A.E.P.S. (Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología) Apdo. de Correos 102 47080 Valladolid Telf. y Fax: 983 39 08 92 EDICIÓN: Felicidad Martínez DISEÑO GRÁFICO: Lluis Palomares Parque industrial “Las Monjas ” C/Verano N° 38 Torrejón de Ardoz Madrid ISSN: 1137-0963 D.L.:
AMEZÚA, E. Cuestiones históricas y conceptuales - RIVERA, M. M. La rebelión de los cuerpos BEYEBACH, M., LANDAARROITAJÁUREGUI, J. R. y PÉREZ OPI, E. Parejas exitosas GIL CALVO, E. La invención de la feminidad. FERNÁNDEZ, J. Feminismo y sexualidad. MARTÍNEZ, F. Los sexos: del amor a la sexualidad.
CUESTIONES HISTÓRICAS Y CONCEPTUALES El paradigma del hecho sexual, o sea de los sexos, en los siglos XIX y XX Efigenio Amezúa * * Director de los Estudios de Postgrado de Sexología. Universidad de Alcalá de Henares. Instituto de Sexología (In.ci.sex.). C/ Vinaroz, 16. 28002 Madrid, España
El autor plantea el corte epistemológico sucedido en torno a 1800, según la tesis de Foucault, y que en el ámbito de la futura Sexología se perfila con el final del antiguo modelo y el comienzo del moderno: Frente al locus genitalis, como base conceptual que definía a la mujer frente al varón, aparece el hecho de los sexos, que replantea el campo de ambos. Dos acontecimientos son expuestos como indicadores principales: el histórico debate de los sexos, conocido como la histórica Cuestión sexual en el clima social e intelectual que sigue a la Ilustración, y la introducción del Dimorfismo sexual especialmente en las Ciencias naturales, aunque no sólo. En ambos casos el nuevo concepto sexual es relativo a los sexos y no ya al locus genitalis. Este paradigma moderno resultante será la base del planteamiento que hará posible -por pensable y razonable-, que uno de los sexos acceda a la categoría de sujeto, lo que le era negado hasta entonces; pero que, por efecto dominó, replanteará al otro mediante el establecimiento de un nuevo campo epistemológico en el que los dos sexos se explicarán en reciprocidad. Una serie de movimientos reactivos tratarán de contrarrestar las consecuencias de este ciclo largo iniciado e intentarán reponer el antiguo modelo del locus genita- lis, reactualizado mediante estrategias diversas. Entre éstas figura la implantación perversa de la misma nomenclatura sexual como sinónimo del locus genitalis premoderno. A pesar de estas reacciones en cadena, el nuevo paradigma seguirá como la mayor innovación de la época moderna. Palabras clave: La cuestión sexual, el nuevo paradigma sexual, el hecho de los sexos, el concepto sexual, historia de la sexología.
HISTORICAL AND CONCEPTUAL QUESTIONSIN SEXOLOGY. The author introduces the epistemological break that, according to Foucault’s thesis, takes place around 1800. It is shaped at the end of the old model and the beginning of the modern one, in the scope of the future Sexology: in front of the locus genitalis, as the conceptual base which defined woman in opposition to man, emerges the fact of sexes, which restates the fields of both of them. Two events are set forth as main indicators: the historic argument between sexes, known as the historic sexual question in the social and intellectual climate after the Enlightenment; and the introduction of sexual dimorphism, especially, but not only, in natural Sciences. In both cases, the new sexual concept is relative to the sexes and no more to the locus genitalis. This resulting modern paradigm will be the base for the setting out that will allow, as it is reasonable to think, one of the sexes to reach the category of subject, to whom it was denied up untill then, Nevertheless, this fact, following the domino effect, will restate the category of the other sex through the establishment of a new epistemologicalfield in which both sexes will be defined in reciprocity. A series of reactive movements will try to counteract the con- sequences of this long ago initiated cycle and replace it by the old model of the locus genitalis, modernised by means of several strategies, among which is the depraved implanta- tion of the same sexual nomenclature as a synonym of the premodern locus genitalis. In spite of these chain reactions, the new paradigm will remain the greatest innovation of modern time; the first sexual revolution, that is to say the revolution of sexes. Keywords: The historical sexual question, the new sexual paradigm, the fact of sexes, the sexual concept and history of sexology.
En la Historia de la Sexología, los conceptos y conocimientos se han desarrollado enormemente durante los doscientos últimos años. Pero el vocabulario común, el de uso de la gente -aunque también el de muchos profesionales- se ha quedado estancado y reducido a unos cuantos términos, tales como el substantivo sexo y el adjetivo sexual1. Y ambos con un significado limitado y referido directa o indirectamente al área o zona de los genitalia. Esta descompensación es la causa de que cuando se sale de ellos -y es fuera donde se juega lo principal- se tenga que recurrir a modismos y giros o frases de sentido figurado. Es como si el caudal del río de los conocimientos y conceptos hubiera subido de volumen, incluso cambiado de cauce, mientras que el uso general se hubiera estancado de forma inamovible. Sucede entonces un desbordamiento de sentidos sin canalizaciones conceptuales o léxicas, sin palabras para decirlo. Si el lenguaje nos ayuda a expresar y pensar, no es extraño que, ante su ausencia, se vean afectadas no sólo la expresión sino también el pensamiento. Así, pues, a pesar de decirnos informados, incluso muy informados en este campo, terminamos por sentir la contradicción de estar llenos de datos y de conocimientos y, sin embargo, mudos e inexpresivos, como analfabetos conceptuales. Como el que no habla una lengua o sólo conoce un escaso número de vocablos. Lo más que puede hacer es dar vueltas en torno de ellos. No le queda otro remedio que añadir modismos o circunloquios, cuando no sentidos implícitos, ininteligibles e incomunicables.
Conceptos y palabras Por otra parte, esa misma carencia de lenguaje y de vocabulario equivale a la ausencia de conceptos. Existe la inteligencia emotiva y su correspondiente capacidad de entender y razonar desde ella. Pero las emociones y los sentimientos no suplen a los conceptos en la dosis de reflexividad necesaria, en ese marco de lo que se conoce como razonable. La realidad sexual puede ser sentida y sensada, vivida emocionalmente, pero también necesita ser pensada como objeto de estudio y entendimiento, como realidad inteligible. Los conceptos son los instrumentos y recursos de que disponemos para hacernos con esa realidad lo mismo que con otras y podernos situar en la existencia o hacernos una razón de ella. Si la realidad sexual no es ya un campo ignorado, sino estudiado y conocido, sería preciso adecuar y articular su campo léxico y semántico -o de sentido- de forma que podamos pensar y expresarnos en ella y sobre ella con alguna precisión y propiedad. Todo ello indica la necesidad de ordenar o de reordenar este campo para abrirlo al lenguaje y reformular éste de manera que la expresión fluya como en otros y podamos pensar, hablar y entendernos de forma razonable. Se trata, pues, de encontrar un orden lógico a lo ya descubierto, pero cuyo mapa general parece haberse difuminado, hasta dar la impresión de que no disponemos de él para poder movernos en coherencia con el territorio. Porque la lengua está ahí. Y la Gramática. Sólo hace falta seguir algunas de sus reglas básicas.
Empecemos, pues, por el principio. Cuando de niños aprendemos a hablar de forma organizada, siguiendo la Gramática, comenzamos por construir y articular frases con lógica y sentido. La más elemental estructura es la compuesta por un sujeto, un verbo y un predicado2. La Sexología por otra parte nos dice que todos los sujetos (vamos a ceñirnos a los humanos) son sexuados. Todos, sin excepción. Y aquí se presenta la necesidad de una primera aclaración. Se ha extendido un concepto de sexo como sujeto de frases como éstas: “El sexo es algo natural”, “El sexo es un derecho”, “El sexo es divertido”, “El sexo ya no es un tabú”, “El sexo ya no es pecado”, etc. Son expresiones que han llegado a ser corrientes en la divulgación . En definitiva: El sexo -ese sexo- se ha puesto de moda, se ha generalizado. Pero podemos preguntarnos de qué hablamos hoy cuando hablamos de ese sexo como sujeto de la frase. Si nos referimos al uso de los mencionados genitalia, el sujeto -hablando con propiedad- no es el sexo sino los genitales. O su uso, su puesta en ejercicio. También se suele hablar con frecuencia de “hacer el sexo”. Así se oye: “la primera vez que se hace el sexo”, o “¿Cuántas veces lo practica al mes?”, etc. En ambos casos se trata de modismos o expresiones metafóricas o metonímicas -¿tal vez sinécdoques?- en las que el vocablo sexo es tomado de forma figurada y no propia. Y esto, tanto en Gramática como en Sexología, resulta algo impreciso para hacerse una idea clara como punto de partida. Por otra parte, cuando un término se convierte en tantas cosas sabemos que no es por riqueza sino por reducción a tópico manido, vecino del sinsentido y de lo no razonable. Nótese que no decimos racional sino razonable, es decir, inteligible. Sigamos, pues, con lo básico y sencillo tanto de la Gramática como de la Sexología.
Un sujeto y un verbo Al decir que los sujetos son sexuados estamos usando un predicado, un adjetivo, es decir, una cualidad que se predica de los sujetos. Pero al mismo tiempo ese adjetivo es un participio. Y si es participio, lo es como forma de un verbo. Sorprende lo raro que sigue siendo para el lenguaje común el verbo sexuar en infinitivo. Podemos poner ejemplos: Juan es sexuado, Ana es sexuada. El primero lo es en masculino y la segunda en femenino. Con ello estamos diciendo, tanto en Gramática como en Sexología, que ambos han seguido un proceso en el tiempo por el cual se han ido sexuando, es decir, construyéndose y configurándose como tales. Estamos conjugando un verbo. La Gramática nos dice que conjugar es poner ordenadamente las formas con las que un verbo expresa sus diferentes modos, tiempos, números o personas. Se trata de contar con el factor tiempo en el sujeto o, lo que es lo mismo, hacer historia, en este caso, biográfica. El sujeto no es un ente abstracto o impersonal; es un producto histórico. Esta idea de temporalizar la noción de sexo es la forma que tenemos de obligarnos a concretar y precisar. De ese modo el sexo, visto como un término absoluto, seco, estático y cerrado, pasa mediante su conjugación a formar parte del hacerse y el vivir de los sujetos. No es otro el proceso seguido en la articulación del pensamiento. Es, pues, fundamentalmente un verbo antes que otra forma en la Gramática. En este caso se trata de un verbo pronominal o reflexivo que, de nuevo según la Gramática, indica lo que le sucede o acontece al sujeto. Lo que les ha acontecido a esos dos sujetos de nuestro ejemplo es que se han sexuado: se han ido haciendo de uno u otro sexo, se han ido haciendo hombre y mujer: masculino y femenino. Pero esto que puede ser visto como obvio y simple -y hasta simplista- ha sido convertido en un largo y tortuoso camino. No hace falta detenerse en explicar los motivos. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en ello. Entre paréntesis: sería preciso no tener miedo a lo complejo, si no se quieren sufrir los efectos del simplismo; y también advertir que cuando aquí decimos complejo no estamos afirmando algo obscuro sino, al contrario, algo hoy estudiado y conocido; nada esotérico ni misterioso. Lo complejo en este caso equivale a intrincado pero, sobre todo, a variado y lleno de sorpresas, como todo lo que ofrece variedad. Es decir, riqueza y diversidad. Lo único que requiere es voluntad de estudio y conocimiento. O sea, dedicación y detenimiento. Es necesario ir despacio. Este planteamiento ofrece un concepto de sexo muy distinto al que se ha generalizado en el uso común, anclado aún en un modelo pre-moderno, anterior al paradigma moderno y, en todo caso, previo a lo que en Sexología se conoce como modernización. Todavía se está acostumbrado a referirse al sexo como a un nombre, un substantivo, un sujeto. Y curiosamente el sexo, hablando con propiedad, no es ni puede ser ninguno de ellos. A no ser que hablemos del sexo como tema, moda o problema, objeto de conversación, en cuyo caso estamos haciéndolo de un sujeto de ficción que tiene poco que ver con la realidad vivida. El planteamiento moderno lo ha dejado sin significación, lo ha invalidado. Pero a fuerza de continuar hablando así, se ha mantenido otra cosa distinta de lo que sucede. Difícil resulta ahora deshacer ese bucle o enredo para poder explicarnos que no podemos hablar del sexo sino de los sujetos sexuados. Puesto que, a efectos de lo que planteamos, tan impensable es un sujeto humano no sexuado, como el sexo convertido en sujeto substantivado. La condición humana no cuenta con ello. Vale la pena pensar en esto con detenimiento y extraer algunas consecuencias. Porque, como humanos, es preciso que sepamos de qué hablamos para poder entendernos, para hacernos razonables, o sea inteligibles.
El verbo sexuar Sobre esta base podemos seguir conjugando el verbo sexuar -y su reflexivo: sexuarse- de acuerdo también con los datos de la Sexología. Ésta nos dice que hay elementos sexuantes, que contribuyen a que un sujeto se sexue de uno u otro modo, es decir, se configure de uno u otro de los sexos de referencia. Los principales diccionarios de las distintas lenguas cuentan ya con este léxico, si bien el de la Real Academia de la Lengua Española lleva en ello un gran retraso. Pero eso no es lo que aquí nos va a ocupar. Lo que nos ofrecen las distintas formas del verbo es un concepto de sexo abierto y flexible, plástico y dinámico, en constante evolución y en continuo hacerse; es un proceso. El sexo de los sujetos no es dado ni definido de una vez por todas mediante los genes o las hormonas o los patrones sociales. Se hace y se construye, como el sujeto mismo, a través de un desarrollo y una evolución ontogenética y filogenética. O, como hemos expuesto en otros trabajos, a través de una biografía que reúne y da sentido a una multitud de elementos, de otro modo dispares y dispersos, esto es, sin referencias a la unidad del sujeto que es quien les da su articulación y sentido: su configuración. Estos elementos sexuantes de este entramado están ya bien definidos y estudiados en sus formas de acción. Es el caso de algunas hormonas especialmente activas durante las fases primeras de la vida embrionaria, como lo son igualmente ciertos patrones sociales que ofrecen sus formas configuradoras para que el sujeto se ade- cue a ellos. O, mejor dicho, para que el sujeto los adecue a sí mismo. Y así podríamos hablar de una veintena de esos elementos descritos y clasificados con asignaciones variadas según la disciplina que los estudia y que les da sus propias connotaciones: unas más biológicas -por decirlo con la fórmula tópica-, otras más culturales o sociales; otras, en fin, más existenciales, si bien éstas más relegadas, precisamente por la extensión del sentido usual del mismo concepto. Pero es importante destacar que todos estos aspectos -a pesar de esas distintas connotaciones de cada disciplina que los estudia- tienen en común ese perfil muy claro que les da su coherencia y su razón de ser: sexuar o contribuir a sexuar. Porque el que se sexua es el sujeto de esos elementos: todas sus células, todos sus gustos y atracciones, todas sus ideas y creencias, todos sus gestos y acciones... Es este diseño resultante el que aquí nos interesa. En Sexología decimos: se trata de elementos o agentes de la sexuación de los sujetos. No es necesario extenderse aquí en la descripción minuciosa o detallada de estos elementos sexuantes, por considerarlos ya conocidos y extendidos en la cultura general, si bien no bajo su función primordial que es la de sexuar. En ello, la información divulgada, deudora de modelos conceptuales pre- modernos, dista mucho todavía de haberse adecuado al nuevo.
2. La histórica Cuestión sexual Si de la Gramática pasamos a la Historia, es preciso partir del momento cronológico fundacional en el que la cuestión se constituye por vez primera en objeto de discurso, lo que equivale a decir su léxico y, por lo tanto, su conceptualil- zación. Por ello, si se trata de avanzar, es útil mirar atrás para ver de dónde partimos y poder ir más adelante. El planteamiento moderno, es decir, el que inaugura la época moderna con la Ilustración, es el que se conoce en Historia como la Cuestión Sexual y que consistió en un amplio debate de ideas en el que participaron los más variados autores, pero también, como novedad, las más heterogéneas autoras. Su duración se extiende desde las últimas décadas del siglo XVIII, y más en especial la última, y las primeras del siglo XIX. En él fueron tratados asuntos tales como el sinsentido de la exclusión de las mujeres de la vida pública, tras el corte con el mundo antiguo; sus nuevos derechos y deberes, como los de cualquier sujeto masculino, tal y como correspondía a la nueva era inaugurada con el acto visible que supuso la Declaración Universal de los Derechos humanos en 1789. El feminismo moderno ha tomado este debate como punto de su origen. Y, en cierto modo, así fue. No obstante es preciso aclarar un aspecto importante: en la producción de obras y de pensamiento a que el debate dio lugar, se trataron evidentemente los derechos y las cuestiones reivindicativas. Pero la cuestión primordial que hizo pensable el nuevo planteamiento, la cuestión nodal que diría Genevieve Fraisse, por mucho que hoy cueste reconocerlo debido a las deformaciones conceptuales que se han seguido, fue la cuestión sexual: o sea de los sexos. Ella fue el pórtico y la clave que abrió todo lo demás a la razón y que lo hizo planteable. En efecto, ¿cómo entender o explicar, cómo formular en términos razonables e inteligibles, y no ya por el recurso a la recién abolida autoridad impuesta, un sexo en relación con el otro y viceversa? La gran innovación de la Ilustración, su máximo argumento, fue hacer pensable y expresar que tanto en el fondo como en la forma, resultaba inadmisible por impensable -o sea fuera de toda razón-plantear por separado los problemas de uno y otro sexo con los conceptos existentes hasta entonces, basados en la superioridad e inferioridad moral regulada por el modelo reproductivo-genital. El debate central consistió, pues, en hacer posible un pensamiento en torno a un sexo y otro sexo, o, si se prefiere, centrado en la búsqueda de la identidad de uno frente a la identidad del otro y de ambos por igual en referencia a la misma lógica y razón humana. ¿Cómo entender en un mundo nuevo -de razón- uno y otro sexo en el mismo plano y en equiparidad? La cuestión sexual fue la búsqueda y el hallazgo de ese planteamiento nuevo que daba la categoría de sujeto a quienes no lo habían sido; un sujeto que pasa por su propia construcción conceptual como sexuado. Durante siglos había estado en vigor un antiguo paradigma -el del locus genitalis- por el que era definido y conceptualizado el hombre genérico, pero, sobre todo, y esto es muy importante, las mujeres como hembras de la especie humana. Desde él era lógico considerar a la mujer como un varón menor o de segundo orden, no acabado, emasculado, incompleto, manqué, etc. En ello tuvo mucho que ver su definición y encasillamiento como ser reproductivo o medio para la reproducción de la especie. Fue esta organización reproductiva -genitalizada, pues el quicio sobre el que giraba era el locus genitalis- la que dio sentido teórico y justificación a su ser definido y pensado para esa función. El gran salto operado en la época moderna, ese gran giro que da el Siglo de la Razón y de las Luces, se lleva a cabo para lo que aquí nos concierne con la nueva conceptualización sexual como relativa a los sexos. Y no ya genésica o reproductiva relativa a la generación de la especie.
El efecto dominó En esta idea puede cifrarse la clave de una de las más importantes revoluciones de nuestra historia reciente: el acceso epistemológico de media humanidad, las mujeres, a la categoría de sujeto en equiparidad o reciprocidad con la otra media; y esto es lo que se hizo pensable y planteable en el nuevo marco del debate sobre los sexos y entre los sexos: la histórica Cuestión sexual, o sea -ya no sería necesario insistir- de los sexos. Fueron precisamente las mujeres las que innovaron esta fórmula -o, al menos, la provocaron- y la expresaron en nombre de “su sexo”, “nuestro sexo” -y no ya de su genital, nuestro genital. “El sexo de las mujeres”, “el sexo de los hombres”, “un sexo”, “otro sexo”, “ambos sexos”, “el sexo femenino”, “el sexo masculino”, etc. Así fue introducida la referencia sexual en el debate de los sujetos y así fueron sustituidas las abstracciones anteriores sobre los sujetos -recuérdese la insistencia en la reproducción sexuada, pero la ausencia del mismo concepto de sujeto sexuado- por concreciones nuevas: sexuadas, es decir, contando ya con la nueva conceptualización de la realidad de los sexos. Sobre ello tenemos ya una serie de estudios que han recreado esta epopeya apasionante3. Como no podía ser de otra forma, la búsqueda de una razón de ser sujeto -la raison d’e- tre- y el planteamiento nuevo de uno de los sexos -el femenino-, replanteaba a los dos sexos como sujetos nuevos. Los sujetos modernos, en tanto que modernos, proceden de ahí, de ese replanteamiento histórico que sigue siendo actual en un presente ininterrumpido y continuo, a pesar de excepciones, exclusiones e injusticias de todo tipo. Si, a partir de ahí, se pueden ya plantear tales exclusiones como injustas e irracionales es precisamente por el nuevo planteamiento originado, no se olvide, como consecuencia del Siglo de la Razón. Si puede ya exigirse hacer justicia y equidad es precisamente por ese criterio de razón entre los sexos como tales sujetos por igual. Los conceptos que giraban en torno del antiguo paradigma de los genitalia no permitían pensar tal cosa porque todos eran relativos a la función y no a la identidad. De ahí la gran alteración del antiguo orden establecido por la naturaleza o la autoridad divina o natural, léase del Ancien Régime. Fue éste el logro más importante del movimiento de la Cuestión sexual y el inicio del marco teórico nuevo o renovador -más bien revolucionario- que habría de generar el corte definitivo con el mundo antiguo. Con toda propiedad podemos hablar de la gran revolución sexual, la primera revolución moderna de los sexos, la teórica y conceptual, dos siglos antes de la otra, tan nombrada.
3. Hecho de los sexos versus locus genitalis Hay otros aspectos de esta modernización suscitados paralelamente tras la Ilustración: la Cuestión social o de las clases sociales y la Cuestión racial o de las razas. Curiosamente ambas cuestiones fueron planteadas con similar agudeza. Pero la Cuestión sexual ha sido de una espectacularidad mayor o de más profundas consecuencias por ser la que atraviesa a todas las otras. Hay más novedades notorias que son regalos o conquistas, según se mire, de ese siglo. Tal es el caso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos o el nacimiento de los sistemas democráticos como actualmente los tenemos y que nos han acostumbrado a pensar a partir de ellas. Sin embargo, en ocasiones no viene mal detenerse en ellas mismas para ver el producto en su elaboración y poder así entender mejor algunos de sus rasgos olvidados por la inercia o por la amnesia. Si unimos, pues, la Historia de las Ideas con las nociones básicas de la Gramática y de la Sexología, el resultado es que, en términos modernos, no se puede hablar de sexo, entendido more antiquo, como sinónimo -o en lugar del- locus genitalis, más o menos disfrazado, sino en clara referencia a la innovación ya histórica de los sexos, y sólo desde la cual tiene sentido su singular: el sexo de uno u otro, o de cada uno de los dos. Se ha cometido el error de no ser coherente con la Gramática ni con la Sexología ni tampoco con la Historia. Y el lenguaje que se ha mantenido no es sino un resto y vestigio del modelo pre-moderno: del antiguo locus genitalis. Por otra parte, como más adelante veremos, el problema no es sólo de incoherencia sino que con ese lenguaje y esos conceptos antiguos no pueden explicarse muchos aspectos nuevos, derivados del nuevo planteamiento sexual que es, no se olvide, de los sexos. Es, pues, preciso retomar la historia y reen- hebrar el debate, reponerse de la amnesia para constatar que, sin un vocabulario acorde y sin sus conceptos, mal podemos entendernos en asunto tan primordial. El sujeto moderno es un sujeto sexuado. O, dicho de otro modo: la condición sexuada ha entrado en el núcleo mismo de los sujetos. El pensamiento moderno y la ciencia, cualquiera que ésta sea, no pueden entenderse sin tener en cuenta este acontecimiento. Y dar a este planteamiento la entidad que le corresponde, nombrarlo con toda claridad y fuera de vaguedades, aparte de una decencia histórica, puede ser de utilidad cuando se trata de hacer un balance para seguir hacia adelante. Afirmar la prioridad de La Cuestión Sexual sobre el feminismo puede resultar sin duda hoy, más que polémico, provocador para algunas susceptibilidades. Pero es preciso ir más allá de la polémica y de la provocación en beneficio de la razón de ambos sexos o, lo que es lo mismo, para una comprensión o explicación de los dos conjuntamente. En los históricos debates quedó muy claro que cualquier argumento razonable sólo puede ser planteado desde el tablero de ambos sexos que es en el que se juega razonablemente la partida. Las reducciones léxicas o conceptuales del marco sexual así como la huida de él no hacen sino mostrar aún más su inexorable carácter de cuestión central. En qué momento la cuestión sexual deja de ser de los sexos para convertirse en cuestión de sexo es algo que nos ocupará más adelante. Lo que puede parecer una mera cuestión semántica es, de hecho, una cuestión histórica y de conceptos básicos. Y la historia es imprescindible para entenderse; como lo son los conceptos y los términos -léase las acciones- que se articulan desde ellos. De todo ello es necesaria una revisión a la luz de las contradiciones a las que hemos llegado dos siglos después de sus comienzos. O tal vez sería más exacto hablar de balance y pun- tualización. Puesto que nos encontramos en un momento especialmente atractivo para ello.
4. El paradigma moderno del Hecho de los sexos Si de la Gramática y la Historia, apuntadas en el capítulo anterior, pasamos a las Ciencias -éstas no son sino distintas formas de búsqueda de explicaciones a las mismas inquietudes de los sujetos-, podemos observar que la misma época y el mismo espíritu intelectual, político y social que formuló la Cuestión Sexual (recuérdese: de los sexos) fijó en las ciencias naturales el revolucionario concepto de Dimorfismo Sexual (entiéndase de nuevo: de los sexos). Esta coincidencia de inquietudes bajo los distintos flancos no es tampoco una mera cuestión semántica. Todos los estudios anteriores se basaban en un modelo teórico que, como ya quedó anotado, era la referencia al varón, el macho; siendo la otra parte error o fallo de aquél. Si no fuera ucrónico podríamos, para entendernos, hablar del modelo antiguo o pus-moderno que acababa como modelo de sexo único y del de ambos sexos como referencial nuevo que empezaba. En realidad no se puede hablar de modelo antiguo de sexo o modelo nuevo puesto que el concepto de sexo aún no había aflorado. El modelo antiguo era el del locus genitalis. La medicina de Hipócrates, lo mismo que la filosofía natural de Aristóteles, habían consagrado el principio del Isomorfirmo -el masculino como única forma referencial- y en él se habían movido a lo largo de dos largos milenios4. La anterior forma de pensar es hoy ya archiconocida a partir de una divulgadísima afirmación de Aristóteles que se ha hecho del dominio popular: “La mujer es un hombre que no ha llegado a serlo”, que se ha quedado a la mitad, que no ha madurado, que no se ha completado, etc., que es de segundo orden: el segundo sexo, por seguir el título de la célebre obra de Simonne de Beauvoir[1]. La Medicina hipocrática y galénica -y su antropología- se movió en esa dirección durante siglos y había consagrado el principio del Isomorfismo. La novedad científica, en concordancia con la intelectual y social, fue el vuelco teórico de la instauración del Dimorfismo, es decir, de los dos sexos únicos y distintos. Sobre su base se perfilaba la búsqueda de una afirmación relativa a ambos sexos como sujetos distintos y no ya uno como producto del error del otro o de su defecto. Y empezaba un nuevo ciclo histórico, una nueva mentalidad, una nueva forma de ver y de entender; también de actuar en coherencia. Foucault ha situado en torno a 1800 la gran ruptura epistémica moderna[2]. Y a este fenómeno, iniciado con la Cuestión Sexual y continuado en otros órdenes con todas sus implicaciones de corte con un sistema antiguo, se conoce después de Khun como nuevo paradigma. Por decirlo con toda explicitud, es el nuevo paradigma del hecho de los sexos.
Nuevos conceptos: El de la diferenciación entre los sexos Un nuevo paradigma -una nueva episteme- crea nuevos criterios de inteligibilidad y explica nuevos problemas o anteriores de otra forma. También anula otros: por ejemplo, frente a preocupaciones antiguas sobre la reproducción de la especie o por las consideraciones del placer, las nuevas preguntas -si hemos de resumirse centran en cómo se sexuan los sujetos y qué consecuencias trae para ellos. Los anteriores -cómo se reproducen y disfrutan los placeres de la cópula- pasan a otros planos de interés o son replanteados con otro sentido desde el nuevo paradigma. Por otra parte, un nuevo paradigma no surge de la noche a la mañana ni se establece de una vez por todas sino en un contexto y en una historia. Por ejemplo, en nuestro caso, en un clima de eclosión de inquietudes que muy deprisa suelen resumirse bajo la noción de modernidad. Pero incluso en este marco es importante distinguir las nuevas preguntas en combinación con las anteriores a las que van suplantando y con las que se solapan; lo cual obviamente no se hace sin tensiones ni reacciones, incluso sin transformaciones o acomodaciones de anteriores inquietudes en otras aparentemente nuevas: de ahí la explicable confusión, incluso perplejidad. La nueva pregunta, radicalmente moderna, por primera vez científica y social, requería nuevos conceptos capaces de hacer inteligibles y de articular los nuevos problemas. Por otra parte, se salía -o se iniciaba la salida- de la función reproductora como exclusiva: recuérdese la aparición de la obra de Malthus en esas mismas fechas7. Frente a la tesis reproductiva, hegemó- nica, centrada en la especie, se perfilaba la tesis sexuante, generadora de individuación. La noción de diferenciación sexual centraba, pues, esta cuestión que desde la biología evolutiva, especialmente tras el posterior impacto de Darwin y sus leyes de selección, habría de continuar con la densidad y complejidad característica. Se buscaba con ello responder a la cuestión de cómo los individuos se diferencian unos de otros y, dentro de estas diferencias, la mayor de todas, la de uno y otro sexo. La Cuestión sexual había abierto el gran debate sobre las identidades. Y, es importante insistir, las más fuertes, las relativas a la mujer como sujeto tanto social como individual. Pero, por ello, de ambos sexos. Más conceptos nuevos: el continuo de los caracteres de cada uno de los sexos Como instrumento para la explicación de estas identidades surgió otra noción nueva: fue la de los rasgos o caracteres sexuales de uno y otro sexo que servía para establecer las distintas categorías del reparto en el proceso de la individuación diferencial. Matizando habría que indicar la doble adjetivación de estos caracteres: sexuales y sexuantes, pues de ambos tienen, en función de que se miren desde el lado del producto elaborado o desde la misma producción. Hunter fue el primero en usar esta nomenclatura ya en el siglo XIX, de quien la tomará el mismo Darwin8. En una y otra noción terminaron interviniendo tanto las ciencias naturales como las sociales, en debates a veces separados y en otras a la par. Pero conviene no seguir el espejismo tan manido de acentuar el criterio biológico frente al social, o viceversa, de lo que tanto se ha abusado sin duda por las mismas disciplinas conceptualizadoras. Así, los caracteres sexuales primarios fueron considerados más específicamente biológicos y los secundarios más bio-sociales. Se entendía por primarios los destinados estrictamente a cada sexo en exclusividad: se trataba de los órganos, funciones y papeles relativos a la generación, según el antiguo modelo reproductor imperante, si bien -y ahí residió uno de los indicadores del cambio- no sólo por tratarse de órganos de la generación según el anterior modelo, sino por ser partes específicas y constituyentes de ambos sexos. Se situaron dentro de los secundarios los que, siendo combinables con los primarios, no eran de absoluta exclusividad de ninguno de los dos sexos. Tal es el caso de aspectos de los esquemas corporales masculinos o femeninos. Más que de rasgos biológicos o sociales, se trataba, pues, de su exclusividad o compartibilidad por cada uno de los sexos o por ambos. Es importante resaltar este criterio puesto que otros han sido más extendidos y de ello se han derivado una serie de polémicas confusas. Alguna de ellas ha llegado a nuestros días bajo los términos nuevos de simetrías o asimetrías. Sobre estas bases, Havelock Ellis, el primer sexólogo moderno en el más estricto sentido del nuevo paradigma, sugirió en 1896, tímidamente, al principio, y luego de forma más explícita, un tercer grupo, en combinación con los anteriores: el de los caracteres sexuales terciarios. Situaba entre ellos tanto los rasgos como los gestos o conductas propios de uno y otro sexo que, aunque atribuidos a uno más que a otro, eran, no obstante, intercambiables y flexibles en función de factores de adaptación y acomodo. Es lo que se conoce hoy como papeles o roles sexuales. Cuando miramos hacia atrás, haciendo historia, lo que encontramos es que, a través de estos pasos, se estableció un marco teórico de continuidad que permitía explicar una gran dosis de segmentos diferenciales en forma matizada y gradual. A partir de ahí se contó con un esquema conceptual nuevo que permitía plantear y resolver, o al menos situar, cuestiones nuevas que con anteriores conceptos no tenían otra explicación que la de ser calificadas como anormalidades, vicios o patologías, es decir, desviaciones del modelo reproductor natural. Se había construido un nuevo campo de juego con reglas diferentes. El sujeto sexuado -y no ya la reproducción- se aclaraba cada vez más. Eran algunos resultados, algunos pasos del nuevo paradigma. Hemos aludido a Havelock Ellis. Podemos ser más explícitos: su monumental obra sexoló- gica, iniciada desde 1894 -esa obra que fui gestando desde hacía 20 años-, se abre con el volumen inicial en el que plantea sus hipótesis centrales y que habría que subrayar desde el título específico del mismo: Hombre y Mujer: Un estudio sobre los caracteres sexuales secunda- riosy terciarios9. Aunque sea reiterativo convendría entender desde ahí con toda claridad que sexual no se refiere ya al antiguo locus genita- lis sino explícita y claramente al nuevo paradigma de los sexos.
Polémicas Andando el tiempo -y sobre todo en la segunda mitad del siglo XX-, se ha cernido una gran polémica sobre estos conceptos, que ha impedido ver el carácter histórico que les dio su origen. Se trata de caracteres, o así han sido llamados por ser rasgos característicos; y son sexuales por caracterizar con ellos a cada uno de los sexos: pues eso, y no otra cosa, quiere decir sexual: relativo a ellos. Es obvio que sólo los caracteres primarios son exclusivos y que, en el continuo de la exclusividad-comunidad, los caracteres secundarios son menos exclusivos y más comunes a ambos sexos; así como los caracteres terciarios pueden ser más comunes que exclusivos. Es igualmente obvio que son culturalmente flexibles y alterables, regidos, como todo, por el principio nuevo de la evolución. Las polémicas creadas por esos caracteres tienen mucho que ver con las rigideces de las actitudes previas con las que han sido vistos para sacar partido o imponer mores y costumbres, leyes y pautas de conducta a uno u otro sexo, o de un sexo contra otro. Pero la utilidad de los conceptos no debe aminorarse por la exaltación de los ánimos para justificar cómo o qué debe ser un hombre o una mujer, o qué le es propio o no le es. Nada más ajeno a esta versión que se ha extendido. La ventaja del continuo de los caracteres sexuales para el análisis no puede ceder a las presiones e imposiciones de los activismos. La extrapolación que se ha hecho entre “lo biológico o natural” y “lo cultural o sociológico”, incluso pasando por encima de que lo biológico es estable frente a lo cultural considerado cambiante, es aberrante. Sabemos que ambos conceptos son evolutivos en el sujeto que los vive y que, como anotó Schelsky, sirve de muy poco el fantasma de “lo biológico puro” y “lo cultural puro” cuando está más que probado que tales purezas no se dan10. Un sin fin de polémicas, pues, han rodeado a estos conceptos, por debajo de las cuales sigue en pie la utilidad de ser recursos de un orden explicativo que apunta a un orden distinto del modelo antiguo. Otra polémica incesante ha sido la del androcentrismo tan usual en las críticas de algunos sectores teóricos del feminismo. Es preciso de nuevo recordar que la Cuestión Sexual -y su consecuencia: el Hecho de los Sexos- rompe de tal manera con ese modelo androcén- trico, entendido como masculino, que sorprende cómo se le sigue aún recomponiendo aunque sea con la encomiable intención de deshacerlo. Tal vez en esto sea de interés recordar una vez más la prioridad de la Cuestión Sexual sobre el feminismo. Fuera de la Cuestión Sexual no es ya pensable un sexo sin referencia al otro ni el otro sin referencia al uno.
Lo que aquí más nos interesa, por encima de esas polémicas acostumbradas, es la perspectiva abierta por el nuevo paradigma y su desarrollo, que no se hizo, como es obvio, ni puntual ni linealmente. De ello son testimonio una combinación de restos del anterior modelo con el nuevo, hoy aún visibles en un buen número de expresiones y conceptos. Por esto puede ser de utilidad distinguir entre ideas y conceptos pre-modernos, que corresponden a modelos anteriores al nuevo paradigma; de otros que son claramente modernos, esto es, acordes con éste. Sería también muy útil aludir aquí a la noción de snob-moderno, bajo la cual cabrían una serie de combinaciones y confusiones en las que los restos antiguos han tratado de perpetuarse -incluso de situarse por delante, falaz, cuando no cínicamente, puesto que no se trataba sino de conceptos pre-modernos maquillados de modernización. No obstante, una cosa resulta clara: el nuevo Paradigma del Hecho de los Sexos, de ambos sexos, de los dos, ha seguido adelante. Nosotros hablaremos indistintamente del Hecho de los sexos o del hecho sexual humano, donde el término sexual no se refiere ya a la anterior entele- quia del singular -la del locus genitalis- sino a los sexos en plural. Ya no sería necesario insistir en que el concepto sexual, en el sentido moderno, que es el suyo propio, el que le corresponde -antes no existió como concepto- es el de ser relativo a los sexos, a uno u otro de los dos sexos. Sexual, en singular, resulta, pues, un producto típicamente snob-moderno y, más aún, reaccionario (más adelante veremos por qué). Es tan impensable e incoherente como lo es un triángulo cuadrado o un cuadrado triangular. Hay cosas que se tardan en descubrir aunque parezcan simples y en las que se tarda en caer en la cuenta. Sin duda ésta ha sido una en la que vale la pena detenerse y pensar, pues si bien puede parecer fútil por su apariencia no lo es por sus consecuencias. De ahí la necesidad de nombrar y acentuar este campo de conceptos descubierto y dar la correspondiente entidad tanto a la Cuestión Sexual como al Hecho de los Sexos, con sus nombres históricos propios y más allá de otros campos nombrados de otras formas polémicas o contradictorias. Se trata, pues, de contar con él, de ponerle lindes y marcarlo; de reconocer lo, entenderlo y cultivarlo mediante el conocimiento. Hablar del paradigma sexual moderno exige un rigor de coherencia con el mismo.
