amparándose
en los términos de la defensa de la pureza social, con su imagen abstracta de
la mujer como víctima de la impenitente lascivia masculina, las políticas
sexuales proteccionistas se vieron potenciadas. Un refuerzo que –lejos de las
perspectiva iniciales– lo que acarreó fue un mayor control de las mujeres y
los homosexuales.
El objetivo
primordial de la defensa de la maternidad voluntaria consistía en otorgar a las
mujeres el derecho a negarse a practicar el coito con el marido, so pretexto
de elegir el momento en que deseaban quedar embarazadas. Si bien dicha
intención pretendía socavar el derecho absoluto del marido sobre el cuerpo de
la mujer, la argumentación que ofrecían resultaba ciertamente conservadora,
pues confrontaba un deseo masculino insaciable e incontenible con una erótica
femenina difusa y espiritual. Además, se oponían al empleo de los medios
anticonceptivos, solamente aptos según su criterio para su empleo por parte de
las prostitutas, ya que en el caso de ser utilizados por las mujeres casadas
el efecto más probable sería permitir que los hombres forzaran a sus esposas a
tener aún más relaciones
no
deseadas.
La herencia de la cultura victoriana ayudó a articular una
serie de dudas acerca de las posibles ventajas que las mujeres podían obtener
de la promiscuidad. Una vez que las relaciones extramaritales no fueran
penalizadas, y que los vicios venéreos se distanciasen de la
procreación, ¿mantendrían los hombres sus obligaciones para con las mujeres?
¿Qué poder podría ofrecerles una revolución sexual a las mujeres,
en un mundo en el que
su poder era tan limitado? Son preguntas sobre las que las mujeres seguirán
volviendo muchos años más tarde.
Al margen del
conservadurismo decimonónico, fueron pocas las mujeres que, como Victoria
Woodhull, partidaria del amor libre, o Elizabeth Cady Stanton, reivindicadora
del deseo femenino, se atrevieron a alzar la voz y la esperanza por una
expresión erótica autónoma en un clima social que negaba a las mujeres toda
posibilidad de ganarse la vida al margen del matrimonio y la prostitución.
Inicios del
s. XX: conatos de rebelión
El movimiento
por el control de la natalidad de 1914-1917, encabezado por Margaret Sanger y
Emma Goldman, tuvo lugar al amparo del socialismo y los movimientos obreros,
interesados por aliviar la miseria que rodeaba a los embarazos no deseados. No
duró mucho, sin embargo, pues resultó desintegrado bajo la presión de
conflictos de carácter interno (el socialismo oficial siempre lo consideró
“una pérdida de tiempo y de energía”), y la crudeza de la represión política.
Hubo que
esperar hasta los años veinte para que los bohemios del Greenwich
Village en
Nueva York abrieran con ímpetu nuevas vías de intercambio erótico y amatorio.
Partiendo del derecho al placer en el encuentro al margen de la reproducción,
hombres y mujeres hicieron auténticos esfuerzos de trazar combinaciones de
deseo e intimidad. A pesar de las posibilidades limitadas que les brindaba su
época, aquellos pioneros y pioneras exploraron nuevas sendas para disminuir el
abismo entre los sexos antes de agonizar lentamente ante la imposibilidad de
materializar sus ideales. Ni los hombres estaban preparados para asimilar la
libertad de sus mujeres en el desempeño de la erótica, ni
ellas capacitadas para resolver la tensión que les originaba ser económica y
emocionalmente dependientes.
Entre 1930 y
1960 la izquierda oficial ignoró ampliamente, si no repudió, cualquier asociación
con intentos de rebelión sexual, como los llevados a cabo por los movimientos gay y les- biano
con la fundación de la Mattachine Society (1950) y de las Daughters of
Bilitis (1955)
respectivamente. Aires soviéticos infundían carácter burgués y consumista a
cualquier conato de expansión erótica. Sólo con la generación de la Nueva
Izquierda, y gracias a la difusión de medios anticonceptivos más asequibles,
pudo fructificar la denominada revolución sexual de los años sesenta.
Una revolución en cuyo seno las mujeres advirtieron las relaciones de poder
existentes entre los dos sexos, y que se convertirá en el germen del
movimiento de liberación de las mujeres.
El feminismo
que siguió a la revolución sexual de los sesenta
De Friedan a
Beauvoir
La revolución sexual
de
los sesenta fue interpretada como un fraude por parte de las feministas, que
reclamaron el derecho a la autodeterminación en materia amatoria, recelosas de
que el nuevo frenesí
orgásmico les
oprimiera tanto como la anterior represión. Betty Friedan, una de las
principales teóricas de la década, llegó a cuestionar en La mística de
la Feminidad (1963)
si “no estarían poniendo estas mujeres casadas en su insaciable búsqueda sexual
las activas energías que la mística de la feminidad les prohíbe destinar a más
elevados propósitos” (Friedan, 1963; 1974: 341). Perceptiblemente incómoda con
el deseo y cuanto le ronda, el conservadurismo de Friedan al respecto tuvo
fuertes repercusiones sobre el pensamiento feminista de la época.
De hecho, la
influencia teórica determinante tuvo que proceder del otro lado del Atlántico.
El
Segundo Sexo,
de Simone de Beauvoir (1949), ejerció una influencia considerable sobre las
feministas que se resistían a renunciar a una vida sexual más plena. Frente a
la homofobia
de
Friedan y su profundo disgusto con la liberación sexual, que
infundía desconfianza frente a todo lo sexual en las filas del feminismo
liberal, Beauvoir aterrizó como un soplo de aire fresco ayudando a las mujeres
a alzar la voz por un deseo propio. La principal batalla política de finales
de los sesenta,
la lucha en contra de
las leyes que restringían el aborto, surgió de esta actitud afirmativa, del
convencimiento de que las mujeres tenían el derecho a practicar coitos con
penetración sin soportar las molestas consecuencias de embarazos no deseados.
El aborto se convirtió en asunto de gran importancia para millones de mujeres,
su dimensión pasó de ser privada a ser pública, y a la larga el esfuerzo
reivindicativo ocasionó las primera victorias políticas.
El feminismo
radical
A la luz de
aquella positiva actitud inicial con respecto al sexo se desarrolla el
feminismo radical entre 1967 y 1975 aproximadamente. El inicio de este
movimiento, que presentaría una rica heterogeneidad teórica y práctica, está
marcado por el surgimiento de numerosos grupos de mujeres –los famosos “grupos
de autoconciencia”– que comienzan a tratar temas característicos del debate
feminista radical. Anticipando las disensiones feministas –a favor o en contra
del sexo– que se agudizarían en los ochenta, el feminismo radical presenta una
clara divergencia teórica entre las partidarias del sexo y las que reniegan de
él.
1. El
clítoris como bandera
Las
feministas, en su mayoría inicialmente heterosexuales que reclaman el derecho a
una mayor libertad en su expresión sexual, atribuían el apego de la mujer a la
moral tradicional a su socialización, que fomenta la alienación erótica y la
culpabilidad. Convencidas de que la inhibición sexual está relacionada con la
falta de anticonceptivos seguros, accesibles y eficaces, son firmes
partidarias de la libertad reproductiva. Mérito de las radicales fue el
desarrollo de un activismo espectacular y de la puesta en funcionamiento de
empresas varias a favor de la liberación de las mujeres.
El punto de
partida para un nuevo replanteamiento del clítoris y el orgasmo lo da la publicación
en 1969 del artículo de Anne Koedt, “El mito del orgasmo vaginal”. Basándose en
la difusión de los descubrimientos de Masters & Johnson, Koedt insiste en
las consecuencias que el orgasmo clitoriano tiene para el placer femenino y las
relaciones heterosexuales. La escasa relevancia de la penetración para la
obtención del orgasmo conduce a la aseveración de que los hombres son
prescindibles para la consecución de un goce que puede obtenerse –a menudo
mejor, advierten– sin ellos. Las feministas radicales daban por válido que si
las mujeres no encontraban satisfactorias las relaciones heterosexuales era
porque no estimulaban adecuadamente la sensibilidad clitoriana de las
mujeres.
La nueva fe
en las potencialidades del clítoris origina una ola de independencia femenina.
El orgasmo al
alcance de la mano se convierte para las mujeres en el símbolo de la autodeterminación
erótica; una autodeterminación que contiene la promesa de la igualdad completa
con los hombres (Gerhard, 2001). La libertad sexual se considera
así un requisito para la liberación de la mujer: ambas debían realizarse a la
par para que las mujeres no fueran ciudadanas de segunda clase.
En el auge de
esta serie de discusiones en torno a la heterosexualidad y las técnicas sexuales,
y revestido el clítoris (y sus en potencia orgasmos múltiples) de una
significación autónoma y feminista, se atrevieron a hacer afirmaciones como
la de Dana Densmore: “Un orgasmo para una mujer no es un desahogo en el mismo
sentido en que lo es para un hombre, puesto que tenemos la capacidad para tener
un sinnúmero de ellos, manteniéndonos excitadas todo el tiempo, y limitadas
sólo por el cansancio. El desahogo que sentimos, por tanto, es psicológico.
Sin negar que el sexo es placentero, yo sugiero que lo que en realidad buscamos
es cercanía, fusión, una especie de olvido del yo [...]”3. La
expresión erótica femenina se imbuía de los nuevos valores de la
autodeterminación, la autonomía y la igualdad, rompiendo tajantemente con la
imagen de las mujeres como pasivas, ingenuas y maternales.
Pronto se
hizo sentir una de las desventajas del culto al orgasmo clitoriano. Una vez
desbancada la vagina como fuente lícita de placer, no quedaban muchas razones
para desear el coito
con los hombres. Lo
que comenzó siendo una posibilidad se había convertido en ley: “Ciertamente,
era muy difícil para una feminista admitir que encontraba la penetración
placentera u orgásmica; más tarde, en pleno auge de la ideología feminista
lesbiana, se volvería prácticamente imposible explicar teórica, anatómica o
socialmente porqué una mujer iba a desear irse a la cama con un hombre”. (Snitow,
Stansell y Thompson, 1983: 28)
Lejos de
manifestarse en contra de la revolución sexual, las feministas
radicales llegan a acusar a los hombres de haberla saboteado aceptando y
secundando la doble moral, e impidiendo así la liberación simultánea y veraz
de hombres y mujeres. Dando un paso más allá, Karen Lindsey, en un artículo de
1971, “Thoughts on Promiscuity”, advertía: “A menos que comprendamos,
con mucha exactitud, qué es lo que provoca el fracaso de nuestra
experimentación sexual, estamos, de hecho, en peligro de volver al rechazo del
sexo sin amor, con toda la autorrenuncia, complacencia, culpabilidad e insinceridad
que acompaña a ese rechazo”4. Una postura acorde con la crítica al
amor romántico de las feministas radicales.
2. “Rehabilitar”
la vagina
No todas las
voces dentro del feminismo clamaban por el clítoris. En 1972, la publicación
de El eunuco femenino, de Germaine Greer, sirve de rotundo manifiesto a
favor de una vagina que ha quedado aislada ideológicamente dentro del movimiento.
Greer advierte cómo el énfasis depositado en el clítoris para “recuperarlo” después
de la infravaloración de los freudianos ha impedido deshacer viejos tópicos que
aún se ciernen en torno a la vagina, como la idea de la absoluta pasividad de ésta,
o incluso su incongruencia. Después de insistir en la necesidad de reforzar la
musculatura pélvica para reforzar la calidad del orgasmo y recordar que existen
experimentos, como los de Kegel, que ofrecen pautas adecuadas, Greer
reformula con valentía un papel más activo en el coito para las mujeres: “En
todo caso las mujeres tendrán que aceptar parte de la responsabilidad, en
cuanto a su delei te y al de su compañero, y eso implica cierta medida de
control y colaboración consciente. Parte de la batalla se habrá ganado si
pueden cambiar su actitud ante el sexo, y si oprimen y estimulan el pene en vez
de recibirlo” (Greer, 1972: 43).
Se trata de
un enfoque más participativo para la vagina, cuya facultad de envolver y
estimular activamente la verga es ahora considerada como una evidencia, así
como la calidad del orgasmo que puede obtenerse gracias a la penetración. Nos
hallamos ante un eterno dilema entre uno y otro sentir orgásmico femenino; un
dilema que tarde o temprano tendrá que evolucionar de la discriminación a la
multiplicidad.
Finalmente,
la defensa a ultranza de la vagina termina convirtiendo al clítoris en el
acusado, al ser asociada su respuesta a la obtención de un placer mecánico
semejante al del varón, a una ética de la ejecución que limita la apertura de
posibilidades alternativas, corporalmente más globales.
3. Menos
placer y más guerra.
Kate Millet y
Shulamith Firestone
Junto a la
postura originalmente favorable aunque reivindicativa con respecto al sexo,
se desarrolla otra, más preocupada en seguir la línea de la opresión sexual de
la mujer tanto en el matrimonio como a través de la prostitución, la
pornografía, la falta de libertad para abortar, la desigualdad de derechos
reales y la violencia sexual. Dos de las principales teóricas del movimiento
surgen de hecho de grupos combativos, creados con el fin de promover el cambio
de las estructuras de dominación sexual. Política Sexual (1969), de Kate
Millet y La dialéctica de la sexualidad (1973), de Shulamith Firestone,
ofrecieron una base teórica que en todo momento se halló estrechamente ligada
a la práctica.
El feminismo
radical hizo hincapié en la dinámica social existente entre los sexos, más concretamente
en la opresión de las mujeres por parte de los hombres. No es en ningún momento
un feminismo esencialista, ya que considera que las categorías denunciadas son
una construcción social de dominación generadas por
los varones, y que
como tal construcción podrá ser eliminada para dar lugar a la liberación de las
mujeres. Si los varones actúan como enemigos, por tanto, no es por ninguna
clase de esencia natural, sino por el rol que escenifican.
Identificando
al patriarcado como una forma de dominación sexual, el sexo, sostiene
Millet, “es una categoría social impregnada de política” (Millet, 1969, ed.
1995: 68). Las feministas radicales consideran que son oprimidas por la sola
razón de ser mujeres, y sostienen que el patriarcado se asienta en la violencia
sexual que ejerce sobre ellas.
De esta
afirmación a la declaración de que “todo lo sexual es reaccionario”, que
articula TiGrace Atkinson, sólo faltaba un paso. Parece lógico que en las
reuniones de los “grupos de autoconciencia” no estuviera permitida la presencia
del hombre para discutir acerca de la opresión sin el opresor; pero para muchas
mujeres su ausencia era una manera de excluir también el sexo,
considerado una fuente de problemas entre hombres y mujeres. No obstante, es
de resaltar que en los primeros grupos no se hablaba de la violencia extrema y
de la coerción sexual, sino más bien de la opresión psicológica y moral que
las mujeres experimentaban por parte de los hombres.
La polémica
dentro del movimiento estaba servida: grandes abismos se tienden entre las
feministas que apuestan a favor o en contra del sexo. Las agónicas
disensiones internas terminan por precipitar, a partir de mediados de los años
setenta, el desmantelamiento de los distintos grupos de activistas radicales,
cediendo paso así a un nuevo enfoque, menos político y más psicológico del
feminismo: el feminismo cultural.
El Feminismo
Cultural
1. El ascenso
meteórico de las lesbianas: el salto de la oclusión y el silencio a la norma y
el poder
Suele pasarse
por alto el hecho de que las primeras reivindicaciones formuladas por los
grupos de lesbianas procedían inicialmente de la insistencia del feminismo
radical en los dere chos de las mujeres a ser sexuales. Hay que tener presente
que las lesbianas partían de un clima social adverso. No sólo por la represión
homofóbica de los años cincuenta, sino por el clima anti-sexual imperante en
las filas del feminismo liberal, su primer aliado político. De hecho, el
lesbianismo era contemplado en su origen como una amenaza por gran parte de las
feministas liberales, ya que podía transmitir la impresión de que las mujeres
podían igualar en materia de deseo a los hombres. A fin de vencer estas reservas
y la acusación de identificarse con los hombres, en una primera etapa las
lesbianas mantuvieron su erótica a buen recaudo en el seno del movimiento.
La primera
expresión evidente de política lesbiana se desencadenó a modo de denuncia de la
homofobia existente en el seno de NOW, organización en manos de las feministas
liberales. “La Mujer Identificada con la Mujer” (“The Woman-Identified Woman”),
manifiesto presentado en 1970 por un grupo de feministas radicales que se
autodenominaban “Lavender Menace” (“La Amenaza Lavanda”) definía al lesbianismo
como la esencia del feminismo. Al considerar que la fuente del lesbianismo era
política y no erótica, permitieron a muchas de aquellas feministas poco
dispuestas a encajar la manifestación de su deseo el identificarse con ellas.
Suprimiendo precisamente aquello que las estigmatizaba, su orientación
sexual, es decir, su asociación a la mera idea (tan denostada) de “sexo”,
las lesbianas habían dejado de reforzar simbólicamente la opresión sexual masculina.
El precio que habrían de pagar resultó ser la deserotización del
lesbianismo, su redefinición al margen del deseo, que ahora se veían obligadas
a disfrazar de afán de hermandad. El lesbianismo políticamente correcto ya
no sería sino un grado más de intensidad en un feminismo profundamente sentido,
que hacía de su ira contra los hombres y de la amistad entre las mujeres el
nuevo nexo de unión entre todas ellas.
La estrategia
era brillante y obtuvo un éxito y una trascendencia inmediatos en el seno del
movimiento. Aquellos primeros grupos cuya
noción de hermandad
implicaba soporte político y emocional, e indiferencia a las tentaciones
de la carne,
fueron gradualmente incorporando la teoría y la práctica feminista lesbiana.
Progresivamente, el lesbianismo político se fue extendiendo por las filas
feministas, incluso entre aquellas que anteriormente habían ignorado o
rechazado la elección lesbiana. Por supuesto, no faltaron las lesbianas que
expresaran su desconfianza hacia las nuevas “confesas”. Muchas de
ellas no creían que lo que a ellas les había generado tanto sufrimiento pudiera
ser simplemente adoptado voluntariamente y por razones políticas. Presas del
miedo al engaño, tendían un abismo entre las lesbianas auténticas y las
lesbianas políticas.
Las
feministas heterosexuales tardaron en darse cuenta de las repercusiones que la
política homoerasta iba a tener sobre ellas. Si el hecho de continuar
acostándose con hombres nunca había sido completamente respaldado como acción
feminista “correcta”, ahora esa misma circunstancia ponía en tela de juicio su
aceptación por parte de las hermanas del movimiento. Como
advierte Echols, “a las feministas heterosexuales todavía se las hace sentir
que son apóstatas del movimiento debido a su proximidad a la masculinidad
contaminadora” (Vance, comp., 1989: 92). La consigna indicada: Follar con los
hombres debilita, hacer el amor con las mujeres libera. Había llegado
el momento de reformar el deseo por el bien del movimiento.
2. Masculino
y femenino
El feminismo
cultural, denominado por primera vez así en 1975 para diferenciarlo de los
precedentes, incorpora una perspectiva de análisis de las características
específicas de la identidad femenina. El determinismo biológico ya no debe ser
rescatado de los roles asignados, ya que las feministas culturales van a
resaltar el valor de lo intrínsecamente femenino. De este
modo, la “naturaleza” pasa de ser considerada un lugar de opresión a ser una
posible fuente de liberación (Osborne, 1994). La especificidad de lo femenino
no es vista tanto como una construcción social, sino como un conjunto de pro-
piedades naturales que conforman una esencia femenina. La intención es analizar
desde un punto de vista femenino tales aspectos de una cultura que ahora se
considera propia. De dicha cultura o “contracultura” se espera que pueda
reemplazar a la cultura dominante, liberando de esta manera a las mujeres. El
futuro, por tanto, será femenino o no será.
Partiendo del
hecho de que hombres y mujeres somos diferentes, las feministas culturales no
dudan en mostrarse partidarias de mantener dichas diferencias,
independientemente de su origen. El menosprecio por el cuerpo femenino de las
radicales se sustituye por la exaltación de la biología femenina y su vínculo
con el orden natural. Una psicología más apta para la maternidad (Chodorow,
1978) y una ética basada en el cuidado, la presdisposición para ayudar a los
demás y la no violencia (Gilligan, 1982) son algunos de los planteamientos que
se conjugan con el feminismo ecologista y pacifista de Mary Daly.
La naturaleza
femenina así descrita roza los viejos mandatos del patriarcado: una naturaleza
tierna, pasiva, igualitaria, protectora, maternal y cooperadora. Maximizar la
feminidad se convierte en el nuevo reto, el retorno a los valores femeninos en
sinónimo de erradicación de todas las opresiones. Que las condiciones materiales
de las mujeres en la sociedad sean adversas es un aspecto que resulta pasado
por alto.
3. Dos
sexualidades confrontadas
En
consonancia con su esquema de valores, las feministas culturales parten de una
anatemización de la sexualidad masculina y de una idealización de la femenina.
A ellos se les describe como más compulsivos e irresponsables, orientados
hacia lo genital. A ellas, más pasivas, difusas y orientadas hacia lo
interpersonal. Los hombres ansían el poder y el orgasmo, la erótica femenina
sin embargo es más espiritual y el deseo menos importante en sus vidas. En palabras
de Adrianne Rich, lo que las mujeres experimentan es “una energía que no está
limitada a una sola parte del cuerpo, ni siquiera sólo al cuerpo”. Algo que les
permite optar más fácilmente por la abstinencia, e incluso llegar a suge‑
rir que la represión
sexual puede ser una solución satisfactoria para la violencia contra las
mujeres. Desde luego más que la libertad sexual, que llegan a tachar de
fuerza reaccionaria reafirmante del orden social que adormeciéndonos nos
conduce a la apatía política.
Ante los
efectos de la revolución sexual, las feministas culturales proponen que
tiñamos de femenino la cultura, rescatando los valores a los que hemos
intentado renunciar y limitando drásticamente los tipos aceptables de
experiencia sexual. Cediendo a la indignación moral ante las
consecuencias de una revolución que sólo ha ocasionado ausencia de compromiso
masculino, pornografía y una mayor violencia contra las mujeres, todos los
intentos irán dirigidos a frenar su expansión controlando tanto el deseo
masculino como el femenino. El miedo subyacente a la violencia sexual por
parte de los hombres ha conseguido impulsar a las mujeres a buscar seguridad
antes que a seguir corriendo riesgos ante la incontrolada lujuria masculina.
4. Contra la
violencia del sexo masculino
Un tema que
sigue preocupando es el de la violencia del sexo masculino. La erótica masculina,
intrínsecamente violenta, es acusada de conducir al asesinato, y el coito interpretado
como un mero eufemismo de la violación. Las mujeres, unas pobres víctimas de la
rapacidad masculina, tienen pocas posibilidades de negarse a mantener algún
género de relaciones con los hombres. Partiendo de tales postulados, qué otra
explicación podría darse a la heterosexualidad si no es que las mujeres se ven
obligadas a elegir y que el patriarcado se encarga de imponer, controlar,
organizar, divulgar y mantener por la fuerza, tal y como defiende Adrienne Rich
en su ensayo “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana” (1980). Ya
que la relación coital no puede ser consensuada porque la dominación se basa en
ella, sólo existirá deseo real cuando desaparezca el patriarcado. La heterosexualidad
no puede ni ser elegida ni resultar placentera.
Las
feministas culturales lesbianas ofrecen la vía de escape perfecta con su
lesbianismo a modo de “experiencia profundamente femenina”, que nada tiene que
ver con los excesos de la subcultura gay y su afinidad a la
pornografía, el sadomasoquismo, el sexo entre generaciones o el sexo en
público. Paradójicamente, se niegan a reconocerse como grupo erótico marginal,
ya que teóricamente tales grupos de eróticas marginales fomentan las
consecuencias perniciosas de la permisividad. Que algunas lesbianas comiencen a
probar el SM –o sadomasoquismo–, los roles butch-femme y la bisexualidad,
sólo les lleva a concluir que aún existen entre ellas rastros de una
heterosexualidad ideológica que sirve de base a tales desviaciones. Acaso para
defender mejor su situación, las feministas culturales lesbianas contribuyen a
fomentar una rígida normativa sexual heterofóbica, desde la que acusan a las
mujeres heterosexuales de impedir el avance del movimiento no enfrentándose
claramente al opresor. Transformar todos los aspectos de la propia vida es
crucial para reflejar sin ambigüedades una fidedigna actitud política.
5. Las
corrientes que conducen al movimiento antipornografía
Con la fin de
la Guerra de Vietnam y el decline del radicalismo que tiene lugar hacia
finales de la década de los 70, la Nueva Derecha comienza a ejercer un impacto
directo en las políticas feministas sobre el sexo. Una ofensiva anti-sexual
centrada en detener cualquier avance legislativo en materia de aborto se cobra
los primeros éxitos políticos. El retroceso causa desconcierto y disensión
entre las filas feministas. Unas, en la línea de Friedan, de inmediato rehacen
su aprecio a los tabúes sexuales y vuelven a considerar todo aquello que atañe
al sexo un obstáculo para los fines del movimiento. Por el contrario otras, más
afines a Linda Gordon y su defensa del derecho al aborto en Woman’s Body,
Woman’s Right (1976), confirman el análisis de que las cuestiones sexuales
y reproductivas no son en absoluto marginales ni triviales, sino centrales
para la liberación de la mujer. La Nueva Derecha consigue así sembrar la discordia
en torno al sexo entre las diferentes facciones feministas, que se enfrentan a
ambigüeda‑
des que llevan
arrastrando largo tiempo sin encontrar una solución que convenza a todas las
partes por igual.
Las profundas
diferencias feministas en torno a la cuestión sexual encuentran un frente de
lucha común curiosamente en un tema que les granjea el apoyo de la derecha: la
lucha en contra de la pornografía. Alejándose de los postulados a favor de la
liberación sexual de las radicales, “en el análisis del feminismo cultural, el
peligro sexual define de tal manera la vida de las mujeres que excluye toda
consideración del placer” (Vance, comp., 1989: 95). Y este peligro cristaliza
en el núcleo de la opresión que padecen, su utilización como material
pornográfico. La afirmación de que “la pornografía es la teoría y la violación
es la práctica”, esgrimida por Andrea Dworkin y Catharine A. MacKinnon, contribuye
a desatar una fiebre antipornográfica que las lleva a coincidir en sus
planteamientos con organizaciones de derechas que desarrollan políticas
sexuales reaccionarias.
La derecha
por su parte adopta la retórica feminista antiporno para buscar chivos expiatorios,
amparándose en la moral conservadora que recrea este feminismo. Es el caso
surgido en la Corte Suprema de Canadá, cuya aplicación de la definición de
obscenidad de MacKinnon origina un ataque a gran escala a librerías y publicaciones
del colectivo homosexual. Por norma general, el discurso antipornográfico
termina finalmente conduciendo a elevar el precio que se debe pagar por
cualquier tipo de deleite carnal no sólo en forma de vergüenza, dolor y castigo,
sino a través de la represión política y el boicot económico. Asimismo,
perjudica a las mujeres que trabajan en la industria del sexo, ya que
contribuye a fomentar un aumento de la violencia sexual.
Rubin
advierte de qué manera, empeñándose en no querer ver que la pornografía no es
sino un síntoma más de la opresión, y no el germen de la opresión misma, “la
propaganda antiporno a menudo lleva implícito el mensaje de que el sexismo se
origina dentro de la industria del sexo comercial y que de allí se propaga al
resto de la sociedad” (Vance, comp., 1989: 173).
Una creencia que
básicamente ha servido para cortar las alas a la liberación de las mujeres en
materia sexual, al considerar que aún no ha llegado el tiempo que les ofrezca
la seguridad de expresar y vivir su deseo en libertad.
EL FEMINISMO
“PRO-SEXO”:
UNA APROXIMACIÓN A
TRAVES DE SU PRODUCCIÓN TEÓRICA
El clima de
terror que fue invadiendo progresivamente al movimiento, distanciando entre sí
las facciones que venían a agruparse a favor o en contra del sexo dio lugar, a
comienzos de los años 80, a lo que se denomina las Guerras del Sexo (Tbe Sex Wars). Una de sus
primeras manifestaciones tuvo lugar en 1980, cuando dirigentes de NOW, a cuyo
seno habían ido a refugiarse las feministas culturales en su repudia del feminismo
radical, declara la condena de la pornografía y el sadomasoquismo. Algunas
librerías censuran la obra de Pat Califia, feminista lesbiana sadomasoquista
que postula que la exploración sexual conducirá a la liberación.
Pero sin duda
el episodio más famoso de esta guerra tiene lugar durante la celebración en
1982 de la conferencia “La académica y la feminista” (“The Scholar and the
Feminist”) en el Barnard College. Mujeres miembros de grupos antipornografía
se dedican a boicotear la conferencia, a la que acusan de promover valores
patriarcales antitéticos a los principios básicos del feminismo, calificando
de desviadas sexuales a sus invitadas y quejándose al Barnard College de haber
invitado a participar a defensoras de la sexualidad “antifeminista”.
La
conferencia había sido ideada para iniciar un diálogo feminista sobre el sexo,
en un intento de equilibrar la balanza entre el placer y el peligro a través
de la participación intelectual y política por parte de la corriente pro-sexo
en un debate en el que hasta entonces no habían dominado. Un Diario que
contenía tanto el material escrito como las ilustraciones que formarían parte
de las conferencias desató una fuerte controversia y fue incautado; las
imágenes gráficas parecían estar en el centro de la polémica. Partidarias del
movimiento antipornográ‑
fico distribuyeron
planfletos difamatorios, el ambiente de la conferencia se enrareció y la instigación
de pánico al sexo resultó tan efectiva que desde ese momento en adelante se
recrudeció la censura ideológica sobre las feministas no aliadas con la
corriente sexofóbica. La movilización de temores sexuales irracionales vino a
constituir en suma una gran victoria y una manera de perpetuar el poder y el
control del debate feminista sobre el sexo por parte de las feministas
antiporno.
A modo de
reacción contra este incómodo clima de fondo, feministas provenientes en su
mayoría del feminismo radical, en parte del liberal y algo menos del socialista,
formaron en 1984 la Feminist Anti-Censoship Task Force (FACT),
Organización Feminista contra la Censura, defendiendo la libertad no
restringida de expresión y el derecho de las mujeres a desarrollarse como seres
sexuales, incluyendo la participación en la pornografía y su consumo. En
consonancia con las ideas defendidas en numerosas publicaciones (entre ellas
los dos volúmenes que nos ocupan), se convierten en las principales opositoras
ideológicas al conservadurismo propugnado por el tándem MacKinnon-Dworkin.
El presente
trabajo no pretende avanzar más allá de este momento histórico, y toma como
punto de partida la tensión entre dos ramas del pensamiento feminista. La
primera es la que entronca con ciertos planteamientos del puritanismo
decimonónico, e incide en el peligro sexual y en la búsqueda de protección de
las mujeres. Su acentuación de la opresión que los varones ejercen a través del
sexo conduce a la infravaloración del placer en el encuentro con ellos y a la
deserotización de las mujeres, única salida posible ante una expresión sexual
masculina en esencia violenta y depredatoria. La segunda tendencia del
feminismo opta sin embargo por el placer, y apuesta por el deseo de las
mujeres, por su derecho a explorar y reivindicar un margen de acción erótica
más activa y diversa, considerando que la denuncia de la violencia sexual no
tiene por qué impedir la reivindicación del deseo femenino. A fin de preservar
la libertad necesaria para explorar sus límites en el universo infi nito del
sexo, rechaza normas o preceptos en este ámbito y fomenta y exige el respeto
hacia la variedad y la disidencia sexuales.
En esta
segunda corriente se centra el objetivo del trabajo, en un intento por
analizar más detalladamente el discurso que defendían aquellas feministas que
no se dejaron arredrar por la fuerte presión sexofóbica del movimiento y de la
época.
Placer y
peligro: explorando la sexualidad femenina.
Carole S. Vance (compiladora)
La edición
española de 1989 a la que se ciñe el presente trabajo compila una selección de
artículos que forman parte de la obra inicial, titulada Pleasure and
Danger,
editada por Carole S. Vance en 1984, en la que se recogían varios de los
trabajos presentados en la Conferencia Barnard.
Dos de los artículos
de esta obra ofrecen una aproximación histórica a la tensión entre peligro y
placer. En “La búsqueda del éxtasis en el campo de batalla: peligro y placer en
el pensamiento sexual feminista norteamericano del siglo XIX”, Ellen Carol
DuBois y Linda Gordon se sitúan en el siglo XIX para investigar las posiciones
feministas ante la prostitución, así como a las pioneras partidarias del amor
libre de sus últimas décadas. Ambas autoras insisten en primer lugar en la
necesidad de reconocer que las dos tradiciones, a favor o en contra del “sexo”,
forman parte del feminismo. Lo que no impide, a su juicio, que ninguna de ellas
responda a los requerimientos actuales del movimiento, al ser ambas
“profundamente heterosexistas en sus postulados sobre el sexo” (Vance, comp.:
1989: 52). Incluso van más allá, al tildar de moralistas ambas corrientes, ya
que tanto una como otra caían en la condena de aquellos comportamientos
sexuales que no se adecuaban a sus modelos. La descripción del período
histórico investigado culmina con una serie de advertencias en torno a los
errores cometidos por el feminismo, aunque también con el justo reconocimiento
de muchos de los avances obtenidos por el mismo.
El segundo de
los artículos que ofrecen una aproximación histórica a la cuestión es el de
Alice Echols, “El ello domado: la política sexual feminista entre 1968-83”. En
él se hace un recorrido desde las posiciones del feminismo radical a las del
feminismo cultural, esbozando una visión crítica de este último. Echols comienza
señalando de qué manera la política sexual llevada a cabo por las feministas
culturales es la antítesis de la primera política sexual del feminismo
radical. Su análisis pone de relieve la profunda brecha ideológica que se abre
entre dos visiones que se escinden en su consideración del concepto “feminidad”
–como una construcción social negativa a combatir o como una identificación
propia positiva a defender– y por lo tanto en su posicionamiento ante el mismo.
Tras censurar el tradicionalismo de las feministas culturales, la autora
termina reivindicando la visión feminista radical de la sexualidad, “que aunaba
la liberación sexual y la liberación de las mujeres. La lucha por el placer es
legítima y no tiene por qué implicar una insensibilidad hacia el peligro
sexual” (Vance, comp., 1989: 110). Partidaria de un análisis crítico de la
sexualidad que reconozca sus complejidades y ambigüedades, en lugar de
enclaustrarse en la renuncia y la represión, Echols apuesta por favorecer las
condiciones que proporcionen autonomía, placer y seguridad sexuales a las
mujeres.
El último de
los artículos publicados, “El deseo del futuro: la esperanza radical en la
pasión y el placer”, de Amber Hollibaug, es un alegato a favor de una erótica
femenina más asertiva, libre y variada, que haga estallar la escisión entre la
aspiración de ser “decente” y la de vivir hasta el fin los propios delirios
eróticos. Hollibaug resume muy bien la rabia que experimentan las mujeres en
una cultura “que no las deja ser sexuales”, que constriñe constantemente el
espacio en el que pueden sentirse seguras para follar. Reconoce de qué
manera el feminismo se ha dejado vencer y enclaustrar en un espacio cada vez
más pequeño por el miedo, y contempla la urgencia de inspirar en el movimiento
el ansia por buscar más caminos que liberen a las mujeres del peligro sin obli
garles a renunciar al deseo, a las fantasías, a la pasión carnal insobornable.
El feminismo que da voz a la moralidad y a la virtud es un camino errado para
esta mujer, que reclama el derecho de todas las mujeres a explorar unos límites
que siempre les han sido negados.
He
seleccionado para su comentario más pormenorizado los artículos de las dos
autoras que más repercusiones han tenido en la teoría feminista sobre el sexo:
Carole S. Vance y Gayle Rubin.
Carole S.
Vance. “El placer y el peligro: Hacia una política de la sexualidad”
La
antropóloga y epidemióloga Carole S. Vance es acaso la figura más conocida y
representativa del feminismo pro-sexo o anti-censura. Profesora y Directora
de Programas de diversas universidades estadounidenses y europeas, durante las
últimas décadas ha seguido investigando en torno al sexo y cuenta con abundantes
méritos y publicaciones sobre la materia.
El artículo
presentado en el contexto de la conferencia analiza en primer lugar las
diversas posiciones en la polémica sobre el sexo y las mujeres. El punto de
partida de la autora es que, si bien centrarse sólo en el placer y la gratificación
supone dejar de lado la estructura patriarcal en la que actúan las mujeres,
insistir sólo en la violencia y la opresión sexuales mantiene al margen la
experiencia de las mujeres, ignora sus elecciones y fomenta el terror y el
desamparo sexual. Consciente de esta ambigüedad que enfrenta a las mujeres,
Vance opta por utilizarla como fuente para investigar las divergentes rutas de
la erótica femenina, y su intersección con diversos condicionantes sociales y
psicológicos. Partidaria siempre de la reivindicación a través de la palabra,
insiste en la necesidad de que las mujeres compartan y contrasten, en un clima
de respeto, el devenir de sus biografías sexuales.
Lejos de
secundar el egoísmo del placer esgrimido por aquellas que hacen primar el
hecho de que existan mujeres en peligro, Vance advierte que esta persecución
implacable del placer contribuye a convertirlo “en el gran secreto cul‑
pable entre las
feministas”. (Vance, comp., 1989: 19). Su ocultación y la persecución de sus
fuentes no hará el mundo más seguro para las mujeres, sino que las privará de
fuerza y energía. Aquellas que, desde el movimiento antipornografía, pretenden
acallar todo discurso sobre el placer alegando que más vale dejar tales discusiones
para un momento más seguro, so pretexto de contribuir con el silencio y el
miedo a la protección de las mujeres, sólo conseguirán evitar y entorpecer un
diálogo sobre el sexo que para las mujeres resulta crucial. Contemplarse a sí
mismas como víctimas sólo potencia la debilidad y la incapacidad de
defenderse.
Con respecto
al deseo femenino, Vance formula una denuncia acerca de la falta de consenso
e investigación en torno a la naturaleza del mismo, así como a las
repercusiones que su represión social ha acarreado para las mujeres a lo largo
de los siglos. El padecimiento de la violencia genital masculina no debería
conducir a la vivencia del deseo femenino por parte de las propias mujeres
como algo peligroso, como si el hecho de seguir sus dictados fuera la causa del
peligro, y no las condiciones adversas en las que este deseo se desarrolla.
Una visión radical del deseo exigiría por tanto investigar la naturaleza de su
relación con las construcciones sociales.
Vance se
adscribe sin titubeos a las teorías de la construcción social de la sexualidad.
En la línea del feminismo radical, considera que “las identidades personales
profundamente sentidas como la masculinidad/feminidad, la heterosexualidad/homosexualidad,
no son privadas ni producto exclusivo de la biología, sino que se crean por
intersección de fuerzas políticas, sociales y económicas que varían con el
tiempo” (Vance, comp., 1989: 22). Una aproximación a esta serie de “vectores de
opresión” (Rubin) sería de especial interés para la investigación de las
interferencias entre sexualidad y género, no sólo a través de las grandes
formaciones sociales que organizan la sexualidad, sino de la manera en que
estas fuerzas actúan desde vida privada.
La autora
critica la escasa investigación existente en torno a cuestiones sexuales, lo
que con duce a prejuicios y generalizaciones. Alienta en consecuencia el
desarrollo de una investigación feminista en torno al sexo que venza el temor a
la exploración de unas diferencias que siempre han resultado dolorosas para las
mujeres, y que han provocado que muchas se refugien en diferenciaciones que
atienden antes a factores de clase, raza o religión, dada la especial incomodidad
que generan las cuestiones sexuales.
Sería
importante contar con testimonios individuales, biografías sexuales femeninas
que ayuden a desmontar el sistema de jerarquía sexual, que sitúa a la
heterosexualidad, el matrimonio y la procreación en la cúspide (Rubin). Dicho
sistema funciona con fluidez si se mantiene invisible la falta de conformidad
sexual. Resistirse por vergüenza, temor o culpabilidad a admitir las propias
desviaciones con respecto al sistema de jerarquía sexual supone caer en una
silenciada no-conformidad que no participa en la desactivación del mismo.
Para
concluir, Vance advierte del peligro que entraña establecer normas, hablar de
una sexualidad “políticamente correcta” en nombre de una ética feminista, y
finaliza insistiendo en que de ninguna manera la lucha contra la opresión
sexual debe suponer la represión del deseo femenino. El feminismo debe favorecer
una política que apoye el placer como afirmación vital y fuente de poder, un
derecho fundamental del ser humano. Las mujeres necesitan vencer su ignorancia
en la materia, ser sujetos, actores y agentes eróticos, convencerse de que su
lento pero inexorable avance en el terreno sexual proporcionará nuevas claves
para el futuro. En lugar de permanecer paralizado en el peligro, el feminismo
debe avanzar hacia el placer, la acción y la autodefinición, aumentando el
placer y la alegría de las mujeres, más allá de todas sus contradicciones,
ambivalencias y complejidades
Gayle Rubin.
“Reflexionando sobre el sexo: Notas para una teoría radical de la sexualidad”5
Gayle Rubin
es una antropóloga feminista cuyos artículos académicos han tenido gran
repercusión. Fundadora de Samois, la primera
organización SM
lesbiana en el mundo, resulta una pensadora controvertida, por lo que M. Oliván
y C. Garaizábal no dudan en la Introducción a Placer y Peligro en considerar
su artículo el más polémico de la edición. Este artículo, que de alguna
manera se ha convertido en polo de referencia para este debate, sucede en el
tiempo a otro, “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del
sexo”6, el cual ejerció una gran influencia teórica en el feminismo
a raíz de su elaboración de los conceptos “sexo/género”. La teoría sexo/género
de Rubin partía de una consideración estrictamente anatómica del concepto
“sexo”, mera circunstancia biológica que contraponía al de “género”, concebido
como una construcción social o cultural.
En el
artículo que nos ocupa, “Reflexionando sobre el sexo”, Rubin revisa su
anterior teoría, que critica por no haber distinguido en ella “entre deseo
sexual y género, tratando a ambos como modalidades del mismo proceso social
subyacente” (Vance, comp., 1989: 183). Critica ahora la estrategia de
identificar sexo y género como términos relativamente intercambiables
(MacKinnon,1982), y propone una política de la sexualidad independiente de una
política del género.
Para la
autora, es necesario cuestionar que la sexualidad se derive del género, y a tal
fin propone poner en tela de juicio la fusión semántica entre sexo y género en
inglés, ya que son ámbitos que en su opinión no resultan intercambiables. La
mezcla semántica originada de “sex” como “sexo femenino o masculino” y
“to
have sex”,
en referencia a la relación coital, “refleja el supuesto cultural de que la
sexualidad es reducible al contacto sexual y que es una función de las
relaciones entre mujeres y hombres. La fusión cultural de género con
sexualidad ha dado paso a la idea de que una teoría de la sexualidad puede
derivarse directamente de una teoría del género”. (Vance, comp., 1989: 183)
En contraste
con lo afirmado en su primera obra, El tráfico de mujeres, la autora
considera imprescindible analizar separadamente género y sexualidad. Se
distancia así de los postulados femi nistas lesbianos e insiste en acentuar
las similitudes de éstas con los gays y otros subgrupos
sexuales. Rubin admite que las relaciones entre sexo y feminismo son complejas:
“Debido a que la sexualidad es un nexo de las relaciones entre los géneros, una
parte importante de la opresión de las mujeres está contenida en y mediada por
la sexualidad” (Vance, comp., 1989: 171). Pero advierte que, si bien el feminismo
elaboró herramientas conceptuales para afrontar las jerarquías basadas en el
género, no ha sido capaz de detectar aquellas que funcionan en la organización
de la sexualidad, cuyas relaciones de poder no puede ver ni valorar.
Y es que para
Rubin, al igual que el género, la sexualidad es política. Está organizada a través
de sistemas de poder que recompensan y fortalecen a algunos individuos y
actividades, mientras castigan y ocultan a otros. La sociedad occidental
moderna establece un sistema jerárquico de valor sexual, en cuya cúspide se
hallan solamente los heterosexuales reproductores casados. Los individuos cuya
conducta figura en lo alto de esta jerarquía se ven recompensados, pero a
medida que se desciende en la escala, que va estratificando el resto de las
conductas sexuales hasta situar en la base las más indeseables, los individuos
comienzan a recibir sanciones y censuras varias.
Este sistema
jerárquico supone la prescripción de prácticas sexuales “buenas” y “malas”. La
“frontera” que separa a unas de otras viene a trazarse en “la mayor parte de
los discursos sobre sexo, ya sean religiosos, psiquiátricos, populares o
políticos” (Vance, comp., 1989: 141). La discusiones en torno al sexo provienen
de la intención de establecer dónde trazar la línea divisoria, y determinar a
qué otras actividades se les podrían permitir cruzar la frontera de la
aceptabilidad. Lógicamente, la frontera no es inamovible, y se halla en función
de la fuerza de las diversas minorías eróticas de ejercer algún tipo de presión
para ser aceptadas.
El problema,
según Rubin, es que “es difícil desarrollar una ética sexual pluralista sin un
concepto de variedad sexual benigna” (Vance, comp., 1989: 142). Y sin embargo,
en materia
sexual es complicado
asumir que hay muchas formas posibles de “hacerlo bien”, e incluso los
pensadores más avanzados en otros terrenos resultan vergonzosamente
conservadores en éste. La investigación sexual empírica –menciona a Kinsey y a
Havelock Ellis entre otros– es el único campo que en opinión de Rubin es capaz
de manejar un concepto positivo de la variedad sexual.
La autora
lamenta el desconocimiento que de la Sexología y la moderna investigación
sexual presentan la mayor parte de los escritos políticos sobre sexualidad.
Aunque tanto la Sexología como la investigación sexual no sean inmunes al
sistema de valores imperante, Rubin considera que suponen un buen fundamento
empírico que posibilita tratar la variedad sexual como algo que existe, no como
algo a exterminar.
En cuanto a
las leyes sobre el sexo, Rubin afirma que son el instrumento más preciado de la
estratificación sexual y la persecución por preferencias eróticas. La
legislación sobre el sexo tiende a ser muy severa aunque, curiosamente, algunas
de sus conductas más detestadas, como el fetichismo o el sadomasoquismo, se
encuentren menos reguladas que otras, como la homosexualidad o la sodomía. Y
es que las conductas sexuales se convierten en competencia de ley cuando
llegan a ser motivo de preocupación social o de agitación política.
En esta
línea, Rubin critica el endurecimiento de las leyes que pretenden proteger a
los menores, una manera de asegurar la transmisión de los valores sexuales
conservadores, y considera las leyes sexuales llevadas a tal extremo pura y
simplemente apartheid
sexual.
Hay que tener en cuenta que gran parte de la legislación estadounidense sobre
sexo no distingue entre conductas voluntarias y coercitivas, lo cual supone
por ejemplo que los actos de sodomía puedan ser perseguidos incluso si se
llevan a cabo bajo mutuo acuerdo.
El estigma de
la disidencia erótica amenaza tanto en la familia como en el transcurso de la
vida cotidiana. La no conformidad sexual actúa de inmediato reduciendo el
poder, generando inseguridad y estigmatizando. “El sexo –afirma
Rubin– es un vector
de opresión” (Vance, comp., 1989: 159). Constituye un sistema de opresión que
atraviesa otros modos de desigualdad social, sin que pueda ser comprensible en
términos de clase, raza, grupo étnico o género. Los privilegiados de diversa
índole –por clase, raza, etc.– percibirán los efectos disminuidos de su estratificación,
pero no escaparán a la opresión, por leve que ésta sea.
Las
conclusiones finales de Rubin son contundentes: es preciso elaborar una teoría
y una política autónomas y específicas de la sexualidad. Ya es hora de
reconocer las dimensiones políticas de la vida erótica.
Powers of
desire: the politics of sexuality.
Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon Thompson (eds.)7
Los artículos
seleccionados por Snitow, Stansell y Thompson obedecen a la inquietud de
participar, aun desde distintos posicionamientos feministas, en el debate
contemporáneo sobre el sexo. Además de una amplia introducción a cargo de las
editoras, a lo largo de seis secciones sucesivas se va acumulando una aportación
teórica de muy diversa índole. Discursos bien teóricos, bien literarios, que
comparten la misma perspectiva inicial: aportar desde el pensamiento feminista
nuevos puntos de vista al universo del sexo.
La obra parte
de la necesidad de elaborar una política sexual que contrarreste a la de la
Nueva Derecha. Escrita a comienzos de los 80, ante el avance imparable de las
políticas sexuales represivas, las autoras se preguntan cómo integrar mejor el
sexo en el proyecto de la liberación humana. En el afán de crear una teoría
política feminista sobre el sexo, indagan en anteriores intentos de conjugarlo
con la libertad; parte de estos hallazgos son los artículos recogidos en este
volumen. Conviene advertir que muchos de ellos ya habían aparecido anteriormente
en diversas publicaciones.
La
Introducción, a cargo de las tres editoras, realiza en primer lugar un estudio
crítico de la azarosa relación del socialismo con el sexo: Charles Fourier, los
Owenitas, Victoria Wood‑
hull, Engels, la
comunidad Oneida, los partidarios del amor libre –y entre ellos Emma Goldman–,
Edward Carpenter, el círculo bohemio de Greenwich Village, Margaret Sanger, la
Nueva Izquierda. Idéntico recorrido se sigue para el binomio Sexo/Feminismo,
cuyo desarrollo histórico y crítico se traza desde las campañas por la pureza
social y la maternidad voluntaria del siglo XIX a la controversia suscitada en
el Barnard
College en
1982 entre las diferentes facciones feministas.
“¿Qué contribuciones
han hecho las discusiones y debates feministas a nuestra comprensión del
sexo?”(Snitow et
al.,
1983: 39), se preguntan. En primer lugar, insistir en que su estudio no puede
ser afrontado sin tener en cuenta la aportación de las experiencias de las
mujeres. Aportación que reconocen especialmente problemática para las
feministas, cuyos enfoques con frecuencia han pecado de dogmatismo. Haciendo
autocrítica, reconocen que el pensamiento feminista en torno al sexo ha venido
oscilando de un extremo a otro, dejándose arrastrar por cada nueva idea que
flotaba en el viento sin acumular cada nueva posibilidad como una ganancia.
Convirtiendo, asimismo, metáforas en realidades: violación por relaciones
coitales con los hombres, amistad por relaciones eróticas con las mujeres,
vulnerabilidad por victimismo.
Las autoras
enumeran una larga serie de interrogantes de especial relevancia para las mujeres:
fantasías, deseos, influencias raciales, étnicas o de clase,
heterosexualidad... Sus preguntas reflejan la inquietud de poner en duda parte
de las ideas que nos circundan, y de indagar en la búsqueda de respuestas que
añadan nuevas dimensiones a la experiencia sexual de las mujeres. Dimensiones
que –insisten– han de venir a resaltar lo que las mujeres tienen en común con
el resto de las mujeres, por encima de todas las polarizaciones que las
dividen. La eterna dicotomía entre el placer y el peligro que resuelven así:
“Hemos elegido el sexo. (...) Y esto no implica que la violencia sexual haya
dejado de limitar y determinar nuestras posibilidades. Pero sí afirma, al
mismo tiempo, el potencial de las mujeres para la autonomía y el poder”.
(Snitow et
al.,
1983: 41-42)
La primera
sección de la obra, titulada “The Capitalist Paradox: Expanding and
Contracting Pleasures”, recoge una serie de artículos que analizan
las circunstancias históricas y sociales que facilitan o reprimen la expresión
sexual. Allan Bérubé describe el clima político y social que rodeó a la Segunda
Guerra Mundial, primero a favor y después en contra de la homosexualidad.
John D’Emilio investiga la intersección entre capitalismo y homosexualidad,
desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años 80 del XX, y se inscribe en
la línea que promulga la institución de nuevas estructuras políticas y sociales
basadas en la igualdad y la justicia antes que en la explotación y la opresión.
Especialmente
llamativa resulta la descripción del clima social atrevido, relajado y obsceno
en el que Kathy Peiss sitúa a las “Charity Girls”, chicas
trabajadoras de las grandes ciudades con escasos ingresos que, entre 1880
1920, se caracterizaron por ofrecer algún género de intimidad erótica a los
hombres a cambio de sus invitaciones a diferentes distracciones (cine, teatro,
salas de baile, etc.). Resalta la mayor facilidad de expresión erótica en lenguaje
y comportamientos de estas mujeres, cuyo espacio de interacción heterosexual se
amplió en consonancia con las circunstancias económicas y sociales.
Las revoluciones
sexuales se
estudian en la segunda sección de la obra. Barbara Epstein, en “Family,
Sexual Morality, and Popular Movements”, lleva a cabo el
análisis de dos períodos en los que la vida familiar y la moral sexual han sido
foco de movimientos populares: de 1890 a 1920, y de 1960 en adelante. Del
primer período, coincidiendo con el cambio de siglo, destaca la crisis que
para la vida familiar supuso la necesidad de controlar la natalidad. El reto
fundamental en aquella época era la necesidad de aplicar dicho control sin
separar la heterosexualidad de la familia (favorecer relaciones
extra-conyugales gracias al uso de los anticonceptivos), ni minar la autoridad
del hombre dentro de la familia (y la seguridad de la mujer en su
seno). Por el contrario,
las tensiones familiares de las últimas décadas del siglo XX, fundamentalmente
a raíz de la mayor independencia social y económica femenina, giran en torno a
la cuestión de la igualdad de hombres y mujeres en la familia. En un mundo en
el que las mujeres se resisten cada vez más a su papel subordinado en el ámbito
familiar, lo que se cuestiona ya no es la forma en que se articulará la familia
heterosexual, sino si la heterosexualidad y la familia, tal y como las
conocemos, continuarán siendo las instituciones dominantes.
“Feminism,
Men, and Modern Love: Greenwich Village, 1900-1925”, por Ellen Kay Trimberger,
gira en torno a la revolución que supuso la búsqueda de nuevas vías de
relaciones sexuales en el seno de la comunidad bohemia del Greenwich Village en
Nueva York. Partiendo de un afán por establecer relaciones que conjugaran la
intimidad afectiva y el intercambio erótico, hombres y mujeres que buscaban
encontrarse al margen de los esquemas tradicionales acumularon una escalada de
fracasos en sus relaciones. Fracasos también en sus ideales, que finalmente
condujeron a la vuelta al conservadurismo a partir de 1920. ¿Dónde estuvo el
error? Básicamente, advierte Trimberger, en la incapacidad de aplicar en sus
vidas personales los principios de libertad e igualdad sexual de los que
partían. Infidelidades, celos, incomprensiones, permanentes contradicciones,
infelicidad en suma por parte de aquellos hombres y mujeres que pretendieron
adelantarse a su época. Ante la ausencia de un respaldo social que les
permitiera encontrar soluciones satisfactorias, aquel clima liberal y
permisivo se truncó. Pendientes quedan algunos interrogantes, entre ellos la
problemática conjugación de deseo y autonomía, ya no sólo masculina, sino también
femenina.
Especialmente interesante desde un punto de vista
sexológico es el último de los artículos de la sección, “The New Woman
and the Rationalization of Sexuality in Weimar Germany”. Atina
Grossmann ofrece un análisis feminista crítico de la Reforma Sexual de Weimar,
que se presenta como una revolución sexual, pero que fue en
todo momento concertada en términos masculinos. La “nueva mujer” que había
resultado de la movilización femenina durante la Primera Guerra Mundial
amenazaba una política interesada en el fomento de la maternidad, e interesada
por estabilizar el clima social que siguió a la guerra. La intención era hacer
más atractivo el matrimonio a las mujeres potenciando unas relaciones sexuales
más gratifican-tes. Siempre, por supuesto, que su derecho al placer no
supusiera la libertad de apartarse del matrimonio y la maternidad.
