Anuario de Sexología

nº 10 | diciembre 2008

 

 

A.E.P.S.

Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología

Apdo. de correos 102

47080 Valladolid

Tlf. y fax: 983390892

http://www.aeps.es

EDITORES: Lucía Glez-Mendiondo Carmona, Agustín Malón Marco

DISEÑO GRÁFICO: Fernando Alonso Martínez / Virginia Vílchez alonsosantamaria@gmail.com

IMPRIME: Infoprint

ISSN: 1137-0963 D-L: Z-3768-1994

 

ÍNDICE

 

EDITORIAL

Kinsey, sesenta años después (1948-2008)
A PROPÓSITO DE KINSEY: SEIS DÉCADAS DE INFORME
Joserra Landarroitajauregi Garai
KINSEY, EL “DESARROLLO SEXUAL” Y LA ANGUSTIA AMERICANA POR LA INFANCIA
Diederik F. Janssen
KINSEY, LAS ESTADÍSTICAS DE LA INTIMIDAD Y LA MORAL SEXUAL CONTEMPORÁNEA
Agustín Malón Marco

Miscelánea
LA OTRA ESCENA. SIGMUND FREUD, EL TEATRO Y LAS MUJERES HISTÉRICAS
Fernando Alvarez-Uría
REPRESENTACIONES SOCIALES DE LA MASCULINIDAD Y LA FEMINIDAD
Enrique Gil Calvo

Educación
AVANCES EN EDUCACIÓN SEXUAL. LA ASIGNATURA DE LOS SEXOS
Efigenio Amezúa

NORMAS BÁSICAS PARA COLABORACIONES EN LA REVISTA

 

 

 

EDITORIAL

“El Anuario de sexología es una publicación de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología (AEPS) y tiene como finalidad fundamental la profundización y divulgación académica y profesional en el saber y la práctica sexológicas desde el rigor intelectual, la crítica fundamentada y la libertad de pen­samiento”.

Con esta firme idea abrimos esta nueva etapa del Anuario de Sexología, conscientes de que no estamos iniciando nada, sino tratando de dar continuidad a lo que se inició hace ya quince años y que el empeño de muchos ha hecho posible. Y os presentamos su décimo número  -- que es, en realidad, el volumen decimoprimero -- .

Hay quienes afirman que corren malos tiempos para la producción teórica, lo que, aplicado a nuestro ámbito, viene a ser lo mismo que afirmar que corren malos tiempos para la profesión sexológica, ya que sin teoría que la sostenga no hay práctica que se mantenga. Queremos creer que esta afirmación no es cierta, y consideramos que los seis artículos que componen este volumen son clara prueba de ello.

Con los tres primeros pretendemos ofrecer una modesta síntesis de las principales aportaciones, los debates suscitados y las posibles líneas de reflexión y profundización que abrieron el trabajo de Kin­sey y su equipo, de cuyo Informe sobre la conducta sexual del hombre se cumplen ahora sesenta años. Sus autores  -- Joserra Landarroitajauregi, Diederick Janssen y Agustín Malón -- , nos acercan a la figura y los estudios de Kinsey desde diferentes perspectivas y atendiendo a distintos aspectos, ofreciéndonos la oportunidad para profundizar en sus aportaciones y su aún vigente relevancia.

Desde la revisión sociológica, Fernando Álvarez-Uría nos remite a otro autor fundamental y otro debate antiguo pero aún abierto, el concerniente a Freud y el papel que otorgó a la sexualidad en la etiología de la histeria femenina, señalando la centralidad de la dominación masculina en el origen mismo del psicoanálisis. Por su parte, Enrique Gil Calvo profundiza en la construcción de nuevas masculinidades y feminidades así como en la problemática transformación actual de las relaciones entre los sexos en dirección a la equidad. Como colofón, Efigenio Amezúa nos invita a reflexionar sobre algunas salidas prácticas a esta “problemática transformación en las relaciones”, a través de la presentación de “La asig­natura de los sexos” como materia educativa.

Pensamos que el resultado compensa la demora con que llega este décimo número, y esperamos que así lo consideréis también vosotros, los lectores. Porque sin lector atento, ni el esfuerzo de los autores ni el de todos aquellos implicados de una u otra forma en este proyecto tendrían sentido.

Lucía Glez-Mendiondo Carmona
Agustín Malón Marco


Kinsey, sesenta años después (1948-2008)

A PROPÓSITO DE KINSEY: SEIS DÉCADAS DE INFORME

Joserra Landarroitajauregi Garai Sexólogo. Pedagogo. Psicólogo Codirector del Centro de Atención a la Pareja Biko Arloak. Bilbao Biko1@correo.cop.es

Resumen

Se cumplen sesenta años de la publicación del primer Informe Kinsey (1948) y cincuenta y dos años de la muerte del propio Alfred Kinsey. Sin embargo, el Dr. Kinsey sigue estando de actualidad a través de su trabajo  -- reimpreso a finales de los noventa -- , su aún activo Instituto, los debates y controversias que todavía suscita, las biografías, películas, documen­tales, musicales o novelas sobre su vida; además de potentes campañas orquestadas contra su figura. Se ha escrito mucho, y desde todas las perspectivas posibles, sobre Kinsey y su obra. Probablemente ningún otro científico  -- y desde luego, ningún otro sexólogo --  ha sido tan meticulosa y críticamente revisado. Se ha mirado con lupa su obra, sus muestras, sus métodos, sus propósitos, su vida, su personalidad, sus relaciones, incluso su más estricta intimidad. Así que, para el lector bien informado, no creo que este artículo aporte nada original que no haya sido dicho antes por alguien en algún sitio.

Es por ello que esta entrega tiene como única pretensión ofrecer al lector del Anuario de Sexo­logía una recopilación actualizada y en castellano sobre el “Fenómeno Kinsey”. El trabajo se estructura en tres grandes partes. La primera, El maleficio de Kinsey, describe la persecución que, aún hoy, recibe la figura de Kinsey. En la segunda, titulada El fenomenal Alfred, resumo el trabajo y principales aportaciones de este autor, así como la vasta revisión que sobre su vida y obra ha sido realizada en estas seis últimas décadas. Finalmente, en la tercera parte, La episteme de Kinsey, hago una revisión crítica sobre su marco teórico.

Palabras clave: Kinsey, sexo, historia de la sexología, episteme, investigación sexual.

Abstract

It has been sixty years since the publication of Kinsey’s Report (1948), and fifty two years since his death. Nevertheless, he continue to generate interest, debate, and controversy. The Kinsey Institute at the University of Indiana in Bloomington, USA, remains prominent, Kinsey’s works have been repub­lished in English and in many other languages, and there have been biographies, movies, and even a musical stage play about his life, not to mention the many “smear” campaigns to which his memory and his works have been subjected. Perhaps no other scientist  -- and certainly no other sexologist --  has been so meticulously scrutinized; his works, samples, methods, motives, even his private personal life; all have been examined and dissected under a microscope. So, for the well informed reader, I do not believe that this article contributes anything original.

What is presented here to the reader of the Yearbook of Sexology is a review  -- in Spanish --  of the “Kinsey Phenomenon” in three parts: the first, “Kinsey's Curse”, describes the antagonism to him as a person, and to his works, that is still very much present today; the second, “The Astonishing Alfred”, is a summary and review of his contributions; and the third, “Kinsey's Episteme”, is a critical analysis of his theoretical frame.

Keywords: Kinsey, sex, history of sexology, episteme, sex research.

PREFACIO

Hay un acuerdo generalizado sobre que Kin­sey y su trabajo produjeron un gran impacto sobre la cultura americana, causando cam­bios en la intimidad de sus alcobas; según muchos un precursor necesario para la luego llamada “Revolución sexual” de los años sesenta y setenta. En ello  -- para ensalzarle o para denigrarle --  coinciden tanto sus defensores como sus detractores. De suerte que para muchos, en positivo o en negativo, “Kinsey” ya no es un autor y una obra, sino una especie de marca comercial, un Mesías de los nuevos mores sexuales o el leviatán de la tradición familiar.

Según Paul Robinson (1995, p.142-144), la influencia de Kinsey en la cultura norteame­ricana posterior ha sido de suma importancia en tres áreas: a) la mayor tolerancia ante la homosexualidad; b) la creciente normaliza­ción de la actividad sexual de los solteros; y c) la desmitificación del sexo  -- que pasa de lo sagrado y misterioso a lo profano y conocible -- . Con otras palabras, y con otro tratamiento, sus mayores detractores acuer­dan tales influencias. Así que, unos elogiosa­mente y los otros enojadamente, en los Esta­dos Unidos suelen tenerle por y nombrarle como el “padre de la Revolución Sexual”.

Creo ingenua esta explicación. Considero que Kinsey más bien predijo que produjo tales cambios sexuales y que éstos fueron ocurriendo a lo largo de todo el siglo XX por múltiples y complejas causas que no pueden ser atribuidas a la obra de una sola persona. Lo que sí hizo Kinsey es descubrir y describir que tales cambios venían pro­duciéndose, además de hacerlos públicos y hablar elogiosamente sobre ello en términos normalizadores. Al documentar lo que ya estaba pasando, hizo patente que no pasaba lo que se suponía que pasaba, ni lo que estaba prescrito que tendría que estar pasando. Pero predecir no es producir; y dar cuenta, no es ser causa.

A mi juicio, la influencia de Kinsey no fue tan grande en los usos eróticos como en los discursos públicos sobre tales usos.

Luego no creo que produjese cambios en lo que pasaba, sino en cómo se hablaba sobre lo que estaba pasando. Por todo ello, este hombre que fue para unos Apóstol y para otros Apóstata, ya no es sólo un autor y una obra. Es ya algo más que aquí llamaremos el “fenómeno Kinsey”.

PARTE UNO:

EL MALEFICIO DE KINSEY

1. Introducción

La vida y obra de Kinsey han resultado siem­pre polémicas. En palabras muy comedidas de Brancroft: “Desde su primer curso de pre­paración matrimonial su trabajo fue objeto de creciente controversia (...) En los poste­riores 50 años la controversia fue disminu­yendo hasta que, en los 10 últimos años, ha vuelto a emerger a través de una campaña política llevada a cabo por los que deploran los cambios familiares y los cambios de los valores sexuales que han ocurrido en este tiempo en los Estados Unidos y en otras par­tes. Ellos ven a Kinsey como el arquitecto de tales cambios, atribuyéndole una enorme influencia sobre este proceso de cambio social que ha afectado no sólo a los Estados Unidos, sino a todos los países industrializados. Pare­cen creer que por desacreditar a Kinsey van a lograr, en algún sentido, retrasar el reloj hacia lo que ellos consideran tiempos mejo­res.” (1995, p. a).

Pero lo cierto es que los detractores de Kinsey no pretenden tanto “retrasar el reloj” cuanto otros objetivos más pragmáticos entre los cuales destacan el estrangular económica­mente al Instituto Kinsey  -- y a otras institu­ciones como la IPPF o el SIECUS --  o lograr que los Programas de Educación Sexual que se realizan en los Estados Unidos se sustitu­yan por programas contra el aborto, por la castidad y la abstinencia prematrimonial. Y no se trata sólo de un fenómeno norteamericano, sino que ha cruzado el Atlántico y no es difícil encontrar muestras de ello en nuestro país.

2. El maleficio

Parece pesar sobre Kinsey un maleficio con un inconfundible aroma bíblico muy del gusto de sus combativos adversarios: “quien a hierro mata, a hierro muere”. Tal maleficio le persiguió en vida y le sigue persiguiendo des­pués de muerto. La primera consecuencia del tal maleficio podría describirse del siguiente modo: si Kinsey se atrevió a mostrar públi­camente las vergüenzas de la sociedad norte­americana, ésta tiene derecho a airear las ver­güenzas del propio Kinsey. Curiosamente, a esta exhibición pública han contribuido tanto las vanguardias de la progresía como las retaguardias de la conservación. Al punto que, en ocasiones, parece que lo sustancial de su aportación a la ciencia, al conocimiento y a la cultura resulta ser si era o no usuario de pornografía, si tuvo o no tuvo relaciones eróticas homosexuales, si compartió o no a su esposa, si empatizó o no con los pederastas, si se cortó o no el prepucio, etc. En fin, cuestio­nes intestinas  -- incluso intestinales --  en las que aquí no entraremos excepto para afirmar rotundamente que Kinsey fue obsesivo en preservar el anonimato y la confidencialidad de las miles de intimidades a las que tuvo acceso. Pues prevaleció en él, taxativamente, la máxima de decir los pecados sin delatar ni enjuiciar a los pecadores.

Pero los más fieros enemigos de Kinsey apun­taron, desde bien pronto, contra su autoritas  -- intelectual, científica y moral -- ; ya no sólo desautorizándole, sino abiertamente, descali­ficándole, calumniándole o difamándole. Así podemos afirmar que la segunda parte del maleficio se ha expresado mediante la falacia ad hominem cuya estructura paralógica es la siguiente: 1) A afirma B; 2) A es desautori­zado por cuestiones Z  -- que sí se ofrecen y sí se argumentan -- ; 3) Luego, en tanto que A queda desautorizado por las tales cuestiones Z perfectamente argumentadas, se concluye que “la afirmación B, hecha por el desautori­zado A, es  -- paradójicamente --  falsa.

3. Contexto histórico y político del “maleficio Kinsey

El “fenómeno Kinsey” o del “Dr Sex”  -- pues éste fue el tratamiento mediático que reci­bió en aquella época --  ocurrió en un con­texto histórico sumamente ambivalente que nos ayuda a entender tanto su gran impacto científico, mediático y cultural, como su pos­terior decadencia y desconsideración. Casi todos sus biógrafos (Pomeroy, Christenson, Brecher, Robinson, Gathorne-Hardy, Bullo­ugh, Jones e incluso el cineasta Condon) sugieren que Kinsey fue primero encum­brado y luego desechado por el público, la prensa y las instituciones norteamericanas. Podría decirse que la sociedad norteameri­cana primero le hizo una estrella y luego le estrelló en las ciénagas del deshonor. Con matices, unos y otros señalan que la razón del punto de inflexión en su carrera como docente, investigador y divulgador sexual fue que chocó contra el tabú de la supuesta asexualidad de las mujeres norteamericanas.

En mi opinión, además de esta cuestión que Betty Friedan llamaría del “misterio femenino”  -- “misterización de lo femenino” y “feminiza- ción del misterio” -- , Kinsey tuvo a su favor y en su contra algunos de los grandes vientos políticos e ideológicos que azotaron los Esta­dos Unidos. Tales vientos soplaron a veces de proa y otras de popa. Cuando soplaron a favor, desplegó el velamen y subió hasta lo más alto; pero cuando soplaron en contra, no replegó velas.

3.1. Viento a favor

Los Estados Unidos de América habían ganado la II Guerra Mundial. El nuevo Imperio norteamericano asentaba sus bases  -- militares, políticas, económicas, científicas, idiomáticas, culturales --  especialmente en Europa y en el Pacífico, iniciándose una geopolítica sumamente favorable. En térmi­nos de potencia militar, los Estados Unidos habían sometido  -- al tiempo --  a la potente Alemania y a la belicosa Japón. En Europa, la democracia formal había derrotado al totali­tarismo nacionalsocialista; y en el Pacífico, el moderno, occidental y democrático Coman­dante en Jefe había derrotado al feudal Empe­rador nipón. En unos y otros casos las liberta­des y los derechos civiles habían derrotado al totalitarismo y a la obediencia ciega al gran líder. Además, la dinámica bélica había producido un enorme incremento del lide­razgo mundial norteamericano, de su iden­tidad nacional interna, de su economía, de su industria y de su investigación. Todo ello sin que ninguna bomba hubiese estallado en territorio propio; luego sin que hubiese nada que reparar o reconstruir.

En este clima de efervescente optimismo la investigación gozaba de un enorme presti­gio. Al fin y al cabo, la guerra se había “ató­micamente” ganado porque los científicos nor­teamericanos habían sido mejores  -- o más rápidos --  que los investigadores enemigos. Incluso la investigación psicosocial y humana se vio favorecida por este fenomenal empuje bélico y postbélico. Así que, con la colabo­ración de los hipertrofiados presupuestos militares, fueron tiempos de consolidación y expansión del Conductismo, la Psicometría y la Modificación de Conducta, tiempos del nacimiento y la emergencia de la Cibernética y la Teoría General de Sistemas y tiempos de descubrimientos farmacológicos que influi­rían en el devenir sexual del mundo  -- sul­famidas, antibióticos, hormonas sexuales, anovulatorios, tampones -- .

En fin, que con unas y otras cosas, a mediados de la década de los cuarenta el país galopaba sobre un optimismo eufórico que podría resumirse en la siguiente frase: Nortemérica es todopoderosa y todo es posible en Norteamérica. Fue en los años inmediatamente posteriores

cuando esta desmedida euforia se fue tor­nando en disparatada paranoia con motivo de la “amenaza roja” y los “valores americanos tradicionales”.

3.2. Viento en contra

Pero no todo iba a ser bueno en una heterogé­nea nación que necesita enemigos exteriores como fuente de cohesión interna. Quedaba un enemigo en pie: Stalin y el poder sovié­tico; y otro aún peor: los nacionales filoco­munistas. Así fue como la euforia fue dando paso a la prevención, al temor, a la sospe­cha, a la paranoia y a la delación, creándose el peor monstruo de todos: el fiero y ciego anticomunismo. Y resultó que fueron más peligrosos para los grandes valores naciona­les los cruzados anticomunistas que los temi­dos filosoviéticos. Y a la sombra de aquel anticomunismo germinaron las semillas del belicoso e imperialista pannacionalismo y del fundamentalismo puritano que, con el andar del tiempo y el barniz de la posmoderni­dad, fueron decantándose en la denominada Mayoría moral, en la nueva pudibundez de “lo políticamente correcto” y en las renovadas formas “neocon”.

En aquel tiempo, la paranoia anticomunista encontró a su gran valedor en Joseph Ray­mond McCarthy (1908-1957) que, desde 1947, fue senador republicano por el estado de Wisconsin, máximo responsable del Comité de Actividades Antiamericanas y promotor de la campaña de delaciones, denuncias y listas negras gestionadas por empresas privadas, llevada a cabo contra personas sospechosas de filocomunismo. Este fenómeno de persecución moral y política mccarthista fue conocido como la “caza de brujas” con motivo de la obra teatral de Arthur Miller  -- “Las brujas de Salem” (1953) --  en alegoría a los hechos ocurridos en 1692 en aquella pequeña aldea de Massachusetts donde, por una mezcla de luchas internas entre familias y fanatismos puritanos revestidos de paranoia, fueron eje­cutadas sin juicio alguno 25 personas.

En 1953, el desmesurado McCarthy llegó a sospechar del mismo Eisenhower, pretendió investigar a las Fuerzas Armadas y denunció al secretario de Defensa de encubrir activi­dades de espionaje extranjeras. Evidenciadas sus prácticas por determinada prensa, la tele­visión retransmitió la audiencia del Senado en la que  -- con su estilo demagógico y bru­tal --  arremetía contra oficiales del Ejército por su presunta actividad comunista. En 1954, McCarthy fue censurado por el Senado estadounidense por “conducta impropia de un Senador”. A partir de lo cual fue perdiendo poder, protagonismo y salud para morir finalmente a los 48 años víctima de cirrosis y hepatitis.

4. Las cuatro falacias

Básicamente han sido cuatro las falacias ad hominem contra Kinsey, que llamaremos aquí: a) Kinsey el Indocumentado, b) Kinsey el Revo­lucionario, c) Kinsey el Pornógrafo y d) Kinsey el Filopederasta. Las tres primeras ya estuvie­ron presentes en vida de Kinsey y pertenecen al espíritu de aquellos tiempos. La cuarta, sin embargo, ha emergido recientemente y corresponde al espíritu de estos tiempos. En palabras de Bancroft: “qué mejor manera de desacreditar a alguien en este tiempo en el que, a propósito del abuso sexual infantil, la ansiedad raya con la histeria y en el que el acusado es considerado culpable hasta que demuestre su inocencia.” (1995, p. j).

4.1. Kinsey el Indocumentado

En orden de aparición histórica, la primera falacia ad hominem descalificaba a Kinsey por: su autoridad científica  -- era un neófito, un experto inexperto -- , su inadecuada forma­ción previa  -- no era médico, ni tenía forma­ción en ciencias humanas: era biólogo -- , su competencia investigadora  -- no era un cien­tífico objetivo y ecuánime sino un activista que pretendía una revolución de los mores sexuales -- , su extravagante atrevimiento -- siendo un especialista en insectos, se atre­vió a investigar lo más complejo e íntimo de lo humano: su sexualidad -- , su método científico  -- se puso en solfa su sistema de obtención de informantes, su muestra, su tratamiento estadístico, etc. --  y su honesti­dad investigadora  -- se le acusó de inventar datos, de retorcer las muestras y las entrevis­tas para obtener los datos que él previamente pretendía -- .

Lo cierto es que a Kinsey no le preocupó tanto su respetabilidad moral como su respetabili­dad científica. Él estaba muy seguro de su competencia como investigador y metodó­logo, así que defendió las particularidades de su trabajo frente a todos sus críticos, sin por ello dejar de mostrarse abierto y colaborador a que su trabajo fuese revisado. De hecho, en 1950, el Consejo Nacional de Investigación  -- mecenas fundamental de su investiga­ción --  solicitó a la Asociación Americana de Estadística que evaluara la metodología de la investigación de Kinsey. Con este motivo se constituyó un comité de revisión formado por siete expertos que,  -- después de un largo período de evaluación y muchas reuniones con Kinsey y su equipo investigador --  dio finalmente un “non obstat” a su trabajo, aun­que éste no fue unánime.

La Comisión reconoció las dificultades que Kinsey había afrontado y concluyó que estaba del todo justificada la no utilización del muestreo aleatorio en las etapas más tempra­nas del proyecto  -- aunque consideraban que éste debería ser el procedimiento futuro -- . Además expresaba un juicio crítico sobre la que consideró una escasa precaución en la interpretación de las conclusiones y fue espe­cialmente crítica con el empleo incorrecto de determinadas técnicas estadísticas  -- en con­creto el procedimiento compensatorio para producir las Correcciones estadounidenses -- . Sin embargo, aplaudieron su diligencia, conclu­yendo que su trabajo era “un esfuerzo monu­mental” y, tras cuidadosa comparación con la investigación anterior, estimaron que su trabajo era notablemente superior  -- en detalle y en escala --  al resto de los estudios realiza­dos en este campo (Bancroft, 1995, p. c).

No nos entretendremos más en esta fala­cia, pues dedicaremos la segunda entrega, “El fenomenal Alfred”, a documentar esta cuestión.

4.2. Kinsey, el Revolucionario

La segunda falacia guarda relación con un largo listado de descalificaciones que giran en torno a la “norma”  -- política, moral, nacional, etc. -- , a su supuesto incumpli­miento y a la supuesta pretensión transgre­sora de Kinsey. En virtud de ello, ha sido tratado como: revolucionario, hetedoroxo, provocador, extravagante, activista, comu­nistoide, antiamericano, anti-familia, inmo­ral o depravado. Esta falacia podría haberse titulado “Kinsey el anormal”  -- en relación a la norma sexual --  o “Kinsey el inmoral”  -- en relación a los mores sexuales -- , pero final­mente me he decantado por esta acepción  -- más política y más propia de los modos de la descalificación de aquellos tiempos -- . En palabras de Bancroft:

“Kinsey ha sido descrito por algunos como un hombre con una «misión»: cambiar el modelo de comportamiento sexual en los USA, causar «una revolución» en los valores sexuales, incluso minar la estructura social de los USA para promover el comunismo  -- Kinsey no era decididamente un comu­nista -- . (...) La «misión» de Kinsey en el Volumen Masculino no era cambiar el modo del comportamiento sexual de los hombres, cuanto tratar de incrementar el entendi­miento de por qué estos se comportaban como lo hacían, así como tratar de disminuir los efectos lesivos de la estigmatización cau­sada por los códigos morales. En este sen­tido, él claramente vio que la mayor parte del comportamiento sexual socialmente considerado inmoral era intrínsecamente inofensivo y no tenía repercusión negativa alguna. (...) En el Volumen Femenino su «misión» principal era mejorar el entendi­miento sexual entre hombres y mujeres con el fin de mejorar sus relaciones sexuales. (...) Todo ello contrasta con la opinión vasta­mente extendida de que la «misión» de Kin­sey era minar la importancia del matrimonio y la familia en el estilo de vida americano. (...) Estoy de acuerdo con la conclusión de Robinson [1976, p. 78] sobre que Kinsey evaluó la mayor parte de los «actos sexua­les» desde parámetros matrimoniales. (...) [y también coincido con] Morantz [1993, p. 162] cuando concluye que: «Kinsey no era un revolucionario social. Su rebelión contra los mores sexuales anticuados de su tiempo no le condujo a cuestionar otros valores estructurales. Como la mayor parte de sus contemporáneos, él creía en el matrimonio feliz y estable y esperaba que su investiga­ción ayudase a la mayoría de los americanos a obtener la satisfacción de una monogamia permanente en un marco de estabilidad social».” (Bancroft, 1995, p. g-h)

Para bien o para mal, hay un hecho que me parece del todo evidente: la obra de Kin­sey no sólo ofreció datos, sino que tuvo un efecto “normalizador”  -- que él expresamente pretendió --  de lo anteriormente “anormali­zado”. Él lo sabía y sus adversarios también. Así que este referente de “lo normal”  -- en tanto que norma y en tanto que prevalen­cia o frecuencia --  estuvo siempre presente en la crítica a su obra y en las controversias posteriores, un aspecto que retomaré más adelante.