El nuevo concepto de Sexuación Los distintos conceptos anotados -y sobre todo el de diferenciación sexual- pueden ser situados en un marco de concreción operativa bajo la denominación posterior, menos equívoca de sexuación. Lo que este concepto aporta es que el proceso de articulación y toma de conciencia de cada sexo no puede hacerse ni explicarse como un hecho puntual, ni producido de una vez por todas mediante uno u otro de los elementos sexuantes -los cromosomas, por ejemplo, o las hormonas, que son eso: simples elementos sexuantes; o los factores sociales, más amplios y extendidos, o mejor dicho, más difusos-, sino de un proceso, de una serie de pasos, concatenados. Las ciencias naturales y las sociales aportaron cada una sus datos con sus propias conceptualizaciones. (¿Hará falta indicar que la sexuación no es sólo biológica sino biográfica?). La Sexología, a caballo entre ellas, trató de abrir el camino a la búsqueda de su cohesión. Seguía en esto una metodología mixta, conocida y nombrada como interdisciplinar, pero asumida como propia. Era, según la expresión de Iván Bloch, el método histórico-biográfico de la construcción de los sujetos. O, por decirlo según Lavine, el método de Convergencia11. La Cuestión sexual -o con sucesivas formulaciones: la desigualdad, igualdad, identidad o diferencia entre los sexos, en sus distintas versiones científicas, políticas o morales- atravesó el siglo XIX y entró en el XX con elementos muy dispares de respuesta. El Psicoanálisis entró también -o sobre todo- en el debate desde su propio enfoque, aunque es preciso observar que tanto la Sexología como el Psicoanálisis siguieron sus pasos respectivos, cada cual por su lado. La Sexología más pegada al sujeto concreto, histórico y biográfico, sin abandonar su dimensión simbólica y, por su parte, el Psicoanálisis más centrado en ésta y sin temor -incluso temerario en ocasiones- a dejar los datos objetivos. Tal vez la teoría de Freud ha resultado la más seductora y atractiva y por ello también la más seguida y criticada. Sería importante recordar que no fue, ni de lejos, la única, pero sí la que se constituyó en la más polémica y referencial. Andando el tiempo se diría que esa polémica -aceptar o rechazar la teoría freudiana- se convirtió en prioritaria y, por lo tanto, en auténtica pantalla dis- tractora de la cuestión de fondo dejada en la penumbra, y que aún sigue. De ésta y no de la otra tratamos aquí. Lo que equivale a seguir la Sexología y sus conceptos, al menos en términos históricos 12. Retomando, por tanto, el debate, se trata de evitar la simplificación e invitar a la complejidad que exige la puesta en común de los sucesivos hallazgos desde las distintas ópticas o disciplinas, y no sólo desde una u otra, la de más poder social o peso ideológico. En tal planteamiento el concepto de sexuación era -y sigue siendo-, por definición, complejo. Solamente asumiendo su complejidad puede ser entendido o explicado el producto final de los dos sexos con infinidad de variantes dentro de ellos. Unos años antes de empezar el siglo XX Magnus Hirschfeld, otro de los autores básicos de la Sexología, como disciplina articulada, titulaba su publicación periódica anual de esta forma significativa: Anuario de las gradaciones y estados sexuales intermedios13. Aunque los conceptos nuevos tardaron en ser asimilados -aún no lo son, en parte; y en parte también, son rechazados o, más bien, ignorados-, hay un hecho ineludible: el final del Isomorfismo y la instauración del Dimorfismo, en cuyo marco serán ya discutidas las formas de diferenciación -de sexuación-, que permiten combinar la necesaria identidad de los sujetos y su evidente variabilidad sexual, o sea, de los sexos. El planteamiento nuevo buscaba como efecto visible liberar o rescatar muchas de estas formas variadas que seguían consideradas como patológicas o socialmente anormales. Fórmulas éstas que las más de las veces sólo venían a significar no contempladas desde el concepto de la sexuación de los sujetos, sino simplemente juzgadas y condenadas por los cánones anteriores en vigor o, como ya se apuntó, anteriores snob-modernizados. A esas y otras consecuencias llevaban los nuevos conceptos en un trabajo fundamentalmente epistemológico de fondo y, en consecuencia, de replanteamiento.
El debate de la Cuestión Sexual, llevado a cabo fundamentalmente por filósofos, médicos- filósofos y escritores, conocerá su punto culminante en torno a 1830. El porqué del eclipse parcial de esa primavera del pensamiento sobre los sexos hay que buscarlo en la evolución general del siglo XIX. Frente a él, un planteamiento reactivo -habría que decir reaccionario- va a tomar lugar a través de la reafirmación del anterior paradigma o de sus restos recompuestos y relanzados por médicos-médicos, en contraposición a los protagonistas anteriores, más variados e influidos por la modernización. También es preciso anotar que no habrá entre ellos autoras, dato importante en el debate precedente, que ni siquiera será ya debate, sino afirmación rotunda y clara de la anterior tesis reproductiva, siendo todo lo demás patología. Así aparece un cúmulo de obras de gran éxito cuyo rasgo principal será el cambio de los sexos como referente (en plural) por el sexo (en singular). Esta operación del cambio o transmutación de los sexos por el sexo, será llevada a cabo mediante la inoculación de una declarada connotación patógena y morbosa en el adjetivo sexual, frente al significado y sentido con el que circulaba en el gran debate, es decir como relativo a los sexos. La obra de Hendric Kahn resulta modélica al respecto con su título Psychopathía sexualis. Aparecida en 1846, constituirá la fórmula lapidaria del movimiento de la neuropsiquiatría, que está dedicado a explicar las manifestaciones no acordes con el fin supremo y natural de la generación como anomalías o aberraciones del instinto genésico (fórmula que pronto será cambiada por sexual) bajo el criterio de la degeneración -la dégénérescence-14. Cuarenta años más tarde, en 1886, otra obra constituirá, bajo el mismo título, la cumbre de este movimiento. Se trata de la Psychopathía sexualis de Richard von Krafft Ebing, que tendrá, como es sabido, un éxito notorio15. Es importante insistir en que esta patologi- zación se lleva a cabo mediante la connotación morbosa del término sexualis. Mantenemos la tesis de que éste es el momento del nacimiento de la nomenclatura sexual como patógena tal como va a generalizarse desde esa corriente y que, al margen del paradigma moderno, sigue aún en vigor. Este será el origen del hoy en uso masivo. La lectura de las obras más resaltables del siglo XIX pertenecientes a este movimiento de la Psychopathía sexualis ofrece esta novedad: la progresiva sustitución del vocabulario genésico, generador o reproductivo -el locus genitalis-, por el de sexual; y, más en concreto, por el de sus correspondientes substantivi- zaciones: el sexo y lo sexual. Incluso la sexualidad. El apelativo de snob-moderno que antes hemos utilizado tendría aquí su aplicación: frente al paradigma moderno, era ofrecido el antiguo, bajo la acomodación léxica de un vocabulario nuevo, también éste, a su vez, adaptado y aggiornato. Foucault lo definió como “la implantación perversa”. De nuevo el término snob-moderno sería importante para explicar esta operación. Si unimos este movimiento de la patologi- zación con otros paralelos como son la delicti- vización jurídica y la moralización general del adjetivo sexualis -ya substantivado como lo sexual-, tendremos un mapa bastante representativo de lo sucedido con el engrosamiento de esta corriente reactiva, convertida en una verdadera contrarreforma o cruzada de amplio espectro contra el paradigma surgido de la Cuestión sexual. La Sexología de las últimas décadas del siglo XIX y de las primeras del XX será especialmente crítica con estas corrientes reactivas -Havelock Ellis es de suma claridad en ello-, si bien nada les ha impedido seguir hacia adelante y llegar a nuestros días.
Otras reacciones más recientes Todavía con el correr de los años y el aumento de los datos -también es necesario decirlo, con el olvido del ciclo largo inaugurado bajo el paradigma de los Sexos-, asistiremos a otras formas de salir de ese patologismo invasor, instaurado por esas corrientes reactivas. Se trata de una búsqueda de otras acomodaciones de los conceptos y del vocabulario sexual. Así fueron acuñados distintos adjetivos sobre el mismo substantivo sexo. Por ejemplo John Money, Hampson y Hampson acuñaron en 1955 la fórmula de los siete sexos -que poco tienen ya que ver con los sexos sino con otros problemas- bajo la sana y encomiable intención de aclarar y dar cuenta de la gran plasticidad y variabilidad de un término único y cerrado que impedía explicar sus equívocos sentidos. De este modo el substantivo sexo empezó a poblarse de adjetivos adosados. Los siete sexos ofrecidos por estos autores fueron: 1) El del patrón del sexo cromatínico, 2) El sexo gonadal morfológico, 3) El sexo hormonal, 4) El sexo morfológico genital externo, 5) El sexo de las estructuras reproductoras internas, 6) El sexo de asignación en el nacimiento y 7) El sexo psicológico o rol genérico16. Todos estos sexos, por usar la fórmula del mismo Money, constituirían relevos de una carrera y pasos de un proceso general 17. Cabe preguntarse por qué en lugar de reaccionar contra la snobmodernización reactiva y sus efectos no se ha inspirado más en el marco de la Cuestión Sexual y del nuevo paradigma que, si bien aparentemente eclipsado, no dejó por ello de seguir en vigor como corresponde al ciclo largo e inaugural de la época moderna. Algo similar sucederá unos años más tarde con otra propuesta, también bajo otra intención no menos explicable como fue la de salir del llamado biologismo imperante: la del sistema sexo- género, que planteará la asignación de una serie de estos “sexos” o aspectos del sexo al campo biológico para colocar en el social y político la que será introducida como perspectiva del géne- ro18. Su desarrollo será extendido por un feminismo del género para llevar a cabo su lucha por la igualdad bajo el lema de los géneros y fuera del marco de los sexos. ¿Podríamos entender “la implantación perversa” de Foucault como el comienzo de un extraño e irracional proceso cada vez más conjuntado por equívocos sin fin pero con un resultado muy claro de “todos contra el sexo”?. ¿En nombre de qué noción de sexo?19.
7. Ciclos largos y ciclos cortos Para hacerse una idea de estos cortes o explicarse las introducciones de éstas y otras reacciones puede ser útil volver sobre el concepto de ciclos históricos largos, de larga duración, y de ciclos cortos, reactivos, dentro del ciclo largo. Si consideramos como inicio de la época moderna la instauración de un nuevo paradigma, el de los sexos, podemos observar que el cambio de los sexos por el sexo, operado por la Psychopathía sexualis -y por los otros movimientos aludidos- así como la propuesta de “los siete sexos” o la de acomodar el sexo, con significado biológico, para introducir la noción de género con estructura social, pueden ser analizados como reacciones sucesivas en cadena de una serie de ciclos cortos, todos ellos reactivos a otros ciclos cortos que a su vez lo son a otros. Incluso algunos, en esa huida del dimorfismo de los sexos, no han dudado en plantear hasta un plurimorfismo. Se confirma así la hipótesis de la progresiva pérdida del referente principal del ciclo histórico largo introducido por la mayor innovación moderna que es el paradigma del Hecho de los Sexos. Pero convendría una cierta lucidez para que las reacciones sucesivas de los ciclos cortos, a su vez, frente a otros ciclos cortos, no llevaran a perder de vista el ciclo largo del que se ha partido y en el que, en definitiva, aún estamos pendientes de extraer inmensas y ricas consecuencias. Porque, no se olvide, se trata del hecho de los sexos y no del locus genitalis al que, de muy diversas formas se vuelve una y otra vez. Y es el ciclo largo el que responde al paradigma de la historia moderna; y no los distintos ciclos cortos en luchas intestinas.
Racional y razonable La innovación de la Cuestión sexual y del Paradigma moderno del hecho de los sexos ha sido de tal envergadura para la definición y concepto de la mujer y el hombre modernos, para ambos sexos, que se entienden fácilmente todas esas reacciones por mantener en vigor el del modelo premoderno por partidarios de valores antiguos en contra del nuevo, revolucionario en tantos aspectos. El devenir o la evolución de la historia le ha dado sin embargo la razón. El planteamiento moderno de los sexos, iguales en tantos aspectos y, sin embargo, distintos, ha recibido con el planteamiento moderno de los sexos el mayor espaldarazo que lo ha hecho posible por ser pensable y razonable. En esto podría resumirse uno de los logros específicos de ese Siglo de las Luces y de la Razón. Ciertamente se ha abundado en el carácter racional de ese legado hasta el exceso del racionalismo. Pero pasado por el tamiz del tiempo, y equilibrado ese exabrupto de visión que ha perdurado, su resultado contra criterios anteriores, ha dado por resultado el poso de racionalidad suficiente para hacer un planteamiento razonable. Cuando en pleno siglo XVIII Kant se preguntaba ¿Qué es la Ilustración?, su respuesta fue: “Tener el valor de usar la razón con entera libertad y responsabilidad”20. Sapere aude, atreverse a servirse de la razón; llegar a la emancipación; pensar en libertad. Y, ya se ha indicado, pensarse como sujeto -y sujeto sexuado- fue el legado del gran debate de los sexos; la forma razonable de acceder a esa conceptualiza- ción nueva y distinta de las anteriores. El resto es consecuencia de ello, si bien, como escribirá el Dr. Verdes Montenegro en un significativo trabajo sobre la Cuestión sexual en el último año del siglo XIX, los sexos siguen tratándose aún como erizos que no encuentran la forma de relacionarse sin herirse con sus púas puntiagudas...21.
Notas al texto 1 Tal vez habría que añadir el adverbio sexualmente para completar la trilogía de uso. 2 Frank Palmer, Teoría gramatical, Ediciones 62, Barcelona, 1971 3 Véase, entre otros, el documentado y lúcido libro de Géneviéve Fraisse, Muse de la Raison: la démocra- tie exclusive et la différence des sexes, Ed. Alinea, Paris, 1989 (trad. Castellana: Cátedra, Madrid,1991). De la misma autora, Del destino social al destino personal: Historia filosófica de la diferencia de los sexos en Georges Duby y Michelle Perrot, Historia de las Mujeres en Occidente, Ed. Taurus, Madrid, 1993, Vol. IV, pp. 57-89. Sobre la Época de la Ilustración como punto de partida de un nuevo paradigma -si bien centrados en el feminismo y no en la Cuestión sexual- puede verse el Seminario permanente Ilustración y Feminismo del Instituto de Estudios Feministas de la Universidad Complutense bajo la dirección de Celia Amorós y su gran producción bibliográfica. Véase también Alicia Puleo, La Ilustración olvidada: La polémica de los sexos en el siglo XVIII, Anthropos, Barcelona, 1993. La colección Feminismos de la Editorial Cátedra ha editado una gran cantidad de materiales. Por otra parte, en todos los idiomas la bibliografía es inmensa, aunque es preciso aclarar que, en una gran parte de ellos, el feminismo ha eclipsado la Cuestión sexual. 4 Thomas Laqueur, La construcción del sexo, Cátedra, Madrid, 1996. Pasim. 5 Simonne de Beauvoir, El segundo sexo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1954. (Orig. francés. 1948) 6 Michel Foucault, Les mots et les choses: une archéologie des sciences humaines, Ed. Gallimard, Paris, 1966. 7 He estudiado esto con más detenimiento en Reproducción, placer, sexualidad: historia de tres ideas y sobre todo de la tercera en J. Gómez Zapiain, Avances en Sexología, Universidad del País Vasco, San Sebastián, 1997, pp. 11-21. 8 J. Hunter, Essays and Observations, London, 1869 9 Primera edición, 1894, (vers.cast. Ed. Marín, Madrid, 1913), 8a edición, Heinemann, Londres, 1934 10 H. Schelsky, Sociología de la Sexualidad, Nueva Visión, Buenos Aires, 1962, p.20 11 A. Hernard, La Sexologie, Payot, Paris, 1932. 12 Una semblanza de las relaciones entre Freud y Ellis -o, lo que es lo mismo, entre el Psicoanálisis y la Sexología- puede verse en Freud’relations with Ellis. V. Brome, Havelock Ellis: Philosopher of Sex, Routledge & Kegan Paul, Londres, Boston and Henley, 1979, pp. 208-224; o también en J. Wortis, Fragments of An Analysis with Freud, Symon and Schuster, N.York, 1954. 13 Un estudio sobre esta publicación puede verse en la tesis doctoral de A. Llorca, El nacimiento de la Sexología como ciencia moderna en Alemania a principios del siglo XX, Universidad Complutense de Madrid, 1996. 14 A, & H. Wettley, De la psychopathía sexualis a la Sexología en Revista Española de Sexología, monográfico n° 43, Publicaciones del Instituto de Sexología, Madrid, 1990. 15 R. Von Krafft-Ebing, Psicopatía sexual, texto corregido y ampliado por A. Moll, vers. Cast., El Ateneo, Buenos Aires, 1955 (original 1886) 16 J.Hampson, Causas determinantes de la orientación psicosexual, In Franck A. Beach, Sexo y Conducta, Ed. Siglo XXI, México 1970, (orig. 1965). 17 ”Los relevos de una carrera” es una acertada metáfora de J.Money, si bien él yerra al renunciar a los conceptos que la originaron (Véase Man and Women, boy and girl, Jonh Hopkins University Press, Baltimore, 1972 (trad.cast.bajo el título Desarrollo de la sexualidad humana: Diferenciación y dimorfismo de la identidad de género, Morata, Madrid, 1982) . 18 Como ya se ha indicado, el concepto de género fue introducido por John Money, a partir de su tesis doctoral sobre el hermafroditismo (1955). El binomio sexo-género fue introducido por Robert Stoller en 1966 con la obra que lo lleva por título: Sex and Gender. En la década de los años setenta algunos grupos feministas, concretamente el sector conocido como feminismo de la igualdad, promovió la perspectiva de género para indicar su lucha contra el patriarcado. Una autora, Gayle Rubin, suele ser citada como pistoletazo de su difusión en este sector del feminismo con su artículo The Traffic on Women (aparecido por vez primera vez en Rayna R. Reiter, comp., Toward an Antropology of Women, New York, Montly Review Press, 1975). 19 El Antisexualismo del último ciclo corto ha sido abordado por Money en algunos trabajos últimos. Véase sobre ello E. Amezúa, La nueva criminalización del concepto de sexo: Una historia de ciclo corto dentro de otra de ciclo largo, Anuario de Sexología, Asociación Estatatal de Profesionales de la Sexología, 3, 1977, pp. 5-14. 20 E. Kant, Qué es Ilustración en Filosofía de la Historia, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 1985 21 J. Verdes Montenegro, La Cuestión sexual en la literatura contemporánea, I. Romero, Madrid, 1899, p. 11.
María-Milagros Rivera Garretas* * Profesora Titular de Historia Natural, Universidad de Barcelona. Facultad de Geografía e Historia. Baldiri Reixac s/n. 08028 Barcelona, España
Mi objetivo es captar la cualidad política y la cualidad simbólica de ese fenómeno extraordinario que es la explosión de los contornos de los cuerpos humanos en los países más adinerados, el reventar de los cánones clásicos y modernos de la figura humana, sea esta figura femenina, sea masculina. Un reventar recalcitrante, que no se deja resolver por las elaboradísimas técnicas de la medicina contemporánea (pues, como dicen los textos médicos, casi nadie reconfigura sus contornos perdurablemente). Entendiendo por política no las estrategias dirigidas a obtener o a conservar instancias de poder sino la búsqueda y el reconocimiento, en relación de autoridad, del significado de la existencia y la convivencia humana, propia y ajena, en el tiempo. Y entendiendo que en el hacer simbólico intervienen, lado a lado, la empatía y la palabra. Palabras clave: Historia, diferencia sexual, cuerpo femenino, simbólico, empatía, obesidad.
THE REBELLION OF THE BODIES. My objective is to capture the political an symbolic quality of the extraordinary phenomenon that is the explosion of the contours of human bodies in the wealthiest countries, the bursting out of the classical and modern canons of the human figure, be it feminine or masculine. A recalcitrant bursting out, which refuses to be resolved by the extremely developed techniques of contemporary medicine (since, as the medical texts say, almost nobodypermanently reconfigures their contours). Understanding as politics not the strategies aimed at obtaining or maintaining instances of power, but the search for, and the recognition of, in relationship of authority, the meaning of existence and human living together, one's own, and that of others, in time. And understanding that empathy and the word intervene, side by side, in the making of the symbolic. Keywords: History, Sexual difference, Female body, Symbolic order, Empathy, Obesity
La desmesura del cuerpo El texto que presento, que ofrezco hoy aquí a la lectura y a la crítica, tiene su origen en una paradoja que se me presentó a mediados de los años setenta y que ha persistido hasta el momento; siendo ya, en la actualidad, un tema frecuente en los medios de comunicación. La paradoja fue la aparición de una tendencia a la desmesura entre cuerpos humanos infantiles del norte del mundo, cuando estaban en su apogeo el fervor y también la experimentación en el propio cuerpo que fueron características de la cultura hip- pie. Hoy, especialistas y medios de comunicación le llaman a esta desmesura obesidad y la observan en la población adulta de los países más ricos del mundo; ricos en renta contabili- zable en dinero. En el tiempo, la tendencia a la desmesura del cuerpo, infantil y adulto, la sitúan sus analistas después de la segunda guerra mundial. De los países de lengua alemana dicen que un tercio de su población es obesa; de los Estados Unidos, que lo son entre sesenta y noventa millones de hombres y mujeres. Todo lo cual no niega, obviamente, que la obesidad como enfermedad haya existido siempre. Las crónicas medievales y la narrativa contemporánea se han fijado con detenimiento en un caso notable: el del rey de León Sancho I, apodado precisamente “el Craso”, quien, en el siglo X, tuvo que ser transportado a Al-Andalus en un vehículo especial, construido a su medida, con el fin de ser sometido a tratamiento por la medicina andalusí (Rodríguez, 1987; Irisarri, 1991). Es la frecuencia del malestar lo que indica que algo nuevo está ocurriendo desde hace medio siglo en los países adinerados; en esos países en los que no resulta ridículo hacerle cosquillas a Descartes diciendo: “Compro, luego existo” (Rivera, 1997: 128-29). Cuando, a mediados de los años setenta, se me abrió la paradoja entre desmesura de algunos cuerpos y cultivo de la atención al movimiento del cuerpo, yo era estudiante en Chicago y allí un amigo médico investigaba el tema de la obesidad infantil. Las explicaciones de este problema que se tanteaban entonces tendían a atribuirlo, aunque con reservas, a los factores clase social y raza o etnia; pues parecía que el fenómeno era más frecuente entre los más pobres (casi todo lo malo se asociaba entonces con la pobreza medida en dinero, en renta “por cabeza”, como se suele decir). Veinte años después, paseando por el lado norte de Chicago, noté con sorpresa que la desmesura del cuerpo se daba entre mujeres y hombres de todo tipo, edad, mestizaje y poder adquisitivo o socioeconómico. Ha sido entonces cuando he percibido protesta, rebelión en esos cuerpos. Rebelión y desmesura en abierto contraste, contraste patético, con las líneas exquisitamente violentas de uno de los conjuntos arquitectónicos de rascacielos -el del centro y centro-norte de Chicago- más ricos, imponentes, disciplinados y bellos de Occidente. Un Occidente que -en su lado norteamericano sobre todo- ha erigido en totem de la modernidad a los dinosaurios, animales gigantescos y extinguidos que -dicen- “somos nosotros” (Mitchell, 1998). Un diccionario corriente de medicina define la obesidad como un síndrome clínico que se presenta cuando existe un exceso de tejido adiposo en el conjunto del peso corporal. Su etiología -prosigue- puede ser primaria o simple, es decir, nutricional, o secundaria a alteraciones endocrinas, genéticas, etc., que constituyen una proporción muy pequeña de la totalidad [...]. En países desarrollados, -añade- la obesidad afecta a casi una cuarta parte de la población. Y, más adelante, el diccionario concluye: El resultado del tratamiento no suele ser muy alentador, ya que solo el 20% de los obesos tratados consiguen alcanzar su peso ideal y pocos lo mantienen durante un período prolongado. (Medicina: 1586-88). La lectura del problema es similar en obras médicas más especializadas. Yo propongo nombrar este fenómeno no solo como obesidad sino como desmesura del cuerpo. Lo hago porque entiendo que una enfermedad, un mal tan común y tan resistente a la respuesta médica, señala muy probablemente un malestar histórico preciso y generalizado en la cultura en la que ese mal sobreviene: indica, por tanto, dificultad de significar, de decir en el lenguaje común una transformación estructural de las relaciones humanas en el tiempo; una transformación estructural mal acogida o no acogida hoy por la gente viva. Me interesa, por tanto, captar la cualidad política y la cualidad simbólica de este fenómeno extraordinario que es la explosión de los contornos de los cuerpos humanos en los países más adinerados, el reventar de los cánones clásicos y modernos de la figura humana, sea esta figura femenina, sea masculina. Un reventar recalcitrante, que no se deja resolver por las elaboradísimas técnicas de la medicina contemporánea (pues, como dicen los textos médicos, casi nadie reconfigura sus contornos perdurablemente). Entendiendo por política no las estrategias dirigidas a obtener o a conservar instancias de poder sino la búsqueda y el reconocimiento, en relación de autoridad (Cigarini, 1994), del significado de la existencia y la convivencia humana, propia y ajena, en el tiempo.
Histeria y significado ¿Habría, entonces, una objeción del cuerpo desmesurado? ¿Es la obesidad una propuesta, una práctica, de transformación del cuerpo en texto?. El pensamiento de las mujeres y la teoría feminista del siglo XX han destacado la potencia significante del cuerpo transformado en texto. Lo han hecho ese pensamiento y esa teoría y no otros porque transformar el propio cuerpo en texto es hoy, y ha sido en el pasado, un malestar más femenino que masculino. La histeria, en sus múltiples formas e intensidades, ha sido y es interpretada por la teoría feminista como una forma, dolorosa y extrema, de nombrar deseos, necesidades, relaciones humanas indecibles en el lenguaje común disponible; como una reclamación, por tanto, de hacer simbólico, de libertad de decir y decirse. De ahí la frecuencia y la persistencia entre mujeres, siglo tras siglo, del decir su miedo a escribir; decir su miedo que marca un punto de inflexión en el itinerario de la histeria. Un miedo que no palió en el pasado la posesión de una cultura exquisita ni ha paliado en el presente la obtención de igualdad de derechos de acceso a la educación reglada (Rivera, 1990: 19-29); un miedo más de mujeres que de hombres que ni siquiera ha sido paliado, en realidad, por la reciente feminización de la universidad (Picazo y Rivera, 1998). La expresión del miedo a escribir, que se da entre mujeres del siglo VI y del siglo XX, indica que no ha prevalecido la histeria en el forcejeo de ella por decir y decirse. O sea, que ha triunfado el hacer simbólico, que ha triunfado la independencia simbólica, que ha sido posible la escritura femenina (Rivera, 1997a). Y lo indica con un decir llamativamente poco histórico, poco susceptible al paso del tiempo, a la manera de esas piezas musicales tocadas y escuchadas sin apenas cambios generación tras generación. A mí me gusta dejar que esta desconcertante indiferencia al tiempo la muestren dos ejemplos de autoras separadas entre sí por más de mil años de distancia. Dos autoras que son Hugeburc y María Zambrano. En el siglo VIII, la anglosajona Hugeburc, que marchó a cristianizar a la gente de la Germania, en la Alemania actual, escribió en el prólogo a un libro de historia, un libro que es su biografía de dos personajes de la época que ella trató: A todos los que residen aquí guiados por la ley sagrada, yo, indigna como soy, de raza anglosajona, la última en llegar, no solo en años sino también en conducta, yo que soy, por así decirlo, una criatura endeble en comparación con los demás cristianos, yo no obstante decidí hacer algunos comentarios en forma de preludio referido a los comienzos de la vida del venerable Willibald, condensando algunas cosas para que sean eficazmente recordadas. Y aun así yo especialmente, corrompible por la frágil simpleza femenina de mi sexo, no apoyada en prerrogativa alguna de sabiduría ni exaltada por la energía de una gran fuerza, pero impelida espontáneamente por el ardor de mi voluntad, como una criaturilla ignorante que entresaca unos cuantos pensamientos de la sagacidad del corazón, de los muchos frondosos árboles frutales repletos de variedad de flores, me complace arrancar, reunir y exhibir unos cuantos, recogidos, con un débil arte cualquiera, al menos de las ramas más bajas, para que los retengáis en la memoria. Y ahora, con renovada voz, digo, repitiendo, sin confiar en el despertarse de mi propia presunción, sin confiar persistentemente en la audacia de mi temeridad, que no (excepto, por así decirlo, apenas) me atrevo a empezar. (Rivera, 1990: 21-22) En los años ochenta de nuestro siglo, cuando tenía ya en torno a los ochenta años y una obra extraordinaria y enorme detrás de sí, María Zambrano escribió en el prólogo a Senderos: De ahí el título de Senderos que me deja una cierta paz, esa paz indispensable para el escritor y para la pobre escritora que soy y que nunca quise ser. Esa paz que proviene de haber hecho simplemente y de la mejor manera posible lo que tenía que hacer. Y así lo ofrezco, por mucha paz que tenga, como todo lo que ofrezco a través de la palabra, con temblor. Cuándo dejaré de escribir, me pregunto, cuándo, Señor, dejaré de temblar. (Zambrano, 1986: 9) En la histeria, el pensamiento de las mujeres ha leído muchas cosas. Ha leído, por ejemplo: feminismo espontáneo (Dío Bleichmar, 1985), protesta contra la homofobia (Cavin, 1985), denuncia del incesto (Dworkin, 1988) o de la obligatoriedad de la heterosexualidad (Rich, 1996; Schulenburg, 1986), expresión de una relación con lo divino no mediada por hombres (Bynum, 1987) o una prueba de la irreducibili- dad de la diferencia sexual femenina (Cigarini, 1996). La mujer muda, la mujer frígida, la mujer fóbica, la anoréxica, la bulímica, la depresiva son, pues, síntomas, fantasmas recurrentes de abismos de sentido que la criatura humana femenina afronta y ha afrontado inerme. Dicho de otra manera, decir y decirse con el cuerpo es la práctica de quien no ha encontrado, ni en sí ni en quienes le rodean, guía para dominar su miedo a escribir. Teniendo en cuenta que se escribe el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad (Zambrano, 1993: 33). Y teniendo en cuenta, también, que la escritura de lo que es demasiado verdad puede consistir en un billete, un dibujo, una partitura, una carta, una canción, un poema..., un tratado voluminoso, naturalmente, también.
Empatía y palabra ¿De qué orden de cosas sería esa guía que desata el nudo que impide nombrar una relación humana nueva, una relación humana históricamente nueva? El feminismo y la política de las mujeres de los años setenta encontraron (o volvieron a encontrar) una guía excelente para desceñir imposibilidades que llevaban una y otra vez a la histeria. La guía descubierta fue la práctica de la relación mujer con mujer: el “Entre mí y mí y entre mí y el mundo una mujer”; una contraseña que, de grupo en grupo, circuló por mucho Occidente y transformó muchas políticas (Librería de mujeres de Milán, 1991). La práctica de la relación mujer con mujer no ha perdido hoy su potencia significante, su capacidad curativa o, cuando menos, paliativa de la histeria femenina. Pero el malestar del que estoy tratando ahora aquí es distinto de la histeria en un punto fundamental: es un malestar que afecta a mujeres y a hombres a la par, sin que puedan, hoy por hoy, apreciarse distinciones necesariamente atribuibles a la sexuación de la criatura humana. La solución que propone incansablemente la ciencia médica para curar los malestares producidos por la desmesura del cuerpo es la atención a la dieta. Atención a todo lo que tiene que ver con la nutrición y con los hábitos alimenticios: cantidad y cualidades de los alimentos que se toman a lo largo del día, frecuencia de su ingestión, equilibrio entre los diversos tipos de producto elegido, orden y manera en que se comen, consumo de agua... A la comida basura (lo que en los Estados Unidos llaman tv dinners) se le atribuyen muchas de las culpas de la obesidad. La misma ciencia repite, sin embargo, desconcertada, que la atención a la nutrición por sí sola no cura. O, mejor, en un curioso círculo vicioso inesperado en la ciencia, no cura la obesidad de origen nutricional; que es, con mucha diferencia, la más frecuente. Por su parte, la gente obesa, cuando se le pregunta por qué dejan que su cuerpo se expansione sin medida, tiende a dar como respuesta que “es fácil”, que “te lleva a un estilo de vida fácil”. Evocando un abandono a la inercia que contrasta con la percepción tanto del saber enciclopédico como del saber común, saberes que sostienen que la obesidad dificulta la realización de las tareas más corrientes y sencillas, ya sea salir de un coche, pillar a una niña que se te escapa por la calle o atarse y desatarse los cordones de los zapatos... La propuesta médica de la atención a la nutrición adolece de una limitación que ha sido, a su vez, una de las palancas que han levantado ese edificio extraordinario que es la ciencia moderna y contemporánea: su adhesión a la objetividad. Su ceñirse, en el caso que nos ocupa, a responder: tantos y tales productos, masticados bien y bien distribuidos a lo largo de las horas del día, devolverán a tu cuerpo los contornos y las medidas que antes tenía. El ceñirse a lo que en la nutrición humana es objetivo, racional y generalizable es una limitación porque deja fuera del juego significativo y significador la práctica de la relación. Práctica que distingue desde su raíz la nutrición humana de la de otros seres vivos. Y así lo perciben y lo manifiestan los cuerpos. El olvido por el conocimiento científico de la práctica de la relación cuando analiza la nutrición humana es habitual porque resulta del concepto mismo de “hombre” que el conocimiento maneje y sitúe en el centro de su política de significación. Este concepto ha ido a un tiempo variando y repitiéndose a lo largo de los siglos sin entrar en contradicción, en una operación posible porque ha sido siempre un concepto parcial. De Aristóteles se enseña que definía al “hombre” como “animal político”; Karl Marx y Friedrich Engels entendieron que los hombres empiezan a distinguirse a sí mismos de los animales tan pronto como comienzan a producir sus medios de subsistencia; Margarita Porete (m. 1310) y Ramón Llull lo definieron como animal que habla articuladamente; otros y otras, como animal simbólico... Unas veces se ha puesto, pues, el acento en la detención de instancias de poder, otras en la capacidad de producir mercancías, otras en el hacer simbólico mediante la lengua. Cosas todas ellas que las criaturas humanas hacemos en relación; aunque la relación que lleva a producir mercancías (la relación de producción) sea distinta, ya en su raíz, de la relación que lleva a aprender, a usar y a enseñar la lengua materna. Del estudio de la cualidad relacional del hacer político, socioeconómico o simbólico de las criaturas humanas se ha ocupado la fenomenología de los siglos XIX y XX. Y especialmente se ha ocupado la gran filósofa de lengua alemana, quemada en Auschwitz en 1942, que fue Edith Stein. Edith Stein, discípula de Edmund Husserl, le llamó a esta cualidad relacional empatía y al fenómeno de la empatía le dedicó su tesis doctoral. Una tesis que ella dedicó a su madre y leyó en la universidad de Freiburg en agosto de 1916, y cuyo pensamiento superó las interpretaciones de la entropatía y de la empatía desarrolladas por filósofos de la generación precedente; interpretaciones fundadas, unas, en la psicología y, otras, en la visión de la estética como fusión con la naturaleza o como percepción de lo bello propias de la tradición hegeliana. Edith Stein definió la empatía como experiencia de la conciencia ajena; experiencia vivida no-originaria que manifiesta una originaria (Stein, 1980: 14): Viviendo en la alegría del otro, yo no experimento una alegría originaria, esta no surge viva en mi Yo ni tiene tampoco el carácter de haber-estado-viva-antes, como la alegría recordada [...]; el otro sujeto es originario aunque yo no lo viva como originario, la alegría que mana en él es originaria aunque yo no la viva como originaria. En mi vivencia no-originaria me siento, igualmente, acompañada por una vivencia originaria que yo no vivo y que, sin embargo, existe y se manifiesta en mi vivencia no-originaria (Stein, 1980: 10). La identifica como un tipo de acto de experiencia sui gene- ris (Stein, 1980: 10); que -añade-pone al ser inmediatamente como acto experimentante y alcanza directamente su objeto, sin representantes (Stein, 1980: 26). Edith Stein nombró, pues, la empatía como acto sensorial cualitativamente no-originario, propio de seres vivientes, que, situándose al lado del acto originario, hace posible la conciencia de sí y también la comunicación “intersubjetiva”: la receptividad, el dejarse dar, al lado del dar activo. Permite, por tanto, a cada criatura llegar a ser y seguir siendo “unidad de sentido”. Captar las experiencias vividas ajenas -ya sean sensaciones, sentimientos u otras- (escribe) es una modificación unitaria, típica (aunque variadamente diferenciada) de la conciencia y requiere un nombre unitario: hemos escogido para ello el término “empatía” (Stein, 1980: 68). Sin que la empatía cancele la singularidad de cada criatura, su ser irreducible a otra: No experimentamos a los demás mediante la unipatía [einsfüh- len] sino mediante la empatía [Einfühlung]: la empatía hace posible la unipatía y el enriquecimiento de la propia vivencia. Entiende, pues, que la empatía, poniendo en juego y significando, en continuo movimiento, los campos sensoriales propios y ajenos, es condición de posibilidad de la constitución a un tiempo del individuo propio, del individuo ajeno y del mundo externo real. La empatía es, por tanto, condición de la corporeidad de las criaturas vivas. Conciencia pura de la corporeidad propia y ajena y de su fluir: algo que los fenomenólogos anteriores a Stein habían liquidado con un apresurado “instinto natural” o un “inexplicable dispositivo de nuestro espíritu”. Apresuramiento impropio de filósofos, que Stein criticó escribiendo: Esto no es más que la proclamación del milagro, la declaración de quiebra de la investigación científica. Y si esto no le está permitido a ninguna ciencia, menos aún a la filosofía, porque a ella [...] no le queda ningún ámbito en el que poder desembarazarse de los problemas no resueltos. (Stein, 1980: 40-41). El fenómeno de la empatía acompaña, pues, siempre, a las criaturas vivientes, como su duende. Y les acompaña en calidad de apertura a la relación; relación que incluye la pasividad, la receptividad, la disponibilidad a lo otro de sí: el dejarse dar al lado del dar activo. Llega a manifestaciones extremas: por ejemplo, la de la relación casi mágica que se entablaba entre Marilyn Monroe y su público, con su mera presencia (Rivera, 1996: 11-15). Ignorarlo comporta entender a medias el hacer simbólico.