El derecho al
orgasmo era, dentro de este esquema, un medio para estabilizar y armonizar el
matrimonio heterosexual. A tal fin, se les otorgó a los hombres un “mapa” del
cuerpo femenino, una serie de pautas a seguir, y la responsabilidad del placer
genital de sus compañeras. La erotización partía de nociones decimonónicas:
la erótica femenina era durmiente, pasiva, emocional, más difusa, oculta y
menos centrada en lo genital. Su excitación más lenta y compleja; su orgasmo
más delicado.
Ya que a la
mujer le resultaba difícil llegar al orgasmo durante la penetración, el hombre
debía considerar las peculiaridades femeninas, como la imprescindible
estimulación del clítoris y la necesidad de los preliminares. Por
supuesto, la meta del orgasmo masculino mediante la penetración no se
cuestionaba.
Los
Reformadores Sexuales sabían que para las mujeres era relativamente fácil
obtener un orgasmo (incluso orgasmos múltiples) mediante la masturbación y en
las relaciones lésbicas. De hecho, algunos autores advertían a los maridos
que, si insistían en despertar demasiado el deseo de sus esposas, llegaría el
momento en que serían incapaces de “responder” ante el mismo. Y, si llegaba el
caso, no dudaban en medicar a la esposa para disminuir su obsesión libidinosa.
Asimismo
advertían que, si bien la experimentación de la pareja con otra mujer –en un
trío– era recomendable, se corría el riesgo de que la esposa se dejase llevar
por tales inclinaciones.
Algunas mujeres de la época –pocas– advertían de la
manipulación que la ciencia estaba llevando a cabo sobre su deseo. Para ellas,
la fri‑
gidez era considerada
una manera de protestar contra el rol femenino, una protesta contra la subordinación
general femenina. Su tratamiento, por tanto, requería una revolución social en
la relación entre los sexos.
Una de las
mujeres que advirtieron de las consecuencias de la “revolución sexual” para el
sexo femenino fue Rühle-Gerstel. Si las mujeres no se prestaban al coito,
serían tomadas por retrógadas y timoratas; si se abandonaban a él, serían
estigmatizadas por putas y peligrosas. Una circunstancia que a principios del
siglo XXI aún sigue resultando desagradablemente familiar.
La sección
tercera de la obra, cuyo eje gira en torno a la institución de la
heterosexualidad, es un conglomerado de artículos teóricos y literarios entre
los que merece la pena destacar por su trascendencia el de la poetisa
norteamericana Adrienne Rich, “Compulsory Heterosexuality and Lesbian
Existence”,
publicado originalmente en 1980 en la revista feminista Signs, y
posteriormente traducido al castellano bajo el título “Heterosexualidad
obligatoria y existencia lesbiana”(1986)8.
Adrienne Rich
es una figura representativa del feminismo lesbiano, para el que la publicación
de su artículo supone un antes y un después. Su crítica de la heterosexualidad
obligatoria se basa en la imposibilidad de elegir libremente otras opciones,
tales como el lesbianismo, sin recibir el oprobio social. La heterosexualidad
se plantea así como socialmente determinada y culturalmente reproducida, de
manera que las mujeres internalicen los valores masculinos y los reproduzcan.
A través de mensajes que consiguen convencer a las mujeres de que el
matrimonio y la orientación del deseo erótico hacia los hombres son inevitables,
la sociedad consigue que las mujeres asuman un destino que a menudo resulta
insatisfactorio y opresivo.
Una de las
vías de reforzamiento de la heterosexualidad obligatoria es la invisibilidad
de la posibilidad lesbiana; algo que incluso puede suceder en la investigación
y la teoría feminista. El feminismo –denuncia Rich– no ha reconocido las
fuerzas sociales que nos fuerzan a desplazar las energías emocionales y
eróticas de las mujeres a los hombres. Unas energías que ella articula en el
concepto de “continuum
lésbico”
y “existencia lesbiana”.
El “continuum lésbico”
abarcaría todas las relaciones que las mujeres establecen entre sí; desde la
más liviana simpatía o amistad, pasando por los lazos pasionales hasta llegar
al establecimiento de relaciones eróticas. Consistiría por tanto en el
conjunto de lazos que unen a todas las mujeres que intentan reforzar los vínculos
de diversa índole que las unen, al margen de un sistema que las fuerza a
mantener relaciones heterosexuales para sobrevivir económicamente y poder
criar a sus hijos, así como para permanecer respetables.
La “existencia
lesbiana” equivaldría a rechazar la heterosexualidad obligatoria, repeliendo
el ataque directo o indirecto del derecho masculino de acceso a la mujer, y
contradiciendo un orden social que dicta que las mujeres están hechas para los
hombres. Es por tanto un acto de resistencia.
No
identificar al resto de las mujeres como posibles compañeras, amantes o
aliadas, entraña una pérdida del poder de las mujeres y, en consecuencia, un
impedimento a la hora de liberarse a sí mismas y a las otras. En conclusión,
existe un contenido político feminista en el acto de elegir como amante a una
mujer.
El que tanto
la existencia lesbiana como la homosexualidad masculina sean objeto de estigma
no significa que ambos puedan situarse en el mismo plano, ya que ello supondría
ocultar la realidad lesbiana una vez más. A pesar de la causa que los ha unido,
la falta de privilegios económicos y culturales de las lesbianas hace imposible
su equiparación con los varones homosexuales, quienes por otra parte participan
en una serie de conductas eróticas que quedan muy lejos de la experiencia
lesbiana, que se define como profundamente femenina, con sus propias
opresiones, significados y potencialidades.
El resto de
los artículos presentados en este capítulo representan una mezcla heterogénea
que incluye temas tan diversos como la idealización de la heterosexualidad por
las obreras
rusas a comienzos del
siglo XX, los abusos carnales reiterados de las mujeres negras en tiempos de
esclavitud o el ideal de romance alimentado en el despliegue de fantasía que
suscitan las novelas románticas de Arlequín.
La sección
cuarta de la obra, “Domination, Submission and the Unconscious”, contiene
entre otros el artículo de E. Ann Kaplan titulado “Ys the Gaze Male?”. Partiendo
de este interrogante, si el deseo es o no masculino, y siempre desde una
perspectiva psicoanalítica, la autora analiza el factor deseo en diferentes
películas, revelando las enormes dificultades que tienen las mujeres para
establecerse como espectadoras activas. Las mujeres en la pantalla son
proyecciones del hombre: idealizadas, erotizadas, denigradas por una mirada
ante la que la mujer no siempre sabe cómo situarse, cómo devolver la mirada.
Kaplan
describe los esfuerzos de directoras y críticas de cine feministas a la hora de
imaginar un deseo femenino y masculino, de avanzar en una dualidad entre los
sexos cuya mutua contemplación sea menos excluyente y dolorosa para las
mujeres.
La autora
reconoce que el inconveniente no es en sí la erotización y objetualización de
las mujeres, ya que estos procesos son en sí constituyentes del deseo. El
problema surge cuando el deseo masculino conlleva el poder de la acción y de
la posesión que se niega al deseo femenino. Las mujeres reciben y devuelven el
deseo, pero no pueden actuar sobre él.
Finalmente,
Kaplan reflexiona en torno a la naturaleza del deseo: ¿es necesariamente masculino?,
¿podrían desarrollarse estructuras para facilitar que las mujeres sean dueñas
de su deseo?, ¿querrían las mujeres hallarse en posesión del deseo, si fuera
posible? ¿pueden ser sujetos de deseo?
Kaplan
reconoce que las mujeres experimentan placer ante las películas o los relatos
eróticos en los que son observadas y se pregunta por qué, de qué manera nos
hemos construido psicológica y culturalmente para instalarnos simbólicamente
en el lugar del objeto, recipientes del deseo, siempre antes deseadas que dese-
antes. La adopción de una postura erótica activa o dominante en la pantalla
por parte de la mujer, de hecho, suele conllevar la pérdida de sus
características femeninas tradicionales. No el físico atractivo, sino la
humanidad, la inocencia o el carácter maternal. En su lugar, suele describirse
como una mujer fría, decidida, ambiciosa, manipuladora, dominante, en posesión
de las características típicamente masculinas. Un fenómeno que nos debe mover a
reflexión y a preguntarnos si es posible desarrollar una posición dominante
específicamente femenina que difiera de la masculina.
El deseo,
defiende Kaplan, no es necesariamente masculino, pero ser dueño del deseo y
activarlo, dado nuestro lenguaje y las estructuras de nuestro inconsciente, es
hallarse en la posición masculina. En efecto, el deseo femenino sigue sin ser
representado ni expresado, quedando fuera de significados e ideologías.
En el fondo,
a juicio de la autora, se adivinan estrategias masculinas para contener el
temor al poder del sexo femenino. Un temor que debería ser desactivado, en
conclusión: “Si unas diferencias sexuales rígidamente definidas han sido construidas
alrededor del miedo al otro, necesitamos idear maneras de trascender una
polaridad que sólo nos ha traído dolor a todos”. (Snitow et al., 1983: 325)
De entre los
restantes artículos de esta sección –varios de ellos son textos literarios–,
quisiera destacar asimismo el de Jacquelyn Dowd May, “The Mind That Burns
in Each Body”,
que expone hasta que punto la violación supone un acto de control por parte de
los hombres blancos a las mujeres negras, constituyendo un eficaz instrumento
de subordinación.
Entre los
centros de ayuda a mujeres violadas, menciona la iniciativa llevada a cabo por
el Rape
Crisis Center,
de Washington, D.C., que ha evolucionado de ser un centro de autoayuda para
mujeres blancas violadas a convertirse en una organización interracial con un
programa polifacético de servicios, defensa legal y educación a la comunidad.
Se han organizado grupos de toma de conciencia para violadores convictos, y se
ofrece una intensiva campaña
educacional
financiada por la escuela pública y dirigida tanto a niñas como a niños desde
la escuela elemental hasta la superior. El fin perseguido, convencer a la
población negra de que la violación tiene efectos negativos no sólo en las
mujeres blancas, sino también en las relaciones sociales de la comunidad
negra.
El programa
diseñado pretende alterar la perspectiva cultural de ambos sexos, que convierte
a los hombres en violadores potenciales y a las mujeres en víctimas
potenciales. El movimiento anti-violación quiere ir por tanto mucho más allá
de estigmatizar a los violadores y adoctrinar a las mujeres a depender de la
protección ajena. Algo que supone transformar el comportamiento y las
actitudes masculinas, así como mejorar las relaciones entre ambos sexos dentro
de la comunidad.
La sección
quinta, “On
Sexual Openness”, versa en torno a la apertura de nuevos caminos en
materia sexual. El primero de sus artículos, “Gender Systems,
Ideology, and Sex Research”, es un análisis crítico de Carole S. Vance
acerca de la investigación sexológica. Repasémoslo atentamente porque como
sexólogos nos atañe: “El sello de la sexología liberal moderna es el ansia de
negar los tabúes sexuales sin explorar sus raíces sociales y psicológicas. Al
ignorar los diferentes poderes e ideas introducidos en el escenario de la
experiencia sexual por hombres y mujeres, gays, lesbianas,
heterosexuales y miembros de diferentes grupos culturales y étnicos, los
sexólogos se hallan meramente condenados a proyectar los tabúes sobre nuevos
objetos”.(Snitow et al., 1983: 371)
Vance acusa a
la investigación sexológica de partir de suposiciones iniciales en gran medida
implícitas, concernientes al orden social y a la relación de hombres y mujeres,
así como de los individuos con respecto a la sociedad. Una serie de
suposiciones o asunciones que no siempre han resultado validadas previamente,
ni sus significados ocultos investigados en profundidad.
En este
ensayo, la autora examina las asunciones e ideologías implícitas en el
“Programa sobre Sexualidad Humana” llevado a cabo en julio de 1977 en el Centro
de Investigación
Sexual de una
importante universidad de los Estados Unidos. Dicho centro, de gran reputación
en materia de investigación sexológica, ha sido un modelo para el desarrollo de
otros centros de investigación sexológica.
Después de
observar las actividades del programa, Vance advierte de qué manera tanto las
imágenes como los temas tratados contribuían a reforzar los tópicos habituales:
la heterosexualidad como norma, la complicidad y la pasividad femenina ante
la iniciativa masculina, la penetración vaginal como meta, la genitalidad
masculina frente a la idealización de las relaciones femeninas, etc.
A lo largo de
la jornada, se animaba a los participantes a celebrar quienes son, a asumir su
sexualidad tal y como la viven. Una circunstancia que Vance considera debería
enfocarse como “quién nos vemos obligados a ser”. Una toma de conciencia mal
encaminada conduciría a la ofuscación y a la confusión, si se parte de la
superficialidad de una perspectiva nada crítica.
Prosiguiendo
con su argumentación, la autora apunta que, aunque las investigaciones en
sexología se basan en modelos teóricos y conceptuales, los investigadores y
terapeutas mantienen que no parten de asunciones implícitas, limitándose a
investigar los hechos. Algo que ella pone en cuestión, cuando con tanta frecuencia
se ignoran la trascendencia para la investigación sexológica de las relaciones
de poder subyacentes entre los sexos.
El
comportamiento sexual se contempla por tanto como un suceso aislado y privado,
sin relación con la distribución de recursos y de poder. Una incapacidad o
reticencia a la hora de conectar la casuística sexual con las estructuras
sociales que la favorecen y que además se ve agravada por la escasa atención
puesta en los procedimientos metodológicos. Ya que no siempre la investigación
sexológica atiende a las difíciles cuestiones sobre adecuación e interpretación
de datos, y a la elección de estrategias de investigación.
La cantidad
creciente de investigación sexo-lógica requiere a juicio de Vance un replanteamiento
y un análisis crítico de sus fundamen‑
tos ideológicos. Un
análisis crítico que resulta necesario no sólo para aportar mayor credibilidad
a la investigación científica, sino para avanzar en la dirección de una mayor
autonomía y capacidad de elección en nuestra experiencia sexual.
Del resto de
los artículos de la sección sólo uno no es literario: el presentado por las dos
lesbianas Amber Hollibaugh y Cherríe Moraga, titulado “What We’re Rollin
Around in Bed With: Sexual Silences in Feminism”. Una crítica feroz
al papel jugado por el feminismo en el control de toda fantasía erótica que
reprodujera algún género de poder, y a la opresión que padecieron las
lesbianas que se resistían a dejar su deseo postrado en el armario cuando
salieron de él. Para muchas feministas, el deseo sólo se enfocaba atendiendo a
la oposición opresor/oprimida, sin más posicionamiento para la mujer que el de
la víctima.
Las autoras
analizan el complejo papel de las “auténticas” lesbianas, cuando se
confrontaron con feministas ante las que no podían expresar ningún deseo
“crudo” por otra mujer. También reconocen que a muchas les sirvió para evitar
enfrentarse a muchos de los demonios y heridas que la orientación sexual les
provocaba, permitiéndolas mantenerse a salvo en un lugar donde no tenían que
seguir afrontando el profundo dolor de su deseo.
El hecho de
que el lesbianismo fuera aceptado como concepto político o intelectual llegó
a despertar la ira de algunas lesbianas, enfurecidas por no poder manifestar
su deseo: “Cuanto más me acercaba a lo que siento por las mujeres, a lo que me
hace desear y ser deseada, tanto más me sentía fuera de la comunidad feminista
(....)” (Snitow et al., 1983: 403).
El feminismo
no quiso entrar en el debate sobre el deseo, denuncian las autoras. Y con ello
no hicieron más que convertirse en un férreo reducto de conservadurismo.
La sección
sexta, “Current
Controversies”,
es la última de la obra. Diferentes controversias de la actualidad se dan cita
en ella: el debate sobre la prostitución, la pornografía, el aborto...
“Male Vice and Female Virtue: Feminism and the
Politics of Prostitution in NineteenthCentury Britain”. Judith R.
Walkowitz, a partir de la guerra suscitada entre el “vicio” masculino y la
“virtud” femenina de la época victoriana, nos muestra de qué manera las
mejores intenciones feministas pueden ocasionar pésimos resultados. Esto fue
efectivamente lo que ocurrió en la lucha contra la prostitución de finales del
siglo XIX, que finalmente permitió al Estado y a las fuerzas antifeministas
hacerse con el control del movimiento y establecer duras leyes represivas que
terminaron perjudicando a las mujeres. Un aprendizaje que permite concluir de
qué manera los términos de un discurso sexual pueden evolucionar en una
perspectiva no prevista que subvierta sus intenciones originales.
La autora
advierte de la necesidad de no diseñar estrategias que lleven a las feministas
a caer en las manos de la Nueva Derecha, que siempre aprovecha el reclamo de
protección como una forma de controlar y reprimir a las mujeres.
“The New
Feminism of Yin and Yang”, por Alice Echols, se remonta al análisis
del feminismo cultural y de sus postulados sobre el deseo. Describe de qué
manera se fueron transformando las tesis originales del feminismo radical,
que consideraban que el problema se centraba en el rol atribuido a los
hombres, no en los hombres mismos; desmantelar su superioridad les
beneficiaría en cierto modo, aunque se resistieran a la consiguiente pérdida de
poder y privilegios. Los varones, desde esta perspectiva, sólo eran el enemigo
en cuanto se identificaran con tal rol.
Por el contrario, el feminismo cultural parte de la
asunción de una serie de rasgos biológicos inmutables de la masculinidad, una
esencia compulsiva y violenta del deseo masculino, que convierte al varón de
forma inmediata en un predador sexual para las mujeres. A la satanización de
los hombres contribuyó sin duda el ascenso de las lesbianas políticas dentro
del movimiento, cuya presión ideológica sobre las mujeres heterosexuales
terminó dejando acorraladas a aquellas que follando con los hombres,
no hacían más que debilitar al movi‑
miento. Atrás
quedaron las viejas reivindicaciones de las radicales a favor del aborto y el
control de la natalidad como medios de llegar a la libertad sexual a través de
la libre reproducción. La subyugación femenina ya no se concebía como represión
de la sexualidad y el deseo femeninos, ya que en sí toda visión de la mujer
implicada en estos ámbitos era reaccionaria. Para las culturales, la libertad
sexual y el feminismo se hallaban en mutua oposición.
Alice Echols
describe de qué manera la lucha culminó con la fundación del movimiento antipornografía
(Women Against Pornography –WAP–). La expresión del deseo
masculino se concebía como impetuosa, irresponsable y potencialmente letal.
Algo que convertía cualquier relación coital con ellos –dada su obsesión con
la penetración– en una violación. Por el contrario, la expresión erótica femenina
era definida como sensual, amorosa, tierna, íntima, difusa, silenciosa. Más
espiritual y menos central en sus vidas, hasta el punto de que cierta
abstinencia se asumiría sin complicaciones.
Ante tal
desigual reparto entre los sexos, la permisividad sexual no podía más que provocar
violaciones, incesto y pornografía, al generalizar la idea de que todas las
mujeres son putas y no merecedoras de respeto.
Para
concluir, la autora denuncia cómo la consideración tradicional de la mujer al
margen del deseo y, en general, de todo interés sexual acarreó finalmente
consecuencias políticas negativas para la práctica feminista futura. Al confundir
respeto con igualdad y suponer que la represión sexual es una solución
satisfactoria al problema de la violencia contra las mujeres, no hizo sino
reforzar los términos represivos de la Nueva Derecha.
“Feminism, Moralism and Pornography”, de Ellen
Willis, se aproxima desde un enfoque feminista radical a la polémica
antipornografía. Parte de una aceptación de la pornografía: “La fantasía,
después de todo, es más flexible que la realidad, y las mujeres han aprendido,
como una forma de supervivencia, a ser diestras en la adaptación de las
fantasías masculinas a sus propios propósitos” (Snitow et al., 1983:
463)
Definir la pornografía
como el enemigo supone avergonzarnos de nuestras sensaciones eróticas y
aumentar aún más la vergüenza, la culpabilidad y la hipocresía sexual
femenina. El propósito de las leyes contra la obscenidad es y siempre ha sido
reforzar los tabúes culturales en materia sexual y suprimir el feminismo y las
diversas formas de disidencia sexual.
“My Mother
Liked to Fuck”, es el retrato que Joan Nestle hace de una madre “a la
que le gustaba follar”. Un relato biográfico fresco y valiente de una
aventurera libidinosa que defiende toda su vida ante la sociedad el derecho de
una mujer al placer orgásmico y a la búsqueda activa de hombres que alegraran
su cama. De ella dice su hija: “Era una mujer trabajadora a la que le gustaba follar,
que creía que tenía el derecho a tener un pene dentro de ella si lo deseaba y
que buscaba insistentemente el amor, pero sabía que eso era mucho más difícil
de encontrar”. (Snitow et al., 1983: 470). Una feminista que no habla de
su placer sexual –defiende Nestle para concluir– tiene poco que ofrecer a las
mujeres aquí y ahora.
Ellen Willis
es asimismo la autora del texto siguiente, “Abortion: Is a Woman a Person?”
La autora
argumenta que, aunque la retórica de la campaña anti-aborto de la Nueva
Derecha es sobre el asesinato de fetos, su intención es controlar la
sexualidad de las mujeres y limitar la posibilidad de las mismas de escapar a
la crianza forzosa.
La autora
defiende que la única vía para reducir drásticamente el número de abortos es
inventar anticonceptivos más sanos y asequibles, y asegurar el acceso
universal a todos los métodos de control de la natalidad. También advierte la
necesidad de eliminar la culpa y la ignorancia sexual, así como las condiciones
sociales y económicas que hacen de la maternidad una trampa.
El último artículo de la sección y de toda la obra es el
titulado por Deirdre English “The Fear That Feminism Will Free Men First”.
El miedo a que el feminismo libere antes a los hombres se remite a las
desavenencias de las feministas americanas sobre las consecuencias de la liberación
sexual. El grueso del feminismo criticó los avances de una liberación que dejó
intactas otras formas económicas y sociales de poder, beneficiando de este modo
claramente a los hombres que obtenían nuevas ventajas, como el derecho a
abandonar a mujeres embarazadas o económicamente dependientes.
Si bien es
cierto que hubo avances también para las mujeres, sobre todo en materia de
libertad reproductiva, las diferencias socioeconómicas de hombres y mujeres no
se vieron tan alteradas, siendo el matrimonio aún el mejor método de
estabilidad económica en un mercado laboral que discrimina a las mujeres. La
escasa independencia económica de las mujeres y la mayor libertad en la
conducta sexual de los hombres al margen del matrimonio les aporta mayores
beneficios a éstos. Una circunstancia que anima a muchas mujeres a plantearse
si no es mejor retornar a las antiguas relaciones en las que su soporte económico
y el compromiso emocional y genital masculino estaba garantizado.
Para que una
“revolución sexual” beneficiase a las mujeres, habría de atenderse a factores
que suelen ignorarse, de índole social y sobre todo económica.
REFLEXIONES
SOBRE LA ERÓTICA Y LA AMATORIA A PARTIR DEL FEMINISMO PRO-SEXO
El feminismo,
en sus múltiples vertientes, no ha mantenido nunca una relación cordial con los
ámbitos de la erótica y la amatoria. La escasez de reflexiones sobre cualquier
cuestión que roce “lo sexual” es un mal endémico dentro del pensamiento
feminista. Los intentos del feminismo pro-sexo por promover el diálogo sobre
el tema pronto pasaron a la historia y cedieron el dominio del debate al ala
más conservadora en materia sexual, que se ha adueñado en las últimas décadas
del movimiento.
Las dos obras
presentadas, excepcionales precisamente por girar en torno a una problemática
incómoda para el feminismo, aportan a mi entender un conjunto de datos,
reflexiones y análisis que hoy en día, veinte años más tar de, ayudan a
configurar nuestro concepto de la erótica y la amatoria femeninas. Repasemos a
continuación algunas de las reflexiones que pueden extraerse de sus
aportaciones.
La confusión
entre heterosexualidad y andrerastia
Uno de los
grandes errores del feminismo fue confundir la heterosexualidad, en cuanto se
refería al establecimiento de una relación de pareja con el hombre, con la
“andrerastia” o sea, el deseo erótico de los hombres9. La relación
heterosexual puede o no elegirse, y sin duda su elección suele venir
determinada o incluso forzada por circunstancias culturales y sociales. La
andrerastia, sin embargo, no se escoge ni puede ser jamás una imposición, ya
que afecta a la estructura –íntimamente percibida– del deseo. Barajando estos
conceptos, puede suceder que una mujer andrerasta elija no entrar en el marco
de una relación heterosexual; y que, por el contrario, una mujer ginerasta (que
desea eróticamente a las mujeres) puede hallarse “atrapada” en una.
La constante
referencia a la imposición de la heterosexualidad carece de sentido desde esta
perspectiva: no hay que confundir la imposición de una norma cultural –el
establecimiento de pareja heterosexual– con la imposición de un deseo –la
andrerastia en este caso.
La
andrerastia no se elige ni se impone; se siente; independientemente de que
optemos o no por el matrimonio o la pareja heterosexual. Una mujer andrerasta
se sentirá impulsada a buscar el encuentro con el hombre deseado. Otra cosa es
que ese hombre responda a su deseo desde una ginerastia no forzosa ni susceptible
de ser forzada. Sólo la erección propiciada en un clima sin desconfianza ni
temor, sin rutas prescriptivas, puede encajar en un paradigma de sexos
complementarios.
Desde el
presupuesto de la andrerastia, tanto el clítoris como la vagina son riqueza y
ganancia susceptible de ser compartida con el hombre deseado. Cuando las
feministas renegaban del mito del orgasmo vaginal, ignoraban que el clítoris
pasa por el encuentro con el hombre. Mas esto será así sólo si no lo aislamos
en el “locus genitalis” y lo ampliamos al paradigma de los sexos, tal y como lo
propugna Efigenio Amezúa10.
La paradoja
lesbiana
Conviene
prestar una particular atención al caso de las lesbianas. Las lesbianas escapan
en su erótica a las relaciones de poder que se establecen con los varones, que
relegan la expresión erótica femenina a un segundo plano –el primero le
corresponde usualmente al varón–. Es inevitable reflexionar sobre el hecho de
que los principales testimonios en vehemente defensa del deseo sean obra de
lesbianas. Y obviamente no me refiero a las lesbianas que renegaron de su
orientación politizándola en pro del movimiento, sino a aquellas “disidentes”
que reaccionaron en contra de la censura, tanto la social como la ejercida
desde las filas del propio movimiento.
¿Por qué
motivo el conflicto de su deseo con la norma social no conduce a las vías muertas
en que cayeron las feministas heterosexuales? ¿Por qué la mayor revolución en
la erótica dentro del feminismo ha tenido casi siempre como protagonistas a las
lesbianas? ¿Son más conscientes de la realidad de su deseo tan sólo porque
encuentran una mayor represión social para expresarlo?
Lo cierto es
que los encuentros y desencuentros eróticos y amatorios con los hombres llevan
aparejados una serie de riesgos para la autoestima femenina –en forma de
desprecio posterior, desdén o humillación– al que las lesbianas escapan, y
éste es un factor que no suele tenerse en cuenta, pero que muy probablemente
entrañe algún tipo de beneficio para ellas, a la par que limita y condiciona la
erótica femenina andrerasta. Cuando Adrienne Rich defiende las “ventajas” del
lesbianismo, e induce a las mujeres a descubrir una erótica femenina que derive
del gozo de compartir el plano físico, psíquico y emocional, sugiere a las
mujeres que ésa es la vía para reducir la impotencia femenina. Una impotencia
que ella, como muchas otras feministas, considera fruto de la desesperación, la
depresión, la autonegación, la resignación y la autodevaluación que a menudo se
cosecha en las relaciones heterosexuales.
El dilema que
dentro del feminismo se originó en torno al lesbianismo pone de manifiesto
por otra parte una serie de incongruencias sobre las que conviene incidir:
¿Hasta tal punto el deseo es tan antitético a la identidad femenina que las
lesbianas tuvieron que deserotizarse para ser
identificadas como mujeres? No en vano, esta deserotización simbólica
tiene lugar en un escrito curiosamente titulado “The Woman-Identified Woman” (“La mujer
identificada mujer”), escrito por lesbianas que no querían seguir siendo
identificadas con los hombres (en gran medida a causa de su deseo). El
manifiesto tenía su razón de ser: en los primeros momentos del movimiento, las
feministas se horrorizaron al temer ser objetos sexuales ¡también! de las
lesbianas. No quedaba más alternativa que “identificarse con las mujeres”,
comenzando por callar y camuflar el deseo .
Por qué no el
encuentro con el hombre
¿Por qué
fracasó el discurso denominado “sobre el placer”? ¿Llegaron las feministas
pro-sexo a ser conscientes de que el placer también requería del encuentro con
los hombres?
Una revisión
a las páginas escritas por feministas pro-sexo deja una constancia desoladora:
los hombres se hallan ausentes como referentes eróticos. Algo que no deja de
ser paradójico si damos por supuesto que la mayor parte de las relaciones
mantenidas por las mujeres son heterosexuales. ¿Cómo puede articularse un
discurso sobre el “placer” excluyendo una característica esencial del mismo
(que su obtención pasa a menudo por el varón)?
En el
siguiente párrafo de Carole S. Vance, la referencia al hombre debe darse por
implícita: “Lo cierto es que la complejidad de nuestra experiencia contiene
elementos de placer y de opresión, de humillación y felicidad. Más que
considerar que esta ambigüedad es producto de la confusión o de una percepción
equivocada, deberíamos utilizarla como fuente para examinar cómo viven las
mujeres el deseo, la fan‑
tasía y la actividad
sexual. Necesitamos clasificar individual y conjuntamente cuáles son los
elementos de nuestro placer y de nuestro desplacer.” (Vance, comp., 1989: 17)
Cierto que
alzan la voz para afirmar que no todo es peligro, y que no se trata de una
falsa conciencia (como les acusan las feministas culturales), sino de la
percepción legítima de una ambivalencia, pero lo cierto es que no acaba de
cuajar esa visión del placer, de la felicidad, del deseo o de las fantasías con
respecto al encuentro carnal con el hombre. Como si el gran secreto culpable
entre las feministas, ese denominado “placer sexual”, fuera un obstáculo
demasiado poderoso para ser vencido incluso para quienes lo defienden.
Acaso, sí, el
derecho a disfrutar de sus cuerpos, una nueva expresión de autonomía, pero ¿el
derecho a disfrutar de sus cuerpos con los hombres? Ésa es una
cuestión sobre la que las feministas pro-sexo evitan pronunciarse. No se
termina de ver dónde puede encajar ese “respeto que una vida presta a otra”
que reclaman, esa tolerancia precisa para aceptar la diversidad y la
curiosidad, cuando se abre tan poco espacio para una concepción más positiva y
gozosa del hombre. En todo momento, su mención sigue siendo la del enemigo, y
el placer llega a considerarse una toma de poder frente a ellos, un espacio que
es preciso arrebatarles. Espinosa contradicción, si tenemos en cuenta que el
gozo anhelado se va a compartir con ellos.
Indudablemente,
era incómodo aceptar que se requería a los hombres para negociar las condiciones
del placer, asumir que la autonomía del goce es limitada si no deriva en
complicidad. Las lesbianas pro-sexo lo tuvieron más fácil, al negociar tales
condiciones con otras mujeres. Pero aceptar que el placer femenino y el ser
mujer pasan por el encuentro con el hombre cuando él es el objeto del deseo
supone una búsqueda de entendimiento que rara vez ha estado presente en el
feminismo.
Teniendo en
cuenta que un discurso sobre el placer –especifiquemos en este caso: del placer
que se obtiene en el encuentro con los hombres– sin los hombres no tiene
futuro, ¿cómo habría de encaminarse el encuentro en el deseo sin que supusiera
una aceptación de las imposiciones masculinas?
Cabe
plantearse si es un freno para la evolución en la erótica un deseo que impulsa
a buscar a los hombres, cuando éstos con frecuencia no ofrecen espacios para
el cambio ni cambian a su vez. Así lo consideró el feminismo político
lesbiano, que terminó convirtiendo el deseo en ideología. El dilema en torno a
la maleabilidad del deseo femenino probablemente aún no esté resuelto.
La
incomodidad frente al deseo
El deseo se
reconoce como algo peligroso para la mujer. Un impulso que choca con el control
interiorizado de ciertos instintos. Una pasión que no
acaba de cuadrar con la supuesta naturaleza femenina, y que llevada a su
extremo provoca temor, culpabilidad, incomodidad, desconcierto, cuando no
peligro. Sobre todo –se insiste– el peligro de desatar el ataque masculino. Un
peligro del que todas las feministas son conscientes, aunque reaccionen de
distintas maneras ante él. Unas, considerando que es preciso constreñir el
deseo erótico femenino al matrimonio tradicional, no manifestándolo jamás libre
ni espontáneamente, ni en público ni en privado. Otras, defendiendo el derecho
femenino a la generosa vivencia y a la libre expresión del deseo,
resistiéndose así a su represión.
El feminismo
pro-sexo, afín a esta última postura, lleva a cabo diversas reflexiones en
torno al deseo y su naturaleza. Se cuestiona seriamente la adscripción del
deseo erótico al sexo masculino sin dejar por ello de advertir los inconvenientes
que para las mujeres supone su adopción y reconocimiento. Carole S. Vance
reflexiona al respecto: “Si se codifica el deseo sexual como masculino las
mujeres empezarán a preguntarse si alguna vez son de verdad seres sexuales.
(...) ¿Las mujeres pueden ser agentes sexuales? ¿Podemos actuar en nuestro
propio interés? (...) ¿Nos sentimos profundamente incómodas cuando nos salimos
de los límites de la feminidad tradicional (la pasividad, la indefensión, el
papel de víctima)? ¿Tenemos miedo a
dejar de ser mujeres
si actuamos de acuerdo con nuestra pasión sexual más profunda?” (Vance, comp.,
1989: 19)
Alguna
reflexión avanza con honestidad más allá de este refugio improvisado para el
deseo que supone la obsesión con el peligro masculino, y admite que el deseo,
en sí, aterra. Así lo expresan Amber Hollibaugh y Cherríe Moraga cuando
describen de qué manera las lesbianas huyeron de él en dirección a un feminismo
que las mantenía a salvo de sí mismas, de sus viejos demonios y heridas en
torno a la sexualidad: “Yo sé, para mis adentros, que cada vez que decidía
tocar a otra mujer, hacer el amor con ella, me arriesgaba a abrir aquel lugar
secreto, escondido, vulnerable...” (Snitow et al., 1983: 403)
Y, por
supuesto, no faltan los testimonios valientes como el de Amber Hollibaugh, una
lesbiana dispuesta a no seguir sacrificando sus deseos eróticos a expensas de
sus creencias políticas: “Debemos vivir con el peligro de nuestros deseos
reales, darles crédito y airearlos. (...) Cada historia de deseo que hemos
rehusado reconocer nos ha retrasado un escalón en el intento de descubrir y
reclamar nuestra propia identidad sexual. (...) Quiero dejar ir, empujar mis
deseos a una experiencia de mi cuerpo que me despierte, me satisfaga y no me
deje con la amargura y la rabia de que otra mujer más temía demasiado su propia
pasión como para ver hasta dónde podíamos haber llegado.” (Vance, comp.:
201-202)
Qué pasó con
las revoluciones
sexuales
El feminismo
siguió muy de cerca el fracaso de las revoluciones sexuales, tratando de
explicarse por qué habían resultado tan insatisfactorias para la mayoría de
las mujeres, y advirtiendo que habitualmente venían a “liberar” a las mujeres
en términos que ellas mismas no determinaban. Incluso con la mejor de las
voluntades, la célebre Reforma Sexual de la República de Weimar no pudo evitar
generalizar una serie de postulados que reproducían viejos cánones represivos y
desventajosos para la mujer, como el que otorgaba a los hombres la
responsabilidad y la iniciativa en materia erótica y amatoria.
De los
análisis feministas se deriva la constatación de que una revolución
sexual está
condenada a fracasar si no conlleva una profunda transformación en la esfera
de los caracteres sexuales terciarios (el “género”), que conduzca a una
apreciación más justa y equitativa del valor de los mismos11.
Asimismo, la necesaria evolución de los sexos hacia su complementariedad no será
completa mientras no prospere una imprescindible revolución en la erótica. Y
ésta no saldrá victoriosa si la moral social sigue imponiendo clichés dispares
a hombres y mujeres.
Los hombres
no han llegado, hoy por hoy, a perder el miedo a que las mujeres revolucionen
la
erótica. En realidad, es éste un ámbito que se resiste a avanzar a la par que
otros ámbitos en que los sexos han evolucionado en las últimas décadas.
A fin de
indagar en el estancamiento de una erótica que en nuestra cultura sigue atribuyendo
el dominio y la explicitación del deseo al sexo masculino, es
fundamental investigar, muy especialmente en el caso de las mujeres, las interrelaciones
existentes entre los diferentes campos del Hecho Sexual Humano. Averiguar de
qué manera interviene el proceso de sexuación –por ejemplo, con la ausencia o
presencia de poder económico y social de las mujeres– en la favorable o
desfavorable vivencia y expresión de su sexualidad, su erótica y su amatoria.
Resulta muy probable que una mujer no pueda evolucionar en dichos ámbitos si
su proceso de sexuación no se ve beneficiado por cierto poder añadido
–económico, social, simbólico, moral, cultural, religioso, etc.–, dada la
situación desventajosa de la que parte.
¿Qué
equiparación de los sexos es posible en el ámbito de la erótica si una mujer
que expresa libremente su deseo continúa exponiéndose a las habladurías y al
oprobio social, siendo perseguida y estigmatizada? Para ser individuos de
pleno derecho, no coaccionadas por la doble moral, las mujeres deberían poder
escoger el tipo de mujer que son, no padecer peligro alguno al expansionar el
universo de su erótica. Algo que –insistimos– en primer lugar sólo es posible
con un clima social que garantice el
control de las
funciones reproductoras por parte de la mujer y que, en segundo lugar, requiere
de una profunda transformación de la relación entre los sexos.
Las revoluciones
sexuales fracasaron
porque la sociedad no llegó a asimilar una completa revolución en la expresión
erótica de las mujeres, en gran medida porque las mujeres se hallaban
condicionadas por estructuras económicas y sociales que privilegiaban a los
varones e impedían la disolución de la “doble moral”.
La revolución
erótica,
imposible sin una toma de conciencia masculina
Los hombres
han manifestado su temor a una revolución erótica incontrolada de las
mujeres, una circunstancia que se hace especialmente patente en la política
sexual de la República de Weimar. Las mujeres deben ser deseantes... hasta
cierto punto. Una auténtica revolución en la erótica femenina atentaría contra
la imagen de la masculinidad. Los hombres han de llevar las riendas en el encuentro para ser
hombres. La mujer que se muestra suelta en su deseo es
profundamente temida por el hombre, quien teme no estar a la altura, y prácticamente
siempre es presentada como un ser pérfido que ocasiona la desgracia del varón y
en consecuencia la suya propia. No es extraño, dado el clima social adverso al
deseo femenino, que éste se preste al silencio y al encubrimiento, y desarrolle
vías alternativas para su expresión12.
Detrás del
combate antipornográfico se encuentra el concepto algo “ñoño” de la erótica
femenina, que impide considerar propio de señoras la expresión
y vivencia de un deseo crudo, violento e incontrolable. Aquellas mujeres que
se atreven a reivindicarlo son condenadas doblemente, por parte de la sociedad
y por parte del feminismo. Por el contrario, aquellas que esgrimen un deseo
más “etéreo” e inofensivo consiguen un arma para hacer sentirse
mal a los hombres o ser más valoradas por ellos, así como el privilegio de ser
consideradas “respetables” socialmente.
Cuando Ann
Barr Snitow investiga las novelas románticas y su mística, muchos de los tópi
cos imperantes salen a relucir. La mujer sólo puede entregarse a las delicias
carnales a partir de una abnegación absoluta, que supone el control constante
de la pasión erótica hacia un héroe que la despreciará si traiciona esta espera
pasiva, ansiosa y calculada.
Los problemas
en el deseo femenino difícilmente se solucionarán por entero sin tener en
cuenta la difícil realidad social que subyace a la expresión del mismo por
parte de las mujeres. Una realidad que a menudo encubre un conflicto entre la
sexuación femenina y la vivencia de su erótica. Una mujer “decente”, sexuada de
acuerdo con la moral vigente durante siglos, no debía experimentar ningún
género de placer; mucho menos de deseo. Virgen (santa, madre)
o
puta, ésta es la
dialéctica, siempre adjetiva: así se tilda a una buena o a una mala mujer. Algo
muy distinto a lo que sucede con el hombre, cuyos problemas en el “cumplimiento” eréctil
atentan directamente contra su esencia masculina: ser o no ser bastante hombre, siempre
una dialéctica sustantiva. No cabe considerar que una mujer sea más o menos
mujer, porque su sexo en definitiva jamás se cuestiona: los caracteres
sexuales primarios por sí solos son suficientes para las mujeres.
Nos hallamos
ante una paradoja de difícil solución. La más frecuente queja masculina gira en
torno a la falta de deseo de sus parejas. Una circunstancia que corresponde
estrechamente a la idea de la mujer como un ser eróticamente pasivo y
emocional. Paralelamente, los más hondos temores masculinos giran en torno a
la configuración de la mujer eróticamente agresiva, una peligrosa seductora
que puede arrastrarles por el camino del desenfreno erótico y amatorio. Las
mujeres son forzadas a vivir escindidas entre estos dos extremos que se
contradicen el uno al otro sin beneficiarlas en nada.
Resulta
fundamental que las mujeres se nieguen a ser correas de transmisión de ciertos
tópicos, que se arriesguen a alzar la voz y a dar ejemplo, saliendo de la
colaboración silenciosa con el mantenimiento de ciertos prejuicios. Pero sin
duda también es precisa una buena dosis de autocrítica masculina y una sincera
voluntad de
encuentro por parte
del sexo masculino. Sin una participación honesta y valiente de hombres
predispuestos al cambio no hay encuentro futuro entre los sexos. Y todos
debemos ser conscientes de ello.
Las
consecuencias de la indefinición del deseo femenino
Una de las
razones por las que resulta fundamental reivindicar la libre vivencia y
expresión del deseo femenino es la necesidad de desmontar el prejuicio que
subyace a la consideración del coito como violación. Las feministas
antipornografía no hubieran podido articular su teoría contra la naturaleza
depredadora masculina de no haber partido de la creencia decimonónica en la
ausencia de deseo femenino. El coito como violación planteado por las feministas
culturales sólo se entiende desde la no existencia del deseo en la mujer. Del
“seremos buenas (nos deserotizaremos) para que no nos
violen” se salta al “no tienen derecho a violarnos porque somos buenas”. La
negación, la ocultación y la devaluación de la erótica femenina conducen a la
satanización de la erótica y la amatoria masculina, a su estigmatización y
persecución. Se intenta hacer a toda la sociedad responsable de la represión
del deseo masculino y cómplice de la ausencia del deseo femenino.
Las
feministas afines a la sexofobia no hablan de deseo cuando hablan de
sexualidad. No se suele concebir a la mujer como deseante o genitalmente
activa y viva. Tan sólo como víctima de lujurias ajenas. Este conjunto de
creencias firmemente arraigado surge precisamente a consecuencia de la
indefinición del deseo femenino que, hoy por hoy, persiste.
Si la mujer
carece de deseo o resulta “penalizada” –de múltiples maneras, desde las más
evidentes hasta las más sutiles– en caso de manifestarlo, ha de ser por fuerza
el hombre el sujeto agente del deseo. Dada la frecuencia con que se minimiza
el deseo y la trascendencia del placer orgásmico femenino, no es extraño que
los discursos conduzcan a conclusiones chocantes como la de Densmore, quien de
la multiorgas mia femenina termina deduciendo que el orgasmo de la mujer
tiene que ser un desahogo ¡psicológico!, ya que orgasmos
puede tener cuantos desee.
Si se insiste
en la opresión que supone el deseo –tildado de violento, incontenible y depredador–
masculino, se cae forzosamente en la infravaloración del placer en el encuentro
con el hombre y en la deserotización de la mujer. Un masculino impositivo
requiere un femenino maniatado eróticamente. Ya que un femenino libre y
conscientemente erotizado haría difícil concebir el coito –incluso el
penetrativo– como algo forzoso, pues la participación voluntaria y gozosa de la
mujer en él en igualdad de condiciones interrumpiría la dinámica dominación/sumisión.
Es preciso
tener mucho cuidado con los discursos que se establecen en torno al deseo femenino.
Muchos de los discursos que despojan de poder a la mujer tienen que ver con el
control del deseo femenino, y entrañan una visión que oculta la realidad del
mismo: es el caso de las feministas antipornografía. El feminismo pro-sexo
identificó perfectamente las vías por las que el terror al sexo y la alianza
con la derecha conducen a una represión aún mayor. Especialmente para las
mujeres, buscar el apoyo de la derecha supone renunciar al control sobre el
propio cuerpo. Y el derecho a disponer de la información necesaria, de acceder
a medios anticonceptivos seguros, económicos y eficaces, a abortar en caso
necesario, entraña tal relevancia para las biografías femeninas que puede
afirmarse que no será posible la equiparación y complementación de los sexos
mientras se cierna sobre ellas la amenaza de sustracción de tales derechos.
Hay que
extremar las precauciones a la hora de generalizar cánones en la erótica
femenina sin atender al contexto cultural en que se desarrollan, y tener en
cuenta las diferentes expresiones culturales de la misma. Investigaciones en
el campo de la antropología demuestran que la iniciativa y la expresividad
erótica no tiene por qué ser patrimonio de los varones. Es el caso de
sociedades como la melanesia de los kaulong
de Nueva Bretaña,
donde el hombre teme el contacto carnal con la mujer, donde son ellas las que
se muestran agresivas con los hombres que eligen como parejas y donde en
conjunto los papeles activo y pasivo del hombre y la mujer occidentales se
invierten en el encuentro erótico. (Moore, 1991:31-34).
Las
desiguales distribuciones de caracteres sexuales terciarios que presentan en la
erótica distintas culturas puede ayudarnos a relativizar las propuestas de
nuestra propia cultura, a valorar más las aportaciones individuales que cuestionan
la norma como posibles alternativas. En cualquier caso, atender a la diversidad
en la expresión de los caracteres sexuales terciarios a lo largo de diversas
culturas y sociedades supone siempre un refuerzo para la teoría de la intersexualidad
humana.
Sobre rutas y
discursos: algunas tareas pendientes
A lo largo
del presente trabajo se ha tratado de demostrar que no todo el feminismo ha
desarrollado teorías con tintes sexófobos. A decir verdad, en la lucha por la
libertad sexual
y
reproductiva de las mujeres ha sido un sector feminista, enraizado en el
feminismo radical, el que ha desempeñado un papel crucial del que todas nos
hemos beneficiado.
Gran parte
del discurso de las feministas pro-sexo sobre el placer y el peligro sigue, a
comienzos del siglo XXI, dolorosamente vigente. En materia de erótica y
amatoria, fundamentalmente, la condición femenina supone siempre un agravante.
Las feministas pro-sexo supieron identificar muchas de las trabas que se
tendían socialmente en estos campos para la definitiva equiparación de mujeres
y hombres en libertad, derechos, dignidad, autonomía, etc.
El proceso de
búsqueda de un mayor espacio erótico para sí mismas nunca fue fácil; carecían
de referencias, de indicaciones o seguridades en un nuevo camino que estaba por
hacer. No obstante, eran conscientes de que en ciertos ámbitos no pretendían
–ni podrían– imitar al hombre, sino hacerse un hueco en un territorio dominado
tradicionalmente por él. Una mayor expansión en este terreno suponía desafiar
muchos de los privilegios masculinos, y enfrentarse a una serie de límites
–económicos, sociales, culturales, morales, etc.– que no les facilitarían la
tarea.
Es preciso
reconocerles grandes hallazgos. Alertaron sobre los riesgos de una alianza con
la Derecha en busca de protección, pues nunca suponía a la larga sino la
quiebra de libertades para todas. Y defendieron a ultranza la vía del placer
para las mujeres, aún sabiendo que el rastro del peligro continuaría presente
en sus biografías.
Aunque
también dejaron algunos vacíos importantes sin cubrir. La incapacidad de dejar
momentáneamente a un lado el concepto de hombre como “enemigo” u “opresor” les
impidió, a mi juicio, avanzar como habría sido deseable en una profunda
reflexión sobre las relaciones heterosexuales; no sólo sobre sus sombras, sino
también sobre sus luces. Se echa en falta una reflexión más encaminada al
encuentro con los hombres y a los placeres derivados de ese encuentro. En la
reflexión en torno al placer, el feminismo ha analizado mucho más a fondo lo
que les niega el placer a las mujeres que aquello que se lo otorga. Ha sido un
discurso en el que las feministas lesbianas han acallado las voces de las
feministas heterosexuales, quienes se han visto atrapadas en un conflicto
político dentro del movimiento.
En el ámbito
de la erótica, especialmente reacio al cambio, al avance social y –por qué no
decirlo– al diálogo sincero entre los sexos, las expectativas al uso para ambos
sexos precisan un profundo replanteamiento de los supuestos que las mantienen.
Cuajados de prejuicios, han derivado en esquemas que adolecen de estrechez de
miras, conservadurismo y hondas contradicciones. La búsqueda de nuevos rumbos
para una erótica que ha de servir de puente entre los sexos es hoy por hoy una
tarea pendiente e imprescindible para todos.
UNA VISIÓN
PERSONAL DEL LEGADO QUE EL FEMINISMO “PRO-SEXO” HA DEJADO A LA SEXOLOGÍA
¿Qué sabe la
Sexología del feminismo pro-sexo? ¿Qué sabe el público en general?
Más bien poco. Las feministas anti-censura se quedaron aisladas dentro de su
propio movimiento. Ni obtuvieron el grueso de su respaldo, ni el de la
sociedad, y mucho menos el de nosotros los sexólogos. Y es que sin duda eran
incómodas. E insistían en moverse en aguas pantanosas en las que en ocasiones
se hundían sin saber evitarlo.
Elaborar un
nuevo discurso sobre el deseo de las mujeres no era sencillo. ¿Cómo defender en
suma el derecho de las mujeres a expandir los horizontes de su erótica,
especialmente cuando ello suponía abandonarse a los brazos de unos hombres a
quienes se sabía en –injusta– posición privilegiada? ¿De qué manera sortear las
contradicciones internas que a las feministas andrerastas les conducía un
discurso a favor del placer? A menudo debieron de ignorar adrede que el placer
pasaba por el hombre, silenciarlo, para aliviar el desgarro de su alma y de su
pensamiento.
Desde luego
sabían a dónde querían llegar, pero da la impresión de que no terminaban de
saber muy bien cómo, con qué cuerpos, a través de qué manos, siguiendo qué
caminos. Les movía un impulso osado y honesto, pero les arrastraba a los
infiernos una furia de siglos abrasando su dignidad y su garganta. Buscaban
nuevas formas de llegar antes que los hombres a sus vaginas, a sus clítoris
amados recién redescubiertos. Y no siempre podían.
Se daban
cuenta del error de las mujeres que abrazaban el traicionero consuelo en el
peligro de la Derecha, que caían en el absolutismo de la antipornografía. Y
reclamaban para su lucha a favor del placer el auxilio de una política sexual
más contundente y comprometida por parte de la Izquierda, una ayuda que nunca
cuajó. Al defender su derecho a ser sexuales, y eróticas y amantes –aunque no
lo supieran– se quedaron solas. Arrinconadas porque el deseo por el que
apostaban parecía no existir, no tener nombre, ni expresión, ni representación
posible en un mundo donde el deseo masculino era el único reconocido. Donde
siempre era una trampa querer ir más allá de la decencia, a un lugar al que sus
propios compañeros aún no eran capaces de seguirlas.
De hecho, los
hombres, esos hombres que las buscaban en nuevos territorios inexplorados, no
siempre se atrevieron a adentrarse con ellas en lo desconocido. Desconcertados
en una época de cambios vertiginosos, habían de asimilar los avances femeninos
en distintos terrenos, entre los cuales, probablemente, el más dificultoso era
la erótica.
Los bohemios
varones de Greenwich
Village fueron
sin duda los pioneros en este viaje conjunto de los sexos, los primeros en
celebrar un nuevo modelo de pareja en la que ella no quedase relegada como
antaño. Incluso insistían en espantar las dudas de aquellas mujeres ante su
recién conquistada igualdad: “Conseguí –dice uno de ellos– después de un rato,
convencerla de que no era una cuestión de status, de que
simplemente nos limitábamos a hacer cosas diferentes”. (Snitow et al., 1983: 138)
Pero los
obstáculos eran insalvables, y aquellas mujeres –artistas, intelectuales,
brillantes creadoras– que reclamaban espacio para sí mismas, también para su
erótica, pronto se dieron cuenta de que las revoluciones sexuales
les
iban pasado literalmente por encima... Eran mujeres que
con toda su fuerza a veces se rompían, porque el amor, como decía Emma Goldman
en la apoteosis del amor libre, “es cualquier cosa menos libre”.
Conocer los
entresijos de un Nueva York años veinte, cuajado de hombres y mujeres
idealistas que se clavan constantemente sus espinas al abrazarse, deja un sabor
agridulce en la memoria, y la mano extendida tratando agarrar un hermoso sueño
antes de que se desvanezca.
A menudo,
estas mujeres se amaban y deseaban entre ellas. No deja de ser sintomático que
los testimonios más refrescantes, más atrevidos, más rebeldes, más crudos
acerca del deseo provengan de lesbianas. De las lesbianas que no se dejaron
acallar la piel por ideologías políticas, que buscaron nuevas rutas para ser
ellas mismas. A las que probablemente el no tener que relegar su deseo al del
hombre les otorgaba una libertad interior de la que carecían las mujeres que
los amaban.
Las
feministas anti-censura fueron perseguidas y discriminadas por oponerse a las
ideas imperantes en una época y en un país que navegaba en dirección opuesta.
Enfrentadas a sus propias compañeras de movimiento, las feministas
antipornograña, lideraron la crítica hacia sus posturas conservadoras.
Aún dentro de
un discurso feminista más amplio que tenía la reivindicación de los derechos de
las mujeres como telón de fondo, se negaron a seguir la corriente que
estigmatizaba el sexo y cuanto lo rodeaba, y lucharon por buscar
nuevos espacios para él, más allá del placer y del peligro.
Por esto, y a
pesar de todas las inevitables divergencias, los sexólogos tenemos en común y
estamos en deuda con ellas más de lo que jamás hemos reconocido. Tal vez ha
llegado la hora de hacerlo.
Notas al texto
1 El empleo del
término “sexo” en el presente trabajo requiere forzosamente una explicación
inicial, ya que a menudo difiere de su uso común en el marco de la Sexología
sustantiva. A lo largo de la redacción del texto hice constantes intentos de “traducir”
al lenguaje sexológico el discurso teórico feminista. Intentos no siempre
fructíferos, ya que parte del mensaje original, que yo intentaba comunicar para
su conocimiento general, se transformaba o incluso desaparecía si no me
mantenía “fiel” a los conceptos manejados por las autoras feministas. A fin de
favorecer la transparencia del discurso presentado, y aun siendo consciente de
la confusión y la polisemia que derivan del uso indiscriminado de “sexo” y en
general de todo el ámbito de lo “sexual”, resolví finalmente reproducir su
empleo tal y como aparece en las obras estudiadas en los capítulos que a ellas
se refieren y siempre que la mención de su discurso así lo hiciera necesario.
En el primer capítulo menciono en cursiva –para resaltar su indisolubilidad-
algunos conceptos que siempre aparecen estrechamente ligados: libertad sexual,
opresión sexual, revolución sexual, etc.