Si él insistió en afirmar que eran muy nor­males  -- al menos frecuentes --  las conduc­tas supuestamente anormales, sus detrac­tores han insistido en afirmar que no es normal normalizar lo anormal; más aún: que no puede ser muy normal quien así actúa. Así que en rel­ación a su vida y a su obra aún sobrevuelan las sombras sobre: si eran  -- o no --  normales él mismo y su esposa; si eran  -- o no --  nor­males sus colaboradores; si era  -- o no -- normal su modo de entrevistar; si eran  -- o no --  normales las personas entrevistadas; si eran –o no --  normales sus procedimien­tos estadísticos; si lo eran sus relaciones, sus preguntas, sus datos, sus conclusiones, sus intenciones, etc.

Hasta 1938 nadie dudó de la “normalidad”  -- académica, moral, política, nacional, sex­ual --  de Alfred Kinsey, pero cuando inició su labor docente como coordinador y profe­sor del curso matrimonial de la Universidad de Indiana, no sólo comenzó su conocimiento de la intimidad erótica de sus estudiantes y su interés por la investigación sexual, sino que principió la persecución política del fundamentalismo puritano que le acom­pañó durante toda su vida y le siguió tras su muerte.

Lógicamente, el primero en escandalizarse por lo que estaba pasando en aquellas aulas fue el clero local, que formuló su pertinente queja a Nellie Showers Teter  -- primer fidei­comisario mujer de la Universidad de Indi­ana -- . Ésta se presentó ante Wells quien le sugirió que “tomase el curso y viese con sus propios ojos. La mujer aceptó el consejo y meses después volvió al Rector para decirle: «lamento que yo no tuviese estos cono­cimientos cuando me casé».” (Moke, 1997)

Como hizo casi siempre, Kinsey optó por no callarse y dirigió una carta a los responsables de la Universidad declarando que se negaba a que los clérigos interfiriesen en la formación universitaria desafiando la obligación de la Universidad de transmitir conocimiento científico a sus alumnos. Sin embargo, y pese a contar con el apoyo del rector, la cuestión no se zanjó tan fácilmente. Algunos profe­sores de la Facultad de Medicina sugirieron que Kinsey estaba ejerciendo de médico sin serlo y otros que había incompatibi­lidad entre la investigación de Kinsey y su papel en el curso. Además, algunos padres  -- fundamentalmente de chicas --  expresa­ron sus quejas en relación a informaciones explícitamente sexuales que en aquellas clases se facilitaban. Asimismo, el profesor de bacteriología Thurman Rice fue tenaz y combativo en su persecución y denuncia en relación a la pretendida heterodoxia de las formas académicas de Kinsey, la supuesta inmoralidad de los contenidos de sus clases y, muy especialmente, su atrevimiento al formular  -- incluso a las chicas --  preguntas de manifiesto contenido íntimo  -- a Rice le obsesionó especialmente que Kinsey hubiese sugerido a alguna de ellas que se midiese el clítoris -- .

Parecería que con su decisión de abandonar las clases del curso matrimonial y dedic­arse exclusivamente a la investigación, se acabaría la persecución. Sin embargo, el acoso de sus perseguidores le acompañó per secula seculorum. Tras la publicación del Volu­men Femenino, McCarthy  -- junto con otros senadores republicanos -- , repitió hasta la saciedad que aquella obra era el mayor insulto que nunca se había hecho “contra nuestras madres, esposas, hijas y hermanas”, y que las conclusiones de Kinsey minaban la estructura familiar tradicional norteameri­cana, preparando a América para la “invasión comunista”.

Las sospechas sobre sus pretensiones e ideas le llevaron a ser investigado por el FBI de aquel Hoover de los años cincuenta y por el Comité de Actividades Antiamericanas del Senador MacCarthy. De hecho, en medio de aquella paranoica época maccarthista, en 1954, el senador de Tennessee, B. Car­roll Reece, constituyó la “Comisión de Inves­tigación para Fundaciones Exentas de Impues­tos” según relata Pomeroy (1972, p. 375) “con el fin expreso de investigar y entorpecer la financiación del Instituto”. A partir de ese momento, la Junta Directiva de la Fun­dación Rockefeller, presionada por el propio Reece, retiró el apoyo financiero al Instituto Kinsey. Con lo cual llegaron los años duros para un Kinsey que no encontraba recursos fi nancieros y cuya salud se iba mermando.

La muerte le encontró precisamente en este periodo de penuria.

Durante esta etapa, el Instituto se financió exclusivamente con los derechos de autor de sus dos publicaciones y con algunas ayudas privadas entre las que, según los detrac­tores de Kinsey, estarían las provenientes del Director de Playboy, Hugh Hefner. No fue hasta 1957, muertos ya Kinsey y McCa­rthy, que el Instituto, bajo la recién estre­nada dirección de Paul Gebhard, recuperó la financiación pública para continuar con su labor investigadora.

4.3. Kinsey el Pornógrafo

Antes de adentrarnos en la tercera de las fala­cias, conviene aclarar que en los Estados Uni­dos se considera pornografía cualquier material sexualmente explícito, entendiendo por esto lo genitalmente mostrado. Así que, finalmente, se produce un equívoco entre pornografía y visibilidad genital. En cualquier caso, se ha relacionado a Kinsey con la pornografía mediante cuatro hilos argumentales: a) en relación a la colección de material erótico explícito  -- fotografías, pinturas, grabados, tallas, etc. --  que el Instituto Kinsey ha ido recopilando desde su creación; b) la supuesta conexión entre el Instituto Kinsey y el emporio Playboy; c) la renuencia de Kinsey a condenar la pornografía  -- a su comprensión por los usuarios de tal industria, así como su pretensión despenalizadora de la tal activi­dad -- ; d) la producción propia de material audiovisual con contenidos explícitos y pre­tensión investigadora.

Respecto al primero de estos argumentos, en el año 1950, la Aduana Federal de la ciudad de Nueva York incautó una serie de fotografías eróticas propiedad del Institute for Sex Research alegando que se trataba de mate­rial pornográfico. Esto daba más munición a sus detractores. Aunque el contexto político y legislativo no era alentador  -- la pornografía no sólo era ilegal sino que, en pleno maccarthismo, se consideraba actividad anti-nortea­mericana --  se inició un proceso legal denomi­nado el caso “USA vs. 31 Fotografías”, cuyo final Kinsey no llegó a ver porque se dilataría durante siete años. Sin embargo, en 1957, el caso fue finalmente resuelto por el Tribunal Federal a favor del Instituto. Aquella senten­cia permitió al Instituto importar y recopilar materiales eróticos  -- incluso explícitos --  con fines de investigación.

En el ínterin  -- hablamos de 1953 --  Hugh Marston Hefner había fundado la revista Playboy, en cuyo primer número se ofreció el mítico desplegable del desnudo de Mari­lyn Monroe y aquel editorial  -- escrito por el propio Hefner --  en el cual se exponía la filosofía del proyecto  -- contra el puritan­ismo y en favor de los placeres -- . Hasta los setenta, que le salió una competencia aún más explícita con la revista “Hustler” de Larry Flint, la industria Playboy no hizo sino crecer y Hefner amasar fortuna.

Ciertas, interesadas o difamatorias, se han establecido conexiones entre Kinsey, su Instituto y el emporio del conejito diseñado por Arv Miller. De hecho, los diferentes medios de Hefner siempre se hicieron eco, en términos elogiosos, del trabajo de Kinsey y de su Instituto. Incluso, al parecer, hici­eron generosas aportaciones económicas en los tiempos difíciles. No he logrado verificar tal información puesto que el Instituto tiene una política de estricta confidencialidad en torno a las ayudas privadas. Así que tal acusación “ni se confirma, ni se desmiente”. Pero encuentro plausible que así fuese.

En cuanto a la legalización de la pornografía, fue el excéntrico y combativo Larry Clax­ton Flynt quien finalmente presentó y ganó esta batalla legal, alegando el derecho a la libertad de prensa protegida por la Primera Enmienda de la Constitución de los USA.

Aún así, los detractores de Kinsey no olvi­daban que, a instancias del propio Kinsey, y en el ático de su domicilio particular, se habían filmado actividades eróticas en las que habían participado voluntarios  -- incluso sus propios colaboradores y esposas -- . Respecto a este material sexual explícito  -- filmado en secreto --  en la página Web del Insti­tuto Kinsey se afirma: “El Dr. Kinsey estaba interesado en el comportamiento sexual de mamíferos, así pues se hizo con películas sobre el apareamiento de muchos animales. Asimismo, no creía que la fotografía pudiera todavía representar con exactitud la respuesta sexual humana, por lo que comenzó a fil­mar también la actividad sexual humana. Existen unas pocas de estas películas que fueron filmadas a una selección del personal y sus cónyuges, así como a un puñado de voluntarios.”

5. La cuarta falacia: Kinsey, el Filopederasta

Parece evidente que la cuestión difamatoria de aquel tiempo no fue baladí, pues trajo asociadas paranoicas investigaciones de FBI y serias amenazas de ingresar en las “listas negras” de Mccarthy, además de decomiso de material erótico, deshonor, perdida de financiación, enjuiciamiento e ignominia mediática. Sin embargo, quien salió relati­vamente indemne de todo aquello está hoy amenazado por la peor de las máculas actu­ales: el abuso sexual infantil. Encabezando la que está resultando ser la más negra de todas las listas negras. Pero antes de presentar esta actual cuarta falacia, veamos los hechos de aquel tiempo.

5.1. “Rex King” el omnifilo

Kinsey explicaba en su volumen sobre el hombre (VM, p. 160) que parte de su infor­mación sobre sexualidad infantil había sido obtenida de las entrevistas hechas a varios pederastas que habrían tenido actividad criminal con niños. El resto de la información provenía del recuerdo adulto sobre la propia sexualidad infantil, de informaciones de padres y educadores, así como de unas pocas entrevistas realizadas a niños acompañados por sus padres. No obstante, y según Ban­croft (1995, p. l), es probable que los nueve pederastas de los que Kinsey informó pudi­eran ser solamente uno  -- un hombre de 63 años apodado “Rex King” --  y que Kinsey mintiese sobre este asunto para garantizar la confidencialidad de su informante.

Sin embargo, Judith Reisman ha denunci­ado la existencia de, al menos, otro pederasta que también fue entrevistado por Kinsey  -- aunque no sabemos si éste ofreció o no información sobre su actividad pederasta; ni incluso si la había tenido antes de ser entre­vistado -- . Lo que sí parece ser cierto es que un antiguo nazi huido a los USA, identifi­cado por Reisman como Fritz von Balluseck, fue entrevistado por Kinsey y posteriormente fue juzgado y condenado, en 1956, por la violación y asesinato de un niño de 10 años.

En cualquier caso, fuesen uno, dos o nueve, resulta evidente que Kinsey entrevistó a per­sonas con actividad pederasta, efeberasta y/o incestuosa. Esto es, tipificada en los actuales códigos penales como criminal. Además, también entrevistó a otros muchos que habían tenido otras actividades eróticas, considera­das, en aquellos códigos penales de entonces, como criminales; también entrevistó a otras muchas personas que no habiendo cometido delito sexual alguno, sí habían cometido otras actividades delictivas. Por todo ello fue y sigue siendo muy criticado.

Uno de estos pederastas, el denominado “Rex King”, que Brancoft (1995) califica de “omnifilo”, fue efectivamente entrevistado en una sesión absolutamente extraordinaria que duró unas 17 horas y en la que participaron tanto Pomeroy como Kinsey. La información obtenida de aquella entrevista fue efectiva­mente una fuente importante de informa­ción sobre respuestas sexuales infantiles que Kinsey consideró fiable y veraz.

Según informó Pomeroy (1972, p. 122­ 123), Kinsey supo de su existencia a través de Dickinson y  -- a diferencia de la mayoría de sus entrevistados que se ofrecieron vol­untarios -- , este hombre fue activamente buscado por Kinsey y su equipo porque con­servaba registros exactos de su extraordinaria actividad sexual. Por lo que sabemos de este hombre, tuvo relaciones sexuales con unos ochocientos menores de diferentes edades  -- unos seiscientos chicos y unas doscientas chicas -- , así como con innumerables adultos de ambos sexos y con animales de muchas especies. Además, informó que se había ini­ciado sexualmente con su abuela y que tuvo su primera experiencia homosexual con su padre. También había desarrollado comple­jas técnicas de masturbación fruto de lo cual se mostró jactancioso acerca de su capaci­dad para eyacular en 10 segundos desde un comienzo flácido. Cuando Kinsey y Pomeroy expresaron abiertamente su incredulidad, el hombre les demostró eficazmente su compe­tencia in situ. Al parecer, ésta fue la única demostración sexual que tuvo lugar durante las dieciocho mil entrevistas realizadas.

Las precisas y obsesivas notas de este hom­bre en torno a su actividad sexual con niños, púberes y adolescentes, constituyeron la prin­cipal fuente de información sobre comportami­ento sexual infantil recogida por Kinsey en las hoy demonizadas Tablas 30 a 34 del Volumen Masculino. Y a partir de los años ochenta, Kinsey y sus colaboradores fueron satanizados por utilizar los datos del tal “omnífilo” y por no informar del asunto a las autoridades. Lo curioso de todo es que Kinsey nunca albergó ninguna duda sobre la naturaleza criminal y depredadora de aquel hombre. Pero lo que a él le preocupaba era si contaba la verdad, y si  -- de su relato y sus observaciones --  podía obtenerse información fidedigna sobre la respuesta sexual infantil. De hecho, concluyó que ofrecía información veraz.

A partir de estas y otras pruebas, afirmó con rotundidad que no existía el “periodo de

latencia” del que había hablado Freud; luego, que los niños y las niñas tenían, desde su nacimiento y sin discontinuidad alguna, respuestas manifiestamente sexuales que incluían excitación y orgasmo.

5.2. Los Ángeles de la Guarda

Los activistas del fundamentalismo puritano  -- sobre todo protestantes, pero también católicos y judíos en ecuménica coalición de odios e intereses --  han hecho de esta falacia ad hominem un potente ariete contra Kinsey. Con frecuencia se justifican en la admonición del Nazareno: al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino y le hundan en lo más profundo del mar(Mateo, 18:6). Así que, con este parapeto bíblico, se han arrogado el derecho de colgar del cuello de Kinsey las muelas de la difamación para lanzar su vida y su obra a las profundidades de la ignominia.

Lo más preocupante de esta campaña inter­nacional es que un importante número de organizaciones en Defensa de los Menores y en Defensa de la Mujer  -- religiosas, pero también laicas --  se han unido  -- o han con­fraternizado --  con esta nueva “caza de bru­jas” que con sarcasmo denomino el “látigo del ático”. Este azote flagelante es blandido con mucha infamia y ninguna compasión por los que a sí mismos se tienen por Ángeles de la Guarda.

Entre los más activos difamadores de la vida y el trabajo de Kinsey podemos encontrar a las organizaciones norteamericanas Fam­ily Research Council (FRC) y Concerned Women for American (CWFA), apoyadas siempre en las denuncias de Judith Reis­man1 y en la belicosidad de algunos sena­dores republicanos.

El FRC es  -- según su página Web --  un lobby cristiano fundado en 1983 como una “organización dedicada a la promoción del matrimonio, la familia y la santidad de la vida humana en la política nacional (...) se esfuerza por asegurar que los atributos úni­cos de la familia sean reconocidos y respeta­dos por legisladores y magistrados.” Su líder, George A. Rekers, fue Profesor Emérito de Ciencias del comportamiento en la Facultad de Medicina de la Universidad de Caro­lina del Sur. Bajo la presidencia de George Bush fue nombrado asesor de la Casa Blanca, además de miembro de diferentes comités de asesoramiento del Senado y de la Cámara de Representantes, así como de organismos ofi­ciales como el Departamento de Salud y Serv­icios Sociales  -- fue el experto que defendió con éxito la ley que prohíbe la adopción para parejas homosexuales en el Estado de Florida -- . Entre sus muchas publicaciones destaca su Manual de problemas sexuales infan­tiles y adolescentes (1995); además es el autor del Programa de Tratamiento de Inversión de la Identidad de Género  -- haciéndola coincidente con la anatomía del niño --  que le valió el premio “Sidmund Freud Award” de la homó­foba National Association for Research and Therapy of Homosexuality.

En el otoño de 1995, el Senador por Texas, Rep Steve Stockman, hizo suya la denuncia del FRC y solicitó apoyo en el Senado para presentar un proyecto de ley  -- que nunca salió adelante --  para investigar las fuentes de información de Kinsey. Stockman alegó que la investigación de Kinsey estuvo finan­ciada por fondos federales y que en ella se contenían actos de acoso sexual a niños  -- los llamados “niños de la Tabla 34“ de Judith Reisman -- . Logró al menos que el Senado abriese una investigación y que se interro­gase al personal del Instituto y de la Univer­sidad de Indiana.

El CWFA es un lobby cristiano constituido en 1979, con sede central en Washington DC y redes por toda Norteamérica. Actual­mente, es la organización política femenina más grande de los USA. Pretende que todos los niveles de la política pública se rijan en coherencia con los principios Bíblicos, y según reza en su página Web, su misión es “proteger y promover los valores bíblicos entre todos los ciudadanos, en primer lugar a través de la oración, después a través de la educación, y, por último, a través de la influ­encia pública en los valores morales tradi­cionales de nuestra nación”. Pretenden “rees­tablecer la familia tradicional” en coherencia con la Biblia a la que consideran fuente de la Verdad revelada y autoridad definitiva.

En 1997, la CWFA llevó a cabo una campaña pública de denuncia anti-Kinsey haciendo un nuevo llamamiento en favor de una inves­tigación en el Congreso. En enero de 1998, el Representante del Estado de Indiana, Woody Burton, presentó una Resolución a la Asamblea General de Indiana basándose en las alegaciones de Judith Reisman. En agosto de 1998, y en relación a estos hechos, el canal de televisión Yorkshire emitió un programa que fue públicamente contestado por el Director del Kinsey Institute, John Brancoft (véase en Bancroft, 1995).

5.3. El látigo del ático

Curiosamente, la figura señera del “látigo cris­tiano” es judía. Se llama Judith Reisman y es  -- según afirma en su página www.drjudithreisman.org --  profesora de investigación de la American University, veterana militante anti-pornografía y asesora de la Comisión sobre Pornografía del Fiscal General de los USA. En esta página explica que, gracias a sus investi­gaciones, ha llegado a conclusiones alarman­tes respecto a las conexiones existentes entre la educación sexual que se ofrece en las escuelas norteamericanas  -- influenciada por Kinsey --  y el incremento de las infecciones venéreas, la pornografía, la actividad  -- y el activismo --  homosexual, la pederastia y los abusos sexuales.

En el año 1981, el todavía Institute for Sex Research celebraba los 25 años de la muerte de Kinsey con una importante agenda de conmemoraciones y cambios. Nadie esperaba que aquel año pasase a la historia del Insti­tuto por otras razones diferentes a ésta. Pero así fue. La WAS  -- antes “World Association for Sexology” y ahora, desafortunadamente, “World Association for Sexual Health” --  organizó un Congreso Mundial de Sexología cada 2 años. El de 1981 se celebró en Jerus­alén. En aquel marco, en la mañana del martes 23 de junio, Judith Reisman subió al atril para presentar su comunicación titulada The Empirical Study and Statistical Procedures on Child Sexuality Undertaken by the Institute for Sex Research and Dr. Alfred Kinsey: A Criti­cal Analysis of Child Sexual Experimentation’. Y por los altavoces de aquella sala pudieron oírse estos argumentos:

“Yo revisé el informe Kinsey. Cuando revisé las tablas me quedé espantada. ¿Cómo pudi­eron conseguir estos datos?, ¿Cómo pudi­eron saber que un bebé de 2 meses de edad tiene o no tiene un orgasmo? (datos de la tabla 31) ¿Cómo obtuvieron un registro de 26 orgasmos en 24 horas para un niño de 4 años de edad? (datos de la tabla 34). Si estos experimentos tuvieron lugar, involucraron actos en que los niños no podían dar su con­sentimiento, ni tampoco pudieron hacerlo sus padres o tutores. Por tanto, estamos hablando de una actividad de carácter crimi­nal: abuso sexual infantil.” (Citado en Susín; ver bibliografía)

Con esta indignación, en 1990, Reisman publicó junto con Edward Eichel su Kin­sey, Sex, and fraud (1990), que en palabras de Vern L Bullough “es un libro mal escrito y pobremente editado en el que Kinsey es descrito como un no-científico por depender de la memoria de los adultos sobre su propia infancia o de los datos recogidos por un pedófilo. En el libro se denuncia que Kinsey debió de haber conducido los experimentos con niños él mismo.” (1994, nota 5, cap. 7). Una revisión de algunos fragmentos del texto nos dan una idea del tipo de acusaciones que incorpora: abuso de niños, agenda ideológica y moral encubierta, falsedad, uso de pobla­ciones delincuentes y de perversos de todo tipo, etc., con la consiguiente y nefasta influ­encia en los actuales programas de educación sexual.

En 1991, cuando el Instituto Kinsey respondió públicamente a este libro, Reis­man presentó una demanda contra el Insti­tuto, contra la entonces Directora June Rei­nisch y contra la Universidad de Indiana alegando difamación y calumnia. En sep­tiembre de 1993, el abogado de Reisman se retiró del caso, y en junio de 1994 el tribu­nal desestimó el caso con perjuicio  -- lo que en el sistema legal norteamericano significa que Reisman no puede recurrir, ni reactivar la demanda -- . Desde entonces Judith Reis­man no ha vuelto a llevar al Instituto Kinsey a los tribunales, pero sigue sentando a Kin­sey en los banquillos de la ignominia.

Su siguiente entrega, Kinsey: Crimes and Con­sequences (1998), incidía sobre su tesis de que el origen de todas las pandemias sexuales de esta época tenían su origen en la influencia criminal de Kinsey, que habría trufado con su ideología a la ciencia, la cultura, la legis­lación y la educación norteamericanas.

Y en su última entrega, Kinsey’s Attic: The Shocking Story of How One Man’s Sexual Pathol­ogy Changed the World  -- El ático de Kinsey: la espantosa historia de cómo la Patología Sexual de un hombre cambió el mundo --  (2006), tras el “descubrimiento” de que fue en el ático de la casa particular de Kinsey donde se realizaron aquellas filmaciones secretas de voluntarios realizando actividades sexuales, trata de demostrar que en aquel mismo lugar también se llevaron a cabo espanto­sas investigaciones con niños promovidas por el propio Kinsey; que éste era un per­vertido sexual que cambió la moral sexual occidental “engañando” a científicos, legis­ladores y educadores, haciéndoles creer que sus investigaciones eran científicas  -- cuando realmente sólo escondían ideología perversa, inmoral y criminal -- . En su apocalíptica interpretación, Kinsey no sólo no fue un científico  -- o se equivocó -- , sino que es el mismísimo Mefistófeles. La desmesura y la falta de tino de Reisman deberían haber bas­tado para que su discurso cayese en saco roto; sin embargo, y a través de los media, la vida y obra de Kinsey son ofrecidas al siglo XXI envueltas en la ignominia.

Por ejemplo, en el contexto del estreno de la película Kinsey de Bill Condon y el llamami­ento al boicot nacional que un buen número de organizaciones religiosas llevaron a cabo, la presentadora radiofónica y comentarista de Premiere Radio Networks, Laura Schless­inger, en su programa The Dr. Laura Show  -- el tercero en el ranking norteamericano y escuchado en 471 estaciones de radio --  ofre­ció los siguientes argumentos: “El acto de alentar a los pedófilos a la violación de bebés y niños pequeños inocentes en nombre de la «ciencia» es ofensivo. El acto de no proteger­los de la persecución es ofensivo. Y el acto de falsificar los resultados de la investigación --  lo cual, a su vez, abre la puerta para nuevos abusos sexuales infantiles -- , es ofensivo...” (véase contestación de Bancroft en la página Web del Instituto Kinsey).

Considero que no puede ser éste el tratami­ento, la imagen, los argumentos, las con­clusiones y las críticas que ofrecemos a los habitantes del siglo XXI sobre Kinsey, su trabajo y su obra. Sirva este documento para ofrecer otra perspectiva. También crítica, pero no por ello mendaz ni descalificadora.

PARTE DOS: EL FENOMENAL ALFRED

1. Introducción

Afortunadamente, y al margen de las utiliza­ciones políticas de sus detractores, el Kinsey que ha pasado a la historia de la Sexología no es el Kinsey de las cuatro categorías falaces que se han explicado en la primera parte de este trabajo, sino este quinto del cual daré alguna cuenta en estas segunda y tercera par­tes. Se trata de Kinsey el Recolector, que nos trajo a los sexólogos “mucho fruto y poco cesto” (Landarroitajauregi, 1996; 2000, p. 17 y ss.). Analizaremos algo de sus muchos frutos sexuales en esta entrega y dejaremos su limi­tado cesto epistémico para la tercera. Pero antes de entrar en ello, comenzaremos presentando el contexto intelectual y científico de aque­llos años cuarenta y cincuenta en los USA.