La objeción del cuerpo desmesurado Al ámbito de la filosofía no convencional, al ámbito del pensamiento apegado a lo viviente, pertenecerá, por tanto, la solución al enigma de la desmesura de los cuerpos; ese enigma que la ciencia médica de nuestros días reconoce que no resuelve su propuesta de modificación objetiva de la dieta, de los hábitos alimenticios y del estilo de vida. La nutrición humana constituye uno de los grandes ámbitos de lo que otras historiadoras y yo hemos llamado prácticas de creación y recreación de la vida y de la convivencia humana;2 un ámbito de lo que otras han llamado la obra de la civilización (Librería de mujeres de Milán, 1996: 22-24). La guía, la medida de lo real, el significante que orienta estas prácticas no es el dinero -significante universal del patriarcado al que se querría que cualquier cosa fuera reduci- ble-, aunque el dinero sea necesario para gestionarlas. (De ahí que sorprenda, tanto a la ciencia médica como a los medios de comunicación, que la desmesura de los cuerpos sea un problema de los países más ricos en renta contabilizada en dinero, que se supone que son los que deberían nutrirse mejor). La guía, el significante, la medida de lo real, es aquí la palabra (Librería de mujeres de Milán: 19926-27); pero no solo la palabra: lo es también, junto a la palabra, yo propongo, precisamente la empatía. Empatía que comunica la conciencia de lo oscuro, de las entrañas, de lo que está “en el corazón de las cosas” (Balcells, 1998), de lo que explica la metáfora del corazón y su lumbre (Zambrano, 1996: 92-97). Un conocimiento distinto pero inseparable del de la luz, la luz gloriosa, que proyecta nítidamente la palabra. Un conocimiento que requiere la presencia corporal, con sus campos sensoriales. Un conocimiento oscuro pero cierto porque vislumbra; más vivo, pues, y completo que el que representa el Discóbolo proyectando lejos de sí su objeto arrojadizo. De la potencia significante de la mera presencia, de la presencia corporal, escribió la artista brasileña Lygia Clark (1920-1988) a principios de la década de los setenta: La proximidad de los cuerpos, la gravedad o alegría de sus gestos rituales, forman una atmósfera difícil de describir, terriblemente indecible. Así la obra de arte ha muerto y el objeto ha desaparecido, ya no hay espectador/voyeur [...]; en estas condiciones, la noción de artista desaparece. [...]Este silencio voluntario, lo llamo, junto a otras cosas, Pensamento mudo. (Clark, 1997) Dicho en otros términos, mi deseo de ser, de ser en el tiempo, necesita la palabra pero no queda colmado con la palabra, no queda colmado con las palabras para decirlo, para decir objetivamente lo que es. Mi deseo de ser tiene en su origen, lado a lado, la empatía y la palabra. De la manera que indica, quizá, el breve fragmento un poco enigmático con que empieza el Evangelio de Juan y que ni filósofos ni poetas han dejado que Occidente olvide: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Verbum erat Deum, Jn 1,1). Tal vez esos dos dioses del principio fueran, quién sabe, empatía y palabra, presencia y verbo, lado a lado. Hasta el momento en que, quizás, el Uno se comulgara la corporeidad. Pienso, pues, que la objeción del cuerpo desmesurado, objeción que encarnan tanto cuerpos femeninos como masculinos, manifiesta rebeldía contra una transformación estructural de las relaciones humanas que ha ido llegando a su culminación en la penumbra de los dormitorios y de las cocinas de Occidente durante los últimos cincuenta años: la de-significación, la pérdida de peso y de sentido, de las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana; de lo que la sociología, la antropología o la economía solían llamar el ámbito doméstico. Un ámbito en el que, con la palabra, reina el fenómeno de la empatía. Empatía que, en tanto que condición de posibilidad de la constitución del individuo propio, del individuo ajeno y del mundo real, aporta, va aportando a lo largo de la vida, una medida singular e irreemplazable de los contornos de cada cuerpo humano y de la corporeidad humana. Ya lo haga con la gracia de la mirada, con el lenguaje mudo del adorno, con la sensualidad del tacto, con la distancia del odio, la confianza del gesto de amor, la perplejidad del semblante triste, la desconfianza del gesto de envidia... El fenómeno de la empatía es, en su calidad de tipo de acto de experiencia sui generis, indiferente y previo a la ética; me parece fenómeno de una estética de raíz e historia distintas de la tomista, kantiana, baumgar- tiana o hegeliana.3 Las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana le han sido esquivas a la política inspirada en los partidos políticos. El feminismo de la emancipación intentó medirlas y, en parte, pagarlas en dinero; pero no se dejaron ser reducidas a dinero. El feminismo de Estado, sea de derechas, sea de izquierdas, ha intentado que las hagan también los hombres, procurando convencerles mediante campañas publicitarias en favor del “reparto de tareas”; pero con el inquietante resultado -tanto en España como en Suecia- de que estas prácticas tampoco se han dejado ser hechas, más allá del trabajo doméstico autoconsumido (y con permiso de los clonadores), por hombres. La de-significación de lo doméstico ha contribuido al final del patriarcado (Via Dogana, 1995) ; pues sin modo de producción doméstico (Falcón, 1981) no hay patriarcas en sentido estricto. Se trata, sin duda, de un cambio estructural de las relaciones humanas en nuestro tiempo. Pero con el patriarcado ha estado a punto de desaparecer, también, el orden simbólico de la madre, de cuya usurpación el patriarcado se nutría (Muraro 1994; Diótima 1992; Sartori 1996) . Un orden, el orden simbólico de la madre, que, tal vez a la desesperada, ha sido nombrado precisamente por la generación de mujeres más emancipada y antimaterna del siglo XX, la generación de universitarias del 68. Pienso, pues, que el cuerpo desmesurado objeta contra un vacío: contra la pérdida de sentido, especialmente durante el último medio siglo, de las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana; esas prácticas, más de mujeres que de hombres, dominio de la lengua materna, es decir, de la empatía y la palabra, que los filósofos clásicos llamaban “el reino de la generación”. Más en general, denuncia, pienso, la política de neutralización del orden simbólico de la madre. Una política que ha hecho, lentamente, el Occidente moderno y contemporáneo (El Saffar, 1994); una política que ha sido sustentada por el absolutismo, por la política fundada en los partidos políticos y, también, indirectamente, por el feminismo de la emancipación.
Notas al texto 1. He presentado este texto en el XIX Curso de Verano de San Roque El cuerpo femenino: encuentros y desencuentros (23-25 julio 1998); le agradezco a Asunción Aragón, de la Universidad de Cádiz, que me impulsara a escribirlo. 2. Proyecto de investigación (I+D/Instituto de la Mujer, 1996-1999): La historia de la práctica de la relación (IM 75/97). Se les podría llamar también —si se desea ordenar en el tiempo— “política primera”, pero abarcando mucho más que lo que sugieren las que han creado la expresión (El final del patriarcado. En Librería de mujeres de Milán (Ed.): 41-43) 3. Los artículos que forman el libro: Eva-Maria Thüne (Ed.), All’inizio di tutto la lingua materna (Turín, Rosenberg & Sellier, 1998) parecen considerar la confianza condición de posibilidad del aprendizaje de la lengua materna. Pienso que lo es la empatía, que es previa a toda circunstancia moral.
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Mark Bayebach *, José Ramón Landaarroitajáuregui ** y Ester Pérez Opi** * Profesor de Terapia Familiar, Facultad de Psicología Coordinador del Master Universitario de Formación de Terapeutas Sistémicos Universidad Pontificia de Salamanca C/Compañía, 1, 37002 Salamanca. e-mail: mark.beyebach@Aupsa.es ** Centro de Atención a la pareja "Biko Arloak" Erdikoetxo 1-C, entreplanta, 48014 Bilbao. e-mail: biko1@correo.cop.es
En este artículo tratamos de deconstruir algunas ideas frecuentes sobre las parejas exitosas y no exitosas, y ofrecer un modelo tentativo acerca de la construcción social del éxito en las relaciones de pareja. Se discuten las implicaciones clínicas de este modelo y se proponen algunos ejemplos clínicos. Palabras clave: Terapia de pareja, éxito clínico, pareja.
SUCCESSFUL COUPLES. In this article, we deconstruct some common assumptions about successful couples, and offer a tentative model about the social construction of successful couple relatinships. The clinical implications of this model are discussed, and some clinical vignettes provided. Keywords: Marital therapy, clinical success, couple
1. Introducción. A lo largo del presente artículo pretendemos ofrecer algunas reflexiones críticas sobre el éxito, tanto en el contexto biográfico de la pareja, como en el contexto clínico del trabajo con demandas relacionales. Para ello comenzaremos analizando los retos que a nuestro juicio plantea la actual situación de estancamiento de la terapia de parejas, haciendo una primera aproximación a las dificultades que se plantean cuando queremos teorizar sobre el éxito en parejas. Tras aclarar en el segundo bloque de este trabajo qué se entiende y qué entendemos como “pareja”, dedicaremos el tercero a revisar algunas de las formas más extendidas de conceptualizar su éxito/fracaso, haciendo especial hincapié en los efectos pragmáticos que estas conceptualizaciones tienen, tanto sobre las propias parejas como sobre los terapeutas que las atienden. En el cuarto y último apartado, trataremos de presentar una propuesta alternativa acerca de cómo entender el éxito en parejas y discutiremos las implicaciones clínicas que esta propuesta tiene. En cualquier caso, queremos destacar que -aunque nuestras reflexiones parten de nuestro trabajo clínico- no pretendemos ofrecer ningún modo nuevo de hacer terapia de parejas, ni tampoco presentar una forma mejor o necesariamente más útil de conceptualizar las parejas exitosas. Más bien, nuestra intención es fomentar la discusión y el diálogo a partir del cuestionamiento y la crítica de algunas “verdades” sobre las parejas y su tratamiento en terapia. “Verdades” que a nuestro entender merece la pena replantearse y repensar.
1.1. El fracaso de las terapias de pareja. El lector que tenga la paciencia suficiente como para recorrer con calma las casi 800 páginas de la última edición del “Handbook of Psychotherapy and Behavior Change” (Bergin y Garfield, 1994), seguramente la gran obra de referencia en el campo de la psicoterapia, comprobará con satisfacción los avances que se están produciendo en el tratamiento de problemas tan dispares como puedan ser el alcoholismo, los ataques de pánico, los trastornos obsesivo-compulsivos o incluso la esquizofrenia. Sin embargo, es más que probable que sufra una cierta decepción al constatar que la valoración de la eficacia de la terapia de parejas es, a juicio de todos y cada uno de los autores que al respecto se pronuncian, no sólo pobre, sino francamente desalentadora. Como señalan Hollon y Beck: Aunque la terapia conductual de parejas ha mostrado ser superior a los grupos de control (...), su eficacia es limitada. Menos de la mitad de las parejas tratadas son funcionales al final de la terapia, y con frecuencia los cambios no son duraderos. (1994: 456). Por su parte, la reciente incorporación de elementos cognitivos tampoco ha conseguido aumentar ni la eficacia de los tratamientos ni la estabilidad de los (escasos) cambios conseguidos en terapia: En estos momentos es evidente que las afirmaciones acerca del potencial de la terapia cognitiva de parejas no tienen ningún apoyo empírico (Alexander, Holtzworth- Munroe y Jameson, 1994: 602). Sin embargo, no es imprescindible sumergirse en el voluminoso “Handbook of Psychotherapy and Behavior Change” para comprobar el poco halagüeño panorama al que se enfrenta la terapia de parejas, pese a (¿o tal vez debido a?) la machacona insistencia con que durante las últimas décadas se nos han presentado como supuestos avances definitivos los últimos desarrollos y las más recientes innovaciones en la tecnología cogniti- vo-conductual para el trabajo con parejas. Basta con echar una ojeada a la encuesta que una revista americana realizó en 1995 a 100 000 consumidores de psicoterapia. Pese a que la metodología empleada en este estudio pueda resultar discutible, lo cierto es que el panorama que dibuja resulta sorprendentemente similar al que describen las publicaciones profesionales. Básicamente, la encuesta registra una notable satisfacción de los consumidores con todas las psicoterapias a las que se sometieron, aunque con algunas diferencias importantes entre diversas modalidades de tratamiento. ¿Dónde se obtienen los índices de satisfacción más bajos?. Precisamente en la terapia de pareja. ¿Y cuáles son los profesionales de la psicoterapia peor valorados? Los consejeros matrimoniales. En definitiva, pese al entusiasmo cognitivo- conductual de los años sesenta y setenta y a la reorientación sistémica de los ochenta, el campo de la terapia de pareja sigue empantanado, constatando que sus supuestos avances técnicos y conceptuales no consiguen aumentar ni la satisfacción de sus clientes ni la eficacia de sus tratamientos. Las intervenciones de pareja y en pareja siguen siendo asignaturas pendientes de la psicoterapia y -como defenderemos más abajo- ni siquiera es de extrañar que así sea. ¿Por qué empezar un capítulo dedicado al éxito en las parejas con una reflexión, no sobre el éxito en parejas, sino sobre el fracaso de la terapia de pareja?. Muy sencillo: porque a nuestro entender buena parte de la actual situación de estancamiento de esta modalidad de terapia, tanto a nivel clínico como de investigación, se debe, no a la ausencia de una tecnología de evaluación/intervención lo suficientemente desarrollada o a la falta de la sofisticación necesaria para la investigación, sino sencillamente a que algunos de los planteamientos teóricos fundamentales en terapia de pareja resultan poco útiles, inadecuados, e incluso directamente problematizadores. Consideramos que buena parte de las dificultades con que se encuentra la terapia de parejas son en realidad creadas por ella misma: por las premisas teóricas en que se apoya, y en especial, por el modelo de pareja o los modelos de pareja que propugna. Y aquí la reflexión sobre lo que consideramos parejas exitosas, sobre lo que entendemos es el “éxito” de una pareja, ocupa un lugar central.
1.2. El éxito en las relaciones de pareja. Probablemente, una de las tentaciones más habituales en el campo de la psicología y, muy especialmente, en el dominio de la psicoterapia, sea la de proponer modelos, es decir, construcciones más o menos elaboradas acerca de cómo ciertas cosas son o cómo deberían de ser. Modelos que a menudo comienzan siendo meros intentos de describir un determinado objeto de observación, para pasar con igual frecuencia a ser entendidas como propuestas de explicación, y finalmente de prescripción de cómo ser (o no ser) o cómo actuar (o no actuar). Llegados a este punto resulta habitual la confusión entre el mapa construido y el territorio al que ese mapa pretendía representar. Se produce por tanto un proceso de reifica- ción de nuestras construcciones -respaldadas por el aval que proporciona una jerga y una metodología consideradas “científicas”- que, entre otros efectos, tiene el de hacer invisible el propio proceso de su construcción: acabamos creyendo que efectivamente existen, por ejemplo los “trastornos obsesivo-compulsivos”, la “sexualidad sana”, las “familias psicosomáti- cas” o las “parejas exitosas” y olvidamos que somos nosotros quienes estamos eligiendo utilizar esas construcciones y no otras para dar sentido a nuestra experiencia. Olvidamos además -y tal vez sea esto lo más grave- que nuestra elección no es baladí, sino que tiene efectos y repercusiones por cuanto configura nuestra realidad y la de quienes nos rodean: decidir describir a una mujer como “neurótica” (y por tanto, en cierto sentido decidir que es neurótica) crea algo distinto a describirla como “infantil” o como “inmadura”, como “peculiar” o “distinta”... o simplemente “original”. Esta es la perspectiva que trataremos de mantener en este trabajo y, por tanto, empezaremos afirmando que en nuestra opinión no existen las parejas exitosas (y mucho menos la pareja exitosa ), sino que existen en todo caso diversas posibles formas de entender qué constituye -o no- el éxito en una pareja. Pensamos además que cualquiera de estos posibles modelos de pareja exitosa (de los que se han ido proponiendo a lo largo de la historia, y de los que se propondrán en el futuro) es únicamente una construcción o un conjunto de construcciones y constituye en definitiva -por mucho que se revista con el ropaje aparentemente neutral de la ciencia- una propuesta moral, es decir, un intento de prescribir unos modos de actuación que resulten congruentes con los valores y las opciones del que hace la propuesta. Pese a todo lo dicho, parece de todos modos evidente que, comparativamente, hay personas que se sienten más felices, satisfechas y beneficiadas en su relación de pareja que otras. O, por el contrario, que hay relaciones de pareja que resultan para sus miembros más frustrantes, insatisfactorias, maléficas o incluso patógenas que las primeras. Esto último reviste especial importancia clínica, en tanto que una relación vivida como insatisfactoria, se considera a menudo el substrato causal que origina, incrementa o mantiene determinadas psicopatologías. Sin embargo, pese a que resulta sencillo percibir estas diferencias comparativas entre diferentes relaciones de pareja, resulta en cambio condenadamente complejo inferir indicadores de éxito que permitan comprender estas diferencias. Y aún más difícil extraer factores “exportables” que sirvan para “revertir” relaciones insatisfactorias. Más aún, al estar -por definición- inmersas dos personas en cada relación concreta, la percepción de satisfacción/insatisfacción con frecuencia difiere entre ambos miembros. Hasta el punto de ser en ocasiones manifiestamente contraria. Esto es, uno de los miembros puede percibir como benéfica y/o satisfactoria la relación o cierto aspecto de la relación, mientras que el otro puntúa exactamente lo contrario. Así, existe abundante investigación que muestra cómo, mientras para los varones contraer matrimonio suele ir unido a una mejora en ciertos indicadores de calidad de vida (percepción subjetiva, indicadores de salud, factores profesionales, de integración social, etc.), para las mujeres se produce precisamente el efecto contrario, es decir, el deterioro en esos mismos indicadores a partir del matrimonio. En otro orden de cosas, la referencia al éxito en pareja está normalmente muy por encima de cualquier evidencia que demuestre o avale tal éxito. Así, la pareja exitosa es siempre una pareja ideada, fantaseada, deseada y no una pareja biográfica, histórica, experiencial. En este sentido, el éxito en pareja es una más de las utopías humanas. Y como el resto de las utopías deseadas e ideales, aunque nunca se alcanzan ni lejanamente, sirve -en positivo- en tanto que “faro” orientador que proporciona un rumbo vital. Y, paradójicamente -en negativo-, sirve también como un criterio de evaluación que garantiza necesariamente la frustración y la percepción de fracaso, en la medida en que la evaluación de cualquier realidad vivida, cuando el parámetro evaluador es la realidad ideal, produce un resultado deficitario y frustrante. Denominamos este fenómeno como “efecto picado” y lo definimos como distorsión perceptiva producida por el propio enfoque de “arriba a abajo” mediante la cual los objetos observados “desde arriba” aparecen -artificial y voluntariamente- “empequeñecidos” por la propia perspectiva del enfoque. En virtud de este “efecto picado”, afirmamos que la ideación de pareja exitosa produce paradójicamente percepción de fracaso de pareja, lo que nos remite a la ya conocida relación inversa entre expectativas y frustración. A mayor nivel de expectativa previa, mayor frustración posterior. Curiosamente asistimos a una creciente expansión cultural y científica de las expectativas maritales, de suerte que en ningún otro momento de la historia se ha esperado tanto de la relación de pareja. En los tiempos en que nos ha tocado vivir se espera de la pareja estabilidad, acceso a la parentalidad, status, beneficios sinérgicos derivados de la cooperación, intimidad, comunicación, sexualidad gratificante, complicidad, apoyo, etc., etc., y además satisfacción y felicidad perdurables en el ciclo vital. Dicho en otras palabras, hemos convertido la pareja en un espacio simbólico de propiedades mágicas o, si se prefiere, en un paraíso democratizado1. Las consecuencias de este fenómeno cultural nos parecen especialmente graves en tanto que esta sobrevaloración, idealización y deseabilidad de la convivencia estable y duradera en pareja no ha venido acompañada de un incremento o una mejor aceptación de las alternativas, mejoras o soluciones culturales que podrían facilitar este pretendido éxito convi- vencial. Fórmulas como el alargamiento del noviazgo, la convivencia prematrimonial, las parejas de hecho, las parejas con proyecto de no tener hijos, las parejas homosexuales y, sobre todo, la facilitación de la ruptura matrimonial (la democratización y normalización de la misma y la simplificación de los mecanismos para llevarla a efecto) siguen siendo culturalmente problematizadas, al menos en nuestras latitudes. En ese sentido, la democratización y normalización de la ruptura, que a nuestro modo de ver resulta una aportación cultural abiertamente benéfica para el éxito de la pareja, sigue considerándose con demasiada frecuencia como la esencia misma del fracaso matrimonial. Lo cual es sintomático, puesto que, si bien es bastante discutible que la posibilidad de ruptura sea capaz de producir más “paraíso matrimonial”, nos parece evidente que sí es capaz de reducir el infierno relacional cuando éste se produce. Sin embargo -paradojas de la vida y del pensamiento moral- el divorcio (o su precorrelato característicamente español: la separación) son considerados o bien como la consecuencia más visible del fracaso, o como la plasmación misma de éste. Y de esta visión no escapan siquiera los científicos de pareja. En este trabajo trataremos de no agudizar este “efecto picado” que acabamos de describir. Trataremos, además, de mantener siempre presente que al hablar del éxito en pareja estamos en realidad planteando propuestas morales que nunca pueden ser neutrales y que es conveniente relativizar situándolas en su marco de referencia. Dentro de este esfuerzo de contextualización, dedicaremos las siguientes páginas a definir el marco conceptual previo del que partimos.
2. CUESTIONES PREVIAS: DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE PAREJAS
2.1. ¿Qué entendemos por pareja? Reconocemos sentir un especial gusto por las preguntas que resultan en apariencia estúpidas en tanto que cuestionan lo obvio: por ejemplo: ¿qué es una pareja?. Todos sabemos qué es una pareja, por lo tanto ¿para qué perder nuestro tiempo en una discusión tan improductiva?. Pues precisamente porque es en el nivel de esta definición innominada y de estas ideaciones implícitas, subrepticiamente consensuadas, donde con bastante probabilidad se fraguan los supuestos fracasos de las parejas y los deseados éxitos de las terapias de pareja. Para entendernos sin demasiadas complicaciones y aún a riesgo de resultar simples, podríamos definir a la pareja como una sociedad constituida por dos miembros, los cuales pretenden obtener algo de tal sociedad y pretenden además que la sociedad se mantenga tanto como sea posible (Pérez Opi y Landarroitajáuregui, 1995). Dicho lo cual ya tenemos tres primeras claves de reflexión: En primer lugar siendo una sociedad de dos, la pareja resulta la más pequeña de las sociedades posibles. Pero -paradójicamente- esta pequeñez cuantitativa contribuye a incrementar la complejidad de las interacciones. Por ejemplo, una alianza o un acuerdo en pareja dan como resultado el consenso. En cambio, un desacuerdo es siempre polar (dos partes enfrentadas). Y el empate es el resultado más frecuente de cualquier interacción, lo cual complica extraordinariamente la toma de decisiones, ya que en pareja son aritméticamente inservibles las resoluciones democráticas2. Hemos dicho en segundo lugar que los dos miembros pretenden obtener “algo”. Ahora bien, estos “algos” que cada cual pretende difieren mucho y muy probablemente no se expliciten en tanto que se dan por convenidos por mor del consenso implícito que define como estúpido -como decíamos antes- el preguntarse qué es una pareja. Hay algunos “algos” que podríamos considerar habituales o muy frecuentes. Por ejemplo: el afecto, la compañía y atención, la disponibilidad sexual, los beneficios de la cooperación o los hijos, etc. En tercer lugar apuntábamos a la pretensión de perdurabilidad, que es por cierto una pretensión universal, histórica y transcultural que convierte esta peculiar sociedad en una institución. Y como en el resto de instituciones, hace que la propia continuidad adquiera rango de prevalen- cia sobre prácticamente todas las demás consideraciones posibles. Ahora bien, el límite de esta perduración es en realidad muy variable. Puede por ejemplo ser eterna y transmortal para quienes creen en la eternidad del alma, puede ser vitalicia (entendiendo por vitalicio el ciclo de vida de sus integrantes o el ciclo de vida del amor o de la armonía o del respeto, etc.) o puede ser solamente “duradera”. En cualquier caso, entendemos que una característica definitoria del hecho de ser pareja es precisamente su orientación hacia el futuro. Estas tres claves primeras: ser dos (y sólo dos), recoger frutos y ser en el tiempo, subyacen -como después veremos- a algunos de los criterios de éxito (o de fracaso) que se suelen manejar a la hora de querer conceptualizar el “éxito” o el “fracaso” en pareja y en terapia de pareja.
2.2.¿Qué se entiende por pareja en nuestro contexto cultural? La protodefinición que nos hemos dado -discutible, como todas- si bien nos parece que podría aplicarse a casi cualquier modelo de pareja, en casi cualquier momento histórico y en casi cualquier contexto cultural, no recoge ni lejanamente el complejo entramado de hechos, interacciones y significados que la relación de pareja produce y contiene. Ni mucho menos recoge las particularidades históricas y culturales de las parejas “de aquí y ahora”. En nuestro contexto cultural, la definición de qué es una pareja suele incluir -además de los tres ingredientes que acabamos de describir- algunos elementos adicionales, que como veremos llevan implícitas a su vez algunas premisas acerca de lo que es o no exitoso en las parejas. En otras palabras, los criterios de qué constituye o no una pareja exitosa (lo que la pareja debe ser) van estrechamente ligados a lo que se considere o no que es una pareja y por tanto se define como tal. Por una parte, nos parece que la pareja-tipo en nuestra cultura y en nuestro tiempo, suele establecerse sobre la libre elección de adultos capaces que mutuamente consienten. De ello podríamos inferir otras tres claves de fracaso que, por su irrelevancia clínica, no consideraremos aquí. Estas son: la ausencia de libertad en la elección y la merma de capacidad o la falta de consentimiento. Se presume además que los dos miembros de la pareja se sienten unidos por una compleja trama de afectos que genéricamente (en ocasiones, metonímicamente) llamamos amor. A partir de esta presunción se establece a menudo otra clave (clave especialmente valorada en nuestro entorno) de fracaso de la pareja: la ausencia de amor. Además se presume también que los miembros de la pareja comparten un proyecto vital más o menos común o al menos compatible, lo que nos lleva a otra posible clave de éxito: la existencia de proyecto común o la compatibilidad de proyectos. Pese a la variedad y diversidad de los proyectos vitales posibles en una pareja, no nos resistimos a comentar uno que por su frecuencia, importancia y por el carácter pres- criptivo que en ocasiones se le confiere tiene una especial significación teórica y clínica: el proyecto vital de ser familia (tener familia, formar una familia, convertirse en familia, etc.). Es probable que la “invención” de la pareja monógama y estable sirviera para dar cobertura a este proyecto familiar y garantizar la crianza de los hijos. En cualquier caso, este proyecto familiar prescribía y aún prescribe al menos cinco condiciones que se han convertido así en condiciones de pareja (parental o no). Estas son: la convivencia, la heterosexualidad, la mancomunidad, la división de funciones y la estabilidad. Aunque nuestro tiempo, que es un tiempo de crisis y crítica de la pareja, ha puesto en entredicho el monopolio de este proyecto familiar y la pertinencia de estas cinco condiciones que en él se apoyaban, lo cierto es que siguen presentes (de manera más o menos explícita) en muchas de las formas de entender el éxito de la pareja, como veremos más abajo.
3. ALGUNAS FORMAS DE ENTENDER EL ÉXITO DE LA PAREJA PUEDEN SER PERJUDICIALES PARA SU SALUD En el apartado 2.1. adelantábamos que de las claves que se propongan para definir lo que constituye el ser pareja se derivan también algunas ideas acerca de lo que constituye o no el éxito en una pareja y, que por tanto, estos elementos descriptivos se convierten a menudo en elementos prescriptivos. En otras palabras, existe la tentación de considerar que las parejas que no se ajusten a lo que uno entiende por pareja sean inmediatamente catalogadas de anómalas, raras, anormales o fracasadas... o que se les niegue incluso la calificación de parejas (siendo ésta probablemente la forma más sutil y eficaz de hacer un juicio moral descalificante). Y ello no solamente para los elementos primarios incluidos en la definición que ofrecíamos más arriba (ser dos, recoger frutos, ser hacia el futuro), sino incluso también en aquellos otros que considerábamos más circunstanciales, más ligados al “aquí y ahora” de nuestro contexto socio- cultural. Así, no es infrecuente que se considere fracasada (o “anormal”, o “desviada”, o “incompleta”) a cualquier pareja que no sea heterosexual, o que no conviva bajo un mismo techo, o que no esté mancomunada, o en la que la división de funciones no se ajuste a la norma cultural. Lo cual supone a nuestro entender una restricción innecesaria (aunque por supuesto tan válida y defendible como cualquier otra) de las posibilidades de éxito en la pareja y una forma de crear una auténtica inflación en las tasas de “fracaso”. Aparte de los aspectos que acabamos de citar, nos parece detectar otro conjunto de definiciones del éxito de la pareja que a nuestro juicio tienen efectos poco afortunados, tanto sobre la auto- valoración de las personas que viven en pareja como sobre el funcionamiento de éstas y la actuación de los profesionales que las atienden. En otras palabras, aunque todo criterio de éxito crea su inevitable cuota de fracaso, estos criterios a los que nos referimos nos parecen potencialmente más problemáticos, más generadores de fracaso que otros. Sus efectos negativos son tanto más insidiosos en tanto en cuanto a menudo los criterios de éxito que los producen no se articulan explícitamente como tales, sino que permanecen invisibles en la maraña de los discursos culturales dominantes. Estas propuestas que aparecen como “naturales” (lo que “todo el mundo sabe”, lo que es “evidente”) permanecen así libres de la crítica y la reflexión, y pasan a ser asumidas a ciegas como tantas otras “verdades” que genera la cultura. Estas serían en nuestra opinión algunas de las ventajas y desventajas ligadas a las formas más habituales de entender el éxito de las parejas:
“Éxito como duración de la convivencia” La formulación de esta idea sería la siguiente: la pareja más exitosa es la que más tiempo se mantiene unida. Aceptada esta premisa, el éxito de la terapia de pareja podría medirse en función de la cantidad temporal de convivencia posterior a la terapia: tendría por ejemplo más éxito un terapeuta con diez años de promedio de continuidad posttratamiento, que otro cuyas parejas se mantuvieran de media solamente seis años tras la terminación de la terapia. Aunque seguramente pocos colegas llevarían hasta semejante extremo este criterio de éxito, lo cierto es que sí suele aplicarse a la inversa, tendiendo a considerarse la ruptura de la pareja como señal de fracaso. Sobre las parejas, los efectos pragmáticos de esta forma de entender el éxito de la pareja son varios. Por una parte, idealizar la duración de la relación y hacer equivaler ruptura a fracaso contribuye a que se mantengan durante periodos seguramente excesivos situaciones de convivencia francamente desagradables y dolo- rosas, y dificulta que se afronte con normalidad un posible proceso de separación o divorcio. Tal vez la muestra más extrema de este tipo de situaciones sean las de algunas mujeres que nos han solicitado consulta afirmando que su matrimonio ha sido horroroso durante los últimos quince, veinte, treinta.. años, pero que siguen intentando que las cosas mejoren porque no son “de esas” que se separan. El otro gran efecto negativo de esta forma de entender el éxito de la pareja es que aumenta el coste psicológico de la ruptura al unirla a toda una serie de connotaciones negativas, culpabi- lizadores, desvalorizadoras, etc., que tienden a convertirla en un fracaso no solo relacional, sino también personal.3 Los profesionales tampoco somos inmunes a las consecuencias de esta equiparación éxito/duración que, por una parte, promueve que tendamos a defender la continuidad de la pareja, no sólo “en caso de duda”, sino a veces incluso en contra de las evidencias más claras de que seguramente la relación tiene muy poco futuro. Por otra -como veremos en las secciones finales de este trabajo-, esta equiparación nos puede llevar a ser más críticos de lo necesario con nuestro propio trabajo, al hacernos considerar que la separación de la pareja con la que trabajamos es necesariamente un mal resultado terapéutico. En nuestra opinión, tanto la ruptura como la continuidad pueden ser exitosas o constituir un fracaso, dependiendo de en qué condiciones y de qué manera se lleven a cabo4. Es más, nos parece que sería más útil con- ceptualizar la ruptura como una etapa más en el proceso evolutivo de las parejas; una etapa que no todas atraviesan, pero que se podría considerar tan “normal” o tan “fisiológica” como las demás etapas que tradicionalmente se contemplan.5
“Éxito como permanencia del éxito” Este criterio -ligado al anterior- se formularía del siguiente modo: son parejas exitosas las que logran que el éxito permanezca y sea constante. Asumir este criterio implica que las (a nuestro entender inevitables) fluctuaciones en la satisfacción de la pareja tiendan a percibirse como señal de fracaso, y que incluso las parejas más exitosas no alcancen nunca esa permanencia del éxito. Al fin y al cabo, el éxito no es algo que se “tiene”, sino algo que se va construyendo con base a éxitos concretos y fracasos concretos, algo que se obtiene y se intenta retener lo más posible. De ahí que prefiramos considerar, como veremos más abajo, que la duración o permanencia del éxito son algo adjetivo, que por supuesto cualifica positivamente el éxito, pero sin constituir una condición necesaria para definir como exitosa a una pareja.
“Éxito como procreación” Aunque pueda parecer trasnochado, en nuestra opinión este criterio de éxito sigue estando vigente y, probablemente, con mayor virulencia de la que pudiera pensarse. Aunque no sea fácil encontrar quien defienda abiertamente la formulación cuasi-matemática de que una pareja es más exitosa cuantos más hijos tenga, sí está muy extendida la idea de que una pareja que no quiere o no puede tener hijos implica una cierta dosis de fracaso. Y no sólo porque la falta de descendencia se entienda como justificación o causa del fracaso/ruptura (al fin y al cabo, canónicamente la imposibilidad de procrear se considera causa legítima de disolución del vínculo; y culturalmente se acepta el “claro, les va mal porque los pobres no pueden tener hijos...”) sino porque llega a considerarse que la pareja sin hijos es “per se” un fracaso. Cuando el no tener descendencia no obedece a imposibilidad, sino a decisión voluntaria, se pasa incluso a planteamientos abiertamente culpabilizadores (en especial la referencia más o menos velada al supuesto “egoísmo”, “materialismo”, “hedonismo” o cualquier otro “ismo” de la pareja). De nuevo, los efectos pragmáticos de esta prescripción cultural parecen bastante obvios. Por una parte, no deja de ser una forma de fomentar la procreación y (según diríamos en perspectiva filogenética) la perpetuación de la especie. Desde el punto de vista negativo, impone un considerable tributo a las parejas sin hijos, colocadas “bajo sospecha”, mientras que por otro lado tiende a inflar las expectativas sobre la paternidad y la maternidad. Los profesionales no nos encontramos ajenos a estas presiones, entre otras cosas porque la mayoría de los textos de referencia, de los modelos teóricos, de las investigaciones... no prevén siquiera la posibilidad de la pareja sin hijos, que se tiende a considerar una etapa que ha de ser -más tarde o más temprano- superada por el advenimiento de la descendencia.
“Éxito como amof” Según este criterio se considera como constitutiva de éxito la presencia de ese conglomerado de afectos que llamamos “amor”, a lo largo de todo el ciclo vital de la pareja y en cada uno de los momentos concretos de este ciclo. En nuestro contexto cultural actual el amor se considera sin duda el pilar básico de toda relación de pareja, avalado por un consenso general que desde el punto de vista histórico resulta relativamente novedoso. A nuestro juicio, un efecto positivo de esta conceptualización es que remite el éxito de la pareja a un ámbito más personal y subjetivo que los criterios que hemos analizado hasta ahora. Entre los efectos negativos, el que de nuevo se inflan las expectativas con que se abordan las relaciones de pareja, y el hecho de que las parejas sustentadas sobre otras posibles bases (intereses mutuos, compromisos y/o vínculos familiares, etc.) tiendan a minusvalo- rarse e incluso considerarse fracasos. Desde el punto de vista clínico, el criterio del “éxito como amor” (al igual que otros posibles criterios relacionados, tal como “éxito como gra- tuidad” o “éxito como espontaneidad”) crea algunas dificultades precisamente por lo elusivo y escurridizo del concepto, y por lo difícil que resulta hacerlo encajar en los moldes técnicos y teóricos de la psicoterapia. Lo cual no significa, por supuesto, que debamos renunciar a incluirlo en nuestras teorizaciones sobre la pareja. Más bien al contrario: seguramente valdría la pena hacer dedicar un esfuerzo especial a conceptualizar el lugar del amor en la relación de pareja.
“Éxito como ausencia de conflictos” Desde este punto de vista, serían parejas más exitosas las que menos conflictos tienen; o peor aún, las que no tienen conflicto alguno. Aunque pueda parecer un planteamiento un tanto ingenuo y que difícilmente sería defendido por alguien, lo cierto es que de forma implícita ha guiado buena parte del trabajo terapéutico con parejas que se ha venido realizando en las últimas décadas. De hecho, no es improbable que el profesional confunda la manifestación de conflicto con patología o problema, y que malinterprete la ausencia de conflictos como señal de armonía... cuando tal vez indique precisamente todo lo contrario: la profundidad del deterioro de la relación. Sólo recientemente se ha reconocido que la existencia de un cierto monto de conflicto no sólo es inevitable, sino probablemente positiva a largo plazo (Gottman, 1994). De nuevo, los efectos negativos de esta forma de entender el éxito de la pareja radican en que coloca a sus integrantes ante una tarea que se nos antoja casi imposible: mantener la relación como una balsa imperturbable. Nuestro planteamiento es que una cierta dosis de conflicto es consustancial al hecho de vivir en pareja, y que el éxito no tiene mucha relación con la cantidad o la intensidad de los conflictos, sino con el coste de los mismos. Desde este punto de vista, las parejas exitosas manejan mejor las consecuencias de sus conflictos, consiguiendo que no resulten demasiado gravosas o erosivas.