2 Existe una
segunda edición más reciente de la obra en lengua inglesa: Pleasure and
Danger. Exploring Female Sexuality, London, Pandora, 1992.
3 La cita de
Densmore está extraída de un artículo de Jane Gerhard, De vuelta a “El mito del
orgasmo vaginal: el orgasmo femenino en el pensamiento sexual estadounidense y
el feminismo de la segunda ola”, de libre consulta en internet.
4 Karen Lindsey,
“Thoughts
on Promiscuity”,
The Second Wave, vol. 1, nº 3, 1971, p. 3; cita extraída de Carole Vance,
comp., Placer
y Peligro,
Madrid, Revolución, 1989, p. 93
5 Traducción del
original “Thinking
Sex: Notes for a radical Theory of the Politics of Sexuality”
6 “The Traffic
in Women: Notes on the Political Economy of Sex”. Toward an Anthropology of
Women. Rayne Reiter. New York: Monthly Review; 157-210. Se publica en 1986 en
castellano como: Rubin, Gayle: El tráfico de mujeres: notas sobre la
economía política del sexo. Nueva Antropología, 30.
7 Sin traducción
al castellano.
8 Publicado
originalmente en castellano en Rich, Adrianne, Sangre, pan y poesía, Barcelona.
Icaria, 1986.
9 Para la
definición de andrerastia y ginerastia véase Landa (2000).
10 Léase al
respecto la trilogía de E. Amezúa (1999-2000-2001).
11 En esta
dirección apunta Silberio Sáez (2003) cuando apuesta por “cambiar las
jerarquías para valorar las diferencias” (p. 85), y cuando insiste en la
necesidad de huir
de las miserias y promulgar los “valores a cultivar” en ambos sexos (él
lo ejemplifica con acierto en su enfoque de la agresividad como carácter terciario
masculino, p. 114-129).
12 Esto es lo que
S. Sáez (2003) denomina “demanda erótica implícita” (p. 102). Sólo que su
articulación da por hecho que las mujeres han contado ya con la oportunidad de
tomar la iniciativa y hacer explícito su deseo, y de alguna manera (no queda
muy claro cuál) han derivado hacia un hastío que les ha hecho abandonar este
modelo “masculino” de demanda y expresión erótica, retornando de esta manera a
un supuesto “nuevo” modelo “femenino” que renuncia a la expresión explícita y
evidente. Modelo gracias al cual las mujeres resolverían “voluntariamente”
dejar la toma de iniciativa, la variedad de parejas, la demanda clara y abierta
y/o la exhibición de conquistas para los hombres...
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Revolución. (Orig. 1984).
LOS
DOS SEXOS EN RELACIÓN
Ana
Arnaiz Kompanietz
Sexóloga y
médica. Correo electrónico: annaak@saludalia.com
Los dos sexos se configuran en
relación, en los encuentros y los desencuentros de su continuum existencial
histórico, que los modulan en una adaptación recíproca, pues se desean y
quieren vivir en cierta armonía. Los dos sexos co-evolucionan en su narración
compartida. Las mujeres y los hombres —sujetos existentes carnales, sexuados y
sexuales— son individuos concretos, únicos e irrepetibles, sometidos al
imperativo de construirse y realizarse. Cada mujer y cada hombre es singular y
peculiar, se sexúa, se vivencia, se expresa y se conduce desde esta
particularidad carnal biográfica, desde la propia corporeidad narrativa en
curso de una evolución continua en relación comunicativa con otros, por tanto,
hablamos de sexuaciones, sexualidades, eróticas y amatorias.
La vieja realidad de los sexos,
centrada en el varón, y su antigua relación de lucha por el poder está siendo
sustituida lentamente por una nueva, la de los dos sexos interdependientes en
su existir de igual a igual, pero maravillosamente diferentes; una realidad más
interesante, rica, digna, plena y humana, basada en el reconocimiento mutuo de
sujetos carnales, sexuados y sexuales, con poder de decidir, autonomía y libre
circulación por los espacios público y privado. Si se sustituyen los juegos del
poder entre los hombres y las mujeres por un nuevo juego, el de los deseos,
descubrimientos mutuos, comunión desde la cooperación, el de los reencuentros
de dos libertades extrañas que conviven en un espacio-tiempo compartido y van
evolucionando en una co-creación continuada y constante, la rivalidad por el
poder de uno sobre el otro palidece y deja de haber explotados y explotadores.
Palabras clave: los dos sexos,
configuración relacional, estereotipos sexuales, mujeres, hombres, diferencia,
igualdad, convivencia de igual a igual, interrelación carnal de los sexos,
sexuaciones, sexualidades, eróticas, amatorias.
BOTH SEXES IN RELATIONSHIP
Both sexes take shape in relationship,
in the encounters and misunderstandings of their existential historical continuum, which form them
in a reciprocal adaptation, since they lust after each other and want to live
en some harmony. Both sexes co-develop in their shared narrative. Women and men
–existing carnal, sexuated and sexual individuals– are concrete, unique and
unrepeatable, subjected to the imperative of self-building and fulfillment.
Each woman and each man is singular and particular, sexuates, experiences,
express and conduct her/himself from this carnal biographic peculiarity, from
the own narrative corporeal reality in the course of a continuous evolution
with some others, therefore, we talk about sexuations, sexualities, eroticas
and amatorias.
The old reality of the sexes,
centered on male, and it old relation of fight for power is being slowly
replaced with a new one, a both sexes relation in which they are interdependent
in their equal existence, but wonderfully different; a more interesting, rich,
honorable and humane reality, based on the mutual acknowledgment of carnal, sexuated
and sexual individuals, empowered to decide, with autonomy and free movement
in public and private spaces. If power games are substituted between men and
women for a new game, a game of desire, mutual discovery, communion through
cooperation, reunion of two strange freedoms which coexist in a shared
space-time and develop in a continuous and constant co-creation, the rivalry in
power from one sex to another turns pale and so there are no more exploited and
exploiters.
Keywords:
: both sexes, relational shaping, sexual stereotypes, women, men, difference,
equality, equal coexistence, carnal interrelations of the sexes, sexuations,
sexualities, eroticas, amatorias.
La diferencia debe actuar y ello a partir de lo
particular de cada una y de cada uno.
Alessandra Bocchetti, Lo que quiere
una mujer
LA
CONFIGURACIÓN RELACIONAL DE LOS SEXOS
Los dos
sexos, el femenino y el masculino, se construyen en interacción recíproca. Cada
uno se mira en el otro para identificarse y para diferenciarse de él. Cada uno
desempeña un papel indispensable en la adquisición de la conciencia de ser de
un sexo o de otro por el individuo, en la configuración de la identidad sexual
del sujeto existente. Cada uno sirve de referencia al otro para explicarse y
definirse.
Los dos sexos
se van sexuando, se vivencian, se expresan, se desean y actúan en interacción
relacional, en el marco referencial de la existencia de ambos y, hoy, de una
alteridad sexual real. No siempre fue así. Durante muchos siglos de la Historia
de la Humanidad, a pesar de existir dos sexos imperó el paradigma de sexo único
–el masculino–, que determinaba una relación desigual entre los sexos,
ordenada jerárquicamente, es decir, de uno superior y gobernante y el otro
inferior y gobernado, de uno que servía de patrón de medida de excelencia en
el desarrollo para el otro, el cual nunca llegaría a su nivel. Puede parecer
ridículo, pero así han sido conceptuados los dos sexos y, en cierto modo,
todavía seguimos arrastrando sus huellas, vestigios y consecuencias, que
interfieren en una convivencia de pares, iguales en cuanto a su derecho a ser
sujetos y no objetos de uso y disfrute.
Como ya hemos
dicho, cualquier comportamiento de uno con el otro es comunicativo, informa e
influye en el otro. La interacción entre los sexos supone una causalidad
circular bidireccional, crea una realidad situacional de los sexos. No se
puede comprender una situación si prescindimos del hecho de los sexos y de su
interpretación contextual del momento. Cada uno en situación sirve para definir
al otro. Definir operativamente equivale a ver y comprender lo que ocurre,
describir comportamientos, papeles y transacciones que aportan sentido de ser
a cada uno de los sexos.
Si la
construcción social incluye el control de un sexo –el masculino– sobre el otro
–el femenino– esto se plasmará en la “naturalidad” de esta premisa de partida
para ambos. Es un largo proceso interactivo, imperceptible y reforzador,
mediante el cual se condiciona a cada sexo a ser y a actuar de una manera
determinada, que podría ser otra. Los sexos son relativos y reactivos, y se
van configurando en interacción recíproca. Cada uno se mira en los ojos-espejo
del otro. Así, la co-evolución de los sexos es un continuo reencontrarse.
Los sexos se
desean, desean encontrarse entre ellos y convivir con sentido existencial y una
cierta armonía, que les permitan realizarse en su espacio-tiempo compartido.
Este deseo de encontrarse implica una sinergia relacional, una cierta
complementariedad y complicidad entre ambos. Los sexos se van configurando
gracias a ese desearse, a los encuentros y, también, a los desencuentros entre
ellos, los cuales se inscriben en su narrativa biográfica existente1.
Es un sutil proceso de modelamiento recíproco y adaptabilidad, mutuamente reforzador,
pues confirma a los dos sexos en su encuentro anhelado.
Tanto es así,
que el cuerpo-palabra lo acusa, sin apenas darse cuenta de ello. La carnalidad
es una narración abierta, una comunicación con lo que no es ella, un vivencial
discurso biográfico, una representación de valores, significados y
realidades, que están más allá de su contingencia corpórea; es como una
pantalla proyectora de otras historias que la sobrepasan. Los hábitos y estilos
de vida se inscriben en el cuerpo sexuado y sexual modelándolo en el desear
ajeno. De este modo, la erotización de algunas partes y formas de la carnalidad
es una
extensión de los
valores y aspectos apreciados y deseados de cada sexo por el otro en un contexto
histórico. Así, se va programando inconscientemente a cada sexo para adecuarse
a unas maneras de ser, lo cual ocurre naturalmente, sin esfuerzo o imposición
coercitiva.
En las
sociedades patriarcales, vigentes todavía hoy, persiste la supremacía de los
valores masculinos, más apreciados, aunque sea de modo no consciente o
reconocido. Las relaciones entre los sexos se tiñen de la lucha por el poder,
de unos que lo quieren conservar y de otros que se resisten a él y que también
lo desean. El control que se ejerce de un sexo sobre el otro se matiza por las
peculiaridades de cada cual, generando múltiples versiones de dominación-sumisión
de unos por los otros.
De esta
forma, la sumisión femenina y el dominio masculino o la demostración de fuerza
y del poderío del varón se erotizan y se manifiestan en su interacción. Pero
lo sumiso, a su manera, más imperceptible, ata, doblega y domina. Lo femenino
atrae y seduce, a su vez. En ese erotizado escenario de la lucha por el poder y
por la conquista, cada sexo despliega sus armas o recursos, y se mueve en los
terrenos más cómodos para cada cual. La erotización de la dominación ha
desembocado en numerosas expresiones en las relaciones sexuales, en aquello
que se desea y que excita, también, en aquello que se teme. Así, a través del
sexo y, sin pretenderlo o quererlo, se moldea la carnalidad del otro y se le
inculcan, y refuerzan los patrones de dominio-sumisión. Es decir, que la
vinculación de estos patrones con la sexualidad, la erótica y la amatoria
perpetúa su vigencia en la interacción de los sexos.
Los sutiles
efectos de sentido de cada sexo para el otro prevalecen de manera inconsciente
e involuntaria, más allá de la razón, ya que la cultura y la historia social se
inscriben en nuestro bagaje biográfico y, con frecuencia, emergen con toda su
fuerza irreflexiva en contra de lo que se piensa desde la razonabilidad y la
convicción intelectual o militante.
La lenta
desintegración del sistema patriarcal en las sociedades occidentales se
acompaña de la paulatina transformación de los valores o de aquello que se
aprecia y se busca en el encuentro de los sexos. Ambos sexos circulan en los
espacios públicos y privados, ambos se rigen por la exigencia de la realización
personal, que no se limita a sólo un campo, a sólo ser madres o padres, sino
también profesionales integrados en la sociedad. El sexo femenino ya no se
somete tanto, ni el masculino puede ejercer igual control. Las identidades
sexuales de ambos entran en crisis adaptativa a su nueva realidad relacional,
necesariamente van cambiando. Sus cuerpos lo manifiestan también. Son más
ágiles, más dinámicos y competitivos.
La
configuración relacional de los sexos es una constante que prevalece en su continuum existencial,
en su devenir conjunto por los tiempos humanos, ya que mientras existan dos
sexos querrán encontrarse y convivir en cierta paz, la cual es indispensable
para proseguir su historia, su composición narrativa compartida.
LOS
ESTEREOTIPOS SEXUALES EN RELACIÓN
La
polarización de los sexos en el pensamiento y el punto de partida dicotómico
generan la constitución de los estereotipos sexuales, que se completan con las
cualidades estipuladas como femeninas para un sexo y como masculinas para el
otro. Se trata de una concepción mental resultante de una interpretación de lo
visto y percibido, de lo existente. Entramos en un mundo de ideas y no
realidades, de esencias y no contingencias existentes.
Si partimos
de un principio binario, dicotómico, las cualidades se distribuyen mentalmente
entre dos sexos según lo que se considera característico para cada uno de
ellos, es decir, se asignan a uno o al otro como si fuesen dos polos opuestos
que no tuviesen nada en común. La feminidad y la masculinidad son unos constructos
simbólicos que se inscriben en el universo de los conceptos, en lo pensado por
los individuos y utilizado para comprender y ordenar lo que les rodea. Son
interiorizados por ellos en su proceso de socialización y son prescriptivos de
unas realidades y no otras, también posi‑
bles. Asimismo, los
estereotipos sexuales se pueblan de metáforas que codifican la relación entre
los sexos y sus interacciones, reflejan y perpetúan su distorsionada
comparación, basada en un orden jerárquico y en desigual valor.
Tanto la
feminidad como la masculinidad son construcciones relacionales. Cada una de
ellas se configura en referencia y en reacción a la otra2. Fueron
originadas hace milenios y apenas revisadas hasta hace poco, hasta que la realidad
de los sexos ha cambiado tanto como para mutarlas en obsoletas e inservibles
para entender a los hombres y a las mujeres actuales, su relación. Surgieron
en una visión mítica del mundo y siguen ejerciendo su influencia hoy, aunque ya
quedan un tanto superadas como estereotipos sexuales por las circunstancias
existenciales de las sociedades democráticas de nuestros tiempos3.
En un momento
de la Historia de la Humanidad, las características funcionales más relevantes
para cada sexo se erigieron en sus esencias. A lo largo de los siglos, lo
femenino se atribuía al espacio privado, al hogar, a su cuidado y orden, a la
reproducción y la crianza de los hijos. Complementaba así lo masculino y
posibilitaba su dedicación al espacio público, lo cual era necesario para el
sustento de la familia. La mujer era, sobre todo, madre y esposa. El nexo de
ambos espacios corría a cargo del varón en su papel de padre y esposo.
Asimismo, lo
femenino –lo otro en un universo masculino– se relacionaba con la naturaleza,
con lo emocional e irracional, con la pasividad, debilidad y fragilidad, con
el cuerpo... Por contra, lo masculino reflejaba movilidad, actividad,
productividad, fuerza, poderío, razón, cultura, mente... El hombre era el sujeto
por antonomasia, mientras la mujer no alcanzaría esta condición hasta no hace
tanto tiempo, sólo un par de siglos de nuestra historia compartida más
reciente.
Por otra
parte, no deja de ser una falacia intelectual aislar algún rasgo más o menos
relevante y atribuirlo a un sexo en concreto, como, por ejemplo, la fuerza
física, el valor o la agresividad. El mayor desarrollo o la manifestación más
clara de algún rasgo depende de otras circunstancias y, sobre todo, de los
cometidos y los papeles que ejerce cada sexo en la convivencia, de sus efectos
de sentido. Si separamos artificialmente un elemento del conjunto, alteramos
ese conjunto y trocamos su significado. Si estudiamos a los sexos aislados de
su contexto relacional de un espacio-tiempo de su co-evolución histórica, lo
más probable es que no logremos analizarlos con rigor. Introduciremos, sin querer,
un sesgo en el proceso que alterará todos sus resultados.
Además, en la
construcción de los estereotipos sexuales, era el varón, en su calidad de
sujeto racional, quien analizaba lo femenino. Lo identificó, desde sí mismo,
con la Naturaleza, la tierra, el agua, la luna, la noche, con la vida natural
inconsciente, con la Gran Madre, la todopoderosa y temible, la que daba la
vida y la que era capaz de quitarla. En su mirar, era la maga, la hechicera, la
seductora, la bruja, la prostituta, la bella sin alma, cruel y despótica, la
insaciable que le utilizaba, sin la que no podía vivir... Era su musa, su
fantasía creada por la imaginación, a veces, su tormento; era lo otro extraño e
incomprensible, no era real. La rivalidad o la complementariedad entre iguales
era un imposible con ella, porque no existía.
El mito de lo
eterno femenino puede convertirse en una trampa, en un escape para eludir una
alteridad real de los sexos. La feminidad contribuye a crear un estereotipo
femenino que corresponde a una fantasía masculina. Es importante tener muy
presente y no olvidar que el sujeto más razonable para entender lo femenino es
el cuerpo-palabra femenino, que ya tiene voz propia, opiniones y razones que
comunicar, todo lo cual enriquece la realidad relacional de los dos sexos, en
vez de oprimirla, pues contribuye a que se comprendan mejor en su rica
diversidad.
La visión
androcéntrica inscribe el prejuicio desfavorable contra lo femenino en su interpretación
y valoración de los estereotipos sexuales, y se autolegitima por sus propias
disposiciones. Lo que podría alterar su orden no es percibido al quedar fuera
de su campo de significados, de lo posible en correlación con el marco
referencial que lo excluye por ser como es. El resultado confirmará la premisa
discriminativa de la que deriva y bajo cuya luz se interpreta la realidad
relacional.
Pero lo
masculino es oprimido y dominado por su supuesta superioridad. Constantemente
tendrá que demostrar su no feminidad, su valía definitoria. Como estereotipo
sexual por excelencia, su relación con lo femenino será de oposición,
exclusión y enfrentamiento. Las cualidades consideradas como femeninas no pueden
serle atribuidas, pues dejaría de ser lo que es y de ser reconocido como lo que
es. Y ya se sabe que una inhibición o represión excesiva conduce al odio de
aquello que se ha inhibido o reprimido.
La
masculinidad y la feminidad se construyen a través de incluir premisas de
partida, demostraciones de cualidades y capacidades, ademanes y conductas. Su
polarización genera sufrimiento de mujeres y de hombres, aunque también les
sirve de orientación cognitiva para definirse. Todo individuo, mujer u hombre,
tiende a demostrar con su forma de ser y conducta de qué sexo es; le gusta que
los demás le reconozcan en su ser mujer u hombre, lo necesita, pues de lo
contrario equivaldría a no ser visto, a no ser percibido, a no ser confirmado,
en cierto modo no existiría al no ser reconocido. Para ello, sin apenas
proponérselo, se adecua al estereotipo sexual que le corresponde por ser del
sexo que es, sin plantearse si está o no saturado de prejuicios milenarios y
distorsiones racionales4. La polarización de los estereotipos sexuales
contribuye a que existan fronteras insalvables entre ellos, las cuales se
reproducen, en parte, entre los hombres y las mujeres en relación, que rechazan
de manera “natural” las cualidades de ellos mismos que no se adecuan a su estereotipo
sexual.
Sin embargo,
estas cualidades se han atribuido artificialmente a un sexo y no al otro. En
la existencia real, los sujetos femeninos y masculinos son semejantes por ser
humanos y presentan las mismas cualidades comunes, pero expresadas de forma
diferente desde su ser mujer o su ser hombre en relación y reacción recíproca.
Apenas hay comportamientos exclusivos de cada uno, sino los mismos manifestados
de manera diferente en sus cuerpo-palabra comunicativos y deseantes.
Así, si la
agresividad y la violencia la atribuimos como elemento aislado y definitorio
de la virilidad, la fomentaremos sin querer o pretenderlo, porque los
individuos de sexo masculino tenderán de manera “natural” a adecuarse a ese
patrón, a ser agresivos y violentos en su demostración de la masculinidad. Y
al erotizarse lo valorado, en el encuentro entre los sexos aquello que se
busca y se desea emergerá como por arte de un encantamiento maléfico.
Si la
virilidad se aproxima al ideal de un guerrero, el estereotipo sexual masculino
traducirá fuerza, dureza, impasibilidad... En comparación, lo femenino será
débil, conquistable, doblegable, servicial y sumiso. Los dos estereotipos
sexuales propiciarán una relación entre los sexos en un terreno un tanto
bélico, de lucha y conquista, de dominio y sumisión. Los hombres que no se
adecuen a este ideal serán valorados como “blandos” o “afeminados”; se dudará
de su hombría.
En nuestras
sociedades occidentales de hoy, la homosexualidad no es fácilmente compatible
con la virilidad. En parte es así, porque la virilidad se asocia con la
competencia sexual en el modelo preponderante y reconocido como “normal”, es
decir, heterosexual, con la confianza en sí mismo y saber hacer, con su potencia
y empuje en la conquista heterosexual, en la erección, en la eyaculación, en el
éxito genital en el encuentro carnal, incluso, con la falta de sentimiento o
ataduras afectivas con la conquistada, la sin rostro en estos casos. Así, algunas
transgresiones pueden ser apreciadas como hazañas viriles, sobre todo si
demuestran fuerza, potencia, agresividad y dominio.
Sean como
sean los estereotipos sexuales, son en relación. De modo que cuando cambia uno
de ellos, obliga a una redefinición del otro, guste o no, pues son relativos y
reactivos; van evolucionando en un sistema relacional y cada uno depende del
otro para ser, incluso en el
mundo de las ideas y
los conceptos, los cuales traducen realidades, las reflejan y las crean en un
unísono latir.
LAS MUJERES Y
LOS HOMBRES EN RELACIÓN
Las mujeres y
los hombres reales no son reducibles a los estereotipos sexuales, no moran en
el mundo de los conceptos o las ideas. Son sujetos existentes carnales,
cuerpos-palabra sexuados y sexuales en el proceso de la narración de su
peculiar y única composición vital, su experiencia vivida en relación. Son
individuos concretos sometidos al imperativo de construirse y realizarse, de
completar su particular pequeña-gran historia hecha carne irrepetible, hecha
verbo, hecha presencia real cuya hondura de ser es infinita en su viva
contingencia. Son las incontables individualidades que no pueden ser reducidas
a una simple definición, una sola voz que exprese su cualidad femenina o masculina,
su rica totalidad existente sexuada y sexual. Frente a la dicotomía del mundo
de los conceptos emerge la relatividad y la diversidad de lo real, que no
concibe un estereotipo sexual encarnado, de una sola tonalidad, de la uniformidad
en su cualidad característica.
Cabe afirmar
que para definir a una persona –a un sujeto existente– no es suficiente decir
que es una mujer o un hombre, pues sería empobrecedor relegarle a la lógica de
la heterogeneidad de los sexos. Más allá de la diferencia de los sexos, los
individuos concretos –hombres y mujeres– presentan una humanidad común que les
asemeja e iguala, que posibilita que tengan intereses, temores, placeres y sueños
compartidos, los cuales les ayudan a encontrarse y entenderse.
Es algo
innegable que cada sexo es distinto al otro. Pero la experiencia de ser mujer u
hombre es vivenciada por cada cuerpo-palabra singular desde su constitutiva
biografía viviente. No es algo unívoco o idéntico, igual para todas las mujeres
o para todos los hombres, ni en su proceso de desarrollo, ni en sus productos,
ni en las consecuencias de éstos. Así, «la “diferencia” se resuelve en una
infinita variedad de dife rencias5.» Cada mujer y cada hombre es
singular y peculiar. Cada una y cada uno se sexúa, se vivencia, se expresa y
se conduce desde esta particularidad carnal biográfica, desde la propia
corporeidad narrativa en curso de una evolución continua.
Las mujeres y
los hombres somos distintos, pero estamos destinados a encontrarnos y se puede
crear algo muy hermoso desde el respeto, el reconocimiento y el entendimiento
mutuo de nuestras peculiaridades, basadas, en parte, en nuestra definida y
concreta condición sexuada y sexual, que implica maravillosas diferencias y
también semejanzas. Tanto unos como las otras colaboran, sin pretenderlo, en la
adquisición de la consciencia de cada cual de sí mismo o de sí misma. Cada uno
se reconoce gracias al otro. Todos son sujetos-objetos en relación recíproca,
en un deseo compartido de convivir en comunidad y realizarse como individuos
autónomos, responsables de sí mismos –unas libertades carnales existentes,
que no tienen que estar necesariamente en lucha, sino apreciar y gozar de su
mutua extrañeza e insondable misterio, de la fascinación por la distancia
infranqueable entre ellos al ser concretos y reales.
Parece claro
que se nace mujer u hombre, pero también se hace, se va desarrollando como tal,
se va modelando poco a poco en un contexto social. Las identidades sexuales se
configuran en el proceso de la constitución del sujeto carnal, se fundamentan
en la red simbólica socio-cultural que se interioriza en la educación. La
adquisición de la identidad sexual no es algo automático. Las identidades se
forman gracias a darnos cuenta de quienes somos, a través de ensayos, pruebas,
demostraciones, papeles representados, deberes asumidos, efectos de sentido
internalizados, ritos de pasaje... El cuerpo-palabra sexuado y sexual adquiere
la consciencia de ser de un sexo y no de otro en el curso de su experiencia
vivida.
Las mujeres y
los hombres presentan corporeidades sexualmente distintas, son totalidades
orgánicas cuyos universos fisiológicos están sexuados en toda su
inconmensurable profundidad. Sus vivencias, expresiones, comporta‑
mientos y conductas
lo traducen, todo lo cual retroalimenta de forma sostenida y continua su ser de
un sexo y no de otro, aunque existan algunas excepciones.
Si partimos
del valor de los sexos, de reconocer y entender lo que son, contribuiremos a
que las mujeres y los hombres se vivan más a gusto, convivan con mayor respeto,
más en comunión que en constante enfrentamiento. Propiciaremos la configuración
de identidades sexuales fuertes, no fundamentadas en apariencias o “roles” que
cumplir para ser, sino hondamente asentadas en los sujetos existentes –mujeres
y hombres libres y responsables en su ser–. Éste sería el principal objetivo de
una educación sexual, que resolvería, como por arte de magia, numerosos
problemas en la convivencia de los sexos, tan graves como la violencia,
trastornos y enfermedades, la incomunicación y el aislamiento, la reducción
del placer en el contacto y el mayor de todos, la frustración vital o la sorda
infelicidad en la existencia de ambos en relación.
Para
comprender la situación relacional de los sexos es muy conveniente tener en
cuenta algunas cuestiones. Seguimos conviviendo en unas sociedades
patriarcales, a pesar de que las cosas ya han cambiado mucho y la relación
entre los sexos es más igualitaria que antes. En este tipo de sociedades
dominan los valores masculinos de manera más o menos perceptible o sutil, pero
constante, continuada. Esto se aprecia tanto en el espacio público, como en el
privado, aunque las cosas han evolucionado y el ideal actual de pareja es el de
pareja participativa e igualitaria, de dos sujetos, de igual a igual,
responsables e integrados en la sociedad en la que conviven. Pero, todavía,
persiste la distribución de tareas y cometidos especificada sexualmente y no
tanto en función de la capacidad individual o inclinación personal; asimismo,
la toma de decisiones según los campos de responsabilidades de cada sexo y
gestos en el hacer o comportamientos cargados de significados implícitos de
jerarquía entre los sexos, que persiste aún hoy6.
En las sociedades
patriarcales, las mujeres y los hombres son criados en la diferencia entre los
sexos, acentuando distintos valores para cada uno, canalizando sus deseos hacia
desear para unos y ser deseadas para otras, expresarse y alcanzar el éxito
profesional o contentarse con conseguirlo a través de otros, aunque, en la
actualidad, las mujeres ya no suelen limitarse a esto, procuran labrar su
camino con o sin la ayuda e, incluso, a pesar de sus compañeros en la vida. La
realización profesional, hoy por hoy, es un mandato de desarrollo personal tanto
para los hombres como para las mujeres, pero, en los hombres, el éxito
profesional se vincula más con su tradicional sentido en el ser, pesa más en su
autoestima y en la consideración de los otros7.
Sea como sea,
los individuos tienden a confirmar las premisas de partida en los resultados
que obtienen por sus acciones, comportamientos, actitudes, creencias y
valores. Si en la relación entre los sexos se valora el poder de uno sobre el
otro, habrá lucha por el dominio y posesión, cuya expresión estará connotada
sexualmente, es decir, en el varón se manifestará de manera más explícita y
directa, y en la mujer, más encubierta, indirecta y sutil8.
A los hombres
y a las mujeres se les educa en la creencia de que son opuestos y no tienen
mucho en común, lo cual puede dificultar su mutuo entendimiento. A lo largo de
los siglos, a las mujeres se les ha ido inculcando desde la tierna infancia a
obedecer, ser sumisas, no cuestionar, no pensar, contentarse con agradar y ser
encantadoras. El dominio de sí en cuanto sujeto-dueño de sí mismo, capaz de
decidir desde sí mismo y la determinación en el ser se valoraba y se fomentaba
más en los hombres. La templanza se consideraba un valor masculino. Para las
mujeres era más apropiado cuidar su aspecto y cuidar de los otros, vivir para
crear el bienestar de otros y su progreso, aunque para ello tuviese que
renunciar completamente a sí misma; su vida era sus relaciones, sus afectos y
amores, siempre permitidos y normalizados. La mujer era, sobre todo, madre y
esposa. Incluso hoy, se sigue depositando en la mujer el trabajo emocional
encaminado a limar las asperezas en la familia y fuera de ella, a fomentar cone‑
xiones y comuniones,
a animar, acariciar y capacitar reforzando positivamente9.
En general,
la mujer se desenvuelve mejor en la esfera emocional que el hombre, tiene más
práctica en ella, más experiencia. Es más sensible al captar los diversos
matices de una emoción, asumiendo mejor las contradicciones y ambigüedades de
las que se compone. A lo largo de los siglos, las mujeres se sirvieron de ello
para interpretar lo que les pasaba a los otros de su alrededor, a sus pequeños
y a sus hombres significativos. También, se ha desarrollado más su intuición,
su potencialidad de anticipar y prever los acontecimientos, de adivinar las
necesidades y los deseos ajenos para satisfacerles. Puede que tenga que ver con
las hormonas sexuales, con su desarrollo cerebral o con el milenario sentido
de ser mujer, o, lo más probable, es que la fisiología del cuerpo-palabra
femenino está constituida en función de la posibilidad de llevar a término la
gestación y la crianza de los hijos, para lo cual, los “silencios” corporales
repletos de vocablos son más inteligibles para ella, le aportan conocimiento10.
Queramos o no, la potencialidad de ser madre –lo materno– está inscrita en el
cuerpo-palabra femenino y se manifiesta con mayor o menor claridad en todos
los campos.
En la mujer,
el hacer se entreteje íntimamente en su ser, de allí las ambigüedades, los
titubeos y dudas, la ocasional volubilidad de sus acciones, las cuales no
tienen tan pronunciado el matiz instrumental de ejecuciones, sino que son
prolongaciones de su ser. Las mujeres tienden a la totalidad, a la unión y proximidad
emocional con lo que las rodea. Se funden lánguidamente con el entorno mezclando
el conocimiento intelectual con las vivencias, con lo sentido y experimentado.
Sus recuerdos se imprimen en el ahora; los tiempos y los espacios se confunden
en el placer o en el dolor, se impregnan de la sensualidad femenina que empapa
toda su sexuada piel. Para ellas, los estímulos no son sólo excitaciones, les
proporcionan importante información sobre los otros, sobre sí mismas y la
relación existente.
Por su parte,
los hombres en su papel milenario de protector, progenitor y proveedor del
sustento familiar han desarrollado más las facetas que posibilitan obtener
éxito en él. Se han sacrificado y modelado física y emocionalmente para ello.
Su energía se concentró en ser ejecutante y productiva, no podían gastar su
tiempo en discernir las emociones y, además, a menudo se perdían en ese
terreno tan impreciso y contradictorio. Su sentido de ser se impregna del
cometido de fundador y mantenedor de la familia, de su protección. Para lo
cual no dudará en someterse en el mundo laboral e invertir mucho esfuerzo para
ser competente en él. Con frecuencia, el varón “dominador” tenía que tragarse
su orgullo, callar y olvidar su dignidad para no perder el trabajo, para seguir
llevando su sueldo a casa. La preocupación por su familia lo justificaba todo,
incluso el olvidarse de sus sueños y deseos, y renegar de sí mismo si hacía
falta. Aunque, claro está, no es común para todos.
Tanto los
hombres como las mujeres estaban esclavizados en esta realidad sexual de la
separación de las esferas públicas y privadas para los sexos, eso sí, cada uno
a su penosa manera y acusándose mutuamente de ser explotador y explotado. Las
cosas ya han cambiado mucho, pero todavía podemos ver las reminiscencias de
este orden y sus consecuencias, que aún persisten. Es algo lógico, pues la
realidad humana no suele transformarse en un instante, es un continuo fluir en
el cual un fenómeno se origina de otro, en relación y en reacción a él, y su
velocidad de cambio, generalmente, es lenta, pudiendo precisar de generaciones
enteras. La transformación de la realidad de los sexos es una co-evolución
sostenida a través de sus encuentros y desencuentros en el existir día a día.
Los hombres
no suelen desarrollar el potencial de su faceta de sensualidad, de ternura y
percibirse como una totalidad corpórea sin-tiente; sí se percatan de su fuerza
muscular, de su agilidad en el movimiento. Una vez más, no deja de ser un
reflejo de sus efectos de sentido en el ser, de su acentuación en el hacer.
Manejan con bastante soltura los instrumentos y la técnica, pero puede ser
sobre todo cuestión de experiencia y costumbre. Por lo general, son más
decididos y aparentemente activos. Les gusta hacer cosas junto a las personas
que les interesan o a las que aprecian y quieren; es su modo de expresar lo
que sienten o el equivalente a la proximidad emocional de las mujeres. Unas
comparten su sentir, otros están más acostumbrados a compartir su hacer y,
además, no se permiten que se trasluzca su “blandura”11. Buscan la
soledad de su reino interior y aparente independencia, pero, al mismo tiempo,
necesitan el cuerpo-palabra femenino, pues en su regazo beben vida, con todas
sus dramáticas disonancias y discrepancias carnales. Por un momento, se mutan
cuerpo vulnerable, mueren y renacen revitalizados en sus brazos. En algún
punto de su conciencia de ser saben que su comienzo parte de una mujer y de
ella procederán sus hijos. Para el hombre, cada mujer se impregna de este halo
genérico, de la imagen ancestral de la Gran Madre, origen y fin de todo su
mundo. Por supuesto, esto es más notorio en los varones heterosexuales.
El hombre
percibe la ancestral fuerza de la mujer, la teme y, en cierto modo, se siente
inferior en la íntima proximidad con ella, en este universo carnal y
vulnerable. La vulnerabilidad y la fragilidad de la mujer le resultan extrañas,
le desconciertan y le fascinan. Intuye su desventaja en las distancias cortas
entre dos y, a veces, lo disimula desplegando su supuesta superioridad varonil,
adoptando una actitud condescendiente e, incluso, despectiva hacia la mujer.
Tiene que demostrarle a ella, a sí mismo y a todos los demás que está siempre a
la altura de las circunstancias, precisa la confirmación de su cualidad de
buen ejecutante, de la prueba superada con éxito, de su valía en el hacer y,
por tanto, en el ser.
Cabe sostener
que no existen cualidades exclusivas para un sexo, salvo la de engendrar,
gestar hijos, parirlos y amamantarlos. Eso sí, todas las cualidades se
manifiestan en cada sexo desde la particularidad de cada cuerpo-palabra
sexuado, desde su existente coherencia biográfica siendo del sexo que se es.
Proclamar la exclusiva especificidad de cada sexo es, quizá, contribuir a su
separación e incomunicación, al no entendimiento de ambos en relación recíproca
y a una convivencia centrada en una lucha de contrarios de difícil solución.
También, al rechazo de los aspectos de uno que no se adecuen a lo que, se
supone, tendría que ser. Así, se fomenta la mutilación o la ablación de la plenitud
de los sujetos existentes en su ser, en su libertad de ser.
Lo reprimido
e inhibido se mantiene en un nivel profundo de la conciencia, no desaparece,
sino que opera en el cuerpo-palabra sexuado de manera sutil e insidiosa, labra
caminos indirectos para manifestarse. Puede conducir al odio de lo reprimido y
al reconocerlo e, incluso, proyectarlo en los otros, rechazarlos y odiarlos
por extensión en el exterior de lo que ocurre en el interior de uno12.
En las sociedades patriarcales, eso se refuerza y se agrava por la importante
mitología, en la cual la imagen de la mujer se asocia, con demasiada
frecuencia, al peligro y posible perdición del héroe masculino al caer en sus
seductoras redes. Asimismo, se asocia a la mujer con un objeto para el disfrute
y uso, pero pocas veces se la relata como una igual, compañera, colaboradora y
amiga. Esta mitología es uno de los sutiles mecanismos que propician la
perpetuación de un orden ya obsoleto en la nueva realidad de los sexos, en la
cual los hombres y las mujeres se escinden entre lo razonable y cabal –aquello
que defienden convencidos– y lo que hacen y practican a pesar de ser lo
contrario a sus ideales.
Por otra
parte, el acercamiento al conocimiento de los dos sexos es un tanto distinto.
La verdad para el hombre es racional, lógica, comprobable y constatable,
aceptada por la mayoría de las mentes prominentes. Para la mujer, la verdad es
más existencial que teórica, más real y no tan abstracta. Ella no se basa
normalmente en la lógica o la aceptación general. Piensa de un modo diferente
al hombre, más individualista, pues impregna lo razonado de lo sentido e
intuido, lo sitúa más en lo real y no navega tanto en lo abstracto. Toma lo
existente como un principio generador para construir el todo13.
Quizá, por eso es un tanto dada a ser conser‑
vadora. La mujer se
centra más en la vida, en aquello que es, aunque también sueña y fantasea con
lo que podría ser o debería ser, sobre todo para reforzar o despertar la vida.
Es a la vez soñadora y pragmática o calculadora. Sabe que los sentimientos son
importantes, los valora y los expresa; que, en la realidad, las cosas ni son
siempre lógicas ni claras, ni simples. Por eso, cada situación personal es
única y singular, y las reglas comunes no sirven para todos los casos. Sigue
más su intuición y lo que le susurra su corazón, aunque no pueda argumentarlo o
explicarlo con palabras.
Sin embargo,
las mujeres todavía no se han centrado lo bastante en sí mismas como para
brillar con luz propia, potente y enigmática en su firmamento femenino. Siguen
muy concentradas en agradar, encantar y ser deseadas o revindicar su valía
frente al hombre, en una constante comparación con él. No es algo muy extraño,
ya que dan mucha importancia a lo relacional; ellas tienen muy interiorizado
que ser es ser-en-relación. En la actualidad, su deseo de realización personal
en el ámbito público y privado las conduce a un conflicto existencial. Quieren
y procuran abarcarlo todo, pero ni la sociedad ni sus compañeros están
preparados para posibilitar y ayudarles en la tarea. Tienen que combinar, sea
como sea, su tarea de madres y profesionales o elegir con todo el dolor que
esto pueda suponer.
En cierto
modo, las mujeres son el motor del cambio social y sexual14. Ya no
asumen calladas el papel de resignada entrega a los demás, ni renuncian a su
propio crecimiento personal. Ya no son sólo ellas las responsables de limar
asperezas relacionales para conservar el equilibrio en el clima emocional. Ya
van reconociendo sus propias limitaciones y no se cargan de responsabilidades
y misiones que, en realidad, no les corresponden en exclusiva. Establecen mejor
los límites y reivindican sus derechos individuales, no dejan fácilmente que
se les discrimine por ser mujeres. Desean una vida en relación más auténtica,
en la cual exista una verdadera comunicación y presencia del otro; desean
sentir que a su lado se encuentra una persona real que desea estar allí, que lo
valora y aprecia15.
Las mujeres
de ahora se mueven con bastante libertad, no se limitan a los compartimentos
excluyentes, lo quieren todo. Quieren ser mujeres independientes y
autosuficientes, pero también amar, vivir en pareja, expresarse, realizarse
sexualmente, ser buenas amantes, buenas compañeras, buenas madres... Se interesan
por más cosas, lo cual las vuelve más interesantes, atractivas y ambivalentes,
más fascinantes y enigmáticas. No obstante, uno de los mayores peligros en su
camino existencial es la tendencia a su victimización y, por ende, infantilización
y paralización. Las sociedades actuales lo propician. En ellas se buscan
diversas víctimas en vez de resolver las problemáticas situaciones y
contribuir a la capacitación de los afectados para mejorar su existencia.
Parece que ser víctima de algo o de alguien justifica la impotencia para
resolver un problema en la convivencia, incluso a veces para siempre.
Cabe afirmar
que la capacidad creativa y de autocuidado es patrimonio de todo individuo
sexuado y sexual. Es bueno recordar que todos tenemos el privilegio de decidir
y de decir “sí” cuando queremos y podemos y “no” cuando es eso lo que
decidimos, aunque no siempre sepamos explicar por qué. Es labor de cada cual
el cuidarse y cultivarse como persona que es, no limitarse a ser una sombra de
nadie o una pálida caricatura de lo que podría haber sido. El desarrollo
propio es trabajo y responsabilidad de uno mismo. Pero para ello es necesario
permitirse imaginar una existencia distinta, coraje existencial para vencer
las dificultades y persistencia en los propósitos para conseguirla, un
compromiso con el proyecto de llegar a ser uno mismo carnal.
Por supuesto,
las leyes y normas en uso en la sociedad en la que uno vive influyen en el destino
individual de cada cual. Parece evidente que la existencia de las mujeres en
una sociedad patriarcal muy rígida les permite un muy pequeño margen de
posibilidades de desarrollo o movimientos16. Aún así, algo siempre
se puede hacer, aunque sea casi imposible. Si uno se resigna o se lamenta sin
parar, no hará más que eso. La injusticia duele, el rencor carcome, pero si uno
se deja paralizar por ello no podrá avanzar ni un paso. Lo que es tremendo es
que, en estas sociedades, ese paso hacia adelante puede suponer un peligro de
muerte para las mujeres que lo den. Son situaciones de extrema dificultad, no
es fácil aconsejar en ellas. Las posibles soluciones pasan por cambiar las condiciones
sociales de convivencia y la política sexual, y eso es algo más lento y
complejo; depende de la voluntad de los dirigentes y la conveniencia para
efectuar las transformaciones oportunas. Además, los cambios legislativos no
se acompañan al unísono con el cambio de creencias y comportamientos de la
población, van a destiempo. Por lo general, es algo que requiere más tiempo.
Los hombres y
las mujeres se desean y desean encontrarse y convivir juntos con cierta armonía.
En la actualidad, la unión en una pareja es importante frente a la soledad
imperante en el exterior. Por otra parte, de la relación de los sexos depende
la realidad sexual y la vida de la especie humana. Pero existen diferentes maneras
de relacionarse de unos con otros: de sujeto a sujeto, de sujeto a objeto, que
nunca es tal salvo en la abstracción mental del sujeto en su aproximación a él,
y de objeto a objeto, que son los dos sujetos alienados en su ser carnal.
Asimismo, la relación de sujeto a sujeto puede presentar diversos grados de la
cualidad humana de abstraer al otro sin convertirlo en objeto. No es muy común
aceptar y valorar al otro y a uno mismo en plena concreción carnal, con todas
sus “imperfecciones”, “defectos”, “fallos” y “debilidades”.
Se tiende a
abstraer cuando se toman en cuenta las cualidades del sujeto comunes con los
otros de su sexo, prescindiendo de sus peculiaridades reales o difuminándolas.
Así, las concreciones soberanas se suplantan por abstracciones fantasmales.
Por eso, a menudo, “lo que debe ser un hombre o una mujer” sustituye o enfrenta
lo que cada hombre y cada mujer es17. Los mitos del hombre y de la
mujer desplazan a los sujetos carnales en relación.
Otra forma de
abstracción es la idealización del otro. Cuando se coloca a un sujeto concreto
y real, sea del sexo que sea, en un pedestal de excelencia para adorarle en su
supuesta perfección, en el fondo, se le reduce a un espejismo, se le condena a
no padecer, a no tambalearse, a no equivocarse, a no desfallecer, a no
envejecer, a no existir, en definitiva. Se le deshumaniza, se le muta en
irreal. Es una forzada ausencia en la aparente presencia. Si no cumple este
papel y muestra su carnal humanidad, se le sustituye por otro en su abstracción
idealizada18.
Todos los
humanos tendemos a la abstracción, pues es una cualidad nuestra, gracias a la
cual podemos construir universos simbólicos, recurrimos al lenguaje para
comunicarnos e interpretamos nuestro mundo. Las cosas que se valoran en cada
sexo son, generalmente, las que pesan en el desear. Así, los hombres tienden a
fijarse en la belleza femenina y ser atraídos por ella. ¿Y para qué sirve la
belleza? En un objeto, para agradar a la vista y producir un placer estético
al ser contemplado, causar una ilusión de perfección. También, puede traducir
el poder de aquél que lo posee, puesto que es preciado por la mayoría. Entre
los humanos, estos aspectos se acentúan si en una operación de abstracción se
le reduce a la compañera a un objeto de posesión que muestra simbólicamente el
poder de su dueño. En las sociedades patriarcales existe una tendencia a la
cosificación de la mujer, la cual puede ser más o menos evidente o, bien, a la
difuminación de su rostro en lo genérico femenino. Las mujeres siguen sometiéndose
a una auténtica tiranía de la belleza para ser valoradas, atractivas y deseables,
también en nuestras sociedades democráticas.
¿Y en qué se
fijan las mujeres? Por lo general, a las mujeres les atrae el poder del
hombre, aunque también les cautive la belleza. Éste puede ser físico,
intelectual, resolutivo, el de ser deseado por otras y admirado por muchos.
Asimismo, a medida que el ideal igualitario entre los sexos va tomando fuerza,
las mujeres aprecian cada vez más la comunicación con su compañero, su
capacidad de implicación emocional, es decir, sentir que verdaderamente están
al lado de ellas, el sentido del humor y el que se respete su libertad en el
ser, en el decidir por ellas mismas y hacer en consecuencia. Además, desean un
compañero que sepa darles placer, que les proporcione satisfacción sexual y les
ayude en su posible realización.
Por su parte,
en la actualidad, los hombres buscan la complicidad en el hacer, el compartir
un proyecto de realización común. Desean tener al lado una persona que les
apoye y que les comprenda, también en sus debilidades, que no les exija probar
constantemente su valor. Que les cuide y les atienda, que les devuelva una imagen
de sí mismos que les ayude a seguir enfrentándose con el mundo, que les
organice su vida e, incluso, les dirija, que les introduzca en el universo
carnal de las sensaciones, emociones y sentimientos, en el cual, normalmente,
se mueven con dificultad y algo de torpeza19. Por supuesto, los
hombres desean una compañera que les permita su realización sexual, que disfrute
con ellos.
Los hombres y
las mujeres se desean y quieren encontrarse. Ambos sexos se han servido de
espejos en los cuales se reflejaba el otro. ¿Y qué imagen se esperaba percibir
de sí mismo/a? Pues la que podría confirmar su sutil sentido en el ser. Y no
olvidemos que las imágenes sólo son esto, son apariencias y no traducen verazmente
la compleja hondura carnal de ser.
Además, las
mujeres desean confirmar su poder de atraer y demostrarse a sí misma que es
capaz de atraer20. Los hombres, su poder, tanto físico como
intelectual o resolutivo, el cual, no olvidemos, también se traduce en su poder
de atraer. Tienen que superar con éxito las pequeñas y las grandes pruebas con
las que se enfrentan. Ansían el reconocimiento de su valía y el prestigio, para
lo cual no dudan en competir con los otros hombres, sus rivales para conseguir
la admiración anhelada y el favor de las mujeres21.
Este afán de
demostrar su valía como hombres les domina. Su tendencia a conservar y hacer
alarde de su supuesta superioridad les debilita en su libertad de ser, condenándoles
a superar constantemente pruebas reales y ficticias que la amenazan. Un hombre
adulto se encuentra en la obligación de ser productivo, activo, resolutivo,
responsable. No es un niño, no es una mujer y tiene que demostrarlo.
También las
mujeres son afectadas por el hechizo de la supuesta superioridad masculina,
vigente en las sociedades patriarcales. Parece evidente, aunque no guste, pues
a las mujeres les atrae, en el hombre, el poder en sus diversas formas de
manifestarse. El poder masculino se erotiza en esos anhelos de ambos sexos, en
ese recíproco contexto de desear y querer ser deseados por el otro sexo. De una
manera imperceptible, el poder se cala en la relación de los sexos, genera
placer y se experimenta en el interactuar de ambos, se normaliza, aunque no es
algo que se busque conscientemente, se establece como una realidad sexual22.
Se gestiona a través de la necesidad de desear y ser apreciado y deseado,
compartida por ambos sexos.
Así, el
hombre tiene el poder físico y, todavía, aunque ya en menor grado, social. La
mujer tiene el poder de rechazarle, de provocar y eludir, de ridiculizarle y
hacerle sentirse impotente e inferior. Le prueba, estudia los resultados casi
de forma automática, los valora y elige. El hombre teme hacer el ridículo y,
más, delante de las mujeres; teme no dar la talla...23
Por todo lo
dicho, la hostilidad e, incluso, la violencia entre los sexos se expresan en
forma de agresión física y/o emocional. Los hombres, para hacer daño, recurren
más a la violencia física, mientras que las mujeres procuran desplegar su
poderío en el terreno en el cual son más fuertes, socavando al hombre por medio
del ridículo, el no aprecio y la indiferencia sentimental y sexual.
La mujer
provoca y elude, es ambigua y contradictoria en su relación con él. No es por
maldad, es que le va probando para decidir su elección. Le desea, pero
también le teme; le quiere y le reprueba. Al hombre le sucede algo parecido,
desea y teme a la mujer, aunque reprima este miedo y le relegue al inconsciente24.
La relación entre los sujetos de distinto sexo es, en un principio, más
difícil que la de los sujetos del mismo sexo, porque el otro del otro sexo es
doblemente extraño y, por ello, el temor que despierta es mayor. Puede ocurrir
que ese miedo se mezcle con la sensación de amenaza, real o ficticia, física o
simbólica y conduzca a la lucha entre los sexos y/o violencia.
Tanto los
hombres como las mujeres son potencialmente violentos, pero lo expresan de
distinta manera. Los hombres ejercen una violencia más directa, más explícita
y perceptible. Las mujeres, más sutil, indirecta, a través de los resultados de
sus provocaciones. Asimismo, las mujeres dirigen más a menudo esta violencia
contra ellas mismas, culpándose ellas de todo, comiendo en exceso o dejando de
comer, dejándose vencer por las circunstancias. Sea como sea, se atribuyen los
fallos en la relación y no haber hecho lo suficiente o lo que había que hacer
para que las cosas fueran de otra manera. Eso también les ocurre a los hombres,
pero de forma diferente, matizada por la sensación de inadecuación o de
incapacidad personal.
La violencia
es endémica en nuestras sociedades y la de los hombres sobre las mujeres es
más notoria y evidente. Pero asociar la violencia exclusivamente al sexo
masculino, como si fuese una característica suya, además de ser falaz, conduce
a la perpetuación de la violencia que ejercen los hombres, ya que la atribuyen
a su identidad sexual y tienden a ella sin quererlo o pretenderlo, más aún, a
menudo en contra de sus opiniones, razonamientos y convicciones. Es el efecto
perverso de una falacia interpretativa de lo evidente y constatable frente a
lo imperceptible y no cuantificable, pero no por ello menos real o inexistente.
Se llega así, como por un maleficio, justo a lo que se quiere evitar
o combatir. No es
cuestión de ignorar los hechos, sino reflexionar y tener claro a lo que se quiere
llegar, para no aparecer justo en el punto opuesto. Entender sin distorsionar.
Aunar esfuerzos y recursos de manera cabal, siguiendo una estrategia que
incluya distintos plazos de intervención, urgente y más a largo plazo.
En todo
encuentro entre los sexos pueden emerger diversos tipos de relación, de forma
sucesiva o no, exclusiva o entremezclada. Cabe destacar el binomio
madre-hijo/hija, padrehijo/hija, sujeto-objeto, sujeto-sujeto, compañero-compañera,
ideal romántico-suspirante, amado/a-amante... Sin embargo, los hombres y las
mujeres que intervienen en ellas son reales, no son figuras ideales, son
carnales. Los príncipes azules y las princesas encantadas pertenecen al mundo
imaginario de los cuentos de hadas, no existen en la realidad. Y, aunque se
tienda a vislumbrar inconscientemente en la mujer a la madre y en el hombre al
padre, no parece conveniente transferir en ellos la relación que se tuvo con
los progenitores propios. Es algo muy frecuente y puede servir para procesar
antiguos traumas, bloqueos o asuntos pendientes, pero suele precipitar al
sujeto en una ensoñación enajenante, distorsionadora de la realidad, puesto que
los hombres y las mujeres que vamos encontrando son sujetos sexuados y
sexuales, no son los padres que tuvimos o quisiéramos haber tenido.
Existen
autores, como A. Maslow, que sostienen que la relación entre los sexos está
determinada por la relación entre lo masculino y lo femenino dentro de cada
persona, sea del sexo que sea ésta. Es la extensión en lo exterior del mundo
interior del sujeto existente y al revés25. El sistema patriarcal
propicia la configuración de mujeres y hombres cuyas identidades sexuales son
ablativas, no integran sus aspectos “femeninos” y “masculinos”. Sin embargo,
los sujetos existentes no son unos estereotipos sexuales andantes. Las personas
más desarrolladas y creativas suelen presentar una integración de las
cualidades consideradas como masculinas y como femeninas, no les importan sus
“etiquetas”. Es un nuevo ideal de persona plena, la que combina los opuestos,
la que es versátil y flexible, libre en su ser carnal. Es agresiva y tierna,
es decidida y prudente, aventurera y comprometida, atrevida y responsable.
La vieja
realidad de los sexos, centrada en el varón, y la antigua relación de los sexos
en lucha por el poder está siendo sustituida lentamente por una nueva, la de
los dos sexos interdependientes en su existir de igual a igual, pero maravillosamente
diferentes. Es un pasaje turbulento,
pues, en cierto modo,
los hombres han sido arrastrados por la liberación de las mujeres, por su
cambio que les obliga a cambiar a su vez. Protestan, se resisten a perder sus
aparentes privilegios de superioridad, se revuelven contra las mujeres, contra
su nueva realidad. Algunos se dan cuenta que esta liberación les libera a
ellos, que esta nueva realidad de los sexos es más interesante y rica, más
digna, plena y humana. En la actualidad, los hombres y las mujeres, quizá, se
encaminan a un mejor entendimiento desde el reconocimiento, respeto mutuo y
confirmación de unos en y a través de otros, a disfrutar de igual a igual de su
plural riqueza relacional, viendo la realidad también en la mirada del otro
diferente.
LA RELACIÓN
DE IGUAL A IGUAL ENTRE LOS SEXOS
Todos los
individuos, sean hombres o mujeres, son iguales en cuanto son finalidades y no
sólo medios los unos para los otros26. Y esta igualdad se traduce en
las identidades diferenciadas de los sujetos sexuados y sexuales, no en su
uniformidad artificial y abstracta. Cada mujer y cada hombre es sujeto
existente, único e irrepetible, una contingente libertad carnal en el proceso
de narrar su propia pequeña-gran historia vivencial. Todos desean llegar a ser, a realizarse
como personas en relación y comunicación constante, a convivir en una
razonable armonía más allá de una sostenida confrontación y enfrentamiento,
mantenido por la alienación existencial de unos y de otros27.