2. Contexto intelectual y científico de los tiempos de Kinsey en USA

2.1. Conductismo

Aunque el Conductismo nace a principios del S. XX con J. B. Watson (1878-1858), se desarrolla a mediados del siglo bajo el impulso de B.F. Skinner (1904-1990). En 1913, Watson publicaba su artículo “La psicología desde el punto de vista conductista”, considerado el artículo fundacional del Conductismo, en el que pone el énfasis sobre la conducta observable y las relacio­nes que se producen entre el estímulo y la respuesta, los cuales serían, por su objeti­vación, los temas de estudio de una Psico­logía científica. Pero es Skinner quien dará un empuje a toda la psicología Conduc­tista, considerando la conducta  -- animal y humana --  como el resultado de la función de los refuerzos  -- positivos o negativos --  ambientales que operarían mediante los principios convencionales del aprendizaje. Es este autor quien describirá el condicio­namiento operante  -- en oposición al condi­cionamiento clásico --  que ha resultado ser uno de los baluartes de la Modificación de Conducta. En 1948,  -- precisamente el año de la publicación del Volumen Masculino y recién llegado Skinner de la Universidad de Indiana -- , se publica “Walden Dos”, obra novelada en la que se describe una comu­nidad utópica estructurada mediante una ingeniería social conductista.

Quiero detenerme un momento en este asunto de fechas y localizaciones: Aunque Skinner hizo casi toda su carrera en Harvard  -- allí se graduó y doctoró en 1931, allí fue investigador hasta 1936 y allí regresó de nuevo como profesor en 1948 para ejercer el resto de su vida -- , durante unos años fue también profesor en la Universidad de Min­nesota y  -- precisamente en los mismos años que Kinsey investigaba el comportamiento sexual masculino -- , fue también profesor en la misma Universidad de Indiana donde Kin­sey ya era catedrático. No me consta ninguna relación entre ellos, ni personal, ni intelec­tual, pero no tengo ninguna duda de que las teorías conductistas de Skinner encontraron algún lugar en la estructura mental de Kin­sey. Volveré a ello en La episteme de Kinsey.

En 1953,  -- y de nuevo coincidiendo con la publicación del Volumen Femenino --  Skin­ner publicó su “Science and human behavior” y, en 1957, publicó su “Verbal behavior”, del cual Noam Chomsky escribió, en 1959, una revisión muy crítica que supuso el inicio de un cambio paradigmático conocido como “revolución cognitiva”.

2.2. La Cibernética y la Teoría General de Sistemas

En el año 1942, se celebró en la Fundación Josiah Macy Jr. de Nueva York la primera de las que luego serán conocidas como las Conferencias Macy  -- un total de diez --  que se programaron primero semestralmente y luego anualmente entre 1946 y 1953 y en las cuales participó la flor y nata del pensa­miento científico norteamericano  -- desde luego, se trataba de un grupo sumamente innovador, creativo e interdisciplinar -- . Entre otros, allí estuvieron los matemáticos John von Neumann, Norbert Wiener y Wal­ter Pitts; los neurofisiólogos Warren McCu­lloch, Arturo Rosenblueth y Walter Cannon, los antropólogos Margaret Mead y Gregory Bateson, el psicólogo Lawrence Franck y el hipnoterapeuta Milton H. Erickson.

Estas Conferencias Macy, de las cuales sur­girá posteriormente la Cibernética, se finan­ciaron en parte con presupuestos militares. La inversión fue tan rentable según el excén­trico y genial Gregory Bateson, que llegó a afirmar que “la cibernética constituye el avance intelectual más importante y fundamental de los últimos dos mil años” (Brockman, 1977, p. 13). De aquellos lodos surgieron barros cua­les fueron: en la reunión de 1945, John von Neumann describió la arquitectura de lo que después serán los ordenadores; en la reunión de 1946,  -- celebrada bajo el título “Mecanis­mos teleológicos y sistemas causales circulares” -- , Claude Shannon desarrolló, en el marco de una Teoría de la Información, el concepto de “incertidumbre”, que después von Neumann llamará “entropía”. Posteriormente, en 1948, Norbert Wiener publicaría “Cibernetic” y, en 1952, IBM comercializaría su ordenador de primera generación.

En 1950, Ludwig von Bertalanffy desarro­lla la Teoría General de los Sistemas como una metateoría que, partiendo del muy abstracto concepto de Sistema, busca reglas de valor general aplicables a cualquier nivel de la realidad. Ese mismo año Bateson emprende la tarea de introducir la Cibernética en las ciencias sociales. Pretendía elaborar una Teo­ría General de la Comunicación, así que  -- con fondos de la Fundación Macy -- , organizó un grupo integrado por John Weakland, Jay Haley, Virginia Satir, Jules Riskin, William Fry y Paul Watzlawick, al que luego se unirá Don Jackson. Con estos mimbres surgirá su artículo "Hacia una teoría de la esquizofrenia” (1956) en el que desarrolla la “Teoría del doble vínculo”. Unos años después, en 1959, Jac­kson funda el Mental Research Institute. El grupo, que se conocerá internacionalmente como Palo Alto, estará integrado por: Jules Riskin, Virginia Satir, Paul Watzlawick, John Weakland, Jay Haley, Richard Fisch y Arthur Bodin.

Hasta donde puedo atisbar, el desarrollo del nuevo paradigma cibernético-sistémico no tuvo influencia teórica alguna en Kinsey, excepto en cuestiones puramente pragmáti­cas y tecnológicas  -- por ejemplo, la incor­poración del ordenador para los tratamientos estadísticos de sus datos -- . Sin embargo, aquella euforia por la importancia de los nuevos descubrimientos científicos sí influyó en él porque de hecho fue uno de los auto­res de aquel fértil diálogo entre la ciencia de primer nivel y la cultura coetánea. Pro­bablemente, si Kinsey hubiese vivido más tiempo, hubiese tenido más apetito teórico y hubiese estado más cerca de aquel neo­nato paradigma, habría dado con las claves del sexo como sistema  -- luego de los sexos como integrantes del Sistema sexual -- ; de las relaciones como interacciones; de la cau­salidad circular de los encuentros eróticos; de la homeostasis diádica; y seguramente habría incorporado el “doble vínculo” a las relaciones sexuales e incluso habría dado con la Sinergia sexual. Pero nada de todo esto ocurrió. Y la Sexología ha tardado más de cincuenta años en dialogar con aquel para­digma que nacía en los cuarenta.

2.3. Investigación farmacológica

Algunos cambios venían ocurriendo en las alcobas norteamericanas antes de que Kin­sey diera con ellos. Y no me refiero sólo a los efectos de la guerra y a la euforia de la victoria, que siempre relajan las restriccio­nes morales, sino a la influencia de los nue­vos fármacos contra las infecciones vené­reas. Parecía que, por fin, la Ciencia derro­taba a los gérmenes que habían psicotizado los amores decimonónicos. De hecho, en tiempos de Kinsey, las sulfamidas estaban siendo bastante eficaces contra la gonorrea y la penicilina resultaría eficaz contra la sífi­lis. Desde comienzos de siglo, destacados investigadores como Paul Ehrlich, Gerhard Domagk, Alexander Fleming, Howard Flo­rey o Ernest Chain  -- todos ellos Premios Nobel --  llevaron a cabo hallazgos revolu­cionarios  -- arsfenamina, sulmanilamida, penicilina --  en la lucha contra diversas infecciones de transmisión genital. En el inmediato periodo de postguerra, otros antibióticos sintéticos fueron descubrién­dose y comercializándose. Así que aque­llas temidas enfermedades venéreas  -- que, entonces, todavía lo eran del amor --  no sólo cambiaron de nombre, sino que cambiaron de significado: dejaron de ser la gran y abo­minable plaga para empezar a ser enfermeda­des científicamente entendibles y médica­mente curables.

Por otro lado, estaba la cuestión hormonal y anticonceptiva, que arrancaba con la iden­tificación a finales de los años veinte de la progesterona y el estrógeno. En años pos­teriores se avanzó en este campo hasta dar con los anovulatorios orales y su progresivo perfeccionamiento y diversificación en diver­sas combinaciones hasta que, en 1960, fue posible la comercialización del Enovid 10, el primer contraceptivo oral de la historia.

Con lo antedicho,  -- a lo que podríamos añadir inventos como el Tampax que sal­dría al mercado en 1936 --  encontramos muchas otras explicaciones adicionales  -- diferentes del trabajo de Kinsey --  que alguna influencia tuvieron en los cambios de los mores sexuales de los años sesenta y setenta. No se trata de quitar importancia a Kinsey, sino de situarle en su contexto y en su tiempo.

3. El Hombre que inventó el Sexo

3.1. Biografía

Alfred Kinsey nació el 23 de junio de 1894 en Hoboken (Nueva Jersey) y fue el mayor de tres hijos educados en la más estricta devoción a la Iglesia Metodista. Su madre fue ama de casa con escasa formación escolar y su padre profesor en el Instituto Stevens de Tecnología  -- además de ocasional predi­cador dominical -- . La familia era humilde, así que su infancia fue austera y severa. Dirigido por su autoritario padre, el joven Alfred orientó sus estudios hacia la Ingeniería hasta que, contrariando el consejo paterno, se deci­dió por lo que había sido su vocación más temprana: la biología, la botánica y la ento­mología. Así pues, se graduó en biología en la Universidad de Bowdoin  -- Brunswick, Maine --  obteniendo su licenciatura en 1916. Posteriormente, se trasladó a la Uni­versidad de Harvard donde impartió clases de zoología y botánica, obteniendo el docto­rado en septiembre de 1919. Ya Doctor, se trasladó a la Universidad de Indiana donde comenzó a ejercer como profesor auxiliar de Zoología en agosto de 1920. A partir de este momento, su carrera académica y su nombre quedaron unidos a esta Universidad, sita en Bloomington y en la cual se haría catedrático en 1929.

En 1921, cuando contaba con 27 años, se casó con Clara Bracken McMillen, de 22 años, con la que tuvo cuatro hijos: Don (1922), Anne (1924), Joan (1925) y Bruce (1928). En 1927, su primogénito murió a consecuen­cia de una diabetes. En 1930, los padres de Kinsey se divorciaron y Kinsey perdió todo contacto con su padre. Kinsey murió el 25 de agosto de 1956, a los 62 años, afectado de una neumonía que acabó produciéndole una insuficiencia cardio-respiratoria. Su esposa murió, en 1982, a los 83 años.

En cuanto a su carrera como autor, en 1930 publicó su exhaustivo y meticuloso libro Gall wasp Genus Cynips: A study of the ori­gin of species, considerado aún hoy como la más importante monografía sobre el tema y tenida por modélica por su impecable rigor científico. Para entonces ya había publicado el artículo An Introduction to Biology (1926). Posteriormente publicaría trabajos como New introduction to Biology (1933), una obra todavía de referencia, o The origin of higher categories in Cynips (1935). En 1937, su repu­tación científica y académica eran tales que el American Men of Science lo nombró como uno de sus precursores.

 

3.2. El curso de formación matrimonial

En 1938, Herman B. Wells, que entonces tenía 35 años y que sería su más constante valedor, fue nombrado Rector de la Uni­versidad de Indiana. Recién estrenado en su cargo, la Asociación de mujeres estudiantes de la Universidad de Indiana le solicitó un curso de preparación matrimonial para los alumnos ya casados o para aquellos a punto de hacerlo. Wells accedió y Kinsey comenzó a impartir clases y a coordinar el curso de Formación Matrimonial desde su primera edición.

El curso era impartido por docentes  -- todos varones --  de los departamentos de Derecho, Economía, Sociología, Filosofía, Medicina y Biología. Y fue en este nuevo marco docente donde comenzó el interés científico de Kin­sey por el comportamiento sexual humano, pues, con motivo de la preparación de sus clases, el compulsivo y sistemático recolector de datos que ya era Kinsey, empezó a recabar información entre sus propios estudiantes en relación a su actividad sexual  -- edad de la primera relación sexual, actividad sexual prematrimonial, frecuencia de actividad sexual, número de parejas a lo largo de su vida, frecuencia masturbatoria, uso de servi­cios de prostitución, etc. -- .

Pese a que contaba con la confianza del Rec­tor y el respeto de sus alumnos, las clases de Kinsey fueron llenándose de controversias. En 1940, el rector Herman B. Wells, pre­sionado por las crecientes reacciones adversas al proceder docente de Kinsey y tratando de hallar una salomónica solución le convino a que eligiese entre continuar con el curso matrimonial o con su proyecto de investiga­ción. Kinsey no tuvo ninguna duda y aban­donó el curso para dedicarse enteramente a la investigación sobre la conducta sexual de los norteamericanos. No obstante, mantuvo su actividad docente en el departamento de Biología y nunca perdió el contacto con los jóvenes universitarios.

 

3.3. Recolectando “frutos sexuales”

En 1939, Kinsey diseñó y dirigió un proyecto de investigación sobre el comportamiento sexual humano que contó con la financia­ción de la Fundación Rockefeller a través del prestigioso Consejo Nacional de Investiga­ción. Ello le permitió recopilar datos sobre el comportamiento sexual más allá de las aulas universitarias de Indiana y, sobre todo, le permitió ir construyendo el que finalmente fue su modelo de entrevista personal con su particular sistema de categorización de las respuestas. En junio de 1939 hizo un corto viaje a Chicago para realizar decenas de estas entrevistas y en esas mismas fechas empezó a compilar historias sexuales de presos  -- y familiares de estos --  de la Explotación agro­pecuaria penal del Estado de Indiana.

En 1940, y para conseguir más financiación para su proyecto de investigación, Kinsey acudió al Committee for Research in Pro­blems of Sex (CRPS) presidido por Yerkes. El comité ya había financiado la investigación de Adolf Meyer sobre comportamientos y acti­tudes sexuales de los estudiantes de Medi­cina de la Johns Hopkins, pero tales datos no llegaban a formalizarse en un informe final. Así que los miembros del CRPS buscaban un investigador solvente: científico respetado y establecido, esposo y padre ejemplar, con un sólido curriculum como investigador y una historia de proyectos llevados a cabo hasta el final. El doctor George Washington Corner, ginecólogo y miembro del CRPS, que pos­teriormente dirigiría a William Masters en una investigación sobre reproducción animal y humana, escribió sobre él:

“Fue un profesor íntegro, casado y con hijos adolescentes. Mientras continuaba sus res­ponsabilidades didácticas en el Departamento de Zoología trabajó cada hora disponible, día y noche, viajando a cualquier parte donde las personas le concediesen entrevistas. Estaba adiestrando a una pareja de hombres jóvenes en su método de entrevistar. El propio Dr.

Yerkes y yo mismo nos sometimos por sepa­rado a su técnica de recopilación de datos. Me asombró su habilidad para lograr los detalles más íntimos de la historia sexual del sujeto, introduciendo las preguntas gradualmente y transmitiendo una completa seguridad sobre la confidencialidad de las respuestas que eran registradas en hojas especiales impresas con una rejilla en las que se apuntaba la infor­mación obtenida mediante signos ininteli­gibles. Me explicó que el código nunca se había apuntado en lugar alguno y que sólo sus dos colegas, Wardell B. Pomeroy y Clyde E. Martin, podrían leerlos. Sus preguntas incluían trucos sutiles para detectar infor­mación deliberadamente incorrecta.” (citado en Bullough, 1994, p. 125)

En un principio, tal como ya había hecho con las avispas, Kinsey pretendió realizar perso­nalmente todo el trabajo, pero pronto com­prendió que el proyecto era demasiado vasto para una sola persona. Se había propuesto recopilar 100.000 historias y cada entrevista  -- sin contar desplazamientos --  le ocupaba un mínimo de una hora y media. Esta carga le hubiera supuesto unos setenta años de dedicación exclusiva, lo cual resultaba ina­barcable. Con todo, él personalmente, rea­lizó 7.985 entrevistas.

En aquel tiempo, en la primavera de 1939, el joven estudiante de Economía Clyde E. Mar­tin,  -- que había sido alumno de Kinsey en aquel primer curso de 1938 y uno de los pri­meros voluntarios entrevistados -- , comenzó a colaborar en la tabulación de las primeras entrevistas. Posteriormente, cuando en 1941 ya hubo suficiente financiación, Martin fue contratado como investigador y acabó reali­zando unas 2.000 entrevistas.

En los años posteriores, Kinsey fue reno­vando la financiación para su proyecto, al punto que, en el curso 1946-1947, recibió la mitad del presupuesto total del CRPS. Esta continuidad económica le permitió contra­tar en 1943, al único graduado de la Universidad de Indiana que trabajó en su equipo, el psicólogo Wardell Baxter Pomeroy; y, en 1946, al antropólogo de la Universidad de Harvard, Paul Gebhard. Uno y otro fueron personalmente entrenados por Kinsey para realizar entrevistas. El primero realizó unas 8.000; y el segundo, unas 2.000.

Había razones, no sólo económicas, para que el equipo investigador fuese reducido, el exi­gente método de entrevista y el alambicado sistema de codificación in situ de la informa­ción obtenida requerían meses de entrena­miento y memorización para lograr todos los exigentes criterios de Kinsey. Finalmente, fruto de este trabajo, se publicaron, en 1948 y 1953, los afamados “Informes Kinsey”. El primero de ellos, que aquí llamaremos el Volumen Masculino, fue “Sexual behavior in the human male” y el segundo, que llamare­mos Volumen Femenino, fue Sexual beha­vior in the human female”.

3.4. Los hombres de Kinsey

Clyde Martin, Wardell Pomeroy y Paul Gebhard  -- todos ellos varones --  fueron los constituyentes del equipo investigador contratado por Kinsey. Sin embargo, en la página Web del Instituto se subraya que, aunque no figuraron como autoras, varias mujeres del personal del Instituto contri­buyeron también a las investigaciones. En concreto, Jean Brown, Cornelia Christenson, Dorothy Collins, Hedwig Leser y Eleanor Roehr, son citadas y reconocidas en las por­tadas como colaboradoras. Además, estaba la abogada Alice Field que no sólo colaboraba en la investigación sexual sino que, además, asesoraba sobre temas legales. A continua­ción, ofrezco algunos datos de “los hombres de Kinsey” en su orden de aparición en el Instituto.

3.4.1. Clyde E. Martin

Nacido el 2 de enero de 1918, comenzó sus estudios de Economía en la Universidad de

Indiana en 1937 y fue alumno de Kinsey en aquel primer curso de 1938, siendo la suya una de las primeras “historias sexuales” que Kinsey recogió. A partir de la prima­vera de 1939 se convirtió en asistente per­sonal de Kinsey  -- le cuidaba el jardín --  y colaborador voluntario  -- le ayudaba en la tabulación de sus primeras entrevistas -- . Cuando, en 1941, hubo suficiente financia­ción para el proyecto, fue contratado como primer investigador aún sin haber finalizado unos estudios que abandonaría a partir de ese momento para dedicarse a tiempo completo a la informática  -- de la cual fue responsa­ble --  y al análisis estadístico de los datos de las entrevistas. Firmó como tercer y último autor en los dos Informes y posteriormente, tras la muerte de Kinsey, volvió a ser tercer autor  -- la cuarta era Cornelia Christenson --  en “Embarazo, Nacimiento y Aborto” (1958) con Gebhard y Pomeroy antecediéndole.

Muerto su benefactor, en el año 1960, aban­donó el Instituto para finalizar sus estudios y obtener su grado doctoral, que logró en 1966  -- a sus 48 años --  en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore. Hasta su retirada, en 1989, fue investigador contratado del “Fran­cis Scott Key Medical Center” en esa misma ciudad, donde se dedicó al estudio de temas relacionados con la gerontología y la socio­logía. A partir de ahí prácticamente perdió todo contacto con la investigación sexual, aunque, en 1981, publicó un breve artículo sobre la sexualidad de las personas mayores en los Archives of Sexual Behavior.

3.4.2. Wardell B. Pomeroy

Nació en Kalamazoo (Michigan) el 6 de diciembre de 1913 y murió en Bloomington (Indiana) el 6 de septiembre de 2001. Se gra­duó en la Universidad de Indiana y obtuvo el doctorado en Psicología en la Universidad de Columbia en 1954. Conoció a Kinsey tra­bajando como psicólogo del hospital South Bend y, en 1943, se incorporó al proyecto de investigación sexual. Fue la primera persona en la que Kinsey confió para realizar entre­vistas. Muerto Kinsey fue designado director del Área de Investigación  -- que no Direc­tor Ejecutivo, puesto que ocupó Gebhard -- . Permaneció en este puesto hasta que pre­sentó su renuncia en 1963, para trasladarse a Nueva York e iniciar la práctica privada de terapia sexual. En los años posteriores conci­lió su actividad clínica con una prolija acti­vidad como autor. Además de una docena de artículos, escribió tres libros de divulgación sobre educación y sexualidad adolescente (Boys and sex, 1968; Girls and sex, 1970; Your child and sex: A Guide for parents, 1974), así como un libro sobre Kinsey y su Instituto que citaremos con frecuencia en este tra­bajo (Kinsey and the Institute for sex research, 1974).

Durante el bienio 1966-1968, fue Presidente de la Society for the Scienti~ic Study of Sexuality (SSSS). En 1976 fue nombrado Decano del recién creado Institute of Advanced Study of Human Sexuality de San Francisco y también profesor adjunto de la Facultad de Medicina de la Universidad del Estado de California. En 1983, y debido al creciente deterioro de su salud neurológica, se jubiló para morir demenciado 18 años después. A su muerte, fue Gebhard el encargado de escribir su obi­tuario. Sobre éste último, el tercero de los colaboradores de Kinsey, daremos alguna cuenta en el epígrafe “Los directores del Instituto”.

4. Kinsey en constante revisión

4.1. La revisión de su obra

En vida de Kinsey fueron varias las evaluacio­nes externas sobre su trabajo. La primera de ellas, de carácter estadístico, se produjo tras la publicación del Volumen Masculino. La muestra que Kinsey había logrado para sus investigaciones era la que era: muy grande, pero ni aleatoria, ni estratificada. Además, según informa Pomeroy (1972, p. 138 y 464) contenía demasiada gente del Oeste y poca del Este y, en ella, los indios, los presos y los homosexuales estaban excesivamente representados respecto a la población nor­teamericana de aquel tiempo. Kinsey había tratado de controlar estos sesgos mediante clusterización  -- obtención de submuestras al 100%; esto es, grupos naturales en los que todos sus miembros aceptaban ser entrevis­tados -- . Así que se las ingenió para lograr unidades sociales no surgidas por un interés sexual común: usuarios de una residencia, estudiantes de un curso, socios de un club social, etc. La cuarta parte de su muestra pro­cedía de tales clusters. Después, comparó estas submuestras con el resto de historias resul­tando que las diferencias eran mínimas y muy poco significativas (Volumen Masculino  -- en adelante VM -- , p. 93-102 y Volumen Femenino  -- VF, p. 30). Con estos controles, la muestra superaba su control de calidad. Sin embargo recibió un buen número de críti­cas provenientes de expertos estadísticos. Lo cual condujo a que un comité especial de la Asociación Americana de Estadística inves­tigase su metodología.

Fruto de la tal investigación, en 1954 se publicaron dos revisiones críticas del trabajo de Kinsey: la de Cochran, Mosteller, Tukey y Jenkins Problemas estadísticos del Informe Kinsey sobre comportamiento sexual del hombre; y la de Geddes: Análisis de los Informes Kinsey. No obstante, y pese a las repetidas críticas sobre sus muestras sesgadas y constituidas por voluntarios, Kinsey se mantuvo siempre firme en su fórmula, que defendió y justificó repetidamente (VM, p. 17-21 y 93); aunque en el Volumen Femenino, efectivamente se excluyeron las mujeres presas y no se realiza­ron las “correcciones estadounidenses”.

Precisamente por la reiteración de estas y otras críticas sobre aspectos metodológicos y muestrales, en 1979 Gebhard y Johnson reanalizaron los datos de las entrevistas “completando” y “limpiando” las muestras, añadiendo nuevas entrevistas posteriores a la publicación y analizando los resultados con nuevas técnicas estadísticas e informáticas. Fruto de este trabajo se constituyó lo que se ha dado en llamar la “Muestra básica” y se publicó lo que aquí citaremos como “Kin­sey Data”. En esta obra (Gebhard y John­son, 1998, p. 25-26) se describe el método y se da cuenta de cómo fue diseñado en el procedimiento científico que Kinsey había desarrollado cuando estudió la variabilidad de las avispas. En aquella ocasión, una vasta muestra con una gran cantidad de insectos le permitió realizar promedios al margen de las tendencias y sesgos. Y eso mismo esperaba hacer con sus entrevistas.

La “Muestra básica” de Gebhard y Johnson estaba constituida exclusivamente por per­sonas que nunca fueron condenadas  -- ni siquiera por infracciones de las normas de circulación --  y cuya inclusión no suponía ninguna fuente de sesgo en cuanto a com­portamiento sexual  -- i.e. participación en organizaciones homosexuales -- . De este modo, la muestra masculina quedó final­mente formada por 4.694 hombres blancos escolarizados, 177 hombres negros escola­rizados y 766 hombres blancos sin escola­rización. Y la muestra femenina, por 4.358 mujeres blancas escolarizadas, 223 negras escolarizadas y 1.028 blancas sin escolari­zación. Luego la muestra sin escolarización era –tanto para hombres, como para muje­res- exclusivamente constituida por personas blancas. Así que en ella resultaban dos sesgos muestrales evidentes: gente culta  -- blancos y negros --  y gente blanca  -- escolarizados y sin escolarizar -- ; resultando pues una mues­tra más WASP.

Curiosamente, aunque la muestra había variado sustancialmente, los resultados fue­ron relativamente similares. Al punto que Gebhard y Johnson (1998, p. 9) afirmaron que “las conclusiones principales de los trabajos originales en cuanto a la edad, el género, el estado civil y la clase socioeconómica perma­necen intactos. Los añadidos y la limpieza de las muestras han aumentado notablemente su valor, pero no producen cambios signifi­cativos que impliquen que nos retractemos de ninguna afirmación importante”. Motivo por el cual la mayor parte de los investigado­res actuales siguen utilizando los datos origi­nales de los dos primeros volúmenes.