“Éxito como comunicación” Bajo este enunciado se engloban en realidad diversas formulaciones, que tienen que ver tanto con la cantidad (“las parejas que funcionan son las que lo hablan todo”) como con la calidad de la comunicación (“las parejas que funcionan saben comunicarse”), y que prolife- ran por igual en el nivel científico (la machacona insistencia en la “adquisición de habilidades de comunicación”) como en el lenguaje popular (la socorrida frase de las películas -americanas, por supuesto- de sobremesa: “vamos a hablarlo”). En nuestra opinión, el efecto positivo de esta manera de valorar el éxito o fracaso de las parejas es que lo sitúa en el campo de la normalidad: si es la incomunicación la fuente de la insatisfacción de la pareja (y no el rencor, o la “incompatibilidad de caracteres”, o la “personalidad neurótica” de sus integrantes), parece relativamente sencillo poner remedio a la situación. La disposición al diálogo y el aprendizaje de unas cuantas reglas promete el reingreso en el paraíso perdido. Pero este hincapié en la comunicación produce también algunos efectos no deseados, y no solamente porque por lo general se asumen modelos excesivamente verbales y encorseta- dos (típicamente anglosajones, por otra parte), sino porque -una vez más- se corre el riesgo de crear más problemas de los que se resuelven. Los terapeutas que entrenan a las parejas para que se comuniquen mejor parten del supuesto de que la discomunicación entre dos personas es soluble. En cambio, nosotros suponemos que la discomunicación es irresoluble, en tanto que no hemos encontrado evidencia empírica ninguna que demuestre que dos personas se puedan entender durante toda una vida (aunque a veces ocurra, durante un tiempo, en un tema o en determinadas circunstancias). Más aún, consideramos que cuando estas dos personas son un hombre y una mujer matrimoniados, están condenados a convivir con ciertas dosis de discomunicación. Planteadas las cosas en este terreno, las soluciones para este “problema” se establecerían sobre la base del cómo convivir razonablemente con la discomunicación, y no sobre la base de cómo di/resolverla6.
Éxito como igualdad La idea de la igualdad suele articularse de modos diversos, más o menos solapados: la igualdad como “coincidencia”, como “empate”, como “uniformidad” o “estandarización”, como “ir a medias en todo”, como “parejas del 50%”, etc. De esta forma, serían parejas más exitosas las más homógamas, las más simétricas, las más “empatadas”, las más “uniformes”, “andróginas”, o las que distribuyen sus papeles, territorios, poderes y funciones de forma más análoga. Aunque esta forma de definir el éxito de la pareja conlleva sin duda numerosos efectos positivos, puede ocasionar también algunos efectos virtualmente lesivos: con demasiada frecuencia las parejas “más iguales” no solamente no son las más exitosas, sino que son las más atrapadas por las trampas de la igualdad pres- criptiva, que puede llevar a una sucesión inacabada de “tablas” y “empates” que convierten el juego convivencial en un “juego sin fin” (Watzlawick, Weakland y Fisch, 1982; Fisch, Weakland y Segal, 1984). Algunos de estos efectos negativos que se pueden derivar de la prescriptividad igualitaria son los siguientes: no aceptación de lo diferente, especialmente de aquellas diferencias sexuales, individuales y biográficas que hacen del otro alguien no igual a mí; instauración de parámetros “autoístas” como medida de igualdad, de modo que mis posiciones, mis propuestas y mis apuestas son la medida de lo igual que deberíamos ser (el otro procesa la igualdad del mismo modo); propensión a producir “tablas” paralizadoras en los procesos de toma de decisión (la parálisis garantiza la continuidad de la igualdad pero impide el avance); alargamiento de los conflictos con el consiguiente incremento de los costes que de él pueden derivarse (las guerras entre contendientes de similares fuerzas son las más largas y cruentas); focalización y centramiento vital en el propio proceso de “medición” de lo igual; microscopización de la igualdad, no como resultante abstracto de las múltiples desigualdades convivenciales, sino como condición pres- criptiva en cada interacción puntual, etc. etc. Seguramente podrían añadirse otros muchos criterios a esta lista que acabamos de esbozar, todos ellos más o menos presentes en la cultura científica y popular de nuestros días: “éxito como compatibilidad de caracteres”, “éxito como gratuidad”, etc... Nosotros preferimos adoptar un criterio más formal y, por tanto, menos comprometido con contenidos concretos (amor, comunicación, etc.). Pasaremos a exponerlo en el apartado siguiente.
4. REDEFINIENDO EL ÉXITO EN PAREJA Como hemos señalado más arriba, entendemos los modelos de pareja, y en concreto los modelos de “pareja exitosa” como construcciones culturales y sociales que en última instancia obedecen a parámetros morales e ideológicos. Hemos visto en la sección anterior cómo a menudo estos modelos -ciertas concepciones ligadas a ellos- pueden provocar dificultades e incluso problemas. Sin embargo, consideramos también que no es posible no tener / no proponer un modelo de pareja, y que incluso defender la idea de que “no existen modelos de pareja exitosa” supone de hecho adoptar uno. Pensamos que la aspiración a no tener ningún modelo de pareja, de ser exquisitamente neutral y anormativos, no puede colmarse: vivimos inmersos en una cultura (y no en otras) y en este marco tenemos experiencias con unas parejas (y no con otras) y formamos o no parte de una pareja (y no de otras) y todo ello contribuye a conformar un modelo -más o menos explícito, más o menos articulado- de pareja. En otras palabras, todos tendemos a preferir (a considerar como más adecuadas, o como más normales, o más eficaces) ciertas interacciones o ciertos modos de ser pareja. Partiendo del supuesto de que la pareja exitosa en tanto que categoría ontológica con determinadas características cualitativas no existe, constatamos sin embargo que (tal y como hemos señalado más arriba) todos tenemos la percepción de que, comparativamente, hay parejas más exitosas que otras. Así pues, la cualidad de “exitosa” se presenta como una variable cuantitativa y comparativa. Se es más o menos exitosa que otras parejas que son más o menos exitosas. Y en cualquier caso siempre se es menos exitoso que el ideal de pareja exitosa que todos llevamos dentro. En este sentido sí cabe hablar de parejas más o menos exitosas. No obstante, entendemos que las parejas más exitosas no solamente producen éxitos sino que también producen fracasos. O, en otros términos, obtienen beneficios de su relación, pero también pagan costos por la misma. Claro está que el balance costos/beneficios difiere en unas parejas y otras. En este sentido puede hablarse y así lo haremos a partir de ahora de parejas más o menos rentables y de parejas más o menos deficitarias. Dedicaremos la sección 4.1. a presentar un posible modelo de balance costes/beneficios, desarrollando y refinando el modelo original propuesto por Thibaut y Kelly (1966), y en la sección 4.2. comentaremos sus potenciales implicaciones terapéuticas.
4.1. Un modelo de balance costes /
beneficios 4.1.1.Costos y beneficios como
criterios de “rentabilidad”. La rentabilidad como criterio de “éxito”. Consideramos pareja rentable en un momento dado a aquella cuyos integrantes -ambos- perciben que obtienen los suficientes beneficios como para justificar los costos que también soportan. Si este balance solamente es considerado rentable por sólo uno de los miembros de la pareja, no la consideraremos rentable7. En otras palabras, llamamos parejas rentables a aquellas que consideran satisfactorio su balance costes/beneficios porque perciben que ganan más de lo que pierden en y por la relación de pareja. En contraposición, denominamos parejas deficitarias aquellas que perciben que pierden más de lo que ganan en y por la relación de pareja. Consideramos pareja exitosa a aquella que mantiene un balance costos /beneficios rentable a lo largo del tiempo. Esto no significa que en cada corte transversal, en cada punto del ciclo vital de esa pareja, la ecuación costes/beneficios haya de ser necesariamente rentable, pero sí que la evaluación global (el balance percibido) ha de serlo para que la consideremos una pareja exitosa.
Rentabilidad y duración como dos dimensiones distintas... Una pareja puede durar mucho tiempo gracias al buen balance costos /beneficios que mantiene, o a pesar de un balance desfavorable (o incluso, en algunos casos, gracias a un balance desfavorable: la esperanza de que finalmente el otro cambie puede llevar a que alguien no quiera dejar una relación en la que ya ha invertido/perdido tanto). Una pareja, al separarse, puede mejorar su balance (porque encuentra beneficios alternativos o porque reduce los costos de la relación) o puede empeorarlo. ...aunque no independientes. De todas formas, el que una pareja esté satisfecha durante más tiempo (mantenga durante más tiempo una balance favorable) la hace ser más exitosa desde un punto de vista longitudinal. Además, el percibir un balance satisfactorio durante cierto tiempo crea un contexto que hace más probable que el balance se siga considerando positivo (y a la inversa: una situación de balance desfavorable durante muchos años puede crear un contexto en el que es más difícil -o también más fácil- percibir el balance favorable que se instaure en un momento dado). Y en último término el pronóstico clínico es mejor para las parejas que en algún tiempo fueron (o se consideraron a sí mismas) rentables que para las parejas que perciben que “nunca” lo fueron.
4.1.2. La construcción de costos y beneficios Proponemos que, en el ámbito de la pareja, los costos y beneficios deben entenderse a partir de cuatro características o propiedades: cons- tructividad personal, constructividad diádica, temporalidad y territorialidad. Estas cuatro propuestas traducen nuestra idea de que los costos y beneficios no son algo “realmente existente”, y mucho menos algo estático e inmutable, sino algo que la propia pareja crea en un proceso dinámico, activo y fluctuante8.
1. Constructividad personal. Proponemos que en parejas el valor de costo o beneficio no es algo objetivo, sino algo que las personas configuramos activamente y que depende: a) De la construcción que cada individuo haga del evento. Por ejemplo, un miembro de la pareja puede no sentirse querido pese a todas las muestras de amor que el otro cree estarle dando; un hombre puede percibir que su esposa le exige que haga tareas domésticas aunque ella crea que sólo se lo recuerda; una mujer puede sentir acoso en lo que su esposo considera acercamientos amorosos. Esta construcción depende de multitud de factores, pero entre ellos destacaremos aquí el sexo9 del individuo (p. e. es más probable que la disponibilidad sexual sea percibida como beneficio por un hombre que por una mujer, etc.) y la historia previa tanto dentro como fuera de la pareja. b) Del ajuste entre el evento construido y el modelo de pareja de la persona en cuestión. Por ejemplo, no recibir cuidados extras de su esposo cuando se está enferma puede interpretarse como un gran costo para una mujer cuyo modelo de pareja presume estos cuidados; o al contrario, recibir estos mismos cuidados pueden considerarse costoso si se interpretan como subrayado de debilidad o dependencia en un modelo de pareja que presuma que se ha de ser “fuerte e independiente”. Otro ejemplo: si en el modelo de pareja de un hombre es importante compartir las tareas domésticas, le resultará menos costoso -o nada costoso- hacerlas o recibir indicaciones para que las haga; en cambio, para un hombre cuyo modelo de pareja presume que es la mujer la encargada exclusiva de estas labores, le resultará muy costoso compartirlas. c) Del balance intersubjetivo. Esto es, de lo que se puntúa como costo o beneficio con relación a lo que se considera que es coste o beneficio para el otro. A nuestro entender, esto resulta especialmente relevante por cuanto en las relaciones de pareja son muy frecuentes las situaciones que se plantean de tal modo que para que uno de los integrantes acceda a un beneficio el otro deba soportar un coste (el beneficio de ir a la playa en verano -que es lo que él quería- supone el coste de que ella renuncie a ir a la montaña).10 Esta relación entre mi valoración y la que considero que el otro hace, puede tener un efecto sumativo o sustractivo, directo o inverso. Al decir “sumativo” hacemos referencia al hecho de que la evaluación de lo que yo creo que el otro evalúa (metaevaluación) produce un efecto incrementador de mi propia evaluación. Por el contrario, con el término “sustractivo” nos referimos al efecto contrario: la meta-evaluación que realizo decremente mi propia evaluación. “Directo” se refiere a los supuestos efectos de los beneficios del otro sobre mis beneficios, o de sus costos sobre mis costos; “inverso” se refiere a los efectos que los beneficios del otro tienen sobre mis costos, o sus costos sobre mis beneficios. Ejemplo sumativo directo: percibir una ocultación del otro al tiempo que se considera que al otro este tipo de ocultaciones le parecen especialmente gravosas, suele incrementar el costo que supone tal ocultación. (La operación es: me cuesta lo que me cuesta, más lo que percibo que al otro le cuesta este mismo costo). Ejemplo sumativo inverso: percibir el inmenso costo que al otro le supone hacer la declaración conjunta de la renta, puede incrementar la valoración de beneficio de no tener que hacerla yo. (La operación sería: el incremento de su costo incrementa mi beneficio). Ejemplo sustractivo directo. Ella se siente incómoda por las miradas y comentarios que su ex-novio le dirige en presencia de su marido, pero este costo se reduce porque considera que a él no le molesta esta actitud. (Operación: el poco costo que yo creo que a él le supone decre- mente mi costo) Ejemplo sustractivo inverso. Una mujer no valora el beneficio de levantarse todos los días con un zumo de naranja preparado, porque a él no le cuesta nada levantarse un poco antes y hacer dos zumos en vez de uno. (Operación: el poco costo que yo considero que a él le supone, decremente mi beneficio) d) De las alternativas percibidas, tanto dentro de la pareja (la posibilidad de que las cosas se hagan de forma distinta, la existencia -o no existencia- de cursos de acción alternativos) como fuera de ella (resultantes de la comparación de estar en esta pareja a no estar en pareja o estar en otras parejas posibles). El primer aspecto estaría relacionado con la flexibilidad de la interacción de la propia pareja, mientras que en el segundo aspecto intervendría además la variable “obligatoriedad percibida” de la relación. A su vez, el percibir como más o menos obligatorio el mantenimiento de una pareja dada estaría en relación tanto con factores culturales en sentido amplio como con el marco legal y social: la posibilidad legal del divorcio, la situación económica de la mujer en esa sociedad, etc. Así, en nuestro país las relaciones de pareja en los años sesenta se caracterizaron por una gran dosis de obligatoriedad -con su contrapartida, eso sí, de un mayor grado de compromiso y estabilidad-, derivada de un marco legal restrictivo, de una situación socio-laboral desfavorable para la mujer y de un consenso cultural contrario a la disolución del vínculo matrimonial; mientras que en la actualidad probablemente sea menor la obligatoriedad percibida y por tanto mayor la percepción de alternativas fuera de cada pareja en concreto.
2. Constructividad diádica: Entendemos que la construcción de algo como costoso o beneficioso no es sólo un proceso orientado por percepciones personales, sino también por percepciones relacionales. En otras palabras, los miembros de la pareja aprenden a construir costes y beneficios para la propia relación; hay ciertas cosas que no se perciben como costosas o beneficiosas a título individual, sino directamente en función del “nosotros” de la pareja. Por ejemplo: una pareja considera que la confianza que ambos se tienen es uno de los baluartes de su relación. En virtud de ello se atreven a expresar mútuamente sentimientos críticos que aún suponiendo un cierto coste personal para quien los recibe, se perciben benéficamente desde la perspectiva relacional, ya que demuestran e incrementan su confianza.
3. Temporalidad: Consideramos que la construcción de costos y beneficios evoluciona a lo largo del tiempo, y en especial a medida que la pareja va atravesando diversas etapas de su ciclo vital. Por ejemplo, el percibir que se tienen pocas relaciones sexuales puede resultar muy costoso en una etapa de la relación y poco o nada costoso en otros momentos posteriores. O mantener un límite estricto y poco permeable con las familias de origen puede resultar muy beneficioso si la pareja no tiene hijos, pero costoso si los tiene, en la medida en que dificulta la cobertura y los apoyos que los abuelos y tíos pueden ofrecer a los niños (y por supuesto a sus padres). Por otra parte, al hablar de temporalidad nos referimos también a que la construcción de costos y beneficios es un proceso históricamente mediado, en el sentido de que lo que se percibe como costo y beneficio depende también de la evaluación de costos y beneficios que hayan existido en la historia previa de la pareja o en la biografía personal de cada uno de sus miembros. De este modo, los costes y beneficios acumulados a lo largo del tiempo crean un contexto desde el cual se tienden a construir los costes y beneficios actuales y futuros. Así, un episodio de crisis en el cual el hombre grita exaltado mientras aspavienta los brazos y golpea la mesa probablemente sea vivido con mayor angustia (mucho coste) por una mujer golpeada en otra relación o en su familia de origen, que por otra mujer que proceda de una familia de conflictos frecuentes e intensos en la cual todos los miembros elevan rápidamente la voz y muestran su enfado, pero sin que esto quiebre la convivencia. En último lugar, la temporalidad también hace referencia a la habitualidad o la frecuencia de los eventos que se evalúan como costos o como beneficios. Por lo general, la habituación a un determinado evento ejerce un efecto amortiguador (efecto sordina) tanto si se evalúa como coste, como si se evalúa como beneficio. En este sentido tanto los costes habituales, como los beneficios habituales tienden a puntuarse bajos en virtud de su reiteración. No obstante los costos habituales -que uno a uno sí están amortiguados- suelen producir un “coste acumulado” no tan amortiguado. Y paradójicamente la ausencia del evento habitual produce un efecto amplificador en sentido contrario, si bien este efecto amplificador suele ser mayor para la ausencia excepcional de un beneficio, que para la ausencia excepcional de un costo. En el ejemplo que más arriba señalábamos de la preparación del zumo de naranja por la mañana, es posible que la ausencia del zumo se puntúe como un coste más elevado que el escaso beneficio que proporcionaba el zumo cotidiano. Y en cambio, la ausencia de un coste habitual proporciona también una evaluación benéfica, pero de mucha menor intensidad que en el sentido contrario. Por ejemplo, él deja todos los días la taza del desayuno sobre la mesa, lo cual molesta a su compañera, que acumula este coste a diario. En algunas ocasiones él recoge la mesa tras desayunar y ella apunta el beneficio de no tener que hacerlo o decirle que lo haga; pero sin embargo la intensidad de este beneficio no supera al puntaje del coste habitual, ni mucho menos al “acumulado”.
4. Territorialidad: Finalmente, consideramos que la construcción de costos y beneficios está también en función del contexto interpersonal y espaciotem- poral en el que se sitúe la pareja. Así, una conducta dada, que en determinado contexto relacional puede ser benéfica, puede resultar gravosa en otro contexto relacional; o lo que en la intimidad se considera un beneficio, se puede percibir como costo ante terceros. O algo que es legítimo -y benéfico- en la cama, es ilegítimo -y gravoso- fuera de ella. Por ejemplo: ciertos juegos eróticos de “sometimiento” pueden ser puntuados como muy beneficiosos en una pareja, al tiempo que cualquier forma de sometimiento extraerótico se considera un coste ele- vadísimo e inaceptable.
4.1.3. La construcción de balances Del mismo modo que pensamos que los costos y los beneficios son algo construido por los miembros de la pareja, y construido de modo cambiante en función de aspectos como la inter- subjetividad, la temporalidad o la territorialidad, consideramos que el mismo “hacer balance” (definido provisionalmente como la operación de restar a los beneficios percibidos los costes percibidos) es también un proceso de construcción que comparte las mismas cuatro características que acabamos de enunciar. Por otro lado, los baremos que maneja cada miembro de la pareja a la hora de determinar cuán satisfactorio o insatisfactorio es el balance que percibe obtener son de nuevo el resultado de una construcción personal y diádica, mediada temporal y territorialmente. Así, es posible que en un momento dado de la evolución de la pareja sus miembros exijan un balance en el que los beneficios percibidos superen con amplitud los costos con los que cargan, mientras que en un momento evolutivo diferente el baremo sea menos exigente, pudiendo valorarse como suficiente el que los beneficios simplemente se mantengan por encima de los costos, o incluso considerar que es satisfactorio que los costos, aun siendo superiores a los beneficios, estén algo más reducidos que en momentos anteriores. En este sentido, Cutrona (1996) analiza de qué forma las parejas en las que un miembro contrae una enfermedad física grave emplean toda una serie de estrategias para restablecer la “equidad psicológica”, puesta en peligro por el efecto incapacitante de la enfermedad. Así, estas parejas extienden el periodo de tiempo sobre el que se hace balance, pasando a valorarse más los beneficios que se obtuvieron antes de que el paciente enfermara (los beneficios del pasado se destacan para compensar los costes del presente). Otra posibilidad es reajustar los criterios (baremos), de modo que se juzga la conducta del enfermo teniendo en cuenta sus limitaciones (“aunque siempre está con dolores se sigue preocupando por cómo me va en el trabajo, como si no tuviera suficiente con sus problemas”). Adoptar estas estrategias y otras similares exige que la relación marital se entienda de forma comunitaria, y no solamente en términos de un intercambio de beneficios puntual y equilibrado en cada momento; sólo de esta forma el esposo enfermo no se sentirá obligado a corresponder a cada beneficio que percibe recibir de su cuidador. Como veremos a continuación, interpretamos estos procesos de reajuste como una modificación en la jerarquía y el peso de los beneficios y costes.
Peso y jerarquía Entendemos que establecer el balance costos/beneficios no es una mera operación aritmética de suma/resta, sino que es un proceso complejo que se halla mediado por otros muchos, entre ellos qué “peso” se decide dar a cada coste y a cada beneficio, y de qué forma los costes y los beneficios están jerarquizados. Así, el costo de renunciar a determinadas actividades puede no producir un balance deficitario si los beneficios que se obtienen se evalúa que son de mucho peso o son muy altos en la jerarquía de valores de esa persona; por ejemplo, el poder hacer la valoración “somos buenos padres”. Otro ejemplo -reconocemos que cercano a la caricatura- sería el del ama de casa tradicional, paciente y abnegada, para la que todos los costes que conlleva realizar un sinfín de labores desagradables y poco valoradas queda compensado por el beneficio de mayor nivel jerárquico que supone percibir que cumple su papel de “amante esposa”. El análisis de Cutrona que acabamos de citar aporta el ejemplo de la enfermedad física: el balance no se establece ya únicamente con base al intercambio puntual de conductas/beneficio o conductas/coste (economía de mercado), sino tomando en cuenta los valores personales y relacionales que la relación de pareja permite poner de manifiesto. Aquí precisamente es donde intervienen aspectos que se suelen valorar altamente y que una lectura mecanicista y simplista omitiría injustamente: la seguridad, la intimidad, el sentido de protección y de pertenencia, etc... Podría, pues, decirse que para cada persona y cada pareja existen algunos beneficios y costes de “máxima jerarquía”, que hacen coherentes las supuestas incoherencias entre la evaluación global del balance y las decisiones de vida que se toman. En cualquier caso, nos hallamos de nuevo ante algo que, dentro de las limitaciones que impone una determinada cultura, es construido de modo diferente por cada persona en particular y dentro de cada pareja en concreto. Hablando de los costes y beneficios de mayor nivel jerárquico nos parece útil la metáfora de los costes-torpedo y los beneficios-flotador. Los costes-torpedo serían eventos que se construyen como de coste inaceptable y que pueden llegar a provocar la ruptura enérgica y traumática de la relación, por muchos beneficios de rango inferior que se perciba recibir. En nuestra cultura suelen ser costes-torpedo: la infidelidad, la agresión al cónyuge, la toxicomanía, el delito y el quebrantamiento de la economía familiar. Un buen ejemplo de cómo operan los costes-torpedo en el balance costes-beneficios es la infidelidad. En muchas parejas, y al margen de que la rentabilidad percibida fuese muy alta hasta ese momento, el conocimiento de un episodio sexual del cónyuge con un tercero suele ser considerado como un coste inaceptable, que a menudo precipita una espiral de procesos negativos que finalmente pueden terminar en la ruptura de la relación. Los beneficios-flotador serían eventos o construcciones que puntúan como de beneficio más allá del balance. En último término suelen ser beneficios cuya su valía deriva de que son percibidos como protectores frente a un supuesto coste que se evalúa como más caro. Por ejemplo, la compañía (evitar la soledad) suele ser en las parejas mayores un coste-flotador que justifica un balance deficitario. O una mujer puede valorar que el hecho de que sus hijos “sigan teniendo un padre” justifica el costo que supone mantener un matrimonio por lo demás deficitario. Por lo general, tanto los costes-torpedo como los beneficios-flotador están muy imbricados con las definiciones y los ideales de pareja y las expectativas maritales. Así pues, están en estrecha relación con los valores, las convicciones y las creencias más nucleares de cada persona, y en interacción con los valores culturales dominantes. Esta posición elevada en la jerarquía de constructos personales justifica a nuestro entender su profundo impacto sobre la construcción de balances: un coste-torpedo o un coste-flotador puede redefinir de modo dramático los costes y/o beneficios de nivel inferior, y provocar así una cascada de re-construcciones y reevaluaciones11. Por ejemplo: un hombre que valoraba como beneficios la sonrisa amable de su esposa, sus atenciones cariñosas o su independencia de criterio, puede pasar de repente, tras descubrir la infidelidad de ella, a construir todo ello como costes: ahora su sonrisa es hipócrita; sus atenciones, intentos malintencionados de encubrir su infidelidad; su independencia, causa o consecuencia de su relación con otro hombre. De esta forma se detiene o incluso invierte el proceso habitual de establecimiento de balances, balances que incluso se reconstruyen retroactivamente a la luz de los nuevos sucesos.
4.1.4. Algunas proposiciones sobre costos y beneficios A modo de conclusión, querríamos resumir algunas de las ideas barajadas hasta aquí haciendo las siguientes proposiciones-provocaciones:
I. “En pareja, es imposible no establecer balances” Defendemos que es imposible no valorar costos y beneficios, imposible no “hacer cuentas” respecto de la propia relación de pareja. Y más aún en la situación social actual, en la que la pareja se entiende cada vez más como opción voluntaria y libre, como proyecto elegido más que como imposición o realidad ineludible. De todos modos, esta imposibilidad de establecer balances no está reñida con que a menudo resulta muy difícil para las personas hablar o pensar abiertamente sobre la cuestión, por cuanto la idea costes /beneficios (en cualquiera de sus versiones) ha sido a menudo anatemizada como “fría” o “mercantilista” desde posiciones moralizantes. II. “En pareja, es posible que no haya beneficios, pero es inevitable que haya costes” En realidad queremos decir que es imposible que uno no vea costos en su relación de pareja (o al menos es altamente improbable), pero que sí es posible -y de hecho ocurre- que no vea beneficios. Lo cual no quiere decir que no haya beneficios (muy probablemente, si la relación se mantiene es porque se obtienen algunos, aunque sean beneficios-flotador). III Los beneficios “hay que trabajárselos”, mientras que los costes vienen solos. En la línea de la proposición anterior, proponemos que la construcción de beneficios requiere un cierto grado de esfuerzo, una cierta inversión de energía por parte de la pareja, mientras que la aparición de costos se produce por desgracia de forma mucho más sencilla12. Esta proposición no deja de tener un corolario positivo: siguiendo con la metáfora de la física, asumir que los beneficios requieren una inversión de energía implicaría, al fin y al cabo, que también “contienen” una carga de energía considerable, que permite que la convivencia sea más benéfica y se transforma en una suerte de reserva energética capaz de revertir situaciones críticas. IV. “Costes y beneficios no se suman ni se restan, sino todo lo contrario”. Tal y como señalábamos más arriba, aunque en el nivel más simple los costos y beneficios tienden a valorarse de forma aditiva o sustractiva, los costos y beneficios se construyen ordenados de forma jerárquica, de modo que hay eventos susceptibles de modificar radicalmente el balance (los mencionados costes-torpedo y beneficios- flotador). En nuestra opinión, esto explica por qué las estrategias terapéuticas conductistas de tipo “quid pro quo” resultan tan poco exitosas. V. “Las parejas que acuden a terapia de pareja están insatisfechas con su balance costes/beneficios” Las parejas que acuden a terapia de pareja lo hacen porque uno o ambos de sus miembros no están satisfechos con la rentabilidad que obtienen (y que prevén) en su relación, y porque estiman que podrían obtener una mayor rentabilidad con esa pareja. Generalmente, si los dos miembros de la pareja consideran que no pueden mejorar el balance dentro de esa relación, y que sí pueden mejorarlo fuera de ella, no acudirán a terapia de parejas sino que se plantearán la separación. VI. “La estrategia básica en terapia de parejas es la mejora del balance costes/beneficios de la pareja” Consideramos que cualquier terapia de pare- ja13 es en última instancia un intento de mejorar el balance costes/beneficios de esa pareja. La mayoría de las terapias lo hace incidiendo en uno o varios de los procesos que consideren relevantes: p.e., hay terapias que se centran en enseñar a la pareja a comunicarse mejor para resolver sus problemas (Costa y Serrat, 1976; Bornstein y Bornstein, 1988), otras que tratan de intervenir directamente sobre la relación de poder entre los cónyuges (Haley, 1980), otras que tratan de renegociar su posición respecto de las familias de origen, etc. Desde el punto de vista de estas terapias habría pues ciertos procesos mediadores que permitirían redistribuir o rede- finir costos y beneficios, que los harían más o menos accesibles, más o menos tolerables, etc. Sin embargo, desde estos enfoques no se actúa directamente sobre la construcción de costos y beneficios, que se tiende a considerar simplemente como el resultado final de la operación de los citados procesos mediadores, definidos como más básicos. Lo que propondremos aquí es un enfoque dirigido directamente a la construcción de balances, un enfoque por tanto deliberadamente “superficial” (aceptando por un momento la metáfora -tan engañosa- de la profundidad). Aunque se puede argumentar que, en virtud de la circularidad de los procesos humanos, restablecer un balance satisfactorio podría, p.e., consolidar el compromiso, facilitar la comunicación o hacer más llevadero el estrés externo, queremos enfatizar que nuestro interés se centra sobre todo en el trabajo directo y explícito con la construcción de balances y que en todo caso la eventual utilización de otros constructos explicativos (como p.e., límites, contrato...) está al servicio de esta intención de impactar sobre la construcción de balances. Dedicaremos el apartado siguiente a sugerir algunas posibles formas de llevar a la práctica esta estrategia.
En este trabajo hemos empezado cuestionando algunas nociones tradicionales sobre el éxito de las parejas, para proponer después -en la sección anterior- una manera alternativa de conceptualizarlo. Querríamos dedicar esta última sección a reflexionar sobre las posibles implicaciones clínicas de esta forma de entender el éxito de las parejas. Sin pretender en ningún momento describir un modelo de terapia, y mucho menos una forma nueva de intervención, empezaremos esbozando algunas reflexiones generales acerca de qué implicaciones puede tener, a nuestro juicio, entender el éxito de la pareja desde la perspectiva de la construcción de balances satisfactorios. Después, presentaremos algunas intervenciones terapéuticas específicas directamente ligadas a nuestra forma de entender el éxito de la pareja, para terminar replanteándonos en el último apartado los criterios de éxito y fracaso en terapia de parejas, volviendo así a la cuestión con la que abríamos este capítulo: la (in)efica- cia de la terapia de parejas.
4.2.1. Reflexiones clínicas generales Consideramos que, en el marco de las intervenciones de pareja, tradicionalmente se ha enfocado la terapia más como una reducción de costes que como un incremento de beneficios. En ocasiones, este sesgo “ahorrador” puede estar producido por las propias demandas de los clientes, que con mucha frecuencia focalizan sus relatos en los problemas que les afligen y en las consecuencias negativas de los mismos. Sin embargo, un sesgo “inversor” (que dirija las energías y los recursos clínicos a producir incremento de los beneficios) redunda igualmente en la mejora de la rentabilidad y nos parece en principio más fácil y eficaz. De hecho, en terapia de pareja se ha observado que lo que verdaderamente pronostica una mejora de la relación no es tanto la disminución de los intercambios negativos, sino la instauración de intercambios positivos (Navarro Góngora, 1992). Además de esta consideración de tipo general, pensamos que pueden derivarse algunas consecuencias clínicas de las seis proposiciones sobre la construcción de costes y beneficios que planteábamos más arriba. “En pareja, es imposible no establecer balances” “Lasparejas que acuden a terapia de pareja están insatisfechas con su balance cos- tes/ beneficios” Una implicación de estas dos propuestas sería que cualquier intervención terapéutica que deslegitime el establecimiento de balances o que lo ignore estará probablemente perdiendo poder terapéutico y resultará insatisfactoria para los clientes. Las llamadas a la responsabilidad o al sentido del deber, las invocaciones al amor, a la gratuidad de la relación o a los buenos tiempos pasados no son suficientes para restablecer balances. Los dos miembros de la pareja deben percibir que el trabajo terapéutico les ayuda a mejorar su balance. “En pareja, es posible que no haya beneficios, pero es inevitable que haya costes” Una consecuencia obvia de este planteamiento es que, desde este punto de vista, cualquier intervención terapéutica que pretenda (de forma más o menos explícita) reducir los costes a cero se está planteando objetivos imposibles de alcanzar. Es más, pensamos que cualquier intervención que no reconozca la inevitabilidad de los costes y la necesidad de afrontarlos o compensarlos mediante el incremento de beneficios, estará igualmente abocada al fracaso. “La estrategia básica en terapia de parejas es la mejora del balance costes/beneficios de la pareja” Ya hemos adelantado que a nuestro juicio el cometido básico de la terapia de parejas es mejorar la rentabilidad percibida por sus integrantes. La propuesta que venimos articulando tiene a su vez una serie de posibles derivaciones clínicas: 1. Nuestro énfasis en la constructividad de los costes y beneficios implica que en terapia trabajaremos con lo que son costes y beneficios para cada pareja en concreto, en función de sus circunstancias y de su contexto actuales, seguramente diferentes de los de otras parejas. Aunque seguramente se puedan identificar ciertas áreas de costes y beneficios probables para cada pareja en función de su momento en el ciclo vital, sería arriesgado asumir que son aplicables sin más a las parejas reales con las que trabajamos. Nos parece preferible preguntar abiertamente sobre cuáles beneficios de los que ya tienen les gustaría incrementar o sobre cuáles de los que no tienen les gustaría construir. Algunas técnicas como las preguntas de proyección al futuro (de Shazer, 1988, 1991) pueden resultar útiles en este sentido. 2.La mejora de la rentabilidad en una pareja puede pasar, o bien porque la pareja modifique sus conductas en el sentido de generar más beneficios y menos costes, o bien porque sus miembros perciban de forma diferente estas mismas conductas, modificando su evaluación de costes y beneficios y/o del balance resultante. Así pues, el cambio puede orientarse hacia las interacciones, las reglas o los comportamientos de los miembros de la pareja, pero también hacia la re-evaluación de estas mismas interacciones, reglas o comportamientos. Evítese entonces toda tentación “realista”, pues qué importa que pase lo mismo si se evalúa distinto; o al contrario, para qué sirve que pase algo distinto si se evalúa igual. 3.La modificación directa de los intercambios beneficiosos y costosos puede abordarse mediante algunas de las muchas técnicas existentes en el campo de la terapia de parejas. Pese a su gran diversidad, la mayoría supone el ensayo de conductas alternativas, bien de forma explícita, programada y consensuada (Bornstein y Bornstein, 1988; Costa y Serrat, 1976), bien de modo más indirecto, en forma de pequeñas perturbaciones de las pautas-problema (OHanlon y OHanlon, 1991; OHanlon y Weiner-Davis, 1989). Debido a lo mucho que se ha escrito sobre esta cuestión, preferimos centrarnos más en el segundo aspecto: la modificación de la construcción de costes y beneficios. De todas formas, reiterar que apostamos más por el aumento de beneficios que por la reducción de costes, tanto porque en principio resulta más sencillo iniciar algo que dejar de hacer algo (de Shazer, 1991), como por el hecho comentado más arriba de que el incremento de beneficios tiene a menudo un valor “energizador” que facilita el abordaje de nuevas tareas terapéuticas. 4. Hay varias formas de movernos en el terreno de lo que más arriba definíamos como cons- tructividad personal de costes y beneficios. (a) Una opción es tratar de modificar la construcción que un miembro de la pareja hace de determinados eventos. Esto puede hacerse tanto mediante redefiniciones puntuales de ciertas conductas (Watzlawick y Weakland, 1980) como mediante el uso intencionado de preguntas en sesión. A veces, el mero hecho de preguntar sobre los aspectos positivos de la relación, los cambios, las mejorías... consigue el efecto de destacar los beneficios. (b) También podemos modificar la construcción de costes y beneficios de una forma más explícita, analizando con los clientes cómo su forma de percibir los costes y beneficios engarza (o no) con su modelo de pareja. (c) Una tercera posibilidad es incidir sobre el aspecto intersubjetivo de la construcción de balances introduciendo una metaperspectiva (la percepción que cada miembro de la pareja tiene acerca de cómo el otro percibe costes y beneficios). La tarea de las “quinielas” que describiremos más abajo sería un ejemplo de esta estrategia. (d) Finalmente, podemos modificar la construcción de costes y beneficios trabajando con la pareja sobre la percepción de alternativas. Esta es una labor muy frecuente cuando, p.e., hablamos con un miembro de la pareja sobre las ventajas e inconvenientes de una separación. 5. En otras ocasiones la terapia enfatiza más la modificación de los baremos con los que se evalúa la relación costes /beneficios. Una estrategia muy sencilla (pero que a veces tiene un impacto sorprendente) es la de normalizar (o incluso valorar positivamente) la existencia de costos, p.e., presentándolos como una consecuencia lógica del momento evolutivo de la pareja, lo cual propicia que se adopte un baremo menos exigente. En otras ocasiones puede estar indicado lo contrario: trabajar para aumentar la exigencia del baremo y precipitar una reacción en la pareja. Introducir información sobre la temporalidad y territorialidad de los costes y beneficios puede también ayudar a algunas parejas a modificar los baremos con los que se evalúan. “Costes y beneficios no se suman ni se restan, sino todo lo contrario”: la ordenación jerárquica de costes y beneficios. La idea de la jerarquía de costes y beneficios matiza a nuestro entender las afirmaciones anteriores: si bien nos parece preferible comenzar enfocando la terapia para aumentar los beneficios percibidos, lo cierto es que hay situaciones en las que trabajar los beneficios de bajo nivel no tiene efecto, debido a la existencia de costes a nivel superior que bloquean la modificación de los balances14. P.e., el que el hombre perciba toda una serie de cambios beneficiosos por parte de su compañera puede no modificar su evaluación de la situación si sigue sospechando que ella le es infiel. O el temor a un nuevo arranque violento de él puede llevar a que ella no valore como beneficiosos sus esfuerzos por tratarla mejor. Por tanto, nos parece interesante evaluar de qué forma se establece la jerarquía de costes y beneficios, y tratar de identificar qué construc- tos de orden superior pueden estar contextuali- zando y definiendo los de orden más bajo. De nuevo, esto es algo que se puede hacer de forma abierta preguntando a los integrantes de la pareja. Algunas técnicas de la terapia sistémi- ca y, en especial, las preguntas reflexivas (Tomm, 1987) ofrecen también una buena vía para cuestionar/modificar los constructos de orden superior.