La
convivencia de igual a igual se basa en el reconocimiento mutuo de sujetos
carnales sexuados con poder de decidir, libres en su ser particular e
interdependientes en relación recíproca. En ella, la alteridad deja de ser
hostil. El otro sujeto existente es diferente, pero no es reducible a su
diferencia. Es un cuerpo-palabra constituido biográficamente junto a otros, en
convivencia con ellos; es un igual a pesar de ser un eterno extraño. El
reconocimiento de esta condición de “igual” es un elemento fundamental en el
cambio de la interacción de los sexos, en su mayor apertura y, por ende, mejor
comunicación, en su sinergia existencial.
Cada sexo se
reconoce en el otro si no cae en una abstracción sin fin. Cada uno es sexuado
y sexual y lo que los asemeja es esa cualidad carnal, vulnerable y fuerte a la
vez, sensible y pensante, una fragilidad superviviente hecha verbo de una
hondura infinita en el ser. Por eso, la igualdad de los sexos no es lo mismo
que una mismidad asexuada, sino semejanza en su hermosa plenitud sexual,
maravillosamente diferenciada en su ser mujer u hombre.
Así, en una
relación de igual a igual la mujer verifica y realiza sus cualidades
“masculinas” junto al hombre y el hombre verifica y realiza sus cualidades
“femeninas” junto a la mujer. Es una convivencia movida por los deseos y por el
gusto de compartir un espacio-tiempo en sinergia relacional, que enriquece a
ambos28.
La
experiencia de compartir la existencia en comunión, aunque cada uno se mantenga
en su condición de sujeto autónomo, mantiene viva la relación de ambos reales,
de dos carnalidades en el proceso de su aventura de ser, que se forman en la
interacción recíproca. No sólo los vincula el placer compartido o el proyecto
vital común, o sus dominios y posesiones, o sus ilusiones y sueños... Es la
curiosidad y el ir descubriendo ese “algo más” día a día, el hechizo de lo
siempre extraño y la distancia insalvable que aleja la conciencia encarnada del
otro hecha un rostro concreto inaprehensible. El otro sigue siendo un misterio
insondable. Es un vivo proceso en una transformación existencial continua, no
es una cosa estática.
Sin embargo,
si uno se siente inferior puede tender a la cosificación y dependencia del
otro. Si esa vivencia se entrelaza en un contexto social que la propicia es
fácil caer en obligaciones y deberes que, en realidad, no son necesariamente
de uno. En nuestras sociedades siguen primando los valores masculinos y se da
una perceptible o no inferioridad femenina en lo social y político –en la
esfera pública– y una inferioridad masculina en el ámbito privado de intimidad
emocional y cuidados dispensados a otros.
Parece claro
que si se pretende convivir de igual a igual, lo primero es partir de cada sujeto
existente como tal, un individuo responsable de sí mismo, capaz de cuidarse,
que se respeta y se valora, y que respeta y valora al otro en su libertad de
ser, que es capaz de cambiar aquello que considere que debe cambiar para vivirse
mejor29. A menudo, implica un trabajo consigo mismo para transformar
lo que enturbia esta vivencia de uno mismo desde el valor de ser carnal, no en
función de otros, sino como un sujeto existente pleno, digno y humano real.
Supone conocer las propias limitaciones y establecer límites. Saber dar y
también recibir. Y tener muy presente que convivir de igual a igual implica
afrontar problemas y solucionarlos, pactar y trazar caminos de dos para salir
de situaciones difíciles, pues la vida en común no es una armonía natural, ni
siquiera es una armonía inestable, es una creación de dos sujetos que quieren
vivir juntos.
La
convivencia de igual a igual se hilvana en la negociación de los sujetos
existentes de distintas opciones de estilos de vida, las cuales pasan a
modelar sus cuerpos-palabra en relación. Las mujeres y los hombres no somos
totalmente opuestos, contrarios cuya conciliación es un imposible. La excesiva
polarización de los sexos y su relación jerarquizada ya ha producido mucho
sufrimiento. Quizá, sea un buen momento para un cambio relacional entre los
sexos, ya que la política de disuasión mutua no incluye medios para su propia
disolución. Conviene estar despiertos, porque nos jugamos algo importante.
A menudo, si
se parte de premisas equivocadas, las soluciones a un problema dado pueden
tornarse problemas a su vez30. Siempre es útil el comprender qué es
lo que hace que el problema persista y qué se puede hacer para que se resuelva,
además del por qué se ha originado. Es eficaz practicar un juego diferente que
gratifique más, que sea más interesante y vuelva al antiguo obsoleto e
inservible. Es algo que imposibilita la perpetuación del anterior modo de
interactuar entre los sexos.
Si se
sustituyen los juegos del poder entre los hombres y las mujeres por un nuevo
juego, el de los deseos, descubrimientos mutuos, comunión desde la
cooperación, el de los reencuentros de dos libertades extrañas que conviven
en un espacio-tiempo compartido y van evolucionando en una co-creación
continuada y constante, ya no habrá rivalidad por el poder de uno sobre el
otro, ni explotados ni explotadores. Podría ser una realidad relacional de los
sexos muy hermosa y humana. La miseria que ha imperado en la lucha por el poder
entre los sexos ya ha durado demasiado tiempo. Ahora podemos cambiar la manera
de convivir, disfrutando de nuestra plural riqueza, no limitándonos a cumplir
el papel que nos ha tocado en suerte por ser del sexo que se es. Ya nos hemos
robado muchas experiencias por condicionarnos a circular compartimentalizados,
“por aquí sí” y “por aquí no, porque me está vedado, pues soy...”.
En la
actualidad, las esferas clásicamente consideradas como “masculinas” y como
“femeninas” se solapan y se integran tanto en el ámbito público como en el
privado. Tanto las mujeres como los hombres en vez de potenciales enemigos
pueden ser buenos maestros el uno para el otro, apoyándose y capacitándose
mutuamente31. Tanto los hombres como las mujeres quieren realizarse
como individuos autónomos que son y, por ende, responsables de sí mismos, y
convivir en relación. Sus currícula existenciales están
abiertos hoy, lo cual posibilita una pluralidad de destinos individuales más
allá de la antigua compartimentalización polarizada. Pero hace falta creer en
las capacidades de uno para transitar por los campos anteriormente vedados,
tener confianza, ensayar, probar y comprometerse en el desarrollo propio. Es
necesario no caer en la victimización personal, ni en la sostenida
justificación y defensa al sentirse ofendido o acusado de explotador o
agresor. Sería proseguir en el mismo discurso de agravios comparativos, pero
disfrazado en otras palabras32. Ya es posible trascender este marco
de confrontación y enfrentamiento entre los sexos y hablar desde los valores y
desde las riquezas de cada sexo en relación recíproca.
Por otra
parte, de nada sirve callar y esperar que el otro adivine lo que uno necesita
y desea guiado por su interés y amor. La comunicación entre los humanos puede
ayudar para aproximarnos en el entendimiento mutuo y no alejarnos en la
discriminación y disuasión de una posible agresión. Nuestra realidad sexual ha
cambiado y todos, tanto las mujeres como los hombres, tenemos voz para
expresarnos y hacernos oír, y cosas interesantes que decir. Ninguno de los
sexos tiene por qué mutilarse para cumplir un papel determinado o adecuarse sin
más a las expectativas del otro. Los dos pueden reinventarse en parte desde el
deseo de convivir con dignidad, que es propia del ser humano que no se olvida
de quién es y no se vuelve una cosa articulada33.
Si partimos
de que el trabajo femenino y masculino es un valor y el encontrarse también lo
es, parece claro que se impone posibilitar la realización de estos valores y es
tarea de cada uno de nosotros y de todos. El reparto de tareas en el ámbito
privado de la convivencia de igual a igual implica una reflexión y una
negociación desde las capacidades e intereses, no sólo de los deberes
establecidos y ya obsoletos en una realidad sexual desfasada por los tiempos
que corren. No es ninguna concesión o favor que se hace, sino una mejor gestión
de tiempo mutuo, más eficiente para el desarrollo de ambos, el cual redunda en
mayor riqueza relacional de dos.
En un mundo
razonable ya no se sostiene que un sexo se cargue con el mayor trabajo, que
disponga de menos tiempo para sí mismo y que el otro mire para otra parte para
no verlo y no tener que implicarse en una posible solución. En una convivencia
de igual a igual eso no es justificable salvo que uno esté enfermo o impedido.
No procede para ninguno de los sexos predicar una realidad y poner en práctica
otra. Es labor de todos y de todas crear una nueva realidad de los sexos y que
no quede sólo en una ilusión o teoría discursiva. Caben dudas, recaídas,
conflictos, pero, si uno no cierra los ojos para no verlos, siempre se pueden
solventar las dificultades desde el reconocimiento de los valores y de los
deseos. Si el estar juntos lo es, de alguna manera se diseñará la forma, la
mejor opción dentro de lo posible para ambos, para que ninguno se identifique
con el papel del explotador o del explotado.
Otro valor
reconocible del que merece la pena partir es el de los sexos reales, desde su
hermosa hondura carnal de ser. Los dos comparten los mismos valores, y algunos
de ellos tienen una lectura especificada para cada uno. Ninguno de ellos es el
prototipo a imitar para el otro. Ahora bien, desde la convivencia de igual a
igual pueden alcanzar un desarrollo personal más pleno, sin la parcelación de
valores forzosamente acotados para cada uno, llegar a ser cuerpos-palabra
sexuados y sexuales que disfrutan de sus vivas peculiaridades, de su ser
corpóreos, de sus sexualidades, eróticas y amatorias.
En una
convivencia de igual a igual los dos sujetos existentes son un par de
libertades hechas dos verbos vivos. La liberación de un sexo libera al otro y
viceversa. Si nos salimos del marco del poder de uno sobre el otro y nos ubicamos
en el de las libertades, el afán de posesión de unos y de otras se disuelve,
pues no tiene sentido en esta nueva interacción de los sexos. Ambos son
gobernantes y gobernados en esta interrelación recíproca de dos libertades en
el ser, irreductibles en su concreción carnal existente, enigmáticas en su
calidad de extrañas, indómitas e imprevisibles en su tendencia de llegar a ser
sujetos autorrealizados34.
En una
convivencia de igual a igual el desarrollo pleno de cada uno es posible y
redunda en el gusto y la satisfacción de compartir el tiempo-espacio con un
sujeto libre en el ser, que desea y aprecia el estar al lado de uno y experimenta
placer en el conversar, en el reír, en el tocar y besar... Son momentos
innumerables que ofrece la cotidianidad para esos hombres y mujeres soberanos,
creativos, con sentido del humor y comprometidos con su vida, que gustan de su
compañía, de su sorprendente presencia.
LA
INTERRELACIÓN CARNAL DE LOS SEXOS
Si en el
entendimiento de la interrelación carnal de los sexos partimos del paradigma
moderno de dos sexos ya no se sostiene tomar
a ningún sexo como
prototipo del otro, ni extrapolar la realidad de uno desde el conocimiento y
el ejemplo del otro. La relación entre los sexos, por tanto, no puede ser
jerárquica en su inteligibilidad, los dos tienen el mismo valor existencial.
Aún persisten las reminiscencias del antiguo paradigma de sexo único35,
y el cuerpo sexuado, la sexualidad, la erótica y la amatoria universal siguen
todavía el modelo masculino en su interpretación y desarrollo36.
Pero, aquí, a pesar de mencionarlo no nos vamos a quedar relegados a este
discurso de agravios milenarios, sería contribuir a más de lo mismo. Aquí,
partiremos desde el paradigma de dos sexos para intentar comprenderlos en toda
su real riqueza existencial.
Vamos a
aproximarnos al estudio de dos sexos en su interrelación carnal sin que pretendamos
agotar el tema, pues excede con creces el espacio que le podemos dedicar. Cada
sexo convive con el otro en una relación carnal recíproca, la cual interviene
en el proceso de sus sexuaciones, sus sexualidades, sus eróticas y amatorias.
Además, cada hombre y cada mujer tienen su particular manera de ser un
cuerpo-palabra sexuado y sexual, de vivenciarse como tal, de expresarse y
desear, y de interactuar carnalmente con otro. Existen tantas como personas
hay. Cabe referirnos a generalidades, pero sin olvidar que los sujetos existentes
son concreciones únicas e irrepetibles, reales y peculiares en su ser
carnales y las generalidades no siempre lo reflejan, a veces lo difuminan imponiendo
su norma teórica sobre la realidad existente. No obstante, hablaremos de las
generalidades abstractivas, sin olvidar que las concreciones son múltiples y
muy diversas, hasta tal punto que puede que no se parezcan a las generalidades
y no por ello se descalifiquen en su ser reales.
Empecemos por
la sexuación de cada sexo en relación con otro. Todos los individuos, tanto
mujeres como hombres, necesitan afecto y contacto físico para crecer, para
sexuarse y realizarse como cuerpos-palabra sexuados vivos. La sexuación es un
proceso que dura toda la vida del sujeto existente. Cada uno de los sexos se mira
en el otro, capta su reflejo y se modula en consecuencia desde el deseo de
estar juntos. Cada uno se enfrenta con el otro, lo cual, en un principio, le
fortalece. Cada uno es reconocido por el otro y bebe vida en ser mirado,
acariciado, entendido, aceptado o, por el contrario, se sobrepone a ser
rechazado y se replantea en su ser.
En esta
interrelación carnal los dos sexos pueden llegar a completar su desarrollo,
realizarse en su sexuada piel, que es trascendida por el inquietante contacto
con otra. Cada cuerpo-palabra sexuado es un universo viviente que percibe,
siente y piensa desde sí mismo, por ende, no existen dos iguales. Cada hombre y
cada mujer es un mundo diferente cuya sexuación es distinta; su piel, su
textura, su pilosidad, su sensibilidad, emociones, significados vivenciales...
también lo son. Cuando entran en contacto sus universos se entremezclan por un
instante, para separarse después o impregnarse el uno del otro. Así, ambas
conciencias encarnadas se improntan una en otra y se moldean en su recíproco
interactuar, en su encuentro de piel con piel.
La sexuación
es un proceso que afecta a los dos cuerpos-palabra sexuados, el femenino y el
masculino. Ninguno de los dos es mejor o peor que otro, ni más o menos acabado
que otro. Ambos son presencia corpórea. Ninguno es comparable al otro y, por
tanto, ninguno es carente de estructuras del otro, pues son finalidades en sí
–contingencias carnales reales con igual valor existencial por ser. No son
contrarios. En todo caso, son complementarios para un posible y placentero
encuentro carnal, inscrito en su sexuada piel.
Los dos se
aprehenden y reaccionan a la información recibida. Se van modulando en la
respuesta. Tanto es así, que si una mujer se siente incómoda, por cualquier
motivo, al experimentar el deseo masculino puede que tienda a la
masculinización, cuya ventaja secundaria será el que no se incite el deseo y no
se produzca el malestar; y viceversa, un hombre que no se sienta cómodo en el
papel de fuerte y resolutivo lo acusará en el cuerpo-palabra para evitar crear expectativas
que le costaría realizar. Nos vamos sexuando en relación y reacción recíproca,
en los encuentros y en los desencuentros con los otros, y este proceso dura
mientras haya vida en nosotros.
¿Y la
sexualidad de los hombres y de las mujeres o, mejor dicho, las sexualidades? En
el paradigma antiguo de sexo único –el masculino–, la sexualidad que se
consideraba como tal y se erigía en el prototipo universal era la del varón, a
pesar de que el término en sí no aparece hasta el siglo XIX37. La
alteridad real de los sexos se reducía a la unidad masculina y las
sexualidades, a la uniformidad estereotipada de lo masculino. Los valores sexuales
subrayados y glorificados eran los masculinos y aquellos femeninos que les
servían de complemento satisfecho de serlo –una sombra que reforzaba la luz de
su sobresaliente compañero.
En este
encuadre distorsionado, la sexualidad femenina, privada de toda su rica
especificidad, quedaba en algo inexplicable, desviado, carente, impuro,
incluso se traducía en ausencia o malignidad. Los parámetros que se medían y se
apreciaban reflejaban la sexualidad masculina y condicionaban una supuesta
vacuidad sin formas de la femenina. Parece claro que, si se parte de un marco
de coordenadas falaz y equívoco, la realidad a la que se llega lo será a su
vez, simplemente excluye todo aquello que no se deriva de la premisa inicial;
no es considerada como posible por el marco referencial una realidad que lo
niegue.
Si se parte
de la creencia de que la mujer depende del hombre para realizarse, que existe
para ser su compañera, para servirle y obedecerle callada, todo lo demás se
despliega por sí solo, también en el campo de la sexualidad. Ésta se construye
en el contexto de dominio y control de los hombres sobre las mujeres. A través
del placer y del dolor erotizado, del cuidado y del daño se constituye una
sexualidad masculina dominadora, empobrecida, pues ignora la femenina en
interrelación carnal, robándole la trascendencia mágica al encuentro de ambas,
contentándose con una apocada versión de lo que podría haber sido. Limitando a
la mujer en su sexualidad, el hombre se ha limitado a sí mismo, se ha robado
muchas vivencias hermosas, no ha llegado a experimentar numerosos momentos de
belleza insospechable y desconocida, y no ha completado su desarrollo en
interrelación carnal.
El modelo de
la sexualidad femenina imperante en el siglo XX ha sido el del complemento fálico
de su compañero, gozoso y satisfecho de serlo. Lo normal y lo sano era y sigue
siendo una sexualidad de carácter genital. El varón era el responsable del
placer femenino para lo cual tenía que ser diestro en el hacer. La sumisión
femenina se erotizó como reacción complementaria a la erotización de la
supremacía masculina. Todo lo cual condujo a los hombres y a las mujeres a una
interrelación carnal jerarquizada, que podría, sin embargo, haber sido otra si
se hubiera partido de las sexualidades de los sexos y no de un modelo erigido
desde el masculino.
Aquí, no
vamos a ahondar más en este modelo, ni en las agresiones y malentendidos que
aportó, sino subrayar la riqueza relacional de las sexualidades femeninas y
masculinas en contacto carnal, que se formulan en algún momento del transcurrir
del paradigma moderno de dos sexos.
Y cómo no, la
toma en consideración de la sexualidad femenina conlleva una reconsideración
de la masculina como modelo normativo. El hombre es despertado por la mujer y
comienza a aprehender una belleza enigmática en la totalidad del
cuerpo-palabra femenino, en el sujeto-mujer que le aporta un conocimiento más
allá de las palabras dichas que ignoraba y que le muta carne sintiente bajo su
deslizante y queda caricia. Él le enseña el goce más centralizado en los
genitales y las zonas erógenas, más concentrado en el tiempo. Cada uno
contribuye con su universo vivencial en esta puesta en común entre dos y el
placer que sienten al estar uno con otro les encamina hacia un compromiso
existencial desde el deseo de seguir conviviendo juntos.
La
interrelación carnal de dos sexos es una mezcla de carne, biografía e historia
colectiva.
Es contextual a su
tiempo y situacional para ambos, que se actualizan en este instante de
experiencia vivenciada. Es difícil saber qué es lo que sienten o vivencian
otros, sólo se imagina, se proyecta o se supone, fundamentándose en las
creencias y normas en uso. Lo que sí es constatable es que, actualmente, la
satisfacción en la sexualidad es importante para ambos sexos, es valorada en el
imaginario colectivo como necesaria para llegar a ser felices.
La sexualidad
de cada cual es su mundo íntimo, el de las vivencias como cuerpo-palabra
sexuado y sexual que se es, y el de la identidad propia. No hay dos mujeres o
dos hombres que tengan la misma sexualidad, pues su universo carnal es único e
intransferible; sus pensamientos, sensibilidad, emociones, intenciones y los
significados vivenciales son individuales e irrepetibles. Cada uno es una
totalidad viviente con su sistema comunicativo e interpretativo peculiar, que
interactúa con otra extranjera. Pero, dentro de lo que cabe, es procedente destacar
las características comunes para las sexualidades femeninas por un lado y para
las masculinas por otro, para que nos permitan entender mejor las particulares
de cada cual. De estas sexualidades especificadas para los hombres y para las
mujeres, que les confirman en su ser, se derivan angustias específicas para
cada sexo, vinculadas a sus identidades sexuales y a sus vivencias por ser del
sexo que son. Las angustias se originan de sus vulnerabilidades, algunas
comunes y otras especificadas para cada sexo.
Las
sexualidades femeninas traducen la tendencia a la totalidad de la mujer, se
impregnan de la continuidad de su universo con lo que no es ella. La mujer se
abre a lo que la rodea, su piel sexuada es muy receptiva y la comunicación es
algo muy importante en ella. La sensibilidad táctil de las mujeres es más
desarrollada que la de los hombres y su sexuada piel sintiente es su zona
erógena por excelencia38.
La sexualidad
femenina es plurimorfa, difusa y descentralizada. Las mujeres tocan y acarician
más, desde una tela hasta la piel de alguien. Utilizan el cuerpo-palabra para
sentir y entender a otros de la manera más íntima y oculta; lo que perciben es
una verdad que se entrelaza en las sensaciones, emociones, sentimientos, incluso
intuiciones. Es un lenguaje comunicativo que no precisa de palabras para su
inteligibilidad. Su gusto por los cosméticos, cremas, perfumes y las caricias
codifican esta sexualidad táctil, íntima piel con piel, sutil... El tacto se
enriquece de otras sensaciones, se entrelaza con los olores, sabores,
texturas, sonidos susurrantes que atraen y acercan. Todo ello codifica la
atracción por la cercanía, por la continuidad con lo que ella no es. Tiene
estrecha vinculación con su íntima convicción de que ser es ser-en-relación.
Las mujeres
son muy sensibles al entorno o contexto del encuentro carnal. Los estímulos que
les llegan a través de todos sus sentidos las predisponen a mayor o menor
sensualidad, son significativos y apreciados, pues ellas tienden a fundirse
con el ambiente en el que están. Les gustan la música, a cuyo ritmo son muy
receptivas, una luminosidad apropiada, olores, sabores, colores que improntan
en su ánimo, texturas que acarician su sintiente piel... Innumerables detalles
que hacen que el momento sea inolvidable, que las empapan de mil sensualidades.
Esta cualidad autoerótica de la sexualidad de las mujeres cautiva y fascina a
los hombres y permanece, en cierta forma, inexplicable para ellos, es un reino
de enigmáticas experiencias que, a la vez, les inquieta. Por todo lo anterior,
la sexualidad femenina, normalmente, no adolece de premuras, las mujeres no
tienen prisa por llegar a un orgasmo centrado en los genitales, puesto que ya
están instaladas en él, pero difuminado por toda su corporalidad, polimorfo,
difuso y continuado39.
Las
reacciones de las mujeres, sus vivencias se hilvanan en la impredictibilidad.
Las emociones están profundamente entrelazadas con sus hormonas sexuales y sus
complicados ciclos fisiológicos, que las predisponen a la apertura o al
encerramiento en ellas mismas. Es un complejo universo de equilibrio
inestable.
Las mujeres
tienden a la intimidad y a la comunicación emotiva. Sus recuerdos se impregnan
de las sensaciones, del conjunto de la experiencia en vez de cada detalle, de
lo que ha significado para ellas, de las emociones que creó en su comunicativa
piel, y, por tanto, de las circunstancias que envolvieron el encuentro, los
comportamientos, el ambiente, las palabras, la música, los silencios...40
Para ellas es importante sentirse seguras en los brazos de su compañero, se
cobijan en su abrazo y se vuelven pequeñas por un imperceptible instante, se
consuelan en su sexuada piel.
La sexualidad
femenina también se codifica en el valor de ser deseada, de atraer, de ser amada.
Es lo que se entreteje en su cualidad de continuidad y cercanía concreta41.
La mujer suele alejarse de la disociación y diferencia muy bien la presencia
real y la ausencia, el amor y el aparente desamor, que no siempre corresponde
a lo que ocurre en la realidad. Los códigos interpretativos que manejan las
mujeres y los hombres son un tanto distintos y conducen de manera natural a
errores en la lectura de la información y a equívocos.
La sexualidad
de las mujeres crea una serie de miedos y angustias. Por lo general, se asocian
con el miedo de no atraer, de ser dejada de lado, de no ser deseada, de perder
su encanto seductor. Cuando se sienten rechazadas tienden a culparse a sí
mismas de haber fallado en su disposición de conquistar y retener.
Además, la
sexualidad femenina suele entretejerse en un conflicto de placer sexual y peligro.
Por una parte, anhelan el placer y, por otra, temen perder el control de sí
mismas, ser dominadas por sus apetencias y usadas como objetos sexuales sin
rostro. Asimismo, como su placer, clásicamente, dependía del varón, de su
saber hacer y, en cierto modo, sigue dependiendo, pues para ella es muy
importante todo lo relacional y lo traduce en afectos y en el interés que
pueda sentir su compañero por ella, su miedo es que la dejen sola, que la
ignoren y la abandonen sin que llegue a la satisfacción sexual. Teme la sorda
frustración que conlleva esta experiencia. Sus ritmos son diferentes a los de
su compañero y es fácil que se produzca un desencuentro en el hipotético
encuentro de dos carnalidades que desean estar juntas.
También,
persiste el miedo al embarazo, a pesar de los eficaces métodos anticonceptivos
de hoy. Es una posibilidad que la mujer tiene muy presente y que tiene que
acoplar de alguna manera en su interior para que no le impida ser ella misma.
Los retrasos de la regla despiertan este fantasma. La mujer está muy pendiente
de su fisiología corporal, la cual la inclina a unas vivencias de sí misma muy
íntimas. Asimismo, teme el contagio de las enfermedades, pero ese miedo es
compartido por ambos sexos.
Por su parte,
la sexualidad masculina está dominada por una concentración genital. El placer
que siente el hombre está más centralizado en su pene y zonas erógenas, no se
desparrama tanto por su totalidad cutánea corporal. La sexualidad masculina se
impregna de los significados vivenciales e intenciones que confirman la
masculinidad. El hombre le da mucha importancia al pene, a su erección y
eyaculación, pues es su instrumento ejecutor por antonomasia, el símbolo de su
masculinidad. Su identidad sexual se vincula a la confirmación de su virilidad
gracias a potentes erecciones y a eyaculaciones adecuadas. Son los
significados vivenciales que, entre otros, le quedan tras sus cópulas. Cada
coito es, de algún modo, una prueba de competencia, la cual tiene que superar
y salir airoso tras la demostración de su hacer; incluso puede alardear de su
destreza42.
La sexualidad
masculina se impregna de una cierta discontinuidad, tanto en la corporalidad
compartimentalizada, como en el tiempo y en el espacio. El hombre es muy
sensible a la información visual y no tanto a la táctil, la cual valora en la
medida de la excitación que produzca. No es muy común para los hombres utilizar
el cuerpo-palabra para conocer el de la mujer. No se desenvuelven con mucha
soltura en ese universo de sensaciones sutiles y emociones que se desparraman
por la totalidad carnal. El hombre no pretende estar en un orgasmo continuo,
los reserva para un espacio-tiempo muy concreto, separado del resto de su
quehacer diario.
Para el
hombre, la interrelación sexual es muy importante y necesita estos momentos
para mutarse carne sintiente. No busca en ellos un vínculo emocional, aunque
puede que lo encuentre; para él tienen mucho valor en sí mismos, sobre todo si
culminan en un orgasmo. Componen un tiempo de interioridad que le salva del
mundo exterior. Suelen bajar su tensión existencial, la cual se diluye y se
disuelve en el placer sentido. La sexualidad masculina es coitocentrista. Los
orgasmos son muy importantes, los propios y los de la compañera que, entre
otros significados, verifican su saber y destreza, su adecuación.
Asimismo, la
sexualidad masculina se matiza de una tonalidad de transgresión, de conquista,
incluso de agresión. No es de extrañar, ya que los hombres se crían con una
serie de valores sexuales que confirman su papel y estereotipo sexual. Si la
supuesta supremacía masculina impera en la sociedad en la que se socializan,
se erotiza y la desigualdad se equipara a lo sexual, se hilvana en su
sexualidad. Si, además, el ideal del guerrero forma parte de su estereotipo
normativo, esta tendencia se agrava.
Algunos
hombres miden su masculinidad por el número, variedad y frecuencia de sus coitos.
Suelen desconectar emocionalmente de la experiencia, aunque sí sienten una
cierta ternura y reconocimiento hacia aquella que les ha proporcionado placer.
Es algo que también les empieza a pasar a las mujeres de hoy en día, aunque en
menor cuantía. Esta disociación entre lo que se hace y lo que se siente es
propia de la sexualidad masculina, de su cualidad discontinua43.
Sin embargo, su memoria erótica retiene cada detalle de la experiencia sexual.
La evocan en su recuerdo y vuelven a revivirla, se excitan con su
representación mental.
En la
sexualidad masculina la confianza en sí mismo y en la habilidad de uno en el
hacer son importantes. Tanto es así, que la ansiedad y la inseguridad generan
una gran parte de las dificultades y trastornos en su interacción carnal. Cabe
mencionar su ansiedad de feminización y de rendimiento. También, el temor de
causar daño y no poder controlar su agresividad. Como las mujeres, los hombres
temen ser abandonados y no deseados, pero en ellos estos temores se manifiestan
de otra manera. Procuran ser indispensables, satisfacer a su compañera,
proporcionarle comodidad y bienestar, protegerla, y algunos, controlarla, dominarla
y subyugarla.
La
vulnerabilidad del hombre se relaciona con su temor de fallar, de volverse
impotente, de no demostrar su hombría. En grado extremo, teme ser castrado, lo
cual se traduciría en la incapacidad de actuar, en una pérdida identitaria, en
no ser. Por eso el hombre es muy sensible al ridículo, más en presencia de una
mujer. Tiene miedo a que la mujer le ridiculice, la odia por ello, por ese
poder que tiene sobre él en una dramática e inconsciente anticipación de lo
temido. Ese odio viril se desplaza a lo femenino genérico; el hombre se
reafirma en la disociación de las emociones y de las acciones, su sexualidad
se codifica en una persistente escisión vivencial, en un cierto alejamiento de
lo vivenciado y represión de los sentimientos. Esta represión emocional
confirma la sexualidad masculina en el goce concentrado del modelo fálico de
la voluptuosidad.
En una
interrelación carnal entre los sexos sus sexualidades se encuentran, sus
vivencias se entrecruzan en un instante vivido, sus emociones se contagian y
provocan reacciones mutuas. Entre las sexualidades femeninas y masculinas se
establece una interrelación dialéctica entre lo continuo y lo discontinuo. Sea
como sea, en un encuentro carnal se está muy cerca uno del otro, pero cabe
estar ausente en el presente, alejarse de la escena. El poder de abstracción
es común a los hombres y a las mujeres. Los hombres abstraen y se abstraen del
espacio-tiempo compartido por su inclinación ejecutante y disociación de lo
emotivo. Las mujeres lo hacen al sentirse usadas y frustradas en su
descentralizada sexualidad, al considerar que no las desean a ellas sino el
orgasmo que les pueden facilitar a sus compañeros.
La
continuidad de la sexualidad femenina, su cualidad autoerótica fascina y atrae
al hombre. Él interpreta la continuidad como intensidad y el gusto por la
proximidad como deseo del orgasmo; la sensualidad difusa, cutánea y continuada
de la mujer, como excitabilidad fácil. Cree que ella está dispuesta al
encuentro pasio‑
nal con él, abierta y receptiva a él, a experimentar un
orgasmo con él44.
A su vez, la
mujer interpreta la discontinuidad de la sexualidad masculina como desinterés
y desamor, como ausencia. No entiende que la sexualidad masculina se centra en
la penetración y el orgasmo. Para él su tiempo se compartimentaliza en esa
discontinuidad de los encuentros carnales, los separa del resto de su
experiencia vivida y los subraya en su memoria biográfica. Para él cada vez es
distinta, se impregna de la ilusión del comienzo, de lo turbador, de la
sorpresa de la desnudez, del descubrimiento de algo más. La mujer penetrada es
como una puerta que le permite la entrada a otra dimensión y le muta carne
revivificada. Bebe de su fuente, le da vida.
La vivencia
de la mujer es diferente. Le gusta sentir a su compañero, también dentro de
sí. Además de darle placer y hacerla estremecer en su sintiente corporalidad,
la confirma en su poder en la dimensión carnal. A la vez, la turba en su mundo
de sensualidades difusas y canaliza su energía en lo genital. Es el
reencuentro continuo de dos extrañezas, de dos fragilidades carnales en
co-creación perpetua.
En la
interrelación carnal, las vivencias de ambos sexos se distribuyen entre lo
concreto y lo abstracto. Para el hombre, en toda mujer pesa su condición
genérica. Es una sorprendente conjunción de la Gran Madre –poderoso origen de
toda vida– y de la niña –inconsciente, despreocupada, provocadora, juguetona y
esquiva. Ella es para él, en su desnudez de vértigo, la hechicera, la maga, la
inalcanzable, la madre, la prostituta, la misteriosa impenetrable y sagrada...
La desnudez femenina le ofrece mil promesas, le tienta hasta el vahído en su
viva proximidad.
La desnudez
masculina no produce este efecto en la mujer. Ella la valora y la prueba en su
supuesta competencia. Le gusta su firmeza, su fuerza, su potencia, pero también
valora mucho su paciencia y espera, su capacidad de acoger, reconfortar en un
abrazo seguro, de reconocerla como única e insustituible. La excita, la sorprende
y la intimida su excitación y su deseo.
En el abrazo
sexual, en el dar y recibir placer, se conjugan las discrepancias de ambos, se
encuentran la discontinuidad y la continuidad en un instante privilegiado del
espacio-tiempo de dos libertades hechas carne sexuada y sexual. Evidentemente,
este momento puede degenerar hasta donde se deje o se quiera y convertirse el
abrazo en algo asfixiante o en una lucha. Pero si no asociamos las sexualidades
con las pugnas de poder y no sustituimos lo carnal en una abstracción sin fin,
no ignoraremos la belleza y la humanidad de la interrelación carnal de los dos
sexos. Cada uno de los sexos percibe el poder del otro en la interrelación
carnal y, asimismo, su vulnerabilidad. Van co-evolucionando uno en relación y
en reacción al otro en un continuo reencontrarse, en el deseo mutuo.
¿Y la erótica
de ambos sexos en la interrelación carnal? Los dos sexos se desean y desean
encontrarse en una interrelación carnal y entenderse entre ellos. No se trata
de que un sexo siga la ley del deseo del otro para encontrarse con éste y
permanecer privado de su especificidad, ausente. Todo lo contrario, se trata
de que cada sexo desde su erótica, desde su expresión en el gesto y en el
deseo se actualice en interrelación recíproca.
Incluso en
una convivencia de igual a igual la disimetría erótica entre los sexos
permanece vigente, pero pierde su connotación jerárquica. No es de extrañar,
pues existen dos sexos que se expresan y desean desde su ser mujer y su ser
hombre. Y cada persona, sea del sexo que sea, es única y peculiar en su código
expresivo y en su desear.
Clásicamente,
el sujeto del deseo era el varón. La mujer deseaba ser deseada y sigue
deseándolo, pero al mismo tiempo, desea a otro sujeto sexuado a su lado, que
esté presente en su sexuada piel y a gusto con ella. Antaño la mujer era
educada en la autorrenuncia y priorización de los deseos de sus otros
significativos. Se adecuaba al deseo masculino. Se autoanulaba en la
expresión de su propia palabra. Asumía la erótica del varón, su deseo como si
fuese el suyo propio, y se culpaba y se castigaba si su deseo discrepaba del
de él. Si su especificación o intensidad en la comparación con la del masculino
se diferenciaba o no llegaba a su altura, ella se sentía inferior, mal hecha,
insuficiente... Si no deseaba como él, si no gozaba como él, si no se ajustaba
a sus fantasías o expectativas, se sentía culpable e inadecuada.
Quizá, ya sea
hora de proclamar que lo que el hombre y la mujer comparten en su desear es el
gusto por su extrañeza interrelacional, es ese misterio insalvable de uno para
el otro, una mutua ignorancia insuperable45. La fascinación por lo
diferente actúa como un imán para aproximar los cuerpos-palabra sexuados en un
encuentro carnal y traspasar en él los límites de su contingencia separada.
Además, tanto
las mujeres como los hombres desean y necesitan de lo extraordinario para
enaltecer sus vidas, para romper su monotonía y uniformidad. Unos lo
encuentran en la idealización, en la abstracción y fantasía, en la pasión
prohibida. Otros valoran lo extraordinario en lo concreto existente, en los
cuerpos-palabra biográficos, frágiles y vulnerables en su viva carnalidad.
Lo habitual
es que en nuestro desear se dé una cierta abstracción idealizante. Pero los
príncipes azules, con los cuales sueñan las mujeres románticas, y las
princesas encantadas en peligro de los hombres no existen en realidad. Son
idealizaciones de los ojos infantiles con los cuales mirábamos y soñábamos el
mundo en algún momento de nuestra biografía. Los hombres y las mujeres reales
nunca son ideales.
A veces,
sucede que lo soñado le quita color a lo real, que no se valora y se termina
por ignorar. Uno se queda viviendo en un espacio de ilusión que le defiende
contra su incapacidad de dar y de recibir calor en el mundo carnal, le relega a
una alienación existencial continuada, la cual imposibilita un goce sostenido
en lo real y auténtico. Estas personas suelen buscar más la ausencia en la
interrelación carnal que la presencia, más la fantasía que la concreta
realidad del otro, más la distancia que la proximidad. Su existente hondura
carnal pasa desapercibida para ellos, no la aprecian, no tiene cabida en sus
intenciones.
Las
abstractas cualidades que se valoran por un sexo y por el otro son un tanto
diferentes. En general, los hombres se sienten atraídos por la belleza física y
las mujeres por el poder varonil y, también por su capacidad de implicarse
emocionalmente y comprometerse en la relación. A su vez, los hombres también
desean que se les aprecie en su concreción real, que se les cuide y se les
acoja, que se les acaricie y se les oriente en el mundo impreciso de la
relación emocional. Anhelan, de vez en cuanto, sentirse mecidos y reconfortados
en los brazos de la mujer, como si fuese la madre que les acepta
incondicionalmente. Las mujeres, por su parte, anhelan sentirse seguras,
incluso pequeñas y reconfortadas en el abrazo del hombre, como antaño se
sentían en los brazos de su padre, pero de otra manera, más rica y adulta.
Por lo
general, el deseo masculino se acentúa en desear desear, es bastante
instrumental y ejecutivo. Los hombres desean los encuentros carnales coitales,
desean tener orgasmos. El deseo masculino tiene un matiz cuantitativo y
transgresor; es menos afectivo que el femenino46. El deseo femenino
se acentúa en desear ser deseada, es más afectivo, pues las mujeres valoran
mucho las relaciones, no es tan coital como el masculino, ni tan transgresor,
tampoco tan cuantitativo y abstractivo. Los deseos de ambos reflejan los
cuerpos-palabra sexuados en situación, traducen los valores sexuales de cada
sexo. Los hombres suelen desear demostrar su adecuación y destreza, y las
mujeres su poder de atraer.
El deseo de
las mujeres se trenza en la cualidad de continuidad de su sexualidad. Ella
desea ser deseada de manera continua. Para ella, la interrupción o las pausas
significan pérdida de interés, que, en parte, justifica por las múltiples
ocupaciones y preocupaciones de su compañero. Ella necesita constantemente
pruebas de ser deseada. Para ello es preciso que se lo confirmen tanto con los
hechos y atenciones como con las palabras, tanto de forma implícita como
explícita y constatable. Desea el contacto carnal, no necesariamente coital.
Desea que se la toque y acaricie, que se le abrace y se le dén besos, sin que
tenga por qué terminar en un coito, sino que sea algo cotidiano en su vida.
Sin embargo,
el deseo masculino se hilvana en la cualidad de la discontinuidad de su sexualidad.
Cuando un hombre desea a una mujer, por lo general, desea tener relaciones sexuales
coitales con ella y orgasmos juntos. Los sitúa en los intervalos privilegiados
de su vida, muy valorados y separados del resto, en el que hace otras cosas y
se concentra en sus asuntos. Le resulta molesta e incomprensible la necesidad
continua de la mujer de sus demostraciones de su deseo y afecto por ella, le
supone un esfuerzo y le irrita. La mujer desea estas pruebas de interés, de
cercanía emocional con ella. Para él, la mayor prueba de cercanía es su deseo
de orgasmos con ella. Establece así la continuidad del deseo dentro de su
discontinuidad, pero eso no suele ser interpretado de igual modo por la mujer,
ni suficiente para ella.
En cuanto a
la orientación del deseo masculino y femenino, puede ser homosexual –hacia su
propio sexo– y heterosexual –hacia el otro sexo. Sea el sexo que sea al cual se
dirige, donde nace es en un cuerpo-palabra sexuado y sexual en una situación
existencial dada que se inscribe en su biografía. Lo más habitual es que la
orientación del deseo homo o heterosexual persista a lo largo del proceso
existencial del individuo, pero también puede cambiar por diversas causas y
circunstancias.
El deseo
implica una tendencia aproximativa al objeto deseado. Si es continuado, suele
desembocar en la creación de algo de dos, porque el deseo del uno y del otro
les va cambiando, les va modelando en ese deseo compartido, engendra
movimiento y transformación. La creación puede tomar forma de proyectos
comunes, de trabajo, de obras y de hijos. Las obras y los hijos son el fruto
lógico de su deseo mutuo47.
En cuanto a
los gestos, que son las expresiones eróticas del cuerpo-palabra sexuado y
sexual, son, también, comunicativos, pues informan sobre nosotros mismos en
situación relacional y provocan reacciones. Revelan y desvelan, pero, al mismo
tiempo, ocultan y encie rran el vivo misterio de cada cual. Son novedad y
continuidad; una manifestación de una presencia y un espejismo inaprehensible,
imposible de inmovilizar o detener en su sostenida evolución. Acercan y
alejan. La erótica de cada cual se despliega en el gesto constantemente
cambiante y transformador del continuum de la conciencia
encarnada, única y peculiar. Algunos gestos son universales y parecidos, y
otros, particulares de cada código expresivo, de cada libertad contingente en
el ser.
¿Y el
comportamiento de los dos sexos en su interrelación carnal? Su comportamiento
se trenza de deseos, de normas a seguir en uso y de los deberes. Aquí, vuelve a
darse una disimetría entre los sexos, no sólo seductiva sino, también, en el
hacer y cuidar la relación48. Es natural, pues los cuerpos-palabra
sexuados son socializados en torno a series diferentes de valores sexuales,
significados e intenciones.
Los hombres,
por lo general, tienden a la experiencia variada y la gratificación física, y
las mujeres, hacia la intimidad y la comunicación emocional49. No
obstante, es difícil saber lo que se hace o no se hace por un hombre y por una
mujer en una concreta interrelación carnal, y más aún lo que se experimenta o
se siente, las intenciones que se tengan en ella y los significados
vivenciales que les queden tras el encuentro de ambos. Las comparaciones,
imitaciones y las adecuaciones a las medias estadísticas son un pobre camino,
aunque muy transitado por todos, más en alguna etapa especial del proceso
biográfico de desarrollo. No hay dos personas en el mundo cuyo comportamiento
sea idéntico, puede ser más o menos estereotipado o normalizado, pero siempre
es suyo particular y siempre puede cambiar.
En cuanto a
la actividad y a la pasividad en la seducción, en el encuentro carnal y en el
cuidado de la relación, las cosas no son sólo lo que parecen. Aparentemente,
el hombre es el sujeto más activo y la mujer más pasiva, salvo en el cuidado
de la relación, donde los papeles se invierten, aunque la realidad va cambiando
hacia una equiparación de los dos sexos. Más allá de una simple comparación y
sin perder de vista
el paradigma moderno
de dos sexos, cada uno es activo y pasivo a la vez y a su manera. Lo que les
atrae no es la actividad sino el deseo de uno por el otro, y la lógica y el
lenguaje de los deseos no es el de actividad versus pasividad –es el de lo que
apetece y lo que cautiva. El deseo siempre es acción y pasión incluso en su
aparente pasividad50.
El objeto del
deseo es como un imán que atrae con fuerza. Así, el hombre que desea en su
supuesta actividad es pasivo. Toda su atención, toda su actividad seductora
gira en torno de aquella a quien desea, que en aparente quietud le moviliza y
dirige en su quehacer. Un gesto de disgusto suyo puede generar un cambio de
actitud en él y transformar su comportamiento. Ella provoca y no hace apenas,
pero todo se transfigura en su reacción. Los hombres son capaces de realizar
pruebas, de superar obstáculos para obtener el favor de la que desean. Las
mujeres valoran los resultados y deciden si merece la pena o no implicarse en
una interrelación carnal con ese concreto que las desea51. También
ocurre a la inversa, pero, quizá, en menor grado, aunque cada vez se va
tendiendo a una equivalencia en el desear y en el actuar.
Sea como sea,
en la seducción se combina el despliegue del poder erótico en la fascinación y
el poder de obligar al otro a hacer lo que uno quiere. Ambos se entretejen y
generan placer. La interrelación seductiva es una secuencia de pruebas
superadas o no, de imposiciones mutuas, de reacciones y evaluaciones que predisponen
a seguir avanzando hacia el encuentro carnal o, por contra, dejarlo. El sexo
femenino es más sutil en el manejo, se desenvuelve mejor en ese terreno de
emociones ambiguas y, a menudo, contradictorias.
Existen
proyectos seductivos abiertos, interminables, y proyectos cerrados, que acaban
con la conquista. Éstos pueden repetirse todas las veces que se desee. Si el
objetivo de la seducción no es la conquista en sí, sino comenzar un sostenido
encuentro de dos libertades carnales con rostro concreto e historia personal,
se comprueba que los sexos se abren uno al otro poco a poco, en el compartir
momentos que les apro ximen. Esta gradual apertura al otro es, quizá, más
notoria y característica en la mujer, la cual, aunque se entregue, no se
entrega de una vez. Paulatinamente, va adquiriendo la confianza imprescindible
para dejar emerger ante la mirada del otro toda su sensualidad, todo su erotismo
más profundo52. Si el hombre falla en alguna de las imperceptibles
pruebas que ella valora, reconsidera la relación y puede cerrarse en su
universo, parar esa apertura hacia él.
¿Y qué
recursos utiliza cada sexo para seducir al otro? Se diferencian en sus
matices. La mujer cuida su aspecto físico, su belleza. Suele demostrar su
capacidad de comprensión y de estar al lado de ése a quien desea. Suele procurar
interesarse por lo que él se interesa, hacer cosas juntos, desarrollar
proyectos que impliquen contactos y compartir el tiempo, correr aventuras
excitantes con él. Juega con su aparente fragilidad y pide ayuda y consejo o,
simplemente, los induce y acepta. Le hace ver lo importante e imprescindible
que es él para ella. También, ofrece apoyo emocional, le alaba y le da muestras
de que le admira y escucha con consideración, aunque después haga lo que
quiera ella. Asimismo, de forma implícita le promete que le cuidará y será su
buena compañera en la cama y fuera de ella. Las mujeres, si se lo proponen,
vuelven locos a los hombres y obtienen lo que quieren de ellos, aunque siempre
existen grados, matices y excepciones. En la seducción, las mujeres no buscan
necesariamente coitos, sí una emoción imborrable, un recuerdo imperecedero.
Sin embargo,
los hombres esperan que la seducción concluya en un coito. Una vez más, en el
comportamiento de los sexos se repite una relación entre la continuidad
femenina y la discontinuidad masculina. El hombre para cortejar o seducir
hace demostraciones de su poderío, físico, intelectual, instrumental o
resolutivo, y de su brillo. Lo combina con las muestras de su interés y afecto
por ella, como pueden ser regalos, detalles que le gustan, conversaciones, en
las cuales ella se siente escuchada, apreciada y valorada como persona con
rostro singular. El hombre le hace confidencias a la mujer, comparte sus
emociones, le cuenta historias con voz de cercanía. Una velada agradable, en la
cual no demuestra tener prisa y subraya el interés por ella, le hace sentirse
muy especial, bella, inteligente, deseada y apreciada. Procura ayudarla en
algún problema que tiene. También, explota su lado maternal, por momentos, se
vuelve menesteroso y desvalido...
Existen
tantas maneras de seducción como personas en hipotética combinación situacional.
Es imposible e innecesario relatarlas todas. Sólo hemos procurado reflejar
algunas directrices generales. Por otra parte, sería quitarle la sorprendente
magia a la manifestación de esa fuerza aproximativa entre los sexos, entre los
cuerpos-palabra sexuados y sexuales que desean llegar al contacto de piel con
piel.
Es
conveniente reseñar que una mujer que no llegue a la experiencia coital con
aquel que la pretende puede que no se decida porque el otro ha fallado en su
modo aproximativo hacia ella, porque no se ha sentido comprendida o valorada
por él. No es que ella tenga ningún trastorno del deseo o sea frígida –una
solución explicativa manida y errónea–, es que no la ha convencido en lo que
le ofrecía, ni en la forma en la que lo hacía, ni en el contenido. El hombre lo
interpreta, generalmente, como una manifestación de su represión sexual, pero
en la mayoría de las veces es una ficción suya; en realidad, el desencuentro
se ha originado por un mal entendimiento entre ambos. Es bueno no dar por
sentado las cosas e intentar relacionarse de nuevo, probar una aproximación
diferente, si es eso lo que se quiere. Las personas somos un misterio muy
difícil de desvelar y lo que le gusta a una, a lo mejor, disgusta a otra.
Parece razonable estar atento a las reacciones y ser bastante flexible, pero
no olvidar cuáles son los límites de cada cual.
Una
interrelación carnal no es un simple contacto de piel con piel, es una
interconexión de dos biografías que se actualizan en el momento situacional
compartido, y una creación narrativa de historias en el tocar, en el contar y
escuchar, en el soñar y confiar, en el creer y querer, en el amar y ser juntos
en el dar y recibir. En ella, las mujeres suelen buscar, además de placer y la
confirmación de su poder erótico en el ser deseadas, el ser valoradas como
personas concretas y reconfortadas emocionalmente. Los hombres aprecian las
emociones de la conquista, la variedad y la novedad sexual en cada encuentro,
además del intenso placer que experimentan en el coito y en la confirmación de
su valía masculina.
Algunos
hombres conciben la interrelación carnal como una función o quehacer, como un
deporte en el que uno se ejercita y se adiestra. Saltan de una experiencia a
otra, de una mujer a otra o de un hombre a otro. Prueban, tantean, son curiosos
en su diversidad, ensayan y miden su hombría por la frecuencia y la variedad
de sus coitos. Parece claro que este planteamiento de las interrelaciones
carnales va en contra de una vinculación emocional fuerte, de una
profundización en el encuentro real con otra persona con rostro singular, de
ir descubriéndola y conociéndola cada vez más, desvistiendo poco a poco su
enigmático misterio existencial contingente. También les ocurre esto a las
mujeres de hoy, pero todavía en menor grado, pues siguen valorando en la
relación la comunicación y la verdadera intimidad con otro, sólo posible en un
contacto continuado y apreciado.
Los hombres
suelen desvincular el placer que experimentan en un encuentro sexual de lo que
sienten por su compañera. Pueden notar un intenso placer aunque estén enfadados
con ella o, incluso, la desprecien. Es una expresión más de su característica
discontinuidad sexual. Así, después del coito o el orgasmo con la mujer,
también si es deseada o querida, tienden a un alejamiento que puede
manifestarse de diversas maneras53. Asimismo, diferencian con mayor
claridad una relación sexual sin más, de una relación afectiva.
Por contra,
las mujeres no suelen disociar el encuentro sexual de lo que sienten por su compañero.
Les cuesta más sentir placer con alguien a quien desprecian o con quien están
enfadadas. Tras los coitos y los orgasmos tienden a mayor proximidad y una
vinculación emocional con él o ella, salvo si no le gusta, se arrepienten de lo
sucedido o tienen dudas al respecto. La característica sexual femenina de la
continuidad se manifiesta en su deseo de permanecer en contacto con su
compañero, en sus brazos tras el orgasmo donde confirma que la desea, que la
quiere y la valora, donde se siente segura de su interés, aunque sea por un
privilegiado momento54.
Tanto para
los hombres como para las mujeres la interrelación carnal es importante. Sin
embargo, el encuentro sexual no es reducible al coito, aunque sea el objetivo
al que se tiende, pues lo “normal” y lo “sano” vigente es una sexualidad de
carácter genital. Un hombre y una mujer pueden disfrutar de múltiples formas y
maneras juntos, todas ellas sexuales, ya que son creaciones de dos sujetos
sexuales en interrelación carnal, sin que necesariamente culminen en un coito,
que, a menudo y para muchos, se reduce a una solitaria masturbación masculina
en la vagina u otro compartimento corpóreo de la mujer en una sostenida
abstracción, lo cual para algunos cuantos hombres y mujeres es lo “normal” y
deseable como objetivo relacional sexual entre ellos.
Parece
evidente que los coitos son importantes, pero no representan la totalidad de
las posibilidades de las interrelaciones carnales. El compartir momentos
divertidos, interesantes, emocionantes o difíciles vincula. Las miradas, las
conversaciones, los sueños comunes, hacer algo juntos, el contacto de piel con
piel, las caricias, los besos, los abrazos forman parte de las interrelaciones
carnales.
El coito se
centra en la erección masculina, la penetración y la eyaculación. Se busca
sobre todo por los hombres, y se valora por ambos sexos. Las posibles
dificultades, ocasionales o continuadas, se mutan en trastornos, disfunciones
e, incluso, enfermedades. Se viven dramáticamente causando al individuo en
relación y a su pareja un gran dolor. Le perturban, confunden e incapacitan en
el encuentro sexual. No parece razonable tanta limitación interrelacional. Si
no redujéramos el encuentro sexual al coito y no relacionáramos la capacidad
erectiva y penetra- tiva con la hombría, lo más probable es que no resultaría
tan penoso para algunos y, quizá, viviríamos más plenamente en relación
carnal.
La cualidad
de la discontinuidad de la sexualidad masculina se codifica en el comportamiento
en forma de sucesivos comienzos y terminaciones de los encuentros sexuales,
vivenciados así con más claridad y subrayados del resto de los acontecimientos
de su día a día. Para el hombre su interrelación carnal es una historia de
subsecuentes experiencias que se impregnan de la ilusión de la novedad, de lo
diverso. Cada vez es una aventura nueva, una inmersión en lo desconocido y
extraño que le sobrecoge. Se entrega en ella hasta donde puede y quiere,
procurando demostrar un rendimiento adecuado.
Para la
mujer, la interrelación carnal es una composición narrativa continua, que puede
interrumpirse o romperse en cualquier momento. Ella no se entrega de una vez,
aunque llegue al coito y al orgasmo con su compañero. Se va abriendo poco a
poco, se va dejando ver y mostrando como es gradualmente; desnuda progresivamente
su universo interior para ese otro que va superando sus pruebas y sus imposiciones.
Deja que acceda a su intimidad más recóndita tras evaluar sus reacciones,
sentimientos, actitudes y comportamiento. Para manifestar libremente su sensualidad
ante la mirada del otro, para abandonarse y perderse en su abrazo debe tener
confianza55. Su entrega es un acto voluntario, lo decide y tiene un
motivo o justificación. Si algo la inquieta o la alarma, si el otro ha
procedido con torpeza o insensibilidad, se retira a su interior y se encierra
en sí misma, aunque siga el ritmo y el desenlace de la interacción carnal.