Sin embargo, una cuestión que sí resultó algo diferente fue la incidencia de conducta homosexual. Mientras que las cifras para hombres escolarizados no cambiaron, las de hombres sin escolarización  -- una vez exclui­dos los registros con criminales --  resultaron ser notablemente inferiores. Esto pudo tener relación con el hecho de que en aquel tiempo la escolarización no era mixta y la mayor parte de las experiencias homosexuales se producían en la adolescencia y con com­pañeros de clase. Así pues, la submuestra “sin escolarización”  -- una vez excluidos los reos --  no habría tenido convivencia alguna en ambientes unisexuales.

Con anterioridad a este trabajo de Gebhard y Johnson, pero en esta misma década de los setenta, fueron varios los trabajos de revi­sión y crítica que se publicaron sobre la obra de Kinsey. El primero fue el de su estrecho colaborador Wardel Pomeroy que, estando ya fuera del Instituto, explicó muy diversas cuestiones relacionadas con la dinámica de la investigación en su obra Dr. Kinsey and the Institute for sex research. El siguiente fue Paul Robinson que hizo una lectura bastante más crítica en su articulo de 1972, El Dr Kinsey y el Instituto de investigación sexual, y en su obra La modernización del sexo (1976), que comen­taré detenidamente más adelante. Final­mente, en ese mismo año, fue Weinberg, desde el propio Instituto, quien recopiló el trabajo de Kinsey y su Instituto en su obra Investigación sexual: Los estudios del Instituto Kinsey (1976).

Pero ninguno de estos trabajos sobre la obra de Kinsey levantó tanta polvareda como los tendenciosos trabajos ya citados de Judith Reisman. Éstos sirvieron para alimentar las campañas “antikinsey” que posteriormente han ido dirimiéndose a veces en medios científicos, pero sobre todo en los medios de comunicación e incluso, como se explicó en la primera parte, en los tribunales.

Tras tales campañas, Vern Bullough ofreció una nueva revisión rehabilitadora en su obra de 1994, Science in the bedroom: A history of sex research y en dos artículos de 1998 y 2004  -- Alfred Kinsey and the Kinsey Report: Histori­cal overview and lasting contributions y Sex will never be the same: The contributions of Alfred C. Kinsey -- .

5. El mediático “Dr. Sexo”

Efectivamente, la vida y obra de Kinsey han resultado ser un fenómeno mediático que ha llegado al gran público a través de biografías, literatura, cine, prensa escrita, música pop, radio y televisión. Basándome fundamental­mente en la información ofrecida en la Web del hoy llamado Kinsey Institute for Research in Sex, Gender and Reproduction, llevaré a cabo una breve exposición de estos aspectos.

5.1. El éxito editorial

Kinsey se convirtió en un fenómeno de masas a través de un sistema muy simple pero efectivo: el increíble éxito editorial de sus dos volúmenes. Especialmente, el Volu­men Masculino que  -- aunque se trataba de un libro de tapas duras, caro, sin precedente mediático alguno y publicado en una editorial médica -- , estuvo 43 semanas en la lista del The New York Times best-seller. De este primer volumen se vendieron más de doscientos mil ejemplares y del segundo otros cien mil. Uno y otro fueron traducidos a once idiomas. Los dos informes tuvieron gran impacto público y produjeron respuestas sumamente emocionales y contrapuestas en la opinión pública  -- y en la opinión publicada --  esta­dounidense. Fueron motivo de admiración y de descalificación; produjeron agradec­imiento y repugnancia; se contestaron con elogio o con denuncia; pero prácticamente nadie permaneció impasible. Curiosamente, fallecido ya Kinsey y en los setenta, el ter­cer volumen revisado de Gebhard y Johnson pasó prácticamente desapercibido.

5.2. Kinsey y la prensa escrita

El seguimiento de la prensa escrita de aquel tiempo a los dos Informes Kinsey fue impre­sionante. La Biblioteca del Instituto Kinsey cuenta con 18.700 recortes de periódicos y revistas de todo el mundo analizados por Gathorne-Hardy, quien concluyó (2000, p. 395 y ss) que todas las revistas femeni­nas  -- excepto Cosmopolitan --  mostraron una respuesta favorable. Y que, de los 124 periódicos analizados, 79 (64%) mostraron opiniones favorables y ensalzadoras, mien­tras que 38 (31%) fueron críticos o des-calificadores. Finalmente, siete (5%) fueron ambiguos o ambivalentes. Lo que ocupó la mayor parte de los titulares sobre el Volu­men Masculino fue la homosexualidad y su incidencia. En cambio, los titulares con motivo del Volumen Femenino giraron en torno al placer femenino y, sobre todo, a la incidencia de la actividad prematrimonial y extramatrimonial.

Así como el fenomenal impacto mediático del Volumen Masculino no fue predecible, los media esperaban impacientes el segundo volumen. Los periodistas buscaban primicias y esta presión mediática dificultaba el tra­bajo. El asunto se puso especialmente tenso cuando el manuscrito entraba en imprenta. La “solución” que Kinsey dio a esta fenom­enal presión mediática para que se adelan­tasen los datos del estudio femenino antes de su aparición pública, fue invitar al Instituto a unos sesenta periodistas de distintos países  -- Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Dinamarca, Suecia y Australia -- , los cuales, durante cuatro días de agosto de 1953, tuvi­eron oportunidad de conocer los resultados de la investigación de primera mano. Ahora bien, tuvieron que aceptar, mediante con­trato firmado, determinadas condiciones: no podían publicar artículos de más de 5.000 palabras y éstos habían de ser revisados previamente por personal del Instituto; no podían publicarlos antes del 20 de agosto de 1953  -- día que, en el Instituto, fue denomi­nado “K-Day” -- ; y no podían hacer fotos, aunque sí solicitarlas, previo pago, al fotó­grafo oficial del Instituto.

Ni qué decir tiene que tales condiciones no fueron muy del agrado periodístico, pero, con todo, allí fueron enviados representantes de: Collier's, Time, Life, Woman's, News­week, Redbook, Reader’s Digest, Modern Bride, McCall’s, US News, World Report, The Bloomington Herald-Telephone, Indi­ana Daily Student, The New York Times, The San Francisco Chronicle y The London Sunday Dispatch.

Así que, el 20 de agosto de 1953, los kioscos se llenaron de “adelantos” de los resultados del Volumen Femenino. Y finalmente, el 14 de septiembre, el libro llegó a las librerías de todo el país. Se trataba de un libro caro  -- ocho dólares de entonces -- , pero también éste estuvo en la lista de los best seller.

5.3. Biografías de Kinsey

También la vida de Kinsey, incluso la más íntima, ha sido objeto de estudio y revisión, al punto que son ya varias las biografías publicadas. La primera de ellas, publicada 15 años después de su muerte, en 1971, fue obra de su estrecha colaboradora y miembro del Instituto, Cornelia Christenson. Llevaba por título Kinsey: A Biography, y fue publi­cada por la propia Universidad de Indiana. Pasaron bastantes años hasta que apareció en 1997 el minucioso, polémico y crítico tra­bajo de investigación biográfica realizado por James Jones que llevaba por título Alfred C. Kinsey: A Public/Private Life y por el cual el autor recibió el premio Pulitzer. Posteriormente, ya en el año 2000, fue Jonathan Gathorne-Hardy quien escribió la biografía, digamos oficial, de Kinsey que llevaba por título Sex, the measure of all things: A life of Alfred Kinsey y que fue también publicada por la Universidad de Indiana. En todas estas biografías encontramos al hombre sumamente trabajador, tenaz, curioso, hero­ico, meticuloso, obsesivo, sutil, ingenioso, contradictorio y sumamente empático que luego Bill Condon llevó a la gran pantalla en el año 2004.

5.4. Kinsey y las Artes

Excepto en lo que quedase en círculos musicales  -- Oh, Dr Kinsey, de la cantante y cómica Martha Raye, vendió medio mil­lón de copias; la canción Too Darn Hot de Cole Porter, originalmente escrita para el musical Kiss me, Kate, fue cantada de nuevo por Ella Fitzgerald en los años cincuenta­ , el gran público norteamericano de los setenta, ochenta y noventa había olvidado a Alfred Kinsey. Pero el cambio de milenio reverdeció su figura pública a través de las artes. En el año 2003 se estrenó en Chicago el musical Dr. Sex  -- ganador de siete Jeff Awards -- . La obra versaba sobre el trián­gulo amoroso entre Kinsey, su esposa y su colaborador Martin. Al año siguiente, y casi al unísono, se estrenó una película y se publicó una novela sobre la vida de Kinsey. Bill Condon fue el guionista y director de la película, titulada Kinsey, en la que se da cuenta de la vida de Alfred Kinsey  -- inter­pretado con credibilidad y pericia por Liam Neeson -- . La novela es de T. C. Boyle y lleva por título The Inner Circle  -- El círculo íntimo -- . En ella se recrean los primeros años de Kinsey en Bloominton a través del relato de un ficticio ayudante.

5.5. Documentales sobre Kinsey

En el tiempo de los audiovisuales no podían faltar los documentales. Sin ánimo de ser exhaustivo traigo cuenta de los siguientes:

Sex and the scientist es un documental de 90 minutos realizado en 1989 y dirigido por Diane Ward para WTIU documental.

Reputations: Alfred Kinsey. Es un documental realizado en 1996 por Clare Beavan para la BBC.

The children of table 34 es un documental de 30 minutos producido por Snake Ranch Stu­dios para “Family Research Council”. El guión y dirección es de Robert Knight y presenta las denuncias de la Dra. Reisman contra Kinsey. Se distribuye a través de la red inter­nacional de asociaciones pro-abstinencia y pro-vida.

Kinsey’s paedophiles es un documental produc­ido en 1998 por Tim Tate para la cadena tel­evisiva Yorkshire. El documental fue pública­mente respondido por el Instituto Kinsey.

Social science in America’s bedroom: Alfred Kin­sey measures sexual behavior es un documen­tal de 16 minutos de duración hecho en el año 2000. Son entrevistados el anciano Paul Gebhard y John Brancoft.

Mr. Sex, realizado por Steve Coombes, fue un documental radiofónico que recibió el Rich­ard Imison Memorial Award 2005.

Kinsey es un documental recopilatorio reali­zado en cooperación con el Kinsey Institute y la Universidad de Indiana.

El 2/10/96 el informativo Documentos TV de La 2 de TVE emitió un reportaje en cas­tellano títulado Alfred Kinsey, el hombre que inventó el sexo.

6. La Entrevista Kinsey

El modo básico de obtención de información que usó Kinsey fue la entrevista personal individual realizada en ambiente íntimo a personas voluntarias. Había además dos aspectos para él determinantes: a) la escucha no-enjuiciadora que evitase cualquier estig­matización; y b) la garantía absoluta sobre la confidencialidad de la información recabada. La entrevista duraba habitualmente entre 90 y 120 minutos y estaba internamente orde­nada “de menos a más”. Sumados todos estos elementos puede afirmarse que se trataba de una experiencia casi terapéutica. Tanto es así que Bancroft (1995, p. f) afirma: “En el Instituto tenemos muchas pruebas del nota­ble impacto que la experiencia tenía sobre los individuos entrevistados, permitiéndoles hablar sobre sus vidas sexuales de un modo que nunca lo habían hecho antes, obtenién­dose importantes beneficios personales”. De los tales beneficios personales producidos gracias a la escucha empática y no enjuici­adora de la verbalización íntima de la propia experiencia erótica, lo sexólogos tenemos muy buena cuenta.

Kinsey estaba convencido de que sólo medi­ante tales requerimientos podrían compilarse datos exactos. Como su precaución sobre la fiabilidad y la exactitud de la información recabada era obsesiva, cuidó especialmente todos los aspectos que podrían producir errores. De ahí que fuese especialmente celoso de los posibles sesgos producidos por el engaño deliberado, la exageración volun­taria o inconsciente y los recuerdos inexactos producidos por distorsiones de la memoria. Con este fin, la entrevista estaba diseñada para evitar y detectar engaños, exageraciones e incongruencias.

Según informa Bulloug (1990, p.172), cada entrevista daba comienzo con la fórmula: “Para que este ejercicio funcione, debe responder honestamente”. Posteriormente se aludía tantas veces como fuese necesario a la tal “necesaria honestidad”; incluso, si aparecían sospechas sobre la no veracidad de la información, el entrevistador daba por finalizada la entrevista. O, en algunos casos, se le daba al entrevistado una nueva oportu­nidad para que respondiese con sinceridad.

Además, las preguntas se formulaban con rapidez, concisión y determinación y se real­izaban varias preguntas de control. También, cuando fue posible, se hicieron controles de verificación: o bien contrastando información obtenida de dos esposos; o bien, realizando “retest” con dos o más años de latencia.

Henry Remak, profesor emérito de estudios Germánicos y Literatura Comparada de la Universidad de Indiana, fue entrevistado por Kinsey cuando, en los años cuarenta, era estudiante. Ya anciano relata: “La razón por la que Kinsey hizo entrevistas en vez de cuestionarios era porque era muy difícil mentirle. Si le mirabas, comprendías que él lo hacía demasiado bien para ser engañado. Hacía que te sintieras como un co-investi­gador con él. Era un hombre inmensamente íntegro.” (Mooke, 1997).

Como informa Pomeroy (1972, p. 4), una de las grandes preocupaciones de Kinsey era la exactitud del sistema de codificación de las respuestas y la confiabilidad inter-investiga­dores, lo cual le obligó a limitar el número de entrevistadores  -- aunque en total fueron cuatro, dos de ellos, Kinsey y Pomeroy, reali­zaron el 80% de las entrevistas --  y a realizar numerosas y concienzudas reuniones de adi­estramiento y codificación conjunta.

La entrevista básica contenía 350 ítems de información  -- aunque, si aparecía infor­mación adicional, el entrevistador podía incrementar sus preguntas hasta obtener un total de 521 ítems -- . Las preguntas per­manecieron prácticamente inalteradas a lo largo de toda la investigación porque Kinsey se resistía a realizar cambios. Sin embargo, según informó Pomeroy (1972, p. 121), en 1948, y tras muchas propuestas, accedió a realizar algunos cambios que afectaron a diez ítems.

Todas las preguntas eran previamente mem­orizadas por los entrevistadores y no había ninguna referencia a ellas en la tabla de codificación. Ésta consistía en una única hoja en la cual se apuntaban marcas y signos. Con este ingenioso sistema se registraban las respuestas del sujeto sin interrumpir el hilo de la conversación y manteniendo el “rap­port”. Pomeroy (1972, p.121) calculó que la hoja proporcionaba información equiva­lente a veinticinco páginas mecanografiadas. Las preguntas se hacían directamente sin disculpa alguna, y tras ser formuladas eran acompañadas de un silencio de espera. La formulación de la pregunta presuponía que el comportamiento cuestionado efectiva­mente era realizado: ¿A qué edad comenzó a masturbarse?¿Cuántas veces lo hace al día? ¿Acompaña esta masturbación con algún tipo de fantasía? ¿Cuándo tuvo su primera experiencia sexual?

Como informa Bulloug (1990, p. 171), las preguntas se realizaban con un “tempus” prefijado. Las primeras eran sencillamente informativas y convencionales  -- edad del informante, lugar de nacimiento, educación recibida, estado civil, hijos, etc. -- . Posteri­ormente se formulaban preguntas más per­sonales  -- ocupación, religión, salud, hob­bies -- . Las preguntas de contenido íntimo aparecían en torno al vigésimo minuto de la entrevista y comenzaban por la educación sexual recibida  --  ¿A qué edad supo por pri­mera vez de dónde provenían los bebés? ¿A qué edad supo de la menstruación? --  y por los aspectos más tempranos  --  ¿A qué edad le apareció el vello púbico? -- . A partir de aquí, las preguntas se dirigían hacia las primeras experiencias sexuales, incluyendo la edad de la primera masturbación, las fantasías eróti­cas durante la masturbación y acerca de las experiencias eróticas más tempranas. Final­mente las preguntas se orientaban hacia las prácticas eróticas actuales. Antes de realizar preguntas sobre aspectos no convencionales de la sexualidad  -- contacto homoerótico, conductas bestialistas, relaciones extramari­tales, etc. -- , se formulaban doce averigua­ciones buscando indicios de la orientación sexual del entrevistado.

 

7. Los datos de Kinsey

7.1. Los sexos y las clases sociales

Al margen de los datos concretos que ofreció, y de los cuales daremos alguna cuenta más abajo, Kinsey hizo dos grandes aportaciones relativamente novedosas: una en relación a las diferencias y semejanzas entre los sexos; la otra, en torno a las diferencias eróticas entre clases sociales.

En la cabeza de Kinsey ya rondaban los vientos de igualdad que después soplarían con fuerza en los años sesenta, así que, como afirma Robinson “una parte sustan­cial del Volumen Femenino está dedicado a demostrar que, en términos físicos, las respuestas sexuales masculinas y femeninas son bastante similares” (1976, p. 129) y a destacar que “las mujeres desean y gozan de los orgasmos tanto como los hombres, aunque su actividad  -- frecuencia --  sea significativamente menor.” (p. 133). Sin embargo, este Volumen Femenino también dedica un importante espacio a comparar el sexo de los sexos, esto es, a describir las dife­rencias  -- sexuales --  entre sus conductas  -- eróticas -- .

En el Volumen Masculino, Kinsey se había basado en dos conceptos básicos: descarga  -- outlet2 --  y factor. Descarga hace referen­cia a cualquier actividad que resultase en orgasmo, mientras que factor hace referencia a cualquier circunstancia que puede afectar la capacidad o frecuencia de la tal descarga. Básicamente Kinsey describe seis formas de descarga: masturbación, emisión nocturna, petting heterosexual, coito heterosexual, actividad homosexual y actividad sexual con otras especies.

Los factores que Kinsey consideró son cinco: matrimonio, creencia religiosa, diferen­cia generacional, edad y clase social. Como afirma Robinsón (1976, p.108), en su pri­mera entrega, Kinsey decrementó la importancia sexual tradicionalmente concedida a las tres primeros factores  -- matrimonio, fe y generación -- , mientras que subrayó la importancia sexual de los dos últimos  -- edad y clase social -- . Así pues, afirmará que las dos influencias más importantes en la sexualidad del hombre son: el factor bio­lógico de la edad y el factor cultural de la clase social. La primera determinando la fre­cuencia y la segunda el tipo de conducta. Por el contrario, no encontraría tan importantes diferencias entre los hombres religiosos y los no creyentes o entre los hombres de unas u otras generaciones.

Sin embargo, sigue Robinson, en el Volumen Femenino las conclusiones son radicalmente diferentes: “los factores de mayor influencia en la conducta sexual del hombre resultan ser lo menos significativos en las mujeres, mientras que los que apenas afectaban a los hombres tienen un efecto mucho más mar­cado sobre las mujeres” (1976, p. 124). De tal suerte que en el Volumen Femenino los factores más importantes sean: el religioso  -- por ejemplo, las mujeres piadosas tienen mucha mayor dificultad para obtener orgas­mos --  y, en menor medida, el factor gene­racional  -- las mujeres nacidas después de 1900 tienen mayor incidencia en todas las formas de descarga excepto en la actividad homosexual: el doble de relaciones prema­trimoniales y significativos mayores por­centajes de masturbación y de relaciones extramatrimoniales; también habría menos esposas frígidas entre las más jóvenes -- . Sin embargo “en términos de frecuencia, las hijas no tenían más actividad que sus madres.” (Robinson, 1976, p. 126). Esto es, distribuían sus descargas en más tipos, pero mantenían un similar “total sexual outlet”.

El otro de los aspectos más novedosos y sobresalientes de la investigación de Kinsey gira en torno a las importantes diferencias sexuales entre las clases sociales, afirmando que tendrían modelos de comportamiento sexual del todo diferentes.

En primer lugar conviene aclarar que Kinsey define clase social en relación a la instruc­ción formal y al nivel de estudios alcanzado  -- escuela elemental, secundaria y universi­dad --  y no a la disponibilidad económica. De suerte que él mismo sería de clase alta, aunque procediese de una familia de origen humilde. Yo, con sus mismos datos, hubiese dicho  -- y he dicho aquí --  las clases más formadas, o instruidas, y las menos forma­das. En cualquier caso, en términos acadé­micos, esta cuestión desafiaba la validez de la mayoría de los estudios previos que se habían basado exclusivamente en muestras universitarias. Y, según Robinson, interpe­laba a la supuestamente interclasista socie­dad norteamericana porque “las diferencias de clase llegarían hasta el dormitorio y a los más íntimos detalles de la vida erótica.” (1976, p. 115).

Tales diferencias mostraron una mayor ten­dencia de la clase alta para experimentar con la masturbación, el petting premarital, el coito en diferentes posiciones y el sexo oral; así como para tener más tipos de juegos pre­liminares y tomarse más tiempo en ellos. Por el contrario, las clases más bajas tendrían relaciones coitales más directas, en la con­vencional postura del misionero y con menos y más breves juegos preliminares  -- aunque no con menos orgasmos femeninos -- . O, dicho con palabras de Robinson:

“Las diferencias principales se refieren al tipo de descarga y al estilo de la ejecución (...) Dicho groseramente el pobre copula y el rico se masturba (...) el pobre difiere del rico en su adicción a las relaciones prematrimonia­les, a la prostitución y a la homosexualidad (...) Entre los 16 y 20 años los chicos con educación elemental tenían siete veces más relaciones prematrimoniales que los univer­sitarios y una variedad mucho más amplia de compañeras (...) acudían tres veces más a prostitutas y tenían cuatro o cinco veces más experiencias homosexuales (...) y, una vez casados, eran más promiscuos en los primeros años y más fieles posteriormente  -- inversamente a los ricos --  (...) mientras los pobres copulan los ricos se dedican a la masturbación, el petting y las emisiones nocturnas (...) entre los 16 y 20 años, los universitarios se masturban el doble, tie­nen el triple de emisiones nocturnas y tiene orgasmos mediante petting tres veces más que los pobres (...) Los ricos prefieren la sofisticación sexual y los preliminares y los pobres la simplicidad y lo directo (...) sin embargo las mujeres de pobres alcanzan el orgasmo con más regularidad que las ricas”. (1976, p. 117-118)

A continuación, ofrezco algunos de los por­centajes más reseñables contenidos en los tres Informes: el Volumen Masculino, el Volu­men Femenino y los Kinsey Data (Gebhard y Johnson, 1998). Los presento conforme apa­recen en la Pagina Web del Instituto Kin­sey, aunque agrupados según mis propios criterios.

7.2. Masturbación

Según informa Kinsey en el Volumen Mas­culino (p. 499) y en el Volumen Femenino (p. 142), el 92% de los hombres y el 62% de las mujeres se habrían masturbado en alguna ocasión a lo largo de todo su ciclo vital. En los hombres casados tal conducta se reduciría, aunque no desaparecería (VM, p. 507). El 45% de las mujeres que informaron que se habían masturbado, indicaron que mediante este procedimiento podían alcan­zar el orgasmo en 3 minutos (VF, p. 163).

Conforme a los datos aparecidos en esta misma obra (p. 189), las técnicas de mastur­bación femeninas serían las siguientes: 84%, utilizaba la estimulación del clítoris y los labios vulvares; el 20%, utilizaba la inserción vaginal de dedos o artefactos; el 11%, utili­zaba la estimulación de los senos; el 10%, la presión de los muslos; el 5% la tensión mus­cular; el 2%, la fantasía  -- sin estimulación táctil alguna --  y el 11%, otras técnicas de autoestimulación. Además, según se refiere en el Volumen Femenino (p. 525-532), la masturbación femenina proporcionaría entre el 7 y el 10% de los orgasmos de las mujeres de entre 16 y 40 años.

Según se indica en los Kinsey Data (Gebhard y Johnson, 1998, p. 225), el 89% de los hombres y el 64% de las mujeres entrevista­das utilizarían la fantasía sexual como fuente de estimulación acompañante de esta mas­turbación. Sin embargo, según se informaba en el Volumen Masculino (p. 571), sólo 3 o 4 hombres, de más de 5.000, habían eyaculado fantaseando situaciones eróticas sin estímulo táctil alguno. Por el contrario, en el Volu­men Femenino (p. 163), se informaba que el 2% de las mujeres sí había alcanzado el orgasmo de este modo.

En el Volumen Femenino (p. 665) se señala que el 84% de los varones y el 69% de las mujeres tenían fantasías con activi­dad sexual explícita con personas del sexo opuesto. En este mismo trabajo (p. 196 y 215) se da cuenta de que aproximadamente el 70% de las mujeres y casi el 100% de los hombres informó tener sueños explícita­mente sexuales y que aproximadamente el 12% de las mujeres y el 22% de los hom­bres declararon haber tenido una respuesta erótica ocasionada por un relato sado-maso­quista (p. 677).

Respecto a las zonas erógenas, los datos expresados en su segundo trabajo reflejan que no hay parte del cuerpo humano insensible al efecto de la excitación erótica. Así estima que los senos, y especialmente los pezones, son eróticamente sensibles para la mitad de las mujeres (p. 157); sin embargo, un 2% de mujeres (p. 512) nunca habría tenido excita­ción sexual alguna bajo ningún tipo de estí­mulo en ninguna parte del cuerpo. En esta misma obra (VF, p. 677) se nos advierte que el 55% de las mujeres y el 50% de los hom­bres informaron de que habían respondido eróticamente al ser mordidos.

En cuanto a la técnica de los juegos previos al coito, y en orden decreciente, el Volumen femenino (p. 361) presenta los siguientes porcentajes: besos labiales (99,4%); estimu­lación manual de los senos femeninos (98%); estimulación manual de los genitales feme­ninos (95%); estimulación oral de los senos femeninos (93%); estimulación manual de los genitales masculinos (91%); besos pro­fundos (87%); estimulación oral de los geni­tales femeninos (54%); estimulación oral de los genitales masculinos (49%).