4.2.2. Tareas que abordan directamente la dimensión costes/beneficios Dedicaremos este apartado a describir dos tareas desarrolladas por los dos últimos autores en su trabajo con parejas, y que entendemos ilustrativas de cómo el modelo de construcción de costes y beneficios puede tener una traducción clínica. Ambas tareas se dirigen a modificar directamente el balance. La primera es una tarea “personalizada” creada para una pareja concreta en un contexto terapéutico concreto. La segunda, que nació de la misma forma, se ha convertido en una “tarea-tipo” que usamos con cierta frecuencia para diferentes parejas y diferentes demandas15.
Haciendo kilómetros con el carro Conchi y Josemari son un matrimonio que acude a terapia porque Conchi está harta y se plantea la ruptura. En las dos primeras sesiones insiste mucho en que está “harta de tirar del carro” y que necesita que Josemari también arrime el hombro. Josemari dice estar dispuesto a tirar del carro también él, pero que no sabe cómo hacerlo. Pasan dos sesiones más y Conchi se muestra cansada y decepcionada porque él sigue sin “tirar”. Le preguntamos cuántos kilómetros tendría que tirar él del carro para que ella viese que efectivamente lo hace. Después de un diálogo que hace explícito qué cuenta como kilómetros y qué constituye el carro, Conchi considera que sería necesario recorrer al menos 100 kilómetros como demostración de que Josemari está realmente poniendo de su parte. Les proponemos la siguiente tarea: Conchi ha de elaborar un listado de formas de “tirar del carro” tan exhaustivo y concreto como pueda. Josemari puede ofrecerle tantas ideas como considere oportuno, pero sólo se incluirán en el listado aquellas que Conchi considere que efectivamente constituyen formas de “tirar del carro”. A partir de que el listado esté completo (aunque abierto a nuevos añadidos), deberán colocarlo en algún lugar visible para los dos. La misión de Josemari consiste en hacer kilómetros eligiendo, de entre todas las formas de recorrerlos, aquellas que le resulten más fáciles... o menos difíciles. Expresamente se prohibe que tire del carro si siente algún “dolor de espalda”, si está cansado o si le parece que el carro está muy cargado o en una cuesta arriba. Y además se le insiste en que sólo debe tirar del carro en aquellas cosas que él elija. Finalmente -insistimos mucho sobre este aspecto- si observa que ella no ve los movimientos del carro, debe advertirle a ella que efectivamente lo ha movido o lo está moviendo. Más aún, si ella sigue sin ver el movimiento, es mejor dejar de hacer esfuerzos baldíos, puesto que de nada sirve cansarse si ella no ve el esfuerzo. Por su parte, es ella la que debe medir cuántos kilómetros ha recorrido el carro, de suerte que como mínimo cada movimiento ha de contarse como un kilómetro y como máximo como diez kilómetros. Les emplazamos a que nos llamen cuando el carro esté cien kilómetros más allá. En este caso, la tarea sirve para definir qué cantidad de beneficio es necesaria para que Conchi perciba un balance satisfactorio (100 kilómetros) y para crear beneficios percibidos como tales (todas aquellas cosas que ayudan a mover el carro). Además, se reconoce el carácter intersubjetivo de la construcción de beneficios (ella marca qué supone mover el carro, él lo mueve, pero ella mide cuánto se movió) y se abren posibilidades para negociar qué constituye o no un beneficio suficiente: tal vez Josemari reclame que un determinado movimiento del carro vale 6 kilómetros, mientras que ella considera que sólo supone 3, lo cual suscita una conversación en torno al valor de coste /beneficio de esa determinada acción. En el fondo, aceptamos la desmotivación de Conchi de no continuar hasta que no vea esfuerzos por parte de él, y la apoyamos en cuanto a atribuir toda la responsabilidad del esfuerzo a Josemari. Sin embargo, la tarea subraya implícitamente que es ella la que ha de ver y medir los esfuerzos de su marido, de modo que para volver a terapia no sólo él ha de haber tirado durante cien kilómetros, sino que ella ha debido verlo. La insistencia en que él no debe mover el carro si ella no se da cuenta pone de relieve la importancia de que ella vea (y le trasmita que ve), ya que “no ver” es también una forma de paralizar el carro. A la vuelta del verano nos llama ella para pedir cita. Antes de ofrecérsela nos aseguramos de que el carro ha avanzado cien kilómetros. Cuando se lo preguntamos por teléfono, Conchi se ríe y nos dice “más o menos”. Ya en sesión analizamos cómo ha sido el viaje en carro. Se han divertido bastante con la metáfora (“carro por aquí, carro por allá”). Y, sobre todo, han hablado, discutido, acordado y disentido mucho sobre la naturaleza del carro y sus movimientos. Ambos acuerdan que él no es un buen “buey” tirando, aunque sí pone mucha voluntad. También acuerdan que ella no es muy buena “jueza” midiendo kilómetros y valorando movimientos. Los dos esperan que la terapia les ayude a mejorar en este sentido. Así pues a partir de aquí el objetivo explícito y evidente de la terapia es la construcción de beneficios y la mejora del balance.
La quiniela de partidos matrimoniales Se instruye a la pareja para que entre una sesión y otra (durante quince días), jueguen a las “quinielas matrimoniales”, análogas a las quinielas del fútbol. Se les explica que el único modo de que el sistema de quinielas funcione en el fútbol es que todos puntúen del mismo modo. Así, en cada partido siempre quedan claras las siguientes cosas: (a) que el partido de hecho se disputó; (b) que se jugó en un estadio concreto; (c) que ese estadio era propiedad de uno de los equipos en liza que, por tanto, jugaba como equipo local; (d) que hubo un resultado final de la contienda, que se puede computar como 1, X, 2, según haya habido victoria o empate y según el derrotado sea local o visitante. Esto, que en el caso del deporte resulta una obviedad, no lo es sin embargo en las quinielas matrimoniales: con suma frecuencia no suele quedar claro si hubo o no partido, dónde se jugó, quién era el equipo local y ni siquiera cuál fue el resultado final. Cada miembro de la pareja hace sus propias “quinielas” en la cabeza y con sus propios criterios, suponiendo que es “evidente” que los partidos fueron de ese modo y no de otro. Por ejemplo, el marido puede describir el siguiente “partido”: Su mujer le había dicho que el domingo había que comer en casa de la madre de ella; a él no le apetecía pero accedió sin rechistar, garantizándose previamente, eso sí, que al menos la hora de la vuelta fuese antes del partido televisado del Atletic. “Llegamos a casa de mi suegra y mi mujer con mala cara porque según ella llegábamos tarde; después soporté con la mejor cara que pude una aburridísima sobremesa en la que sólo hablaron de gente de su pueblo que se había muerto, y cuando por fin nos fuimos se había hecho tan tarde que llegué a casa cuando ya había acabado el primer tiempo del partido, con lo que encima me perdí el único gol”. La quiniela según el marido: (a) partido “ir a comer a casa de mi suegra el domingo”; (b) estadio, la casa de mis suegros; (c) equipo local: mi mujer; (d) resultado: goleada del equipo de casa (la defensa del equipo visitante no se movió siquiera). Es posible que la mujer puntúe los hechos de forma muy diferente: le tuvo que recordar a su marido el compromiso que ya tenían de comer con su madre y, como suele ser su costumbre, él se hizo el despistado y accedió a ir de muy mala gana y con morros. “Por culpa de él llegamos tarde, y durante toda la comida y la sobremesa estuvo maleducado y ausente. Dejó muy claro que no le interesaba participar en la conversación y nos dejó hablando sin hacer ni caso. Y encima tuvimos que salir corriendo porque televisaban el partido del Atletic”. La quiniela según la mujer: (a) partido “ir a comer a casa de mi madre el domingo”; (b) estadio, la casa de mis padres; (c) equipo local: yo; (d) resultado: goleada del equipo visitante, haciendo todo tipo de trampas. En este ejemplo coinciden todas las variables, excepto el resultado. Pero es muy frecuente que no coincida ninguna. Explicado esto, les proponemos jugar a las quinielas matrimoniales. Para ello han de determinar las cuatro variables para cualquier contienda matrimonial: qué partido, en qué estadio, quién es el equipo local y cuál fue el resultado en términos de 1, X, 2, trayéndonos para la siguiente sesión un papel “secreto” cada uno, con un número determinado de partidos jugados durante esta quincena. Esta tarea admite múltiples variantes, dependiendo del “nivel” de la pareja y de los aspectos que luego quieran trabajarse: a) Quiniela ciega Cada uno de los dos juega y apunta en su propio papel, que es secreto. Nos traen a sesión dos papeles, con lo cual es posible que no coincida ninguno o muy pocos partidos. La ventaja de las “quinielas ciegas” es que corresponden a los modos habituales e implícitos que cada pareja tiene de hacer quinielas. Por lo general, cuando la quiniela es ciega, cada uno apunta partidos jugados en su propio estadio que han finalizado con un “2”. O sea, derrotas en su propio campo. b)Quiniela vista En un papel común, durante la quincena, cada uno de los dos ha de escribir partidos jugados, hasta un número limitado. Así pues, se consideran partidos jugados -y sobre los que apostar- aquellos que se han apuntado en el papel, haya o no acuerdo sobre si efectivamente se jugaron o no. El último día, antes de la cita, cada uno ha de hacer -en secreto- su quiniela para esos -y no otros- partidos. En este caso nos aseguramos de que coincidan los “partidos” evaluados, aunque probablemente no coincidirán las evaluaciones de resultados. c)Quiniela cerrada Se dan indicaciones sobre qué tipo de partidos han de puntuarse, acordándose previamente con arreglo a algún criterio. Por ejemplo, se puede cerrar el tipo de partido o el estadio: quiniela sólo para los partidos jugados con las familias de origen, partidos en el tema de los hijos, partidos eróticos, etc. También puede cerrarse el equipo local: sólo se traerán partidos jugados en el campo de él, o en el de ella. O también puede cerrarse el criterio de resultado: por ejemplo un listado que incluya sólo partidos empatados, con independencia del campo y del equipo local. La ventaja de las quinielas cerradas es que permiten focalizar un tema concreto, que será habitualmente el que resulte más conflictivo para la pareja o aquél en el que muestren más deseos de avanzar. Esta tarea y sus variantes pueden dar pie a diversos procesos de negociación y renegociación en la pareja, así como suscitar el tema del reparto del poder y de las funciones. Sin embargo, pensamos que su efecto más claro es que permite -con su mera enunciación, incluso sin que la tarea sea nunca llevada a cabo- transmitir una serie de mensajes acerca del proceso de construcción de balances, costes y beneficios: a) Por una parte, se transmite la idea de que inevitablemente en una pareja hay “partidos”, es decir, situaciones cuyo resultado es que uno gana y otro pierde. Y que, por tanto, resulta también inevitable que cada integrante de la pareja pierda algunos partidos o, en otros términos, que soporte ciertos costos para que el otro acceda a ciertos beneficios. b) También se trabaja la idea de que es preferible que uno gane y otro pierda a que los dos empaten, por cuanto el empate supone solamente costos (el costo de no haber accedido al beneficio que se esperaba, y el coste de las tablas mismas: el juego queda inacabado: se convierte en un juego sin fin). Además, si queda claro que uno de los dos ha ganado un partido dado (yo sé que he ganado el partido y sé que el otro sabe que lo sé), será más fácil que en un partido próximo esté dispuesto a perder. Y siempre habrá nuevos partidos... c) La tarea también puede servir para que los miembros de la pareja descubran que, a diferencia de un verdadero partido de fútbol, es posible que los dos jugadores consideren al final del partido que es el otro el que ha ganado (“ella consiguió que acabara comiendo con mi suegra” “él consiguió estar tan antipático con mis madre, que nos estropeó la comida”). En otras palabras, el que yo crea haber perdido un partido, no significa que el otro considere haberlo ganado. Puesto que perder ambos resulta frustrante para los dos, se puede a partir de aquí plantear que es mejor para la relación que al menos uno de los dos gane (aunque eso implica que el otro pierda) y buscar fórmulas para ello16. Todo ello permite desplazar la conversación terapéutica del nivel de contenido (“comer o no comer con mis suegros/padres”) al nivel de proceso (“cómo construimos costes y beneficios”, “cómo negociamos la obtención de unos y de otros”, etc.) y, en este sentido, redefinir la situación en un marco más amplio, que ofrecerá nuevas posibilidades de acción y comprensión a la pareja.
4.2.3. Los criterios de éxito en las terapias de pareja Emplear el modelo de costes/beneficios que hemos propuesto no solamente permite diseñar y utilizar tareas terapéuticas como las que acabamos de describir, sino que también conlleva un cierto replanteamiento de los criterios habituales de éxito/fracaso terapéutico. De hecho, en nuestra práctica clínica hemos encontrado casos de éxito “evidente” que finalmente terminamos considerando como probable fracaso, así como todo lo contrario: casos que en última sesión nos parecían claros fracasos y que posteriormente reconsideramos como probables éxitos.
Cuando el éxito es fracaso Pepa y Jose son un buen ejemplo del primer tipo de situaciones. Cuando comenzaron la terapia llevaban 17 años casados y tenían dos hijos varones. En el momento del inicio de la terapia, los dos estaban de acuerdo en que su relación era rutinaria, distante, aburrida y desilusionada. Acudieron a nuestra consulta porque ella estaba planteándose la separación y lo había hecho explícito en un momento de crisis, lo cual había producido un intenso, emocionado y lloroso contexto de fracaso y abatimiento. Pepa se sentía desde hacía muchos años abandonada y sola. Consideraba que él estaba casado con su trabajo. Por su parte, él consideraba que ella no le apoyaba y que su comportamiento era arisco y poco cariñoso. Solicitaron ayuda e iniciaron terapia de pareja a propuesta de él, que no quería la separación y no había sido hasta entonces del todo consciente del deterioro de la relación y del malestar de su mujer. Tras siete sesiones, Pepa estaba encantada de los maravillosos e inesperados cambios de Jose y éste estaba exultante ante la nueva actitud de Pepa: se llamaban a diario desde el trabajo, él salía antes del suyo para buscarla, proyectaban salidas y actividades comunes, comenzaron a hacer deporte juntos, su sexualidad había mejorado cuantitativa y cualitativamente, y el ambiente cotidiano era más cordial, amable y de buen humor. Además, habían desatascado una serie de viejos problemas y habían abordado cooperativamente el fracaso escolar del hijo mayor y las relaciones con sus familias de origen. Se hizo con ellos una octava sesión de despedida y cierre, un seguimiento telefónico a los tres meses y hubo además un encuentro casual con ambos, aproximadamente a los ocho meses. En todos estos contactos posttratamiento se manifestaban ilusionados y agradecidos por la ayuda recibida. Ni que decir que cerramos su carpeta con un gratificante: “éxito total”. A los dos años y medio, Pepa solicitó una nueva cita con nosotros. En esta cita, que fue a escondidas de Jose, nos manifestó que aunque algunos de los cambios producidos por la terapia continuaban aún vigentes, ella no estaba enamorada de su marido y ahora, sin ninguna duda, ni posibilidad ninguna de marcha atrás, quería separarse de él, para lo cual nos pedía ayuda. Paradójicamente, seguía agradecida por nuestro trabajo, al tiempo que reflexionaba que aquellos dos años y medio habían sido una quimera y una pérdida de tiempo que no había servido más que para crear unas expectativas de felicidad falsas y, sobre todo, para que postpusiese y no madurara una decisión que tenía que haber tomado entonces: separarse. Pensamos entonces borrar el adjetivo “total” de nuestra carpeta, y también tal vez el de “éxito”.
Cuando el fracaso es éxito Un ejemplo contrario (de cuando el aparente fracaso puede terminar considerándose “exitoso”) se da a menudo en nuestro trabajo con las “parejas de último cartucho”. Denominamos “parejas del último cartucho” a aquellas que está dándose la última oportunidad antes de separarse. En ocasiones son parejas que ya tienen predecidida su separación, pero se sienten culpables y/o fracasados por ello y deciden gastar el último cartucho que a veces sirve sólo para que puedan decirse a sí mismos o a un tercero que lo intentaron todo (incluso una terapia de pareja) sin éxito. Por lo general -salvo muy raras y contadas ocasiones- la terapia con este tipo de parejas acaba en alguna de las múltiples formas del fracaso. Bien abandonan la terapia con un “plantón” final, bien dan por finalizada la terapia por razones intra o extraterapéuticas o bien damos nosotros por finalizada la terapia (por las características de nuestro formato, normalmente, en la sexta sesión, véase Pérez Opi y Landarroitajáuregui, 1995) ante el evidente estancamiento o incluso empeoramiento de la relación. Así pues cerramos su carpeta con un desabrido “fracaso total”. Con cierta frecuencia, algún tiempo más tarde estas personas nos llaman solicitando nuestros servicios de mediación en separación con el objetivo de hacer una separación de mutuo acuerdo que desean, pero que no se sienten capaces de hacer solos. Cuando meses después les llega la sentencia judicial, la relación con los hijos, consigo mismos y con el otro es más rentable (menos costos y a veces más beneficios) que cuando convivían y “apostaban” por la terapia de pareja. ¿Fue entonces el “fracaso” de la terapia condición previa para el “éxito” de la separación?. A nuestro entender, la conclusión que se puede derivar de estos dos tipos de situaciones es que seguramente resulte simplista pretender dicotomizar el resultado de una terapia de parejas. Como ilustran las historias que acabamos de relatar, puede ser engañoso contraponer casos “exitosos” y casos “fracasados”, por cuanto el aparente éxito de una terapia puede incluir una considerable dosis de fracaso, y el supuesto fracaso, una parte importante de éxito. Esta complejidad del resultado terapéutico se deriva a su vez de dos factores. Por una parte, del hecho de que en terapia de parejas sea difícil hablar de “curación”, ya que a menudo no hay un límite claro entre lo patológico y lo fisiológico, entre lo funcional y lo disfuncional. Y eso pese a que abundan los instrumentos de medida y los baremos que pretenden prefijar valores de normalidad o anormalidad. Por otro lado, a que establecer el grado relativo de éxito o fracaso de una terapia de pareja exige manejar una marco temporal mucho más amplio del que habitualmente se utiliza en las investigaciones o en los seguimientos de los clínicos. En otras palabras, el éxito no es “de una vez y para siempre”, sino que aparece como el resultado de toda una serie de procesos que se despliegan a lo largo de años e incluso de décadas. Todo ello exige hacer uso de un considerable moderación a la hora de hablar del éxito de una terapia: ¿éxito para quién?, ¿de qué forma?, ¿bajo qué circunstancias?, ¿durante cuánto tiempo?. Dicho todo esto, proponemos que a la hora de evaluar el impacto de una terapia de parejas se tengan en cuenta los siguientes aspectos: a) Como hemos señalado más arriba, la continuidad o no de la pareja no debería ser criterio de éxito o, al menos, no el fundamental. b) Nos parece preferible usar como criterio de éxito prioritario el grado de consecución de los objetivos de los clientes (vs. los de los terapeutas), siendo éstos los que sean. A la hora de aplicar este criterio hay que tener en cuenta que a menudo los objetivos se van modificando durante la terapia, así como que con frecuencia se deben manejar objetivos contrapuestos (p.e., ella quiere la separación, él seguir juntos). c) Proponemos valorar siempre cómo se modifica con la terapia el balance de costes y beneficios (vs. “satisfacción de pareja”). Sobre esto, tres matizaciones. Por un lado, proponemos no ceñirnos exclusivamente al balance como pareja, sino centrarnos más bien en el balance personal ya que, p.e., el balance de los miembros puede mejorar tras una separación. Por otra parte, a la hora de establecer este balance, conviene no ser demasiado exigentes y pretender que sólo haya beneficios y apenas costos. Y en tercer lugar, tampoco nos parece adecuado mantener excesivamente alto el listón y aceptar situaciones de terribles costos y escasos beneficios, sólo por mantener a toda costa la unión de la pareja. d) Finalmente,
pensamos que cualquier estimación del éxito de una terapia de parejas debe
entenderse desde un marco temporal amplio, valorando la evolución de la pareja
y/o de sus integrantes tanto a corto como a medio y largo plazo. Hemos dedicado este artículo a revisar críticamente algunas de las formas más extendidas de entender el éxito de/en las parejas y a plantear como alternativa un modelo de balance costes/beneficios. En la discusión de las implicaciones clínicas que tiene nuestra propuesta hemos destacado lógicamente las aportaciones positivas que a nuestro juicio supone. Esperamos que en un futuro no muy lejano la investigación y la práctica clínica nos permitan refinar este modelo, identificar sus lados fuertes y también poner de manifiesto sus limitaciones. Entretanto, confiamos que este trabajo sirva al menos para estimular la reflexión y la discusión de todos cuantos nos dedicamos profesionalmente a este campo tan apasionante.
Notas al texto 1 Nos interesa destacar que a nuestro juicio este fenómeno de incremento exponencial de las expectativas culturalmente inducidas ha fomentado y está fomentando justamente el aumento del fracaso y en especial de la percepción íntima de ser un fracasado/a cuando la pareja no funciona. Así pues, la cultura de nuestro tiempo ha contribuido a crear la paradoja de “la vivencia infernal en el lugar paradisiaco”, o sea, una biografía llena de mezquino-problemas en un escenario prescriptivamente idílico. 2 En este sentido, una forma de ver las terapias de pareja es como un ritual culturalmente sancionado que proporciona mecanismos razonables de desempate. 3 En cierto modo, estamos planteando que no se trata de que las situaciones de ruptura de la pareja tengan connotaciones negativas porque resulten dolorosas y traumatizantes, sino que en buena medida resultan dolorosas y traumatizantes precisamente porque se han construido en torno a ellas toda esa serie de connotaciones negativas. Lo cual no significa negar que un proceso de este tipo genere por su propia naturaleza toda una serie de costes personales, familiares y sociales muy considerables...aunque no necesariamente superiores a los que generaría mantener a toda costa la convivencia. 4 Admitiendo, eso sí, que es relativamente frecuente que se “haga mal” una ruptura, y tal vez más infrecuente que se “haga bien”. 5 De hecho, el reconocimiento de los llamados “ciclos vitales alternativos” va precisamente en esta dirección. Algo que no es de extrañar, en vista del hecho de que en algunos países de nuestro entorno cultural los ciclos vitales tradicionales han comenzado ya a ser minoría. 6 Estamos tentados de apoyar estas afirmaciones con la constatación empírica de que los efectos de los entrenamientos en comunicación para parejas -pese a su aparente espectacularidad a corto plazo- son muy limitados en el tiempo (Alexander y cols., 1994; Gottman, 1994), pero para nosotros se trata más bien de una cuestión que tiene que ver tanto con un planteamiento filosófico acerca de la imposibilidad de comprender cabalmente lo que el otro quiere decir (de Shazer, 1994) como con la constatación de que las diferencias sexuales resultan difícilmente salvables en este campo (Pérez Opi y Landorroitajáuregui, 1995). 7 Aunque nos parece una obviedad tener que subrayar esto, conviene tener muy en cuenta que la rentabilidad, el balance y la relación costos/beneficios son recursos metafóricos que usamos para mejor entendernos. Si rescatamos aquí el lenguaje -desde luego muy poco novedoso- de los primeros planteamientos con- ductistas sobre parejas (Costa y Serrat, 1976) es porque nos parece que permite ofrecer un modelo abierto y flexible, que presenta muchas más posibilidades de las que se le vieron en los años sesenta. En ningún caso pretendemos ofrecer una lectura mercantilista y simplificadora. 8 Aunque describamos estas cuatro propiedades como aplicables por igual a costos y beneficios, somos conscientes de que los costos no necesariamente se construyen siempre de la misma forma que los beneficios. 9 Aunque la influencia norteamericana nos induce a sustituir acríticamente el término “sexo” por el más políticamente correcto de “género”, nos negamos al seguimiento de esta fórmula del pensamiento débil que sustituye la ignorancia y la falta de rigor conceptual por la corrección política. Pese a la expansión de su incorrecto uso, el término “sexo” hace referencia a la condición bio-psico-social que distingue a hembras de machos. En medios anglosajones (y por simpatía en España) se usa exclusivamente en su acepción de “intercurso erótico mediado por los genitales” o también como “condición biológica discriminante”. Debe considerarse que dos de los tres autores que firman este artículo son sexólogos. La Sexología, si bien es conocida como la ciencia del sexo -el sexo que se hace- por influencia de la sexología norteamericana, es fundamentalmente la ciencia de los sexos -de los sexos que se son-, tradición típicamente europea. Así pues difícilmente los sexólogos europeos podemos colaborar con la extinción y desintegración conceptuales del constructo clave que da sentido, coherencia y estructura a su ciencia: el sexo o, mejor, los sexos. 10 Desarrollaremos esta idea al hablar de la tarea de las “quinielas” (apartado 4.2.2.). 11 Nos gusta entender este tipo de procesos en función de la reflexividad de los niveles de significado, tal y como proponen Pearce y Cronen en su teoría del Coordinated Management of Meaning (1980). 12 Probablemente esta proposición no es adecuada para la etapa de enamoramiento inicial, durante la cual los beneficios parecen a menudo cuasi-gratuito. 13 En tanto en cuanto es terapia de pareja, en contraposición a terapias “en pareja” o “con la pareja” que se dirijan, p.e., a proteger a un hijo o a reducir la sintomatología de un cónyuge. 14 Siguiendo la teoría del Coordinated Management of Meaning (Pearce y Cronen, 1980), consideramos que los constructos de orden superior no tienen que determinar necesariamente de manera unívoca los significados de orden inferior. La CMM propone que los constructos de orden superior ejercen una fuerza con- textualizadora sobre los constructos inferiores, pero que pueden también modificarse si se acumula suficiente evidencia en los niveles inferiores como para provocar una inversión jerárquica. 15 En cualquier caso, consideramos que las tareas terapéuticas deben en principio ser algo que surja a partir de la interacción de terapeutas concretos con clientes concretos en una sesión dada, por lo que no deben entenderse como “recetas” aplicables de forma descontextualizada e indiscriminada, sino como meros ejemplos del tipo de tareas que se podrían crear. 16 Consideramos que este tipo de planteamiento sólo es defendible con éxito desde una posición terapéutica de omnipartidismo (Stierlin y cols., 1981), desde la cual la terapeuta se puede permitir apoyar a un miembro o a otro de la pareja, sabiendo que la neutralidad será la resultante final de toda una serie de pérdidas de neutralidad.
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Enrique Gil Calvo * * Profesor Titular de Sociología. Departamento de Sociología I. Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Campus de Somosaguas, 28023 Madrid, España.
Descripción de las tres dimensiones del espacio escénico donde se representa la imagen femenina socialmente construida: la sexista, que regula la exhibición del atractivo sexual; la puritana, que obedece reglas estéticas de corrección política; y la expresiva, que varía en función del status y la identidad personal. Así aparecen tres modelos relacionados de imagen femenina, asociados a las tres gracias del panteón helenístico, que están polarmente opuestos entre sí: el cuerpo sexista, vinculado a Afrodita, el cuerpo andrógino, heredero de Palas Atenea; y el cuerpo afeminado (o elegante), afín a Hera. Palabras clave: Imagen femenina, identidad personal (femenina), sexismo, androginia, feminidad, expresividad, reglas de pureza, estilo, elegancia.
THE INVENTION OF FEMININITY. I am going to describe the three dimensions of the scenic space where the feminine image is socially constructed. The sexist, where sex-appeal exhibition is regulated. The puritan, where the political correct steticism takes place. And the expressive, which flows according to personal identity and status. Hence, there appears three models related to the feminine image, the three of them are related to the three graces of the Helenic Pantheon, Which are opposite each other: the sexist body, linked to Afrodita; the androgyne body, inheritor of Palas Athenea; and the elegant body, bind to Hera. KeyWords: feminine image, personal identity, sexism, Androgyny, femininity, expresity, purity, style, elegance.
Comenzaré por describir el campo de fenómenos a considerar, que es el repertorio de imágenes escénicas socialmente construido para designar lo femenino. Para ello utilizaré como marco de referencia un sistema de coordenadas que consta de tres ejes, a modo de dimensiones o magnitudes que constituyen la anchura, la altura y la profundidad de la caja del escenario, representando la latitud, la longitud y la distancia de la imagen corporal femenina. Estos tres parámetros son el atractivo físico (belleza, hermosura, deseabilidad o sex appeal), la corrección formal (reglas de pureza, control, rectitud y nitidez) y la expresividad o gusto propio (estilo, encanto y gracia)1, tal como aparecen en la figura 1: se trata de un espacio euclidiano en forma de delta (triángulo isósceles invertido) con tres ejes de coordenadas (X, Y y Z), donde la X representa el eje sexista del atractivo físico, la Y corresponde al eje regulador o puritano de autocontrol for mal y la Z se refiere al eje expresivo del propio estilo. Estas tres dimensiones de la imagen femenina corresponden a tres ideales o mandamientos muy distintos entre sí. El primero es de naturaleza puramente física o carnal: “ser guapa”, “estar buena”, “tener buen tipo” o “buena figura”, etc. El segundo corresponde al imperativo cultural que obliga a “arreglarse”, tener “buena presencia”, “estar delgada” o “en forma”, “ser limpia”, “ir a la moda”, “parecer joven”, etc. Y el tercero manifiesta la identidad personal de la portadora en relación a la posición social que ocupa, lo que exige “ser original” o “expresiva”, “tener gracia”, “estilo” o “distinción”, poseer “encanto” o “elegancia” y ser a la vez “femenina” y “espontánea”. Pues bien, estos tres tipos de mandatos coaccionan moralmente a las mujeres de carne y hueso, que se ven invitadas a obedecerlos. Es la conocida presión social ejercida por la opinión pública, a la que las personas nos vemos obligadas a plegarnos con más o menos resistencia. De ahí que muchos sociólogos consideren que la imagen femenina siempre es una construcción social de la que son víctimas las mujeres sin poder evitarlo. Pero este deterninismo social resulta erróneo, en la medida en que siempre hay margen para una cierta libertad de elección. Como los mandamientos sociales son contradictorios entre sí, para obedecer alguno hay que desobedecer otros. Por lo tanto, aunque sea de forma involuntaria, casi siempre se produce alguna clase de insumisión o resistencia, pasiva por lo general. Para poder advertirlo conviene fijarse en algún caso concreto. Por ejemplo, el de las adolescentes, cuya inexperta credulidad las hace fáciles víctimas de la moda indumentaria, prestas a adorar las marcas comerciales más o mejor publicitadas. Por eso muchos creen que las quin- ceañeras son una especie de autómatas preprogramadas, servilmente seguidoras de los anuncios, las emisoras o las revistas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, pues lo cierto es que, a pesar de las apariencias, las chicas se sienten personalmente responsables de la imagen que efectivamente adoptan, en la medida en
que ésa es la respuesta que oponen a las contradictorias presiones que soportan. Por eso las adolescentes ilustran perfectamente la validez del sistema de coordenadas. En efecto, esa edad es la primera en que se plantea el gran problema a resolver: ¿qué me pongo?. Las mujeres más mayores, aunque sigan siendo jóvenes, ya poseen un estilo propio, o por lo menos han adquirido rutinas, hábitos y costumbres estereotipadas, que les evitan tener que elegir a cada momento qué ponerse y cómo arreglarse. Pero las adolescentes, en cambio, como son novatas en el arte de la puesta en escena, se torturan planteándose mil dudas y dilemas. Antes de esa edad se limitaban a dejarse orientar por sus madres, sin atreverse a discutir su experiencia superior. Pero tras la nubilidad se rebelan contra la autoridad materna, que rechazan en nombre de su propia independencia. Y reivindican con ardor su legítimo derecho a la libertad de expresión, aunque no lo sepan ejercer todavía. Por eso se pasan horas ante el espejo o en las tiendas, probándose la ropa y combinándola de mil formas para ver cómo les sienta. Y es que la clave de la puesta en escena femenina es precisamente la combinación de elementos dispares, tomados de un repertorio tridimensional de signos como el que se acaba de esquematizar. Si seguimos con el ejemplo adolescente, advertiremos que a cada chica, cuando se dispone ante el espejo a arreglarse para salir, se le plantea un triple problema. Ante todo, qué hacer con su culo y sus tetas, que sobresalen bajo la ropa y amenazan con llamar la atención, especialmente de los chicos que la vayan a rodear. Aquí el dilema fluctúa entre subrayar culo y tetas, poniéndose camisetas ceñidas y minifaldas estrechas, o disimular sus gorduras, ocultándolas bajo vaqueros anchos, cazadoras grandes y amplias sudaderas. Éste es el eje sexista. Después debe optar por elegir aquellos accesorios que definan y perfeccionen el acabado de su apariencia formal: alborotarse la melena o peinársela cuidadosamente con moño, trenzas o coleta; pintarse como una furcia o ir con la cara lavada sin granos ni espinillas; ceñir tobillos y muñecas con múltiples pulseras rústicas o colgarse del cuello una cadenita de oro muy fina; calzarse plataformas horteras de tacón, planos mocasines náuticos o rudas botas masculinas; pintarse las uñas de azul, moradas, de laca transparente o dejárselas cortas y limpias; y por supuesto, ponerse en las piernas medias negras, leotardos de color a juego, calcetines cortos de punto blanco o calcetines largos de rombos y lana gruesa. En cualquiera de los casos, y según sea el sitio a donde ir y la gente con quien se salga, el dilema que se plantea es cómo evitar hacer el ridículo. ¿Estaré gorda como una vaca con el vestido recto?. ¿Se me pondrá cara de torta con el collar y el flequillo?. ¿Se reirán de mí si voy de spice girl o parezco una pija?. ¿Quedaré mal si me pongo esta marca que ya no se lleva de puro antigua?. Éste es el eje puritano de la corrección política. Y por último debe demostrar que tiene un gusto propio, probando la independencia de su criterio. Lo cual se aprende en la práctica imitando a las amigas más expertas y sobre todo despreciando todo cuanto le pueda gustar a las marujas adictas a la elegancia como mamá. Hay que distinguirse de las compañeras más torpes o más cursis criticándolas ferozmente ante el resto de la clase, hay que discutir con las amigas íntimas sobre cómo es el estilo que más le va a cada una, hay que hundir a la rival que te ha robado el truco que tú habías encontrado antes y que pensabas que te caracterizaba y, sobre todo, hay que intentar deslumbrar a los chicos aparentando que tú eres la tía más inesperada, sorprendente y original. Aquí el dilema se plantea entre parecer tú misma o una más del montón. Y éste es el eje estilístico de la libertad de expresión. Pero como todos estos desafíos suelen acabar frustrándose a causa de tu misma inexperiencia, terminas por intentar ocultarla sustituyéndola por la parodia, la transgresión y el exceso. Así es como optas por adoptar una truculenta pose de máscara de carnaval, tan chocante como estrafalaria y tan exagerada como ficticia. Y para ello basta con mezclar los opuestos, invertir los papeles y combinar los contrarios, poniéndote por ejemplo minifalda y medias finas pero no con tacones, que sería lo coherente, sino con machistas botazas, pues pronto aprendes que lo más llamativo es la flagrante contradicción. Sabes que así no engañas a nadie, pero al menos irritas a mamá, espantas a los bien- pensantes y provocas a los idiotas, que se escandalizan y te odian haciéndote creer en ti misma aunque sólo sea por la atención negativa que generas. Todo con tal de gustar más o disgustar menos, que suele ser la secreta pero modesta esperanza de las chicas de carne y hueso. Pero ¿a quién gustar?: no a los hombres, cuyo juicio estilístico, en materia de imagen femenina, suele resultar despreciable, a pesar de que posean la llave del principio de realidad en materia de atractivo sexual. A quien aspiran a gustar las mujeres es a ellas mismas: a las demás mujeres, sean amigas, rivales o aliadas potenciales y, sobre todo, a sí mismas. De ahí que podamos traducir los tres ejes de coordenadas al esquema siguiente: el eje sexista intenta complacer el gusto masculino, el eje regulador trata de contentar a las demás mujeres, respetando su gusto codificado, y el eje expresivo pretende alcanzar la propia autoestima personal. Pero avancemos un poco más en la descripción del espacio escénico femenino. Acaba de verse que estas tres dimensiones corresponden a los tres abanicos de posibilidades que se les abren a las mujeres a la hora de escoger su puesta en escena o presentación en público ante los demás. Por lo tanto, cada magnitud supone un determinado margen de maniobra, entre cuyas alternativas cabe optar con cierta libertad de elección. Ahora bien, eso no quiere decir que los tres ingredientes hayan de aparecer en cada combinación elegida con un valor equivalente. Por el contrario, en función del contexto social, se escogerá una variante distinta, que puede implicar una magnitud más elevada de alguno de los parámetros en detrimento de los otros dos. Por ejemplo, las adolescentes tienen a vestirse con andrógino estilo unisex cuando van a clase, se disfrazan de zorras ficticias o mujeres fatales para ir a la discoteca y adoptan una máscara mucho más modosa, conformista y estereotipada cuando tienen que ir de visita o a cenar con sus padres. Pero igual sucede con las mujeres más mayores, que adoptan diferente puesta en escena según se trate de ir a la oficina, de tiendas con las amigas, a cenar los viernes con otras parejas, de boda y demás ceremonias rituales o de excursión los domingos con toda la familia. Según cual sea la ocasión social, habrá que anteponer alguna dimensión prioritaria en detrimento de las demás. E igual sucede con la edad y el estado civil, que determinan la preferencia por subrayar alguna magnitud de la apariencia ocultando las demás. Por ejemplo, las casadas adoptan una pose de olímpica inaccesibilidad que se contrapone a los signos de invitación o aliento de que hacen gala solteras y divorciadas, disimuladamente señaladas por ciertos signos imperceptibles que manifiestan su libre disponibilidad. ¿Y qué decir de las mujeres más maduras, dispuestas a los mayores esfuerzos y excesos que les permitan ocultar su gordura y su edad, fingiendo una inverosímil eterna juventud?. Por lo tanto, dado que no se combinan las tres dimensiones con la misma magnitud, podemos hacer el ejercicio académico de considerar cada una de ellas con independencia de las otras dos, como si el valor numérico de un eje de coordenadas se hiciese máximo mientras los otras dos se anulaban hasta aproximarse a cero. Con ello obtendremos una tipología de modelos femeninos extremos: meros tipos ideales resultantes de elevar a la máxima potencia cada uno de sus atributos característicos. Así, el cuerpo sexista corresponde a la máxima puntuación del eje de las X cuando los otros dos se reducen a cero, el cuerpo puritano o andrógino aparece maxi- mizando el eje de las Y mientras se minimizan los demás y el cuerpo afeminado aparece elevando la expresividad del eje de las Z al máximo a la vez que se neutralizan los valores de los otros. Es lo que aparece en la figura 2. Así obtenemos la representación de los tres grandes arquetipos femeninos que figuran en los polos extremos de la imagen en delta. Por el eje de las X, el polo de la Puta, como arquetipo de los cuerpos sexistas que más deseo y atracción provocan. Por el eje de las Y, el polo de la Virgen, arquetipo de los cuerpos más reglados, puritanos o cercanos a la androginia. Y por el eje de las Z, el polo de la Madre: el arquetipo corporal de las esposas y madres legítimamente reconocidas. Por supuesto, esta distinción es relacional, pues cada uno de los tipos sólo cobra sentido por su contraste polar con los otros dos. La Virgen sólo se define como tal por oposición tanto a la Madre como a la Puta, e igual sucede con cada una de éstas.