Puede jadear y gozar en su superficie a pesar de blindarse frente a su compañero
en su profundidad. En el fondo ha dudado de su interés por ella y de lo que
significa o vale para él. Ha perdido la confianza en él y se ha recluido en
ella misma. Además, no suele olvidarlo, pues su interrelación con él es una
composición continuada.
Las mujeres,
en general, no tienen prisa y son más polimórficamente sensuales. Enlentecen el
tiempo en una caricia queda, en una mirada repleta de mensajes, en su silencio
empapado de las sensaciones y emociones que impregnan su piel de color. El
cuerpo-palabra femenino en reacción les susurra un sutil conocimiento del
universo de su compañero, de su estar, de sus sueños y temores.
Sin embargo,
los hombres suelen encauzar sus acciones hacia la consecución del coito. Así,
acarician como un juego excitatorio preliminar para llegar al coito y llevar a
su compañera al orgasmo. Les gusta apreciar las curvas y los relieves de la
mujer, la suavidad de su piel... Les sobrecoge y fascina tocar sus partes más
íntimas, llegar allí donde no transita nadie, ni siquiera ella misma. Gozan
por anticipado con el orgasmo compartido de dos.
Aquellos
hombres que se alejan de un funcionamiento mecánico estereotipado y se entretienen
en ese privilegiado espacio-tiempo de entre dos, se escapan de la rutina,
ensayan, juegan, aprenden y memorizan. Sienten con el sentir de su compañera,
beben su belleza, la saborean y la escuchan. Se cautivan en la contemplación de
su real desnudez, en el descubrimiento de ese algo más que no se da en el resto
de su cotidianeidad, de los cambios en los gestos, los cuales traducen sus
sensaciones y emociones, de las transformaciones en su rostro, de su
inesperado desprendimiento y arrebato. Ella ejerce sobre él el efecto de un
imán que le fascina y le lleva al orgasmo. En teoría, es una experiencia al
alcance de muchos, pero no sucede con la frecuencia que cabría esperar.
Si la
interrelación carnal no es la de entre dos iguales, tiende a generarse una
disimetría de poder que desemboca en un conflicto y lucha por él. Se utiliza la
interrelación carnal para poseer y tener, para controlar y atar, para dominar y
someter. El encuentro sexual se confunde con un instrumento o manifestación de
poder, se transforma en un medio para perpetuar un determinado orden
relacional. A través de la erotización de la subordinación o sumisión femenina
y del dominio masculino se programa inconscientemente a las mujeres y a los
hombres a reproducir una realidad sexual que, sin embargo, podría ser otra. De
esta sutil manera la interrelación carnal queda distorsionada y matizada por
una sostenida abstracción, en la cual los cuerpos-palabra son pantallas
reflectoras de fuerzas de poder, son deshumanizados.
Nuestra
cultura y mitología ofrecen una amplia muestra de relatos que transcriben la
violencia y la crueldad entre los sexos: la masculina, mostrando su fuerza
física y la brutalidad del conquistador que somete una tierra extranjera, que
la penetra y la doblega a pesar de su resistencia; y la femenina,
ridiculizando, despreciando, vengándose en su agresor dañando aquello que más
valora y venera... Estas narraciones se repiten bajo diversas apariencias y
propician su reproducción en el imaginario colectivo y en la existencia real.
La mitología y la realidad se entrelazan en un proceso interactivo mutuamente
reforzador.
Si la
interrelación carnal y algún sexo en concreto se vinculan con la violencia y
la agresión, se favorece que se manifieste de esta manera en la experiencia
vivida, lo cual confirma la premisa de la que se partió. Así, la violencia
entre los sexos, sobre todo la de los hombres sobre las mujeres, sigue siendo
endémica en nuestras sociedades.
Parece que la
mayor independencia de las mujeres de hoy precipita a algunos hombres a una
regresión y violencia desde su desesperada impotencia en un orden nuevo entre
los sexos, en el cual ya no tienen claros privilegios sociales, políticos y
económicos por ser del sexo masculino, en el cual no se encuentran una ubicación
existencial, en el cual su palabra masculina no enmudece a sus compañeras, que
caminan por un sendero vital propio y tienen su individual voz y cosas que
decir. Otros, por contra, aprecian y valoran esta nueva realidad de los sexos,
más rica y digna.
Para las
mujeres, en la interrelación carnal se produce una tensión entre el placer y el
peligro, la cual se va resolviendo poco a poco y, a veces, reaparece cuando
entra en una crisis o atraviesa dificultades. El asumir su capacidad de
cuidarse y defenderse frente a lo externo y los otros es fundamental para
realizarla, para su
libertad en el ser. Y
la capacidad de autocuidado se entrelaza con la responsabilidad personal, de
respeto y amor a uno mismo. Cuando sabemos cuidarnos podemos aprender a cuidar
a los demás y la relación que se establece con ellos. El cuidarse es tarea de
cada uno de nosotros, seamos del sexo que seamos.
En cuanto al
cuidado de la relación, los dos sexos la realizan a su manera particular. Cada
uno lo manifiesta en la forma que sabe y ofrece al otro aquello que puede y lo
que aprecia. Así, los hombres suelen proteger a su compañera, proporcionarle
una cierta comodidad y seguridad, hacerle presentes que muestren que la
quieren y valoran, y satisfacerla sexualmente, equiparándolo a coitos y
orgasmos. Las mujeres suelen cuidar la relación cuidando, sobre todo, a su
compañero. Lo hacen de un modo global, vigilando su salud, ocupándose de su
bienestar, atendiendo lo que come, lo que viste, sus hábitos y costumbres, sus
humores y emociones. Intuyen su estado de ánimo y lo que le preocupa, le
sostienen cuando se tambalea, le ayudan en lo que le interesa, le ofrecen sexo,
incluso cuando no les apetece mucho y se comunican íntimamente con él, salvo si
se sienten rechazadas o si a su compañero le disgusta tal unión. Los hombres
suelen encontrar esta intimidad sólo con sus parejas o amigas muy especiales,
mientras las mujeres también la obtienen con sus mejores amigas.
Ambos sexos
creen que los encuentros sexuales son muy importantes en una relación y que si
no son satisfactorios, ésta peligra. Quizá, la diferencia entre ellos radica en
que mientras que los hombres parece que arreglan la falta de comunicación, los
rencores o las disputas con coitos, para las mujeres no es suficiente ni eficaz.
Tras un buen orgasmo los hombres tienden a empezar de nuevo y las mujeres
siguen la continuidad narrativa de la composición.
Para los
hombres, la proximidad emocional con su compañera, además de la proximidad
carnal de los encuentros sexuales con ella, se expresa en hacer cosas juntos.
Para las mujeres, la proximidad emocional, además de la carnal, se evidencia en
la comunicación íntima, en con- versar de tú a tú, aunque también les gusta
hacer cosas juntos.
Por supuesto
que el placer sentido entre dos aproxima, vincula y compromete a ambos en su
interrelación carnal. Pero no está de más recordar que la continuidad de la
relación radica en un continuo reencontrarse. No es bueno darlo todo por
sentado y, quizá, si se desea seguir con ese otro no es conveniente despreciar
la posibilidad de relacionarse de una manera nueva, como si fuese un comienzo
esperanzador que refuerza una mejora, un deseado amanecer que ofrece el acceso
a otro día lleno de posibilidades existenciales, de oportunidades para
viven-ciar y sentir con mayor plenitud.
Es evidente
que comunicamos a otro mucho más de lo dicho con palabras e, incluso, revelado
en gestos. Que lo explícito tiene su implícito correlativo o no a lo
expresado. Los hombres tienden a abusar de lo implícito, de aquello que se
supone que se siente y se pretende. Dan por hecho que las mujeres interpretan
lo supuestamente evidente por las apariencias. Sin embargo, las mujeres
tienden a dudar de lo implícito, pues consideran que lo aparente puede tener
múltiples explicaciones. Dudan, por tanto de lo implícito y también de lo
explícito, dudan continuamente. ¿Le gusto? ¿Me ama? ¿Me quiere? ¿Seguirá
deseándome? ¿Y si...? Por eso necesitan frecuentes muestras del interés y amor
de su compañero, mil detalles que diluyan sus miedos y les susurren que son
valoradas, comprendidas, queridas56.
Al hombre le
sorprende esta ininterrumpida necesidad de su compañera de demostraciones de
sus sentimientos por ella. Le molesta, le irrita y no lo entiende, ni la
importancia que tienen. Las mujeres esperan su comprensión y al no obtenerla,
se sienten rechazadas, frustradas en su erotismo, se encierran en sí mismas.
Siguen pensando que si su compañero les amase entendería lo que quieren y
necesitan. El decirlo, explicarlo o pedirlo despoja a lo anhelado de la mágica
espontaneidad y lo convierte en una tarea o una obligación. El resultado no les
genera las mismas vivencias y emociones, no las convence. Las mujeres se
aíslan, los hombres
se irritan y se
enfadan, progresivamente se distancian en su última cotidianeidad, dejan de
pensarse como dos unidos57.
El cuidado de
la relación es un continuo reencontrarse en ese discurso dialéctico entre el
continuo femenino y el discontinuo masculino. A menudo, requiere entusiasmo y
esperanza, confiar en la propia capacidad de cambiar lo que no gusta y confiar
en otro. El cuidado de la relación se sostiene en el interés y el compromiso
existencial de dos. En que apuestan por ellos a pesar de las dificultades y
sinsabores porque les gusta y quieren seguir juntos. Las propuestas alterna
tivas son cosa de dos, ambos componen su narración y se crean al hacerlo. El
cuidado de la relación se fundamenta en el cuidado de cada cual por uno mismo
y por el otro. Es bueno conocer los límites y las limitaciones de cada uno, no
empeñarse en culparse o culpar a otro, y comprender, aceptar y aprender para
no repetir aquello que no gusta o se rechaza58. Y sobre todo, no
dar por sentado lo que está en un proceso de ser, constantemente cambiante y
modificable, de su creación; hablar, escuchar, tocar, acariciar y comunicar lo
que uno es en toda su espléndida vulnerabilidad carnal humana.
Notas al texto
1 «Dadas las
estructuras y las vivencias del sujeto sexuado está claro que cada uno de los
dos sexos se configura biográficamente en referencia al otro y sólo en esa
referencia es posible su propia e individual explicación.» Amezúa, Efigenio:
“Teoría de los sexos”, Revista Española de Sexología 95-96, Madrid,
(1999).
2 Badinter,
Elizabeth: XY.
La identidad masculina, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 25.
3 «La puesta en
cuestión de certezas íntimas siempre es larga y dolorosa. Pero esa tarea de
deconstrucción no surge nunca al azar. Sólo es posible cuando el modelo
dominante ha demostrado sus límites. Tal es el caso del modelo masculino
tradicional, desfasado en relación a la evolución de las mujeres y fuente de
una verdadera mutilación de la que los hombres empiezan a tomar consciencia.»
Badinter, Elizabeth: opus cit, p. 14.
4 «Debido a que
el tema de la sexualidad se halla rodeado por un halo de vergüenza, misterio y
silencio, cualquier fracaso surgido en el proceso de adecuación al estereotipo
sexual origina en el individuo –sobre todo si éste es un niño– una abrumadora
sensación de culpa, vacuidad y confusión.» Millett, Kate: Política
sexual,
Ed. Cátedra, Madrid, 1995, p. 407.
5 Violi, Patrizia:
El
infinito singular, Ed. Cátedra, Madrid, 1991, p. 156.
6 «Porque lo
masculino sigue siendo “lo humano universal”, el patrón de referencia, hay
muchas mujeres mandos intermedios, periodistas, profesoras de las que se
espera que se transformen en ogros o marimachos para ser tomadas en serio.»
Bruckner, Pascal: La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona,
1999, p. 156.
7 «Según el
estereotipo de los roles adjudicado al género masculino, el “éxito” del hombre
está esencialmente vinculado al éxito profesional y económico. Sólo unos
ingresos seguros le posibilitan cumplir con el ideal masculino del “buen
sustentador” y del “marido y padre de familia protector”.» Beck, Ulrich y BeckGersheim,
Elisabeth: El
normal caos del amor, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 44.
8 «Cuanto más
arraigada se encuentre la identidad masculina en el ideal del guerrero, más
degradará la sociedad a las mujeres estableciendo la relación entre los sexos
en términos bélicos. El guerrero, ya sea primitivo o sofisticado, verá a la
mujer como un ser inferior destinado a ser conquistado, violado, dominado.»
Keen, Sam: La
vida apasionada, Ed. Gaia, Madrid, 1995, p. 117.
9 «Las mujeres,
por lo común, llevan sobre sus espaldas la carga de cuidar la faceta emocional
de la relación, mientras que los hombres consideran la intimidad no física como
uno de los aspectos menos importantes de sus vidas.» Masters, William H.,
Johnson, Virginia E., Kolodny, Robert C.: Eros, Ed.
Grijalbo, Barcelona, 1996, p. 30. A su vez, L. Irigaray opina: «Por otra parte,
a la relación de a dos, muy presente en el universo femenino, el hombre
prefiere una relación entre lo uno y lo múltiple, entre el yo o el él, sujeto
masculino, y los otros: las personas, la sociedad, considerados como ellos y no como tú.» Irigaray,
Luce: Ser
Dos,
Ed. Paidós, Buenos Aires, 1998, p. 27.
10 «Si bien es
verdad que el enfrentamiento entre lo sensible y lo inteligible, entre
sentimientos y razón puede afectar también a los hombres, lo cierto es que
hombres y mujeres no se sitúan del mismo modo ante estos términos y lo que para
los unos significa, como máximo, una cuestión sobre su propio “componente
femenino”, para las otras, en cambio, compromete la existencia misma del propio
ser, que coincide con el propio ser mujer.» Violi, Patrizia: opus cit, pp. 153-54.
11 «Las amistades
de los hombres siguen basándose en actividades compartidas, mientras que las
amistades de las mujeres son más íntimas e intensas y tienden a centrarse en la
conversación y el apoyo mutuo.» Sáez Sesma, Silberio: “Los caracteres sexuales
terciarios”, Revista
Española de Sexología 117-118, Madrid, (2003), p. 147.
12 «Una
inhibición excesiva conduce al odio de aquello que se ha inhibido, proyectado
hacia el exterior y objetivado en la persona de la mujer cuando se es
misógino.» Badinter, Elizabeth: opus cit, p. 152.
13 Andreas-Salomé,
Lou: El
erotismo,
Ed. José J. de Olañeta, Barcelona, 2003, p. 32.
14 «Las mujeres
en su voluntad de redefinirse, han obligado al hombre a hacer otro tanto.»
Badinter, Elizabeth: opus cit, p. 14.
15 «No
subestimemos los sufrimientos y los fracasos que suscitan desde hace medio
siglo la lenta desintegración del sistema patriarcal, la subsiguiente crisis de
la masculinidad y el doloroso aprendizaje, para las mujeres, de toda su
reciente y frágil libertad. No obstante, resulta apasionante vivir este momento
de vacilación de las identidades sexuales.» Bruckner, Pascal: opus cit (1999), p.
190.
16 «Las
situaciones individuales son las derivaciones y las apariencias del destino
general, y es el último el que contiene la clave para el destino de lo
individual; la represión general conforma y universaliza inclusive sus rasgos
más personales.» Marcuse, Herbert: Eros y civilización, Ed. Sarpe,
Madrid, 1983, p. 227.
17 «Empezamos a
tener esperanza en la curación cuando comprendemos qué nos ha enfermado.» Keen,
Sam: Amar
y ser amado,
Ed. Urano, Barcelona, 1998, p. 36.
18 «Creamos una
ilusión, y después nos enfadamos con la otra persona cuando la realidad no
encaja en la fantasía que ella nunca pretendió ser.» Branden, Nathaniel: Cómo llegar a
ser autorresponsable, Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 133.
19 «Empecé a
comprender que los hombres tenían una especie de espasmos de ego, ¿sabes? Y que
a continuación llegan las recaídas. Y que las mujeres mantienen constantemente
una especie de relación médica y cuidadora de los hombres. Empecé a comprender
que las mujeres heterosexuales de más éxito que conocía estaban en realidad
atendiéndoles.» Paglia, Camille: Vamps & Tramps, Ed. Valdemar, 2001,
p. 379.
20 Fromm, Erich: La condición
humana actual,
Paidós, Barcelona, 1991, p. 30.
21 «Ambos sexos
incurren finalmente en el torbellino de la política de prestigio, representando
un papel a la altura del cual no están nunca ni uno ni otro, con el único
resultado de complicar la sencillez de su vida, de privarles de la lozanía y
espontaneidad de sus relaciones y de saturarles de prejuicios, ante los cuales
se desvanece toda perspectiva de felicidad.» Adler, Alfred: Conocimiento
del hombre,
Colección Austral, Madrid, 1984, p. 126.
22 «La cultura
masculina es una cultura represora y reprimida, porque convierte la
abstracción, el éxito frente a lo opuesto, en la condición para la curiosidad
vital y amorosa de hombres y mujeres.» Beck, Ulrich y Beck-Gersheim, Elisabeth:
opus
cit,
p. 213.
23 «Si el arma
principal del hombre contra la mujer es el poder físico y social que tiene
sobre ella, entonces la principal arma femenina es su posibilidad de ponerlo en
ridículo. La manera más radical de ridiculizarlo es hacerlo impotente.» Fromm,
Erich: opus
cit,
p. 32.
24 «No es el odio
del varón hacia la mujer, sino el miedo del varón hacia la
mujer la gran constante universal.» Paglia, Camille: opus cit, p. 149.
25 «El hombre que
crea que se puede ser o bien un hombre, todo hombre, o bien una mujer y nada más que una mujer,
está condenado a la lucha interna y al eterno alejamiento de las mujeres. Si
puede hacer las paces con su faceta femenina, podrá hacerlas con las mujeres,
llegar a comprenderlas mejor, ser menos ambivalente con ellas e incluso
admirarlas más.» Y prosigue: «El proceso puede iniciarse al revés, es decir, la
aceptación de X en el mundo exterior, puede ayudarnos a aceptar el propio X
interno.» Maslow, Abraham: La personalidad creadora, Kairós, Barcelona,
1994, pp. 196 y 197.
26 Fromm, Erich: El arte de
amar,
Paidós, Barcelona, 1994.
27 «Los hombres
vivirían juntos mucho mejor si fuese mayor su conocimiento del hombre, porque
desaparecerían ciertas formas perturbadoras de la vida en común, que únicamente
son ahora posibles por no conocernos, estando así expuestos al peligro de
dejarnos engañar por cosas externas e incurrir en desfiguraciones y disimulos
de otros.» Adler, Alfred. opus cit, p. 12.
28 «Es sabido que
las relaciones de los sexos se convierten con frecuencia en una lucha entre
poderes más que en un encuentro de fragilidades mutuas. Las exploraciones de
los caminos que conducen a las satisfacciones pasan más por el descubrimiento
de esas recíprocas fragilidades que por la demostración de pretendidas proezas
de las que uno u otro son capaces. Se ha tratado el placer como algo que se
consigue en lugar de como el cemento con el que se construye un ars amandi.» Amezúa,
Efigenio: “El ars
amandi de
los sexos”, Revista
Española de Sexología 99-100, Madrid, (2000), pp. 82-83.
29 Watzlawick,
Paul: Cambio, Ed. Herder,
Barcelona, 1995, p. 35.
30 «En
determinadas circunstancias, pueden surgir problemas como mero resultado de un
intento equivocado de cambiar una dificultad existente y esta clase de
formación de problemas puede surgir en cualquier aspecto del funcionamiento
humano individual, dual, familiar, sociopolítico, etc...» Watzlawick, Paul. opus cit, p. 56.
31 «Si pudiéramos
permanecer sobre la cima de nuestra pequeña montaña individual contemplando el
paisaje y ser conscientes, al mismo tiempo, de que los demás están en otras
montañas y contemplan paisajes diferentes, podríamos comprender que sólo
accederemos plenamente a la riqueza de la vida cuando aprendamos a compartir
estas realidades diferentes y sepamos reconocer la importancia de los valores
ajenos. Pero, obviamente, esto resultará imposible mientras sigamos
desdeñando, menospreciando y temiendo nuestra propia “inferioridad” interna.»
Greene, Liz en: Frager, Robert (ed.): ¿Quién soy yo?, Ed. Kairós,
Barcelona, 1999, p. 311.
32 «La
victimización es un callejón sin salida.» Paglia, Camille: opus cit (2001), p. 94.
33 «En pocas
palabras, el camino no está trazado de antemano; eso es lo que ha cambiado y
eso es mucho. Las mujeres no tienen ninguna necesidad de renunciar a su
feminidad puesto que por el contrario son libres de inventar nuevas maneras de
ser mujeres (incluso asumiendo los papeles del pasado, llegado el caso). Por muy
estrecho que sea el margen de innovación y fuertes los condicionantes
históricos, ahora es posible una pluralidad de destinos dentro de la antigua
polaridad.»
Bruckner, Pascal: opus cit, p. 169.
34 «Eres un
centro autónomo de libertad, poder y deseo sobre el que no poseo control
alguno, y esto significa que sólo puedo entablar una relación contigo de
persona libre a persona libre.» Keen, Sam: Amar y ser amado, Ed. Urano,
Barcelona, 1998, p. 189.
35 Arnaiz
Kompanietz, Anna: “Sobre el hecho sexual humano. La construcción sexual de la
realidad”, Revista
Española de Sexología 111-112, Madrid, (2002).
36 «La
erotización de la supremacía masculina permite que la desigualdad se
experimente como sexo.» Eisler, Riane: Placer sagrado. Vol
2: Nuevos Caminos hacia el Empoderamiento y el Amor, Cuatro Vientos
Editorial, Santiago de Chile, 1998, p. 108.
37 «La palabra
“sexualidad” aparece en Kierkegaard a partir de 1843. Se encontraba ya en
Fourier, pero por aquel entonces es tan nueva como la energía nuclear hacia
1939.» de Rougemont, Denis: Los mitos del amor, Ed. Kairós,
Barcelona, 1999, p. 19.
38 «Havelock
Ellis decía en sus trabajos que las mujeres poseen un extraordinario erotismo
cutáneo.» Alberoni, Francesco: El erotismo, Ed. Gedisa,
Barcelona, 1998, p. 10.
39 «Por regla
general, la hembra humana es una criatura epidérmica. Su principal zona erógena
es el cuerpo entero. Desea que se la toque por todas partes antes que cualquier
cosa. No está tan centrada en los genitales como el macho. Y por encima de
todo, no tiene prisa.» Keen, Sam: Amar y ser amado, Ed. Urano,
Barcelona, 1998, p. 51.
40 Alberoni,
Francesco: El
origen de los sueños, Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 116-117.
41 «Existe una
estrecha vinculación entre el erotismo táctil, muscular, entre la capacidad de
sentir los olores, los perfumes, los sonidos y el placer de ser deseada de un modo
continuo, amada de un modo continuo. El tacto significa cercanía, lo mismo el
olor.» Alberoni, Francesco: opus cit (1998), p. 28.
42 «La
competencia sexual es una parte –algunos dirían que la central– de la
masculinidad contemporánea. Un hombre impotente siente siempre que está
amenazada su masculinidad y no simplemente su sexualidad.» Tiefer, Leonore: El sexo no es
un acto natural y otros ensayos, Talasa Ediciones, Madrid, 1996, p. 230.
43 «El varón
siente un violentísimo placer sexual, genital, incluso con una mujer por la que
no tiene ningún interés afectivo. O a la que, sin más, desprecia. Tanto es
verdad que incluso hoy, después de la revolución sexual, por la que es fácil
mantener relaciones con el otro sexo, los hombres siguen dirigiéndose, como antes,
a las prostitutas.» Alberoni, Francesco: opus cit (2000), p.
116.
44 Alberoni,
Francesco: opus
cit (1998),
p. 26.
45 Bruckner,
Pascal y Finkielkraut, Alain: El nuevo desorden amoroso, Ed.
Anagrama, Barcelona, 1989, p. 238.
46 Landa,
Joserra: “Homos y heteros”, Revista Española de Sexología 97-98, Madrid,
(2000), p. 190.
47 «Sabemos y
constatamos que se desean hijos entre los amantes y no de cualquiera. Son hijos
que se hacen como se realiza un proyecto. Y son fruto de historias entre
amantes. Ésta ha sido la gran transformación: que los hijos no son ya productos
de la esposa o de la madre sino hijos de los amantes. Podemos decir más: el
deseo de hijos pasa por la erótica. La vida y la historia son productos de ars amandi.» Amezúa,
Efigenio: “Educación de los sexos”, Revista Española de Sexología 107-108,
Madrid, (2001), p. 181.
48 «Por intensa
que sea la fuerza que haya adquirido la cultura igualitaria, no ha logrado
asemejar las exigencias amorosas de ambos sexos.» Lipovetsky, Gilles: La tercera mujer, Ed.
Anagrama, Barcelona, 1999.
49 Tiefer,
Leonore: opus
cit (1996),
p. 109.
50 Amezúa,
Efigenio: “Sexología: Cuestiones de fondo y forma. La otra cara del sexo”, Revista
Española de Sexología, 49-50 Madrid, (1991), p. 223.
51 «Los hombres
se sienten atormentados por las coqueterías de las mujeres y por sus titubeos y
volubilidad, sus manipulaciones y su inconsistencia, sus humillantes rechazos.
El calentamiento de pollas es una realidad universal. Los hombres son capaces
de hacer cualquier cosa para obtener el favor de las mujeres. Las mujeres
literalmente prueban a los hombres en la cama y fuera de ella.» Paglia,
Camille: opus
cit (2001),
p. 91.
52 Alberoni,
Francesco: El
erotismo.
opus
cit (1998),
p. 139.
53 «En los
hombres, en general, después del acto sexual decae el interés por la mujer. Es
un fenómeno que tiene muchos grados, muchos matices. Apenas si se nota en el
hombre enamorado que estrecha fuerte entre sus brazos a la amada, como si no se
quisiera separar nunca de ella. Llega al máximo en la relación con la
prostituta porque en este caso el deseo desaparece de inmediato y el hombre
querría estar de nuevo vestido, fuera de la habituación, fuera del hotel,
alejado.» Alberoni, Francesco: opus cit (1998), p. 23.
54 «El deseo de
la mujer de permanecer junto al hombre después de su orgasmo (o sus orgasmos)
es mucho más intenso cuando la mujer está enamorada. Pero siempre existe, con
la condición de que el hombre le guste. Porque el orgasmo de la mujer es más
prolongado pero, sobre todo, porque siente la necesidad de ser deseada, de
gustar de manera continuada, duradera. Puesto que el deseo, el placer se manifiesta
en la mujer como una continuidad, la interrupción sólo puede significar
desinterés, rechazo.» Alberoni, Francesco: l. c., p. 24.
55 Alberoni,
Francesco: opus
cit (1998),
p. 139.
56 «El deseo de
continuidad de la mujer se manifiesta de muchas maneras. La mujer aprecia los
actos que significan la continuidad del interés. Una llamada telefónica, un
cumplido, flores. En general, la mujer ama la conversación amorosa, las
caricias, los abrazos. Interrumpir y volver a empezar. Va siempre en busca del
entendimiento amoroso, íntimo, sereno, dulce, del idilio. No sólo de cuando en
cuando, en los intervalos
robados a
otras actividades, sino durante larguísimos periodos, como en una eterna luna
de miel.» Alberoni, Francesco: opus cit (1998), pp. 38-39.
57 «El hombre
sólo se encontrará afectivamente con la mujer que convive, en la medida en que
sea capaz de abandonar (aunque sea de manera esporádica) la expresión afectiva
implícita y trastocarla en expresión afectiva explícita. Sin que esto suponga
el abandono o la renuncia a una tendencia “general” de expresividad implícita
afectiva. Sáez Sesma, Silberio: opus cit (2003), p. 165. Y
prosigue: «Del mismo modo, la mujer sólo se encontrará afectivamente con el
hombre que convive, en la medida en que sea capaz de interpretar el modelo
masculino. La ausencia de gestos y verbalizaciones explícitas y claras en lo
afectivo: no deberían ser interpretadas (de manera automática al menos) como
una incapacidad de expresión afectiva; menos aún, en casos extremos, como la
sospecha de la inexistencia de esos sentimientos (sobre todo hacia ella). Habrá
que saber leer lo implícito.» p. 166.
58 «La mayoría de
las mujeres tienen un guión listo para culparse por los abandonos que sufren.
Deberían haber llamado, no deberían haber llamado, deberían haberse acostado
con él, no deberían haberse acostado con él, deberían haber dicho, no deberían
haber dicho esto o aquello. Ocurra lo que ocurra, parece que han cometido un
error fatal.» Gilligan, Carol: El nacimiento del placer, Ed. Paidós,
Barcelona, 2003, p. 162.
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Barcelona. Kairós.
Manuel Lanas
Lecuona
Médico. Psicólogo. Dr. en
Filosofía. Práctica privada. Correo electrónico: m.lanas@terra.es
La presente exposición aporta
una reflexión particular acerca de la violencia adjetivada como sexual o como
de género. Su título es tan elocuente como su objetivo: establecer la
legitimidad de un concepto original de violencia sexual desde la propia
Sexología. Muestra cómo dicha legitimidad descansa en una perspectiva
específica: la condición sexual de la violencia radica, no ya en las conductas
señaladas como violentas, sino en las experiencias de pérdida de significación
sexual por parte de quienes se implican en el hecho llamado, sólo a veces,
violento. En este sentido, los resultados expuestos son convincentes: la
filosofía de la relación mente-cuerpo avala esa tesis ya fructífera en nuestra
práctica terapéutica, y así la Sexología consolida su discurso frente al que
se propone desde las ciencias sociales y, lamentablemente también, desde las
ciencias llamadas de la salud. Con una apuesta decidida por el uso del lenguaje
común, el presente texto proporciona algunas pistas para avanzar constructivamente
en Sexología.
Palabras clave: violencia, sexo,
violencia sexual, experiencia de significación sexual.
THE SEXUAL NATURE OF VIOLENCE:
A CONCEPTUAL APPROACH FROM SEXOLOGY
This paper provides a special reflection on tbe so-named sexual or gender
violence. Its title is as eloquent as its objective, i.e. to establisb tbe
legitimacy of a sexual violence concept tbrougb Sexology itself. It will be
sbown bow sucb legitimacy rests on a specific view: ratber tban in socalled
violent bebavioural babits, tbe sexual nature of violence lies in loss of
sexual significance experiences tbose involved in actions regarded as violent
go tbrougb. In tbat respect, tbe findings are convicing: tbe pbilosopby of
mind-body relationsbip supports tbe above tbesis tbat is already productive in
our tberapeutic practice. So, Sexology consolidates its discourse against tbe
one proposed by tbe social science spberes and also, regretfully, by tbe
so-called bealtb sciences. Intentionally using plain language, tbis document
gives some clues towards making constructive progress in Sexology.
Keywords:
Sex, violence, sexual violence, loss of sexual significance experience.
PRESENTACIÓN
Los sexólogos, buena parte de los profesionales de la
Sexología de este país, han mostrado, inequívocamente, su renuencia a tratar
el tema de la violencia. No hace mucho, se tendía a pensar entre nosotros que
la violencia no tenía nada que ver ni con el objeto ni con los objetivos
practicables de nuestra disciplina.
Pero las cosas han cambiado. La violencia se ha convertido en un tema de moda
en la calle. Los medios de comunicación se ceban en él. Al final, la violencia
se ha constituido en un terreno poco exigente pero que fructifica en el currículum de los
profesores de universidad.
Esta última
es la violencia de la que nos vamos a ocupar a partir de este momento. De la,
algunas veces, denominada “violencia sexual”. De la violencia que ahora, los
más, pretenden “de género”. Evitando, en lo posible, esta preciosista ilusión
de alternativas que pronto tendrá aroma de refrito histórico.
Entonces, no
cuestionaré la realidad de las prácticas de violencia. Tampoco negaré el hecho
de que esas prácticas afectan, a veces, a nuestra vida sexual. Voy a tratar de
dar una respuesta a quienes consideran inaceptable el calificativo “sexual “
para cierta clase de violencia.
No son pocos
los sexólogos de habla castellana que ven con desagrado el uso de distintos
conceptos de violencia de género. Aunque pienso que, detrás de nuestra rigidez
crítica, tenemos la firme convicción de que el vocablo “género” es un arma
arrojadiza de trayectoria inquietante.
Desde su
contribución tradicional como rasgo gramatical, el género ha pasado a constituirse
en lo que el feminismo militante define a veces como “un concepto
sociológico”, concepto de tan asombrosa plasticidad que incluye hasta lo que se
quiere decir con la palabra “sexo”.
En esta
exposición no voy a exhibir argumentos para desaprobar el ascenso del género
como elemento constructivo. No continuaré más con una crítica, que lo es a la
defensa patrimonial del uso histórico de un término. Lastimosa defensa en lo
que parece una escalada simétrica de intereses.
Proporcionaré
algunas pistas acerca de lo que de sexual se pueda reconocer en las formas o en
las prácticas de la violencia. Por el momento, carece de interés que la
violencia de género obtenga réditos académicos como concepto corrector de un
hecho diferencial socialmente señalado.
La Sexología
es la ciencia que estudia la vida sexual de las especies. Lo señalado como
sexual es lo que capta la atención de los sexólogos. Dentro de la disciplina,
conviene asumir que todo intento de reparación de las diferencias sociales
según qué sexo se tropieza con una mitología de la diferenciación entre los
sexos.
ENTRE
HABLANTES
En primer
lugar, y como sucediera ya en otras exposiciones, no tengo más remedio que
acogerme al conocido ritual. Me veo, nos vemos, en la necesidad de romper una
lanza por el manejo que hagamos del lenguaje común. La violencia está anclada
conceptualmente en el pueblo llano.
La violencia
pertenece, pues, al habla. También el sexo pertenece al habla. No se puede
asegurar desde cuándo, pero la connotación sexual de determinadas formas de
violencia está en el habla. Como también se reconoce en el habla la violencia
entre los sexos.
Paralelamente,
las científicos y profesionales embarcados en cualquier proyecto sexológico
no tenemos más remedio que asumir la carencia histórica compartida de un
lenguaje científico libre de contaminaciones, llámense subjetivas, llámense
éticas o como se prefiera. La pureza como anhelada y, acaso, indeseable
quimera.
El lenguaje
de las ciencias humanas y sociales consiste básicamente en el mismo lenguaje
común, tamizado por el filtro de una cultura universitaria. Es una materia
exploratoria de herramientas teóricas o constructos que, como se sabe, sirven
para comprender, antes que para explicar, determinados hechos.
No tenemos
otra salida: los sexólogos estamos abocados, lo mismo en el ejercicio profesional
que en nuestra elaboración discursiva, al empleo del lenguaje común. El cultivo
de este lenguaje, su perfeccionamiento o mejora, se convierte en tarea
indispensable para el desarrollo de nuestra disciplina.
Desde nuestra
ciencia, estamos legitimados para hablar de la violencia sexual, de la violencia
entre sexos, o de la violencia inter-sexual, si se prefiere. Y en esta
exposición, me serviré de términos y conceptos coloquiales para consignar un
perfil sexológico de los hechos sexualmente violentos.
CON LA
ACADEMIA
Se sabe,
pues, que “violencia” es una palabra habitual en nuestras conversaciones. Pero
el lenguaje común nos hace saber también que violencia es un término muy fácil
de asociar con otros no menos comunes de nuestro vocabulario. Las ciencias
humanas y sociales nos muestran que no pueden prescindir de su uso diverso.
Están los
términos y, con ellos, los conceptos. ¿Qué es lo que viene a designar la
violencia? El Diccionario de la R.A.E. indica que violencia (del lat. violentia) es la
“cualidad de violento”; la “Acción y efecto de violentar o violentarse”. Una
acción “contra el natural modo de proceder.”
Hay una
cuarta acepción académica de este término que, sin duda, suscitará el interés
de los sexólogos: la “Acción de violar a una mujer”. Acepción que habría que
emparentar con aquélla otra del término “violentar”, que nos remite a la
persona a quien se trata de “Vencer su repugnancia a hacer algo”.
Por otro
lado, el sexo
(del
lat. sexus) es definido
por la Academia, en una primera acepción, relativa a la biología, como la
“Condición que distingue al macho de la hembra, en los animales y las
plantas.” Además, las restantes acepciones del sexo persisten en metáforas
orgánicas o acaso organicistas.
Complementariamente
a lo expuesto, en lo referente al adjetivo “sexuado/a”, la Academia alude a la
condición biológica del desarrollo adecuado de los órganos sexuales, para
poder funcionar, en esos mismos animales y plantas. Mientras que el adjetivo
“sexual” designa lo “Perteneciente o relativo al sexo.”
Abundando más
en el tema, se puede comprobar cómo la Academia, incluso al definir la sexualidad, vuelve a
echar mano de la condición biológica de los seres: “Conjunto de condiciones
anatómicas y fisiológicas que caracterizan a cada sexo.” En resumen, es
posible señalar el referente de la palabra “sexo”.
ENTRE
NOSOTROS
Más allá de
los términos básicos, nos encontramos con otros términos, con otros conceptos
bien asentados, lo mismo en el habla que en una amplia diversidad de discursos
científicos y profesionales. Parece arriesgado incluir distintas formas de
violencia, o las distintas formas de nombrarla, bajo un único epígrafe.
Esto es lo
que, por lo general, tendemos a pensar los sexólogos. De hecho, en nuestra
bibliografía reciente, Martínez Sola (2003) se ha preguntado acerca del qué de la
violencia: o sea, de qué violencia se habla, cuando –supongo que esto es lo que
a mí me toca decir– se habla como sexólogo.
No pasaré a
enumerar las expresiones dadas como respuesta. Me atendré sólo a una de ellas: violencia
sexual,
que es la que en este momento más directamente nos concierne. Sin embargo,
esta expresión suscita una nueva pregunta: “¿qué hechos o comportamientos
merecen el adjetivo sexual?”
No es
preciso, en este momento, continuar con las respuestas tentativas de nuestra
autora. Lo que me importa destacar aquí es, precisamente, el objeto que llama
la atención de los sexólogos, aunque también la de los profesionales o
científicos implicados en los hechos designados como sexualmente violentos.
La respuesta,
incisivamente interesada por mi parte, y que nuestra autora tampoco podría
eludir es: los hechos como comportamientos. Y es que quienes intervienen sobre
la vida sexual humana, científicamente respaldados, rara vez afrontan una topografía
para la violencia llamada sexual que no sea la de las conductas:
“agresiones,
agresiones sexuales, malos tratos físicos, maltrato psicológico, violación,
acoso sexual, acoso sexual en el trabajo, abuso sexual, prostitución,
prostitución forzada, pornografía, infanticidio femenino, matrimonios
forzados, mutilación genital femenina, selección prenatal del sexo, tráfico de
mujeres y niñas, explotación sexual, comercio sexual, objetualización sexual,
y/o, asesinato” (Martínez Sola, 2003: 41).
No resulta
extraño que los sexólogos, apremiados por la exigencia histórica de la explicación
de ciertos hechos llamados sexuales o de género, nos las tengamos que ver con
el nombramiento y la concepción de distintas categorías de violencia o de
hechos violentos.
El
nombramiento de conductas y comportamientos parece la respuesta adecuada a los
interrogantes que habitualmente se nos formulan. Y podríamos asegurar que es
así como más cómodamente se llegará a tratar con los científicos sociales. Pese
a todo, tengamos en cuenta el carácter, también histórico, de nuestro
discurso.
Sin caer en
la simple y elemental divagación, aseguraré nuevamente que el objeto de estudio
de la Sexología es la experiencia sexual humana, y que el relato de esta misma
experiencia constituye lo que nombramos como sexualidad. La sexualidad remite a
la experiencia, a la vivencia humana, sexualmente adjetivada.
FRENTE A LOS
SOCIÓLOGOS DE LA SEXUALIDAD
Pero no
estamos solos –tampoco lo estuvimos antes– en el jardín del Edén. En no pocas
ocasiones, tenemos la oportunidad de comprobar que el nombre de nuestro objeto
de estudio tradicional goza de un alma viajera inasequible al desaliento: se
pasea ya por parajes muy alejados de la psicología de la función.
El empuje de
las ciencias sociales va dejando profundas huellas. Hoy en día, podemos hablar
de una “sociología de la sexualidad”. Una sociología, heterogénea en su origen,
que ha emprendido la tarea de definir la sexualidad humana, llegando a
considerarla, explícitamente, como un objeto de estudio
sociológico:
“La
sexualidad es el cruce de la naturaleza con la estructura social. La sexualidad
es un producto social. La expresión sexualidad humana es redundante ya que no
es presocial ni está determinada por imperativos biológicos sino que responde a
condicionamientos sociales.” (Guasch y Osborne, 2003: 1)
Las frases se
entienden sin dificultad. Lo que la sociología de la sexualidad advierte es que
“Para entender la centralidad de las variables sociales sobre sexualidad es
preciso analizar de qué modo las sociedades gestionan el deseo.” (Guasch y
Osborne, (2003: 2).
Carecemos de
tiempo para acometer aquí una crítica, que acaso resultara excesiva, ante el
uso inapropiado de ciertos términos de sobra expuestos y asentados entre los
sexólogos de hoy en día. Se ve que esta sociología especializada maneja con
demasiada urgencia presupuestos que irá revisando.
Me refiero a
los desvaríos, impropios del científico avanzado, cuando se repite que hasta
el mismo sexo “es una actividad social”. Sin embargo, a pesar de todo, más allá
del negligente uso de las palabras, aún es posible interpretar con ellas la
frase que renueva el potente concepto durkheimiano del hecho social.
Damos
noticia, pues, de la naturaleza del discurso social acerca de la sexualidad
humana y, en pura lógica, acerca de las vicisitudes de la misma. Si bien las
ciencias sociales se dirigen al espacio social, no deben dejar de afrontar el
envite de definir lo que de los hechos sociales concierne a la experiencia
humana.
Y es ahí,
precisamente, en la experiencia del sujeto humano, donde los sexólogos podemos
establecer nuestra correspondencia con los científicos sociales. Teniendo en
cuenta esta correspondencia es como afrontamos la cuestión de las vicisitudes
de la sexualidad, es decir, de la experiencia de significación sexual.
La sociología
de la sexualidad, en su decidida apuesta conceptual por el género, no parece
estar en condiciones de sostener con rigor la dinámica conceptual del sexo y de
la sexualidad. Y las vicisitudes a las que me refiero constituyen el campo de
batalla en el que nosotros ahora concurrimos: el de la violencia sexual.
Los
sociólogos de la sexualidad plantean el acoso sexual como un tema estrella. Con
respecto a su “visión social” del mismo, hay quien sostiene que “La relación
entre género, sexualidad y jerarquía es a nuestro entender una de las zonas de
mayor interés para investigaciones futuras” (Pernas y Ligero, 2003:151).
Demasiada
incertidumbre con el género y lo sexual, nuevamente. Pero volviendo atrás en el
texto de estos autores, se encuentran reflexiones de índole lingüística,
acerca de lo que pueda ser considerado como sexual de unas conductas difíciles
de precisar también en su condición de violentas. Leemos:
“La alianza
entre el enfoque jurídico dado al tema y los estudios psicosociales y
estadísticos ha llevado a ver el acoso como una conducta aislada, separable y
hasta cierto punto anómala que exige una definición exhaustiva que permita sancionar
al transgresor sin invalidar la seguridad jurídica. Además se ha incidido en su
carácter sexual, como si “sexual” fuera un término simple y como si el acoso
no estuviera vinculado con elementos tan poco “sexuales” como el reparto de
tareas, la autoridad en la organización o la proporción de hombres y mujeres en
el lugar de trabajo (Pernas y Ligero, 2003: 127)
Lo que cabe
decir a continuación es que las ciencias sociales, cuando atienden a la sexualidad
como si ésta fuera un objeto de estudio más de su concertado espacio social,
sitúan la condición sexual de la violencia en las actuaciones de los agentes
sociales; en unas conductas que los observadores suponen sexuales.
Pero todo lo
que vengo exponiendo es demasiado obvio y no es necesario que yo me extienda
demasiado. Simplemente, he pretendido señalar cómo, en la reciente literatura
española de las ciencias sociales, las pistas de lo sexual en la violencia
conducen irremisiblemente a la conducta de los presuntos implicados.
VIOLENCIA
SEXUAL, CUESTIÓN DE EXPERIENCIA
Dentro de la
Sexología, llevamos algunos años defendiendo un marco para la reflexión
epistemológica de la disciplina que no es otro que el hecho sexual humano. Este hecho,
cuyo estudio comprende tres campos conceptuales, es también considerado como el
objeto de estudio de la Sexología.
Los tres
campos conceptuales, en otro tiempo entendidos como referentes, no son otros
que los tan conocidos por los profesionales de la Sexología española como sexo,
sexualidad y erótica. El centro de nuestro campo habitual de operaciones es,
por lo tanto, la sexualidad o la experiencia de significación sexual.
Como dije
antes, desde nuestro marco reflexivo se soslaya o se obvia la discusión acerca
de la posibilidad de un concepto sexológico de violencia sexual. Desde mi
punto de vista, no conviene dar por zanjado este reto conceptual porque su
abordaje puede resultar científicamente productivo.
En otro lugar
(Lanas, 1998) he afrontado esta cuestión, y rememorarlo me parece de lo más
oportuno. En aquella ocasión defendía que la violencia sexualmente adjetivada
podría servir para designar la pérdida de la significación sexual en la
experiencia individual de ciertos sujetos inmersos en rituales eróticos.
Trataba de
defender la idea de que la violencia sexualmente adjetivada debería de extender
su manto comprensivo más allá de ciertas categorías conocidas –y para nada
exhaustivas, por otra parte– de conductas o de actuaciones heterogéneas de
significado sexual más o menos cuestionable.
No hacía otra
cosa que trasladar al discurso teórico un torrente de reflexiones fuertemente
arraigadas en la práctica terapéutica. En la consulta se entendía muy bien el
sentido violento que el profesional daba a las vivencias de unos pacientes que
se quejaban, o proyectaban su queja, mediante su respuesta sexual alterada.
En fin, no
voy a negar la adjetivación sexual a ciertas actuaciones o conductas violentas
como las arriba citadas. No encuentro argumentos para una negación de esta
naturaleza. Pero, desde una perspectiva sexológica, la violencia sexual es un
asunto que concierne, preferentemente, a la experiencia
sexual, a la sexualidad.
Si pasamos
por alto la dimensión íntima de los comportamientos considerados sexualmente
violentos, podemos deslizarnos ingenuamente hacia la trampa de la
generalización. Es decir, hacia el sometimiento de la erótica al imperio de las
conductas o de las actuaciones señaladas como sexualmente violentas.
Cuando nos
expresamos en términos de erótica humana, la clave en la definición de lo que
cada caso sea violencia sexual la tiene, o conviene que la tenga, cada uno de
los miembros participantes de un ritual erótico cualquiera. La clave está en la
experiencia sexual de cada uno de ellos.
La definición
de la violencia sexual en un contexto erótico no puede descansar sin más en el
juicio de quien observa o estudia el caso o la situación en cuestión. La
violencia sexual no es un concepto de lo aparente, de lo arbitrario, no al
menos exclusivamente, y no debiera serlo preferentemente.
Quienes
participan en cualquier ritual erótico suelen o tratan de poner en evidencia
ante los demás su experiencia de significación sexual (expresión erótica). Para
el caso del participante en el ritual cuya experiencia carece de o pierde el
significado sexual podría reservarse el concepto de violencia sexual.
Se supone que
el sexólogo habrá de asignar relevancia preferente al juicio de los participantes
en los rituales eróticos. Es cuestión de principios. De principios científicos.
Y del observador no participante de una escena erótica que no desea, el
sexólogo puede decir también que padece un episodio de violencia sexual.
Entiendo que
este planteamiento es tremendamente incómodo para los sexólogos. Y es que, consignando
el concepto expuesto de la violencia sexual a la sexualidad humana, nos
encontramos con argumentos críticos acaso demasiado incisivos para hacer frente
a las prácticas eróticas institucionalizadas por la clínica.
Y es que la
caída en la generalización culpable de la erótica es rutinaria y previsible en
el planteamiento clínico de las dificultades sexuales. Es una más de las
metástasis de ese prejuicio conductista tan firmemente arraigado en la cultura
contemporánea, de ese guión simplista de la erótica como mera función.
Pero,
denunciada la estrategia de los clínicos para una intimidad normativa y
funcional, queda por añadir un algo conceptual, un algo que dote de contenido
sexológico renovador a la adjetivación sexual de las manifestaciones que se
consideran violentas en la vida pública.
A mi juicio,
no cabe otra alternativa que extender el discurso de la experiencia como
registro fundamental de dichas manifestaciones. Las manifestaciones violentas
antes enumeradas, todas ellas, pueden ser comprendidas, algunas en última
instancia, como manifestaciones públicas de violencia sexual.
En resumen,
pues, frente a la pretensión de extender el manto conceptual de la violencia
sexual de modo que incluya la erótica humana, se propone una reflexión que dé
valor preferente a la pérdida de significado sexual en la experiencia de
quienes se sienten afectados en sus actuaciones llamadas sexuales o de género.
VIOLENCIA
SEXUAL, VIOLENCIA MENTAL
Como sabemos,
se ha apostado por una sexualidad que remite a las vivencias, bien llamadas
sexuales. Las vivencias sexuales son experiencias de significado sexual. Y la
actual apuesta debería de incluir la idea de que la violencia sexual es,
también preferentemente, una cuestión de experiencia.
Los fenómenos
de la experiencia consciente son fenómenos mentales. Cuando hablamos de
vivencias, cuando hablamos de experiencias, nos expresamos en términos
mentales. Desde una perspectiva materialista o positiva de la ciencia, es
legítimo plantear, como campo conceptual mental, el de la experiencia.
“La
experiencia tiene necesariamente contenido, ya sea sensorial o conceptual.
(...) Sobrepasa al lenguaje en muchos aspectos. (...) Es parte de la realidad.
Es tan real como una roca. La experiencia de un ser experienciante es
totalmente sobre cómo es ser ese sujeto, momento a momento, mientras vive su
vida.” (Strawson, 1997: 21)
La sexualidad
humana es la corriente de experiencia de significación sexual del sujeto humano.
La sexualidad puede ser considerada como cualidad mental. Y la violencia sexual
responde al suceso mental de la pérdida de significación sexual por un sujeto
en un contexto comprendido por él o por el otro como sexual.
Pero, como ya
sabemos, las prácticas de la violencia llamada sexual implican a varios
miembros de un grupo o institución. Las prácticas citadas pueden tener lugar
en el transcurso de la convivencia íntima, aunque, a veces, se explican en
público, cuando no se muestran abiertamente.
Ante el hecho
violento sexual concerniente a dos sujetos relacionados, interesa describir la
postura de quien violenta y la postura del violentado. Tenemos que dar por
supuesto que el primero de ellos vive una experiencia de significación sexual
en sintonía con un contexto cuyas condiciones sexuales él establece o comparte.
El sujeto
sexualmente violentado es aquel cuya experiencia compartida con el otro sujeto
carece de significación sexual, o que, si la tuvo, puede llegar a reconocer el
proceso de pérdida que, a partir de un cierto momento, se instaura. Por lo
tanto, este sujeto no siempre es ajeno a la connotación sexual o erótica del
encuentro.
Con estas
elementales reflexiones no sólo he pretendido conformar un concepto esclarecedor
de la violencia sexual. También estoy tratando de tender un puente a las
aportaciones de la filosofía de la ciencia y, más específicamente, de la
filosofía que estudia la relación entre cuerpo y mente.
Desde hace ya
muchos años, vengo considerando que la filosofía de la ciencia actual avala
los usos conceptuales de una parte de la Sexología que hacemos en este país.
Los usos conceptuales y, desde luego, los adjetivos calificativos de nuestros
términos fundamentales.
No es
cuestión de seguir directrices lingüísticas de campos de investigación ajenos
al nuestro. Lo que sucede es que hay filósofos que nos proporcionan muy
sólidos argumentos para que nosotros califiquemos como sexual una violencia
que sólo se registra con rigor más allá de la conducta observable: en la mente.
Por ejemplo,
Legrenzi (2000), encabeza un capítulo de su libro Cómo funciona la
mente,
con el llamativo título de “La mente violenta”. Se trata de un capítulo que
está dedicado por entero al asunto del acoso sexual, ofreciendo una perspectiva
de éste que se aleja de las ofrecidas por las ciencias próximas a la
Sexología.
En realidad,
Legrenzi se hace eco de un equívoco ya generalizado: la posibilidad de que el
acoso fuese un problema de códigos de comunicación. Un equívoco que se debe a
la aceptación acrítica del modelo clásico de comunica- ción de Shannon,
inspirado en la tecnología de las primeras telecomunicaciones.
Legrenzi
denuncia la extensión simplista de este modelo por parte de los semiólogos, apoyándose
en un texto de referencia de Sperber y Wilson (1986), en el cual se muestra la
historia reciente de la semiótica como “un éxito institucional y un fracaso
intelectual”.
Legrenzi
defiende otro modelo, según el cual, dado un contexto determinado, lo que, en
realidad, los sujetos compartimos es un conjunto de reglas en función de las
cuales inferimos lo que los demás quieren decirnos. Y extiende dicho modelo a
lo que él denomina la “gramática del cortejo”.
Frente a la
cuestión del acoso, lo que con todo lo expuesto se pone en evidencia es la pérdida
de nuestra capacidad para “realizar inferencias a partir de los presuntos
deseos ajenos.” Es decir, no tenemos la certeza de que nuestros deseos vayan a
ser compartidos por alguien en un contexto determinado.
En esta
variante de la gramática de los contratos, puede que el lenguaje de los
interlocutores no permita diferenciar las promesas de satisfacción de las
amenazas. “Lo que las diferencia es (...) una atribución mental, es decir, la
hipótesis respecto a lo que es placer de los demás.” (Legrenzi, 2000: 75)
Con esta
estratégica apelación a los contenidos mentales, se sientan las bases para distinguir
la violencia
proyectada de
la violencia
efectuada.
Para interpretar una oferta, no ya “sobre la base de sus efectos (...) sino
sobre la base de las intenciones de quien la ha realizado.” (Legrenzi, 2000:
81)
Pienso que,
desde la perspectiva expuesta, se puede acceder al objetivo de la presente
exposición. Es decir, se puede llegar a un argumento inequívoco acerca de cuál
sea la condición sexual preferente de la violencia que, tanto intelectual
como profesionalmente, nos embarga a los sexólogos.
Si entendemos
que lo que desencadena la violencia “es un mecanismo puramente mental”, tal
como lo hace Legrenzi, o si tendemos a dar prioridad a la experiencia de
significación
sexual que gana quien
violenta o que pierde quien es violentado, frente a la dimensión pública del
hecho violento, vemos claro el objetivo.
En
definitiva, la sexología moderna encuentra una firme apoyatura en la filosofía
o en la metodología de las ciencias que concurren en el estudio de las
relaciones entre el cuerpo y la mente. La adjetivación sexual de la violencia
es merecida si la violencia es contemplada en primer término como hecho de
experiencia.
PRINCIPIOS
PARA OTRA OCASIÓN
Las propuesta
sexológica aquí esbozada acerca de la condición sexual de la violencia permite
vislumbrar algunos presupuestos útiles para nuestra práctica discursiva. Son
principios de índole filosófica o metodológica que requieren un mayor
desarrollo y que aquí se vierten en forma de apuntes.
Sabemos ya
que no es preciso echar mano de las conductas o de las actuaciones observables
para considerar la existencia de la violencia sexual como un hecho. La violencia
sexual es, antes de cualquier otra consideración, un asunto vivido y que, sólo
muy ocasionalmente, se hace explícito.