Y en cuanto a la duración de los tales juegos los Kinsey Data (Gebhard y Johnson, 1998, p. 364) informan que el 18,5% de varones y el 20,7% de mujeres informaron que tales preludios se prolongarían entre 3-7 minu­tos; el 19,5% de hombres y el 21,2 % de mujeres, entre 8-12 minutos; el 19,1% de varones y el 13,8% de mujeres entre de 13­ 17 minutos.

Según reflexiona Kinsey en el Volumen Femenino (p. 687), los hombres serían más sensibles a la estimulación visual e imagina­tiva y más dados a prácticas sexuales como relaciones extramatrimoniales, sadomaso­quismo, fetichismo y travestismo. Por otro lado las mujeres se distraerían más frecuen­temente perdiendo la excitación.

7.3. Orgasmo

En su Volumen Femenino, Kinsey informó de la enorme diversidad femenina en relación a la frecuencia orgásmica. Así, desde mujeres casadas que nunca habían experimentado el orgasmo, hasta mujeres que habían tenido uno o dos orgasmos durante toda su vida, pasando por mujeres que sólo lo alcanzaron después de veinte años de matrimonio, muje­res que dejaron de tener orgasmos después de muchos años de relación matrimonial o también mujeres que podían tener orgasmos múltiples  -- una docena o más -- . Según los datos de este trabajo, entre el 40-50% de su muestra de mujeres decían que alcanzaban el orgasmo casi cada vez que tenían coito (VF, p. 377 y 383), mientras que el 10% de mujeres de su muestra nunca había llegado al orgasmo en el coito (VF, p. 408). Alrededor del 50% de las mujeres había experimentado el orgasmo antes de los 20 años y alrededor del 90% lo había experimentado por vez pri­mera a los 35 años (VF, p. 513). El 14% de sus mujeres tenían orgasmos múltiples (VF, p. 375).

Respecto a la multiorgasmia masculina, el Volumen Masculino (p. 233) informaba que entre un 15-20% de los hombres eran capa­ces de repetir el orgasmo en un período de tiempo limitado en su adolescencia y pri­mera juventud, si bien la mayoría de ellos había perdido esta capacidad hacia los 30 años.

En relación a los sueños eróticos y los orgas­mos nocturnos, el Volumen Femenino (p. 196) informa que el 37% de las mujeres había experimentado orgasmos durante sue­ños de contenido erótico. En el Volumen Masculino, Kinsey ya había informado que el 83% de los hombres habían tenido emisio­nes nocturnas acompañadas o no por sueños eróticos (p. 518 y 199). Según se afirma en el Volumen Femenino (p. 200), la frecuencia de los orgasmos femeninos nocturnos habían permanecido bastante constante para las mujeres casadas de todas las edades: desde la adolescencia hasta los 50 años, mientras que, en el caso de los hombres, la frecuencia más alta, 70%, se produjo en la adolescencia, dis­minuyendo en la treintena.

Los datos ofrecidos en el Volumen Mascu­lino (p. 190) sobre las fuentes de la primera eyaculación masculina indican que en el 68,2% de las veces ocurrieron por mastur­bación solitaria, el 13,11% por emisión nocturna involuntaria, el 12,53% por coito heterosexual y el 4,33% por alguna forma de contacto homosexual. En torno a esta misma cuestión de las fuentes del primer orgasmo femenino, el Volumen Femenino (p. 545) ofrece los siguientes datos: 40% masturbación, 27% coito, 24% petting prematrimonial, 5% sueños nocturnos, 3% contactos homosexuales, 1% otras fuentes. En los varones la media máxima de orgas­mos se produciría entre los 16 y 20 años (VM, p. 226), así que, con seguridad, el pico máximo de actividad orgásmica mas­culina se produciría antes de la convivencia matrimonial.

7.4. Coito

Según se indica en los Kinsey Data (Gebhard y Johnson, 1998, p. 267), la edad del primer coito masculino era: 20,9%, a los 16 años; 10,7% a los 17 años; 11,5% a los 18 años; 10,8% a los 19 años. Todo ello implica que el 46,1% restante tuvo su primer coito con 20 o más años. Y el primer coito femenino: 6% a los 16 años; 4,9% a los 17 años; 9,1% a los 18 años; 11,2% a los 19 años, con lo que el 68,8% restante tuvo su primer coito con 20 o más años.

En su Volumen Masculino (p. 580), Kinsey estimaba que tres cuartas partes de los hom­bres eyaculaban 2 minutos después de iniciar el coito, lo cual suponía una frecuente fuente de conflictos conyugales. Sin embargo, en los Kinsey Data (p. 373) resultaba que sólo el 17,6% de los hombres  -- que eran un 22,8% según las mujeres --  eyaculaba en menos de 2 minutos después de la intromisión, mien­tras que el 22,9%  -- 19% según las muje­res --  lo hacían en 10 o más minutos. Si bien el 47,6%,  -- o el 52,6% según las mujeres --  había eyaculado en menos de cinco minutos en su primer coito. Por otro lado, según los datos ofrecidos en el Volumen Femenino (p. 351), la frecuencia de coito marital era de 2,8 veces a la semana  -- veintena -- ; 2,2 veces a la semana  -- treintena -- ; y 1,0 veces a la semana  -- cincuentena -- .

En cuanto a las posturas coitales referidas en el primer volumen, la más frecuente era el “hombre encima” y la variante más común la “mujer anteriormente”. Kinsey estimaba que un 70% de la población masculina uti­lizaba exclusivamente la posición coital del “hombre encima” (p. 578), aunque en la submuestras de varones escolarizados encon­tró un 35% de “mujer encima” (p. 372). En la muestra de mujeres (VF, p. 400), encon­tró que: el 100% habían practicado el coito con el “hombre encima”, el 45% con la “mujer encima”, el 31% en posiciones laterales, el 15% con inserción posterior, el 9% con la mujer sentada y el 4% con la mujer de pie. Y en esta misma obra (p. 665) informó que el 40% de los varones y el 19% de mujeres pre­ferían que el encuentro erótico se celebrase con algo de luz.

7.5. Relaciones amatrimoniales

En cuanto a las relaciones sexuales prematri­moniales  -- y dependiendo del nivel econó­mico -- , en el Volumen Masculino (p. 550) se informaba que entre el 67 y el 98% de los hombres las había tenido. Incluso que un 68% de los varones ya había experimentado el coito prematrimonial a los 18 años. En cuanto a las mujeres, el Volumen Femenino (p. 333) informa que aproximadamente el 50% de las mujeres norteamericanas habían tenido relaciones sexuales coitales antes del matrimonio. Kinsey estimó que el hombre medio norteamericano había tenido unos 1.500 orgasmos antes del matrimonio mien­tras que la mujer media habría tenido unos 250 (VF, p. 526).

Además, según estimaciones de Kinsey pre­sentadas en ambos Informes (VM, p. 587; VF, p. 416), el 50% de los hombres y el 26% de las mujeres casadas tenían alguna expe­riencia extramarital en algún momento de su vida matrimonial. Volviendo sobre este mismo asunto extramatrimonial, los Kinsey Data (Gebhard y Johnson, 1998, p. 400) informaban que el número de parejas sexua­les extramaritales, sin contar los servicios obtenidos mediante prostitución, durante el primer matrimonio fue para los varones: el 71,6%, ninguno; el 16,7%, entre 1-3 par­tenaires; el 5,6% entre 4-6 partenaires; y el 5,9%, 7 o más. Y para las mujeres: el 79%, ninguno; el 15,7%, entre 1-3; el 2,4% entre 4-6; el 2,7%, 7 ó más.

En relación a los servicios eróticos presta­dos por prostitutas, Kinsey informó en su Volumen Masculino (p. 382 y 597) que el 69% de los hombres blancos había tenido al menos una experiencia con una prostituta; que entre los varones solteros las relaciones sexuales con prostitutas significaban el 10% del total de sus relaciones prematrimoniales; y que entre los varones casados las relaciones sexuales con una prostituta no superaban el 1,7% del total de sus orgasmos.

7.6. Conductas no coitales

Según datos ofrecidos por los Kinsey Data (Gebhard y Johnson, 1998, p. 256), los porcentajes de varones que dijeron que habían realizado cunnilingus fueron: antes del matrimonio alrededor del 10%; en el matrimonio el 48,9%. Y según esta misma fuente (p. 257), los de mujeres que dijeron haber realizado felación fueron del 19,1% antes del matrimonio y 45,5% en el matri­monio. Los porcentajes de varones que habían tenido una felación homosexual con orgasmo al menos una vez, eran, según el Volumen Masculino (p. 373) los siguien­tes: 14% felación realizada y 30% felación recibida.

Con respecto a la erótica anal, Kinsey ofreció bien poco. Aunque en el Volumen Masculino (p. 579) informó de varones homosexuales que ocasionalmente lograron orgasmo anal, no ofreció porcentajes de incidencia ale­gando que la información disponible no era suficiente. En el Volumen Femenino (p. 585) repetiría la misma alegación. Sin embargo, los Kinsey Data (p. 383) sí informaron de un 11% de hombres que habían tenido relacio­nes anales en el matrimonio  -- desde una única ocasión, hasta frecuentemente -- .

 

8. La Escala Kinsey

En relación al comportamiento erótico entre hombres, en el Volumen Masculino (p. 650 y ss) se informaba que: el 46% de los hom­bres había participado en alguna conducta o había “reaccionado” alguna vez con perso­nas de su mismo sexo; que el 37% de los hombres había tenido al menos una expe­riencia homosexual con orgasmo durante toda su vida; y casi el 50% de los hombres que permanecieron solteros hasta los 35 años tuvieron experiencias homosexuales explícitas. Además, en los hombres de entre 16 y 55 años, un 13% tuvo más experien­cias homosexuales que heterosexuales y un 8% tuvieron experiencias exclusivamente homosexuales durante al menos tres años. También estimó que el 4% de los hombres blancos habían sido exclusivamente homo­sexuales desde el inicio de su adolescencia hasta el momento de las entrevistas. Así-mismo, un 11,6% de los hombres blancos de entre 20 y 35 años expresaban un gra­diente de “experiencia/respuesta” tan hetero­sexual como homosexual.

En relación a las mujeres, en el Volumen Femenino se constata que los contactos homosexuales lésbicos eran menos frecuen­tes. Así encontró que un 28% había tenido algún contacto homosexual, pero menos del 3% había tenido experiencias exclusiva­mente homosexuales (VF, p. 450) y tuvie­ron al menos una experiencia homosexual con orgasmo el 13% de ellas  -- p. 475 -- . Respecto a las mujeres de entre los 20 y los 35 años, se informó que: un 6-14% tenían al menos una experiencia homosexual en su historia; un 2-6% fueron más o menos homo­sexuales en experiencia/respuesta y entre 1-3% de las solteras eran exclusivamente homosexuales en experiencia/respuesta (VF, p. 488). Además, para este mismo corte de edad, un 7% de solteras y un 4% de casadas expresaban un gradiente de “experiencia /res­puesta” tan heterosexual como homosexual (VF, p. 474 y 499).

Sus datos ofrecían importantes variaciones en cuanto a las experiencias homosexuales de los hombres y las mujeres según su nivel educativo. Entre los hombres, fueron los no escolarizados los que tuvieron más expe­riencias homosexuales; mientras que, entre las mujeres, fue el grupo más instruido el que tuvo más actividad homosexual (VF, p. 460).

Con todos estos hechos de diversidad, Kin­sey repitió en ambos volúmenes que era imposible determinar el número de personas que “son” homosexuales o heterosexuales, y que sólo era posible determinar si el compor­tamiento era homosexual u heterosexual. O mejor: más heterosexual, más homosexual o tan homosexual como heterosexual. Así que, con estas consideraciones, Kinsey desarrolló la “Heterosexual-homosexual Rating Scale”, más conocida como “Escala Kinsey”, tratando de dar cuenta de que las categorías dicotómicas y disyuntivas de “heterosexual” u “homosexual” eran inadecuadas para describir la tal diversi­dad conductual humana. Esta escala se com­pone de siete categorías  -- numeradas del 0 al 6 y cruzadas por una diagonal del uno al cinco -- , basándose tanto en la experiencia  -- conducta explícita --  como en la reactivi­dad  -- expresión manifiesta y conciente de deseo y/o excitación -- .

La categoría 0 corresponde a los individuos cuyas experiencias eróticas habían sido exclu­sivamente con individuos del sexo opuesto  -- heterosexuales --  y la categoría 6 corres­ponde a los individuos con experiencias eróticas exclusivamente homosexuales. La categoría 1 contiene a personas heterosexua­les con actividad homosexual incidental; la categoría 2, a personas heterosexuales con actividad homosexual más que incidental ­ predominantemente heterosexual -- ; la cate­goría 3 a las personas cuya actividad/reacti­vidad sexual sería, por igual, heterosexual y homosexual  -- bisexuales o ambisexuales -- ; la categoría 4 contendría a personas homo­sexuales con actividad heterosexual incidental; y la categoría 5, a personas homosexuales que habían tenido actividad heterosexual más que incidental  -- predominantemente homosexual -- .

Kinsey claramente pretendió evitar las cate­gorías esencialistas, dicotómicas y disyun­tivas de homosexual/heterosexual, tratando de reconvertirlas en el marco de un conti­nuo conductual. Sin embargo, como señala Robinson (1976), por ser sus términos “inci­dentalmente” y “predominantemente” muy imprecisos, las siete categorías se resumen perfectamente en tres, siendo dos de ellas las que quería evitar. Respecto a “lo homo­sexual”  -- que así le gustaba decirlo --  insis­tió en la condición adjetiva  -- y no sustan­tiva --  del término. Afirmó que no era un síndrome clínico, ni tampoco una opción o una identidad sexual, mostrando desdén por la búsqueda de una explicación biológica de la homosexualidad.

9. El Instituto Kinsey

9.1. Fundación, financiación y denominación

En 1947, y con el decidido apoyo del Rector Wells, se fundó el “Institute for Sex Research” con el fin de lograr una estructura organiza­tiva funcional y una ubicación segura y per­manente para la creciente colección de diver­sos materiales: objetos de arte, artefactos eróticos, películas, fotografías, libros, rejillas de codificación de las entrevistas realizadas, manuscritos, etc. El Instituto se creó como corporación sin ánimo de lucro asociada a la Universidad de Indiana. En el acto fundacio­nal Kinsey transfirió la propiedad de todos sus materiales de investigación al nuevo Ins­tituto por el precio simbólico de un dólar, siendo los primeros fideicomisarios de aquel recién estrenado Instituto el propio Kinsey, Paul Gebhard, Clyde Martin, y Wardell Pomeroy. Según se recoge en su página Web, los objetivos del Instituto establecidos en sus bases fundacionales eran: “... promover y continuar la investigación sobre compor­tamiento sexual humano; aceptar, mantener, administrar y gestionar los diversos materia­les de investigación, la biblioteca, las histo­rias de casos y otros materiales diversos rela­cionados con el proyecto”.

Como ya se ha dicho la fuente principal de financiación del Instituto había sido el Com­mittee for Research in Problems of Sex, dependiente del National Research Council (NRC) cuyo principal mecenas era la Fun­dación Rockefeller. En pleno macCarthismo, era 1954, la Fundación Rockefeller, presio­nada por el Senador B. Carroll Reece, retiró su subvención. En los años siguientes el Ins­tituto se financió exclusivamente de ayudas privadas y de los derechos de sus dos obras ya publicadas. Muerto Kinsey y apaciguada la paranoia anticomunista, se logró por vez primera una importante subvención del Ins­tituto Nacional de Salud Mental (NIMH). Desde entonces, con más o menos dificulta­des y más o menos generosidad, el Instituto ha recibido financiación de diversas fuentes públicas y privadas. Entre ellas los Institu­tos Nacionales de Salud  -- NIMH, NICHD, NIDA -- , la Fundación Rockefeller, la Fundación Ford, Eli Lilly & Co y la propia Universidad de Indiana. Actualmente tiene sus propios recursos de financiación. Sin embargo, cualquier aportación  -- incluso humilde e individual --  es bien recibida.

En su fundación fueron varios los nombres que se barajaron para el Instituto. Final­mente se decidió “Institute for Sex Research”. En 1981, siendo aún director Gebhard y con motivo del 25 aniversario de la muerte de Kinsey, se organizó una Conferencia Conmemorativa y se realizaron algunos cambios. Entre otros citar que el Instituto pasó a denominarse Kinsey Institute for Sex Research. No hay mucho que explicar sobre este cambio de denominación: se trataba de homenajear a su fundador. Sin embargo, al año siguiente, en 1982, y recién nombrada directora June Reinisch, el Instituto mudó su ubicación trasladándose a Morrison Hall y cambió de nuevo el nombre para conver­tirse en el actual “Kinsey Institute for Research in Sex, Gender and Reproduction”, con el obje­tivo explícito de ampliar y reflejar mejor su campo de investigación.

Tanto las líneas de investigación como la apuesta formativa del Instituto son de natu­raleza manifiestamente interdisciplinar. Con ello la Sexología no adquiere carta de Disci­plina, de suerte que la Ciencia que estudia el Sexo  -- o los Sexos; o “lo sexual” --  resulta un conglomerado de las múltiples ciencias cada una de las cuales aborda “lo sexual”  -- los múltiples “los” de “lo sexual” --  desde su propia perspectiva y su propia episteme. De este modo “lo sexual” no se resuelve en términos sustantivos y sexológicos, sino en términos adjetivos que cualifican la sustan­tividad disciplinar de las otras ciencias. Así que el conocimiento científico del sexo se resuelve siguiendo tales hilos interdiscipli­nariamente y desgajados en múltiples aspec­tos, múltiples disciplinas y múltiples marcos teóricos y acerbos terminológicos.

9.2. Los directores del Instituto

Durante los 26 años posteriores a la muerte de Kinsey, el Instituto fue dirigido por el Dr. en Antropología por la Universidad de Harvard y miembro del Departamento de Antropología de la Universidad de Indiana, Paul Gebarhd, quien fue designado Director Ejecutivo y, tras la renuncia de Pomeroy en el año 63, fue el único Director del Insti­tuto hasta su jubilación en 1982. En su largo tiempo de mandato continuó el plan dise­ñado por Kinsey pero con un perfil mediático pretendidamente bajo  -- la cuestión mediá­tica había resultado demasiado cara en tiem­pos pasados -- . En su pragmatismo explicó su labor del siguiente modo: “conseguimos mantener el Instituto vivo y ser razonable­mente productivos y honestos. Creo que de eso se trataba.” (Moke, 1997).

En este tiempo se publicaron obras como Pregnancy, birth and abortion (Gebhard et al., 1958), Sex offenders: An analysis of types (Geb­hard et al. 1965), Sexual deviance (Gagnon y Simon, 1967), The sexuality of women (Geb­hard et al., 1970). Todos ellos pretendieron ser científicamente excelentes, pero dirigidos al público general.

Tras la jubilación de Gebhard el puesto fue ocupado por la psicóloga June M. Reinisch, que había investigado la influencia prenatal de drogas y hormonas en la diferenciación sexual y el desarrollo psicosexual. Introdujo la investigación psicobiológica al Instituto y apostó decididamente por la interdiscipli­nariedad  -- obviando la disciplinariedad -- , la salud sexual, el género y la reproducción. Asímismo, cambió la política mediática de Gebhard y volvió a poner al Instituto en la lógica de los media; incluso con una columna semanal con consultorio sexológico en un periódico. Dejó su cargo en 1993, con lo que su subdirectora, Stephanie A. Sanders, fue nombrada Directora interina hasta que en 1995 se designó a John Bancroft.

En el siguiente periodo de nueve años, entre 1995 y 2004, el Instituto fue dirigido por el psiquiatra John Bancroft, cuya política ha sido básicamente continuista de la de Rei­nisch  -- especialmente en lo interdiscipli­nario --  excepto en lo que hace relación al público en general y a su educación, pues Bancroft consideró que la misión del Insti­tuto debía centrase en la comunidad cientí­fica y académica, además de promover que políticos y legisladores faciliten el estudio científico de la sexualidad y del género. Ban­croft ha resultado ser el director más intere­sado por los aspectos teóricos y conceptuales del estudio del sexo.

Finalmente, desde el año 2004 y hasta la actualidad, el Instituto está dirigido por la Dra en Psicología Clínica Julia Heiman, que es también Profesora del Departamento de Psicología de la Universidad de Indiana.

Puede decirse que a lo largo de sus 61 años de existencia, el Kinsey Institute ha sido la mayor y la mejor herencia del fenome­nal Alfred Kinsey. Sin ninguna duda esta institución ha preservado su legado en lo mejor y en lo peor que Kinsey ofreció, continuando con la recolección de más y mejores “frutos sexuales”, pero negándose a la confección de un “cesto” disciplinar sexológico.

PARTE TRES:

LA EPISTEME DE KINSEY

1. Introducción

Como se ha repetido a lo largo de todo este trabajo, Kinsey estaba en lo más alto de su reputación científica cuando comenzó con la investigación sexual; se sentía muy seguro de sí mismo como investigador y como estadístico, tenía prestigio como docente y era autor de varias publicaciones, pero no era  -- ni quiso ser --  un teórico. Al respecto Robinson afirma: “Alfred Kinsey apenas es tomado en serio como pensador. En contraste con Havellock Ellis y Sid­mund Freud, que disfrutan de una buena reputación como teóricos, Kinsey general­mente es relegado a la categoría de atrevido empirista (...) [desde luego] no demanda nuestra atención por la profundidad o la elegancia de su pensamiento.” (1976, p. 59). De ahí que pueda considerarse un atre­vimiento, incluso una provocación, hablar de la episteme de Kinsey dada su condición ateórica y anepistémica. Desde luego no fue un hombre de ideas y teorías, sino un hom­bre de investigación de campo, de datos y de estadística. Ahora bien, no es posible ser anepistémico, aunque se pretenda. Cono­cida o no, consciente o no, elaborada o no, siempre hay una episteme. Aunque sea la elemental episteme de lo cotidiano o una epis­teme pragmática y antiteórica, cual fue su caso.

 

2. Una episteme “elemental”

Se supone que un científico se enfrenta a la observación de su objeto epistémico  -- en este caso el sexo; o mejor, la conducta eró­tica --  no sólo con sus “esquemas mentales” de usuario, sino con un complejo marco epis­témico, abstracto y elaborado, constituido por paradigmas, elaboraciones teóricas, axiomas, hipótesis, conceptos y términos. Y se supone que, siendo el sexo el objeto de estudio elegido, esta episteme habría de ser razonablemente sexológica. Por unas u otras razones, nada de esto ocurrió con Kinsey. Él tenía una sólida formación y una vasta experiencia científica, pero no tenía ninguna episteme sexológica. En relación al sexo tuvo siempre una episteme elemental, intuitiva y falta de toda elaboración teórica que no iba más allá de una “episteme de usuario”. Con ello no quiero decir que Kinsey fuese “ele­mental y poco elaborado”, de hecho, fue un hombre brillante, agudo, intuitivo, perspi­caz, dotado de una memoria, un orden lógico y una capacidad taxonómica envidiables. Pero su episteme sí que era elemental y poco elaborada.

Conforme a la máxima eisteniana de que “la teoría determina la observación”, uno ve lo que sus ojos le permiten ver; pero sobre todo, lo que su cerebro, con sus esquemas mentales, le permita ver sobre aquello que está viendo. Así pues, es la Episteme la que, finalmente, produce la observación. En este caso, una episteme elemental produce una observación elemental. Presento un ejemplo para aclarar lo que quiero decir.

Kinsey tomó cuenta de que muchas de las mujeres a las que entrevistó raramente expe­rimentaban deseo sexual antes de ser estimu­ladas. Así que, según Kinsey, con frecuencia éstas se hacían conscientes de su deseo cuando estaban ya en los brazos de su compañero. Esto le hizo creer y afirmar que las mujeres eran menos conscientes de su deseo y que además eran más táctiles y menos visuales que los hombres. De lo cual concluyó que sería la estimulación del compañero, la que produciría la conciencia del deseo femenino. Ahora bien, Kinsey presuponía el deseo erótico  -- las ganas, el anhelo, la necesidad --  como instancia previa al encuentro  -- lo cual, en relación al deseo femenino, es mucho pre­suponer y poco atinar -- . Nunca distin­guió entre deseo y excitación, pues uno y otro quedaban subsumidos en la “necesidad de descarga” que era el concepto que él mane­jaba. Como su erudición clásica era mínima, tampoco operaba con la dinámica “eromeno/ erastés” de la tradición griega, por lo que no podía suponer un deseo eroménico  -- deseo de ser deseado --  y un deseo erástico  -- deseo de ser deseante -- . Luego, podemos afirmar que Kinsey tuvo la dinámica “eromenia/erastia” delante de sus ojos pero no la vio. No es que sus mujeres no fueran conscientes de su deseo previo, sino que “sentirse deseadas” a través del “deseo de desearlas” de sus amantes  -- que no el hecho mismo de “ser tocadas” --  era preci­samente el estímulo que activaba su deseo y, con él, la conciencia del mismo. Su ausencia de teoría determinó su errónea observación y trajo a colación un consejo inadecuado que aún circula: las mujeres desean y se excitan siendo tocadas.

Este y otros muchos ejemplos devienen del hecho de que Kinsey estudió el sexo con el respeto debido, con la metodología adecuada, pero sin la arquitectura teórica suficiente. Seguramente, esta episteme elemental de Kinsey pueda explicarse por su condición de pionero, por los aires intelectuales de aquel tiempo pragmatista, por su irredento empi­rismo, por su pereza teórica y por su forma­ción sexológica tardía y autodidacta.