Como es evidente, esta santísima trinidad de la imagen femenina representa una clara continuidad cultural e histórica con un material simbólico antiquísimo. Es el mito protomedite- rráneo de las tres gracias, que en su versión más clásica se corresponde con el panteón femenino de la mitología griega: Afrodita, diosa promiscua del amor, la fecundidad y la lujuria; Palas Atenea, diosa virginal del arte, la ciencia y la guerra; y Hera, suprema diosa de la familia como esposa legal de Zeus y madre de sus hijos legítimos. Pues bien, este trinitario arquetipo femenino, tan primitivo que resulta anterior a la revolución judeocristiana, ha logrado sobrevivir hasta nuestros días a través de una tortuosa genealogía. Por eso su origen arqueológico nos ha llegado desfigurado por múltiples adherencias tardías, que le dotan de una compleja polisemia híbrida y mestiza. Pero describamos la distinta naturaleza plástica de estas tres imágenes arquetípicas. El sustrato más primitivo es sin duda el de Afrodita, como modelo clásico del culto sexista. En tanto que diosa de la riqueza agrícola y ganadera, su principio activo es la fecundidad o fertilidad. Y su objetivo práctico, como guía de construcción de la imagen, es poder gustar, tal como sucede con la comida y la bebida. Es decir, ser apetitosa y atractiva, “estar muy buena” o “estar muy rica”, tal como lo define el sexismo ma- chista: por eso de las mujeres muy carnales se dice que están “para comérselas”. De ahí el paralelo con la alimentación y la glotonería, ya que el apetito sexual se vive como trasunto del hambre física. Ya lo decía el marqués de Sade: “no hay pasión más estrechamente asociada con la lujuria que la embriaguez y la gula”. Lo cual conduce a identificar la represión puritana con la anorexia y la voluptuosidad lasciva con la bulimia. Los atributos corporales que definen la imagen sexista resultan análogos a los que exhiben las viandas más apetitosas: forma, color, relieve, consistencia. Y la carne femenina se sopesa y aquilata viendo si aún está verde o ya se pasa de madura, y si conviene consumirla cruda o prepararla para que quede crujiente, dorada y cocida, con el ánimo de pelarla cuidadosamente hasta descubrir las carnosidades más tiernas, palpitantes y jugosas que oculta. De ahí que todas las culturas hayan edificado elaboradas gastronomías rituales codificando el minucioso arte de preparar de mil formas diferentes la carne femenina, creando así consagradas recetas de cocina y grandes platos ceremoniales con su decoración característica, a fin de celebrar refinados festines, veladas íntimas, copiosos banquetes o pantagruélicas orgías. Los ejemplos sobreabundan, dada la pa- rafernalia fetichista que permite acondicionar la imagen corporal de la mujer adquiriendo la apariencia de un apetitoso y lúbrico manjar. Por ejemplo, llenándola como un milhojas de hendiduras, orificios, escotes, oquedades y demás separaciones que permitan acceder al interior de la carne para introducir en su seno la vista. Y para crear esta ilusión óptica, que dispone la imagen para su más fácil acceso a la mirada, nada mejor que configurarla como un dispositivo diseñado en trompe-l’oeil o trampantojo, que produzca efectos de escorzo, perspectiva y transparencia. De ahí el recurso al contraste de colores en movimiento, que señalan los encantos marcando sus extremos, sus límites o sus aberturas: ojos huecos, uñas sangrantes, pezones pintados, boca en carne viva. Y de ahí también el recurso al volumen y al relieve como esencia barroca del claroscuro, creando espejismos de profundidad con su juego de luces y sombras. Volumen, relieve, hondura. Ésta es la metodología de la imagen sexista, que designa turgencia, redondeces, embarazo y gravidez. Pechos hinchados, nalgas voluminosas, vientre abultado, muslos rotundos, barriga prominente: así son todas las diosas de la fecundidad. De ahí que los cuerpos sexistas nazcan con la pubertad, se exalten con la maternidad de la purísima madonna y se amorticen con la temible menopausia, que es la amenaza cuyo ominoso augurio más horroriza a los cuerpos sexistas. Pero no hace falta caer en excesos obesos, pues se puede prescindir de la grasa sin dejar por eso de producir una imagen auténticamente voluptuosa. Pues la clave reside precisamente en la voluptuosidad, entendida como armonía dinámica del juego de curvas. Piénsese en el arquetipo contemporáneo del cuerpo sexista, identificado con una diosa del celuloide como Marilyn Monroe. Su imagen es extremadamente voluptuosa pero su figura no está necesariamente gorda (aunque sí potelée o rellenita). Y es porque la voluptuosidad sólo está producida por la cadencia del juego de curvas. La clave reside en el contrapunto armónico entre las líneas curvas: tanto las curvas del cuerpo (ingle, caderas, pechos, nalgas, muslos, pantorrillas, empeines, tobillos, muñecas o rodillas) como las prótesis curvas (medias, sandalias, faldas, escotes, pulseras, lazos, volantes, cenefas, lencería, rizos o crenchas y hasta pestañas postizas). Y no sólo el juego estático de las curvas, como en la estatuaria del helenismo o la pintura manierista, sino sobre todo su juego dinámico al moverse o caminar: es el contoneo, la cadencia rítmica que componen las formas del cuerpo al desplazarse en el tiempo y el espacio, lo que le confiere sus características molicie, lasitud y morbidez al cuerpo sexista. El siguiente componente carnal de la imagen femenina es el cuerpo andrógino, que se erige como la antítesis del cuerpo sexista frente al cual se contrapone. Por eso hay que definir esta dimensión andrógina con los mismos rasgos que caracterizaban a la dimensión sexista, sólo que invertidos, para componer una contrafigura que se oponga a aquélla como la noche al día. De este modo, si el cuerpo sexista se identificaba con el volumen, la redondez y las líneas curvas, el cuerpo andrógino lo hace con la altura, la esbeltez y las líneas rectas. Pues, en definitiva, si la imagen sexista buscaba “gustar” y “estar buena”, a riesgo de “estar gorda”, la imagen andrógina prefiere “estar en forma” y, desde luego, “estar delgada” y “ser estrecha” o “lisa”. Tópicamente, el cuerpo andrógino debiera parecer viriloide, al modo de las amazonas descalificadas por los misóginos que las tachan de marimachos, viragos o machorras. Pero en realidad no es así, pues esta dimensión de la imagen femenina no pretende imitar rasgos masculinos, remedando sus anchas espaldas, el volumen torácico o la musculatura de sus miembros (como hacían pensar las hombreras postizas que estaban de moda), sino neutralizar las diferencias entre las morfologías de varones y mujeres, a fin de perfilar una figura femenina cuyas formas ya no se contrapongan a las masculinas: así se crea una imagen tan válida para unos como para otras. De ahí la exaltación de la inmadura figura adolescente, común al efebo imberbe y la doncella impúber todavía no diferenciados sexualmente, cuya esbelta imagen andrógina pueda estar encarnada por los dos sexos indistintamente. Por lo demás, el cuerpo andrógino procede del más arcaico cuerpo sexista, cuya evolución le obligó a purificarse hasta perder toda su carnosa imagen rotunda. En efecto, resulta más razonable pensar que la genealogía del cuerpo andrógino no desciende del cuerpo masculino, al que buscaría imitar o plagiar, sino del propio cuerpo femenino, cuyo sexismo se desearía reprimir o regular: es decir, educar, racionalizar y estilizar. Me refiero con ello a dos fuentes históricas de la moderna imagen andrógina: el puritanismo y la fisiología, pues ambas conspiran a la vez por des-sexualizar la figura de la mujer, civilizando el bárbaro arcaismo de su imagen premoderna. Es verdad que llovía sobre mojado, pues como ha narrado Jack Goody (orig.1983) en La evolución de la familia y del matrimonio en Europa2, la cristiandad europea ya había extendido por toda la escala social la práctica sistemática del celibato femenino (con el objetivo eclesiástico de ampliar su propiedad de tierras, tras heredarlas de las solteras), cristalizando el culto a la virginidad femenina e instituyendo el llamado por Hajnal modelo europeo de matrimonio, con nupcias muy tardías y elevada proporción de mujeres solteras. Pero este sustrato cultural se vio reforzado en la era moderna por el puritanismo religioso y la obsesión cientifista, imponiéndose una andrógina represión sexual. El puritanismo en cualquiera de sus dos versiones modernas, la protestante reformada o la católica contrarreformista, exige negar el sexo, renunciando al cuerpo y sus placeres. Lajoie de vivre renacentista, con todo su culto carnal, es prohibida y estigmatizada como rabelaisiana grosería. Y ambos vicios capitales, la lujuria y la glotonería, se identifican como causa de perdición, revelada por la gordura de la carne corrupta. Esta condena sólo se evita ocultando la anatomía de la mujer, con todas sus pecaminosas redondeces, y practicando además una constante disciplina corporal, carnalmente mortificante y hecha de ayuno y abstinencia. Es el triunfo de doña Cuaresma sobre don Carnal, pues si Afrodita parece bulímica, Palas resulta anoréxi- ca. Así es como se impone la imagen de una mujer alta, delgada y descarnada: es decir, espiritual, que ya ha logrado borrar de su cuerpo todo los signos de impura bajeza. Y el resultado es una cruzada emprendida contra las obscenas curvas femeninas, que son anatematizadas como prueba mancillante de grosería. La consecuencia es un progresivo refinamiento de la imagen de las mujeres, de quienes pasa a exigirse un cuidadoso autocontrol de su puesta en escena, cada vez más caracterizado por estrictas reglas formales de atuendo, adorno, gestualidad, indumentaria y etiqueta. Se trata del llamado por Norbert Elias proceso de civilización (título de su obra más célebre, original de 1936 y traducida al castellano por el Fondo de Cultura Económica de México en 1977), ocurrido en la sociedad cortesana durante la modernidad temprana y que da lugar tanto a la sistematización de los mecanismos foucaultianos de vigilancia y control, que crean el panóptico de la opinión pública, como a la primera convergencia histórica entre los géneros masculino y femenino, que pasan a igualarse ficticia y ritualmente en los espacios escénicos de las Cortes monárquicas donde se congregan las élites europeas. De ahí el paralelo proceso de afeminamiento de los aristócratas masculinos (cuyo indómito salvajismo de señores de la guerra se domestica y civiliza hasta tornarse galante caballerosidad) y de cultivo de las mujeres aristócratas: las preciosas ridiculas, que pasan a competir en pie de igualdad con los varones en materia de luces, ideas, artes y ciencias, compartiendo con ellos los mismos salones de baile o debate (tantas veces presididos por cortesanas o grandes damas) y comunes reglas de etiqueta, que imponen rituales andróginos de presentación en sociedad. Pero no sólo hay que revestirse con la máscara cortesana para enfrentarse en público con los pares, pues también en privado hay que someter además al cuerpo a reglas estrictas de limpieza, lavado, depuración y refinamiento, capaces de anular su carnal sexualidad. Georges Vigarello ha narrado en un bello libro (Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media, original de 1985: Alianza Editorial, 1991) cómo la invención de la ropa blanca o interior de lencería (con sus normas que reglamentan cómo lavarla, plancharla, almidonarla y encañonarla), siempre asociada a refinados rituales de ablución, baño y purificación (lo que incluye maquillaje, manicura y depilación, todo ello coronado por la joyería, el peinado y la perfumería), permite establecer una clara frontera protectora que separa el cuerpo público, que se presenta en sociedad, del cuerpo privado, que no está menos regulado, disciplinado y purificado por más que se le reserve para la intimidad secreta. Pero depurar el cuerpo carnal es como descarnarlo y des-sexuali- zarlo, convirtiéndolo en algo puro, asexuado y desencarnado. Pues bien, este estilo de vida impuesto por la Corte, hecho de reglas estrictas de cuidado corporal, en seguida se difunde a la alta burguesía primero y desde ahí al resto de la sociedad, que por un proceso de esnobismo mimético pronto adopta las mismas pautas de regulación sofisticada. Es el proceso de la moda que, al compás del ciclo estacional de la Corte, obliga a renovar cada temporada los rituales escénicos de la alta sociedad. Pues para que su simple repetición redundante no devalúe la eficacia de las reglas de pureza, es preciso renovarlas una y otra vez, innovando reglas nuevas a fin de recrear o restaurar su magia purificadora. Éste es el signo de la modernidad: la constante renovación y creciente perfeccionamiento de las reglas formales de pureza. Y en paralelo a esta liturgia cortesana, entre las clases propietarias británicas se produce lo que Edmund Leites ha llamado la invención de la mujer casta3, al hilo del primer best seller de la historia: Pamela, o la virtud recompensada, de Samuel Richardson (1740), que adiestra a sus muchedumbres de lectoras en cómo disciplinar sus vidas, sus pasiones y sus cuerpos con autocontrol, dominio de sí mismas e inflexible constancia, si es que desean merecer una larga felicidad matrimonial y familiar. Así es como el puritanismo ascético logra inculcar en las mujeres modernas la obsesión por someter su apariencia exterior a reglas formales y estrictas, que inducen en su porte una honesta imagen de impenetrable corrección y rectitud. Esto incluye la firme represión de las bajas pasiones corporales, entre las que se confunden e identifican sexualidad y glotonería: de este modo se extendió la conveniencia de estar delgada para parecer casta, dado que para lograr ambos efectos hace falta reprimirse con idéntica constancia. Este proceso de adelgazamiento y des- sexualización de la imagen femenina se impone como imperativo estético durante el siglo XVIII, que instituye la delgadez como un signo estamental de distinción clasista, decretándose por esnobismo la exclusión racista de las clases bajas, rústicas y groseras, para quienes la curva de la felicidad todavía es signo de abundancia, hermosura y riqueza. Pero durante los siglos XIX y XX, esta cruzada puritana se ve reforzada hasta la exageración por el triunfo de la ideología médica, que impone el culto obsesivo de una vida sana y salva: hay que adelgazar para salvar la vida del cuerpo, y no sólo para salvar la vida del alma. No obstante, esta alianza entre la clínica y el altar no hubiera podido imponer su dictadura fisiológica de no ser por el acicate de lo que un misógino llamaría la vanidad femenina. En efecto, el factor que más influye para imponer la delgadez de la mujer es el miedo a envejecer, que busca detener el paso del tiempo venciendo la edad. Aquí hay por supuesto razones fisiológicas, derivadas de la cruzada emprendida por los médicos en pos de la longevidad. Pero creo que influyó en mayor medida la necesidad femenina de cultivar su apariencia física, haciéndola inmune al paso del tiempo. Las mujeres premodernas sólo alcanzaban status mediante la maternidad, dada su condición de hembras reproductoras al servicio de los linajes patriarcales que detentaban la posesión del patrimonio. En consecuencia, la imagen de la mujer premoderna era sólo sexista, obligada por la fecundidad de la que dependía su destino social. Y por ello, la menopausia determinaba la muerte civil de la mujer sexista: su jubilación carnal, su retiro físico, su amortización humana. De ahí el pánico a envejecer y el miedo a la edad. Pues bien, la mujer moderna aprendió a detener el paso del tiempo venciendo momentáneamente la edad. Y lo hizo sustituyendo su imagen sexista, que caduca con la menopausia, por una nueva imagen más moderna, no sexista sino andrógina, que sólo caduca lentamente, y lo hace desde luego más allá de la menopausia. Envejecer al lento compás masculino, en vez de hacerlo al brusco ritmo de la fecundidad femenina: ése fue el secreto deseo que encendió la revolución moderna de la imagen andrógina. La rotunda prestancia del cuerpo sexista sólo dura desde los veinte a los cuarenta años de plenitud, tras cuya crisis de menopausia su fecundidad se derrumba. En cambio, la dúctil agilidad del cuerpo andrógino se mantiene incólume de los quince a los sesenta o más, cuando comienza lentamente a declinar. De ahí que la imagen andrógina aspire a fijarse en la eterna juventud de la nubilidad, parando el reloj vital a la hora de la adolescencia, cuando la carne es flexible y perdura sin marchitarse. ¿Por qué adoptó esa decisión la mujer occidental?. Parece lógico pensar que no fue tanto por vanidad o coquetería como por instinto de supervivencia, que se resistió a esa forzosa jubilación anticipada que suponía la menopausia. Sobre todo tras lo que se ha llamado, a partir de Edward Shorter y Lawrence Stone, la invención del amor romántico4, que se impuso en Europa desde el siglo XVIII. Este nuevo concepto de relaciones de pareja exigía una imagen de mujer a la que ya no se valora por su capacidad sexual- mente reproductora sino por su virtualidad emocional o expresiva como confidente y compañera: es una amiga o una amada lo que se busca, y ya no una amante o un ama de cría. De ahí la nueva simetría amorosa de las dos medias naranjas, iguales y simétricas, que imponen el culto a la mujer andrógina. Para poder envejecer juntos, en compañía de la persona amada, es preciso sincronizar la perdurabilidad de los cuerpos. Lo cual se vio acentuado al existir una pauta de hipergamia de edades, que impone a las mujeres emparejarse con hombres mayores que ellas. Y tanto más cuanto la longevidad femenina es bastante más prolongada que la masculina, en condiciones modernas de salud. Todo lo cual exige alargar la vida civil de la carne femenina, sustituyendo su imagen sexista, precozmente perecedera, por otra imagen andrógina mucho más prolongadamente duradera. Esto se sobreañadió al previo modelo europeo de matrimonio, que imponía nupcias escasas y tardías sólo celebradas tras largas etapas de noviazgo juvenil, por lo que pudo preconizarse la prolongada vigencia de la mujer joven y soltera, potencialmente andrógina por quedar apartada de la carga reproductora. El ancestral culto a la virginidad se vio así reforzado por esta nueva imagen asexuada y antimaternal, a fuer de romántica o amorosa. Pero de poco hubiera servido lo anterior sin su coincidencia con un factor esencial, para mí determinante de que se haya impuesto la imagen andrógina durante la segunda mitad del siglo XX. Me refiero, claro, al abandono femenino de su reclusión doméstica para pasar a competir en pie de igualdad con los hombres en todos los ámbitos de la esfera civil: la enseñanza, el trabajo, la sanidad, el periodismo, la administración pública, etc. Competir con los varones ha obligado a esgrimir sus mismas armas, incluidas las que afectan a la imagen corporal. De ahí el uso de pantalones, camisas y americanas, con zapatos planos o botas pesadas, pues el traje de chaqueta simboliza, como los galones de la antigua guerrera, la autoridad institucional del cargo que se ocupa. Y de ahí sobre todo el uso y abuso de los signos de masculinidad: no sólo comer carne cruda, sino beber, fumar y blasfemar, como peligrosos ritos transgresores de iniciación viril, que identifican a la mujer andrógina con los chicos jóvenes o adolescentes que rompen con su familia para hacerse hombres ingresando en la vida adulta. No hace falta insistir en esta obviedad. Pero hay que subrayar la dimensión competitiva que encierra el integrarse en un mundo de hombres donde reina la rivalidad, la lucha por la supervivencia y la ley de la selva. Y esta competencia generalizada impone también exigencias, que se manifiestan hasta en la propia imagen corporal. Hay que adiestrar el cuerpo, hay que perfeccionar la destreza formal, hay que ser agresiva y estar en guardia, hay que hacerse temer o al menos respetar, hay que imponerse a los demás y hay que revestirse de poder y autoridad. De ahí mi alusión anterior a las amazonas, como mujeres de rompe y rasga, dominantes, decididas y hechas de una sola pieza. Por eso, frente a la mórbida molicie de las redondeadas curvas sexistas, la mujer andrógina exhibe dureza, rigidez impenetrable y rectitud angulosa. Y frente a la diosa Marilyn, como mito sexista, hay que situar a la divina Greta como reina andrógina. Aquí es donde últimamente se está imponiendo la competencia deportiva, el culto al cuerpo atlético y la obsesión gimnástica por estar en forma. Es cierto que Greta Garbo no da la imagen de mujer deportista, y habría que sustituirla por estrellas más actuales como Sigourney Weaver, con la felina ferocidad belicosa que exhibe en Alien, aunque no sea ejemplo de musculatura. Pero no hay duda de que el último empujón hacia la androginia lo está dando la invasión del deporte por parte de las mujeres, que esperan hallar en él la fuente de la eterna juventud, adquiriendo el secreto de estar delgadas y en perfecta forma física. El deporte no sólo es el símbolo de toda competencia sino que además expresa la mejor metáfora del hiperactivo hombre de acción, siempre entrenado y listo para entrar en carrera luchando por la victoria en la que se juega la vida. Pues bien, la mujer andrógina también es una heroína unisex, que se juega el tipo aspirando a salvarse mediante un constante entrenamiento que la mantenga en forma. Así es como, a resultas de todo lo anterior (culto europeo al celibato virginal, reglas cortesanas de etiqueta, ascetismo protestante, invención del amor romántico, ciclo de la moda, trabajo femenino extradoméstico, competencia profesional igualitaria entre hombres y mujeres, higienismo fisiológico, medicalización de la vida, práctica sistemática de deportes y culto a la eterna juventud), se ha venido imponiendo como canon cultural el arquetipo andrógino de Palas Atenea, que si por un lado ha de tener un cuerpo danone de estilizadas formas perfectas, a fuer de sistemáticamente reprimidas, depuradas y regladas, por otra parte ha de ser una militante amazona feminista, capaz de reivindicar su competencia igualitaria con los varones en todos los campos de actividad física, estética o profesional. Lo cual exige mortificación corporal, sacrificios carnales, entrenamiento constante, disciplina ascética, purificación sexual y una imagen andrógina. Sólo queda ya por fin el tercer cuerpo de la diosa, que es el femenino o afeminado, si entendemos por ello no el amaneramiento y la cursilería que denigran los misóginos (y que desde luego está presente en multitud de imágenes, aportadas tanto por la ficción o la publicidad como por mujeres de carne y hueso, que no dudan en curvar sus meñiques como signo de afeminamiento), sino la sublimación ideal de su elegancia expresiva, interpretada como feminidad. Pero es preciso reconocer que este tercer polo del arquetipo femenino es el más difícil de definir o precisar. Por eso, para poder concebirlo, nada mejor que recurrir a una metáfora, extraída de la dialéctica hegeliana. Si el cuerpo sexista es la tesis de la imagen de la mujer, y su antítesis el opuesto cuerpo andrógino, la síntesis habrá de ser, por lo tanto, el tercer cuerpo afeminado, capaz de superar las contradicciones que oponen a los otros dos, al trascender tanto el soporte físico de su sexualidad material como las reglas formales de su ejecución técnica. Y en este sentido, ¿qué atributos plásticos podrían caracterizarlo, frente a las curvas sexistas y la rectitud andrógina?. Sin duda, los que corresponden al concepto de elegancia: el sentido de la medida, la proporción de sus miembros, el equilibrio entre contrarios, la armonía de rectas y curvas, la originalidad de la combinación. O si se quiere, la estabilidad de su estructura, el rigor de su diseño, la singularidad de su composición, la coherencia de su estilo, la ecuanimidad de su presentación. Es decir, el ritmo y la métrica de su unidad interna. Si el modelo sexista representa “estar buena” y el andrógino “estar delgada”, el afeminado crea el efecto de “estar elegante”: tener “gusto”, “gracia”, “estilo” y “encanto”. Y si el cuerpo sexista se identificaba con Marilyn Monroe y el andrógino con Greta Garbo, el afeminado puede asociarse con alguien tan evanescente como Audrey Hepburn: una imagen capaz de expresar la elegancia del cuerpo femenino pero que no puede reducirse ni a la tibia morbidez de su atractivo sexual ni a la enérgica dureza del ascetismo militante. Se advertirá lo difusa que resulta cualquier definición de la elegancia femenina, a la que sólo cabe referirse tangencialmente. Procedamos, pues, por aproximaciones sucesivas, a fin de poder deducirla de forma indirecta. ¿De dónde procede el carácter esquivo de la feminidad, que sólo puede brillar por su ausencia?. Se dice que toda mujer posee el llamado eterno femenino, que según Oscar Wilde es una esfinge sin secreto: es decir, un espejismo sin reflejo. Y es que la imagen femenina que da de sí una mujer es tan fugitiva como si careciese de objeto de referencia. Dicho con más propiedad: se trata de algo que trasciende tanto el cuerpo sexual como su imagen formal. De ahí su naturaleza sublime, en el sentido kantiano de excelencia moral irreductible a la belleza formal. Sublime, es decir, subliminal, pues subyace y desborda a la perecedera carnalidad del sexo, así como a las reglas formales de su presentación estética. Y si se le atribuye eternidad es por trascender espacio y tiempo, resultando inmaterial e intemporal. De ahí que sea inmune al envejecimiento de la carne, por crear esa elegancia interior irreductible al cuerpo que trasciende sexo y edad, como irrepetible forma de expresión singular: la extemporánea distinción natural. La elegancia es la puesta en escena de un estilo propio, personal e intransferible. Algo que no se muestra, como la sexualidad, ni se demuestra, como la destreza formal, sino que se sugiere por alusión indirecta. Esto es como decir que la feminidad es elíptica, en el sentido de que elude aquello a lo que alude. Ya se sabe que la elipsis no sólo es una figura retórica muy económica (pues permite ahorrar requisitos gramaticales sin pérdida del sentido expresivo) sino además la esencia de la especificidad cinematográfica. En efecto, el cine (y en general la imagen fílmica o gráfica) es un arte que se basa no sólo en el montaje o découpage (como hace también el propio fetichismo erótico), sino además en la elipsis narrativa: capaz de comunicar el mensaje o sentido argumental sin mostrarlo físicamente en pantalla. Los nudos del relato no deben mostrarse en imagen sino sólo sugerirse mediante pruebas indirectas, como un regalo que se olvida, unos zapatos que caen o un pestillo que se cierra. Pues bien, la puesta en escena de la imagen femenina debe obedecer a las mismas leyes que rigen la puesta en escena de la imagen fílmica. Y en ambos casos el método es el mismo, al basarse en una sola figura retórica: la elipsis, que posee la clave del estilo, es decir, la llave de la elegancia. Algo que no se puede ver ni admirar, como el encanto sexual o la perfección formal, sino que sólo se puede adivinar sin palabras, leyéndolo entre líneas. Por eso la feminidad parece inmaterial, como si careciese de una consistencia física que se diluye al intentar asirla. Si los cuerpos sexista y andrógino resultan sólidos ambos (aquél mórbido, elástico y sinuoso; éste recto, estrecho y anguloso), el cuerpo elegante crea el efecto de ser líquido: disuelto, desvanecido, evaporado. De ahí que no se pueda ver ni tocar, sino sólo adivinar, intuyendo la imagen que sus formas estílisticas revelan. Eso le confiere un aire de misterio irreal o de secreto enigmático, dotándolo con los atributos de la inefable intangibilidad. Pero si la clave de la elipsis es dejar fuera de la imagen el sentido último de ésta, ¿a qué se refiere, en realidad, la elegancia femenina?. ¿Qué es aquello que se elude y no se muestra en la imagen, pero a lo que se alude indirectamente dejándolo traslucir o adivinar?. ¿La sexualidad, como desea creer la imaginación masculina?. ¿O la máscara teatral que oculta segundas intenciones, según sospecharía alguna rival?. Ni una ni otra. En realidad, el sentido último al que apunta la imagen femenina es la propia identidad personal, construida a partir de la posición intransferible que cada mujer ocupa en el marco de su entorno familiar y social. Y el mensaje que queda elíptico, sin mostrar o fuera de imagen, es precisamente lo que más interesa: su ego entendido como ser social. Por lo tanto, bien puede proponerse otra metáfora, esta vez freudiana. Si el cuerpo sexista de Afrodita consiste en la manifestación carnal del id o ello libidinal, y el cuerpo andrógino de Palas Atenea representa el super ego represor, el cuerpo afeminado de Hera habrá de expresar el ego propiamente dicho, que actúa adaptándose a cada hic et nunc e imponiendo el principio de realidad. De ahí que apunte y aluda a la identidad personal de la interesada, lo que puede hacerse mediante tácticas aparentemente opuestas. Hay veces en que la elegancia adopta una imagen subjetiva y personal, como diciendo aquí estoy yo. Otras, en cambio, se borra y difumina bajo pantallas de clasicismo y discreción anónima o tras pautas estereotipadas que obedecen a estilos inmediatamente reconocibles, como si fuesen géneros literarios. Pero siempre se trata de ofrecer la propia interpretación personal, de manera acorde con la posición social ocupada. En última instancia, el secreto de la esfinge femenina es el de la adecuación a su status. La armonía designada por la elegancia se refiere al equilibrado acuerdo que debe reinar entre la posición social que se ocupa y la imagen visual que resulte más apropiada para ocuparla con rigor, coherencia y sentido de la proporción. Pero para poder advertir esto conviene huir de las abstracciones para regresar a lo más concreto, que son las mujeres de carne y hueso. Vuelvo, pues, a mis adolescentes de hace unas pocas páginas. ¿Qué es para ellas la elegancia?: sólo la aborrecible cursilería de que hacen gala las marujas irredentas como mamá. Si a una quinceañe- ra le pides que se ponga elegante, casi te pega. Lo que no quita para que las chicas más jóvenes, aunque detesten la elegancia y la cursilería, sin embargo también intenten parecerfemeninas. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre una y otra forma de feminidad, la de las madres que envidian la elegancia de las señoras pudientes y la de sus hijas que desprecian la cursilería de las revistas para marujas?. Las madres identifican la elegancia femenina con la fidelidad a un modelo canónico, es decir, con la lealtad a un patrón clásico. Y puestos a interpretar esa leal fidelidad con arreglo a la estrategia de la sospecha, cabe imaginar que el patrón a quien desean permanecer fieles y leales es, en realidad, su señor marido (que es, también, el padre-patrón de sus hijas). De ahí que sea Hera, en tanto que esposa legítima de Zeus, la diosa que representa el patrón de la elegancia femenina, como arquetipo de la Matrona o Señora de la casa. Y eso las hijas lo saben muy bien: como todavía no tienen casa de la que sentirse señoras, rechazan todo título de elegancia, pues saben que pertenece en exclusiva a las señoras casadas. Si la casada casa quiere, la soltera casa rehusa: de ahí el rechazo explícito y manifiesto de las adolescentes por la elegancia. Sin embargo, aunque sea de forma implícita y latente, las chicas jóvenes sí añoran subliminalmente una cierta configuración de tácita elegancia, por más que la bauticen con otras palabras muy distintas: gusto, estilo, encanto, gracia, originalidad. Y es que hasta las más andróginas quinceañeras buscan adquirir y representar una feminidad subliminal, como si se adivinasen predestinadas a representar algún día la legítima elegancia que sólo se atribuye a las señoras de su casa. ¿O es que acaso las pasarelas donde desfilan las asediadas top models no concluyen todas con un vestido de novia?. Ahora bien, el que la elegancia sea un atributo sólo inherente a las señoras de su casa (aunque no estén casadas), del que se ven privadas las mujeres a las que no se llama señoras, revela que, en realidad, la feminidad está vinculada con el status social, especialmente con el estado civil. Esto es algo que siempre se ha sospechado, a saber: que sólo son de verdad elegantes las mujeres de alto status y con elevada posición social. Y es que, de hecho, la elegancia es una barrera de status: un signo de distinción, privativo de la alta sociedad e inaccesible para las clases inferiores, pues queda fuera de su alcance por mucho esnobismo advenedizo con que intenten imitar a las élites. De ahí que sea Hera, que ocupa la cúspide del panteón, quien mejor exprese la olímpica elegancia, inaccesible para las demás mortales. Sin embargo las otras mujeres, aunque no puedan ocupar el mismo status que sólo Hera posee, no por eso renuncian a compararse y medirse con ella, tratando no de imitarla (lo que estaría de antemano condenado al ridículo por imposible) pero sí de rivalizar en el arte de ostentar la propia posición ocupada. Quiero decir que la elegancia funciona como un signo de distinción y una barrera de status, pero no sólo para la cúspide de la alta sociedad, donde habitan Hera y demás grandes damas de la élite, sino para todas las demás escalas inferiores de la pirámide social. Cada estrato y cada posición poseen sus propias barreras de status y sus peculiares signos de distinción, que definen una determinada forma de presentarse en sociedad, capaz de revestir una inherente elegancia natural. ¿O es que acaso no se han escrito ríos de tinta sobre la elegancia de las campesinas, o para el caso de las camareras, las secretarias o las modistillas, por no hablar de la elegancia de la vejez, la adolescencia y hasta de la infancia?. En realidad, la elegancia puede definirse en este sentido como el arte de ofrecer la mejor imagen capaz de representar con propiedad la posición social ocupada: las marquesas vestidas de marquesa y las criadas de criada; y de igual modo, las solteras de soltera y las casadas de casada. Pues en eso y no en otra cosa consisten la elegancia y la feminidad: en la virtud de acomodarse con rigor estético y coherencia formal a la imagen visual que socialmente corresponde a cada status o posición ocupada en el seno de la estructura social. De ahí que este polo arquetípico identificado con la feminidad resulte tan terriblemente conformista y conservador del orden vigente, en la medida en que refuerza con el mágico atributo de la excelencia estética la obediente sumisión a las exigencias sociales de la posición ocupada. Y sin embargo, de forma paradójica, esta conformista sumisión a las exigencias del status no es vivida por las mujeres reales como una imposición. Al contrario, ellas se adaptan a su nicho en la estructura social creyendo que siguen su propio gusto e incluso reivindicando su plena libertad de expresión. Esto resulta particularmente evidente en el caso de las adolescentes quinceañeras, cuya forma de plegarse a su condición de hijas solteras de familia es ostentar ruidosamente los signos de distinción que como tales las identifican: ya fuera en su momento la cola de caballo, la falda acampanada y las zapatillas toreras, como en la época de Debbie Reynolds y Audrey Hepburn, o sea hoy el paródico estilo hiper-hortera de zorreta con plataformas que se asocia con las Spice Girls y demás fauna seudo-transgresora. Pero lo mismo sucede con las casadas y madres de familia más estereotipadas, que tratan de ir discretamente elegantes con clasicismo conformista. En realidad, su evidente apariencia conservadora resulta coherente con la imagen que dan, destinada a ostentar su status de mujer sometida a su marido-propietario y padre- patrón de sus hijos, con la pata quebrada y en casa: de ahí que su máscara de maruja pintada revele con inmediata transparencia la sujeción que la vincula a la posición que ocupa. No obstante, ellas no lo viven así, pues piensan que eligen por propio gusto y con plena libertad de expresión la misma imagen estereotipada que las encadena a su posición social. Yes que la clave de la feminidad reside precisamente en esto: no en asumir la sujeción por gusto y con resignación sino en demostrar tu gusto propio en los signos que eliges para adaptarte a tu posición. Las mujeres se saben obligadas por la necesidad a ocupar posiciones sometidas, sean las de adolescente quinceañe- ra o de madre de familia. Pero como compensación, reivindican su plena libertad de expresión a la hora de elegir la imagen visual con que representan en escena su forzada posición. Así es como logran sentirse libres y liberadas por la imagen femenina o elegante con la que se expresan, a cambio de saberse atadas y sujetas por la posición social que ocupan. Puede que sólo Hera sea realmente elegante, como primera dama del panteón olímpico. Pero todas las demás mujeres se consideran libres de rivalizar con ella a la hora de seguir nada más que su propio gusto personal, adaptándose con naturalidad a su destino social. Es posible que no puedas evadirte de ese destino, pero al menos desarrollarás un estilo propio y singular, que te permita reconciliarte con tu suerte. Y la clave reside en la naturalidad o espontaneidad con que te expreses visualmente5, pues como señala Mary Douglas (1978 : 93), existe una tendencia natural a expresar determinado tipo de situaciones por medio de un estilo corporal adecuado a ellas. Esta tendencia puede calificarse de natural en tanto que es inconsciente y surge como respuesta a una situación social. Después cita a Barthes para definir el estilo como un lenguaje auto suficiente que se enraíza en las profundidades de la mitología personal y secreta del autor. Y concluye Douglas: los estilos corporales surgen espontáneamente y se interpretan igualmente de forma espontánea (ibidem). Pues bien, aquí reside la raíz de la feminidad o elegancia natural de las mujeres: en su capacidad de adoptar con libre naturalidad inconsciente un estilo propio que, como si fuese su segunda naturaleza, les permite adaptarse espontáneamente a las situaciones sociales en que se ven envueltas. La libertad de expresión: ésta es la elegancia natural del cuerpo de Hera, que no es reductible al sexismo del cuerpo de Afrodita ni tampoco a las reglas de pureza del cuerpo de Atenea.
Notas al texto 1 Ya he propuesto este sistema tridimensional de coordenadas en otra ocasión anterior. Véase mi texto titulado La construcción del cuerpo femenino, original de 1994, que aparece publicado en mi recopilación Escritos entre líneas 1987-1998. 2 Traducido por Herder en 1986. 3 Título de la traducción al castellano (Ed. Siglo XXI, 1990) de su libro La conciencia puritana y la sexualidad moderna, original de 1986. 4 Véase una buena síntesis historiográfica en Michael Anderson: Aproximaciones a la historia de la familia occidental (1500-1914), original de 1980, traducido por Siglo XXI en 1988. La mejor interpretación actual es la de Anthony Giddens: La transformación de la intimidad: Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, original de 1992, traducido por Cátedra en 1995. 5 En otros lugares como mi libro anterior sobre esta materia, La mujer cuarteada (Anagrama, 1991), he analizado la distinción entre racionalidad instrumental, fundada en el cálculo interesado (y aplicable a las reglas andróginas de pureza) y racionalidad expresiva, fundada en la espontaneidad y sólo surgida como consecuencia no querida.