Si la
condición sexual de la violencia es considerada por los sexólogos como una
condición preferentemente experiencial o mental, se supone que la experiencia
o la mente se constituyen, de algún modo, en el objeto de estudio de la
Sexología. Así, podría decirse que los objetos de la Sexología y de cierta
psicología coinciden.
Esta
disquisición es, sin duda, apasionante, porque exige de nosotros el esfuerzo de
consignar cómo se ha de resolver una identificación, acaso falaz, entre las
dos disciplinas. Los sexólogos pueden echar mano del concepto de experiencia de
significación sexual como fórmula para la caracterización de su objeto.
Como breve
acotación en este abordaje conceptual, puede ser importante que aquí manifieste
la incomodidad que nos puede producir semejante concepto, concepto que yo
asimilo al de sexualidad. Es una construcción de indudable levedad que apela,
sólo y nada menos que, al bienestar, al estar a gusto, a lo agradable.
Si la
experiencia de significación sexual es una realidad vivida tal como aquí se
expone, persiste la dificultad teórica para la demarcación entre la
experiencia de significación sexual y la mera experiencia. Aunque, parece
incuestionable que la primera no tenga que remitir únicamente al hecho
erótico o a su recuerdo.
Podría
argumentarse, de algún modo, que toda experiencia lo es de significación
sexual. Parece algo quimérico. Sin embargo, que toda experiencia de relación de
un sujeto con los demás lo sea, parece más aceptable. La memoria humana nos
exige tender un puente, aunque sea levadizo, entre ambos conceptos.
Los encuadres
sexológicos nos obligan a estrechar el cerco de nuestra visión científica. De
limitarnos al contexto erótico, en la medida en que éste es entendido como tal
por parte de nuestros interlocutores, se nos abre el interrogante teórico
referido a la concepción de la pérdida y la ganancia de significación sexual.
Hay términos
que nos parecen adecuados para designar la experiencia de quienes participan
en cualquier ritual erótico, y vuelvo a los anteriormente citados.Ya que la
pérdida y la ganancia en el significado sexual de la experiencia son
subjetivas, su evaluación externa es improbable.
La ganancia o
la pérdida en la significación sexual de la experiencia es algo que aquí se ha
planteado de acuerdo con un modelo de proceso. Este proceder puede que resulte
discutible, pero es al menos una forma de consignar el progreso en la
experiencia.
La corriente
de la experiencia.
Teóricamente,
la corriente de la experiencia de significación sexual puede carecer de un
inicio o de un final abrupto. Es posible manejar un concepto de experiencia que
tenga en cuenta distintos momentos de la misma, e incluso los antecedentes y
los consecuentes a la misma.
Aun siendo
definida como un acontecimiento de la experiencia, la violencia sexual no
concierne única y exclusivamente a la esfera íntima o privada del individuo.
Es imposible establecer un discurso coherente acerca de la violencia sexual
sin tener en cuenta conceptos tales como “relación” o “comunicación”.
En este
abordaje de los términos y del concepto de una violencia a la que hemos
llamado sexual, se necesita el dato real de que alguno de los que intervienen
en el hecho consignado como violento viva una experiencia de significación
sexual que determine la realización y la definición del citado hecho.
Estaríamos,
entonces, ante un hecho de violencia sexual desde la perspectiva del sujeto
que violenta. El sujeto violentado lo puede ser como víctima de la irrupción
ajena no deseada, o como participante, que carece o va perdiendo la significación
sexual de su experiencia, en un ritual erótico determinado.
El sujeto que
violenta –el victimario, si alguien lo quiere denominar así– podría definir la
secuencia de los acontecimientos del hecho sexualmente violento como una
condición o serie de condiciones de relevancia erótica para él. Acaso sería
aceptable definir el ritual para este sujeto como erótico.
El sujeto
violentado no concordará seguramente con la apreciación precedente. Para él,
el hecho en el que se siente desagradablemente inmerso no es erótico, aunque
probablemente explicará que lo ha sido para quien le ha sometido a la
situación no deseada.
Los ámbitos
sociales que, específicamente, más interesan a los sexólogos son los de la intimidad,
o de la convivencia íntima, y el de la privacidad. En pura lógica, también nos
interesamos por las distintas formas de institucionalización en que ambos
contextos se ven implicados.
Ahora se
puede formular mejor la idea, anteriormente citada, acerca del valor práctico
de un modelo de violencia a la que se llama sexual para afrontar las
dificultades de la vida sexual humana. Las prácticas sexuales de algún modo
institucionalizadas constituyen el terreno abonado para su aplicación.
La
persistencia en el tiempo de las relaciones institucionalmente sancionadas nos
obliga a los sexólogos a una constante revisión de las filosofías que impregnan
nuestros estilos de intervención. Y tanto el abordaje de las dificultades
sexuales como el de su prevención se pueden beneficiar con el modelo de
violencia sexual.
Y es que más
allá de la consideración funcional de ciertas dificultades, a las que ya irremediablemente
denominamos “disfunciones”, es legítimo plantear que los sujetos se someten, en
sus rituales eróticos, a disciplinas que implican la pérdida progresiva de la
significación sexual de su experiencia.
Podríamos
argumentar muy bien –que para eso está la casuística– que los propios sujetos
se someten a sí mismos a prácticas de violencia, en forma de disciplinas corporales,
para el cumplimiento de una norma funcional, culturalmente asentada y que, en
el mejor de los casos, se justifica en nombre del bienestar del otro.
En estos
contextos tradicionales del matrimonio, del noviazgo y de todos aquellos más
que se quieran añadir por novedosos, sus protagonistas no escapan, como se ha
apuntado en otras ocasiones, a la mitología de la diferenciación entre los
sexos. Una mitología clinicalizada que, inconscientemente, se cumple y se
paga.
Aunque
tampoco fuera de la institucionalización nuestros interlocutores se libran de
ella. Ya que en esos espacios virtuales donde prima el trato esporádico el
sujeto espera más de su propia eficacia o de la ajena, con lo cual, la significación
sexual, cambiando de signo, se torna en violencia.
En rigor, los
sexólogos nos veremos cada vez más obligados a desenmascarar esas prácticas,
desde las anquilosadas hasta las defendidas como emancipadoras, con el
señalamiento de una angustia que va sustituyendo, conceptualmente hablando, a
una significación sexual que se disipa.
Los modelos
clínicos de intervención sobre las disfunciones sexuales favorecen la implantación
y la extensión sociales del concepto de “salud sexual”. Y, facilitando una
norma funcional, alientan y expanden la angustia por su cumplimiento. Por lo
tanto, legitiman socialmente veladas prácticas de violencia.
Los modelos
sexólogicos de educación, o de intervención sobre las dificultades sexuales,
facilitan la obtención y el reconocimiento de la significación sexual de la
experiencia, en el cauce
establecido por cada
convivencia íntima o privada. Por todo ello, repelen la previsible implantación
de prácticas violentadoras.
La Sexología
puede asumir en su seno distintas nociones de violencia sexual. Aquí se ha
preferido definir la violencia sexual como un hecho plural cuyo registro se ha
de efectuar mediante la experiencia expresada de quienes comparten determinados
acontecimientos, denunciados como sexualmente violentos.
Los sexólogos
nos enfrentamos también al reto de definir lo que sea un hecho y una experiencia.
Conceptos fundamentales para otros puntos de partida. Ambos, de trabajosa historia.
Entre otros autores, Ferrater Mora (1994) y McIntyre (1987) nos pueden ayudar
y, acaso, inspirar.
La condición
sexual de la violencia tiene un fundamento orgánico, que algunos llegan a considerar
estructural. Tanto la significación sexual, como la angustia que entraña su
desaparición, y por lo tanto un hecho sexualmente violento, pueden ser
explicados en términos ya acuñados para la cualidad orgánica de la experiencia
de los sujetos humanos. Aunque también, el concepto de experiencia se ha
mostrado indispensable para poder explicar la cualidad, en términos
biológicos, de distintos hechos consignados públicamente como sexualmente
violentos (v. Niehoff, 2000).
Notas al texto
1 Transcripción
de la ponencia inaugural de las Jornadas Estatales sobre Educación Sexual en
Castilla-La Mancha, La prevención de la violencia entre los sexos:
el papel de la educación sexual, Toledo, 10 al 12 de Diciembre de 2004.
Referencias
Ferrater
Mora, J.(1994): Diccionario de Filosofía (Ed. J. M.
Terricabras, 4 tomos). Barcelona. Ariel.
Lanas, M.
(1997): Razones para la existencia de una ciencia sexológica. Revista española
de Sexología 83-84.
Madrid. Instituto de Sexología.
– (1998): De
la violencia a la angustia sexual. Bitarte, (16), 95-109.
Legrenzi, P.
(2000): Cómo
funciona la mente. Madrid. Alianza. (Orig. 1998).
MacIntyre, A.
(1987): Tras
la virtud. Barcelona.
Crítica. (Orig. 1984).
Malón, A.,
Martínez Sola, F. y Amezúa, E. (2003): La violencia entre los sexos. Una
aportación desde la sexología. Revista Española de Sexología 120. Madrid.
Instituto de Sexología.
Niehoff,
D.(2000): Biología
de la violencia. Barcelona. Ariel. (Orig. 1999).
Osborne, R. y
Guasch, O. (2003): Sociología de la sexualidad. Madrid. CIS.
Pernas, B. y
Ligero, J.A. (2003): Más allá de una anomalía: el acoso sexual en la
encrucijada entre sexualidad y trabajo. En Osborne, R. y Guasch, O. (Eds.), Sociología de
la sexualidad (pp. 126-158). Madrid. CIS.
R.A.E.
(1970): Diccionario
de la Lengua Española (decimonovena edición). Madrid. Espasa Calpe.
Strawson, G. (1997): La realidad
mental.
Barcelona. Prensa Ibérica. (Orig. 1994).
Silberio Sáez Sesma
Instituto de
Sexología AMALTEA. Pª Sagasta 47, 2° E. Zaragoza 50007. E–Mail: amaltea@institutoamaltea.com
Desde la Sexología se plantea
el sexo como aquello que diferencia y distingue a hombres y mujeres.
Entendiendo esa diferencia como un valor a cultivar, partimos de la premisa de
que hombres y mujeres no son, ni serán, iguales. Esto que puede parecer
paradójico con la “igualdad de oportunidades”, no lo es. Sólo el entendimiento
de los procesos de sexuación, que construyen de forma diferencial a hombres y
mujeres, nos ayudará a entender dónde hay discriminación y dónde hay identidad;
sin mezclar lo uno con lo otro. Y, sobre todo, por temor a esa discriminación,
negar la posibilidad de la diferencia. Más allá de las diferencias biológicas,
pondremos sobre la mesa lo que nosotros denominamos “Caracteres Sexuales
Terciarios”, para detenernos ligeramente en la erótica y la afectividad; pero
sobre todo en la agresividad. Eso nos va permitir entrar con unos nuevos
criterios en un tema tan controvertido como es la violencia. Sobre ello vamos
proponer nuevas claves de análisis, a fin de mejorar las estrategias
preventivas y asistenciales. Sobre estas bases argumentales propondremos
“nuevos objetivos en Educación Sexual”, en aspectos que van más a allá de la
erótica y que amplían las expresiones sexuales a un ámbito hasta ahora
abordado, sobre todo, desde el feminismo y el género en tanto corriente de
pensamiento. Por su puesto, que en todas estas claves de análisis, el hecho
diferencial de ser hombre y mujer serán el criterio que nos conduzca.
Frente a la “amalgama” y los
planteamientos propagandísticos y acientíficos de la violencia, finalizaremos
con el bilingüismo sexual como un nuevo modelo de convivencia entre los sexos,
partiendo de sus diferencias y su necesidad de encuentro.
Palabras clave: violencia doméstica,
agresividad, violencia de género, maltrato, sexo.
REFLECTIONS ABOUT
AGGRESSIVENESS.
To control and prevent violence
From Sexology, sex is defined as all
that differentiates and distinguishes men and women. If we understand this
difference as a value to cultivate, then we start off from the premise that men
and women are not and will never be equal. This statement may sound
contradictory with “equal opportunities”, but it is not. Only by understanding
sexuation processes which develop men and women differentially, could we understand
where there is discrimination and where there is identity, without mixing one
idea from the other. And, especially, without denying the possibility of
difference because of fear to discrimination.
Beyond biological differences, we
shall discuss what we call “Tertiary Sexual Characters”, to consider briefly
eroticism and affectivity, but especially aggressiveness. This will allow us to
tackle such a controversial issue as violence with new criteria, and we are
going to propose new analytical concepts in order to improve prevention and
welfare strategies.
From these arguments, we shall
call for “new Sex Education goals”, in areas that go beyond eroticism and that
broaden sex expressions in a domain that has never been explored before,
especially, from feminism and gender schools of thought. Obviously, in all
theses analytical concepts, the basic difference between men and women will be
our leading criteria.
As opposed to “amalgam” and
propagandistic, pseudo-scientific proposals about violence, we shall finish
discussing sexual bilingualism as a new model of sex coexistence, based on
their differences and their mutual need to encounter.
Keywords:
violence, aggressiveness, gender violence, battering, sex.
Antes de
empezar con el texto, animaríamos al lector a enfrentarse a las siguientes
líneas con un carácter y espíritu abiertos. Dando por hecho que buscamos ideas
sobre las que pensar, antes que proponer afirmaciones inamovibles e
incuestionables.
Sería
interesante, pues, no enfadarse (en exceso), dado que quien se enfada se pone
en actitud defensiva y ya no “escucha”. Otro aviso para navegantes: no hay un
cuestionamiento del trabajo asistencial de nadie en particular, ni de ninguna
corriente en general. Pretendemos ofrecer líneas generales de reflexión desde
nuestra disciplina científica, que es la Sexología
Para la
comprensión de este texto, serán precisas unas nociones básicas de Sexología,
sobre las cuales no nos extenderemos al formar parte de textos anteriores, a
los cuales remitiremos al lector. Nos referimos a cuestiones como el concepto
sexo, las variables sexuales dimórficas1 e intersexuales2,
la identidad sexual y la sexación, los caracteres sexuales terciarios3,
la sexuación como proceso evolutivo, etc...
De forma muy
resumida y para dar entrada a la agresividad como tema central:
Lo que
interesa a la Sexología no es ni más ni menos que la diferencia, que construye
y articula a los dos sexos de forma distinta; y que, por otro lado, los impele
al encuentro. La diferencia y el encuentro son las dos claves de la dialéctica
sexual. Apisonar ambas con la ilusión de la igualdad es como decretar, con
consenso y alborozo, que los reyes magos existen. Precioso, pero sólo eso,
precioso.
La Sexología
ya explica, en formato evolutivo, los procesos de sexuación desde el nacimiento
hasta la muerte.
Antes de
hablar de la agresividad como carácter sexual terciario, permitan un ejemplo
que, claramente en positivo, pretende ilustrar la dialéctica hombre mujer: en
tanto diferencia y en tanto encuentro.
TRES EJEMPLOS
BÁSICOS DE CARACTERES SEXUALES TERCIARIOS
La demanda erótica
Planteemos la
demanda erótica como un carácter sexual terciario. Hombres y mujeres demandamos
“contacto sexual” (en el sentido erótico) de forma diferente.
La evolución
histórica de la mujer ha llevado a poner en cuestión un modelo de “demanda erótica
masculina” (explícita y evidente); al menos como modelo a seguir por parte del
sexo femenino de manera generalizable4.
Analizando la
evolución histórica de diversas corrientes feministas, un primer paso fue
entender que la asunción del rol masculino les llevaría a la supuesta
liberación.
En esta etapa
las mujeres se han visto animadas (¿obligadas?) a actuar eróticamente como
socialmente se supone que lo hacen los hombres: tomar la iniciativa, hacer
explícito el deseo, entender la variedad de parejas como un síntoma de
libertad personal y ausencia de represiones o bloqueos, demandar de manera
abierta, exhibición de conquistas... Se extraen las claves de la expresión y
conducta erótica de los hombres y se trasladan de manera “automática” a las
mujeres.
Es como si se
pensase: “si
los hombres no han estado tan eróticamente coartados como las mujeres, la
asunción de sus modos de conducirse y expresarse, nos llevará a una realidad
de mayor libertad y menor represión”.
Aquí ya hay
una ruptura clara de la dialéctica del sexo como tal, y se propone uno de los
polos como el referente
y
el deseable. Se anula un
carácter sexual por considerar que un polo es “mejor” o más “valioso” que el
otro (la diferencia sexual no existe, nos vamos a un solo polo: entra la
igualdad). Sin embargo, el tiempo nos ha llevado a una situación bien distinta
de la pretendida.
Fruto de este
hastío, de este “encorsetamiento erótico en lo masculino”, se llega a un
cuestionamiento del mismo y a la búsqueda de nuevas rutas. A grandes rasgos, se
podría decir que la mujer empieza a construir un nuevo modelo. Modelo que
estará lejos del tradicionalmente asignado a las mujeres (la no-existencia);
pero también lejos de una asunción automática del modelo erótico masculino.
Se abandona
entonces el modelo masculino de demanda y expresión erótica explícita
como alternativa
válida al rol erótico femenino tradicional (pasividad e inexistencia).
Se podría
decir que la mujer ha podido llegar a construir un nuevo modelo de expresión
erótica. Este nuevo modelo (válido en la actualidad) permite plantear la
“demanda erótica” desde lo implícito y no siempre desde lo explícito y
evidente. Se asume como valioso uno de los polos opuestos a la demanda
cuantitativa y explícita; y esta asunción se asocia, como valor, a la propia
identidad femenina. Recuperamos pues el otro polo (nunca asumido) del carácter
sexual terciario.
Esta
posibilidad de demanda y expresión implícita será interpretada como un logro y
nunca como un bloqueo o incapacidad de “demanda erótica” por parte de la
mujer.
Ejemplo: la
seducción, los preliminares, el desplegar las estrategias necesarias para
sentirse deseadas y deseantes, el cortejo... se han convertido en modos de
expresarse eróticamente aunque no se diga explícitamente.
Es decir, la
erótica femenina y su demanda están más allá de lo que se dice o hace. La mujer
puede tener su propio modelo de expresión erótica, distinto al del varón, y no
por ello estar en situación de “bloqueo, inferioridad o represión”.
En términos
sexológicos, podemos decir que se recupera la dialéctica sexual. Se recupera el
valor de la demanda erótica como un carácter sexual terciario.
La expresión
de la afectividad
Siguiendo la
argumentación anterior, comencemos a hablar de la expresión de afectividad
como otro carácter sexual terciario.
Siguiendo
este paralelismo, vamos a reivindicar, (aunque sabemos que no es lo políticamente
correcto, ni está de moda) un modelo de afectividad masculino.
Creemos que
hay que atreverse a decir que el ámbito de la afectividad, expresión de sentimientos,
comunicación íntima..., está dominado por las mujeres5 y sus
pautas. Se olvida de nuevo el carácter sexual terciario y se impone como
deseable uno sólo de los dos polos posibles.
Aún más, el
hecho de no compartir esas pautas significa ser un insensible o estar bloqueado
afectivamente.
Pero también
el devenir histórico nos pone tras la pista de algunas evidencias. El hombre
blando de los 80 ha fracasado (animamos al lector a consultar la obra de E.
Badinter6) porque era un hombre que quería expresarse afectivamente
como una mujer.
Cuando nos
referimos al modelo femenino de expresión afectiva estamos hablando de mostrar
claramente los sentimientos hacia alguien: exteriorizarlo verbalmente, con
gestos “inequívocamente” afectivos (besos, caricias, abrazos...).
Por el
contrario, los hombres entre ellos apenas se dicen “te quiero”; de besarse y
abrazarse ya ni les hablo. Aunque con las mujeres esto no es tan marcado (se
les puede decir “te quiero”, besar y abrazar), nunca llega a ser tan habitual
como lo hace ella hacia él. En un primer análisis, podríamos decir que la
expresión afectiva en el hombre no parece tan evidente y clara. Podría estar
bloqueada (repetimos, en este primer análisis y teniendo un único valor como
referente último).
El hombre de
los 80, al que nos hemos referido con anterioridad, tenía que decir “te quiero”
para querer, además de abrazar y besar de manera abundante y tierna. También
tenía que ser capaz de llorar para sufrir. Había que empezar a demostrar con
hechos la ruptura del modelo tradicional de expresión afectiva masculina,
dinamitando el viejo dicho de “los hombres no lloran”. Había que salir del
bloqueo afectivo, como las mujeres salieron del bloqueo erótico. La mejor
manera de salir de ahí, sería adoptar el modelo de quien se supone se expresa
con más facilidad en el terreno de lo afectivo: de las mujeres.
No olvidemos
que las mujeres, tras diversos avatares y abandono de “copias” de otros modelos,
fueron capaces de expresar su erótica desde lo que no se dice ni se ve
explícitamente; y eso no implica que estén bloqueadas, sino que funcionan
eróticamente de forma “distinta”. Detengámonos en un ejemplo. Cuando dos
hombres que se aprecian se ven, se dan unos
manotazos tremendos, se gastan bromas, se dedican a
“putearse”...
¿Esto es
bloqueo afectivo, o es un modo distinto de expresar la afectividad? ¿Hace
falta decirse “te quiero” para quererse? ¿Es insensibilidad porque no sigue
las pautas de la sensibilidad de la mujer? ¿Acaso hoy se entiende que una mujer
está bloqueada eróticamente si no se expresa como lo haría un hombre?
Es curioso
cómo las mujeres han conseguido que no haga falta decir nada para expresar su
demanda erótica ¿Por qué los hombres tendrían que decir algo para expresar
afectividad?
Pretendemos,
pues, incluir como válido, dentro del universo de la expresión afectiva, un
modelo implícito (que consideramos más propio de los varones) frente al modelo
femenino explícito (validado como pauta a seguir) de expresión afectiva.
Se trata pues
de recuperar la dialéctica de los caracteres sexuales, con dos polos, donde los
sujetos nos situamos. Sin pretender un polo ser mejor que otro.
Cuando
simplemente deberían de ser diferentes; nada menos y nada más.
Algo de
bilingüismo
Entre el
hombre y la mujer hay un abismo; sólo cabe el encuentro en nuestro salto al
vacío. Si esperamos a que el otro sea capaz de saltar hasta aquí o pretendemos
nosotros llegar hasta allí, tal vez sólo quepa el “batacazo” que, a parte del
golpe, nos deje ante la evidencia del encuentro que nunca se da.
Pretender que
un sexo esté en el polo del otro es traicionar la esencia misma de la dinámica
sexual.
De todos
modos, no se trata de “enrocarse” en la diferencia como “imposibilidad” o “constricción
absoluta”, sino de hablar de tendencias personales (tendencias en el sentido
relativo y no absoluto) de mi identidad sexual.
A modo de
ejemplo, si asumimos que los hombres se expresan en general explícitamente en
lo erótico e implícitamente en lo afectivo, podríamos concluir que existe una
tendencia. Si asumimos que las mujeres se expresan de manera general
explícitamente en lo afectivo e implícitamente en lo erótico, podríamos concluir
que existe otra tendencia.
Sin embargo,
en toda tendencia existen las inflexiones. Una tendencia no implica la incapacidad
absoluta para moverse en “otro” sentido, sino que existe una predisposición o
una preferencia hacia una dirección7. Ni las mujeres son incapaces
de expresarse explícitamente en lo erótico, ni los hombres son incapaces de
hacerlo del mismo modo en el terreno afectivo.
Y es aquí
donde radica precisamente la posibilidad del encuentro: en el salto al vacío.
El hombre sólo se encontrará afectivamente con la mujer que convive, en la
medida en que sea capaz de abandonar (aunque sea de manera esporádica) la
expresión afectiva implícita y trastocarla en expresión afectiva explícita. Sin
que esto suponga el abandono o la renuncia a una tendencia “general” de
expresividad implícita afectiva.
Dicho en
otras palabras: asumo que mi estilo afectivo es implícito, pero soy capaz
de hacerlo explícito en ocasiones. Es decir, no quiero cambiar mi tendencia
y elegir otro modelo que considero de la mujer, sino que en ocasiones soy
capaz de adoptarlo, sin renunciar al mío como tendencia general propia.
Del mismo
modo, la mujer sólo se encontrará afectivamente con el hombre que convive, en
la medida en que sea capaz de interpretar el modelo masculino. La ausencia de
gestos y verbalizaciones explícitas y claras en lo afectivo no deberían ser
interpretados (de manera automática al menos) como una incapacidad de expresión
afectiva; menos aún, en casos extremos, como la sospecha de la inexistencia de
esos sentimientos (sobre todo hacia ella). Habrá que saber leer lo implícito.
Es nuestro
deseo, y propuesta de trabajo educativo y terapéutico8 (por qué no
decirlo), que seamos bilingües sexualmente. “Pienso en una de las dos
lenguas: la vernácula marca mis preferencias, me siento cómodo y la domino.
Pero soy capaz de entender el otro idioma. No lo hablo tan bien; pero lo
entiendo”.
No nos
obliguen a pensar en una lengua que no es la vernácula, en un polo sexual que
no for‑
ma parte de nuestra
identidad; conformémonos con entender (y a veces hablar o chapurrear) la
segunda lengua.
Con este
mismo diseño explicativo podríamos seguir con la paternidad y la maternidad,
en tanto expresiones sexuadas y por tanto diferenciadoras entre hombres y
mujeres.
Y ahora, por
favor, retengan estos presupuestos porque nos vamos con ellos a la violencia.
A entender ésta como una dimensión sexuada dentro de los valores. Es decir, ya
no desde la igualdad, y ni tan siquiera desde las miserias. Bienvenidos a la Montaña
Rusa de la Incorrección Política.
Agresividad, competitividad9,
dominancia
Vamos a dar
entrada a lo que consideramos otro carácter sexual terciario: la agresividad.
Antes de
empezar, nos gustaría eliminar de este concepto cualquier connotación peyorativa
o negativa y situarlo dentro de las expresiones humanas. Su expresión, con
mayor o menor intensidad, creemos que tiene mucho que ver con el sexo.
Más allá de
disquisiciones conceptuales, nos referiremos a agresividad entendiendo con ello
expresiones enérgicas de unas u otras emociones. Entenderemos también la
“agresividad” ejercida hacia otra persona, por tanto nuestro foco va a estar en
la interrelación.
Cuando hacemos
un esfuerzo por no connotar negativamente el concepto de agresividad, es
porque pretendemos partir de ésta como un “elemento” intrínseco (y por tanto
ineludible) de la naturaleza humana (nosotros añadiremos, además, “sexuada”).
Ni siquiera
planteamos aún un juicio de valor sobre ella, sino solamente su inevitable
existencia.
Si partimos
de la base de que todas las personas (todas, independientemente del sexo)
poseemos una base, una capacidad para actuar agresivamente, consideramos que
esta capacidad está más acentuada en los varones que en las mujeres.
Recordemos sistemáticamente que hablamos de intersexualidad, no de dimorfia.
La
agresividad sería el continuo: en un polo estaría “más” (o explícito) y en el
otro “menos”. En ese continuo se distribuirían de forma significativamente
diferencial los hombres y las mujeres.
Intentando no
quedarnos solamente en discursos “simpáticos”, convendremos en un mayor nivel
de agresividad en los varones. O en una “expresión” o “plasmación” más violenta
de esta agresividad. Esto queda reflejado a lo largo de la escala filogenética
y no por ello el hombre estará libre de sus raíces. Que nadie considere en
esto justificación alguna a nada; estamos hablando simplemente del análisis de
los hechos.
Creemos
urgente entender la agresividad primero como dimensión (como, por ejemplo, lo
pueda ser la afectividad) formando parte de las posibilidades humanas más allá
de su uso adecuado o no; y segundo como carácter sexual terciario, debido a su
“expresión” diferencial en hombres y mujeres.
Hagamos un
ligero paralelismo entre afectividad y agresividad. La afectividad, como tal,
más allá de su uso, conlleva una valoración positiva. Al proponerse “en
positivo”, se postula socialmente como una necesidad humana. Este beneplácito
social se basa en que la afectividad facilita el encuentro y tiene “algo” que
ofrecer al otro. Podríamos decir, en sentido antropológico, que se liga
directamente al sentido de “colaboración inter-especie”.
En cambio, la
agresividad tal vez tenga más que ver (en ese mismo plano antropológico) con el
sentido de “supervivencia individual”. No busca el encuentro10, sino
que lo puede dificultar. Entenderlo, por tanto, como una “necesidad” es
difícil, sólo por una cuestión estética de “valores humanos”; pero como tal
habrá que asumirla. De hacerlo así estaríamos en la tesitura de su
“canalización en positivo”.
Cierto que la
afectividad, como tal, no se cuestiona en tanto valor humano (sexuado, añadimos
nosotros); pero puede haber bloqueo afectivo en un extremo (en la medida en
que no se le dé salida en tanto necesidad humana) y sobreprotección o
dependencia en el otro (en caso de canalizar inadecuadamente su exce‑
so). Esta visión y existencia de “puntos extremos” no
impide entender la afectividad como dimensión a cultivar. Ojalá estuviésemos en
la misma disposición actitudinal, en el sentido más social, para entender la
agresividad con los mismos criterios.
Existiría la
posibilidad de canalizar en positivo la agresividad, para reconducirla o expresarla
en “competencia” y “rendimiento”; que curiosamente también facilitan el
“encuentro” (aunque sea para medir o medirse). La otra posibilidad, más
peligrosa, es aquella que se expresa en violencia y produce sufrimientos. Pero
tal vez podamos entender que, para evitar esto (violencia y sufrimiento),
debamos canalizar y facilitar aquello (competitividad, rendimiento..., valía
en suma).
Por tanto,
habrá que entender la agresividad ligada al ser humano y de forma más marcada a
los varones.
Detengámonos
en algunos ejemplos11 de A. Clare. “¿Qué es lo que
aumenta tres veces el riesgo de suicidarte y diez veces el riesgo de matar a
otra persona? Respuesta: ser un hombre” (pág. 21) “Es más de 20 veces más
probable que un hombre mate a otro hombre que una mujer mate a otra mujer, y
aún es más probable que un hombre mate a una mujer que una mujer mate a un
hombre” ( pág. 60). “Por cada mujer que cumplía una sentencia por homicidio o
intento de homicidio había 27 hombres” ( pág. 64). “Los hombres con trastornos
psiquiátricos tienen 5 veces más probabilidades de ser peligrosos que las
mujeres mentalmente trastornadas” ( pág. 70)
Cierto que
otros matices, asociados al hecho de ser hombre, facilitarán la posibilidad de
expresiones violentas (jóvenes, solteros y parados en núcleos marginales
urbanos); pero ser hombre (sexo) es determinante y significativo frente a ser
mujer (sexo) a la hora de otear simplemente la agresividad y sus expresiones
más extremas.
Si esto
sucede en los modos más extremos de expresión, es sensato pensar que subyace
una “potencialidad” más marcada en un sexo que en otro. Es decir, los hombres
son proclives a actuar de forma más violenta que las mujeres.
Y un detalle
importante: esa potencialidad subyace en un hombre (en el sentido intersexual)
con mayor intensidad que en una mujer. No implicará inevitablemente que los
hombres terminarán siendo violentos, pero sí vendrá bien asumir, como punto de
inicio, que éstos parten con una potencialidad más marcada y evidente que las
mujeres. Por tanto, habrá expresiones más intensas de agresividad y más
“numerosas” en los hombres que en las mujeres, dado que esa potencialidad sigue
subyaciendo y forma parte inherente de los procesos de sexuación del hombre.
Este punto de
partida, abriría muchas posibilidades educativas y terapéuticas que en estos
momentos se cierran. Es decir, si partimos de su asunción (frente a su
negación) empezaríamos a trabajar en “canalización” (prevención) antes12 que en
“intervención” (agresión consumada).
A esto nos
referimos de forma reiterada como nuevos “objetivos en educación sexual” desde
el tercer paradigma: el del sexo como diferencia y construcción separada;
siempre, entendido ello como valor.
Si asumimos o
partimos de la idea de que hombres y mujeres no son iguales, estaremos en
disposición de analizar sexuadamente la agresividad.
Se habla
mucho de la testosterona masculina como “causante” de la agresividad, pero,
más allá de la simplicidad de la pregunta ¿la testosterona produce agresividad?
(o a la inversa), habrá que matizar que “lo que hace” la testosterona es
potenciar “algo” (y sobre ese algo hablaremos).
Observemos,
por ejemplo, cómo la testosterona aumenta al “ganar” o con un “gran enfado”.
En ambos casos se produce una misma situación: aumento de testosterona, pero
los efectos, en uno y otro caso, serán sin duda bien distintos. Podemos decir
que lo que la testosterona hace es “potenciar” un estado anímico previo (bueno
o malo).
Son los
ingredientes previos (el contexto, los valores...) de partida los que
facilitarán que el aumento de testosterona desemboque o no
en “violencia”. La
mezcla explosiva vendrá cuando coincidan una “disposición previa” con aumentos
de testosterona. Algo sobre lo que habrá que reflexionar, ya que nos “indicará”
objetivos claves en educación sexual (más allá de la erótica o los genitales).
Reparemos en
algunos ejemplos, concretando en el concepto “honor”: “Se ha demostrado que
es más probable que las personas que viven en los Estados Sureños de los
Estados Unidos piensen que matar para proteger el honor está justificado, así
como que es más probable que se ofendan cuando les insultan y que consideren
la violencia como una respuesta apropiada a tales insultos. ... En un experimento
sumamente imaginativo, uno de los investigadores insultó a un estudiante
chocando contra él en un estrecho pasillo y maldiciéndole. ... Los norteños
tendían a pasar por alto el incidente; los sureños no lo tomaban tan a la ligera
y sus niveles de testosterona se elevaban rápidamente después del insulto
mientras que los de los norteños no”13.
La
susceptibilidad personal a sentirse ofendido (llamémosle “sentido del honor”)
ha sido el detonante para que esta situación se convierta en “potencialmente
violenta”. Cierto que la testosterona aumenta, pero requiere de unos requisitos
previos. Otras “disposiciones anímicas diferentes” no desembocarán en
violencia ante los mismos “contextos”.
No nos
resistimos a apuntar la necesidad de elaborar “nuevos objetivos en Educación
Sexual” de acuerdo con la realidad sexuada de los sujetos. Es decir, dado que
los varones van a convivir de forma inevitable (sexo insoslayable) con unos
niveles de testosterona ciertamente elevados, disponer de unos valores
“favorables” facilitará que sus reacciones no desemboquen en violencia. Esto es
“prevención” desde la educación sexual.
Así pues, y
centrándonos en la identidad masculina, aun cuando hablemos de cuestiones
difusas y un tanto atávicas, nos encontramos con un sentido de posesión mucho
más “arraigado” en los varones que en las mujeres. No se trataría de
considerar la “posesión” como prue ba de inmadurez (algo por lo que el hombre
blando14 transitó), sino de asumir una predisposición masculina a
dar más relevancia a esta dimensión15 y, por tanto, “trabajar” sobre
ella, no para erradicarla, sino para gestionarla. Se trataría de “ayudar” a
los varones a “conducir” su plus de agresividad, antes
que menospreciarlos por el hecho de poseerla.
Tenemos aquí
una clave central en la prevención del maltrato: posibilitar al varón la “gestión”
(que no la negación) de su “plus” de agresividad; el manejo de la posesión
masculina. Se trataría de “conocerse, aceptarse y gestionarse”.
Hay palabras
de por sí “incorrectas”, pero su negación no hace sino crear “efectos sustitutivos”.
Podemos seguir intentando que los hombres no sean agresivos (algo deseable) o,
por el contrario, abrir los ojos y asumir una base agresiva superior en el
varón, para, a partir de ello, posibilitar y canalizar salidas menos
“violentas”. Estamos con lo de siempre: tapamos (funciona un tiempo y la presa
se rompe) o canalizamos. Estamos más pendientes del caudal que del cauce.
El feminismo
ha recorrido avatares de copia de modelos hasta llegar al suyo y reconciliarse con
una mujer también emocional16, y no por ello inferior o
avergonzándose de esa emocionalidad. Su esencia es suya y tiene aspectos positivos
y otros más ambivalentes. Los hombres tendremos, con el beneplácito social, que
ahora no lo hay, (algo por lo que el feminismo ha peleado en interés propio)
que asumir una emocionalidad más agresiva, sentimientos de posesión,
necesidad de “triunfo”17..., para, una vez asumido esto, canalizarlo
de forma “positiva” y a partir de ahí subsistir18.
La
alternativa de negarla, pretendiendo ser una persona controladora y dueña de
sus emociones, nos traerá flacos resultados. El concluir simple y llanamente
con que el hombre debe controlar y contener su agresividad, es un planteamiento,
y poco más.
Pero este
planteamiento positivo en lo deseable, cierra las puertas hacia lo “posible”.
Es decir, la clave frente a contener y controlar (intentado que no estalle la
presa que contiene
el caudal...), sería
canalizar y encauzar, más realista, aun cuando menos “estético” (pero para
ello habrá que asumir que existe un caudal y como tal, algo habrá que hacer con
él: posibilitar un cauce).
Contra el
modelo de hombre “cutre” se han denostado actividades poco “cultivadas” (de claro
matiz intersexual masculino): fútbol, toros, motos, deportes de riesgo... Pero,
a todas luces, y en un análisis sociológico19 más amplio, permiten
canalizar la agresividad, sin duda sobrante20, en la mayoría de los
contextos socio-laborales, que todo varón lleva dentro. No sólo ha sucedido
que se han denostado como poco “evolucionadas” esas actividades, sino que no se
han dado otras alternativas e incluso me temo que sus posibilidades se han
feminizado.
Un cierto
“estatus social cultivado” marca pautas entre adecuado e inadecuado. Parece que
hay que avergonzarse porque te gusten el fútbol, los toros, correr como un
loco..., pero uno está orgulloso de exhibir que le gusta el teatro, que lee y
no ve la tele; incluso la destreza sólo sirve si es doméstica y por tanto útil
(¡bienvenido el bricolaje ante la inutilidad de un gol de bolea con los
amigotes!).
ALGUNAS
CONSIDERACIONES DE ACTUALIDAD SOBRE LA VIOLENCIA
Es preciso,
en tanto planteamiento científico, sacar a la mujer de la victomología. Parece
existir una realidad única y sujeta a pocas modificaciones.
Parafraseando a Badinter, parece que estamos ante la documentación y
confirmación del martirologio femenino, donde se reparten unos roles
inamovibles de víctimas y verdugos.
Como
sexólogos hemos observado atónitos como la década de los 80-90 fue la de los
abusos; y no me cabe duda que la del 2000 está siendo la de la violencia.
Mucho de lo que sucedió con aquello, está sucediendo con esto.
Y no se trata
de negar realidades biográficas que pondrían los pelos de punta; sino de plan
tearse si merece la pena generalizar en base a ellas, o analizar su magnitud o
proporción dentro de otras “expresiones” más o menos atenuadas. Y animamos a
no ser malpensados
para
leer lo que no se escribe. El trabajo asistencial es un derecho social (¡Qué no
falte y que mejore día a día!); pero el trabajo asistencial es una cosa, el
preventivo otra, y el análisis de una realidad diversa, para hilar fino en los
diagnósticos y estrategias, otra.
Animamos a
conocer las últimas corrientes del pensamiento feminista: Paglia21 y
Badinter22. Incluso nos atrevemos a considerar imprescindible que
todo aquel que trabaje con “mujeres” como núcleo central, eche un vistazo a la
obra de estas dos autoras.
No porque
vayan a encontrar en ellas nada relevante en lo referido a estrategias
concretas en lo asistencial, sino por el valor filosófico y reflexivo a la hora
de revisar el sentido de lo que estamos haciendo. Y, aunque lo hubiesen descubierto
ustedes mismos, comprobarán que estas dos autoras serán todo lo que quieran,
menos conservadoras o misóginas. Eso sí, no odian a los hombres y se plantean
intentar entenderlos.
Y, analizando
la violencia, hablemos un poco de la amalgama, y permítannos citar a Badinter:
“Los
criterios cartesianos de la verdad no están de moda desde hace tiempo. A la
idea ‘clara y distinta’, nosotros preferimos la analogía y la generalización,
es decir, la amalgama que consiste en mezclar elementos distintos que apenas
concuerdan entre sí –englobar artificialmente diversas formaciones explotando
un punto común–. Ahora bien, la amalgama es más un instrumento del político que
del sabio. La filosofía que fundamenta el actual feminismo victimista es
difícil de discernir pues se compone de diferentes nebulosas ... Lo que se
ventila no es tanto una teoría sobre la relación de los sexos, como la
acusación del otro sexo y de un sistema de opresión” (25)
Extracto del cuestionario:
Las presiones psicológicas en la pareja
* En el
curso de los últimos doce meses, su cónyuge o amigo(a): /nunca/rara vez/con
frecuencia/de forma sistemática
1. ¿Te ha
impedido ver o hablar con amigos o miembros de tu familia?
2. ¿Te ha
impedido hablar con otros hombres?
3. ¿Ha
criticado o desvalorizado lo que haces?
4. ¿Ha hecho
observaciones desagradables sobre tu aspecto físico?
5. ¿Te ha
impuesto formas de vestir, de peinarte o de comportarte en público?
6. ¿No ha
tenido en cuenta o ha despreciado tus opiniones? ¿Ha pretendido explicarte
lo que tenías que pensar?
a) en la
intimidad
b) ante otras personas
7. ¿Te ha
exigido saber con quién y dónde estabas?
8. ¿Ha
dejado de hablarte o ha rechazado totalmente discutir?
9. ¿Te ha
impedido tener acceso al dinero para cubrir las necesidades de la vida
diaria?
|
“Nommer
et compter les violences envers les femmes: une première enquête nationale en
France”, Maryse Jaspard y el equipo Enveff, Population et sociétés, núm. 364,
enero de 2001, pág. 4.
En la
reciente encuesta francesa: “Nombrar y Contar las violencias hacia las
mujeres”, cuyo cuadro anexamos, y seguimos citando a Badinter: “... estas
presiones psicológicas figuran en el índice global de violencias conyugales
al lado de los ‘insultos y amenazas verbales’ del ‘chantaje afectivo’ y en el
mismo lugar que las ‘agresiones físicas’, las ‘violaciones y otras prácticas
sexuales impuestas’. El índice global de violencia calculado de esta forma
afectaría al 10% de las francesas, quedando claro que el 37% de ellas se
quejan de presiones psicológicas, el 2,5 de agresiones físicas y el 0,9 de
violaciones u otras prácticas sexuales impuestas”
Esto es lo
que Badinter llama “Amalgama”. Se agrupa bajo el mismo vocablo la violación y
una observación desagradable o hiriente, se mezcla lo subjetivo con lo
objetivo, la violencia, el abuso de poder y la mala educación... para llegar
al final a la conclusión de que el 10% de las francesas sufren violencia,
“entendiéndose de forma automática que sufrirían violencia física por parte de
sus cónyuges”. Pues precisamente así es como llegó la noticia a la prensa, sin
que nadie se molestase en matizar.
Este tipo de
planteamientos no son aceptables desde un plano científico. Servirán para la
propaganda o la política; pero no para la ciencia. Y no olviden una cosa, es
la ciencia la que provee de estrategias terapéuticas a los usuarios, aunque
sea la política la que denuncie en ocasiones las necesidades. Pero dar entrada
a la política al mundo del “diagnóstico” no parece el camino más adecuado.
Existen las
migrañas, las jaquecas, las cefaleas en racimo, etc... todas son dolor de cabeza,
pero no son lo mismo a la hora de utilizar una u otra terapéutica destinada a
ayudar. Existen definiciones milimétricas de cualquier patología mental, con
divisiones y subdivisiones, los DSM nos ofrecen ejemplos, el psicodiagnóstico
es inherente a cualquier servicio de salud mental... La ciencia tiende a
parcelar, como
ejercicio didáctico, para poder acceder con “éxito” a la
modificación de un determinado territorio. Cierto que conviene no perder de
vista el bosque, pero a veces las modificaciones empiezan árbol a árbol
Hay muchas
violencias y se mezclan: la amalgama. ¿De qué hablamos? Las estadísticas de lo
mismo, nosotros no.
Desde la
Sexología, al menos, diferenciamos “varios” tipos de violencia:
·
Unidireccionarles.
·
Unidireccionales
con facilitadores contextuales.
·
Bidireccionales.
·
Bidireccionales
con facilitadores contextuales.
·
Rasgos
de personalidad.
·
Etc...
Entre los
rasgos de personalidad podemos hablar de los celos, ya sean en él o en ella.
Asociado al hecho de ser varón, podemos hablar de predisponentes. Pero es mejor
decir que no hay perfil de maltratador, que afecta a todos los hombres de toda
clase social y condición. Por supuesto, si hablamos de la violencia en singular
y la amalgama toma el poder. No es así si parcelamos, estudiamos y analizamos.
Detengámonos
en un mínimo botón de muestra23. De las 308 denuncias por maltrato
recibidas en la casa de la Mujer de Zaragoza, el 38% han sido interpuestas por
emigrantes. Los emigrantes suponen el 6% de la población zaragozana. ¿No es
llamativo cómo esta cifra está ni más ni menos que 6 veces (que se dice pronto)
por encima de lo esperado? ¿No es éste un factor socioeconómico y cultural a
tener en cuenta? ¿Acaso es sólo el sexo el referente central? ¿O lo es sólo si
determinados ingredientes lo acompañan?.
Y, sin miedo
a la antipatía de ciertas evidencias, la violencia es contra las mujeres en el
formato pareja (dado que la mayoría de las parejas son heterosexuales); pero
si subimos el foco y no sólo enfocamos la pareja, sino el instituto, el medio
laboral, etc... la violencia es contra mujeres y hombres (accidentes laborales
y de tráfico, muertos por armas de fuego y arma blanca, suicidios, etc....)
El matiz
diferenciador de la violencia es que es sobre todo masculina. Poner el matiz en
que es “contra” las mujeres, es reducir un amplio fenómeno a sólo una de sus
expresiones: la que más interesa para “victimizar”.
La amalgama,
frente a los diagnósticos claros y concisos; y la victimología de una mujer
indefensa e infantilizada, frente a lo que podría ser el fomento de la auto
responsabilidad. Con toda esta mezcla hemos llegado a la fusión de “reivindicaciones”
progresistas, con los más viejos “valores-trampa” asociados al hecho de ser
mujer. Dando como resultados legislaciones más que dudosas, a pesar de las
“unanimidades”.
Se podrá
seguir ahí con la comodidad que supone un planteamiento de víctimas y verdugos,
de buenos y malos. Pero quien es víctima, sigue siendo. Sólo se buscan
legislaciones protectoras. Pero, ¿acaso no sería más interesante para las
víctimas que los verdugos dejasen de serlo? En tal caso habrá que resituarlos y
entenderlos, para ver cuáles son sus resortes. El principal error es hablar
de la mujer, y punto. Dado que lo que habría que hacer es hablar de la
dialéctica hombre y mujer, donde toda mujer (y todo hombre) está inevitablemente
inmersa. Por eso nos centramos ahora en los hombres, porque creemos que con
ello se entenderá mejor a las mujeres, y viceversa.
Reflexionemos
desde la Sexología, retomando a Badinter: hablemos de la diferencia y del
encuentro. Nunca de la igualdad, nunca de víctimas y verdugos; pero sí de
diferentes en continua búsqueda el uno del otro. Ésa es la dialéctica sexual:
hechos de los mismos materiales pero con distintos resultados, los mismos ladrillos
para distintas paredes.
La Sexología
ofrece al menos unas bases, al entender la agresividad como un carácter sexual
terciario. La violencia es el extremo patológico de una dimensión más
marcadamente masculina que es la agresividad. Al igual que pueden existir
desviaciones sexuales, o bloqueos afectivos, como extremos patológicos de
rasgos de personalidad absolutamente inherentes al ser humano. Vayamos con
ella, desde un nuevo enfoque.
¿Qué está
pasando en España? Asistimos a la difusión de conceptos que rebajan el “nivel
de violencia”, a la par que negamos con ímpetu que se trate de un hecho
aislado y que pensar en ello es un error o una excusa. El mensaje que parece
quedar, más allá de la difusión del miedo, es que le puede pasar a cualquiera,
en cualquier situación; no hay perfil de maltratador ni de maltratada.
Veamos la
rebaja del nivel de violencia ante la recién llegada “violencia psicológica,
violencia velada”; por no hablar ya de los “micromachismos”:
“Cualquier
conducta física o verbal, activa o pasiva, que trata de producir en las víctimas
intimidación, desvalorización, sentimientos de culpa o sufrimiento.
Humillaciones, descalificaciones o ridiculizaciones, tanto en público como en
privado...24”.
Exponemos la
tabla donde se detalla, en qué se concretan las distintas formas de maltrato
psicológico. Sugerimos que no la lean con excesivo detenimiento o acabarán
viendo en ustedes mismos y en sus parejas, si no a permanentes, si al menos a
eventuales maltrata-dotes. Y no sólo de su pareja; sus hijos (si los tienen) no
están a salvo.
Se baja el
nivel de lo que se define y la “incidencia” se dispara. ¿Sencillo no?
Esto es lo
que Badinter llama la amalgama y lo que nosotros consideramos una “bajada de
nivel” de lo considerado maltrato. Si a esta primera acción de bajada de
nivel, se añade la de difundir que la violencia es “casi” exclusiva contra las
mujeres y que no estamos ante situaciones aisladas, el “gran problema” está
servido.
Hablando de
la exclusividad de la mujer en tanto víctima, Badinter apunta que nadie ha preguntado
a los hombres sobre lo que pudiera ser maltrato psicológico de sus parejas; y
sería algo tan sencillo como preguntarles a ellos, lo mismo que se les
preguntó a ellas; tal vez lo datos nos sorprenderían. De todos modos, Labrador
y col. ya se encargan de neutralizar esa tentación sexista. Citemos a estos
autores en lo que llaman “Conceptos erróneos sobre la violencia doméstica”: “Los hombres
maltratados por las mujeres constituyen un problema tan grave como el de las
mujeres maltratadas. El 95% de los adultos maltratados son mujeres25”. Por cierto,
ahora para este 95% se toman sólo como referencia los maltratos físicos y las
denuncias. No interesa bajar el nivel, y así la cifra de hombres maltratados
se “reduce”. Pero aún así, si los hombres maltratados son el 5%, no dejan de
ser una minoría dentro de otra minoría. ¿Nos importan o es sólo una excusa
para no perder el tiempo? Por si acaso, hemos dedicado a este asunto menos
del 5% de mi texto.
ABUSO ECONÓMICO
·
Hacer
preguntas constantes sobre el dinero.
·
Controlar
el dinero del otro.
·
Coger
el sueldo del otro.
·
No
permitir el acceso al dinero familiar.
·
Impedir
que consiga o conserve un trabajo.
AISLAMIENTO
·
Controlar
lo que hace el otro, a quién mira y habla, qué lee, dónde va, etc.
·
Limitar
los compromisos del otro fuera de casa o de la relación de pareja.
·
Usar
los celos para justificar las acciones.
INTIMIDACIÓN
·
Infundir
miedo usando miradas, acciones o gestos.
·
Romper
cosas.
·
Destruir
la propiedad del otro.
·
Mostrar
armas.
NEGACIÓN, MINIMIZACIÓN
Y CULPABILIZACIÓN
·
Afirmar
que el abuso no está ocurriendo.
·
Reconocer
el abuso y no preocuparse por la seriedad del mismo.
·
Responsabilizar
al otro por lo ocurrido.
USO DE AMENAZAS
·
Hacer
amenazas de infligir lesiones o daño físico.
·
Amenazar
con la realización de un acto suicida.
·
Amenazar
con abandonar o tener una aventura con otra persona.
·
Amenazar
con echar al otro de casa.
USO DE LOS NIÑOS
·
Amenazar
con quitar la custodia de los niños en caso de que la víctima denuncie.
·
Amenazar
con maltratar a los niños en caso de denuncia por parte de la víctima.
·
Usar
a los niños para enviar mensajes.
·
Usar
las visitas (en caso de divorcio o separación) para acosar u hostigar al otro.
·
Tratar
de llevarse a los niños cuando no está pactado.
Distintas formas de
maltrato psicológico
Sigamos
citando a Labrador y colaboradores en lo que llaman “Conceptos erróneos sobre
la violencia doméstica”: Los casos de violencia doméstica son escasos, más
bien se trata de situaciones aisladas. Este mito queda desmentido al observar
la prevalencia de casos de violencia doméstica, baste decir que una de cada
tres mujeres en el mundo ha padecido malos tratos o abusos26”
No cabe duda
de que, a afirmaciones de este tipo, es a lo que se refiere Badinter como amalgama..
El autor se permite la licencia de sumar maltrato y abuso, con lo que la cifra
nos sube hasta una tercera parte de la población femenina. Si a esto añadimos
la rebaja de lo que supone maltrato, estamos ante una verdadera plaga.
Como
consecuencia directa, la difusión del miedo está servida. Y lo peor, con ello
la indefensión colectiva que demanda protección; y para ello está la ley.
Cuando sólo
se atiende a quien trabaja desde la clínica y lo asistencial, no cabe sorpresa
a la hora de obtener unos determinados resultados. Si esta corriente
clínico-asistencial salta al ámbito político y divulgativo, y marca las pautas
para la intervención socio-política, el error de enfoque es evidente. El
maltrato es general, nos afecta a todos, legislemos en base a ello. El
feminismo progresista se hubiese echado las manos a la cabeza ante este tipo de
“encuadres”, pero el feminismo-estalinista27 prefiere cerrar
los ojos ante lo dudoso de la estrategia, con la certeza de que “sacará
partido” en favor de las mujeres. Miremos para otro lado cuando la legalidad
está a nuestro favor. Aunque esto suponga la mezcla de lo íntimo y lo público
(“lo íntimo es político” dice algún feminismo, el hogar es la coartada y la
excusa que da impunidad e inmunidad a los varones... entremos en ellos) o la
mezcla de lo convivencial y lo legal, de lo racional y lo emocional.
Lo que nos va
quedando es un escenario con culpables e inocentes. Protejamos a estos
segundos, y para los primeros ni siquiera cabe hablar de “terapias” o
“reinserciones”, sino de condenas. Ésta es la nueva legalidad, y convendría no
olvidarlo.
Echando mano
de la historia, recordamos que con la erótica28 pasó algo parecido.
KraftEbbing hablaba de la sexualidad sólo como fuente de aberraciones.
Pasaron siglos hasta entender la sexualidad como fuente de placer y eje
central en la calidad de vida. Algo parecido a lo que sucede en la actualidad
con la agresividad y la violencia. Krafft-Ebbing nos ha dejado un legado de
aberraciones y peligros asociados al sexo y costó mucho entender que de ese
infierno pudiese salir algo de provecho.
¿De qué se
ocupaba Krafft-Ebing?: violaciones, parafilias... Parece que en estos tiempos29 ya se
entiende que la erótica es una dimensión, y como tal es un valor; más allá de
las miserias que siempre habrá. Lo mismo con la afectividad. Pero la dimensión
agresiva ni siquiera se asume. Estamos en la prehistoria de entender la
agresividad en todas sus dimensiones. En estos momentos, somos los
“krafft-ebing” de la agresividad. En el futuro nos tildarán de mojigatos y
reprimidos, de parciales y asustadizos incapaces de enfocar el tema en toda su
dimensión, desde “más atrás y más arriba”, desde todas sus posibilidades,
desde todas sus perspectivas; es decir, en toda su dimensión; frente al
actual ojo de la miseria, reductor y muerto de miedo ante lo que ve. Incapaz
de mirar a los lados; al antes y al después; a él y a ella; a su esencia, a sus
manifestaciones, a su naturaleza, a nuestras “posibilidades” (más que deseos)
para manejarlo.