3. La formación sexológica de Kinsey

Como ya se ha dicho repetidamente, Kinsey tenía una sólida experiencia como investiga­dor y taxonomista y una labrada reputación académica; sin embargo, aunque Catedrático, era un neófito en materia de sexuali­dad humana. Hasta aquel curso del 38 ni siquiera había manifestado especial interés por el tema, así que su formación sexológica autodidacta comenzó cuando tenía 44 años y un cerebro ya amueblado y formateado. Ahora bien, con el mismo ímpetu y avidez con el que recababa y compilaba información sobre comportamiento sexual humano, fue hacién­dose con la mejor biblioteca sobre temática sexual que en aquellos tiempos era posible, y recabando la mayor masa de información sexual de la que fue capaz. Pues tesón, curio­sidad, sacrificio y entrega fueron valores que nunca le abandonaron.

Sin embargo, adoleció del prejuicio del adanismo, suponiendo que, en el mejor de los casos, el conocimiento científico del sexo habría comenzado unas décadas antes con Krafft-Ebing, Mantegazza o Forel. De hecho, despreció todo conocimiento anterior al siglo XIX y fue bastante escéptico y crí­tico con el trabajo de la mayoría de sus ante­cesores en la investigación sexual. Especial­mente desdeñó la catalogación paracientífica y prejuiciada de Krafft-Ebing al que consi­deraba el pionero en esta materia. Conoció la obra de Freud, aunque la consideró bien poco y la criticó mucho; procedente de una tradición científica empirista, desconfiaba de las impresiones subjetivas y no probadas del psicoanálisis. De hecho, mantuvo con­troversias públicas con los primeros psicoa­nalistas y muy especialmente con Stekel. Su obra contribuyó sobremanera a desmontar la denominada Teoría hidráulica de Freud  -- demostrando que era incierto que la exce­siva actividad sexual juvenil produjese dis­minución de la vida sexual adulta o que la masturbación decrementase el coito --  así como la doctrina de la sublimación, según la cual la represión sexual generaría cultura, creatividad, genio, etc.

Además, en coherencia absoluta con las ideas de la primera generación de sexólo­gos, consideró que las afirmaciones de Freud sobre la relación entre conducta sexual y la salud mental no tenían validez alguna. En este sentido, intuyó perfectamente que la conexión sexo/salud producía una construc­ción teórica en la cual las conductas sexuales efectivamente realizadas en la intimidad de la alcoba no tenían cabida alguna. De hecho Kinsey entendió que el “sexo real” caminaba por sendas diferentes de las dictadas por la moral y la salud. En este sentido, en el Volu­men Masculino afirma: “no se puede insistir en que cualquier alejamiento de las costum­bres sexuales tradicionales o cualquier par­ticipación en actividades socialmente tabúes supongan neurosis o psicosis. Los casos estu­diados demuestran que la mayoría de los individuos que participan en estas activida­des están perfectamente integrados social­mente.” (VM, p. 201).

Respecto de Freud y el psicoanálisis, se asom­braba de cómo  -- en coherencia con Krafft­Ebing y con el orden moral imperante --  se obstinaban en considerar la masturbación como una enfermedad, una inmadurez o un sustituto en contradicción con los datos a los que él estaba teniendo acceso. Así que, en contra de la opinión psicoanalista que con­sideraban la masturbación adulta como un indicio de inmadurez psíquica y una fijación narcisista de la libido, Kinsey fue un tenaz defensor del autoerotismo y afirmó rotunda­mente que la masturbación era totalmente inocua con independencia de la frecuencia, condición o edad a la que se realizase; incluso que, especialmente la femenina, sería bené­fica pues “la chica que no se haya mastur­bado se halla en posición de seria desventaja sexual.”(VF, p. 172). Más aún, indicó que la masturbación sólo es patógena cuando se reprime, señalando que había visto daños psí­quicos tremendos precisamente en personas que habían intentado, en vano, abandonarla. Una idea ésta recurrente en su obra (VM, p. 503-506 y 513-514; VF, p. 167-170).

Kinsey atribuyó la aversión freudiana a la masturbación a sus reminiscencias talmúdicas advirtiendo que “muchas de las actitudes sexuales actuales son cuestiones establecidas por la filosofía religiosa de los autores del Antiguo Testamento.” (VM, p. 415). Final­mente, también en contra de las tesis freu­dianas, afirmó que “las paredes vaginales carecen de terminaciones nerviosas por lo que no existe razón para creer que la pene­tración es lo más importante para la satis­facción femenina”, así que rechazaba rotun­damente la teoría freudiana de la inmadu­rez del orgasmo clitórico y denunciaba la “imposibilidad biológica” de la transferencia evolutiva del clítoris a la vagina (VF, p. 162, 580-584, 592 y 632). Vistas las cosas desde hoy, puede afirmarse que en esta pugna entre el teórico Freud y el empírico Kinsey, el empi­rismo ganó por goleada.

En cuanto a los sexólogos, conoció y estimó la obra de Moll y de Bloch, y también conoció la obra de Havellock Ellis, del cual recelaba por lo que consideraba excesiva pudibundez ya que no realizaba entrevistas personales “cara a cara”, mientras que sí se documentaba epistolarmente. Sin embargo no es difícil reconocer a Havellock Ellis en muchas cuestiones centrales del pensa­miento de Kinsey: el no enjuiciamiento, la tolerancia, la empatía, la comprensividad, el desprecio de las pocas miserias frente a la consideración de las muchas riquezas sexua­les, su decidida apuesta por sacar el sexo de las garras de la Moral, la Ley y la Salud, la idea de que las cosas adquieren otra dimen­sión tras ser comprendidas, el concepto de continuum, etc.

Asimismo, en consonancia con Freud y Moll, y pese a su reconocido y coherente talante hemofílico3, mostró manifiesto desdén por la declarada y militante condición homosexual de Hirschfeld que, a su juicio, le impedía ser un científico objetivo. Si se hubiese dejado influir por este genial homosexual, habría dado con el concepto de intersexualidad que le hubiese supuesto un alimento epistémico del que estaba necesitado. De hecho, y ya en los últimos años de su vida, sí conoció la inter­sexualidad y los estados intersexuales a través de la obra de Gregorio Marañón  -- a quien llegó a visitar personalmente en Madrid -- .

Finalmente también conoció la obra de la incipiente Antropología cultural, mostrando abiertas discrepancias con Malinowski y Margaret Mead con la que discutió públi­camente. Según relata Bullough, Mead le acusó de hablar sólo del sexo y de no abordar temas como el amor o la maternidad. Kinsey con su reactiva rotundidad le contestó que él pretendía estudiar el sexo y no el amor (Bulloug, 1994. p. 168).

4. Reactividad epistémica

La reactividad no fue en Kinsey sólo una característica biográfica, sino también una referencia intelectual. De ahí que sea tan fácil encontrar en su trabajo muestras de animadversión hacia el marco epistémico del puritanismo protestante y victoriano en el que había sido rígidamente educado. Los referentes axiomáticos del tal marco fueron, sustancialmente, los siguientes: a) una con­cepción epistémica antisexualista, proce­dente de la tradición hebrea y luego Patrís­tica, que conocemos como tesis antiséptica según la cual Sexus es igual a sepsis  -- con­taminación, suciedad, vileza, bajeza, inmo­ralidad -- ; b) una concepción paradigmática del binomio Amor/Sexo por el cual ambos conceptos son antagónicos y están unidos por el que denomino vínculo detergente, de suerte que las gracias del primero limpian las indignidades del segundo; c) una exalta­ción del arquetipo amoroso ágape que, aun­que es en origen griego, una vez latinizado y cristianizado como caritas, se torna en amor sacrificial, entregado, empático, incondicio­nal, desapasionado, casto y altruista; siendo nombrado por sus valedores como Amor Verdadero; y d) una concepción axiomática del Matrimonio en tanto que Sacramento del Amor y la Progenie.

Con más o menos combatividad, Kinsey reac­cionó contra estos cuatro referentes epistémi­cos. Pero fue especialmente combativo con las derivaciones de la tesis séptica, afirmando taxa­tivamente que el sexo no es sucio, ni malo, ni bajo, ni nocivo, ni indigno, ni animal; y afirmando que tanto su realización como su investigación, son actividades humanas sumamente dignas. Incluso excelsas.

Parecería, así lo afirman sus detractores, que Kinsey se adscribiría a la tesis sexual hedó­nica según la cual el Sexo es sustancialmente: hedonia, ludus, climax, libídine, sensuali­dad, voluptuosidad; o, en términos reactivos: lujuria, lascivia, concupiscencia, impudicia, desenfreno, liviandad o incontinencia. Pero, definitivamente, Kinsey nunca se adscribió, de ningún modo, a la tesis hedónica. O, a lo sumo, sería un hedonista de perfil muy bajo. Pues si bien fue un decidido orgasmi­cista, la hedonia de su orgasmo se resuelve siempre en términos pragmáticos de des­carga, alivio o relajo; y en su discurso nunca hubo cabida para la exaltación de los gozos sensuales de la carne, de las exquisiteces de la libertina transgresión o la afirmación del libre albedrío y la caprichosa voluntad. Muy al contrario, el hilo de su discurso está tru­fado del referente conceptual de la Necesidad que aunque se disfrace de un oblicuo outlet, se presenta como exigencia, obligación o menester; como apetito natural; y apunta a las condiciones previas de ahogo, apuro o aprieto. De ahí que su visión del climax sea, sobre todo, resolutiva, casi en términos de excreción, evacuación, o deposición de la tal picazón o comezón previas. Respecto de esto no estuvo demasiado lejos de aquel esquema “tumefacción/detumefacción” que con abso­luto desprecio y lejanía de la hedonia usa­ron los sexólogos de la primera generación. Como afirma Robinson , “nadie ha asociado de manera más evidente la experiencia sexual con el desapasionamiento.” (1976, p. 145).

En cualquier caso, sorprende que el prosexua­lista Kinsey, en contradicción con la tradición

sexológica previa, no tirase nunca del hilo erótico; hilo que podríamos considerar pla­tónico y aristofánico  -- del diosecillo griego de las flechas -- . Esto resulta especialmente llamativo respecto de su patoso manejo de la cuestión del binomio Amor/Sexo. Res­pecto a él, Kinsey quiso ser reactivo; pero, queriéndolo negar, quedó atrapado en él. Por razones metodológicas pretendió investigar un sexo  -- conducta objetiva --  despojado de amor  -- emoción subjetiva -- ; y por razones ideológicas quiso dar dignidad a un sexo que no necesitaba de la acción detergente del amor. Pero se enredó tanto en esta madeja bino­mial que, reactivamente a quienes necesita­ban cubrir de amor al sexo para limpiar lo que aquel ensuciaba, acabó desnudando al sexo de todo rasgo amoroso y amatorio. Y tanto se des­orientó sobre este asunto que acabó por dese­rotizar la misma conducta erótica que estaba investigando. Seguramente porque consi­deró agápica y puritana cualquier mención al amor, acabó perdiendo el hilo de eros y se enmadejó en las redes del tramposo binomio. Algunas de sus polémicas, por ejemplo con Margared Mead, giraron sobre esta cuestión. Y, aunque Kinsey nunca lo entendió, Mead y otros no le estaban hablando de ágape, sino de eros.

Llegados a este punto, conviene detenernos para presentar las cuatro formas del amor griego perfectamente distinguidas en la época clásica mediante cuatro términos con una doble formulación sustantiva y verbal  -- una para el amor sustantivo como noción intelectual y otra para el amar verbal como acción emocional -- . Así la Grecia Clásica distinguió los sustantivos y verbos: phi­lia  -- y philein -- , eros  -- y eran -- , ágape  -- y agapan --  y storgé  -- y stregein -- . Los cuales, respectivamente, significarían: el amor de la amistad, el respeto, el aprecio, la atracción y la consideración que era philia; el amor ardiente, romántico, apasionado y carnal nacido del deseo que era eros; el amor entregado, abnegado e incondicional que era ágape; y el amor afectivo, tierno y familiar que era storgé. Con posterioridad el cupidi­tas latino se correspondería con aquel eros griego; y el caritas latino, con aquel ágape griego. Todas las formas de ortodoxia reli­giosa cristiana han tirado del hilo de ágape  -- o mejor, de caritas --  para hablar del amor divino. Y para el cristianismo ágape ya no es tanto una emoción, cuanto una voluntad, un principio, un valor y un mandato. En su pro­pia episteme: un Mandamiento.

Me temo que Kinsey no indagó demasiado sobre este asunto. Pero curiosamente la forma del amor griego que se deja entrever en el pensamiento de Kinsey no es ni una ni otra: es storgé. Puede afirmarse que la formu­lación del amor que le resulta cercana y ama­ble, con la que Kinsey operaba, es el amor afectivo, práctico, controlado, tierno, cola­borador, desapasionado y amistoso que trae storgé. Al este respecto observa Robinson: “Entendía el matrimonio en término prag­máticos (...) como un acuerdo conveniente para la satisfacción regular del deseo sexual. «Conveniencia» es la palabra que más uti­liza para describir las ventajas del matrimo­nio.” (1976, p. 101). Todo lo cual nos lleva al cuarto punto de su reactividad: la cuestión matrimonial y los referentes  -- sacramental y progenitor --  de la formulación cristiana.

Conviene aclarar en primer término que, aunque sus religiosos detractores le hayan acusado de atentar contra la institución matrimonial, Kinsey fue un decidido matri­monialista. Tanto es así que, según relata Pomeroy (1972. p. 101), exigió a sus cola­boradores que estuvieran felizmente casados. No apostó, por lo tanto, por la pareja erótica  -- que ha sido la tradición sexológica -- , sino por el matrimonio. Matrimonio pues en su sentido más formal, institucional, conven­cional, longevo, sólido, estable y pragmá­tico. Ahora bien el matrimonio de Kinsey no es reproductivo o progenitor, sino Erótico  -- aunque, dicho en su propia terminología, sexual -- ; y no es Sacramento, sino acuerdo o contrato. Así pues, cuando sus detractores le acusan de socavar la matrimonialidad, lo distorsionan indisimuladamente, pues diciendo “matrimonio” se refieren a “sacra­mento”. Aquí sí que encontramos severas diferencias entre el pensamiento de Kinsey y la tradición puritana cristiana, pues es del todo cierto que Kinsey mostró abierta sim­patía por las relaciones prematrimoniales y aversión a la prescriptividad de la virginidad matrimonial; asímismo fue condescendiente con las relaciones extramatrimoniales.

Kinsey defendía las relaciones sexuales pre­matrimoniales, con petting y mutua mastur­bación; alegando que “contribuían al éxito sexual matrimonial” (VF, p. 328). Asimismo, consideraba la abstinencia prematrimonial como algo anormal y del todo ajeno a la naturaleza humana  -- antinatural -- , subra­yando que casi todas las culturas sin tradi­ción judeocristiana consentían o fomentaban tales relaciones. Del mismo modo conside­raba que, en ocasiones, las relaciones extra-matrimoniales, si no había gran implicación afectiva, podían servir para mejorar el “ajuste sexual matrimonial”. Además, Kinsey consi­deraba que tal ajuste era determinante para la estabilidad matrimonial y, viceversa, estando el desajuste sexual entre las causas de ruptu­ras y sufrimientos matrimoniales.

5. El Marco epistémico de Kinsey y la Sexología como “cesto”

Kinsey es ampliamente respetado por la comunidad sexológica actual por cinco razo­nes: a) por la bondad metodológica de la entrevista personal empática y no enjuicia-dora como método de recopilación de datos íntimos, creando un clima de confidencia­lidad cuasi clínico; b) por documentar la variabilidad del comportamiento sexual en la tradición paradigmática del continuum; c) por explicar la conducta erótica fuera de todo referente normativo al punto que, en el plano erótico, hoy podemos afirmar que el individuo, y la relación interindividual, son la norma; d) por estudiar explícitamente las diferencias sexuales a propósito del com­portamiento erótico y de la percepción del mismo; y e) por contribuir sobremanera a la dignificación y al conocimiento del estudio científico del sexo.

Ahora bien, esta misma comunidad sexo-lógica que le estima y le elogia, también se muestra crítica con él por cuatro motivos: a) su reduccionismo que contribuyó a constre­ñir el sexo  -- lo sexual --  al comportamiento erótico; la conducta erótica al logro orgás­mico; y el encuentro amatorio a su expresión genital; b) por su empirismo conductista que sólo consideró el “sexo que se hace” en detrimento del “sexo que se tiene”  -- caracte­res sexuales, afectos, simbolismo subjetivo, etc. --  y el “sexo que se es”  -- sexuación, iden­tidad, etc. -- ; c) por su anepistemia y su des­interés teórico en general; y d) por su nulo compromiso sexológico por la constitución de una Ciencia de los Sexos.

Curiosamente, Kinsey, el más insigne inves­tigador sexual de su tiempo y paladín del estudio científico del sexo, nunca estuvo muy interesado por la Sexología a la que apenas mencionó y nunca consideró. De hecho, su fórmula de relacionar sexo y cien­cia era inequívocamente la de “investigación sexual”. Este extremo no es casual. Él era y se tenía por investigador, siendo su referente la investigación. Lo sexual era para él una cues­tión del todo adjetiva. Así que se interesó mucho por estudiar el sexo científicamente, pero no mostró interés alguno por contri­buir o constituir una Ciencia que estudiase el sexo. De hecho, aunque no fue ese su pro­pósito consciente, alimentó lo que Amezúa (2003) ha llamado “el sexo sin Sexología”, que en su caso sería el sexo científico sin Ciencia del Sexo. Evidentemente no es lo mismo el “estudio científico del sexo” que la “Ciencia que estudia el Sexo”. El sexo en los dos casos es estudiado científicamente, pero en uno con Episteme y en el otro sin ella. Sin embargo, para Kinsey lo científico era una cuestión adjetiva y no sustantiva; y era una cuestión de método y no de episteme.

Quizás por ello, Kinsey nunca conectó con la que fue clave nuclear de aquella naciente Sexología del otro lado del Atlántico: los estados intersexuales y la intersexualidad. Luego tampoco siguió de cerca lo que des­pués se conocería como proceso de sexuación o de diferenciación sexual, que se encontraba en sus albores con lo que, entonces, llama­ban quimismo sexual. En los tiempos en los que él investigaba se estaban poniendo los cimientos de la posterior Sexología endo­crinológica, pero Kinsey desconfiaba de la importancia que empezaba a concedérsele a las gónadas y a sus producciones hormona­les en relación a la sexualidad, pues consi­deraba que la conexión gónada-sexo era sólo de “proximidad local”; así que, sobre esta cuestión, su proverbial visión anticipatoria no estuvo muy fina. Sin embargo, en el Volu­men Femenino (p. 711) predijo diferencias sexuales neuronales y encefálicas, al punto que llegó a suponer, usando una fórmula que luego ha tenido mucho éxito, un “cerebro femenino”.

Otro aspecto en el que se adelantó a su tiempo fue el concepto de “desajuste” o “incompatibilidad” que después retomarían y desarrollarían Masters y Johnson en aque­lla “inadecuación” que abriría su nuevo ars amandi terapéutico. De hecho, el interés cen­tral del Volumen Femenino reside precisa­mente en conocer y ofrecer material sobre las diferencias de la sexualidad de los hombres y las mujeres, así como de los malentendidos, conflictos y tensiones interpersonales que de tales diferencias y desajustes se derivan.

6. El objeto epistémico de Kinsey: los “frutos sexuales” científicamente estudiados

El objeto de estudio de Kinsey fue siempre el “sexo que se hace”, al cual, con atrevido des-

conocimiento y gran éxito de fórmula, llamó “sexualidad”. Este “sexo que se hace”, que podría haber sido menos constreñido, quedó reducido en sus manos a todo “comporta­miento genital con propósito orgásmico”.

Pese a que dedicó muy buena parte de su vida a ello, murió sin darse cuenta de que había caído en la trampa conceptual de estu­diar el sexo de los sexos y los sexos del sexo, dando un significado absolutamente diferente al singular y al plural del objeto que estudiaba. Por supuesto, tampoco explicó el soporte teórico de tales usos terminológicos que dis­tinguían conceptualmente el singular y el plural de su objeto de estudio. Es cierto que no siempre el plural significa lo mismo que el singular  -- por ejemplo: celo y celos -- , pero en el caso de Kinsey el plural y el sin­gular de sexo significaban cosas bien diferen­tes y nada explicadas. Estoy convencido de que no explicó nada al respecto simplemente porque no se dio cuenta  -- como tampoco se dan cuenta hoy muchos profesionales de la renovada Salud sexual -- .

Así que resultó que, estudiando este sexo que los sexos hacían, nunca vio que los tales suje­tos que hacían el tal sexo eran, precisamente, en homo o en hetero, los plurales sexos. Y estos plurales sexos que desconsideró cons­tituyen sujetos sexuados que se conducen eróti­camente; luego no puede ser que el sexo fuese conducta pro-orgásmica que es como él lo con­sideró y lo trató.

En su caso esta contradicción se hace aún más llamativa por: a) la elección del tratamiento terminológico de sus títulos que, pudiendo haber utilizado Man y Woman, tituló Human Male y Human Female, subrayando preci­samente la condición sexual de los sujetos que practicaban las tales conductas sexua­les; y b) por la circunstancia de que dedicase gran parte de su segunda obra a mostrar y a demostrar las diferencias sexuales de las con­ductas sexuales; de suerte que, de nuevo, el primer sexual diferiría del segundo. En fin, un embrollo que no sólo no contribuyó a aclarar, sino que ayudó a expandir.

Sesenta años después en su Instituto no se ha avanzado gran cosa sobre este asunto. Excepto en la incorporación del concepto Género que, supuestamente, resolvería el uso polisé­mico del mismo término con la fórmula, aún más embrollada, de: “el sexo de los Géne­ros” y “los géneros del Sexo”. Excepto que, por razones en las que ahora no voy a entrar, el Género siempre se expresa en su condi­ción mayúscula y singular, refugiándose en su condición de Estrategia  -- estratagema o “perspectiva” --  y distanciándose activamente de aquello que hace de los hombres, hombres; y de las mujeres, mujeres, para subrayar, precisa­mente, la indeseable prescriptividad cultural de los guiones sexuales.

Si Kinsey hubiese caído en la cuenta de este embrollo terminológico no lo hubiera tra­tado sólo como un asunto de palabras, porque curiosamente él fue muy nominalista. A su manera sabía que la palabra es el instrumento científico más preciado, precioso y preciso que jamás se haya inventado  -- mucho más que el microscopio electrónico, el tomógrafo computerizado o el acelerador de partícu­las -- ; así que el científico no pueda usar tal instrumental con desdén, descuido o des­consideración; ni, desde luego, sin la debida pericia y cuidado. Pese a su sensibilidad sobre la importancia de los términos, para­dójicamente, no hizo uso de ella para acotar teóricamente el término central que dio sen­tido a su vida y a su obra.

7. Empirismo, conductismo y objetividad

A Kinsey le preocupó sobremanera la cues­tión del “ser”  -- ciencia --  frente a la cues­tión del “deber ser”  -- moral -- , de ahí que estableciese siempre una frontera entre los usos sexuales y los mores sexuales, entre la realidad íntima y la prescripción pública.

Más aún, Kinsey constituyó su “ser” onto­lógico en un “hacer” pragmático. De ahí que reiterase repetidamente a lo largo de toda su obra que el comportamiento sexual de los norteamericanos no era como supuesta­mente debería de ser según la costumbre, la moral o las leyes. Y muy explícitamente afirmó en su primera entrega que “Este es un informe sobre lo que la gente hace y no se plantea lo que la gente debería de hacer.” (VM, p. 7). Coincido con Robinson en que “los Informes Kinsey contenían un conjunto de valores y preferencias intelectuales que, juntos, podemos decir que constituían una ideología. Esta ideología no era exclusiva de Kinsey, sino común a todo el «establis­ment» científico moderno.” (1976, p. 67).

Esta ideología de la que habla Robinson es la episteme de investigador de Kinsey y se refiere fundamentalmente al mito científico de la objetividad, de la incontrovertible realidad de las observaciones y de la prístina transpa­rencia de los datos. En este sentido, yo subra­yaría que Kinsey pertenecía a la línea más dura de la Ciencia dura, de ahí que especial­mente incurriese en el mito científico, muy de su tiempo, de que él mismo era un “obje­tivo descriptor de una realidad objetiva que podía aprehenderse a través de la conducta  -- sexual --  objetivable”. Efectivamente, creyó que su trabajo ofrecía la verdad de los datos objetivos. Con ello obvió la realidad del sujeto cognoscente que, objetivando al objeto conocido, lo reconstruye. De suerte que está inventando la realidad que pretende descubrir. Pese a ello, Kinsey estuvo en los principios de lo que luego se ha llamado el Construccionismo social y fue contrario a todo esencialismo. Pese a su evidente e ingenuo Naturalismo, a su tenaz empirismo positivista y su inconfundible aroma con­ductista, no puede considerársele, de ningún modo, un Materialista.

Por otro lado no es difícil encontrar en Kinsey una poderosa influencia del Conductismo que puede verse en su terminología  -- estímulo, respuesta, condicionamiento, aprendizaje, influencia, etc. --  y en sus usos taxonómicos definiendo, por ejemplo, la sexualidad por el “total sexual outlet”; la homosexualidad por los actos homosexuales; o la religiosidad por la frecuencia de asistencia a los cultos eclesiásti­cos. Si aquel conductismo de los años cuarenta y cincuenta era sumamente reduccionista, el de Kinsey lo fue especialmente al punto que desexualizó buena parte de la experiencia sexual humana. En ese sentido, coincido de nuevo con Robinson cuando afirma que “su decisión de evaluar la experiencia sexual en términos de orgasmos, y los orgasmos en tér­minos cuantitativos, le llevó a ignorar la acti­vidad sexual no orgásmica y a considerar que la sexualidad de una persona es el resultado de todos sus actos sexuales. (1976, p. 75).