Juan Fernández * * Profesor Titular de Psicología de la Intervención Educativa. Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología Campus de Somosaguas. 28223 Madrid, España. E-mail: psevo01@sis.ucm.es
Este artículo analiza tres trabajos de investigación pertenecientes a tres campos bien distintos, pero que comparten un especial interés por el desarrollo de la sexualidad humana. Nos estamos refiriendo a las aportaciones de una de las principales representantes del movimiento feminista (Friedan, 1983), a los trabajos de uno de los más destacados sexólogos de nuestros días (Money, 1991) y a las investigaciones sobre la medida y la conceptuación de los cons- tructos de la masculinidad y la feminidad de una de las autoras de mayor prestigio internacional (Spence, 1993). Todas estas aportaciones se analizarán críticamente desde el enfoque de la doble realidad del sexo y del género y, por ende, desde la sexología y la generología. Palabras clave:sexo, género, sexología, generología, feminismo.
FEMINISM AND SEXUALITY. This article analyses three research works referring to diffe- rentfields of knowledge but which share concern with the concept of sexuality. We refer to the contributions of one of the main representatives of the feminist movement (Friedan, 1983), the studies of one of today’s most outstanding sexologists (Money, 1991), and the investigations of Spence (1993), an internationally well-known authoress, dedicated to the measurement and conceptualization of the masculinity and femininity constructs. Their main contributions will be analysed critically from the sex and gender dual-reality approach and, therefore, from the framework of both sexology and "genderology ". Keywords: sex, gender, sexology, "genderology", feminism.
Introducción Es difícil a primera vista imaginar un cierto solapamiento de preocupación investigadora entre una reputada feminista como Friedan (1963, 1983), un conocido sexólogo como Money (1985a, 1985b, 1991) y una psicóloga profusamente citada que se ha dedicado básicamente al estudio de los nuevos conceptos de mas- culinidad y feminidad como Spence (1984, 1985, 1991, 1993). Sin embargo, la lectura de sus trabajos pone de manifiesto que en los tres casos aparece un considerable interés, ciertamente con diferentes grados de intensidad, por la necesidad de investigar más detenida y seriamente el desarrollo de la sexualidad humana. En tiempos sin duda todavía duros para el reconocimiento de una disciplina dedicada a la sexualidad -la sexología- y, por supuesto, para su institucionalización dentro del mundo académico internacional (Abramson, 1990; Amezúa, 1991; Fernández, en prensa; Money y Musaph, 1977), parece a todas luces que merece la pena el esfuerzo dedicado a poner de manifiesto los argumentos esgrimidos por estas tres figuras en favor del reconocimiento social de la sexualidad humana. Una vez asimiladas sus aportaciones, vamos a tratar de enmarcarlas dentro del enfoque que venimos defendiendo desde hace años y que establece que el sexo y el género hacen referencia a dos realidades humanas muy complejas que mutuamente se complementan (Fernández, 1983, 1988, 1991a, 1991b, 1996a, 1996b, 1998). La razón de este encuadre se debe a que prácticamente hasta nuestros días, como se pondrá de manifiesto en el análisis de estos autores, el género ha sido considerado como uno de los principales enemigos del sexo, llegando incluso a hacer depender el éxito de aquél de la desaparición de éste (Amezúa, 1997).
La segunda fase o período Friedan (1963, 1983) se muestra claramente satisfecha de la victoria feminista que ha acabado con lo que denomina la mística femenina, fundamentalmente gracias a las diversas batallas llevadas a cabo por los distintos feminismos que se han ido sucediendo a lo largo del presente siglo. Esta mística presentaba el ideal de mujer como aquella persona que cumple ejemplarmente su papel de esposa y de madre, dedicándose por entero a su marido, a sus hijos y a todas aquellas faenas del hogar que se consideraban consustanciales a su propio sexo (limpieza y ornamentación de la casa, compra y preparación de los alimentos, entre otras muchas cosas por el estilo). A todos esos distintos feminismos -liberal, social o marxista, radical, posmoderno-, que se extienden en el tiempo desde finales del pasado siglo hasta nuestros días, los va a englobar esta destacada feminista bajo la denominación única de feminismo de la primera fase o período. En la balanza de lo positivo de este feminismo se encuentran, según esta autora, todos aquellos cambios que han supuesto una considerable igualdad entre mujeres y varones en casi todos los ámbitos en los que ordinariamente se desarrollan los humanos -familiar, laboral, cultural, etcétera-. Ahora bien, todo esto no se ha conseguido sin pagar un alto precio por parte de las mujeres. Buena parte de ellas han tenido que convertirse bien en “supermujeres”, lo que les ha supuesto, a título de ejemplos ilustrativos, el tener que realizar más esfuerzos que los varones a cambio de la misma recompensa salarial o de la misma igualdad de categoría social, el ejecutar una doble o triple jornada laboral e incluso, aunque pueda parecer paradójico apriori, la asimilación del modo de ser y pensar más típicamente varonil, es decir, la visión androcéntrica de la realidad humana; o bien llegar a ser “Ms. Libber”, en tanto han tenido que luchar contra el matrimonio, la maternidad, la familia y las relaciones sexuales con los varones. Por eso, en la balanza de lo negativo se encontraría, para esta luchadora feminista, una guerra encarnizada entre los sexos que dificultaría en estos momentos de finales del siglo XX, si no es que llega a imposibilitar del todo, cualquier intento de convivencia pacífica entre ellos, incluida por supuesto la de carácter sexual. A la luz de esta situación, que Friedan (1983) considera “callejones sin salida del movimiento feminista”, propone como solución, al inicio de la década de los 80, lo que denomina segunda fase o período. Con ella se trataría de superar la así denominada mística feminista (por oposición a la primera mística femenina), cuya esencia radica en que las mujeres lleguen a ser iguales en todos los sentidos -personal y socialmente hablando- que los varones. El feminismo de la segunda fase, y este es el punto para nosotros más relevante por lo que respecta a ese solapamiento que estamos buscando, debería tratar de “la reestructuración de nuestras instituciones sobre la base de una igualdad verdadera tanto para los hombres como para las mujeres, a fin de poder vivir un nuevo sí a la vida y al amor, y de poder tener hijos. La dinámica que esto conlleva es económica y, al mismo tiempo, sexual”(p. 44). Dicho en otras palabras, la propuesta de la segunda fase implica tanto un reconocimiento a la política de la igualdad entre los sexos que han venido propugnando los diversos feminismos -igualdad ante la ley del feminismo liberal; igualdad de categoría social ( o de clase) del feminismo social o mar- xista, etcétera-, como el correspondiente respeto e incluso fomento de lo específicamente femenino, siendo aquí donde encontraría su lugar natural todo aquello que tiene que ver con las relaciones sexuales entre los sexos, que por supuesto se hallan en las antípodas de las guerras o batallas intersexos. De hecho, esta reputada feminista señala, como objetivo de futuro a realizar en la segunda fase, el “comenzar a debatir abiertamente el problema de la negación feminista de la importancia de la familia, de las necesidades de la mujer de dar y recibir amor, y de cuidar y dispensar afecto” (p.28). Estos planteamientos se encuadran dentro de la corriente general feminista denominada “feminismo de la diferencia”, por oposición a la otra corriente conocida como “feminismo de la igualdad” (Hare-Mustin y Marececk, 1990). En el primer caso, se trataría de resaltar y de revalori- zar lo específicamente femenino -sirva como uno de los ejemplos internacionalmente más citados la propuesta de Gilligan (1982) por lo que respecta al diferente desarrollo moral de varones y mujeres-, de forma que, unido a lo específicamente masculino, las personas de uno y otro sexo pudieran mutuamente enriquecerse, mientras que en el segundo caso, el objetivo final sería una especie de trascendencia de los papeles y estereotipos considerados clásicamente como específicos de cada sexo, a fin de flexi- bilizar al máximo todas las opciones posibles sin distinción de sexos (Rebecca, Hefner y Oleshansky, 1976).
Money (1991), en su ponencia para el Décimo Congreso Mundial de Sexología, pone de manifiesto cómo la así llamada Revolución Sexual de las décadas de los 60 y 70 constituye un breve oasis de vivencia del placer sexual entre dos épocas de claro y manifiesto antise- xualismo o sexofobia. La etapa precedente a la revolución viene caracterizada por la creencia errónea (la tristemente famosa “teoría de la degeneración”) de que la masturbación era la causa principal de la epidemia de sífilis sufrida en épocas anteriores, a la par que de otros muchos síntomas de perturbación psíquica y física. El período siguiente, que se prolonga hasta nuestros días, presenta todo un elenco de indicios que confluyen de nuevo en una sexo- fobia renovada: censura implícita y explícita de los cursos de educación sexual dentro de la educación formal, no formal e informal; discriminación en el marco laboral de las minorías sexuales; adopción de una terminología judicial criminológica dentro del vocabulario clínico; y segregación de las investigaciones sobre el sexo dentro de los ámbitos académicos, por sólo traer a colación algunos de esos indicios más manifiestos. La conclusión a la que llega este conocido investigador tras el análisis de estos dos períodos, anterior y posterior revolución sexual, es que la sexología está en peligro de ser “tragada y consumida por las fauces del monstruo del antise- xualismo epidémico”. La vulnerabilidad de esta nueva disciplina es tal que, ya a punto de entrar en el siglo XXI, todavía no cuenta con un diccionario de términos propios, ni con instituciones capaces de acreditar y garantizar la formación académica en sexología ni tampoco, por supuesto, con un mínimo de financiación oficial que posibilite el desarrollo científico en estas materias. Lo curioso y paradójico de esta postura en favor de la sexología por parte de Money al inicio de los 90, es que, prácticamente en todas sus publicaciones, que comienzan con su tesis doctoral a comienzos de los 50 y se prolongan hasta las últimas décadas (Money, 1985a, 1985b; Money y Ehrhardt, 1972), la palabra sexo ha desaparecido para ceder su puesto al vocablo género. La razón fundamental ofrecida por este sexólogo para un cambio aparentemente tan chocante es que el término género sirve mejor que el del sexo como “paraguas” bajo el que se pueden cobijar, de forma más segura, las complejas realidades hasta entonces encuadradas bajo la denominación amplia de lo sexual. Tal es el éxito que obtiene con este cambio, que la mayoría de instituciones nacionales e internacionales, la casi totalidad de investigadores en estas materias, y una buena parte de las clasificaciones de las disfunciones sexuales más reconocidas en el ámbito internacional, van a asumir sin más el nuevo término, junto al de sus derivados (papeles de género, estereotipos de género, etcétera). Un ejemplo típico de lo dicho, que ha recorrido el mundo del uno al otro confín, es sin duda el de la concepción de Money de lo que debería ser uno de los pilares más básicos de cualquier sexo- logía: el de la identidad sexual. Para este autor y algunos de sus más estrechos colaboradores la identidad de género (a partir de aquí el sexo va a desaparecer) hace referencia a la igualdad a sí mismo, a la unidad y persistencia de la propia individualidad como varón, mujer, o ambivalente, mientras que el papel de género se refiere a lo que una persona dice o hace para mostrar a los otros o a sí mismo en qué medida es varón, mujer, o ambivalente (Money y Ehrhardt, 1972). Con ello lo que se produce, como bien señala Amezúa (1997), es una desexualización de los sujetos y, por tanto, por extraño que pueda parecer, un duro y mortal golpe a la propia sexología. Ya desde un principio no deja de extrañar que alguien que pretende defender una nueva disciplina como la sexología con tan considerable vehemencia como la manifestada por él, comience sustituyendo la palabra sexo por género. De nuevo, pues, nos volvemos a encontrar con ese algo que sirve de denominador común a feministas y sexólogos y que no es otra cosa que el haber sucumbido a la moda reinante, iniciada hacia mediados de nuestra centuria, de sustituir el sexo por el género. Al observar los efectos devastadores de tal sustitución, tanto en el mundo académico como en la vida cotidiana, algunas feministas -es el caso patente de Friedan-, algunos sexólogos -Money, sobre todo-, junto con una minoría de psicólogos -Spence, tal como veremos a continuación-, parecen querer dar la voz de alarma para recuperar una de las dimensiones más básicas de los seres humanos (varones, mujeres y personas ambiguas -individuos que muestran diferentes grados de intersexualidades o hermafroditismo o pseudohermafroditismo): su desarrollo como individuos felizmente condenados a ser necesariamente sujetos sexuados. Masculinidad y feminidad sexológicas frente a instrumentalidad y expresividad generológicas Desde antiguo los conceptos de masculini- dad y feminidad estuvieron siempre asociados a los varones y a las mujeres, respectivamente, de forma que, al igual que un sexo era bien distinto del otro, sin que pudieran transformarse el uno en el otro por mucho que así se quisiera, de igual modo lo masculino y lo femenino se constituían en dos polos opuestos irreconciliables. Lo masculino era lo específico, la esencia misma, del ser varón y lo femenino era lo propio para la mujer. Todo ello enmarcado dentro del terreno fundamentalmente sexológico. Ya adentrados en este siglo, en torno a los años 40, los psicólogos van a intentar especificar y medir estos conceptos vagos y difusos a fin de que pudieran ser estudiados científicamente como lo estaba siendo desde hacía tiempo el concepto también difuso de inteligencia. Así es como surgieron las primeras escalas denominadas de masculinidad/feminidad. Estos primeros intentos de materialización técnica de estos conceptos omnipresentes llegaron a ser con el tiempo bastante desalentadores. No se elaboró la más mínima teoría en torno a ellos, con lo que los datos obtenidos de las escalas resultaron o bien de escasa utilidad o, lo que fue peor aún, en buena parte de los casos, perniciosos (Fernández, 1983). Esto hizo que algunos psicólogos se preocupasen, en torno a los 70, de buscar algún fundamento teórico para estos conceptos tan esenciales para los humanos. Lo encontraron en los rasgos de personalidad, deseables socialmente, de naturaleza instrumetal y expresiva (Parsons y Bales, 1955). En un principio hubo alborozo científico generalizado, pues los constructos de masculinidad y feminidad ya podían ser estudiados científicamente. Además, se podía concluir con cierto rigor, a partir de estas investigaciones, que la masculinidad/instrumentalidad y la feminidad/expresividad poco o nada tenían que ver con el “sexo biológico”, es decir, se había pasado de la realidad del sexo a la del género. Feminismos de uno y otro signo parecían felices con este hallazgo. El ideal de las personas, sin importar su dimorfismo o polimorfismo sexual, sería el de la androginia psicológica (Cook, 1985, 1987; Taylor y Hall, 1982). Una vez más, con la sustitución del sexo por el género, la gran perdedora era la sexualidad humana. Con el tiempo, sobre todo en estas dos últimas décadas, alguna psicóloga (Spence, 1984, 1985, 1991, 1993) ha comenzado a otear que las nuevas escalas llamadas de masculinidad y feminidad lo que fundamentalmente miden son rasgos de personalidad de naturaleza instrumental y expresiva, que poco o nada tienen que ver con lo que tal vez debieran ser la masculinidad y la feminidad propiamente dichas. Consciente de esta realidad, propugna, frente a la teoría del esquema de género de Bem (1981, 1985), hoy concepción predominante en la comunidad científica de las ciencias sociales, su teoría mul- tifactorial de la identidad de género. Dentro de esta teoría tendrían cabida tanto los rasgos de instrumentalidad y expresividad, como la mas- culinidad y feminidad típicamente sexológicas, aun cuando estos dos conceptos últimos todavía se encuentren prisioneros del enfoque reinante, es decir, de la sustitución del sexo por el género. Así, ella va a definir la identidad de género, y por tanto la masculinidad y la feminidad -ahora ya distintas de la instrumentalidad y de la expresividad-, como un sentido psicológico básico de pertenencia al propio sexo (Spence, 1993). Un mínimo de reflexión al respecto nos hace de inmediato caer en la cuenta de que estamos una vez más frente a la patente paradoja de, por una parte, no poder dejar de ver la necesidad de una sexología que se encargue de estudiar todo aquello relacionado con el sexo en su desarrollo como sexualidad y, por otra, no poder salir del callejón del género como sustituto del sexo, lo que supone lógicamente una negación de cualquier intento serio de fundamentar académicamente una sexología. Esta paradoja y esta dolorosa ironía aparecen a primera vista con sólo leer, incluso superficialmente, las definiciones más básicas que tanto Money, anteriormente, como Spence, ahora, nos proponen. En el caso de Money se nos habla de una identidad de género (sic) que debiera estudiar la sexología. La pregunta surge de inmediato: ¿no sería más lógico hablar de una identidad sexual que sería el objeto por antonomasia de la sexología? Algo semejante cabe decir sobre la definición de identidad de género de Spence, es decir, del sentido psicológico básico de pertenencia al propio sexo. ¿No tendríamos que hablar aquí de nuevo, con más propiedad y coherencia lógica, de identidad sexual?
Nuestra propuesta A la luz de lo expuesto, podemos indicar que en los tres casos analizados, aparece una coincidencia relevante: la necesidad de estudiar aquello que, tomando prestada una expresión de Friedan (1983), podemos calificar como “problema que no tiene nombre”, es decir, todo lo relacionado con la sexualidad humana. Vimos, en primer lugar, cómo los feminismos, preocupados por la lucha de la igualdad entre varones y mujeres en el terreno del género (igualdad legal, salarial, educativa, etcétera), olvidaron, en el decir de esta histórica feminista, dedicarse a las cuestiones de las relaciones íntimas -sexuales- entre los sexos. Igualmente, en segundo lugar, comprobamos una cierta desesperación en Money por impulsar una sexología, que según sus expresiones parecía estar más bien ya en estado terminal, incluso tras sentirse orgulloso de haber sido él quien inició el movimiento de sustitución del sexo por el género. Por fin, en tercer lugar, asistimos a esos intentos un tanto inciertos por parte de Spence de separar los rasgos de personalidad de naturaleza instrumental y expresiva de los conceptos de masculinidad y feminidad, que responderían más bien a una auto- valoración y autoimagen idiosincrásica ligada necesariamente al dimorfismo sexual, aunque ella insista en hablar de la identidad de género. Ante esta situación, para nosotros un tanto confusa -e imaginamos que algo parecido le ocurrirá al lector-, hemos intentado elaborar una propuesta, a lo largo de estos últimos años, que recogiendo esta necesidad sentida de centrarse académicamente en el sexo, en su desarrollo como sexualidad, potencie la sexología, a la par que haga justicia a otra realidad no menos compleja -la del género- que habría de estudiar la generología. Esta propuesta requiere ante todo y sobre todo ir paso a paso delimitando los posibles contenidos que se engloban bajo los conceptos más básicos: sexo, género, sexología, generología, sexólogo y generólogo. El cuadro 1 adjunto puede servirnos de ayuda gráfica en este breve recorrido por lo que consideramos pilares fundamentales de una sexo- logía y generología, que a nuestro entender están llamadas a complementarse más que a suplantarse, en contra, por consiguiente, de lo reflejado, al menos en un principio, por las tres corrientes analizadas. Estas corrientes, por lo demás, pueden ser consideradas como ejemplos prototípicos de la visión predominante en estos momentos.
Pocas dudas cabe imaginar, en cualquiera de los tres ejemplos analizados (Friedan, Money y Spence), acerca de lo que hoy conocemos de forma bastante fidedigna sobre los así llamados procesos y niveles de sexuación o diferenciación (niveles genéticos, endocrinológicos, anatomo- fisiológicos, neurológicos, etcétera) -parte superior del cuadro-. Esto es ya materia tan de sobra conocida que no merece la pena detenerse en ello. Lo que sí debería extrañar es que en los tres casos, tras abogar por la conveniencia de un reconocimiento social de la sexualidad humana, no sólo no se luche contra la moda imperante -si exceptuamos de algún modo a Friedan-, sino que incluso se contribuya a potenciar la sustitución del sexo por el género. Tal vez haya llegado la hora -esto es lo que uno parece barruntar tras el análisis llevado a cabo- de reconocer errores, a fin de volver a llamar a las cosas por su nombre. Este intento de establecer la deno- monación más idónea, se constituiría en un primer paso básico para una fundamentación correcta tanto de la sexología como de la generología. El segundo paso, dentro de la postura aquí defendida, hace referencia a dos aspectos -el polimorfismo sexual y la reflexividad (parte superior central del cuadro)- que merecen una consideración desigual por parte de las tres figuras consideradas. Mientras que no debiera haber problemas en la admisión, por parte de cualquiera de los tres autores comentados, del polimorfismo sexual en tanto derivado natural de los procesos de sexuación o diferenciación (consideración de los sujetos ambiguos como un grupo de personas dignas de toda consideración y análisis, frente al clásico dimorfismo sexual -varones y mujeres-), sin embargo, sí resulta más difícil imaginar la admisión de la reflexi- vidad como componente esencial para el desarrollo ulterior de cada individuo sexuado, frente a los términos más al uso de razón o inteligencia. La explicación reside en que mientras la razón o la inteligencia pueden convivir sin excesivas trabas con una concepción dualís- tica tipo la cartesiana -la mente y el cuerpo son dos cosas bien diferentes que apenas tienen nada en común-, la reflexividad se muestra como una estructura emergente cuyos componentes básicos son idénticos a los del cuerpo, pero con diferente estructuración y grado de complejidad -visión unificada de mente, materia y vida (Capra, 1996)-. De aquí -desde esta concepción-, se deduce lógicamente que no sea necesario ningún esfuerzo extra para dignificar a la sexualidad frente a cualquier otra dimensión humana y, por tanto, que bajo ningún concepto se haga necesaria la sustitución de sexo por género, al ser éste un término más neutro y, por consiguiente, políticamente más correcto. La misma reflexi- vidad -individual y social- aparece como el elemento básico por antonomasia tanto para el desarrollo del sexo en su forma de sexualidad, como del género en su modo de generización. El tercer paso del planteamiento propuesto no es más que la conclusión lógica de los dos previos. El sexo se constituye en una realidad compleja que hunde sus raíces en lo biológico y que tiene un desarrollo necesariamente psicosocial -la sexualidad humana-, que debiera ser estudiado dentro de una disciplina específica denominada sexología y cuyo profesional sería el sexólogo. Salvo que las personas humanas se avergüencen de lo que son -sujetos necesariamente sexuados-, ni la sexología ni la profesión de sexólogo tendrían que ser consideradas respectivamente como disciplina maldita o profesión degenerada, que debieran camuflarse bajo un nombre un poco más neutro o más digno, como parece ser el de género. El sí a la sexualidad pero el no al sexo -de ahí su sustitución por el género- que, ciertamente en grado distinto pero con un cierto denominador común, es posible detectar en los tres ejemplos mostrados en este trabajo, tal vez sea el fiel reflejo de las dudas de los propios autores cuando reflexionan sobre sus obras y ven la flagrante contradicción a la que han sucumbido. El enfoque esquematizado al que estamos haciendo alusión, al proponer que además del sexo también sea posible hablar del género (refle- xividad social y personal, basada en el polimorfismo sexual, en torno a todas las acciones y relaciones intersexos que no son estrictamente sexuales -feminización de la pobreza, diferencias/semejanzas de los sexos en, por ejemplo, aptitud verbal o espacial, etcétera), puede constituir una salida científicamente digna a la ambigüedad antes referida. Instalados dentro de la compleja y extensa realidad del género, podemos investigar, desde la generología, todos los procesos de generización, es decir, analizar el porqué los sexos se comportan como lo hacen dentro de todos los ámbitos de una sociedad determinada en todas aquellas facetas no estrictamente sexuales. El especialista de estos asuntos debería ser obviamente el generólogo. Finalmente, en la parte central baja del cuadro, se hace referencia a las interacciones del sexo y del género a lo largo de todo el ciclo vital, porque esto es lo que vive cada individuo a lo largo de su existencia. La separación de sexo y género puede ser muy útil para los especialistas -sexólogos y generólogos-, sólo a sabiendas de que en la vida real ambos dominios -el del sexo y el del género están continuamente en interacción. Creemos que el planteamiento aquí bosquejado, cuya materialización extensa se comenzó a realizar a comienzos de la década de los 80 (Fernández, 1983) y todavía se continúa en nuestros días (Fernández, 1988, 1991a, 1991b, 1996a, 1996b, 1998, en prensa), remitiendo, pues, al lector a estos trabajos si desea tener un conocimiento en profundidad del mismo, podría tal vez ser útil para salir de esa especie de encrucijada técnica en la que muchas feministas, gran parte de los sexólogos y bastantes psicólogos parecen encontrarse.
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LOS SEXOS: DEL AMOR A LA SEXUALIDAD Felicidad Martínez * * Psicóloga. Sexóloga. C/Martell, N° 34, 4° A. 28053 Madrid. España.
El amor ha sido y aún es uno de los conceptos a través de los cuales se han absolutizado las relaciones entre mujeres y hombres. Absolutizado él mismo, ha venido a salvar el poderoso abismo que el pensamiento dualista estableció entre la razón y el deseo. Hablar de mujeres y de hombres en nuestro entorno es traer a colación de algún modo ese sentimiento que llamamos amor, a través del cual los sexos se buscan, se encuentran y desencuentran y, en buena medida, se hipotecan el uno al otro en una ola creciente de expectativas acaso imposibles. Vamos a indagar en algunos extremos de las raíces dualistas en las que se hunde nuestra tradición occidental con respecto al amor, a través de la cual se han ido pergeñando ciertas ideas de hombre y ciertas ideas de mujer, para concluir que, ante la insuficiencia que a todas luces manifiesta el amor para establecer el marco de un encuentro gozoso entre los sexos, tendremos que mirar en otra dirección. En este punto plantearemos la vivencia de la sexualidad como posible vía a cultivar . Palabras clave: amor, mujer, identidad, dualismo, sexualidad, sexos
THE SEXES: FROM LOVE TO SEXUALITY. Love has been and still is one of the concepts that has determined relationships between men and women. Love in its absolute sense, has come to resolve the powerful abyss of the dualist thinking establihed between reason and desire. Talking about men and women, in our milieu, recalls to a certain extent the feeling of the so called loved. The sexes look for each other, find each other, “not-find” each other, in a high tide of expectations may be impossible ones. We will inquire into the extrems of the dualists roots of love in the Western tradition. The concept of love has sketched the notion of men and women. We will conclude that the clear insufficiency of the concept of love to establish a frame for an enjoyful encounter between the sexes, drives us to look at another direction. We forsee the experiece of sexuality as a possible way to cultivate. KeyWords: love, woman, identity, dualism, sexuality, sexes.
1. El amor: referencia de encuentro entre los sexos El amor ha sido, y todavía lo es, una referencia profundamente arraigada del encuentro entre los sexos. Un espacio privilegiado de las relaciones entre hombres y mujeres -aquél donde el encuentro se perfila de modo más originario e íntimo- se imagina, se sueña y se proyecta conforme al amor. En su escorzo se perfilan no sólo las pautas amorosas que corresponden a las mujeres y a los hombres, sino que se definen sus identidades: se hacen hombres y se hacen mujeres para el amor; se proponen modelos masculinos y femeninos que , dada la mutua referencia de los sexos, van a encajar como mano y guante. Y, sin embargo, atribuyéndole, como le atribuimos, un papel tan nuclear en la vida de los sexos, el amor está abocado a fracasar irremediablemente en aquello que se propone. A pesar de esto, a pesar de haber mostrado su insuficiencia e incluso su nocividad para excitar y amparar un encuentro gozoso y feliz, nos resistimos a separarnos de esta referencia. Nos aferramos al amor. Mas, ¿qué queremos decir cuando decimos amor?. ¿Qué recoge su nombre?.¿Qué evoca esta palabra?. Amor, dirá el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, de Julio Casares, es un sentimiento afectivo que nos mueve a buscar lo que consideramos bueno para poseerlo o gozarlo. O, también, entre otras: Pasión que atrae un sexo hacia otro. Cuando intentamos aprehenderlo, el amor, fiel a su naturaleza mítica, se escabulle, se curva, se diversifica. Casquivano y juguetón, de engañosa apariencia cándida, Eros, hermoso y travieso, se aleja. En esa lid por atrapar la esencia del dios, resultaremos vencidos. Siempre seductor, se desliza ante nuestros ojos en un eterno juego que vela y desvela, que asoma y oculta. El amor se diluye en polisémicos sentidos y alusiones, imágenes y palabras; se difumina en infinitas máscaras. Con su solo nombre queremos decir tantas cosas que acabamos por no saber qué decimos. En nuestras manos, en nuestro verbo y en nuestra vivencia, han quedado la seducción, el deseo, la ternura, los celos y acaso la sensación de que no era eso lo que buscábamos. Buscábamos..., ¿un espejismo tal vez?. Acaso sea entonces el momento de preguntarnos: ¿Pero existe el amor?. Baudrillard (1984 : 105) nos dirá: el amor no existe, y basta. Pocas páginas más adelante, concluirá: Siempre volvemos a lo mismo: el amor no existe. Debería poder existir, pero no existe1. No existe, pero parece que viene a cubrir un vacío. No existe, pero se desea que exista. Y a lo mejor se desea porque se nos ha dicho que existe. O , tal vez, por todo lo contrario: se desea porque sabemos que así de grande y así de absoluto no existe. Se desea por imposible. Si el amor es un punto de encuentro para los sexos, entonces, tendríamos que concluir que las mujeres y los hombres nos buscaríamos en lo imposible. Sea como sea , como aspiración o como realidad vivida a través de los amores -que, por concretos, los creeremos imperfectos o no verdaderos- el amor se ha erigido en una referencia común. Como motivo -y hasta motor- privilegiado por nuestras producciones culturales, se va enredando en nuestra vida y en nuestra misma forma de imaginarla, proyectarla y concebirla: eje o desenlace en el cuento y en la novela; inspiración en la poesía; controversia en el ensayo; argumento en el teatro y en el cine; evocación en la pintura y en la escultura; sugerencia en el diseño y en la publicidad; reinterpretación de la experiencia, verdad del mito (Pieper, 1984), libertad e igualdad cristiana.2 Omnipresencia, ésta del amor, igual y diferente, singular y común a los diferentes momentos sociohistóricos. Manifestación de lo diverso como si de lo idéntico se tratase. Hay una univocidad al hablar del amor, cuando se le absolutiza, como si las formas de amor -eros, ágape, pasión...- fuesen solo eso: modos de expresión singulares de una primera y última cualidad del amor. Cualidad que, por cierto, resulta difícilmente inteligible. Después de todo esto, ¿cómo podríamos dejar de enamorarnos?. ¿Cómo podríamos, cuando menos, dejar de esperar esa -vox populi- substracción a la cotidiano o ese repentino cobrar sentido de nuestra identidad y de nuestras vidas. Desde la permisividad lógica que debe acompañar a todo amor que se precie de serlo -puesto que se dice ciego-, forzaremos la realidad y distraeremos los hechos. En último término, el fracaso siempre puede entenderse como prueba de nuestra incapacidad o culpabilidad, de que no era el verdadero amor o incluso de que el amor que nos ha tocado en suerte es desgraciado o imposible. Lo que nunca haremos será negar su referencia. Los grandes amores anudan sus lazos en la adversidad, sobreviven a pesar de la distancia y a pesar del tiempo en la distancia. Será esta lejanía una sólida fortaleza que ningún obstáculo externo -menos aún la muerte- podrá derribar. Estas son bagatelas para un amor destinado a perecer en la proximidad que anhela. Y, al perecer en la cercanía, su muerte nuevamente será indicio de que no se amaba de verdad. Por encima de las evidencias y de las vivencias, por encima de los sexos, el amor siempre se sitúa victorioso. ¿A qué profunda necesidad responde?. O, ¿qué profundas necesidades crea?. A mi entender, hay de todo un poco: responde a una necesidad profunda que no satisface ni puede satisfacer y, por otra parte, lo entrañado de su referencia, el modo en que ha sido escrito y descrito, pensado y relatado, genera otras necesidades que tampoco pueden ser satisfechas porque nacen de una referencia ya de mano ficticia o imposible. Hablo del amor y del modo de amar que se caracterizan precisamente por estas peculiaridades y no de otros amores o modos de amar que no se ven matizados por esa trágica forma de lucha que nos ha legado el dualismo3. Me ceñiré a éste, principalmente porque me interesa destacar que, a través de este amor y modo de amar, se ha destinado a los sexos a un antagonismo insalvable y a la imposibilidad gozosa de su encuentro. Aún habría que añadir que se ha perfilado una idea de hombre y de mujer alejados de su humanidad y, según una lógica de vaivén, satanizados o divinizados; vistos como sujetos u objetos; como dependientes o independientes... En definitiva, desmembrados.
Nuestra tradición ha cultivado con ferviente ahínco ese sistema de pensamiento que conocemos por dualismo, cuyas raíces han agarrado profundamente en las vivencias de las identidades de los sexos, en sus relaciones y en la definición de los espacios para su encuentro. A continuación, voy a apuntar, en algunos casos muy brevemente, algunos de los hitos dualistas que considero de interés para lo que aquí estamos tratando.
Nos lo cuentan así: en un principio fue el verbo, logos, razón, palabra... Aunque, también nos dicen que en ese momento de génesis fue el mito y el mito se hallaba gobernado por la pasión. Era el deseo. Desde el Olimpo nos llegan ecos de vidas turbulentas, de paraísos vividos por dioses y diosas pasionales, de una fuerza motriz hecha de apetencias, de metamorfosis engañosas para los humanos y enajenadoras para los mismos dioses. Así nació nuestra civilización occidental: los humanos, hartos ya de que sus vidas fueran regidas por los caprichos y las rivalidades divinas, se rebelaron. Surge de este modo la figura del héroe. Él va a luchar contra la arbitrariedad de los dioses. Trágica figura que se mueve entre lo divino y lo humano, sueña su libertad a través de las pasiones. En su afán de liberarse de un destino fatal, tejido al azar por los apetitos divinos, el héroe arrastra lo humano hacia lo natural. Y lo hace por la cólera y por la ira. La pasión sirve a este gran propósito individualizante y diferenciador. El siguiente paso en este proceso de separación, de autodefinición de lo propiamente humano, será desgajarse de lo natural: sustraerse de la animalidad. Se quiebra esa idea de circulari- dad con la que se representaba el universo y lo que en el acontecía -idea íntimamente ligada al carácter cíclico de la naturaleza- y se implanta la representación vertical, hermana de la jerarquía: desde lo inferior y sensible a lo superior e inteligible. Filosóficamente se sistematiza la jerarquía de las almas, y el alma que superará lo sensitivo será el alma racional. Alma, la racional, que habrá de construirse a sí misma como lo propiamente humano. Surge así la idea de la racionalidad como conquista, como ascensión, como superación de peldaños de orden inferior, como vencimiento de todo aquello que nos vincula a la animalidad. Una idea que en absoluto nos es extraña Lo inquietante de todo esto es que ya hemos perdido una parte o una cualidad que nos es substancial. Con todo ese proceso de búsqueda de lo genuinamente humano, que es en definitiva lo que significa la búsqueda de la razón, se ha llegado a obscurecer el deseo. Éste quedará desterrado como zona de sombras en la naturaleza humana. Nos hemos quedado sin la fuerza motriz, nos hemos despojado de la apetencia. A partir de aquí seremos todos un poco héroes y un poco heroínas, al menos en el proyecto de nuestra identidad, destinados a esa vivencia trágica, que es la mayor herencia que nos deja el dualismo.
La primera noción sistemática de lo que el amor es4, nos lo presenta con una condición mestiza, angular. Hijo de Poros y Penia, a medio camino entre lo sensible y lo inteligible, instrumento privilegiado de acceso al mundo de las ideas y a la sabiduría. De este modo, en lo que podríamos calificar de primer paso formal del proyecto de emancipación emprendida por la humanidad -la conquista de la libertad a través de la creación de un espíritu- , esto es, en el sistema filosófico de Platón, el amor estará destinado a encontrar su identidad en la lucha o pulso entre el cuerpo y el espíritu naciente.
Lucha entre contrarios El paso histórico del mito al logos exigió una substracción al orden de lo natural -entiéndase una resta, una acto de separar y arrancar. Se buscaba una diferenciación radical de aquello que nos empuja al vértigo de las otras especies y de aquello que nos iguala en el orden natural. Pero esta separación necesitaba mantener ese orden del cual se arrancaba: se buscaba una diferenciación por oposición. Para construir el nuevo universo, se establecen dualismos esencialistas, vg., alma/cuerpo, cuya singularidad radica en que ambos términos se definen en virtud de la oposición que mantienen. Dicha oposición no es simétrica, no se refiere a iguales en un plano de valor, sino que el segundo término -en nuestro ejemplo, el cuerpo-, constituye una traba u obstáculo a vencer por el primero -alma- que es lo bueno. En otras palabras, la conquista del alma es posible porque es dado un cuerpo a modo de cortapisa, pues, en esta lógica, si el esclavo perece no puede subsistir el poder del amo5.
Lo masculino versus lo femenino Con el correr de los siglos, Simone de Beauvoir que, como es sabido, aplicó la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo a la relación entre los sexos (1949), llama la atención sobre el hecho de que, siéndose necesarios el uno al otro, el primero de los términos de estos pares de opuestos -el amo, el hombre, lo uno- no plantea la necesidad del otro, del esclavo, de la mujer. Y es que, en el marco de esa tradición dualista, se define también una diferenciación esen- cialista entre los sexos. Se hace un reparto de lo que aún es necesario conseguir y de lo que, poseyéndose por naturaleza, constituye un obstáculo. De ahí en adelante: lo masculino versus lo femenino. Al hombre le corresponderá la heroica tarea de representar la virilidad: renegar de todo aquello que lo arrastra hacia lo femenino, de la mujer misma; renegar del mito del andrógino, que, tal y como lo entiendo, transmite una verdad muy honda: la valía de cada uno de los sexos en sí mismo -al menos, eso me sugiere la imagen de la esfera y las dos mitades que se unen en ella. Los mitos son relatos con un lenguaje que es preciso desentrañar y descubrir, antes que interpretarlo literalmente. Al hombre le corresponde, en fin, construir su independencia y su libertad, diseñar y acatar la Ley. Serán sus dominios la fuerza, la acción, la razón, la palabra. La mujer queda así destinada a ser una impedimenta -en el sentido genuino de algo que pesa y dificulta la marcha-, un obstáculo, parte que aspira a su completud, vínculo del hombre con lo natural. Esta función femenina de conexión con la naturaleza, aún lo podemos encontrar en el positivista Comte, quién en el siglo XIX atribuía a las mujeres la función de garantizar el íntimo contacto del hombre con la naturaleza. La mujer será testigo de las caídas masculinas, Antígona defensora de la ley de la sangre. Su dominio será todo aquello que cabe en el espacio de las emociones, de los sentimientos, de la sexualidad, de la pasión6. En Estudios sobre el amor, escribe Ortega (1970: 29): el hombre vale por lo que hace, la mujer por lo que es . Al margen de su intencionalidad, esta frase condensa, la esencia de un reparto mutilador para ambos sexos, pues al varón se le priva de la posibilidad del abandono y a la mujer de la necesidad de hacer. Y es mutilador porque el abandono y la acción, en su dialéctica y en la reciprocidad, serán las actitudes que posibiliten acceder a lo que quieren el uno del otro y la otra del uno. A partir de ese reparto, el sentido de lo femenino será el de un hacer negativo -en palabras de Beauvoir. Será un permanecer ahí, disponible, eterno, atento a cualquier posible llegada, a cualquier posible regreso. Ser mujer significa esperar. El sentido de lo neutro -lo ético, el valor- será la libertad, que se define en el campo de la razón. Y el sentido de lo masculino será alcanzar ese mundo del valor a través de la superación del obstáculo que lo amenaza: el frenesí de la pasión y, en particular, de la pasión amorosa. En esta dialéctica, no es útil una sexualidad que multiplica sus objetos de deseo, no es útil una sexualidad que hunda sus raíces en la diversidad: se precisa una exclusividad amenazadora y, a la par, estimulante. Entonces, se inventa el amor.