Somos
conscientes de lo fácil que resultaría desmontar nuestros argumentos desde lo
emocional y el sensacionalismo repasando, por ejemplo, las cifras de asesinatos
y agresiones, de detenciones, de órdenes de alejamiento. Pero podemos ofrecer
cifras también de disfuncionales y parafílicos, de patologías eróticas; y
relatar alguna que otra historia escabrosa y dramática. ¿Pero sirve de algo?
¿Sirve incluso a las propias víctimas, más allá de la venganza? ¿O a los
disfuncionados?
¿Pero el foco
donde está? En que quien ejerce la violencia es el hombre (sexo). Éste debería
ser el verdadero enfoque; y esto es el resultado, extremo y miserable, de una
dimensión
valiosa en su
conjunto, en un nivel intersexual, que es la agresividad. Pero ponemos aquí el
foco o lo ponemos en ¿quién sufre esa violencia? Y si ponemos ahí el foco lo
ponemos sólo en el formato pareja (donde la mujer lleva la peor parte) ¿O lo
ponemos también en otros ámbitos? (muertes por armas de fuego, cometiendo delitos,
suicidios, sexo de los abusadores y abusados en prisiones...). ¿Y en estos
otros ámbitos quién la sufre? Y si bajamos de la violencia como expresión
extrema y ponemos la agresividad como “valor sexuado” ¿Qué podríamos decir de
actividades que requieren más vigor? ¿Hablamos por ejemplo del sexo de los
muertos en accidentes laborales o en deportes de riegos?
La violencia
es del hombre, pero el feminismo, partiendo de su propio análisis igualitario
y monosexuado, e incapaz de pensar dialécticamente, la define como “hacia las
mujeres”. Podemos seguir con una visión parcial o ir hacia atrás y ampliar el
“campo” de visión. No se trata de “negar”, nosotros deploramos la violencia
hacia las mujeres (hacia los niños, hacia los hombres...), pero queremos
entenderla en su extensión global.
Y animamos a
los sexólogos a que la demanda no nos encuentre sin recursos; como nos pasó
con el “abuso infantil”. Consideramos que, en relación a éste, nos limitamos a
minimizar su impacto ante todo un movimiento de orquestación que lo
magnificaba. Y era cierto. Pero entretanto no nos ofrecimos al usuario como
posibilidad clínica reparadora. Aprendamos del pasado. Mientras denunciamos el
error de enfoque, no estaría de más ir proveyendo terapéuticamente de
recursos para trabajar la violencia desde la Sexología.
Igual que con
la erótica que reivindicamos como valor, pero ofertamos estrategias terapéuticas
para su “mejora”. De la educación a la clínica, pasando por el asesoramiento,
debemos estar allí donde el sexo sea relevante. Debemos estar en el trabajo
terapéutico y asistencial; no dejemos sólo a los psicólogos y trabajadores
sociales (clínicos, en suma), para luego quejarnos de lo “mal” que lo hacen.
Hagámoslo también nosotros.
Lo
asistencial ha conquistado el mundo socio-político y lo educativo ha caído en
el más absoluto olvido. Es la metáfora perfecta entre pedagogía y
psicopatología. La metáfora perversa que nos constriñe. El mundo discurre más
por la educación, que por la enfermedad y sus curas. Estemos preparados en lo
clínico y asistencial, pero el reto está en la educación sexual. Y ahí, la
educación no es otra cosa que “prevención”, palabra que empleo para contentar a
los clínicos, ávidos de curar e incapaces de educar. Convendrán al menos con
nosotros en el esfuerzo para “no enfermar”. Esta es la concesión terminológica
a la que podemos estar dispuestos (prevención por educación); pero a poco más.
Y podemos
seguir con la mezcla de lo asistencial, como una forma de entender el fenómeno.
Pero, ¿dejamos que las familias de asesinados legislen? ¿O tomamos distancia
emocional para entender todo el fenómeno? ¿Somos científicos o vengadores?
ARENGA30
SEXOLÓGICA
Es la
dialéctica entre cultura y naturaleza; no “o”, sino “con”. Cultura con
naturaleza. El ser humano, en tanto ente cultural, debe “luchar” por dominar
esa naturaleza que le viene dada y llevarla al máximo a sus deseos sociales;
pero sólo si antes asume y conoce esa naturaleza, estará en condiciones de
“dominarla” o “adaptarla”. Los anovulatorios liberan a la mujer de los
dictados reproductivos; pero para ello hubo que entender primero su realidad
más salvaje y orgánica, más íntima y natural que toda dimensión de “ser
vivo”(naturaleza), antes que “humano” (cultura), conlleva.
Los hombres
debemos dominar nuestra violencia, inherente a nuestra condición de hombre.
Pero sólo si la conocemos y la aceptamos la podremos gestionar. Si se niega su
existencia, se “castra” psicosocialmente al hombre; pero nuestros testículos
seguirán ahí, generando testosterona psicosocial.
Olvidad las
bienintencionadas afirmaciones “roussonianas” de el hombre es bueno por naturaleza.
La naturaleza no es ni buena ni mala, es amoral (no inmoral, cuidado). Vivimos
con ella
y con su dialéctica: entre la supervivencia individual y
la de la especie. Vivimos la dialéctica sexual: entre la diferencia y la
necesidad de encuentro. Hombre y mujer no somos iguales, los hombres somos más
agresivos; pero nos necesitamos, nos buscamos.
Llegó la hora
de la Educación sexual, más allá de la erótica o de la desculpabilización del
placer. Educación sexual, del hombre y la mujer, de sus expresiones sexuadas,
sean o no eróticas. ¿Para cuándo?
Enseñad a los
muchachos sus esencias sexuadas, sólo lo que se conoce se controla; lo que se
teme se evita y nos acaba desbordando. Enseñad a las mujeres cómo son los
hombres y las mujeres; y ayudad a ambos a ser bilingües. Que los hombres asuman
y sean bilingües en la erótica. El camino más corto, el que lleva al éxito, no
siempre es el recto, el directo. De la violación a la seducción hay todo un
camino. Del mismo modo nuestra agresividad es inherente a nuestra propia
existencia. Somos cara y cruz de la misma moneda. Sólo queremos ver una cara;
pero el azar se empeñará en enseñarnos también la cara “oculta”.
Ayudar a los
muchachos a canalizarse a base de quererse y aceptarse: posesión, celos,
honor... ¡cuidado con ellos muchachos, os asaltarán, estad preparados!. Gritad
a los árbitros, competid, enfadaos, meted goles, ganad y perded, canalizad
vuestra energía, tan vuestra como vuestro cromosoma Y... Porque sólo así
podréis estar en paz. Sed valerosos porque sólo así podréis ser tiernos. El
relax es mejor tras la tensión; y sólo se percibe en plenitud si antes la
tensión ha sido máxima. Tensaos “fuera” y sin peligros; para relajaos dentro,
con amor.
Olvidad a las
feministas-estalinistas, soñadoras
de la igualdad, de un mundo feliz. Incapaces de mirar la dotación sexuada,
propia o de los demás; su erótica, por ejemplo, sus fantasías, en ocasiones de
dominación.. Y sobre todo, mirar a los hombres a los ojos. Si sabéis como somos
desaparecerá el temor. Sólo se teme a lo desconocido. Mujeres, no temáis a los
hombres; hombres, no temáis vuestro sexo. Somos dialéctica, desde la misma
dinámica masculina de la agresividad (competitividad y violencia) hasta la
misma dialéctica sexual: hombre-mujer. Olvidaos de quien niega la globalidad
humana, de quien menosprecia la naturaleza y la biología, y cree que todo es
modificable, que la naturaleza es irrelevante.
Leed a Paglia
y Badinter, y no a los hombres blandos por la igualdad, con remordimientos de
conciencia, sintiéndose culpables, buscando el amparo científico del feminismo
de la igualdad. Olvidad a Corsi, a Bonino, a Kaufman, a Seidler... ¿Sois
científicos? No busquéis lo que queréis oír (para eso no está la ciencia), sino
haced preguntas y buscad con coraje las respuestas; aunque serán tortuosas o
indecorosas, viscerales y “naturales”.
Somos
educadores sexuales, o sea de los sexos, de los hombres y de las mujeres.
Ayudad a los chicos a ser hombres y a las chicas a ser mujeres; y, sobre todo,
a estar orgullosos de serlo. Que sepan que son distintos; y que sepan que se
buscarán, y por tanto, ayudadles a entender el “otro” idioma; a que lo
entiendan, no a que lo cambien o a que busquen uno nuevo intermedio. El esperanto
ha muerto.
Dadles siempre derecho a hablar su propia lengua y conocimiento para entender
la otra.
Pero sobre
todo, ayudar a entender la realidad global que supone el hecho de ser hombre
y mujer; no igual, no mejor ni peor, sino diferente.
Notas al texto
1 Protagonista
único del antiguo paradigma del “locus genitalis”.
2 Fue Magnus
Hirschfeld quien planteó a principios del s. XX la teoría de la
intersexualidad. “...entiende al hombre y a la mujer completos como
ideales entre los que se situarán hombres y mujeres reales a lo largo de un
continuo...”. Ver Llorca A. (1996). “La teoría de intersexualidad de Magnus
Hirschfeld: los estadios intersexuales intermedios”. Anuario de Sexología 2, Valladolid.
AEPS.
3 Sáez Sesma, S.
(2003): Los Caracteres Sexuales Terciarios. Revista Española de
Sexología 117-118.
Madrid. Instituto de Sexología.
4 Sáez Sesma,
J.S. (1999): La Afectividad Masculina o el Valor de lo Implícito. Boletín de
Información sexo-lógica, nº 24. Valladolid. AEPS.
5 Existe la
percepción extendida de que las mujeres son hábiles en este aspecto. Eso se
encuentra al “considerar” tanto hombres como mujeres quién es más “capaz” en
este terreno: autoconcepto.
6 Badinter, E.
(1993): XY, La
Identidad Masculina. Madrid. Alianza Editorial.
7 Recordemos,
por ejemplo, cómo en la infancia, en los contactos con personas del mismo sexo,
la diferencia no estaba en que los niños utilizaban estrategias más asertivas
y directas, y las niñas más indirectas; sino en cuanto (es decir, con qué
frecuencia) utilizaban unas u otras estrategias. No se trataba de incapacidad,
sino de una tendencia o un estilo general (frente al otro que también se conoce
y también se emplea)
8 Sáez Sesma, S.
Cuando
la Terapia Sexual Fracasa. Aportaciones sexológicas para el éxito. Madrid.
Fundamentos. En prensa.
9 Como primera
discusión vendrá consensuar de “qué” estamos hablando. Perfectamente podríamos
hablar de competitividad, expresiones enérgicas, dominancia. Vamos a ir viendo
cómo las connotaciones de unos u otros términos no son gratuitas.
10 Es curioso
observar cómo, en un plano más filosófico, el sexo es lo que diferencia y lo
que impele al encuentro. Esta ambivalencia se muestra en expresiones
teóricamente tan distantes como la afectividad y la agresividad, ambas sin
duda sexuadas.
11 Clare, A.
(2002): Hombres.
La masculinidad en crisis. Madrid. Taurus.
12 Antes en el
sentido cronológico, no en el sentido de prioridad asistencial. Pero, si sólo
se interviene desde este segundo plano, la prevención nunca será efectiva.
13 Clare, A.
(2002): Op.
Cit.
Pág. 38.
14 Ver Badinter,
E. (1993): Op.
Cit.
15 Atención al
matiz “dimensión”, no defecto, ni valor, en principio, sino dimensión
insoslayable en toda relación afectiva.
16 La obra de
Seidler, V. J. (2000): Op. Cit. es muy significativa
en este aspecto. Considerando cómo la ciencia de la razón (de herencia
kantiana), masculina por antonomasia, ha menospreciado lo emocional como vía de
acceso al conocimiento, cuando no lo ha denostado abiertamente. De ahí la
salida del universo femenino emocional de lo científico.
17 Aceptamos el
matiz de que a nivel psico-social se puede exagerar una base biológica
ligeramente superior en el varón, pero ahora estamos más en análisis
descriptivos que en estudios “causales”.
18 Incluso
cultivar en tanto valor sexual masculino (de la empatía al cultivo).
19 Si se asume en
el plano sociológico-simbólico que mucha impotencia e IDS masculina son una
venganza inconsciente contra la liberación de la mujer y su deseo, en la misma
línea de reflexión, considero que el menosprecio del ocio masculino, con su
infravaloración creciente, es la venganza (simbólica e inconsciente) de la
canalización de su “exceso inherente de agresividad”, la negación de parte de
la propia identidad masculina.
20 Sobrante en el
ámbito occidental (espacio) industrializado (desarrollo social) actual
(tiempo). Veríamos si pensásemos lo mismo en caso de vivir aún en la selva o en
otra época. La sociedad ya no está dividida en cazadores (varón) y recolectores
(mujer), pero la realidad esencial del ser humano es la misma desde entonces.
Cambia el contexto (hardware) pero no tanto la “dotación” (software) humana.
21 Paglia, C.
(2003): Uamps
& Tramps. Más allá del feminismo. Madrid. Valdemar.
22 Badinter, E.
(2004): Por
mal camino.
Madrid. Alianza.
23 Diario 20
MINUTOS, Ed. de Zaragoza, 17 de Noviembre de 2004 (Portada).
24 Labrador, F.J.
y Col. (2004): Mujeres víctimas de la violencia doméstica. Madrid.
Pirámide. Pág. 25
25
Labrador,
F.J. y Col. (2004): Op. Cit. Pág. 32
26
Labrador,
F.J. y Col. (2004): Op.
Cit.
Pág. 32
27 Con el permiso
de Camille Paglia, a quien pedimos prestado el término.
28 Desde la
Sexología, la erótica es la expresión (real o virtual, individual o
relacional...) del hecho sexual humano.
29 Aquí el autor
duda en ocasiones de si esta afirmación es una “constatación científica” o
fruto de un “talante optimista”. En fin..., les dejo con la disyuntiva.
30 En este
momento, y de forma deliberada, abandonamos el discurso reflexivo y pasamos a
hacer lo que el epígrafe indica: Arenga Sexológica. Demos la palabra por un
momento a la RAE:
arenga.
(Quizá del prov. arenga,
y
este del gót. *harihr˘ing, reunión del
ejército, de harjis, ejército, y *hr˘ing, círculo,
corro de gente). 1. f. Discurso pronunciado para enardecer los ánimos. U. t. en
sent. fig. Así pues, y para que nadie se confunda, buscamos “enardecer los
ánimos” de los sexólogos para que tengan coraje a la hora de encarar un tema,
en el que haciendo honor a la episteme de nuestra ciencia, nos toca abordar a
“contracorriente” de lo políticamente correcto. Cuestión de identidad
científica. A la mía me remito.
LA
“CRISIS DE LOS CUIDADOS”:
CLAVES TEÓRICAS PARA UN ABORDAJE
DESDE LA PRÁCTICA SEXOLÓGICA1
Lucía
González-Mendiondo
Psicóloga. Sexóloga. Correo electrónico: luquitomendiondo@hotmail.com
El reparto de las tareas de cuidado se
ha convertido en uno de los temas principales en la agenda del feminismo. Sin
embargo, este auge de las políticas de igualdad y conciliación no se ve
correspondido por una mayor igualdad en la forma en que hombres y mujeres
internalizan el cuidado ni en las relaciones entre los mismos, lo que nos lleva
a pensar que quizá sea necesario un cambio de estrategia. La actual crisis de
los cuidados puede ser entendida como un síntoma del malestar entre los sexos
que se fue gestando a lo largo del pasado siglo XX, y en el cual el desarrollo
de las teorías de género y el feminismo de la igualdad tuvieron mucho que ver.
El presente artículo pretende una revisión de la idea de cuidado que
actualmente manejamos y el contexto desde el que éste viene siendo
interpretado, a fin de ofrecer alternativas a dicha interpretación desde el
marco que nos ofrece la sexología sustantiva.
Palabras
clave: crisis de los cuidados, tareas de cuidado, igualdad, sexos.
THE “CARES CRISIS”: THEORETICAL CLUES
TO TACKLE IT FROM THE SEXOLOGICAL PRACTICE
Tbe tasks of care division bas turned
into one of tbe principal topics into tbe agenda of tbe feminism. Nevertbeless,
tbis summit of equality and conciliation politics is not corresponded by a
major equality in tbe form in tbat men and women understand tbe care not in tbe
relations between tbem, wbicb leads us to tbinking tbat maybe a cbange of
strategy is necessary. Tbe current crisis of tbe cares can be understood as a
symptom of tbe discomfort among tbe sexes tbat was preparing tbrougbout last
XXtb century, and in wbicb tbe development of tbe gender´s tbeory and tbe
equality feminism were very important. Tbe present article tray a review of tbe
idea of care tbat nowadays we bandle and tbe context from wbicb tbis one comes
being interpreted, in order to offer alternatives to tbe above mentioned
interpretation from tbe frame tbat tbe substantive sexology offers us.
Keywords: care’s crisis, tasks
of care, equality, sexes.
INTRODUCCIÓN
Sobre las tareas de cuidado se han dicho y se están
diciendo muchas cosas. Se lanzan leyes de conciliación, se crean planes de
igualdad de oportunidades, se critican estas leyes o estos planes... sin
embargo, todas estas iniciativas se refieren a la transformación de aspectos sociales
de índole política o económica y, aunque la presencia de estas reivindicaciones
es cada vez más notoria en el marco de las instituciones democráticas, parece
que sus logros no son tantos como cabría esperar. Estas políticas enca
minadas hacia la igualdad entre los sexos no se ven correspondidas por una
mayor igualdad en la forma en que dichos sexos internalizan el cuidado ni en
las relaciones entre los mismos. Podría decirse que algo falla, pero, ¿qué es
ese “algo”?
De acuerdo
con numerosos autores hoy podemos afirmar de manera rotunda que el siglo XX fue
el siglo de las mujeres.
La Reforma
Sexual de los años 30, la posterior Revolución Sexual, la posibilidad de controlar
la procreación a partir del desarrollo de métodos anticonceptivos, la
incorporación masiva de las mujeres al mercado de trabajo, el acceso a la
enseñanza superior o los avances tecnológicos son algunos de los cambios
producidos durante el pasado siglo que posibilitaron un avance desconocido
hasta entonces en el camino de la emancipación femenina.
Por primera
vez podemos hablar de un sujeto femenino, una universalidad de los derechos,
aplicable a ambos sexos.
Las mujeres
abandonan sus roles de género tradicionales en busca de una nueva identidad, y
ésta afecta, irremediablemente, a lo más profundo de la estructura social y a
las relaciones entre ambos sexos.
Los
dispositivos de socialización de uno y otra están hoy más próximos que nunca,
sin embargo esto no supone, como se pensó o incluso se llegó a desear, la
aniquilación de los mecanismos de diferenciación social de los sexos
(Lipovetsky, 1999: 12). Los roles antiguos atribuidos a uno y otro sexo se
perpetúan y se combinan con los nuevos roles modernos.
Si bien es
cierto que hoy más que nunca podemos afirmar que lo que hace un sexo es
accesible para el otro, las preferencias, la dedicación y la implicación
emocional de uno y otro sexo para ciertas tareas y espacios vitales sigue
siendo diferente. Hombres y mujeres vivimos de forma distinta las diferentes
esferas que componen lo cotidiano y esta diferencia no puede achacarse
exclusivamente al peso social de los roles tradicionalmente atribuidos a uno y
otro sexo.
Los
individuos no se determinan sólo a través de las adjudicaciones socio-culturales
–muy a pesar de las teóricas del género o de las defensoras de la “nueva
feminidad”– sino que se da una relación dialéctica entre el individuo y
estructuras socioculturales. No estamos completamente definidos por estas
estructuras, si bien es imposible sustraerse a ellas.
El cuidado,
entendido como el conjunto de tareas encaminadas a posibilitar y sostener la
vida humana y donde se enfatiza un componente afectivo y relacional: el cuidar
de otros, atender sus necesidades personales, materia les e inmateriales, y
con límites más amplios que el grupo doméstico, (Pérez Orozco y Del Río, 2002)
continúa, a primera vista, siendo cosa de mujeres.
El panorama
actual es complicado. Tanto las mujeres como los hombres de hoy somos herederos
de una serie de planteamientos contradictorios que dificultan el abordaje de
estas cuestiones y, lo que es más importante, su vivencia.
La llamada
“crisis de los cuidados” no es sino un síntoma del malestar entre los sexos que
se fue gestando a lo largo del siglo XX y en cuya construcción han tenido mucho
que ver los planteamientos del feminismo.
La separación
entre lo biológico y lo cultural a partir de la que se desarrolla el sistema
sexo/género, que nos ha llevado a perdernos en debates poco fructíferos sobre la
igualdad y la diferencia; la apelación constante a la realidad totalizadora del
patriarcado, como si realmente las mujeres constituyéramos una clase social y
olvidando que la cercanía ideológica y política entre una mujer y un hombre de
la misma clase o etnia es mucho mayor que la de dos mujeres de diferente
situación socioeconómica o cultural; la imposición de la igualdad en la esfera
de lo íntimo y lo privado, como si todas las diferencias fueran realmente fruto
de una socialización desigual y opresiva para las mujeres y siendo
precisamente en este ámbito donde las diferencias se hacen más obvias; o el
salto de la igualdad a la victimización, que no hace si no apelar a las
diferencias entre los sexos como fuente de desigualdad, son algunos de los elementos
que han contribuido activamente en la construcción del actual enfrentamiento
entre los sexos.
No seré yo
quien niegue la importancia del desarrollo de estas teorías y de las luchas de
las feministas en diferentes focos, que han posibilitado que las mujeres
gocemos hoy de una independencia desconocida hasta el momento. Pero,
precisamente gracias a esta independencia y la libertad que conlleva, podemos
ahora analizar, discutir y repensar estas teorías, observar sus consecuencias y
plantearnos la necesidad de un cambio de estrategia.
El presente
artículo se centra en la revisión de la llamada crisis de los
cuidados desde
el marco que nos ofrece la Sexología Sustantiva2.
Si entendemos
esta crisis
como
un síntoma del malestar entre los sexos y la relación de pareja heterosexual
como uno de los contextos donde este síntoma se manifiesta de manera más
rotunda, parece obvia la importancia que la reflexión sobre las causas y
posibles consecuencias de dicha crisis, así como la búsqueda
de claves que faciliten su gestión desde el mismo seno de la pareja, tienen
para nuestra disciplina, concretamente, en su vertiente terapéutica.
LA
RECUPERACION DE CONCEPTOS PARA LA COMPRENSION DE REALIDADES
El ritmo
acelerado del pulso de las sociedades occidentales nos lleva con frecuencia a
correr hacia el futuro olvidando echar de vez en cuando un vistazo hacia el
pasado, incluso hacia el más reciente. En la era de la información, la
desinformación está a la orden del día; todos nos permitimos hablar –incluso
teorizar– sobre cualquier cosa, nos formamos opiniones a partir de las
opiniones de otros e, ignorando nuestra propia ignorancia, nos olvidamos de
recurrir a las fuentes, de detenernos a mirar qué y por qué ha pasado. No
siempre lo urgente es lo importante, pero a menudo nos dejamos arrastrar por
la urgencia, lo inmediato y lo práctico. Así, los errores y aciertos del pasado
caen en saco roto y se repiten como si de novedades se trataran. Puede que los
individuos occidentales, como defienden muchos, hayamos alcanzado un nivel de desarrollo inaudito
hasta el momento, pero tampoco nuestra falta de memoria histórica fue nunca
tan grande.
En este
apartado, me propongo andar el camino que recorrió el feminismo durante el
pasado siglo XX –esto es, nuestro pasado más reciente–, pero por una senda
diferente a la que se escoge habitualmente al hacerlo: la vía poco transitada
que abrieron durante la Ilustración quienes abordaron la Cuestión Sexual, o
sea, de los sexos.
Como ya
señalaba Elianor Marx en el siglo XIX3, no se debe confundir la Women
Question con la Sexual Question.
Sobre la
Cuestión Sexual se asentaron las bases del planteamiento sexual moderno –es
decir, el propio de la época moderna a partir de la Ilustración–. Con la
proclamación de los derechos de los individuos como tales individuos, hombres
y mujeres, se situó en un primer plano el interés por sus identidades y por lo
tanto sus diferenciaciones.
Nos
encontramos en un momento de revolución, de abolición del absolutismo e implantación
de los nuevos derechos de los ciudadanos. Muchos autores señalan la
Declaración de los Derechos del Hombre en 1789 como el punto más
representativo y desencadenante del histórico debate en torno a la Cuestión
Sexual. Esos derechos excluían a las mujeres, y la respuesta no se hizo
esperar. Era inconcebible que se pretendiera superar el antiguo régimen
excluyendo a la mitad de la humanidad. No es por lo tanto de extrañar que el
feminismo moderno sitúe su origen en este momento.
La Cuestión
de las Mujeres era urgente y, dada su urgencia, llegó a eclipsar la Cuestión
Sexual olvidando el fondo de ésta: la Cuestión Sexual puso de manifiesto que
era impensable plantear los problemas de uno y otro sexo de manera
independiente; el debate se centró en la identidad de uno y otro sexo, o, si se
prefiere, de uno respecto al otro. Mientras la primera –y el feminismo en
general– ha utilizado las diferencias para denunciarlas como clave de la dominación
y luchar contra ellas, la Cuestión Sexual puso el acento en el otro lado,
convirtiendo las diferencias por razón de sexo en la solución.
Sin embargo,
como señalaba más arriba, a lo largo de los siglos siguientes, y en especial
durante el siglo XX, ha sido la Cuestión de las Mujeres y no la Cuestión
Sexual la que más relevancia ha tenido. Cabe ahora preguntarse ¿por qué?, ¿qué
pasó con las cuestiones planteadas en aquellos primeros debates en torno a los
sexos?
Puleo (1994),
Amorós (1997) y otras autoras se han detenido en el análisis de este feminismo
Ilustrado cuyo objeto estaba claro: la universalización real de los Derechos
Humanos y la vindicación de un lugar para las mujeres dentro del proyecto
Ilustrado.
Merece la
pena recalar ahora en la primera mitad del siglo XX, antes de la llamada Revolución
Sexual de los años 60 y del apogeo de los movimientos feministas más
combativos:
Durante los
años 20 comenzó a gestarse en Europa la llamada Reforma Sexual, previa a esa
otra Revolución de la que tanto se ha hablado, y que se materializó en la creación
de una organización conocida como la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre
Bases Científicas (LMRS).
Esta
organización no duró mucho: de 1921 a 1935. Sin embargo, puede considerarse, al
analizar sus diez puntos programáticos, un proyecto ambicioso y del que se
obtuvieron grandes logros, algunos de ellos socialmente visibles en nuestros
tiempos.
En la
monografía dedicada a la LMRS en la Revista Española de Sexología, Ángeles
Llorca Díaz (1995) recoge la resolución general del Congreso de Copenhague (1-5
de julio de 1928) en el que se expresa de la siguiente manera el fin primordial
de la Liga:
“...hacer lo
necesario para que se tomen en cuenta las consecuencias prácticas de los
resultados de la investigación de la sexología biológica, psicológica y
sociológica para el juicio y la reorganización de la vida sexual y amorosa de
los seres humanos... La cantidad de personas que han sido víctimas, y que
todavía lo son diariamente, de una falsa moral sexual, de la ignorancia sexual
y de la intolerancia es desacostumbradamente grande. Es por ello urgentemente
necesario que las cuestiones sexuales particulares (la cuestión de las
mujeres, la cuestión del matrimonio, la cuestión de la natalidad, eugénica,
las cuestiones de la incapacidad para el matrimonio y los no casados, la
cuestión de la prostitución, la cuestión de las anomalías sexuales, el derecho
penal sexual, la educación sexual, etc.) sean sometidas a una revisión según
puntos de vista naturales y
unificados y que sean
reguladas en el sentido de la sexología.”
En las mismas
actas del Congreso de Copenhague se publican las demandas más importantes
planteadas por la Liga:
1. Igualdad de
derechos política, económica y sexual de la mujer.
2. Liberación
del matrimonio (especialmente también del divorcio) de la tiranía actual de la
Iglesia y el Estado.
3. Control de la
natalidad en el sentido de una procreación responsable.
4. Manipulación
eugénica de la descendencia4.
5. Protección de
las madres no casadas y de sus hijos.
6. Consideración
correcta de las variantes intersexuales, especialmente de los hombres y
mujeres homosexuales.
7. Prevención de
la prostitución y las enfermedades venéreas.
8. Consideración
de los desordenes sexuales del impulso no como hasta ahora, como crímenes,
pecados
ovicios, sino
como fenómenos más
omenos
patológicos.
9. Un código
penal que pene sólo los actos que dañen la libertad de una segunda persona,
pero no los mismos actos sexuales entre adultos responsables, ejecutados por
mutuo consentimiento.
10. Educación
sexual e ilustración sistemáticas.
Pese a su
carácter presuntamente apolítico5, fueron circunstancias políticas
las que desencadenaron el fin de la LMRS: la situación política y financiera
mundial había ido a peor desde su fundación, y el auge de los fascismos en
Europa puso en evidencia la imposibilidad de continuar con un proyecto
internacional de estas características.
Tras la
Guerra y la caída de los fascismos parece ser que la única línea que se
recuperó
en lo referente a
teoría sexológica, –esto es, de los sexos– fue la línea combativa y exaltada
propuesta por Reich.
Como afirma
Alicia H. Puleo (1992: 111), para Reich, liberación sexual y liberación política
van a la par. Ambas se implican, ya que por la primera es posible una actitud
de rebeldía frente al autoritarismo. La liberación sexual se convierte en el
motor de la liberación política. Así, el sexo que se es quedará
eclipsado, abandonado, por el sexo que se hace y éste reducido al coito,
imponiéndose un modelo genital, masculino y heterosexuante, en el que la imposición
del orgasmo se ve disfrazada de liberación y revolución, perpetuando lo que
Foucault llamó la hipótesis represiva:
“...La
pregunta que querría formular no es: ¿por qué somos reprimidos?, sino: ¿por qué
decimos con tanta pasión, tanto rencor contra nuestro pasado más próximo,
contra nuestro presente y contra nosotros mismos que somos reprimidos?” (Focault,
1977: 16).
Entrados los
años 60, las teorías reichianas encontrarán respuesta en las teóricas del feminismo.
El feminismo
como movimiento se plantea, durante la segunda mitad del siglo XX, que la
sexualidad tiene que formar parte de una manera central en su agenda. Se
reclama al feminismo que se cuestione el estatus de la sexualidad en el
discurso feminista. Se deja de hablar sólo en términos de agresiones sexuales
para hablar de poder: el placer es una fuente de poder y de vida, y no tanto
debilitador y corrupto.
Las teóricas
feministas van a apoyar el placer y a reclamarlo como derecho, así la sexualidad
se convierte en un terreno de lucha y deja de ser un campo cerrado que sólo
interesa a un pequeño grupo privilegiado.
Bajo el lema
de Millet, “lo personal es político”, se subrayaron las repercusiones que
tenía el sexismo en las vida doméstica y sexual de las mujeres, e incluso se
forzó a los hombres a enfrentarse a los mecanismos que les otorgaban
directamente los privilegios de su aceptada hegemonía social/sexual; la
familia cayó bajo una estrecha vigilancia desde que se la situó en el punto de
mira como el lugar fundamental de la opresión de las mujeres. Resultaba
central el trabajo de redefinir los límites biologicistas que habían sido
impuestos a las mujeres por los proteccionismos del poder masculino. El
lema “lo personal es político”, de remarcado carácter emancipador,
contribuyó, sin embargo, a reforzar la imposición del deber ser frente al
propio deseo.
Reich comenzó
una lucha por alcanzar un objetivo deseable (materializado en la capacidad
orgásmica) y esto supuso un cambio en el objeto sexológico: de la relación
entre los sexos a la respuesta sexual. Las teóricas del feminismo de la
segunda ola respondieron a Reich demostrando lo equivocado de sus
planteamientos y utilizando la respuesta sexual como pretexto para explicar la
diferencia femenina y denunciar el androcentrismo impuesto: la sexualidad,
reducida a respuesta sexual, continúa siendo objeto de lucha.
Centradas en
el cuestionamiento de las teorías reichianas y la crítica al patriarcado como
realidad totalizadora, las teóricas de los feminismos de la segunda mitad del
siglo XX olvidaron o perdieron el interés por las vindicaciones de esas
primeras feministas y el debate en torno a la Cuestión Sexual. Las aportaciones
de la primera generación de sexólogos, coetáneos de aquellas primeras
feministas, quedaron silenciadas por teorías de mayor envergadura política:
de una parte, la revolución sexual emprendida por Reich como pretexto para la
revolución social. De la otra, la respuesta o “contra-revolución dentro de la
revolución” feminista.
Tanto Reich
como estas teóricas construyen su discurso en torno a la represión –ya sea de
uno de los sexos frente al otro, ya sea de la sexualidad y el cuerpo como
escenario de ésta– olvidando la cuestión de fondo, esto es, la relación entre
los sexos.
Ocurrió, por
lo tanto, aquello sobre lo que Elianor Marx nos advertía a finales del siglo
anterior: la Women Question se confundió e incluso llegó a absorber a
la Sexual Questión.
Retrocedamos
un poco, volvamos a 1928 y las demandas fundamentales consensuadas por la LMRS.
Bajo estos
diez puntos programáticos, con los que se pretendía una reforma de la moral
sexual dominante, subyacen una serie de conceptos y planteamientos que quedaron
enterrados al desviarse la atención de la Cuestión Sexual hacia la Cuestión o
Lucha de las Mujeres y, por ampliación, de la teoría de los sexos hacia teorías
de poder. La recuperación de estos conceptos resulta fundamental para entender
la actual relación entre los sexos y buscar salidas.
Estos
conceptos y la necesidad de ser recuperados han sido explicados hasta la
saciedad y en incontables ocasiones por Efigenio Amezúa, así como por otros
autores entre los que cabe destacar los de aquella primera generación de
sexólogos que les dieron forma6. En las siguientes páginas me
limito a resumir lo que ellos ya expusieron, al considerarlo necesario para la
comprensión del modo en el que el discurso en torno a la Cuestión Sexual se fue
complicando y alejando de su fin inicial: la comprensión de los sexos.
En primer
lugar, la reflexión de la LMRS se asentaba sobre la idea moderna de identidad
sexual.
Es a partir
de esta idea desde la que se hace posible pensar a la mujer como individuo diferente
del hombre. Hasta la modernidad la mujer es considerada un hombre inacabado,
inferior, incompleto, lo que facilita y justifica la dominación masculina. La
identidad sexual permite profundizar en la feminidad y la masculinidad, esto
es, en lo que hombres y mujeres tienen de diferentes y lo que comparten. Hace
posible que La Cuestión Sexual se ponga sobre la mesa.
La identidad
pasa a ser una necesidad fundamental del ser humano, constituye la percepción
última que cada individuo tiene de sí mismo, el conocimiento subjetivo a partir
del que cada uno toma conciencia de ser quien es. La adquisición de esta
identidad sexual –hoy llamada de género– va más allá de los límites de la
determinación natural, pero no por ello podemos considerarla independiente de
ésta.
Desde la
perspectiva de género, persistiendo en el empeño de considerar toda diferencia
fruto de la socialización, Almudena Hernando (2000:104) afirma que la
identidad consiste básicamente en desarrollar mecanismos cognitivos que nos
permitan tener sensación de que controlamos en medida suficiente la realidad,
independientemente del control real en sí que tengamos –y añade: Desde
este punto de vista cabe decir que no existen identidades naturales o dadas.
(...) Todos, hombres y mujeres, cazadores y agricultores, epipaleolíticos o
post-industriales, somos idénticos en el momento de nacer. Me parece que
la equiparación de estos ejemplos es un tanto precipitada, pues, si bien
carezco de herramientas para negar la igualdad prenatal del ser humano
epipaleolítico y el post-industrial –aunque posiblemente no sea real si tenemos
en cuenta la influencia de la cultura en el desarrollo biológico tanto a nivel
filo-genético como ontogenético– y coincido con la autora en que la profesión o
dedicación de los hombres y mujeres no viene determinada por su biología, las
diferenciación sexual tiene un origen prenatal. Hombres y mujeres somos diferentes
en el momento de nacer. Nuestra identidad se construye a partir de esta
sexuación, siendo, por lo tanto, sexual.
Junto a la
identidad sexual, encontramos en los planteamientos de esta primera generación
de sexólogos otros conceptos de especial relevancia para evitar caer en
dicotomías obsoletas: por un lado la diferenciación sexual, que alude al
proceso de sexuación –aunque este término será posterior– a partir del cual
cada uno nos constituimos como esta mujer o este hombre concretos
dentro del continuo de los sexos.
El continuo
de los sexos, esto es, de los caracteres propios de cada uno de los sexos,
permite explicar esta diferenciación o, lo que viene a ser lo mismo, la
construcción de la propia identidad sexual –y sexuada– de los individuos.
Para la
explicación de esta diferenciación, Hunter –ya en 1869– habla de los caracteres
sexuales primarios y secundarios tomando su nomenclatura directamente de
Darwin.
Los
caracteres sexuales primarios serán aquellos propios de cada sexo en
exclusividad, esto es, los órganos y funciones asociados a la reproducción. Se
denominaron secundarios aquellos caracteres que siendo dominantes en uno de los
sexos no eran exclusivos de éste. La diferencia entre primarios y secundarios
no reside, por lo tanto, en que se traten de rasgos biológicos o sociales como
afirmaba el anterior paradigma y se ha seguido manteniendo incluso hasta
nuestros tiempos, sino en criterios de exclusividad o compartibilidad por cada
uno de los sexos.
Ya
finalizando el siglo XIX, en concreto en 1894, Havelock Ellis esbozó la idea,
en conjunción con las anteriores, de los caracteres sexuales terciarios para
referirse a aquellos rasgos, gestos y conductas que, aunque atribuidos a uno u
otro sexo, eran intercambiables y flexibles según factores de adaptación. Esta
idea se corresponde con lo que hoy conocemos como roles sexuales –o de género.
Con la adopción
del sistema sexo/género por parte del feminismo, estos conceptos se vieron
convertidos en objeto de polémica y tachados de la lista de “conceptos útiles
para la elaboración teórica” por ser considerados excesivamente biologicistas
y culpables de la perpetuación del androcentrismo. Si nos detenemos a analizar
estos conceptos, su origen y aquello que pretendían definir, veremos que esta
acusación es falsa y probablemente se vio promovida por intereses ajenos a la
descripción de la realidad y más vinculados a la lucha por el poder de la que
hablaba más arriba:
En primer
lugar, las críticas fueron producto de la errónea división entre lo biológico o
“natural” y lo sociológico o “cultural”; la división bio, socio –a la que, con
Freud, se añadió lo psico–, cuya existencia real es más que cuestionable.
Por otra
parte, en el empeño en entender estos caracteres como fruto del androcentrismo
imperante, se critican por ser inmutables y adscribir, por lo tanto, a cada
sexo a unos roles que mantienen la dominación masculina. Sin embargo, desde el
planteamiento inicial de estos caracteres resulta obvio que, den- tro del
continuo de la diferenciación de los sexos, sólo los primarios resultan
exclusivos de uno de los sexos, siendo los secundarios más comunes a ambos y
los terciarios fácilmente intercambiables o modificables, esto es,
culturalmente flexibles. De hecho, esta flexibilidad y la necesidad de un
cambio en la estructura moral sexual fueron el objeto de la Cuestión Sexual que
ponía sobre la mesa la imposibilidad de plantear la realidad de un sexo sin
referencia al otro.
Con el
sistema sexo/género, el sexo, ligado a lo natural y supuestamente inmutable o
más difícilmente modificable, vuelve a verse reducido a lo genital, como venía
entendiéndose en el anterior modelo reproductivo. Si antes se hablaba de
reproducción, la teoría reichiana y las aportaciones feministas comenzarán a
hablar de placer pero en ningún caso abandonarán el paradigma antiguo, el locus
genitalis.
Podemos
entender los sexos desde un planteamiento dimórfico, hombre-mujer, aceptando
por lo tanto una esencia masculina y otra femenina –como se viene haciendo
desde las teorías basadas en la doble realidad sexo/género– o desde el
planteamiento de la intersexualidad a partir del cual
pueden comprenderse muchas cuestiones y desarrollarse nuevas vías explicativas
más coherentes con la realidad.
Este
concepto, introducido por Magnus Hirschfeld a finales del siglo XIX, hace
referencia a un sexo que se va haciendo en un continuo cuyos polos son dos
representaciones teóricas y “extremas”de tal forma que cada individuo es un
punto, un grado dentro de un continuo. Ésta será, a mi entender, la idea clave
para comprender definitivamente el continuo de los sexos como el marco
necesario para el planteamiento de la Cuestión Sexual y cada una de las
cuestiones particulares que la conforman.
Estas
representaciones extremas (hombre-mujer) no son realidades absolutas sino que
son constructos sujetos a la moral cultural y al imaginario social de cada
momento. En la medida en que cambie este imaginario social cambiarán también
estas representaciones. Es preciso insistir en que esta idea de
intersexualidad tiene muy
poco que ver con el
carácter patológico que se le ha atribuido posteriormente. Este carácter
patológico es fruto, de nuevo, del empeño en mantener el sexo adscrito al
ámbito de lo genital y considerar que hombres y mujeres son, y han de ser,
estructuras perfectamente diferenciadas y mutuamente excluyentes.
Como se
desprende de sus puntos programáticos, la LMRS puso un empeño fundamental en
la consideración correcta a partir del estudio científico u observación de los
estados intersexuales y no bajo la luz de la normatividad y los prejuicios
morales.
Con Foucault
entenderemos cómo esta patologización de lo sexual, esta implantación perversa
por parte del discurso médico, que tiene su origen en la publicación de la
obra Psychopathía sexualis por Kahn en 1844, no es sino una nueva forma
de perpetuación de los antiguos juicios morales en torno al sexo, entendido
éste desde el locus genitalis. Desde este movimiento, avalado por la
supuesta objetividad y la autoridad de la ciencia médica, todas las
manifestaciones sexuales no acordes con su fin reproductivo serán consideradas
aberraciones o perversiones. El antiguo pecado se reviste de realidad
científica y se convierte en enfermedad. Lo normal combate a lo patológico
igual que desde antiguo el bien combatía al mal. Este movimiento alcanza su
cumbre más alta con la publicación en 1886, de otra obra de igual nombre (Psychopathia
sexualis) por Krafft Ebing, y convive con el otro planteamiento, el realmente
moderno de la Sexología, hasta nuestros días. De hecho, más que convivir ha
llegado a eclipsarlo, contribuyendo con el psicoanálisis –que también vio la
luz en la misma época– a la desactivación del nuevo paradigma planteado desde
la Cuestión Sexual y a la perpetuación de los antiguos cánones normativos
encubiertos por nuevas escalas y nomenclaturas:
“¿Acaso la puesta en escena del sexo no está dirigida a
la tarea de expulsar de la realidad las formas de sexualidad no sometidas a la
economía estricta de la reproducción: decir no a las activi‑
dades infecundas,
proscribir los placeres vecinos, reducir o excluir las prácticas que no
tienen la generación como fin? A través de tantos discursos se multiplicaron
las condenas judiciales por pequeñas perversiones; se anexó la irregularidad
sexual a la enfermedad mental; se definió una norma de desarrollo de la
sexualidad desde la infancia hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos
los posibles desvíos; se organizaron controles pedagógicos y curas médicas;
los moralistas pero también (y sobre todo) los médicos reunieron alrededor de
las menores fantasías todo el enfático vocabulario de la abominación...” (Foucault,
1977: 48).
Encontramos,
por lo tanto, un entramado de discursos que se fueron complicando a lo largo
del siglo XX y que dificultaron la comprensión y profundización de la Cuestión
Sexual, desviando la atención hacia otros focos desde los que se perpetua el
conflicto más que ofrecen soluciones. El feminismo puede entenderse como uno
de estos focos de conflicto y tergiversación de términos, junto al
psicoanálisis y la patologización de lo sexual.
No pretendo entrar a juzgar u oponerme al movimiento
feminista como frente de lucha contra la desigualdad social, ni mucho menos
plantear la necesidad de su desaparición como harán muchas de las teóricas
neofeministas. Pero sí quiero destacar la necesidad para el propio feminismo
de abrirse a nuevos planteamientos, a otros paradigmas, desde los que abordar
la Cuestión de las Mujeres. La Sexología Sustantiva, esa que quedó silenciada
por el auge de la patología sexual y las teorías psicoanalíticas y en cuyo
olvido han tenido mucho que ver las teorías feministas, puede darnos muchas
claves para la comprensión de la situación actual y su posible solución
encaminada no a la supremacía o el poder de un sexo sobre el otro, sino a la
superación definitiva de la represión en pro de la convivencia y la compartibilidad
de los sexos.
La
compartibilidad, unida a las ideas anteriores –identidad, continuo de los
sexos, caracteres sexuales e intersexualidad– será la pieza que complete el
puzzle de la Cuestión Sexual. Aludiendo, por una parte, a lo que cada individuo
tiene del otro sexo: aquellos caracteres secundarios y terciarios de los que
hablaba Ellis y que nos permiten situarnos en un plano diferente al dimorfismo
sexual; y, por otra, a lo que hombres y mujeres tienen en común y a sus
diferencias.
Si los
criterios de igualdad nos llevan a pensar en la compatibilidad entre los
sexos, serán precisamente las diferencias las que nos hagan comprender que
hombres y mujeres no somos ni tenemos que ser compatibles en todo sino que
somos compartibles,
pues
es precisamente lo que tienen de distinto lo que un sexo puede compartir con
el otro.
HACIA UNA
DEFINICION DEL CUIDADO
“Tareas de
cuidado”, “tareas del hogar”, “cuidados”, “tareas domésticas”, “trabajo
doméstico”, “trabajos de cuidados”... son algunos de los términos que se
vienen usando para abordar un tema tan complejo como central en las actuales
reivindicaciones feministas. Los cuidados han alcanzado hoy una centralidad
desconocida anteriormente dentro de la agenda política, así como en
investigaciones académicas y en las discusiones cotidianas que la gente de a
pie mantiene.
Pero, ¿a qué
nos estamos refiriendo?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cuidados? y, más
concretamente, ¿de qué hablamos cuando hablamos de crisis de los cuidados?
En muchos de
los estudios e investigaciones que se han realizado en torno al tema, la
definición del término “cuidados” queda subordinada a cómo se puede insertar
en la lógica del sistema capitalista y, por lo tanto, la definición nace
constreñida, nace para adaptarse a un esquema ya existente.
Así, Agullo
Tomás (2002: 30) define el cuidado de la siguiente manera:
“Uno de los
criterios utilizados para definir una actividad como cuidado, es que la persona
a la que vaya dirigi‑
da la
actividad no pueda satisfacer por sí misma sus necesidades. Las actividades de
cuidados quedarían limitadas, por tanto, a las dirigidas a colectivos muy
específicos, como los niños y niñas o las personas mayores dependientes. Los
límites entre los cuidados y otras actividades no remuneradas son, a veces,
difusos. Actividades como limpiar o preparar comidas forman parte claramente
del trabajo doméstico, pero podrían ser entendidas como actividades de cuidado
si se realizan para otra persona que no es capaz de realizarlas por sí misma”.
Tomando esta
definición como ejemplo de la idea de cuidado que se viene utilizando desde
las investigaciones sociológicas y psicosociales, encuentro en ella una serie
de sesgos que cabe ahora destacar.
Para empezar,
considera la autora implícitamente que no todas las personas son dependientes,
sino sólo unos determinados colectivos. Olvida que todos somos dependientes y
necesitamos ser cuidados, dependemos de los demás. No podemos centrar el
análisis únicamente en aquellos colectivos más “desvalidos” porque esta idea
reproduce la invisibilización de una realidad mucho más amplia y compleja.
El segundo
sesgo que encuentro es la consideración de que dentro del término “cuidados”
sólo entran aquellas actividades que se realizan para otras personas. ¿Dónde
queda entonces el autocuidado? ¿Acaso cuidarse a uno mismo no es cuidar también
a los demás?
En la mayor
parte de las definiciones, el cuidado se ve reducido al grupo doméstico.
Siendo el hogar el espacio propio de éste y enfatizando, con el uso de este
término, trabajo doméstico, el componente material de esas actividades
gratuitas: limpiar la casa, hacer la compra y la comida, lavar la ropa...
“Frente a esa
“materialidad”, se sitúa la idea de trabajos de cuidados, donde el acento se
pone en una componente afec‑
tiva y
relacional, el cuidar de otras/os, atender sus necesidades personales,
materiales e inmateriales –ayudar a un/a niño/a a hacer la tarea, acompañar a
tu pareja al médico– y con límites más amplios que el grupo doméstico –también
puedes acompañar a la médica a tu vecina–. Y luego vino el trabajo familiar,
en respuesta a ese complejo mundo de instituciones con las que hay que lidiar –la
escuela, los servicios sociales, la seguridad social, el banco, el seguro...–
y a las que hay que dedicar tanto tiempo (¡los papeleos!) y esfuerzo mental.
Así que, ahora, no sabemos muy bien como nombrarlo: trabajo doméstico y de
cuidados, trabajo familiar y doméstico, o cualquiera de las posibles combinaciones
con estos u otros términos.” (Pérez Orozco y del Río, 2002).
Al hablar de
“tareas de cuidado” –o trabajos de cuidados– a lo que se pretende hacer referencia
es a este conjunto de elementos, emocionales, relacionales y materiales, que
conforman el cuidado de la vida, sin los cuales ésta no sería posible.
Lo más común
a la hora de reivindicar estas tareas y señalar su importancia ha sido intentar
traducirlas en términos monetarios –lo que supondría económicamente pagar esos
trabajos–o en términos de tiempo –¿cuántas horas al día dedican las personas a
este conglomerado de tareas?
Pero, aunque
estos análisis resulten interesantes en tanto que señalan, al menos, la existencia
de esta realidad, siguen constriñéndose a términos cuantitativos y económicos
que dejan de lado otros muchos aspectos de vital importancia, en especial la
afectividad implícita en estas tareas.
La lógica del
cuidado, del mantenimiento de la vida, no es asimilable a la lógica del mercado
aunque éste sobreviva gracias a la existencia de la primera y haya asumido los
cuidados como un elemento externo positivo, que ocurre fuera de lo público y
de forma natural.
Para entender
los cuidados desde esta nueva perspectiva, se impone la necesidad de cuestionar
profundamente uno de los ideales de nuestros tiempos que más se está arraigando
en nuestro imaginario, que va de la mano del capitalismo, y que entra en
absoluta contradicción con el funcionamiento de la vida: la idea de que los
individuos somos independientes unos de otros y que el mercado puede solventar
todas nuestras necesidades.
Esta idea,
unida a una determinada coyuntura económica, política y social está condicionando
que la visión de cuidar y de ser cuidado sea, a todas luces, negativa.
No queremos
ser una carga para nadie, y que nadie sea una carga para nosotros, pero eso es
obviar que todos necesitamos ser cuidados, en el día a día y, especialmente, en
determinados momentos del ciclo vital como pueden ser la niñez o la vejez.
Como señalan
Precarias (2002:98), esta desvalorización del cuidado tiene que ver con una
epistemología donde la civilización se entiende como desapego progresivo de
todos los vínculos con la naturaleza; el hombre es hombre en tanto que piensa
y trasciende su condición natural/animal. Así, el cuidado representa los nexos
más básicos e inevitables con lo natural, con los cuerpos, con las emociones.
Tiene muy poco de trascendente y mucho de inmanente. La desvalorización de los
cuidados no es ajena a la desvalorización del medio ambiente, a una sociedad
destructiva del entorno, a la negación de los cuerpos.
Desde las
diferentes corrientes feministas que se sucedieron a lo largo del siglo pasado,
se señalaron y denunciaron la dependencia económica que sufrían las mujeres
respecto de los hombres, sobre todo cuando éstas no se habían incorporado al
mercado laboral. Pero parece que se olvidaron de hablar de la dependencia de
estos mismos hombres hacia las mujeres respecto a las tareas del cuidado.
Las tareas
del cuidado, del mantenimiento de la vida, tan difíciles de sistematizar por su
transversalidad, por su combinación de elementos materiales e inmateriales,
objetivos y
subjetivos, han sido
desplazadas de la atención que se merecían y han sido invisibilizadas. Han sido
asumidas como naturales
y,
por ello mismo, desprestigiadas. Tradicionalmente estas tareas han sido
realizadas fundamentalmente por las mujeres, y sólo ahora que se empieza a
hablar de una crisis en las cadenas del cuidado es cuando nos percatamos de que
algo tan sencillo y tan complicado como es cuidar era realizado por alguien.
Se han
priorizado las necesidades del mercado sobre las necesidades humanas básicas,
y esto no se puede sostener en tanto que no es posible crear bienestar teniendo
como base el malestar de las personas.
Desde el
llamado ecofeminismo, Bosch, Amorosio y Fernández Medrano (Carrasco y cols.,
2003:45) señalan como la “labor”, entendida ésta como atender las necesidades
vitales producidas en el proceso biológico del cuerpo humano, ha sido
despreciada desde antiguo por entenderse como una esclavitud de la necesidad.
Las actuales
teorías ecofeministas –herederas de los presupuestos del feminismo cultural o
radical de los setenta–, sostienen que la acción destructiva del varón
–cultura– nos ha llevado a la situación actual en la que el planeta se
encuentra en peligro de extinción, y que la tarea de la mujer, como portadora
de valores tales como la capacidad de cuidado, la paz, la maternidad, etc, es
la reconciliación con la naturaleza, la salvación del mundo.
Estos
planteamientos llevan la división entre naturaleza y cultura a su máxima
expresión, asociando, además, todo lo que la humanidad tiene de negativo al
varón y la cultura y ensalzando la bondad de la mujer y la naturaleza.
Afirman, como señala Posada Kubissa (2002:42), una diferencia tajante entre los
valores de ambos sexos y condenan al sexo femenino a un prototipo idéntico al
proclamado por la tradición patriarcal. Además, refuerza la condena del sexo
masculino y la consecuente victimización del femenino y convierten el cuidado
en una dimensión exclusivamente femenina. Sin embargo, sus esfuerzos por
recuperar el valor de lo “natural” y la desafiante crítica que llevan a cabo
del sis- tema capitalista, me parecen de gran utilidad al abordar el tema que
ahora me ocupa.
De lo
expuesto anteriormente se desprenden algunas ideas claves para la
reconceptualización del término cuidado a partir de las que hilar esta
revisión. Así, entiendo por cuidado, o cuidados, lo siguiente:
Bajo el
nombre de cuidado
se
agrupan toda una serie de tareas y actitudes que conforman la base sobre la
que se asienta la vida humana y sin las que ésta no sería posible.
Se trata pues de una realidad transversal a todas las facetas
de la vida, con varias dimensiones materiales, emocionales,
afectivas y relacionales mediante las que los sujetos cubrimos
nuestras necesidades y que tiene una lógica propia diferente a
la lógica del mercado e irreconciliable con la de éste.
En esta
definición me refiero al cuidado como conjunto de tareas y actitudes, a fin de
enfatizar que el cuidado no implica sólo la realización de algunas cosas
concretas –como las tareas domésticas o el jugar con los hijos– sino que se
compone también de una serie de actitudes frente a la vida entre las que se
encuentran una concepción del bienestar como equilibrio emocional –y no sólo
como bienestar económico–, y el aceptar que todos somos interdependientes.
Así, cuidar implica también cuidarse a uno mismo y dejarse cuidar por los
otros.
Sobre estas
tareas y actitudes se asienta la vida humana en tanto que es imposible el bienestar
social sin el bienestar de sus individuos. Y digo humana porque no es ahora mi
labor entrar a discutir el cuidado en otras especies y porque, lejos de lo que
algunas corrientes de la diferencia pretenden, el cuidado no es una cualidad o
una capacidad exclusiva de las mujeres, sino que el ser humano en sus dos
modos, hombres y mujeres, necesita cuidar y ser cuidado.