Su conductivización del sexo le sirvió para des-mitificar las cuestiones sexuales tanto como le fue posible. Especialmente en lo que hace relación a la erótica femenina, a las conduc­tas eróticas homosexuales, al autoerotismo, a la actividad erótica prematrimonial y a las aventuras eróticas extramaritales. El sexo dejó de ser misterio para ser comportamiento: comportamiento importante, pero compor­tamiento al cabo. Así que, como reflexiona Robinson, si el sexo de Freud estaba lleno de profundidades, irracionalidad, peligros y oposiciones con la cultura y el sexo de Have­llock Ellis contenía complejos factores emo­cionales, el sexo de Kinsey quedaba despo­jado de lo animal y demoníaco freudiano y de lo romántico de Havellock Ellis. Y remata este autor: “Kinsey hizo cuanto puede hacer un intelectual para conseguir una vida sexual menos dolorosa, más libre y más feliz. Sin embargo, en el proceso de desmitificación del sexo, éste quedó trivializado.” (Robin­son, 1976, p. 146).

8. La moral antimoralista de Kinsey

Kinsey quiso presentarse al mundo como un científico  -- en oposición a un moralista --  y

repetidamente afirmó que la emisión de jui­cios morales no era tarea del científico. Los ejemplos son muchos: “La conveniencia moral de eliminar la masturbación es una cuestión que los científicos no están cua­lificados para juzgar” (VM, p. 513); “Si el petting premarital es bueno o malo es una cuestión moral que un científico no tiene ninguna capacidad para juzgar (...) pero si el petting premarital puede servir a un mejor ajuste matrimonial sí es una materia que el científico puede medir” (VM, p. 546); “... como científicos hemos renunciado a nuestro derecho de hacer evaluaciones [morales] (...) cuando uno hace un estudio científico de una población humana no le queda otro camino que abstenerse de la discusión de todas las cuestiones socialmente polémicas”(VM, p. 57). Pero finalmente resultó que no se abs­tuvo y, contrariamente a lo afirmado, sí dis­cutió y emitió juicios morales sobre muchas cuestiones socialmente polémicas.

Sin embargo, y seguramente por razones bio­gráficas bien entendibles, Kinsey sentía cierta aversión al juicio moral religioso. Tanto que llegó a confundir el juicio moral con el com­bativo enjuiciamiento  -- y la consecuente condena --  del furibundo moralismo. Como él se negaba explícitamente a toda forma de condena moral, tendía a considerar que no emitía “juicios morales”. Sin embargo, su obra está llena de moral. Por lo tanto la supuesta inmoralidad o amoralidad de Kin­sey es otra quimera de sus detractores.

Ahora bien, la moral de Kinsey no era de condena, sino de aceptación, de empatía y de comprensión; no era religiosa, sino laica; no se basaba en la Religión  -- Verdad revelada -- , sino en la Ciencia  -- Verdad descubierta -- ; y desde luego era una moral filosexual  -- de respeto y consideración hacia lo sexual --  y no misosexual  -- de aversión y odio hacia lo sexual -- . Pero, aunque él lo negase, era una moral. Y además, una moral sexual. Más aún, la moral sexual que décadas después ha prevalecido. Respecto a esto dice Robinson :

“...el lector puede observar posturas morales oblicuas que van desde la indignación sobre la represión de minorías sexuales a la iró­nica condescendencia para desengañar a su público sobre la supuesta rareza de prácticas tomadas por inmorales o ilegales (...) [Sin embargo] la tendencia fundamental de la ideología de Kinsey es la tolerancia. Repeti­damente subraya la necesidad de la compren­siva aceptación de la gente tal y como es y la necesidad de reconocer los límites de la capa­cidad del hombre de modificar su conducta sexual (...) Parece no habérsele ocurrido que tal insistencia en la tolerancia es ya un juicio moral. Para él moral implicaba invariable­mente condena.” (Robinson, 1976, p.67)

Luego puede afirmarse que, aunque no hizo juicios morales, sí tuvo juicio moral. No enjuició, pero tuvo juicio. Tanto que, como sus detractores críticamente subrayan, con sus claros y sus oscuros, fue un precursor, un pionero o un visionario de la actual moral sexual científica, laica y democrática, que ya es mayoritaria en los países occidentales.

9. Legislación y política sexual

Una de estas cuestiones polémicas en las que Kinsey no iba a entrar, pero en la que repe­tidamente entró, fue el asunto del sexo y las leyes norteamericanas. Seguramente porque, en su tiempo, prácticamente todas las formas de sexualidad no matrimonial eran ilegales en los USA, y algunas, como la felación o el coito anal, lo eran, al menos en algunos esta­dos, incluso dentro del matrimonio.

Kinsey informó en su Volumen Masculino que menos de la mitad de los orgasmos alcanzados por los hombres estadouniden­ses se producían en el coito matrimonial con sus esposas, luego que más de la mitad de tales eyaculaciones ocurrían por fuentes y medios “socialmente reprobables e incluso penalmente penados” (VM, p. 568). Al res­pecto de esta cuestión afirmó en el Volumen

Masculino que “Sobre un cálculo de nues­tros datos, puede asegurarse que al menos el 85 % de la población masculina más joven podría ser condenada por delitos sexuales si los funcionarios policiales fueran lo eficien­tes que quisiéramos que fuesen.” (VM, p. 224). E, insistiendo sobre esa misma idea, señalaría que “... sólo alguna vez se detiene, se procesa o se condena a una diminuta frac­ción del porcentaje de las personas que están implicadas en comportamientos sexuales contrarios a la ley (...) los culpables de algún delito sexual que es banal e inocuo, a menudo sufren consecuencias absolutamente despro­porcionadas en relación al daño causado por su «crimen».” (VF, p. 18). De todo lo cual concluye que “las leyes sexuales son inapli­cables porque están completamente fuera de la realidad del comportamiento sexual humano” (VF, p. 20) y además “hay cuestio­nes tan inconsistentes como la imposibilidad de que un marido pueda ser acusado de vio­lar a su esposa, mientras que un matrimonio cometería un crimen por realizar sexo oral consensuado.” (VF, p. 322).

Así que formuló repetidamente un exhorto en relación a la falta de coherencia y realismo entre unas leyes que supuestamente emana­ban del pueblo norteamericano, frente a los usos y costumbres íntimos de este mismo pueblo. Como indica Robinson, Kinsey profesaba una especie de liberalismo sexual basado en la máxima de que “la mejor polí­tica sexual es la desaparición de toda política sexual [pues] el índice de conducta sexual es tan diverso, que cualquier intento de esta­blecer niveles uniformes de actividad sexual es impracticable e injusto.” (1976, p. 69).

10. Normalidad y naturalidad

Como afirma Robinson, “El principal objeto de su crítica fue la distinción entre sexuali­dad normal y anormal. Por encima de cual­quier otra cosa  -- como Ellis --  estableció que las diferencias sexuales eran cuestión de grado.” (1976, p. 72). Así que, para Kinsey “normal” y “anormal” no eran conceptos úti­les --  aunque luego los usó -- , e incluso se preguntó si tenían alguna cabida en el voca­bulario científico. Él tenía una muy firme idea de continuum por la cual afirmaba q

ue “Ningún individuo tiene una frecuencia sexual que se diferencie más que en un grado muy leve de las frecuencias de aquellos colo­cados antes y después sobre la curva” (VM, p. 199). Así pues consideraba que no había categorías discretas en la Naturaleza y que no era posible definir las fronteras de tales términos, salvo en claves de una moralidad inhumana y falta de toda comprensividad.

Sin embargo, sí usó profusamente el término “natural”, en oposición a “antinatural” o “con­tra natura” que usaban los moralistas, y que es también una categoría discreta. La natura­lidad dependía para Kinsey de si el compor­tamiento estaba o no presente en otras espe­cies no humanas. En palabras de Robinson: “el naturalismo de Kinsey era muy profundo (...) Nada era más característico en él que su afición a los argumentos «de animalibus» (...) las prácticas prohibidas eran naturales porque estaban presentes entre los mamí­feros (...) Kinsey rechazaba conceder al ser humano un lugar privilegiado en el orden de los seres vivos.” (1976, p. 73-74). Creo que cuando Robinson dice profundo quiere decir arraigado, porque el Naturalismo de Kinsey no era en absoluto profundo, si no más bien superficial e ingenuo.

Desde Aristóteles, el Naturalismo sexual es reproductivista, porque acaba por ver la cópula, lo genital, la progenie, la espe­cie o el gen egoísta como lo natural de la naturaleza del sexo. Así que el Sexus, tras pasar por el filtro epistémico Naturalista, se torna Genus. Sin embargo, el natura­lismo de Kinsey no fue reproductivo, sino más bien hedónico. Si bien, como el otro, genitalista y centrado en la eyaculación o el orgasmo, atenuado por aséptico término de outlet, en alusión a desahogo, alivio o descarga de una previa, apremiante y “natural” necesidad. En esto, también, Kinsey fue un precursor que se anticipó a su tiempo, dife­renciando lo “sexual” de lo reproductivo. Así dirá en el Volumen Femenino: “El hecho de que el deseo sexual femenino parece ser más intenso justamente antes de la mens­truación  -- en periodo infértil --  demuestra que se ha producido una radical separación de las funciones sexual y reproductora en el animal humano.” (VF, p. 609). En esta misma dirección subrayó que el clítoris no jugaba papel reproductivo alguno y negó que la menopausia supusiera una desapari­ción de la respuesta sexual femenina.

Desde Kinsey, tal diferenciación entre lo reproductivo y lo “sexual” se ha subrayado e hipertrofiado tanto que, a veces, parece que lo reproductivo ya no es sexual y que lo sexual ya no es reproductivo. Sin embargo, se trata de subrayar que lo sexual no es sólo reproductivo, pues lo que se niega es la exclusividad y no la relación, que es mani­fiestamente cierta.

Hay otro aspecto curioso respeto al natura­lismo ingenuo de Kinsey. Cuando describió las diferencias de clase social en cuanto a la moralidad sexual, descubrió que para las clases altas el dilema se producía entre lo “correcto y lo incorrecto”, o “lo normal y lo anormal”; mientras que para la clases bajas el dilema estaría entre “lo natural y lo anti­natural”. Él, en esto, como en otras cosas, coincidió y conectó con las clases bajas, per­mitiéndole reflexionar sobre los procesos de tiranía o colonización sexual que se deriva­rían de la imposición de un código de mores sexuales de las clases altas, que se estaría lle­vando a cabo a través de asesores, pastores, médicos, profesores, legisladores, etc.

Con estos perfiles de pensamiento no es extraño que levantase sospechas entre la gente de McCarthy y que sea, aún hoy, consi­derado un comunistoide por los actuales here­deros del fiero senador.

 

11. Comprensividad y diversidad

En consonancia con todos los sexólogos de la primera generación  -- Havellock Ellis, Magnus Hirschfeld y Gregorio Marañón -- , Kinsey se esforzó por lograr y proponer un mayor entendimiento de las muchas variedades de la expresión sexual, así como por promover una mayor tolerancia hacia tal vasta varia­bilidad. El referente “diversidad” estuvo en todo momento presente en su obra y en su pensamiento. Tratándose, además, de un referente pre-sexológico que Kinsey traía consigo desde la época de sus investigaciones sobre avispas. De ahí que, cuando se dedicó a la investigación del comportamiento sexual humano, consideró que no se trataba de estu­diar lo perverso, cuanto de entender lo diverso. En tal sentido escribió en el Volumen Mascu­lino: “Hay mínimas pruebas de la existencia de tal cosa como la perversidad innata (...) [sin embargo] hay abundancia de pruebas sobre que la mayor parte de las actividades sexuales humanas se harían comprensibles a la mayor parte de los individuos si pudieran conocer a fondo el comportamiento sexual humano.” (VM, p. 678). Esta es la declara­ción de alguien que estaba más preocupado con la comprensión de la sexualidad humana que por su condena. Que apostaba por enten­der y estudiar, y no por reformar, cambiar o transgredir. Y en esto coincidió plenamente con su criticado y pudibundo Havellock Ellis en la formulación de su conocido primer axioma: en Sexología hay muchos más hechos com­prensibles, que hechos tratables.

EPíLOGO

Creo que el “fenómeno Kinsey“, incluso pasa­das ya más de cinco décadas de su muerte, sigue produciendo un grave sesgo de des­mesura que distorsiona su revisión, tanto elogiosa, como crítica. Me parece del todo evidente que el Dr. Alfred Kinsey no fue ni Mesías ni Mefistófeles, ni de la Revolución sexual, ni de la cultura norteamericana, ni de los mores sexuales actuales, ni de la Investi­gación Sexual, ni de la Sexología. Por no ser, ni siquiera fue el primer investigador sexual. Todo lo más, fue uno de los primeros inves­tigadores de la conducta erótica que, con sus errores y limitaciones, con sus aciertos y competencias, trató de ser todo lo riguroso y veraz que pudo. Ofreció lo que ofreció; y precisamente porque lo hizo, y como lo hizo, podemos todavía hoy hablar de su trabajo y de las reales o fingidas repercusiones del mismo. Kinsey trató, lo mejor que supo, y según sus propias palabras, de “llenar el vacío científico” en materia sexual. Probablemente el vacío aún subsista.

Con todo, sesenta años después, los sexólogos seguimos usando como referencia sus datos; aunque, mucho menos, sus explicaciones. Y nos ocurre esto, no porque su trabajo fuese inmejorable, sino porque, en su segmento, sigue siendo lo mejor que tenemos. Y no tenemos otro mejor, sencillamente, porque nadie ha vuelto a embarcarse  -- ni ha encontrado financiación para hacerlo --  en otra aventura investigadora tan vasta, ni con una metodo­logía de obtención de información tan certera y adecuada. Actualmente, sólo los clínicos acceden a este tipo de información íntima, pero sus muestras son mucho más pequeñas y sesgadas. El resto de investigaciones están casi siempre determinadas por sus propias metodologías de obtención de datos  -- nor­malmente encuestas, incluso telefónicas -- .

Con toda seguridad, los datos Kinsey ya no son actuales porque la sociedad norteame­ricana que él investigó ya no existe. Aun­que, en la intimidad de las sábanas, quizás los cambios no hayan sido ni tantos, ni tan espectaculares. De ahí que sus datos nos sigan sirviendo no ya para explicar aquel tiempo pasado, sino para seguir explicando nuestro tiempo presente.

 

NOTAS AL TEXTO

{1]  La campaña que la Dra. Reisman está llevando a cabo contra Kinsey se llama RSVP America (Res­toring Social Virtue & Purity to America). Su Página Web es: www.rsvpamerica.org.

{2]  La traducción de outlet es complicada. Su primera acepción sería “salida”, pero en este contexto podría traducirse como descarga, alivio o desahogo; incluso como orgasmo o eyaculación. En la versión castellana del Volumen Masculino, se tradujo como “acto”. En La modernización del sexo, de Robinson, se usó “descarga” que es la que uso. Al respecto de este término Robinson afirma “es un concepto cuantitativo, moralmente indiferente y sin color” (Robinson, 1976, p. 145)

{3]  Uso inadecuadamente este término como una concesión. Homofilia quiere decir “consideración hacia lo propio”  -- que no “consideración hacia lo homosexual” -- . Así mismo homofobia quiere decir “desprecio o desconsideración hacia lo ajeno o extraño”  -- que no hacia lo homosexual -- . Gracias a estas concesiones y colonizaciones acabamos idiotizándonos.

REFERENCIAS

Amezua, E. (2001) Educación de los sexos: la letra pequeña de la educación sexual. Revista Española de Sexología, n° 107-108. Madrid. Publicaciones del Instituto de Sexología.

Amezua, E. (2003) El sexo: Historia de una idea. Revista Española de Sexología, n° 115-116. Madrid. Publicaciones del Instituto de Sexología.

Bancroft, J. (1998) Alfred Kinsey’s work 50 years later. Nueva Introducción. En Kinsey, A., Pomeroy, W., Martin, C. y Gebhard, P. (1998) Sexual Behavior in the Human Female. Blooming­ton. Indiana University Press.

Brecher, E. (1969) The Sex Researchers. Bos­ton: Little Brown. (Hay traducción castellana

de 1973, Investigadores del sexo. Barcelona: Grijalbo)

Brockman J. (1977) About Bateson. New York: John Brockman Associates.

Bullough, V. (1990) The Kinsey Scale in Historical Perspective. En McWhirter D., Sand­ers, S. y Reinisch, J. (Eds.) (1990) Homosexual­ity/Heterosexuality: Concepts of Sexual Orientation. Nueva York: Oxford University Press.

Bullough V. (1994) Science in the Bedroom: A History of Sex Research. New York: Basic Books.

Bullough, V. (1998) Alfred Kinsey and the Kinsey Report: Historical overview and last­ing contributions. Journal of Sex Research, 35(2), 127-131.

Bullough, V. (2004) Sex Will Never Be the Same: The Contributions of Alfred C. Kinsey. Archives of Sexual Behavior, 33(3), 277-286.

Christenson, C. (1971) Kinsey: A Biography. Bloomington: Indiana University Press.

Cochran, W., Mosteller, F. y Tukey, J. (1954) Statistical Problems of the Kinsey Report. Washing­ton, D.C: American Statistical Association.

Diamond, M. (Ed.) Perspectives in Reproduc­tion and Sexual Behavior. Bloomington: Indiana University Press.

Gagnon, J.H. y Simon, W. (Eds.) (1967) Sexual Deviance. New York: Harper and Row.

Gathorne-Hardy, J. (2000) Sex: The Measure of All Things. A Life of Alfred Kinsey. Blooming­ton: Indiana University Press.

Gebhard, P. (2002) In Memoriam: Wardell B. Pomeroy. Archives of Sexual Behavior, 31(2), 155-156.

Gebhard, P.H., y Johnson, A.B. (1998) The Kinsey Data: Marginal tabulations of the 1938-1963 interviews conducted by The Institute for Sex Research. Philadelphia: W.B. Saunders. (Original 1979)

Gebhard, P.H., Raboch, J., y Giese, H. (1970) The Sexuality of Women. New York: Stein and Day.

Gebhard, P.H., Gagnon, J.H., Pomeroy, W.B. y Christenson, C.V. (1965) Sex Offenders: An Analysis of Types. New York: Harper-Hoeber.

Gebhard, P.H., Pomeroy, W.B., Martin, C.E. y Christenson, C.V. (1958) Pregnancy, Birth and Abortion. New York: Harper-Hoeber.

Geddes, D. (Ed.) (1954) An Analysis of the Kinsey Reports. Nueva York: New American Library.

Jones, J.H. (1997) Alfred C. Kinsey: A Public/ Private Life. New York: W.W. Norton.

Kinsey, A., Pomeroy, W. y Martin, C. (1998) Sexual Behavior in the Human Male. Filadelfia: Saunders. (Original 1948)

Kinsey, A., Pomeroy, W., Martin, C. y Geb­hard, P. (1998) Sexual Behavior in the Human Female. Filadelfia: Saunders. (Original 1953)

Klassen, A.D., Williams, C.J., y Levitt, E.E. (1989) Sex and Morality in the U.S. An empirical enquiry under the auspices of The Kinsey Institute. Middletown, CT: Wesleyan University Press.

Landarroitajauregi, J. (1996) El castillo de Babel o la construcción de una sexología del hacer y una generología del deber ser. Anuario de Sexología, 2, 5-32.

Landarroitajauregi, J. (2000) Homos y het­eros: Aportaciones para una Teoría de la Sex­uación cerebral. Revista Española de Sexología. Nº 97-98. Madrid: Publicaciones del Instituto de Sexología.

Martin, C.E. (1981) Factors Affecting Sexual Functioning in 60-79 Year Old Married Males. Archives of Sexual Behavior, 10, 399-400.

McWhirter, D, Sanders S. y Reinisch, J. (eds.) (1990) Homosexuality/Heterosexuality: Con­cepts of Sexual Orientation. Nueva York: Oxford University Press.

Moke, S. (1997) Learnig fron the Past, Looking to the Future. Research and Crea­tive Activity, Sept. Extraído de www.indiana. edu/~rcapub/v20n2/p6.html

Morantz, R.M. (1993) The Scientist as Sex Crusader: Alfred C.Kinsey and American Cul­ture. En Althers, T.L. (Ed.) (1993) Procreation or Pleasure: Sexual Attitudes in American History. Malabar, FL: Robert E. Kruger Pub.

Pomeroy, W. (1972) Dr. Kinsey and the Insti­tute for Sex Research. Nueva York: Harper & Row.

Reinisch, J. M. (2001) Kinsey Institute. En Craighead W.E. y Nemeroff C.B. (Eds.) (2001) The Corsini Encyclopedia of Psychology and Neuro­science. Third Edition, Vol. 2. New York: John Wiley & Sons.

Reinisch, J. y Harter, M. (1994) Kinsey, Alfred C. En Bullough V. y Bullough B. (Eds.)

(1994) Human Sexuality: An Encyclopedia. Nueva York: Garland Publishing.

Reisman, J. y Eichel E. (1990) Kinsey, Sex, and Fraud. The Indoctrination of a People. Lafay­ette: Lochinvar-Huntington House.

Reisman, J. (1998) Kinsey: Crimes & Conse­quences. Crestwood: Institute for Media Education.

Reisman, J. (2006) Kinsey’s Attic: The Shocking Story of How One Man’s Sexual Pathology Changed the World. New York: WND Books.

Robinson, P. (1972) Dr. Kinsey and the Insti­ tute for Sex Research. Atlantic, 229, 99-102. Robinson, P. (1976) The Modernization of Sex. Nueva York: Harper & Row.

Susín, A. “El informe Kinsey: el gran fraude de la «educación sexual»” Extraído el 05/12/2008 de http://www.provida.es/valencia/enciclopedia/ 28.htm. Página Web de la Federación Española de Asociaciones Provida.

Weinberg, M.S. (1976) Sex Research: Studies from The Kinsey Institute. New York: Oxford Uni­versity Press.

KINSEY, EL “DESARROLLO SEXUAL” Y LA ANGUSTIA AMERICANA
POR LA INFANCIA

Incluso los más serios científicos, los más extremos positivistas, no pueden prescindir de la ficción; deben al menos utilizar categorías, que en sí ya son ficciones, ficciones analógicas, o etiquetas, que nos proporcionan el mismo placer que sienten los niños cuando les es señalado el “nombre” de una cosa.” (Henry Havelock Ellis, The Dance of Life, 1923)

Diederik F. Janssen, MD

Investigador Independiente Berg & Dalseweg 209/60 Nijmegen 6522BK The Netherlands Tel. +31-(0)621677497 diederikjanssen@gmail.com

Traducción: Agustín Malón Marco

El autor quiere agradecer especialmente al traductor su

esfuerzo en la preparación de este artículo para su edición en español.

Resumen

La sexología de la etapa prepuberal se ha convertido en un problema central en las sociedades post-industriales, permaneciendo en un estado de punto muerto entre verdades y hechos. Esto genera unas ansiedades de las que, debido a su politización, es cada vez más difícil saber en qué consisten. Este artículo explora esta situación centrándose en la cuestión del desarrollo sexual en el trabajo de Kinsey y sus colegas. Su objetivo es situar tanto el interés kinseyniano en los niños como el del más reciente anti-kinseyniano, en el marco de una más amplia valoración histórico-académica de las ideas evolutivas ofrecidas por los sexólogos antes y después de este autor. La adopción claramente biológica y conductual del “desarrollo sexual temprano” por parte de Kinsey no es ni única ni original desde un punto de vista histórico, ni fue progresiva o debidamente inclusiva desde un punto de vista contemporáneo y postestructural. De hecho los análisis de Kinsey permanecen crucialmente divididos entre la determinación biológica y la social. Las objeciones metodológicas y éticas que emergieron a finales del siglo XX en círculos conservadores a propósito de los datos sobre los niños nos dicen más sobre la ciencia conservadora americana que sobre el “fraude científico” por parte de Kinsey. Específicamente, las reservas de Kinsey sobre de la supuesta naturaleza inherentemente traumática de lo que mas tarde sería denominado “abuso sexual infantil” articularon el consenso científico a media­dos de siglo. La posterior erosión de las teorizaciones críticas y transculturales en relación a la sexualidad de los niños deberían ser consideradas como una dinámica histórica en la creación de opinión pública. En consecuencia, las cuestiones clave a propósito de esta cuestión, que fueron planteadas por Kinsey, permanecen en un estado de emotiva suspensión.

Palabras clave: Kinsey, desarrollo sexual, infancia, sexología.

Abstract

The sexology of pre-pubertal children has become a central problem in postindustrial societies, where it is characterized by a stand-off between truths and facts. This produces anxieties of which, due to their politicization, it is increasingly hard to discern what they are about. This paper explores this stand-off by focusing on the theme of sexual development in the work on Alfred Kinsey and colleagues. It aims to situate the Kinseyan and recent anti-Kinseyan focus on children within a wider historical-academic appraisal of developmental ideas offered by pre-and post-Kinsey sexologists. Kinsey’s distinctly biological and behavioral take on “early sexual growth” is neither unique or original from an historical point of view, nor was it progressive or duly inclusive from a contemporary, poststructural point of view. In fact the Kinsey volumes remain crucially divided over issues of biological and social determination. The ethical and methodological objections raised in late 20th century conservative circles with regard to childhood data, however, say more about American conservative science than about “scientific fraud” on the part of Kinsey. Specifically, Kinsey’s reserved attitudes about inherent traumatic sequelae of what later came to be called “child sexual abuse” articulated scientific consensus in mid-century, and the erosion of critical and cross-cultural theorizing regarding children’s sexualities during the 1980s and 1990s should be considered an epoch-making dynamic in the manufacturing of current public opinion. Key issues about children’s sexuality raised by Kinsey, by consequence, remain to date in a state of emotive suspension.