El amor: un intento de respuesta coherente a la incoherencia El amor, me atrevería a decir, es la respuesta más coherente que en un momento dado pudo darse a esa vocación trágica en que había quedado convertida la humanidad. Surge en la propia separación entre la razón y el deseo: conjuga nuestra perenne agonía entre el deber y el placer y consagra la maldad de la sola pasión. En la perspectiva del dualismo, razón y deseo -de no ser éste último un motor que tome la razón como instrumento en su camino de ascenso hacia la sabiduría- serán eternos antagonistas. Razón por encima del deseo. Deseo, sometido jerárquicamente por la razón. Como lo uno y lo diverso, lo masculino y lo femenino, la acción y la pasión, el alma y el cuerpo. Y, sin embargo, es evidente, que para que yo pueda nombrar el deseo, para lograr comunicarme con un lenguaje ausente de caricias, para que mi verbo sea él mismo quien acaricie o para que mi inclinación sea hacia esto o hacia lo otro, me sirvo del logos. Son muchas y muy hondas las fracturas que se producen con el dualismo. El amor viene a instalarse en el vértice de esta confusión, en el ángulo conceptual entre naturaleza y cultura. Calle razón, esquina deseo. Será mezcla de polos previamente definidos como antagónicos. Su condición mestiza y dramática ya nos llegaba desde el mismo relato de su nacimiento. El amor se instala, entonces, también en el plano propiamente vivencial que somos cada uno y cada una, como puntos de encuentro entre razón y deseo. Somos ese campo de tensión en el que ambos coinciden. O, aún más claro, somos y vamos haciéndonos esa coincidencia y conforme a esa coincidencia. Por decirlo con un lenguaje más reciente: el sentimiento amoroso, quizá en una línea similar a la descrita por Gurméndez al referirse a la melancolía, expresa el debate del sujeto freu- diano. Debate entre los instintos y afectos, por un lado, y la cultura de la racionalidad de los valores, por otro. De hecho, se suele aceptar que la tradición epistemológica sobre los sentimientos los condujo prematuramente hacia el campo de la irracionalidad, separándolos, por tanto, del racionalismo. Y posteriormente, esta separación, que habría sistematizado el filósofo de Koninsberg, sería la que habría dado lugar al Ego freudiano7. Pero decíamos que el amor es la respuesta más coherente siguiendo la lógica de un marco contradictorio. Efectivamente, si la sexualidad diversifica sus objetos de deseo, el amor los exclusiviza8. Sus efectos, en palabras de Trías (1979: 17), dan lugar en ocasiones, a verdaderos cambios interiores y exteriores, a transformaciones profundas de la personalidad, a innovaciones sorprendentes y a regresiones alarmantes. Por lo tanto, mediante su invención se van a lograr varios propósitos. Por una parte, se genera el espacio de conflicto que es necesario al esquema dualista para mantener la lucha de la cual han de salir triunfantes lo masculino, el alma, la razón. Por otra, éste será también el espacio de legitimación del deseo, de la erótica, de la pasión -que quedarán así definidas como lo malo, puesto que necesitan un plano de legitimación. Quiero insistir en que me estoy moviendo con ideas. No pretendo decir que los hombres salgan victoriosos del amor cuando lo vencen, ni que la sexualidad precise ser legitimada, sino que esa es la lógica de unos conceptos. Lógica que, por otro lado, entiendo que ha hecho bastante mal a ambos sexos. Continuando con esa lógica, pues, habrá amor bueno -bien diferente del buen amor del que hablábamos en nota a pie: pulso que se inclina hacia la razón; amor lejano; aspiración, virtud estimulante, instrumento de grandes proezas y hazañas, incomparable fertilidad del sufrimiento; todo por el amor, pero sin el amor. Y amor malo: pulso que se inclina hacia la carne; proximidad corpórea, concreción, substracción al deber, irracionalidad, espíritu vencido por el cuerpo. Y aún habrá un amor mejor: el que se ha debatido, el que se ha visto caer vertiginosamente, el que tocando el suelo de lo carnal y sensible, ha logrado rehacerse y orientarse, en principio vacilante, después firme y seguro, hacia lo noble y verdadero. Amores éstos que, en cuanto nacen, están destinados a morir en la posesión del objeto. ¿Cómo si no?. En estos amores hay un objeto, que es pasivo, y, en tanto que es poseído, sólo puede ofrecer seguridad. No puede ser un otro renovado, no puede suscitar el anhelo que le es necesario al mantenimiento de la llama viva del deseo: la acción le ha sido sustraída. Y un sujeto, que se dice absoluto sin serlo, que no puede dar aquello que cabría esperar de su ficticia condición unívoca o salvadora, que en la cercanía se ve relativizado, perdido su halo de magia y misterio. Así alimenta Amor su imposibilidad, así genera necesidades que no puede satisfacer, así garantiza su continuidad y permanencia. Ambos, hombre y mujer, al jugar al amor, jugarán a perder una vez más, siempre con el espejismo del ludópata que se dice que esta vez la suerte vendrá de cara. El amor de lo masculino hacia lo femenino sólo podrá sobrevivir en la distancia -y en lo secreto- como admiración, entusiasmo, aspiración o anhelo. La naturaleza de la pasión amorosa será caminar hacia su destrucción: locura sin igual que rechaza lo que denodadamente ha buscado, que activamente destruye el preciado objeto para, justificadamente, entonces, repudiarlo. Muere por lo que más ansía: la posesión. En su lucha por la verdad, sólo tendrá mérito la conquistada. Como la libertad. San Agustín será un héroe por haber vivido en el pecado, condición indispensable para ensalzar su virtud posterior. Y la sumisión del amado no ha de ser voluntaria, sino resistente, contra su voluntad. Lucha, conquista, belicismo de un alma sólo victoriosa por su necesaria caída. Es el alma masculina. El alma femenina alcanza, por contra, una victoria más elogiable cuando resiste, cuando no llega a caer. Las condiciones del perdón serán diferentes para ambos sexos. La feminidad será sufridora, en justa penitencia, y la mas- culinidad, reconociendo su error, se orientará hacia valores más elevados. Pero, a fin de cuentas, todo se perdonará al uno y a la otra si lo que han hecho lo han hecho por amor. Excesiva carga para Eros. Nos lo cuenta él mismo: ...Y, por otra parte, ¿qué mal hago yo mostrándoos cuáles son las cosas bellas?. Sed vosotros quienes no las deséis, pero no me echéis la culpa de esas locuras. Y, añade, “¿O es que tu quieres madre, no estar ya enamorada de Ares ni él de ti?9. El amor se pretende como lo que exculpa, soberano pretexto para legitimar lo que ha sido condenado. La propia libertad parece intervenir sólo para salirse de él. Ya Lucrecio, a la par que ofrece los medios para su cura, nos alerta sobre esa falsa creencia: Y aunque fueras cogido y enredado podrías evitar el infortunio si tú mismo no fueras a buscarle... 10. Filtro de Tristán e Isolda, sublimación de Alonso Quijano... No existe responsabilidad en sus acciones, obran por amor, enajenados por el amor, allí dónde éste se compromete con lo sublime, la abyección o la locura. Dualidad del alma femenina: dios y demonio: madre, esposa, hija y hermana -advocaciones de mujer, dirá Ortega-, pues aman para siempre y ese amor es su única vía de acceso a la erótica; hetairas, amantes, prostitutas, mujeres fatales: para éstas últimas, una mecánica, la simulación de placer, la suscitación del deseo erótico. Férreas disposiciones religiosas, éticas y clínicas para mantener a las mujeres y a los hombres en los compartimentos estancos que esta doble moral genera, al servirse de los rasgos del amor que hemos venido comentando. Atenta vigilancia pues, aún en las más castas, habita el demonio de la carne. En realidad, es la carne lo que se teme, es la carne lo que se pretende controlar. El sentido de lo masculino en esta forma de amar, será instrumental, búsqueda. El sentido femenino, será expresivo, meta. El hombre buscará y ella, en su permanecer ahí, se encontrará con su destino al ser hallada por un hombre que, inevitablemente, la decepciona en su humanidad. Ambos se decepcionan en la dimensión en la que pueden encontrarse. El amor masculino será transitorio, fugaz, pequeño alto en un camino que ha de reemprender; el femenino será estable, seguro, hogar y cobijo... Cuantitativo, el uno; cualitativo el otro. El amor va a dar cuenta de la forma más violenta de esta dialéctica -que muy bien puede ser la dialéctica de los sexos. Crea y modela los personajes que necesita para su representación. Su poder de substracción, de exclusividad, de suscitar metamorfosis y producir cambios lo hacen excelso para ello. Sobre todo, por la potencialidad exculpadora de la que se le ha dotado. A través del amor, lo femenino busca a lo masculino para ser completo y lo masculino se busca a sí mismo para saberse completo. Y, sin embargo, ambos en su completud y en su meneneste- rosidad, en su humanidad, desean el encuentro; desean un encuentro gozoso, un encuentro que el amor no puede darles. Y eguimos buscando alguna respuesta coherente, que tal vez exigiría un replanteamiento de las preguntas.
3. Algunos momentos históricos en la vivencia del amor Puesto que de nuestras raíces occidentales venimos tratando, quiero detenerme ahora en algunos aspectos que atañen a lo cotidiano del convivir de los sexos en esa cuna de nuestra civilización que es la Grecia clásica. El hombre y la mujer griegos no se encuentran en el amor. Se encuentran, en cambio, en el matrimonio cuando la mujer es libre; en la erótica , cuando esclava o meteca; y, es posible, aunque poco habitual, que en el afecto. Pero no en el amor. En la Atenas clásica, a pesar de la existencia de hetairas, pórnai, esposas y con- cubinas11, es coherente que no se le pida a la mujer fogosidad y sí, en cambio, castidad12, al menos por lo que respecta a las mujeres libres, pues éstas van a ser por excelencia las destinadas al matrimonio. El amor griego, masculino y homoerótico, se encuentra radicalmente separado del matrimonio e íntimamente vinculado a la amistad y a la sexualidad, como un todo. Y, si bien Platón afirma que el amor inclina de un un modo necesario un sexo hacia otro13, su discípulo Aristóteles señala que el aparejamiento de hombre y mujer carece de una denominación propia14. Lo cierto es que en los textos clásicos el término eros se suele restringir a las relaciones entre los varones pues, por eros se designa ...el sentimiento apasionado que une el eromeney el eraste...15. Se refiere, pues, a la afección apasionada por un hombre y por un adolescente de doce a quince años16, respectivamente. Estas uniones, profundamente arraigadas a pesar de su prohibición legal, se consideraban estimuladoras del honor y el valor guerreros y, aún, de la sabiduría. Amor pedagógico, amor virtud, dirá Baudrillard17. Ya en la época clásica se cuestionaba el porqué, no de la amistad masculina, sino de las uniones homosexuales. Aristóteles, al analizar la forma de gobierno cretense, señala que el legislador de Creta habría favorecido las uniones entre los varones, con el propósito de limitar el número de generaciones18. Otro orden de explicaciones abunda en la endogámica convivencia masculina en el conjunto de las actividades diarias del hombre griego - siendo la homosexualidad una consecuencia casi nece- saria19. Pero, sea cual sea su origen, la raigambre de este uso amoroso era tal que, aún en el S. II n.e., Plutarco se consideró en la obligación de aclarar que también las muchachas eran capaces de despertar el eros. El matrimonio griego, lo acabamos de decir, nada tiene que ver con el amor. Ni siquiera con el afecto o la atracción. Es una alianza concertada, sin que los contrayentes tengan por qué conocerse, y se efectúa por motivos religiosos: asegurar una descendencia varonil legítima que perpetúe el culto a los antepasados. Este culto garantizaba la felicidad de los muertos en el más allá, existiendo, por dicha razón, gran presión social contra el celibato masculino. El varón griego va hacia el matrimonio como si de un mal necesario se tratase. Subsidiariamente, el vínculo marital se halla orientado a reproducir ciu- dadanos20 y a velar por los intereses económicos del oikós. Si la finalidad del matrimonio griego es garantizar la legítima descendencia, se entiende fácilmente que la castidad de la mujer libre sea una virtud. Con todo, cabría pensar que las relaciones extramaritales de las esposas griegas eran lo suficientemente frecuentes, como para justificar la facilidad con la que su marido podía repudiarla: la sola sospecha de infidelidad, era suficiente. Aunque no es menos verosímil que ello se deba, en buena medida, a una forma de prevenir el adulterio femenino, pues como sucederá más tarde con la burguesía hay una preocupación latente por la legitimidad de la prole. Andrón y gineceo disponen a hombres y mujeres para una, repito, escasa convivencia -aún cuando sean cónyuges-, para una diferenciación clara de sus dominios respectivos. Las mujeres atenienses serán instruidas en aquellas tareas que habrán de ejercer, una vez casadas, como amas de la célula religiosa y social que constituye el hogar. El dominio femenino será el oikós. Y, si bien existía la posibilidad teórica de injerencia del esposo en los asuntos domésticos, en la práctica, solía delegar. Así lo requiere, por otra parte, la atención que debe prestar a las actividades formativas y lúdicas, a los debates filosóficos y, claro está, a los asuntos públicos y jurídicos relacionados con la polis -por los que la mujer honrada no debía ni siquiera preguntarse. Quiero llamar la atención sobre el hecho de que el eros introduce en el mundo de los valores: lo doméstico no se considera un valor sino una condición de posibilidad, y el deseo carnal, una necesidad varonil. Para satisfacer este deseo, el hombre griego disponía de hetairas y, aún, del concubinato. Y no deja de ser llamativo que a través de estas formas de relación las mujeres accedan parcialmente al dominio de los considerados valores: a las hetairas se les permitía participar en las discusiones filosóficas y, aunque no hay consenso en cuánto al porqué, todo indica que, a diferencia de las esposas y pór- nai (prostitutas), eran mujeres culturalmente preparadas. Tal vez, quepa hablar propiamente de eros en la pareja formada por Pericles y su concubina Aspasia. Esta milesia y su amante rompieron con los moldes de la época. No sólo Aspasia era una mujer extraordinariamente culta e inteligente, sino que el propio Pericles repudió a su esposa ateniense para convivir con ella de modo inusual: lejos de relegarla al gineceo, la consideró como su igual -y se asegura que no llegaron a contraer matrimonio por impedimento legal, debido a su condición de milesia. Habría entre ellos lo que hoy llamaríamos una amistad intersexual como base de la pareja. Por supuesto, la singularidad de la situación, hizo que los atenienses considerasen las excelencias de Aspasia signo inequívoco de su falta de honradez21. En el otro polo, es decir, en la virginidad, también la mujer posee un saber. Este saber, el de la sacerdotisa, no tiene nada que ver con la sistematicidad de las enseñanzas filosóficas. Por el contrario, es obscuro; pleno de sentido, pero enigmático -al igual que su palabra. El logos de la castidad apunta, señala, indica... No dice, pero tampoco calla. Parangón del eros masculino, podría considerarse también al safismo. Safo, educadora y poetisa, ejercía su labor en Lesbos en el S. VI a.n.e. y en su época se le llegó a atribuir un mérito similar al de Homero. Safo dirigía una suerte de internado femenino para.adolescentes dónde se anudaban amistades particulares entre las maestras y las alumnas22. Sin embargo nada indica que el safismo se perpetuase en la época clásica. Tal vez porque supuso la exaltación de la femineidad desde la propia femineidad. O, para decirlo, con las palabras de Romeo de Maio (1988: 11) Para Safo...el amor es propiedad de la mujer, cultura antihomérica, un destino de conflicto...Safo afirma la diversidad del hombre, Aspasia la semejanza. Femineidad o feminismo, exaltación desde la mujer de la excelencia de lo diferente o de lo semejante, son tendencias que no prosperan, pues el proyecto de emancipación que ha emprendido la humanidad, precisa romper con la verdad del mito. Esa verdad que hoy llamamos de los sexos. Como vemos, al acercarnos a los entresijos del amor griego, al aproximarnos a las vivencias de sus hombres y mujeres en un plano más cercano, nos encontramos con una realidad que es sexual; una realidad diversa, alejada, por tanto, de cualquier absolutismo propio del planteamiento amoroso. Con esta perspectiva, resulta más claro que el amor es una excusa con la que se pretende encubrir una realidad más amplia, más rica y diversa que es, precisamente, la realidad sexual. Para cerrar este apartado, en el que no me he voy a detener en el más amor de los amores: el amor-pasión, sí destinaré un espacio al amor burgués, como ejemplo próximo de doble moral y como muestra de esa huida hacia delante que es buscar en el amor la solución a los males que él mismo genera. Heterosexual, como el amor pasión, el amor burgués se halla estrechamente vinculado al matrimonio y estrechamente también separado de él. Íntimamente ligado al deseo erótico cuando piensa en casarse por amor e, íntimamente también, desligado, cuando se casa: el burgués posee la noción de pecado. Lo sublime para él es llegar a la tentación y al rompe y rasga del amor que todo lo puede. Pero más sublime aún, será la protección y aumento del patrimonio y el florecimiento endogámico de su clase social. Mientras que el varón permanece único con respecto al amor, la mujer, una vez más, será diversa, al hilo de cómo se relacione con la sexualidad y el matrimonio. El hombre es, la mujer, significa. El poder femenino está en que engaña, haciéndose una misma cosa el amor y los celos. Pero, el amor es tan sublime y el mundo real tan sórdido que cualquier compromiso entre ambos está llamado a desaparecer. En realidad, aunque en el principio común del dios dinero, han sido educados de forma muy diferente. El varón, para conquistar el poder y, una vez lo haya hecho, tenerse a sí mismo por...un bello animal seleccionado para pasar por grandes pruebas pasionales23. La mujer para ser una mercancía que habrá de valorizarse por medio del hombre: casta, si quiere casarse; fogosa, si ha de ser amante; simuladora, si prostituta; frígida y seductora, si mujer fatal. Y, ambos, por más extraño que ello parezca, se casan por amor. Después, claro está, el amor desaparece, ya que en el orden social y moral (...) construido, el hombre y la mujer no pueden estar uni- dos24. El pacto es simple: la mujer burguesa sacrifica, ayudada por el confesor y el médico, la lujuria a la avaricia. El burgués, por su parte, gozará de libre albedrío erótico entre sus amantes (con las que, por serlo, obtendrá placer -ya que su mujer ha pasado a ser el deber) y, mejor, aún, en el burdel... dónde se sabe que todo es farsa, que los dados están cargados, que el orden exterior no es atacado por esos juegos25. Por respeto, en cambio, la sexualidad del burgués es una erótica contenida -lo que no quiere decir simplemente reproductora, sino que permite unas conductas y no otras. El matrimonio por amor y, especialmente, en el futuro de la relación, amor femenino -léase, fidelidad- es esencial para el desarrollo de la clase burguesa. Llegados a este punto, cuando ni siquiera nos hemos detenido en esa forma sublime de obstáculo que es el amor-pasión -referencia excelsa de amor absoluto cuya esencia es ser imposible-, tendríamos que rechazar la hipótesis de que el amor pueda ser un plano de encuentro entre los sexos. Más allá de la ficción o del imaginario, más allá del relato, los sexos, se encuentran a pesar del amor. Se encuentran en ese espacio originario e íntimo que define la vivencia de la sexualidad. Y es muy posible que ese encuentro vea mermado su gozo porque el espejismo del amor lo hace sentir insuficiente.
Son dos los planos o niveles en los que veo la necesidad de este nuevo marco de referencia: por una parte, en el plano de las ideas o nivel de pensamiento; por otra, en el plano directamente vivencial o nivel de experiencia en el que los sexos se atraen, se desean, se buscan, se encuentran y se desencuentran, es decir, se relacionan. Pero, antes de entrar en ellos, quizá convendría dar unas pinceladas que perfilen un tanto el entorno de este fin de milenio en el que las mujeres y hombres de hoy vivimos.
Un entorno fin de milenio Son dos las características que encuentro más definitorias y, a la par, más interesantes para lo que aquí estamos tratando. Una de ellas es el avance tecnológico que hemos experimentado en los últimos años, sobre manera a través del desarrollo de las técnicas que posibilitan la manipulación de los genes -hasta llegar a la clonación- y a través de la evolución de la red informática -que nos hace navegantes de una realidad virtual. Este progreso, que no va acompañado por un interés genuinamente humano, está descuidando la constitución y el cultivo de nuestro núcleo personal, de nuestra educación sentimental. Y puesto que en lo humano no hay ninguna identidad esencial, si no, como dice Julián Marías (1992:18), estructuras que se llenan de contenido biográficamente (ypor tanto históricamente), se está generando un profundo vacío que afecta al núcleo de nuestras posibilidades más íntimas. Hay, pues, una honda descompensación entre unos crecientes niveles de progreso social y unos menguantes niveles de cultivo de las identidades. Otra de las características que me parecen definitorias es la así llamada revolución sexual, que ha sido principalmente consecuencia de la liberación de la mujer y que ha tendido dos efectos inmediatos: la toma de iniciativa femenina en el encuentro erótico y la publicidad extrema de una mecánica copulatoria, acompañada por unos cuantos gestos preliminares. Pues bien, por el momento esta toma de iniciativa por parte de la mujer que, evidentemente supone una merma en el grado de iniciativa tomada por el hombre, no ha supuesto una ganancia para la vida de los sexos. Pero no porque fuese mejor o sea más deseable que el peso de la iniciativa recaiga sobre el varón, sino porque hasta el momento lo que ha hecho la mujer es imitar las formas de acercamiento masculino, emularle, entregándose -como afirma Paulino Garagori en un precioso articulito del año 1965- a una vertiginosa competición. Es decir, las mujeres no habríamos desarrollado nuestra originalidad en el acercamiento erótico, con lo cual estamos un poco en situación de tierra de nadie y de desentendimiento. El segundo aspecto de esta revolución sexual, que presento básicamente como consecuencia de la liberación femenina o en su relación con ella, es lo que -probablemente desatinado en cuanto a conceptos-, Baudrillard (1984) ha calificado de pornografía de lo sexual La información y conocimiento de la sexualidad femenina fue considerada por las propias mujeres como instrumento de introducción en la vida igualitaria. Este hecho ha dado pie a un proceso de consumo barato y alocado que ha tomado la parte (ciertos gestos de la erótica, principalmente) por el todo. Tras un siglo XIX especialmente recatado en la publicidad de la erótica, este siglo que termina, ha dado un bandazo hacia el extremo contrario. Especialmente en España esto se ha hecho evidente tras el corte que supuso el periodo de dictadura y que vino a interrumpir una apertura ya iniciada26. Los comportamientos eróticos han renunciado a ser privilegio de alcoba. Aún más, la alcoba ha invadido todos los espacios sociales de la mano de los medios de comunicación. Y todo ello ha producido un curioso efecto de vivencia de desencanto o desposesión de nuestra propia sexualidad, en tanto que experiencia privada e íntima. De nuevo no porque nos dejemos llevar por la añoranza de una época como la victo- riana, sino porque se ha sobrevalorado lo más anecdótico y accesorio de la sexualidad. Esto se ha convertido en objeto de comercio y consumo y se han descuidado los aspectos más centrales de esta dimensión humana. Lo grave de estos puntos que he comentado es que, por no saber hacia dónde dirigirnos, sí podríamos inclinarnos de nuevo hacia un marco que no nos sirve, movidos por el hastío o el malentendido de otro.
Necesidad de un nuevo marco a nivel de pensamiento En el año 88, Thomas Mermall, al efectuar un análisis de la evolución del pensamiento español de la postguerra, caracteriza el período de 1975 a 1985 en términos de temple romántico y reivindicación del sujeto singular y pasional. En efecto, esas filosofías, tradicionalmente de la sombra, están experimentando una salida a la luz que pone de manifiesto la existencia de toda una línea de pensamiento que habría ido recorriendo cauces subterráneos a través de los siglos. Son las filosofías de lo pasional27. El amor y la sexualidad no son ya una mera presencia argumen- tal, difusa o pretexto en la novela. Más bien, tienden a erigirse abiertamente en un cons- tructo explicativo del sujeto filosófico, psicológico, antropológico y social. Han dejado de ser subterráneos y han adquirido cierto rango de licitud en el panorama del pensamiento occidental. Un pensamiento que encuentra serias dificultades para autorreconocerse en las separaciones esencialistas que conmsagró el dualismo -v.g. razón/pasión; amor/sexualidad; masculino/femenino; naturaleza-cultura. Un pensamiento que -cuando el hombre que camina hacia el S. XXI empieza a ser humorísticamente definido como el eslabón perdido entre el mono y la máquina- busca salvaguardar su identidad a través de una alianza con el sujeto pasional. Es en este panorama donde cabe volverse hacia el polo más olvidado de estos esencia- lismos, por efecto de inclinación de la balanza y sin que hayamos podido dar con un punto de equilibrio. Y en cuanto a esto, mi sugerencia es sencilla: si cuando rastreamos amor, encontramos una realidad que es sexual, quedémonos con ella y veamos qué puede dar de sí esta nueva referencia, que, ya de mano, es más acorde con los hechos. En España disponemos de una hermosa filosofía, de sentido amplio y rico, acorde con el carácter estructural de esta dimensión humana. Se trata de aquella filosofía que, parafraseando a Amezúa, podríamos llamar de los hijos de Ortega. Sería cuestión de detenerse en ella, desarrollarla en estos planos que lo demandan y ampliar su perspectiva en el umbral de un diálogo abierto con la Sexología.
Necesidad de un nuevo marco a nivel vivencial En este plano es en el que la necesidad se hace más ardua, precisamente por inmediata, por vivida. Nos preguntábamos casi al comienzo a qué profunda necesidad responde el amor y que otras necesidades crea y mantiene su sola referencia. Y decíamos que hay de todo un poco. Yo creo que la necesidad honda a la que responde el amor es una necesidad, no amorosa, sino sexual. Necesidad de otro distinto de mí para ser quien soy, para construir mi propia identidad, necesidad que sólo pueden satisfacer el hombre a la mujer y la mujer al hombre por su recíproca y estructural referencia. Necesidad de encuentro, de compartir, de compañía, de sinergia. Son necesidades básicas, insisto, estructurales, y son necesidades de orden estrictamente sexual. Son carencias que relativizan a los sexos, que los sitúan en el plano de su dimensión humana. De ahí que resulte banal reducirlas a una mecanica que sólo es gratificante cuando se da en la perspectiva del encuentro, de dos que se encuentran. En cuanto al otro punto, el de las necesidades que el amor crea para ser insatisfechas, esto es, para garantizar el mantenimiento del amor, de lo que yo he leído sobre este tema, encuentro la mayor lucidez en el tratamiento que le da Simone de Beauvoir, En concreto, en el apartado que dedica en El segundo Sexo a la mujer enamorada. Es evidente que, si el amor se ha mantenido durante tanto tiempo como referencia vivencial, es porque sirve para algo, aunque sea para algo negativo. Aunque esa misma razón haga imposible el hallazgo de un amor feliz Me refiero al hecho de que a través del amor los sexos no se encuentran sino que se hipotecan el uno al otro, sin que ninguno de ellos tome las riendas de su propia vida. Es tan falso que el hombre sí las tome -como se nos ha hecho creer- como que en la mujer lo que exista sea una abnegación total. Hay mala fe en ambos. En el varón porque para ser independiente precisa de una mujer, es decir, depende de una mujer, que le haga ese juego. Si no es ésta, será otra y si no, se la inventará, mantendrá la idea de que no se puede acercar a ninguna porque las mujeres serán un obstáculo en su camino. No podrá salirse de esa referencia. En la mujer son falsas sus pretendidas sumisión y abnegación porque se aferrará a ellas para no emprender nada de más valor, porque es doloroso asumir la responsabilidad de la propia existencia. Preferirá el dolor y el sufrimiento que la supuesta independencia de él le ocasiona, preferirá abso- lutizarlo, porque sin ese juego su vida quedará vacía. Tampoco la mujer podrá ir al encuentro con ese bagaje, porque esa empresa de dolor es mucho más honda y afecta al núcleo de su identidad y porque, inexcusablemente, lo que se va a encontrar son hombres frágiles y terrenos. Pues bien, es en esta condición frágil y terrenal en el plano en el que es posible el encuentro entre hombre y mujer. Este es el marco nuevo y necesario que introduce la vivencia de la sexualidad y que supone en primer término el vivirse como sexos. A partir de aquí la independencia de la mujer, su liberación, pasará por un hacer original y positivo. Para que esto sea posible tendrá que, como propone Simone de Beauvoir28, olvidarse de sí misma, para lo cual es necesario que previamente se convenza de que se ha encontrado. No me cabe duda de que por esta vía ganará la vida de los sexos.
Notas al texto 1 Ibíd. Pág. 117 2 En El Amor y Occidente, Denis de Rougemont realiza un análisis de lo que supone el amor cristiano -ágape- de triunfo sobre eros y de condición de libertad e igualdad entre hombres y mujeres. El amor nos haría libres y nos haría iguales, pues el amor realmente recíproco exige y crea la igualdad de los que se aman (pág.117). Este amor cristiano tiene la virtud innegable de acontecer entre hombres y mujeres, en su dimensión estrictamente humana, alejado por tanto de las magnificaciones que enturbian las relaciones entre los sexos. Desde este punto de vista, la clave de la igualdad no estaría en la reivindicación, sino en el amor. Según lo entiendo, sería interesante hurgar en el núcleo hacia el que apunta esta idea 3 Como el Buen Amor del Arcispreste de Hita, calificado por Amezúa (1974) de mito originario de lo que puede ser considerado como el amor y la sexualidad típicamente hispanos y que, lejos de situarse en una dimensión trágica, se sitúa en un plano de placer. Se trata de un amor feliz. Págs. 19, 117. Evidentemente, las formas de relación entre los sexos y la concepción de los mismos va a variar completamente en uno u otro enfoque. 4 Platón, Banquete. 5 Aristóteles. Política. Libro III, cap. VI. 6 Soy sabedora de que utilizo conceptos y términos que no se daban en la época del nacimiento de la filosofía. Mi propósito no es tanto histórico, cuanto de manejo de ideas y de ahí que me refiera principalmente a las raíces occidentales de tales ideas. 7 A. Heller , 1982. 8 Ortega. Op. Cit. 9 L. de Samósata, “Diálogos de los dioses” en Diálogos de los dioses, de los muertos, marinos, de las cortesanas. Pág. 55. 10 Lucrecio. De la naturaleza de las cosas, 1570 (1150) 11 Acerca de las diversas condiciones de la mujer en Grecia: La vida cotidiana en Grecia en el siglo de Pericles de R. Flaceliére, Diosas, rameras, esposas y esclavas, de S.B. Pomeroy ; Las redes del enigma de A. Iriarte. 12 La excelencia de la sofrosine -castidad- era tal que el griego sólo mantenía con su esposa coitos breves y esporádicos -si bien en caso de hija epiclera, Solón recomendaba tener comercio con ella al menos tres veces por mes (Plutarco. Solón, 20)- e, igualmente, se procuraba que asistiese a las tragedias, no a las comedias ni a ceremonias licenciosas. Ver R. Flaceliére. Op. cit. pág. 81. 13 República, Libro V. 14 Op. cit. Libro I, cap. III. 15 R. Flaceliére. Op. cit. pág.66. 16 Ibid. pág. 126. 17 Op. cit. 1984. Pág. 109. 18 Libro Segundo, cap. III. 19 Así se entiende como consecuencia de los contactos visuales y táctiles que forzosamente se producían en los gimnasios. Sin embargo, en Esparta, dónde los jóvenes de ambos sexos eran educados conjuntamente en el ejercicio corporal, la pederastia estaba aún más arraigada que en Atenas. Por estos motivos, Flaceliére opta por vincular su origen al contexto militar. 20 Es curioso que ...las esposas de los atenienses son transmisoras de una condición de las que ellas mismas no gozan. A. Iriarte. Op. cit. pág. 23. 21 Ver Pericles ,de Delcourt. 22 H.I. Marrou. Histoire de L’éducation dans l’Antiquité. (Cit. por R. Flaceliére. Op. cit. pág. 128). 23 Berl, E., 1973. 24 Ibíd. Pág. 131. 25 Ibíd. Pág. 91. 26 Efigenio Amezúa (1993) nos relata la historia sexológica de esta apertura en Los hijos de Don Santiago. Paseo por el caso antiguo de nuestra sexología. 27 F. León, Mecanicismo y Metafísica de las pasiones en Descartes y Spinoza. 28 Op. Cit. Vol. II, p: 491.
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ANUARIO DE SEXOLOGÍA N° 0 Nov. 1994 ÍNDICE La Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología I. Introducción. II. La Sexología española del Siglo XX. III. Fechas de referencia IV. La A.E.P.S. I Jornadas de educación sexual. Sistema escolar Objetivos, contenidos, metodología y evaluación. El perfil del educador/a sexual. Modelos de educación sexual. La educación sexual en Aragón Decálogo: Educación sexual en el sistema escolar
ANUARIO DE SEXOLOGÍA N° 1 Nov. 1995 ÍNDICE Sexología Clínica Manso, J. M. & Redondo, M. El papel del sexólogo clínico para otros profesionales de la salud. Amezúa, E. ¿Qué sexología clínica?. Fuertes, M. A. Determinantes relacionales de los problemas de deseo sexual: Pautas para una posible intervención. Zapiaín, J. G. El deseo sexual y sus trastornos: Aproximación conceptual y etiológica. Álvarez, J. M. El deseo en Psicoanálisis. Gil, J. M. Sobre los deseos humanos. Educación Sexual Barragán, F. Currículum, poder y saber: Un análisis crítico de la educación sexual. Lázaro, O. & de la Cruz, C. Las sexualidades más válidas. Desde otras disciplinas Kacelnik, A. Sexualidad y biología.
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Cada artículo se acompañará, en hoja aparte, de un resumen en español y en inglés, incluyendo al final de cada uno de ellos un máximo de 6 palabras clave. Cada resumen irá precedido del título del artículo en el idioma correspondiente. Tendrá una extensión de 150-200 palabras, y en él se expondrán brevemente los objetivos, resultados y principales conclusiones del trabajo. Cuando el artículo incluya gráficos o tablas, éstos irán numerados y en hoja aparte, en tinta negra, y bien contrastados. Las tablas se simplificarán en lo posible, evitando las líneas verticales. Las notas y pies de página —que preferiblemente se reducirán al mínimo— se numerarán de forma consecutiva e irán reseñadas en el texto del artículo utilizando únicamente el formato superíndice. Al final del trabajo, se incluirán los textos correspondientes a dichas notas. Se evitarán expresamente los formatos de notas a pie de página que ofrecen los procesadores de texto (Wordperfect o Microsoft Word) Los manuscritos deberán ser remitidos por los autores en Diskette indicando el procesador de textos utilizado, acompañado de dos copias impresas. La presentación no incluirá tabulaciones, ni sangrado alguno. Los autores incluirán en hoja aparte su nombre, dirección y filiación. Se recomienda adjuntar también teléfono, fax y e-mail de contacto, así como las aclaraciones pertinentes para la correcta publicación del trabajo. Las citas bibliográficas en el texto incluirán el apellido del autor y el año de publicación (entre paréntesis y separados por una coma). Si el nombre del autor forma parte de la narración, se pone entre paréntesis sólo el año. Cuando vayan varias citas en el mismo paréntesis, se adopta el orden cronológico. Para identificar trabajos del mismo autor o autores, de la misma fecha, se añaden al año las letras “a”, “b”, “c”, hasta donde sea nacesario, repitiendo el año. A modo de ejemplo: (Ellis, 1897), (Hirschfeld, 1910a, 1910b), (Master y Johnson, 1967). Las referencias bibliográficas irán alfabéticamente ordenadas al final del texto, según la siguiente normativa: a) Para libros: Autor (apellido con la primera letra en versal, coma e iniciales de nombre y punto; en caso de varios autores, se separan con coma y antes del último con una “y”); año: (entre paréntesis) y dos puntos; título completo en cursiva y punto; ciudad, punto; editorial. En caso de que haya manejado un libro traducido con posterioridad a la publicación original, se añade al final entre paréntesis “orig.” y el año. Marañón, G. (1926): Tres ensayos sobre la vida sexual. Madrid. Biblioteca Nueva. Bruckner, P. y Finkielkraut, A. (1979): El nuevo desorden amoroso. Barcelona. Anagrama. (Orig. 1977). b) Para capítulos de libros colectivos o de actas: Autor/es; año; título del trabajo que se cita y punto; a continuación, introduciendo con “En”, el o los directores, editores o compiladores (inicales del nombre y apellido) seguido entre paréntesis de “Dir.”, “Ed.” o “Comp.”, añadiendo una “s” en el caso del plural, y coma; el título del libro, en cursiva y, entre paréntesis, la paginación del capítulo citado; la ciudad y la editorial. García Calvo, A. (1988): Los dos sexos y el sexo: las razones de la irracionalidad. En F. Savater (Ed.), Filosofía y Sexualidad (pp. 29-54). Barcelona. Anagrama c) Para revistas: Autor/es; año, título del artículo y punto; nombre de la revista completo y en cursiva y coma; volúmen en cursiva, seguido entre paréntesis del número sin estar separado del volúmen y coma; página inicial y final. Steicen, R. (1994): Du “manque du désir” au “désir du manque”. Cahiers de Sexologie Clínique, (20) 123, 26-36 Los trabajos serán enviados por correo certificado, en Diskette acompañado de dos copias impresas a: A.E.P.S. (Comisión de Publicaciones) Apdo. de Correos, 102 47080 Valladolid Se acusará recibo de los trabajos y se notificará porteriormentes su aceptación, propuesta de modificación o rechazo. Los editores se reservan la posibilidad de realizar pequeñas correcciones de estilo durante el proceso de edición. El autor o primer firmante del trabajo recibirá dos ejemplares del número de la revista que se publique. |