Es una
realidad transversal a todas las facetas en las que queramos parcelar la vida.
Por lo tanto no se reduce a un espacio concreto: el doméstico, ni puede ser
completamente cubierta por una sola persona o un grupo concreto, por ejemplo
la familia.
El cuidado
consta, principalmente, de cuatro componentes:
·
Un
componente o dimensión material o productivo que conforman todas las tareas
que se realizan con el fin de cubrir necesidades y generar bienestar en los
receptores.
·
Una
dimensión emocional que engloba todas las emociones suscitadas por el hecho de
realizar esas tareas, tanto en quien las realiza como en el receptor de las
mismas.
·
Un
componente afectivo, en tanto que esta interacción –cuidar y ser cuidado– es
mediada por una serie de vínculos y genera o puede generar nuevos afectos.
·
Y
una dimensión relacional, ya que según la relación en la que se produzca –las
relaciones son el contexto del cuidado– se concretará en unas tareas u otras:
no cuidamos de igual modo a un amigo que a nuestra hija, a nuestros padres o a
nuestra compañera de trabajo.
Por último,
he querido enfatizar que el cuidado sigue una lógica propia basada en la interdependencia
o la realidad de que todos somos dependientes; la afectividad, la implicación
emocional y la imposibilidad, en tanto que es una realidad transversal, de ser
cuantificable ni reducible a un espacio concreto que es opuesta e incompatible
con la lógica del mercado.
La lógica del
cuidado es transversal a todas las facetas de la vida y tiene un importante componente
afectivo y relacional. Tanto las políticas de igualdad de oportunidades como
la mayoría de las críticas hechas a estas políticas obvian este hecho y
redefinen el cuidado desde la lógica del mercado, reduciéndolo a su componente
material o productivo, limitando o confundiendo este conglomerado con
las tareas de simple mantenimiento.
Considero que
estas lógicas son diferentes e irreconciliables, y que parte de esta “crisis de
los cuidados” es fruto de la confusión entre ambas o del intento de poner una
por encima de la otra, así como del nivel de confusión y la amalgama teórica de
la que somos herederos.
Por una parte
disfrutamos, en ocasiones sin saberlo, de los logros del feminismo de la igualdad
en la esfera pública. Y resulta que estos logros han ido en
aumento a medida que se ha ido construyendo el modelo victimista desde el que
se ha conseguido la imposición de sus leyes protectoras a los foros políticos:
desde el endurecimiento de las penas por violación hasta las leyes de paridad
y conciliación pasando por todo el entramado legal y mediático en torno a la
llamada violencia doméstica o contra las mujeres.
Al mismo
tiempo, a lo largo de las últimas décadas otro feminismo, el que apela a las
diferencias, ha ido cobrando fuerza, sacando a la luz las diferencias
biológicas y la especificidad de roles y criticando al universal por ser
masculino, heterosexuante y blanco.
La presencia
de las mujeres en los círculos de poder político va en aumento, las políticas
de paridad gozan de una cada vez mayor aceptación social, la inclusión de las
mujeres en el mundo laboral y académico hace tiempo que dejó de ser sólo un
deseo, encontrando, en los países desarrollados más chicas
que chicos entre los estudiantes universitarios.
Lipovetsky
(1999: 243) señala cómo el triunfo en el seno de las organizaciones y el poner
la mirada en puestos de responsabilidad se ha convertido en un objetivo
femenino mediatizado y socialmente legítimo. Sin embargo, el fenómeno del glass ceiling
continúa
lejos de ser un mito: como denuncian las principales teóricas de la economía
feminista, la proporción de paradas continúa siendo mayor que la de parados,
los sueldos de las mujeres menores que los de sus compañeros varones, y, aunque
el número de mujeres entre los dirigentes de las empresas y los políticos vaya
en aumento, las esferas de poder financiero y político continúan siendo espacios
mayoritariamente masculinos.
Este fenómeno
suele explicarse a partir de estereotipos sexuales que presentan a las mujeres
confinadas en un repertorio de actitudes poco valoradas en la esfera
profesional: más emocionales, con menos iniciativa, menos luchadoras, con
menor grado de implicación en la empresa... que desencadenan actitudes sexistas
dentro de la empresa. Estereotipos que, a mi entender, no son sólo estereotipos
sino que se fundamentan en la observación de actitudes realmente más
habituales entre las mujeres que entre los hombres. Y, sin ánimo de ofender a
nadie, ya que no considero que estos calificativos –ser más emotivas o
implicarse menos en la empresa, por ejemplo– sean negativos, basta con pasar
una jornada laboral en una oficina para percibirlos.
Los hombres
han copado el poder político y financiero. Bien, ¿y cuál es el problema? El sistema
financiero y político tiene una lógica determinada, una escala de valores
propia, es como es en base a unos principios. Quien quiera formar parte de las
altas
esferas de
este sistema sabe que ha de acatarlos, independientemente de su sexo. Entre
estos valores está la implicación absoluta con la empresa –o el partido, la
institución...– la competitividad, las habilidades sociales, el control de las
emociones y otra serie de premisas opuestas a la lógica de los cuidados. La
conciliación entre dos lógicas opuestas parece más bien difícil y es lo que se
pretende desde el feminismo institucional cayendo en la trampa de supeditar una
de estas lógicas a la otra: los cuidados adaptados a las necesidades del
sistema.
Sin un
replanteamiento radical del sistema socioeconómico y una revalorización de la
lógica de cuidados, la única opción para las mujeres (y los hombres) que
deseen formar parte de su cúspide parece ser la renuncia a otros valores,
considerados tradicionalmente femeninos, o el acatar “apaños” como los
propuestos por medio de las leyes de conciliación.
Se da por
hecho una mayor importancia de la vida pública y la producción relegando los
espacios privados y las tareas asociadas a éstos –entre las que el cuidado
tiene un papel central– a un segundo plano de menor importancia y
reconocimiento social. Así, sólo se “pelea” la igualdad en lo público,
entendiendo el prestigio social, el trabajo asalariado, etc, como metas
deseables que gozan de un reconocimiento social mientras que la igualdad en lo
privado viene definida como una obligación al servicio de la anterior.
Es necesario
dejar de percibir las tareas “domésticas y de cuidado” como cargas negati vas,
tanto desde las instituciones públicas como desde el conjunto de la sociedad.
Como proponen algunas autoras (Pérez Orozco, Precarias), este momento de
crisis de los cuidados es el ideal para comenzar este cambio.
Por otra
parte, encuentro en todas estas críticas el presupuesto de que sólo las
mujeres cuidamos y somos capaces de cuidar. La consideración de la lógica del
mercado como una lógica en exclusividad masculina y de los cuidados como una
esfera femenina.
Si tenemos en
cuenta que los cuidados no se reducen al ámbito de las tareas domésticas
–históricamente adscritas a las mujeres–, sino que se componen de una serie de
tareas y actitudes mucho más amplias con diferentes componentes, me parece
erróneo, además de injusto, afirmar que la lógica del cuidado sea
exclusivamente femenina, como si los hombres, por el hecho de serlo, no fueran
capaces de cuidar y, de hecho, no lo vengan haciendo también desde antaño.
MUCHO MAS
ALLA DE LAS POLÍTICAS DE IGUALDAD:
LA INTERNALIZACIÓN DEL CUIDADO POR PARTE DE HOMBRES Y MUJERES. LO
“POLÍTICAMENTE CORRECTO” Y EL MALESTAR QUE GENERA EN AMBOS SEXOS:
Pese al hueco
que poco a poco se van abriendo las teorías feministas de la igualdad en el
imaginario social y la escalada –lenta pero tangible– de las mujeres hacia el
poder público, las relaciones entre hombres y mujeres a penas han progresado
en los últimos años. Incluso, puede afirmarse que con la ayuda del individualismo
y la imposición de la autosuficiencia como valor deseable, han empeorado.
Mientras más claro se va teniendo y más deseable parece que lo que hace un sexo
en el espacio público
es
perfectamente accesible para el otro y que hombres y mujeres podemos asumir y
disfrutar de esta igualdad, más se complica la relación entre los sexos en lo privado7.
Es más,
considero que si en lo público se impone la necesidad de pelear esa igualdad
–aunque, como he intentado explicar, no con‑
sidero que la
estrategia actual sea la adecuada– en lo privado esa igualdad no sólo no es
posible sino que tampoco es deseable.
Como marco
para la explicación de esta afirmación he tomado la relación de la pareja heterosexual
como unidad mínima familiar en la que se expresa de manera más obvia la
incompatibilidad entre ser iguales y ser sexos y donde con más frecuencia se
materializa la actual “crisis de los cuidados”.
Sin embargo,
donde dice pareja podríamos hablar de cualquier otra relación entre hombres y
mujeres donde entre en juego el cuidado. La relación padres-hijos/hijas, la
convivencia entre amigos o compañeros de piso, los grupos de iguales, etc.
serían otros marcos en los que el síntoma –la crisis de los cuidados– se
materializa, aunque, como señalaba al explicar la dimensión relacional del
cuidado en mi definición, lo hace de forma diferente.
Es a partir
de la segunda mitad siglo XX, cuando al “Todos los hombres son iguales” se le
alerta con un “Oye, ¡Y las mujeres también!”; cuando vemos que, a la hora de
compartir la cotidianidad, lo que se encuentran son dos personas con dos
proyectos de vida individuales e independientes.
Desde
entonces, se hace más perceptible el hecho de que las expectativas y las
experiencias que hombres y mujeres asocian a términos como amor o cuidado son
diferentes y, por primera vez en el decursar histórico, no coinciden en puntos
importantes.
En la medida
que las mujeres se ven a sí mismas también como personas y sus deseos trascienden
del cuidado del otro y de la familia, ya no aceptarán tácitamente que estos
deseos no puedan verse realizados: si tú y yo somos iguales, si te he
demostrado que puedo manejarme y mantenerme, autogestionar mi vida como tú, y
además yo puedo cuidarte, comprenderte, mantener el equilibrio, tú también
puedes y debes hacerlo.
El modelo
fordista del hombre proveedor y protector y la mujer sumisa y cuidadora ya no
es válido. Las mujeres y los hombres de ahora no queremos adaptarnos a esos
estereotipos que implican desigualdad y sometimiento del uno al otro (de la una
al otro, en la mayor parte de los casos):
“La ventaja de
los antiguos estereotipos sexuales es que al definir clara y rígidamente los
espacios de control y toma de decisión, garantizaban (en la pareja heterosexual)
una menor conflictividad intradiádica por el ejercicio de poder: la cocina, la
microeconomía, la educación de los hijos, la aceptación del encuentro sexual,
las relaciones sociales, el mantenimiento de las tradiciones y costumbres
familiares, etc. para la mujer. La macroeconomía, las decisiones de los grandes
cambios, la defensa, la obtención de manutención y sustento, la introducción de
elementos nuevos, etc. para el hombre.” (Pérez Opi y Landarroitajauregi.
1995: 157).
Evidentemente
este marco es inaceptable para muchas de las parejas heterosexuales actuales,
fundamentalmente para las mujeres. Se impone la necesidad de renegociar en la
intimidad de la pareja estos roles sexuales –llamados hoy de género.
En lo
referente a los cuidados, que, insisto, va mucho más allá de la realización de
las tareas domésticas, ¿quieren realmente las mujeres abandonar su rol?
Personalmente, considero que no. Las mujeres no quieren deshacerse de su deber
de cuidar, sino que quieren que ellos también cuiden, y, no sólo que cuiden,
sino que además lo hagan del mismo modo que lo hacen ellas.
Al concebir
las diferencias como síntomas de que la igualdad deseada no es posible e interpretarlas
como incompatibilidades, la renegociación de estos roles resulta complicada.
Ante el deseo de igualdad, los miembros de la pareja heterosexual olvidan que
son sexuados y que lo son también sus deseos, expectativas, comportamientos y
actitudes.
Los esfuerzos
nulos por eliminar estas diferencias llevan a la frustración y provocan situaciones
insostenibles que producen un gran malestar, como las que encontramos en el
espacio de lo íntimo –puesto que la entrega y satisfacción del deseo erótico
de la pareja también puede ser entendida como una forma de cuidado– y ya denunciaban
Bruckner y Finkielkraut (1979) –entre otros– en la década de los 70: el deber
de orgasmo “impuesto” por Reich a las mujeres y el desconcierto del hombre
heterosexual ante su incapacidad para disfrutar como su compañera8.
Además, de la
idea de autosuficiencia asociada a esta igualdad nacen otros motivos de
desconcierto: la interdependencia que se genera en el seno de la pareja, se
interpreta como algo negativo. El exagerado valor que nuestra sociedad otorga a
la independencia, provoca que ambos miembros de la relación consideren
necesario eliminar toda dependencia, llegando incluso a evitar cualquier
relación en la que nuestra dependencia de los otros se ponga de manifiesto.
A este
respecto, la siguiente afirmación de una chica adolescente9 hablando
sobre sus deseos para el futuro ilustra con mucha claridad el valor negativo
que actualmente le otorgamos a la dependencia. Tras explicar que ni formar una
familia ni la convivencia en pareja forman parte de sus expectativas de futuro,
M. dice:
“ ...yo eso
no lo quiero para nada, yo no quiero estar dependiendo de nadie a lo largo de
mi vida... yo prefiero tener una vida como más mía, ¿sabes? Y no por egoísmo,
si no simplemente que nadie dependa de ti y tú no depender de nadie...” (Chica, 16
años. Madrid, 2005).
Así, la
igualdad y la independencia se sitúan en el centro de los valores deseables en
un tipo de relaciones que se asientan en el deseo del otro, que es otro
biográficamente sexuado y por lo tanto diferente de mi –en el caso de las
parejas heterosexuales es además un otro sexuado de un modo diferente al mío– y
la mutua dependencia.
La
compartibilidad y su importancia clave en las relaciones entre los sexos no se
tiene en cuenta y se menosprecia frente a la supuesta igualdad.
DOS ESTILOS
DE CUIDADO SEXUADOS
Numerosas
investigaciones en Psicología Diferenciall0 y Sexología ponen de
manifiesto que la diferencia en estos estilos de comunicación no es sólo
atribuible a la educación o socialización diferencial de los individuos. Esto
es, no sólo se trata de un rol social –y sexual– aprendido y modificable, sino
que en la sexuación de estos comportamientos intervienen otros factores o
elementos sexuantes.
Así,
encontramos diferencias sexuales a nivel neuronal. El cerebro masculino, por
influencia de la testosterona fetal y postfetal tiende a lateralizarse más
mientras que en el cerebro femenino se establecen más conexiones
interhemisféricas:
“Ineludiblemente,
los hombres –por serlo– tienden a ser más digitales e instrumentales (sus
hemisferios cerebrales están menos intercomunicados o su cerebro está más
lateralizado) y las mujeres –por serlo– tienden a ser más analógicas o
expresivas (sus hemisferios tienen muchas más neuronas de conexión estando su
cerebro funcionalmente menos lateralizado)” (Pérez Opi y
Landarroitajauregui, 1995).
Pero, aún si
éstas u otras evidencias biológicas no existieran, ¿por qué habría de ser
deseable que desaparecieran tales diferencias? ¿Qué nos hace pensar que un
estilo de cuidado es más válido que el otro? Si todos expresáramos de igual
modo nuestros afectos, si cuidáramos a los demás del mismo modo, ¿no estaríamos
perdiendo todo lo positivo que aportan las diferencias y el placer de poder
compartirlas?
Decía más
arriba que no creo que la mayoría de las mujeres deseen abandonar las tareas de
cuidado, sino que esperan que ellos también cuiden y lo hagan del mismo modo
que lo hacen
ellas. Esperan que ellos asuman, no solo el rol, sino
también su propio estilo sexuado de cuidar.
Cada vez con más
frecuencia se habla de la feminización de las empresas a medida que más mujeres
participan en la organización de las mismas, y los cursos de inteligencia
emocional y escucha asertiva están a la orden del día en estas organizaciones.
También se acepta como algo deseable la feminización de otras instituciones y
de la vida pública en general. La moda, la estética, y otra serie de
cuestiones asociadas tradicionalmente al interés de las mujeres se imponen
hoy también a los hombres. Los espacios tradicionalmente sexados en masculino
se están feminizando, y las mujeres ven en este hecho algo deseable, un signo
de que la igualdad soñada comienza a ser real. Sin embargo, al pedirles a los
hombres una mayor implicación en lo privado, se les pide también que modifiquen
sus formas, que se adapten a la manera tradicionalmente femenina de hacer
ciertas tareas, entre ellas las que se vienen nombrando como tareas de cuidado.
No se busca
el equilibrio entre hombres y mujeres, entre sus deseos y expectativas, sino que
se trata de imponer la feminización de toda la cotidianidad como modelo de
convivencia.
Lo digital
e instrumental se desvaloriza, esperando que tanto hombres como mujeres se
expresen y actúen de una forma analógica y expresiva.
Por poner un
ejemplo sencillo, resulta evidente que en una pareja en la que ambos trabajan
las tareas domésticas competen a los dos. Pero después de una jornada cansada,
cuando llega la hora de la cena y de fregar los platos es muy probable que el
hombre piense: “Ya no necesitamos las sartenes y los platos hasta mañana,
así que no hace falta que los friegue ahora. Prefiero descansar” mientras
que la mujer se diga: “Hay que fregar, no podemos dejar hasta mañana la
cocina mangas por hombro, estoy agotada pero, como seguro que éste no se mueve
del sofá, no me queda más remedio que hacerlo... hombres...”
A ella no le
valdrá con la intención de él de fregar al día siguiente, sino que le pide que
le de la misma importancia y urgencia que le da ella al hecho de fregar: no
basta con que lo haga sino que necesita que lo haga como lo haría ella.
Por supuesto,
no todas las mujeres somos así ni todos los hombres, podría darse el caso de
que estos comportamientos se dieran a la inversa, en tanto que nuestra
sexuación es un proceso biográfico y flexible –recuérdese la idea de
inersexualidad–. Lo que quiero señalar es que el hecho de que ciertas conductas
sean más comunes en un sexo que en otro no puede atribuirse sólo a una
socialización opresiva para las mujeres.
A este respecto,
los estudios en torno a la identidad sexual realizados por Silberio Sáez son
muy ilustrativos.
Tomando como
ejemplo la expresión de la afectividad, este autor dice:
“Las mujeres
han traducido el modelo masculino como bloqueo afectivo y emocional en los
hombres. Sin embargo no olvidemos que las mujeres, tras diversos avatares y
abandono de “copias” de otros modelos, fueron capaces de expresar su
sexualidad desde lo que no se dice ni se ve explícitamente; y ya nadie las
puede acusar de bloqueadas sexuales, sino de funcionar sexualmente de forma
distinta” (Sáez,
2003: 26).
Y, añade más
adelante:
“La igualdad
como algo deseable ha quebrado la estructura misma de la lógica sexual.
Cualquier sentimiento de particularidad sexual (reconocimiento de mis
caracteres sexuales) ha sido tenido por irrelevante; y en el caso de los
caracteres sexuales terciarios, como indeseables (cuando no “ inestudiable”,
“inanalizables”, y otros muchos “in”). Y esta es la paradoja en la que el
hombre se ha perdido en tanto concepto (lo que la mujer consiguió a mitad del
siglo XIX el hombre lo ha perdido entrando el siglo XX). Dado que de negar
alguno de los dos sexos, se ha negado el masculino (el opresor frente al
oprimido).” (Idem:
30).
No es posible
pretender una convivencia armónica entre ambos sexos negando su condición de
sexuados ni imponiendo los caracteres propios de uno al otro. Esto lo saben
bien todas las mujeres que de una u otra forma, en una u otra época y contexto,
lucharon por la emancipación femenina.
“... y en
ello descansa la mayor dificultad y punto de discordia, toda vez que junto a
características puramente masculinas y femeninas también hay otras que no son
ni masculinas ni femeninas, mejor expresado, son tanto masculinas como
femeninas. Pero que ese monto de características no condiciona la completa
igualdad de los sexos está fuera de duda: los sexos pueden ser de igual valor
o tener los mismos derechos, pero sin duda no son iguales” (tiirschfeld,
M. En Llorca, M. 1996: 64).
CUANDO SE TERGIVERSAN
LOS TÉRMINOS
El cuidado,
al ser una realidad de creciente interés en la política tanto de las
instituciones como de los colectivos feministas, se ve convertido con
frecuencia en un arma para esta lucha. Cada cual lo emplea como considera más
conveniente y se refiere a él para lanzar unos u otros mensajes. Dependiendo
de quién lo utilice y con qué fines encontramos unos significados u otros
asociados a este término, que lo convierten en una amalgama de difícil
interpretación.
A continuación
propongo dos ejemplos, que sólo son ejemplos, en los que el cuidado, su
interpretación por parte de quienes lo ejercen y la teorización en torno a
éste, son objeto de confusión y síntoma del malestar entre los sexos.
El primero de
estos ejemplos es el de la maternidad y la paternidad como situación de
confusión en la que el deseo de igualdad cho- ca de manera frontal con las
diferencias entre los sexos.
El segundo
hace referencia a una de las interpretaciones más generalizadas del cuidado de
uno mismo o “autocuidado”, que es la de entender el cuidado como sinónimo de
belleza. Fundamentalmente, lo usaré para explicar cómo el mercado ha dado la
vuelta a la idea del cuidado y, valiéndose de los nuevos criterios de
igualdad, lo utiliza en su beneficio.
El
controvertido ejemplo de la maternidad y la paternidad
Al mismo
tiempo que hombres y mujeres asumimos esa igualdad como algo necesario y
deseable, en las últimas décadas estamos asistiendo a un retorno de lo
biológico, como
lo denomina Badinter (2000), sin contrapartida por parte del feminismo, que
hace imposible la marcha hacia la igualdad:
“No se puede
al mismo tiempo invocar el instinto maternal (en lugar de hablar de amor) y
esperar que en adelante se impliquen los hombres en la educación de sus hijos y
en la gestión de la cotidianidad. Por más que se haga de ello un deber moral y
psicológico, se les invita al mismo tiempo a que tomen las de Villadiego” (Badinter,
2000:165)
Para Badinter
y otras autoras, el llamado retorno de lo biológico supone un problema
además de ser una consecuencia lógica de la ideología dominante, naturista e
identitaria. Interpreta que al abogar por cuestiones como el instinto
maternal –coincido
con la autora en que no se trata tanto de un instinto como de amor– o la
conveniencia de la lactancia materna, bastantes pediatras y psicólogos no
están sino reforzando el discurso de las feministas partidarias de la
diferencia para convencer a las mujeres de que las primeras feministas de la
igualdad las estaban engañando.
Desde mi
punto de vista, esta afirmación es sesgada: en primer lugar, como ya he explicado,
el empeño de las feministas de la igualdad
en negar la naturaleza sexuada de los individuos es un
hecho, y las consecuencias de tal negación las estamos sufriendo actualmente.
Por otra
parte, asumir estas diferencias no ha de suponer un retorno a la opresión de
las mujeres: que los vínculos que se crean entre madre e hijo no sean iguales a
los que se crean con el padre; o que se vuelva a considerar que la leche materna
es mucho más saludable para el lactante –hecho que avalan muchos estudios
médicos y que me parece incuestionable– no niega el derecho de las mujeres de
conducir su propia vida y afrontar su maternidad, en el caso que deseen ser
madres, de la manera que crean más conveniente. Del mismo modo que no exime a
los hombres de sus responsabilidades paternales. Tampoco implica necesariamente
–aunque ésta sea una tendencia en el discurso del feminismo de la diferencia–
afirmar la existencia de un instinto común a todas las mujeres y la
afirmación de que la maternidad es la base de la identidad femenina.
Sin embargo
es cierto, como afirma esta autora, que la incompatibilidad entre el “ideal de
maternidad” y el mundo laboral genera en muchas mujeres un sentimiento
desmesurado de doble culpa: culpables por no ser madres entregadas y abnegadas,
por no cumplir con los deberes maternales de dedicación completa que
desde algunos sectores se les atribuyen, y culpables por no disponer del tiempo
ni las ganas para volcarse al cien por ciento en su carrera profesional.
También los
hombres son culpabilizados por algo a priori tan absurdo como es el no
poder ser madres:
Evidentemente,
en una pareja que opta por la lactancia materna (por ejemplo) el hombre tiene
muy poco que hacer en la alimentación del lactante, pero eso no significa que
quede eximido de todas sus responsabilidades y se le esté dando permiso para tomar
las de Villadiego.
El embarazo y
los primeros meses de vida del niño suelen ser periodos complicados en las relaciones
de pareja, sobre todo en las parejas primerizas: la futura madre, en situación
de debilidad, agobiada a veces por la tarea que le aguarda y ajena al instinto
maternal que se le supone, confundida por los cambios físicos y hormonales que
sufre su cuerpo, nerviosa esperando el momento del parto –que percibe como
necesariamente doloroso– y deseosa de que todo salga bien, espera un apoyo de
su compañero que no siempre recibe, no porque él pretenda desentenderse, sino
porque no sabe cómo comportarse ante un fenómeno de cambio de tales
dimensiones. Si ella no hace explícita su demanda y él no se esfuerza en
entenderla y apoyarla, las tensiones en la pareja ante el sentimiento de
incomprensión y descuido –por parte de ella– y de desorientación –por parte de
él– al ver que sus esfuerzos por apoyar a su compañera y compartir con ella
esos momentos resultan insuficientes, van en aumento.
“La pareja
debe pues reconstruirse y reaprender la convivencia en una nueva situación que
no solo viene determinada por la nueva presencia de miembros dentro del
sistema familiar (los hijos) sino por: nuevas influencias extradiádicas (los
nuevos hijos no solo “hacen” a una madre o a un padre, sino que también “hacen”
abuelos, tíos, padrinos, etc.), por la “tiranía” de los primeros años de vida
de los pequeños, por las interacciones y relaciones que entre ellos se van
estableciendo, por las alianzas y contraalianzas que se irán estableciendo
entre hijos y padres, por las expectativas con respecto a los hijos, por el propio
proceso de educación y crianza, etc.” (Pérez Opi y
Landarroitajauregi. 1995: 170-171)
Ese etcétera
incluye, desde mi punto de vista, otra cuestión: la dificultad de asumir
actitudes y conductas nuevas o desconocidas hasta el momento tanto del otro
como de uno mismo, esto es, ver al otro y verse a uno mismo actuar en un nuevo
escenario en el que las diferencias sexuales se ponen sobre la mesa.
Dos
individuos que se consideran iguales, que desean ser iguales y que han
aprendido que las diferencias entre ellos son sólo fruto de una educación
sexista y deconstruible, de la que pueden sustraerse tomando conciencia y
transformando las estructuras sociales, de pronto se encuentran en una
situación en la que las diferencias, que ellos consideran desigualdades indeseables,
se presentan como realidades obvias. Y, al considerar tales diferencias como un
mal
a erradicar, se
lucha activamente contra cada una de ellas. La pareja, y por ampliación la
familia y el espacio
privado se
ven convertidos en escenarios de la lucha de poder que hombres y mujeres
libran en lo público.
El
cuidado –en este ejemplo concreto, de los hijos– se transforma en un arma útil
para esta batalla: quién le ha cambiado más veces el pañal, quién se levanta
cuando llora por la noche, quién juega con él más tiempo después de..., cosas
que cada uno de ellos haría encantado en otra situación, pues a ambos les
preocupa el bienestar de su hijo al que ambos aman y cuidan –insisto, ambos cuidan–,
se convierten en motivos de polémica.
Una vez más
se ponen de manifiesto las dificultades –la imposibiliadad– de ese deber ser
iguales, cuando tal vez ni las mujeres ni los hombres deseen realmente, ni en
ésta ni en otras situaciones similares, ser iguales.
La presión
que en esta situación sienten las mujeres para crear una identidad sexual
neutra, que en realidad se define a partir de unas pautas externas a la lógica
del cuidado –una neutralidad y menor implicación emocional, propias de la
lógica del mercado y que varios autores definen como masculinas– produce en
ellas lo que en Psicología Social se conoce como disonancia cognitiva, entre
sus propios deseos y las expectativas que perciben se les atribuyen socialmente.
De esta disonancia cognitiva se deriva el sentimiento de culpa del que hablaba
más arriba, y sobre el que volveré más adelante.
El cuidado de
uno mismo convertido en sinónimo de belleza Cuidar no sólo supone cuidar a los
otros, es también cuidarse a uno mismo. Cuidar es un término que hace
referencia, por encima de todo, a la creación de bienestar. Y este bienestar
se crea en colectividad, y repercute de unos a otros.
Este cuidado
de uno mismo, que he denominado autocuidado, a menudo aparece asociado
a otros conceptos, entre los que destaca el de salud. Sin entrar ahora en qué
entendemos por salud, sí quisiera detenerme un instante en una nueva idea que
va tomando cada vez más fuerza en las sociedades occidentales: la que asocia
la belleza a la salud e interpreta el cuidado físico como cuidado meramente
estético.
Estas nuevas
concepciones del cuidado como cuidado del cuerpo o culto al cuerpo son
promovidas fundamentalmente desde las campañas publicitarias y la industria
estética. En ellas, el término cuidado se utiliza como sinónimo de belleza y
se hace de ésta una “fuente de salud”.
Lipovetsky
(1999: 120-126) se pregunta cómo es posible tamaña tiranía de la belleza en un
momento en el que las mujeres rechazan en masa que se les asigne el papel de
objeto decorativo.
Desde las
teorías feministas se explica cómo este fenómeno va más allá de las políticas
industrial y comercial que han encontrado en el cuerpo un nuevo mercado de
innumerables ramificaciones. La fiebre de la belleza-delgadezjuventud supone,
además de una estrategia de marketing, una relación social
y cultural dirigida contra las mujeres. Revancha estética: en un momento
en que las antiguas ideologías domésticas, sexuales y religiosas pierden su
capacidad para controlar a las mujeres, el culto a la belleza supondría la
última estrategia para recomponer la jerarquía tradicional de los sexos.
La belleza se
presenta con frecuencia como el poder específico de la mujer sobre el hombre,
el mito del “bello sexo”, criticado con frecuencia desde el feminismo en tanto
que se trata de un poder que depende directamente de los hombres y su deseo,
efímero pues está irrevocablemente condenado a perecer con la edad, y carente
de mérito puesto que en gran parte depende de la naturaleza. Por lo tanto desde
este mito no se hace más que consolidar el poder “real” del hombre sobre la
mujer. Al ser analizada como un instrumento de dominio del varón sobre la
mujer, la belleza constituye un dispositivo político, cuya finalidad consiste
en separar a los hombres de las mujeres, a unas razas de otras y a las mujeres
entre sí.
Además de
levantar a unas mujeres contra otras, la cultura del bello sexo divide y hiere
a cada mujer en su interior. Frente a los rígidos modelos de belleza impuestos,
cada mujer enfrenta con terror los estragos de la edad, se siente inferior
frente a “las más bellas”, se crea sus complejos, se obsesiona con el peso...
llegando a odiar su propio cuerpo. No hace falta recordar aquí el aumento de
los trastornos alimenticios en las últimas décadas, ni el exagerado número de
mujeres –principalmente adolescentes– que los padecen. Mediante dietas y
restricciones alimentarias, muchas mujeres no dudan en poner en peligro su
salud física y psicológica: fatiga crónica, alteraciones en el ciclo
menstrual, disminución del deseo erótico, lesiones de estómago, crisis
nerviosas...
Sin embargo,
si tenemos en cuenta la creciente imposición del trinomio juventud-delgadez-belleza
también a los hombres, este análisis resulta sesgado. El propio discurso
fomenta, de nuevo, la opresión que denuncia.
El “fenómeno
Beckham”, el nuevo “metro-sexual”, la afluencia masiva de hombres a los
gimnasios, o las cada vez más numerosas publicaciones de prensa “rosa” para
hombres, son algunos nuevos fenómenos que evidencian cómo este ideal de cuidado
del cuerpo entendido como belleza se impone a ambos sexos, aunque sea
mejor acogido por las mujeres.
Durante el
desarrollo de los grupos de discusión realizados con adolescentes en la investigación
“Las tareas de cuidado y su impacto en la igualdad entre hombres y mujeres
jóvenes”, realizada para el Instituto de Investigaciones Feministas de la
UCM, ante la pregunta ¿cómo cuidáis de vosotros mismos? Encontramos, en todos
los casos, una alusión directa a la belleza y al cuidado del cuerpo, entendido
éste no como sinónimo de salud sino como delgadez, juven tud, belleza y
estética. De los seis grupos realizados, en cuatro de ellos fueron chicos los
que propusieron esta idea como definición de lo que denominamos autocuidado:
“No solo
importa el aspecto físico y eso, pero tengo cuidado con mi apariencia porque me
gusta arreglarme, tío, y para mi eso es tener cuidado con cómo me miren los
demás, ¿sabes? (...) me gusta vestir bien, arreglarme, ir bien peinado,
afeitarme, es importante (...) pero es que el significado de cuidado no solo
abarca un yo o un tú, tiene muchos significados esa palabra.” (Chico, 17
años. Madrid, mayo de 2005).
Si el cuidado
entendido como belleza funciona hoy como una máquina de poder, considero que
no es tanto porque mine la confianza en sí mismas y la autoestima de las
mujeres –o de los hombres– sino porque orienta sus intereses hacia los
intereses del propio mercado.
¿No podríamos
entender este creciente interés en el “cuidado del cuerpo” –interpretado como
belleza– por parte del sexo masculino como un éxito de la igualdad entre los
sexos? Y, así entendido, ¿no debemos considerarlo un efecto negativo de
dicha igualdad? Disfrazada de salud y cuidado, la industria de la belleza nos hace
esclavos de la propia imagen, condicionando a ésta nuestra salud y nuestro
bienestar, pero además nos impone sus productos como si de necesidades se
trataran. Llaman cuidado al descuido: descuido de la propia salud, los propios
deseos... por no hablar del descuido ecológico y el maltrato a otras especies
del que nos hace cómplices.
ALGUNAS
CONCLUSIONES: REPENSANDO EL CUIDADO EN CLAVE SEXOLÓGICA
La compleja
realidad de los cuidados se conforma de patrones de conducta, influencia de
roles, criterios educativos y estereotipos sexuales, a los que subyacen otro
tipo de características de índole más biológica, por lo que podemos
definirla como un conjunto de
caracteres sexuales
terciarios. En la medida que seamos capaces de abstraernos de la división
entre lo bio, lo psico y lo social podremos entender el proceso de sexuación
que influye también en cómo los individuos disfrutan y ejercen ese cuidado.
Es cierto que
el modo en que se articulen estos roles, estereotipos y patrones, da como
resultado personas muy diferentes entre sí. Y es incuestionable la necesidad de
que éstos se articulen de una manera no opresiva para uno de los dos sexos.
Pero esta articulación más “igualitaria” no puede suponer la extinción de los
caracteres sexuales terciarios puesto que pretender que un sexo se sitúe en
el polo del otro es traicionar la esencia misma de la dinámica sexual (Sáez,
2003: 32) .
La clave para
entender esta diferencia sin hacer de ella una barrera infranqueable, es la
comprensión de la construcción de la propia identidad sexual, de cada uno de
los infinitos elementos que la conforman, en el marco de la intersexualidad que
hace posible la compartibilidad o el encuentro.
Con
frecuencia se usa la metáfora del lenguaje para explicar las diferencias entre
los sexos planteando que cada uno de ellos habla una lengua distinta. Desde el
marco de la intersexualidad puede entenderse que el hecho de hablar lenguas
distintas no implica que hombres y mujeres no se puedan comunicar, aprender la
otra lengua o usar fórmulas de comunicación no verbal.
Que las
mujeres continúen, generalmente, mostrando un mayor interés y dedicación al cuidado
no puede seguir interpretándose como consecuencia exclusiva de una
socialización diferencial y opresiva para las mujeres. Por el contrario, que
esto sea así a pesar del acercamiento en la socialización de los sexos, pone
de manifiesto que el cuidado, especialmente la expresión afectiva del mismo,
ocupa un papel importante en la configuración de la identidad femenina. Los
problemas que hoy encuentran las mujeres a la hora de ejercer este cuidado no
residen tanto en que lo perciban como un deber impuesto o como fuente de su
opresión, sino en las múltiples trabas que encuentran para hacer compatible su
deseo de cuidar con otros deseos como la realización profesional, así como de
las expectativas de igualdad que hacen de los estilos sexuados de cuidado un
hecho indeseable, síntoma de malestar.
Por supuesto,
soy consciente de que las tareas de cuidado continúan en muchos casos considerándose
una obligación, exclusiva de las mujeres, y encuentro que éste es uno de los
principales problemas de mi exposición: al referirme a la realidad concreta de
los sexos en el contexto que podríamos denominar, parafraseando a Haraway
(1995), Patriarcado Capitalista Blanco, esto es, la situación de las mujeres en
occidente, parto de la idea de que la igualdad de derechos en tanto que
individuos es un hecho, al menos sobre el papel, y que la negociación de las
diferencias puede llevarse a cabo en ese contexto igualitario; olvidando que
esa igualdad de derechos no es real en todos los casos ni aplicable a otros
contextos socioeconómicos y culturales.
El problema
no es tanto si es real la posibilidad de acabar con los roles de socialización
diferenciales entre hombres y mujeres, aunque dicho sea de paso, lo considero
bastante improbable. Sino por qué la extinción de estos caracteres sexuales
terciarios se considera un valor a alcanzar.
La igualdad
sexual es una paradoja: si somos iguales no podemos ser sexos, y el hecho de
ser sexos evidencia que no somos iguales. De ahí que la sustitución del sexo
por el género y el empeño puesto en silenciar u obviar cualquier diferencia
entre los sexos, insistiendo en su carácter construido, pueda entenderse como
una estrategia política e ideológica útil para erradicar la discriminación de
las mujeres por el hecho de ser mujeres, pero tramposa, ya que niega u oculta
realidades del mismo modo que las negaban u ocultaban las anteriores teorías en
las que la biología se utilizaba para justificar la desigualdad.
Me parece muy
curioso que en un momento como el actual, en el que el respeto –la tolerancia
“está de moda”– a las diferencias por moti‑
vos socioeconómicos,
culturales, religiosos, etc. se considera un valor deseable y éstas son objeto
de numerosos estudios, las diferencias por motivo de sexo se menosprecien,
oculten y rechacen en estos estudios, y cómo cuando se tienen en cuenta sea
para denunciar la desigualdad y victimizar a uno de los sexos situándolo en
inferioridad frente al otro.
Eludir las
diferencias supone la pérdida de todo aquello que la diversidad tiene de enriquecedor.
¿ Qué nos lleva a pensar que lo propio de un sexo es más válido que lo
atribuido al otro? En el caso concreto del cuidado, ¿por qué el modo de cuidar
de las mujeres se considera más válido que el de los hombres?.
A la luz de
los comentarios de los adolescentes participantes en los grupos de discusión,
podemos afirmar que la expresión afectiva se asocia más a las mujeres, en
concreto a la figura materna, pero en ningún caso que sólo la madre los cuide.
Los adolescentes se sienten también queridos y cuidados por sus padres, lo que
implica que, aunque de un modo diferente, los hombres también expresan su
afectividad. El cuidado se considera importante tanto por los chicos como por
las chicas, y, aunque encontramos diferencias en la forma en que unos y otros
dicen cuidar y ser cuidados, todos lo consideran importante y cuidan, de alguna
manera, a quienes tienen a su alrededor.
Entiendo la
actual crisis del cuidado como un síntoma del malestar generado por la fantasía
igualitaria, la imposición de la igualdad como un valor deseable en todos los
aspectos de la cotidianidad, más allá de la igualdad de derechos, deberes y
oportunidades en el espacio público.
La necesidad
de compartir las tareas asociadas al cuidado se pone de manifiesto en el momento
en que las mujeres rechazan que éstas sean exclusivamente de su cometido y sus
deseos trascienden el deseo de cuidar de los otros. Del mismo modo que se
comparte el trabajo y otras cuestiones de índole pública o social, se exige
compartir las tareas encaminadas al sostenimiento de la vida. El problema no
está en esta exigencia, sino en la imposición del modo femenino de cuidado como
única forma posible de cuidar.
El cuidado es
hoy interpretado como un deber, una carga que impide la realización personal.
Se lleva a cabo una lectura de sus costes y beneficios en términos económicos,
tratando de hacerlo cuantificable y reduciéndolo a su dimensión más material.
En concreto, si hablamos de dos estilos sexuados de cuidado, sería el modo
femenino de cuidar el que se trata de encajar en esta lógica y el que choca con
ella de manera más obvia. Así se genera un malestar en las mujeres que
inevitablemente afecta también a los hombres y a la relación entre ambos.
Por una
parte, para muchas mujeres el cuidado continúa siendo una obligación. La satisfacción
que encuentran en cuidar es por saber que están haciendo lo que tienen que
hacer y no porque el hecho de cuidar en sí les reporte satisfacción. Como
consecuencia del sentimiento de estar cumpliendo con su deber esperan un
reconocimiento por ello que no siempre reciben. La herida que produce vivir
para unos otros, no con los otros, sino para unos otros, genera inevitablemente
malestar.
Otras mujeres
dejan de lado el cuidado porque lo consideran una obligación de la que han de
escapar en tanto que las ata a un papel que, de acuerdo con la lógica del
mercado, les resulta opresivo. Pero esto no hace que se sientan mejor, ya que
cuidar forma parte de sus deseos y al no hacerlo no están sino ateniéndose al
cumplimiento de otro deber.
En ambos
casos estas mujeres se limitan al cumplimiento de una norma: las segundas recriminan
a las primeras el aceptar una imposición represiva, sin tener en cuenta que la liberación como norma no
es sino otro modo de represión de los propios deseos.
La
alternativa, lo que se viene conociendo como “doble socialización”, tampoco
parece una solución. La “doble socialización” de las mujeres no puede ser hoy
entendida como una carga que sufren las mujeres puesto que se ha convertido en
el modelo oficial y ha sido interiorizada como parte de nuestra identidad. La
nueva mujer “doblemente socializada”, la tercera mujer, por usar el apelativo
de Lipovetsky, se propone con frecuencia como el individuo más completo, capaz
de mantener su actividad en ambas esferas y no tender a la unidimensionalidad,
teniendo los sentimientos mejor integrados, etc. Al hablar de la mujer como
individuo más completo por estar “doblemente socializada” no se está sino
articulando la versión postmoderna de la visión patriarcal: esta “tercera
mujer” se reconoce como más completa que el hombre en tanto en cuanto es más
rentable para el Sistema.
Aplaudir esta
doble socialización y fomentarla a través de políticas que favorecen la inclusión
de las mujeres en el mercado laboral y la adaptación de las tareas de cuidado a
las demandas de éste lleva a la internalización por parte de las mujeres de la
supremacía de los intereses del mercado sobre sus propios intereses y a la
generación de nuevas tensiones entre el propio deseo y el deber de igualdad.
Menos poder y
contrapoder y más deseo. Sólo el individuo conoce realmente sus deseos y es
capaz de conducir su vida de manera coherente con éstos.
No me parece
descabellado afirmar que todos deseamos una convivencia armónica entre los
sexos, y ésta no será posible mientras no se supere la hipótesis represiva.
Aquí y ahora carece de sentido. Responsabilizar a los hombres o al Estado de
todos los problemas que encontramos las mujeres a la hora de afrontar nuestros
propios deseos, contradictorios muchas veces, me parece una irresponsabilidad,
una renuncia a la autonomía que tantos siglos y tantas batallas costó
conseguir.
El malestar
entre los sexos no puede solucionarse a golpe de leyes e imposiciones. Éste es
el principal motivo por el que creo que las actuales políticas de igualdad han
tomado un camino equivocado: al obligar a la igualdad no se está sino
ensalzando la importancia de las diferencias. Por otra parte, estas políticas
no benefician ni a las mujeres ni a los hombres, sino que se limitan al
planteamiento de “apaños” con los que se pretenden solventar las incompatibilidades
entre los deseos y necesidades de los individuos, en concreto de las mujeres,
sin dañar la estructura del Sistema, y en este marco ninguna liberación es
posible.
Mientras las
mujeres no dejen de sentirse el sexo oprimido, no abandonen su papel de víctima
–mantenido también por estas políticas– y los hombres no asuman como propia la
lucha por la igualdad de derechos y oportunidades, no será posible la denuncia
y renegociación de los puntos en los que la diferencia se transforma en
desigualdad.
Después de
más de un siglo, la invitación a abandonar la Cuestión de las Mujeres a favor
de la Cuestión Sexual continúa abierta, y en tanto que hombres y mujeres
compartimos el mundo, parece la única forma de llegar a buen puerto.
La crisis de
los cuidados en la práctica sexológica
Si como
sexólogos entendemos que el objeto de nuestra disciplina es la relación entre
los sexos, asimismo entenderemos la importancia que la actual crisis de los
cuidados tiene en nuestra práctica, ya sea desde la educación como en el
asesoramiento o terapia.
Como vengo
señalando a lo largo de todo este artículo, el panorama actual no resulta muy
propicio para esta intervención. Nos encontramos con varios factores que la
dificultan o incluso nos pueden llevar a pensar que es innecesaria.
En el caso
concreto de la Educación Sexual, parece que, limitadas como quedan con frecuencia
nuestras intervenciones al ámbito de la salud sexual o prevención,
y ante el auge de las intervenciones educativas agrupadas bajo el epígrafe de
la coeducación y basadas en las teorías de género, dirigidas a la misma
población, tenemos poco que hacer.
Sin embargo,
considero que es en este ámbito donde nuestra intervención es más necesaria y
que, aunque no lo expresemos de este modo o ni siquiera consideremos la
importancia de los cuidados a la hora de plantear nuestras intervenciones,
siempre que éstas aboguen por el conocimiento del proceso de sexuación y la
toma de conciencia por parte de los jóvenes de la necesidad de respetar las
peculiaridades y deseos de los otros así como los propios, estaremos
contribuyendo a minimizar los efectos de la igualdad mal interpretada, valorar
la compartibilidad de los sexos –de sus diferencias y combatir las
desigualdades. Propiciando, por lo tanto, un marco adecuado para el desarrollo
del cuidado.
La afectividad
tiene un peso importante en las tareas de cuidado. Desde nuestras intervenciones
será imprescindible recordar que la afectividad no tiene una forma y
parámetros concretos, ni viene marcada por un sexo. La afectividad se debe
entender de forma amplia y flexible, ya que hay muchas formas de generar
afectos, que dependen tanto de los demás como de nosotros mismos. No se puede
partir de una definición reduccionista de lo afectivo, en cuanto que línea
principal de las tareas de cuidado. Esto es, no podemos limitarla a la
expresión de afectos, tan vinculada a la “fórmula femenina” de cuidado.
Es importante
recordar que, si se introduce una parte de la sociedad (los hombres) en la
realización consciente de estas tareas, se producirán cambios en la forma de
entender y realizar las mismas.
Asimismo,
considero fundamental la necesidad de entender las tareas de sostenimiento de
la vida desde una perspectiva positiva, tanto en su ofrecimiento como en su
recepción. No se deben seguir interpretando desde la imposición, sino desde la
comprensión y profunda reflexión de su importancia.
Estas mismas
claves pueden sernos útiles en el asesoramiento y/o terapia: en la medida en
que el cuidado y las tareas que conlleva se entiendan dentro del marco del
propio deseo, dejará de ser una obligación que recae sobre uno de los miembros
de la pareja –generalmente la mujer– y un “arma arrojadiza” en los juegos de
poder que se suceden en su seno.
Notas al texto
1 El siguiente
artículo se desarrolla a partir de lo expuesto en el proyecto de investigación
realizado para la obtención del DEA en la Universidad Complutense de Madrid
bajo el título “La Crisis de los Cuidados en Clave Sexológica” (2004-2005);
para el próximo año, se prevé la publicación de una revisión de dicha investigación
en la Revista Española de Sexología (In.Ci.Sex).
3 Al hablar de
Sexología Sustantiva, tomo prestado el nombre que José Ramón Landarroitajauregi
le da a la corriente sexológica española que recupera y rearticula determinada
tradición sexológica europea del “sexo que se es” y se diferencia así de otras
sexologías. Su máximo representante, quien la nombra y la lidera es, de acuerdo
con Landarroitajauregi, Efigenio Amezúa, quien a través del Instituto de Sexología,
su formación docente y sus publicaciones ha creado “una escuela”, algo inmadura
aún y con escasa conciencia de sí misma, pero escuela al fin y al cabo.
3 Como señala
Amezúa (1999), la amistad entre la hija del padre del marxismo y Havelock Ellis,
así como de otras líderes del feminismo y otros teóricos de la Sexología, es
una buena muestra de la buena relación en ese momento entre feminismo y
Sexología.
4 El término
eugénico puede resultarnos chocante dado el uso negativo que de la eugenesia se
hizo durante épocas posteriores. Hay que entenderlo dentro del contexto de
principios del siglo XX, como sinónimo de control de la natalidad para
facilitar el cuidado y la salud de la descendencia.
5 Aunque la LMRS
se definiera como un movimiento apolítico y enfatizaran su carácter científico,
desde el momento en que surge como un movimiento para la Reforma Sexual y
persigue unos cambios a nivel social considero inapropiada esta etiqueta de
apolítica en tanto en cuanto entiendo por política cualquier acción encaminada
a la transformación social. Ahora bien, definirse como apolítica y hacer
hincapié en sus “bases científicas” permitió a la Liga romper con los
planteamientos moralizantes de la época y centrar sus propuestas en la
observación científica de los hechos.
6
Por
citar algunos ejemplos, ver: Ellis, H. (1895), Marañón, G. (1930), Amezúa, E.
(1999).
7
La
división público vs. privado no me parece acertada en tanto que parcela la
realidad y al propio individuo, pero considero que, por el momento, es la única
herramienta útil de la que dispongo para explicar algunas cuestiones, por lo
que mantendré tal división.
8 No quiero
extenderme demasiado en este punto, puesto que supondría entrar en otro tema,
otro de los grandes debates del feminismo en el que autoras como Carla Lonzi,
Luce Irigaray, Anne Köedt, etc. han denunciado desde los años 60-70 y la
llamada “Revolución sexual” estas cuestiones como consecuencias negativas de
ese “deber de igualdad”.
9 Afirmación
extraída de los grupos de discusión realizados con adolescentes en la
investigación “Las tareas de cuidado y su impacto en la igualdad entre
hombres y mujeres jóvenes” realizada para el Instituto de
Investigaciones Feministas de la UCM, 2005.
10
Ver,
por ejemplo: Sánchez Cánovas y Sánchez López, 1999.
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El Anuario de
Sexología publica trabajos originales de Sexología o que supongan aportaciones
a cualquier ambito de ésta desde otras disciplinas.
Los trabajos
habrán de ser inéditos. Se asume que todas las personas que figuran como
autores han dado su conformidad, y que cualquier persona citada como fuente de
comunicación personal consiente tal citación.
Los trabajos
tendrán una extensión máxima de 25 hojas tipo DIN A4, de 33 líneas, por una
sola cara, con márgenes no inferiores a 2,5 cms., y todas ellas numeradas.
Se aceptan
escritos en español y en inglés. Cada artículo se acompañará, en hoja aparte,
de un resumen en español y en inglés, incluyendo al final de cada uno de ellos
un máximo de 6 palabras clave. Cada resumen irá precedido del título del
artículo en el idioma correspondiente. Tendrá una extensión de 150-200
palabras, y en él se expondrán brevemente los objetivos, resultados y
principales conclusiones del trabajo.
Cuando el
artículo incluya gráficos o tablas, éstos irán numerados y en hoja aparte, en
tinta negra, y bien contrastados. Las tablas se simplificarán en lo posible,
evitando las líneas verticales. Las notas y pies de página –que preferiblemente
se reducirán al mínimo– se numerarán de forma consecutiva e irán reseñadas en
el texto del artículo utilizando únicamente el formato superíndice. Al final
del trabajo, se incluirán los textos correspondientes a dichas notas. Se evitarán
expresamente los formatos de notas a pie de página que ofrecen los procesadores
de texto (Wordperfect o Microsoft Word)
Los
manuscritos deberán ser remitidos por los autores en Diskette indicando
el procesador de textos utilizado, acompañado de dos copias impresas. La
presentación no incluirá tabulaciones, ni sangrado alguno.
Los autores
incluirán en hoja aparte su nombre, dirección y filiación. Se recomienda
adjuntar también teléfono, fax y e-mail de contacto, así como las aclaraciones
pertinentes para la correcta publicación del trabajo.
Los diferentes
apartados y subapartados que compongan el artículo, se numeraran
correlativamente de la siguiente manera: 1, 1.1, 1.1.1, 1.2, 1.2.1, etc.,
evitando usar negritas, cursivas o subrayados para diferenciar subcapítulos de
capítulos.
Las
citas bibliográficas en el texto incluirán el apellido del autor y el año de
publicación (entre paréntesis y separados por una coma). Si el nombre del
autor forma parte de la narración, se pone entre paréntesis sólo el año. Cuando
vayan varias citas en el mismo paréntesis, se adopta el orden cronológico. Para
identificar trabajos del mismo autor o autores, de la misma fecha, se añaden al
año las letras “a”, “b”, “c”, hasta donde sea nacesario, repitiendo el año. A
modo de ejemplo: (Ellis, 1897), (Hirschfeld, 1910a, 1910b), (Master y Johnson,
1967).
Las
referencias bibliográficas irán alfabéticamente ordenadas al final del texto,
según la siguiente normativa:
a) Para libros: Autor
(apellido con la primera letra en versal, coma e iniciales de nombre y punto;
en caso de varios autores, se separan con coma y antes del último con una
“y”); año: (entre paréntesis) y dos puntos; título completo en cursiva y punto;
ciudad, punto; editorial. En caso de que haya manejado un libro traducido con
posterioridad a la publicación original, se añade al final entre paréntesis
“orig.” y el año.
Marañón, G.
(1926): Tres ensayos sobre la vida sexual. Madrid. Biblioteca Nueva.
Bruckner, P. y
Finkielkraut, A. (1979): El nuevo desorden amoroso. Barcelona.
Anagrama. (Orig. 1977).
b) Para capítulos de
libros colectivos o de actas: Autor/es; año; título del trabajo que se cita y
punto; a continuación, introduciendo con “En”, el o los directores, editores o
compiladores (inicales del nombre y apellido) seguido entre paréntesis de
“Dir.”, “Ed.” o “Comp.”, añadiendo una “s” en el caso del plural, y coma; el
título del libro, en cursiva y, entre paréntesis, la paginación del capítulo
citado; la ciudad y la editorial.
García Calvo,
A. (1988): Los dos sexos y el sexo: las razones de la irracionalidad. En F.
Savater (Ed.), Filosofía y Sexualidad (pp. 29-54). Barcelona. Anagrama.
c)
Para revistas: Autor/es; año, título del artículo y punto; nombre de la revista
completo y en cursiva y coma; volúmen entre paréntesis, seguido del número y
coma; página inicial y final.
Steicen, R.
(1994): Du “manque du désir” au “désir du manque”. Cahiers de Sexologie
Clínique, (20) 123, 26-36.
Los trabajos
serán enviados por correo certificado, en Diskette acompañado de dos
copias impresas a: A.E.P.S. (Comisión de Publicaciones)
Apdo. de
Correos, 102. 47080 Valladolid
Se acusará
recibo de los trabajos y se notificará porteriormentes su aceptación,
propuesta de modificación o rechazo.
Los editores
se reservan la posibilidad de realizar pequeñas correcciones de estilo durante
el proceso de edición.
El
autor o primer firmante del trabajo recibirá dos ejemplares del número de la
revista que se publique.