Keywords: Kinsey, sexual development, childhood, sexology.

1. Introducción

Las convicciones morales han estado desde hace tiempo acompañadas por una marcada necesidad por moderar el entusiasmo del científico; éste, a su vez, ha sentido muy a menudo una poderosa inclinación a derri­bar sólidas y profundas convicciones. Es esta dialéctica la que configura profundamente la sexualidad como un eje discursivo de la sub­jetividad moderna, siendo sus articulaciones de un gran interés académico, tanto en tér­minos micropolíticos como de cara a una más amplia teoría antropológica de la intimidad. Desafortunadamente, nuestros análisis acerca del impacto que ejercen ciertos pronuncia­mientos de los científicos se enfrentan muy a menudo con ideas establecidas dentro de amplios contextos de racionalidad científica, un ejercicio que quizá resulta más produc­tivo cuando contamos con la relativa ventaja que nos ofrece el transcurso del tiempo y el análisis retrospectivo. Estoy pensando, por ejemplo, en el significado de las “reconstrucciones científicas en el discurso sobre la masturbación” (ver un ejemplo en Mortier y Colen, 1995) y en otras problematizaciones en la historia de la ciencia1.

Es ésta, no obstante, una tranquilidad para el historiador que parece más interesante allí donde precisamente no se disfruta hoy en día. Así por ejemplo, nos encontraríamos con un sosiego más bien relativo en ámbitos como el de la Sexualidad infantil, según ha sido denominado a lo largo del siglo XX, dado el paradójico descubrimiento de que las “ansiedades”, los “pánicos” y las “histe­rias” en este terreno han sido aquí más la norma que la excepción, según es opinión de sexólogos y educadores sexuales de cual­quier época. El criterio de los sexólogos puede ser de hecho de central importancia en este punto. Foucault (1978, p. 146 y 153) habla de un proceso de sexualización de la infancia por parte de la ciencia, proceso que habría complicado y desestabilizado el sexo (adulto) como un “juego de presencias y ausencias, de lo visible y lo oculto.” Podría­mos incluso conjeturar que a través de este proceso, todavía en marcha, las nociones de madurez e infancia fueron mutuamente con­figuradas en torno a una creciente y cada vez más amenazante y ansiógena idea cien­tífica de lo sexual.

Así la infancia, si no en fuente primordial de ansiedades pedagógicas, deviene en dispositivo explicativo de emergentes y más amplios sentimientos de pánico. Esto puede ser productivamente rastreado desde el movimiento proto-sexológico de la pureza social, presente en el ámbito anglosajón en las postrimerías del siglo XIX. De acuerdo con Egan y Hawkes (2007, p. 457), es posi­ble observar cómo en aquellos discursos sobre la pureza social tanto el niño “ade­lantado” (en materia de sexualidad) como su cuerpo se convirtieron en “recipien­tes de ansiedad y símbolos de los posibles peligros y la potencialidad caótica de la vida urbana”. De acuerdo con una lógica a menudo veraz, el niño se vería alterado no sólo por el acto o la visión del “sexo”, sino por la simple idea de sus principios (Egan y Hawkes, 2007, p. 455), no pudiendo por lo tanto participar de aquellos esquemas cien­tíficos que podrían sugerir este tipo de ideas en el niño. La misma reverencia hacia esta “impresionabilidad” o sensibilidad del niño en este asunto es observable en las actua­les teorías conservadoras sobre la educación sexual (e.g. Irvine, 2000). Ambos elemen­tos, la ignorancia y la hipersensibilidad del niño, serían pues transformados en truismos pedagógicos entrelazados; verdades que no pueden sino causar a su vez trastornos e ignorancia. Si esto viene a ser una orquesta­ción circular de la verdad –quizá una eficaz definición de cultura–, deberíamos pensar en círculos concéntricos, dado que los críticos morales habitualmente extienden la noción de niño más allá de la concepción popu­lar más común, convirtiendo el problema del niño en un elemento central de un más amplio y generalizado problema (cultural).

Esta interacción entre hechos (científica­mente hallados) y verdades (enfáticamente sostenidas) convierte cualquier análisis trans­histórico del mérito científico en un ejercicio de cierta duplicidad  -- no muy diferente al de los trabajos biográficos–. El constante y nunca satisfactoriamente identificado ele­mento de la “ansiedad” convierte las bús­quedas de la ciencia sexual en un heroísmo distintivo de la modernidad, desde Havelock Ellis y Alfred Kinsey hasta otros ejemplos más recientes. Se trata de un heroísmo a tra­vés del cual, más precisamente, la persona del sexólogo y la lógica del “peligro” se ven continua y recíprocamente construidas. Las narrativas sobre el desarrollo de la sexuali­dad, del sexo como desarrollo, resultan aquí cru­ciales. Incluso los biógrafos de Freud, Ellis y Kinsey han considerado por largo tiempo los productos académicos de estos hombres como el resultado de trágicas tensiones con su infancia (en el caso de Kinsey véase espe­cialmente Jones, 1997). Contemplad pues la verdad más profunda de la sexualidad moderna. El sexo conquista al hombre, pues su desarrollo es el desarrollo de este.

2. Análisis trans-histórico de Kinsey, la infancia y el “escándalo” público

En este artículo participaré en este enreve­sado debate –la infancia en la historia, la infancia y la historicidad, la infancia como pasado– mediante un intento preliminar por situar el trabajo de Kinsey en el contexto de la moderna formulación de la sexualidad como concepto evolutivo. Una perspectiva de análisis que quizás pueda aportarnos algo de luz a la hora de abordar la “ansiedad” en la experiencia americana del siglo XX.

Como ya he señalado anteriormente, la sexua­lidad infantil puede ser entendida situándola en el marco de una cada vez más presente meta-narrativa de la sexualidad, ya palpa­ble desde finales del siglo XIX en la proli­feración de categorías sexuales  -- i.e. el niño

masturbador --  que ahora adquieren sentido en el nuevo paradigma transdisciplinar del desarrollo. Los corolarios de este discurso a finales del siglo XX empezarían a focalizarse en la cuestión de la infancia desde una pers­pectiva tal que acabaría destinando el tra­bajo de Kinsey a ser reinterpretado, según la pauta conservadora, como un behaviorismo amoral que, en sus esfuerzos por promover su particular agenda liberal, habría condu­cido a la naturalización de la precocidad y la promiscuidad. Una agenda que, en opinión de las voces más conservadoras, es sistemá­ticamente considerada como paradigmática en los Estados Unidos desde la publicación de sus obras.

Son abundantes los trabajos que han anali­zado extensivamente la visión kinseyniana del hombre, con frecuencia incluyendo un rechazo, en ocasiones paranoico, a sus ideas, seguido a su vez de los escritos en su defensa por parte del Instituto Kinsey2.Yo por mi parte me centraré en estudiar la relevancia histórica del trabajo de Kinsey en el marco del moderno paradigma evolutivo de la sexua­lidad, marco que en definitiva es el que ha hecho en primer lugar posibles, además de peligrosas, estas discusiones de orden ético. Defenderé que lo que convierte a Kinsey en algo escandaloso no es simplemente el mar­cado positivismo que defendía y que impreg­naría tanto sus investigaciones como las de sus colegas. La cuestión que aquí nos interesa es qué sucedió con el “desarrollo sexual” antes y después de Kinsey, así como el papel que desempeñó este autor entre ambos periodos, para acabar convirtiendo, entonces y ahora, su trabajo en algo tan impactante.

El periodismo contemporáneo definió el trabajo de Kinsey como un “escándalo” –en el sentido más amable y “comercializable” del término– para la audiencia popular del momento. Esto convierte la influencia de su obra en algo comparable a la de Nabokov y su exitosa novela Lolita (1955) –conexión ésta parcialmente explorada por Goldman (2004)–. No está claro cómo este valor “escándalo”, en absoluto relacionado con sus datos sobre los niños, forma parte del con­cepto de tabú  -- John Gagnon (1998) com­pararía a Kinsey con un perdurable tótem en la tierra del tabú  -- , especialmente tras la segunda ola feminista. Con sus perdurables resonancias antropológicas, ¿es el tabú en última instancia algo relacionado con los hechos, el lenguaje, la intimidad, los actos “sexuales”, la edad y las diferencias gene­racionales, el niño, el espacio familiar, los vínculos relacionales? ¿O bien tiene que ver con una cierta construcción politizada e his­toriable de todos estos elementos? Existen recientes propuestas de clasificación, como por ejemplo ciertas “antinomias sexuales” que podrían específicamente configurar la infancia (Jackson & Scott, 2004, pp. 235-6) o la educación sexual familiar en la Gran Bre­taña del siglo XXI (Frankham, 2006). Pero ninguna de ellas ofrece un análisis trans­versal, ya sea teórico o histórico, realmente sólido de los muchos temas pertinentes para la época de Kinsey así como para la nues­tra  -- ideas como educación sexual, fases de la vida, la evitación del incesto como hecho “fundacional” de la sociedad, la sexualidad como “desarrollo” o como “abusiva” por vio­lar los “hechos” o “necesidades” del desarro­llo–. Los datos de Kinsey o de otros autores de aquellos años sobre el incesto entre padre e hija, por ejemplo, nunca parecieron gene­rar impacto alguno, ni en el ámbito publico ni en el académico (Devlin, 2005, p. 609 y 615). El escándalo, de este modo, parece ser un complicado sentimiento, tratándose quizás de una compleja interacción entre “hechos” incómodos y molestos sentimientos.

En los Estados Unidos el trabajo de Alfred Kinsey y sus colegas es el más acalora­damente discutido como un conflicto de hechos y sentimientos, siendo quizás com­parable con el caso actual de John Money3. Estas revisiones éticas de Kinsey, que se vie­nen dando desde los años ochenta a propó­sito de las cuestiones evolutivas, nos animan además a su comparación con lo sucedido con Sigmund Freud, punto que desarrollare­mos en un próximo apartado. No es sorpren­dente que en los años ochenta las intensas reacciones de los conservadores contra Kin­sey giraran progresivamente en torno a las cuestiones de la infancia y la educación. Y ello por dos razones. En primer lugar por­que la idea del niño educable es habitual­mente identificada en la retórica nacionalista como el portador de la carga que simboliza el futuro de la nación, lo que lo convierte en conducto y símbolo prioritario de este futuro –una encendida crítica de la misma puede verse en Edelman (2004)–. Por otro lado, lo cual es más relevante a efectos de este artí­culo, durante los años setenta el niño, y más ampliamente el desarrollo sexual, comenzó a ser observado a través de otras lentes gracias a las nuevas categorías, narrativas y priorida­des de la norma psico-emocional. El discurso conservador sería aquí oportunamente recep­tivo a la lógica ofrecida por la idea de sex­ualidad en el siglo XX  -- que convierte el “sexo” en una compleja realidad evolutiva que responde casi exclusivamente a ideas peda­gógicas, teniendo que ser pedagógicamente monitorizada, regulada y controlada–. Para Kinsey, por el contrario, esta compleja sex­ualidad era mucho menos interesante que lo que él consideraba un fenómeno “natural” subyacente. En otras palabras, rechazó gran parte de esas elaboraciones que él interpretó como un mero oscurecimiento ideológico de simples principios biológicos, los cuales podían expresarse en necesidades naturales y en actos orientados a su satisfacción.

Esta doble tesis de la receptividad del niño y de la posibilidad o incluso necesidad de ser instruido por la atención pedagógica, es usualmente utilizada para legitimar ciertas convicciones éticas: la moderna idea de la sexualidad mantiene poderosas conexiones históricas con las ideas pedagógicas de la necesaria moderación y, simultáneamente, con la idea del abuso de dicha responsabi­lidad. La consiguiente división entre la responsabilidad parental y sus potenciales tra­gedias, viene a codificar distintos personajes sociales  -- construidos ambos como cons­titutivos del orden doméstico y, al mismo tiempo, como enfrentados con él–. Así por ejemplo, los historiadores han observado cómo en la Europa occidental del siglo XIX la proximidad del niño hacia figuras adultas distintas de los padres  --  personal domés­tico y niñeras  --  era considerada como una privilegiada fuente de depravación. “El mal está ahí junto al niño en forma de adulto, y esencialmente en la forma de adulto inter­mediario” (Foucault, 2003, p. 244). Durante el siglo XX en América, el educador sexual liberal fue ocupando de forma progresiva un sospechoso lugar como potencial corruptor de la infancia. Esto sucedió en los años 50 y 60, durante la Guerra Fría, con la imagen del homosexual “reclutador” y ya más tarde con la figura del “acicalado” paidófilo, que surgiría durante los ochenta con la segunda ola del feminismo y de las taxonomías psiquiátricas.

Es interesante observar que durante los años noventa la imagen de Kinsey sería “expuesta” a todos estos registros  -- un padre cuestion­able, un escasamente fiable educador sexual (además de seductor de estudiantes), un activo reclutador de homosexuales y, final­mente, cómplice de los crímenes pederas­tas de sus informantes --  convirtiéndose, en última instancia, en un trans-histórico “Otro” del padre Americano. Sexo y ciencia se ven así fusionados como un único fenó­meno en la retórica conservadora, consid­erándose poco más que una obsesión o una adicción, un estado de confusión personal proyectado sobre el medio social. Tal y como señala Irvine (2003, p. 452), al menos en los Estados Unidos, los “estudios sobre la sexu­alidad están íntimamente relacionados con la sexualidad en sí; todas las ansiedades, plac­eres, ambivalencias y estigmas que nosotros [los americanos] atribuimos al sexo, afectan a su legitimidad como parte de la sociología.” Aquí el caso de Michel Foucault puede ser un ejemplo representativo –una idea ya argumentada por Miller, 1993–, aunque él sería criticado principalmente por parte de las feministas estadounidenses de los noventa por no comprometerse con la para entonces ya definida problemática de los abusos sexu­ales infantiles. Foucault, por supuesto, era un influyente historiador y filósofo francés, una figura muy alejada de la provocadora imagen de un entomólogo convertido en reformador sexual. Otros pensadores europeos que se presentaron a sí mismos como reformadores sociales, incluidos René Guyon, Wilhelm Reich o, más tarde, René Schérer y Thore Langfeldt, eran potencialmente escanda­losos por sus ideas sobre sexualidad infantil, pero su influencia en la sensibilidad pública de europeos o americanos es prácticamente inexistente.

Pero por encima de todo, Kinsey fue personal­mente acusado de ser “un crudo empirista, un descarado behaviorista, un burdo reduc­cionista científico” (Epstein, 1998, p. 38) hasta el extremo de llegar a admitir datos inadmisibles, tanto desde criterios éticos como metodológicos. Si lo analizamos a través de la variedad de opciones teóricas disponibles en la actualidad, desde la teoría queer hasta la menos radical y más extendida teoría poststructural y constructivista sobre la sexualidad infantil, esta acusación no iría desencaminada. Como Lionel Trilling señal­aba, “Aunque Kinsey y sus colegas lamen­taron el hecho de que el concepto de lo “nor­mal” obstaculizara el conocimiento científico del sexo, a lo largo de su obra la idea de lo ‘natural’ acaba sutilmente asumiendo idén­tica posición”4. No obstante hoy en día las normalidades, reducciones y extrapolaciones permanecen igualmente presentes, como ha sido debidamente lamentado, pero escasa­mente resuelto, en el monográfico actuali­zado en 2003 por el Instituto Kinsey –véase la presentación de Bancroft (2003) a la Con­ferencia sobre Desarrollo Sexual de ese Insti­tuto en el 2001–. Aquí el legado de Kinsey podría no ser tanto el de haber “Cartografiado territorios desconocidos”, según anun­ciaba el Kinsey Today del 2001, como el de haber maniobrado entre las muchas tramas del evolutivismo que caracteriza la sexología del siglo XX.

3. El desarrollo sexual antes de Kinsey

Como los teóricos de la literatura sugieren, el esquema evolutivo es uno de los más impor­tantes tropos que conforman la moderna idea de infancia: esto es, el delineamiento de eta­pas de socialización a partir de trayectorias biológicas (e.g. Honeyman, 2005). Ello se traduce en la tendencia moderna por explicar lo posterior en términos de lo anterior, hasta el punto de que lo inicial es esencializado como vector etiológico, como antecediendo o precediendo algo definitivo, una especie de funcionamiento definitivo en la edad adulta (Janssen, 2008). Los capítulos más perti­nentes a este respecto en las obras de Kinsey cuentan con títulos como “Desarrollo sexual temprano y actividad” en 1948 (pp. 157­ 197) y “Desarrollo sexual en la preadoles­cencia” en 1953 (pp. 101-131)5. Estas frases señalan la consolidación de una concepción específicamente evolutiva de la sexualidad desde finales del siglo XIX, así como una forma de descomponer el tema sexual y la idea del “acto sexual” de acuerdo con una lógica (biológicamente) evolutiva.

Esta lógica estuvo precedida por una estricta concepción pato-biológica de la infancia. Von Krafft-Ebing, en su concepto de la para­doxia sexualis, patologizó específicamente las manifestaciones del impulso sexual antes de la madurez sexual o su persistencia en la vejez. Este concepto fue acuñado por primera vez en un artículo de 1877, siendo mante­nido en las muchas reediciones de su obra magna Psychopathia Sexualis. Cualquiera de los autores de cierta importancia seguiría utilizando posteriormente este concepto o su equivalente calificación de “sexualitas praecox.” El epíteto disfrutó consecuentemente de un considerable consenso en la literatura francesa, italiana y alemana hasta los años 20, momento en que las teorías evolutivas sobre el fenómeno de la sexualidad, tanto en el ámbito de la endocrinología como de la neurología, comenzaron a ganar aceptación. El acento se puso entonces en ver cómo estas etapas del desarrollo sexual se relacionaban con misteriosos y esenciales procesos confor­madores del individuo como “constitución física” y “degeneración”. Max Dessoir, Sig­mund Freud, Albert Moll y Leopold Löwen­feld, entre otros, propusieron varias teorías al respecto.

En el interior de estas teorías biológicas de los estadios, hallamos contribuciones pedagó­gicas y etnográficas que venían a observar una consideración más fenomenológica, diferen­ciando el sexo normal como juego (infancia), experimentación (adolescencia, especialmente identificada con el periodo anterior al matri­monio) y, finalmente, actividad sexual (en la madurez e identificada básicamente con la consumación del matrimonio). Por ejemplo Adler (1911) enumeró en la revista Anthro­pophyteia un total de nueve juegos “eróticos” que serían “típicos” de la infancia. Una idea del juego sexual que posiblemente cuenta con una cuádruple genealogía en Europa: en pri­mer lugar una que sin duda se relaciona con el folklore profano sin influencias científicas; otra basada fundamentalmente en la litera­tura erótica del XVIII; un tercer origen pro­viene de la identificación que se da en el XIX de los “juegos de amor” infantiles en obras sobre folklore y en influyentes trabajos como el artículo de Bell (1902); y finalmente en las favorables referencias que hicieran Freud y Albert Moll de aquel trabajo de Bell y de dos libros sobre teoría del juego escritos en Alemania por el psicólogo evolucionista Kart Gross.

El ámbito de la clínica fue lento en asumir estas propuestas populares, pero para la época de Kinsey ya habían sido aceptadas de un modo entusiasta, con el resultado de que el “juego sexual”, la “sexualidad adoles­cente” y el “abuso sexual infantil” (realida­des mutuamente excluyentes) se consideran en la actualidad como categorías que gozan de una lectura clínica mucho más detallada de lo que sucede por ejemplo con el matri­monio, la latencia o la pubertad. De hecho, el mundo clínico se esforzó en el objetivo de diferenciar el “juego sexual normal” de lo que en los años noventa vendría a denomi­narse como juego “sexualizado”. Los jugue­teos tempranos vinieron a reemplazar a los “instintos” e “impulsos” precoces, lo cual, sin embargo, no sirvió demasiado para alte­rar el impulso científico por imaginar nue­vas categorías patológicas. Podríamos pues argumentar que la apropiación científica de la infancia como un legítimo periodo para el juego sin complicaciones, limitó la nor­malidad de la sexualidad temprana a ser un índice de una localizada curiosidad fácil­mente satisfecha (“juego genital”, “explora­ción sexual”), pudiendo pasar a ser proble­mática en el caso de que hubiera algo más que mera “diversión”.

Kinsey utilizó la noción de juego sexual como título organizativo, pero hizo poco por distinguir una función específicamente evolutiva del mismo –tal y como haría Money más tarde con la noción zoológica comparativa de “ensayo de juego sexual”–. El juego, de acuerdo con Kinsey, sería más bien una realización temprana de la misma “capacidad de respuesta” que observamos a lo largo de la vida, siendo consecuente­mente explicada en los términos habituales de “técnica”, “competencia”, “habilidad”, “rendimiento” y “posibilidades” para la satisfacción de los propios deseos. Kinsey hizo igualmente poco con la actual noción funcional de “fase homosexual adolescente” (cf. Spurlock, 2002)  -- es ilustrativa su argumentación a favor de la centralidad del periodo adolescente por su evidente y elevada “potencialidad” biológica y la frecuencia de los “desahogos” -- .

Según Gorchov (2002, p. 5, 64, 116 y nota 101 en p. 215), fueron “numerosos” los investigadores estadounidenses que a comienzos de los años veinte propusieron estudios sobre la sexualidad del infante y del niño, pero Kinsey fue el primer miem­bro del Comité para el estudio de los problemas sexuales en publicar datos en este sentido. Alrededor de cincuenta estudios publicados con anterioridad a 1948 nos ofrecen nume­rosos datos sobre conductas genitales o con­tactos en este grupo de edad, entre los que cabe destacar en los años treinta los estu­dios de Davis, Hamilton y Dickinson con muestras particularmente amplias. Estos estudios gravitaban generalmente en torno a la hegemonía moral de ciertas institu­ciones sociales (“hábitos sexuales premari­tales”), la categoría social del joven delin­cuente (e.g. Merrill, 1918) y, por último, sobre el onanismo, que era considerado como un autolimitante “hábito nervioso” o, más tarde, como una adecuada sustitución adolescente del sexo “real”.

Una línea de estudios relacionada iría evaluando la necesidad de la “ilustración sexual” en proyectos de “higiene social” para hombres jóvenes, con iniciales con­tribuciones de Exner (1915) y Hughes (1926). Un más amplio número de estu­dios de observación, destacando el trabajo de Susan Isaacs en los años treinta y pos­teriormente el de Anna Freud, trataron de respaldar las teorías Freudianas recurriendo al examen de lo que podían ser interpreta­das como actividades infantiles libidinosas. Esto se vio complementado por las obser­vaciones de niños realizadas en trabajos de campo con grupos de iguales desarrollados sobre todo en el periodo comprendido entre 1920 y 1960. Cabe destacar aquí los estu­dios realizados por destacados antropólogos como Bronislaw Malinowski (Trobiande­ses), Jules y Zunia Henry (Pilagá; Muria) y etnopsicoanalistas como Géza Róheim (Isla de Normanby; Australia) y George Deve­reux (Mohave).

La mayor parte de la literatura estadouni­dense estaba dirigida al “control de los ins­tintos sexuales” así como a la apropiada o normal “dirección de los impulsos sexuales”. Exner, en consonancia con el consenso de su época, argumentaba a favor de la abstinencia total fuera del matrimonio, dada la elevada frecuencia con que se daba el “autoabuso” así como por la “estimulación precoz de los intereses sexuales y [...] la temprana desvia­ción del instinto sexual debido a desafortu­nadas fuentes de información y atractivos ” (1915, p. 17-18). No es pues sorprendente que muchos de los estudios sobre la “vida sexual” estuvieran claramente limitados. Es ilustrativo que un capítulo retrospectivo en la obra de Landis, Sex in development (1940), dedicado a la “Formación temprana [prea­dolescente]” se centrara de forma casi exclu­siva en la educación sexual y en lo que ahora sería posiblemente denominado como abuso sexual.

Uno de los escasos estudios dedicados espe­cíficamente al análisis de los grupos de jóve­nes, aparte de los más generales ya citados, fue supervisado por el propio Kinsey. Se trata de la disertación doctoral de Glenn Ramsey, defendida en 1941 en el departa­mento de Zoología de la Universidad de Indiana. En ella Ramsey entrevistó a 291 muchachos entre los 10 y los 20 años. Este investigador publicó dos artículos en 1943 y más tarde, en 1950, publicaría con recursos propios  -- según algún crítico “debido a las constantes demandas” para que lo hiciera --  los descubrimientos de su investigación en un libro titulado Factors in the sex life of 291 boys. Es claro que el trabajo ensayaba el enfo­que Kinseyniano con su interés por el tema y el lenguaje del “desahogo” y la respuesta sexuales. Se citan además datos prelimina­res de Kinsey basados en “2300 hombres y jóvenes”  -- Kinsey ya había presentado algu­nos de sus primeros hallazgos en un artículo publicado en 1941 en el Journal of Clinical Endocrinology -- . En uno de aquellos artícu­los Ramsey concluía que “las preocupaciones sobre los supuestos efectos nocivos de la masturbación era uno de los problemas sexuales más comunes presentados por los muchachos”, señalando como sus principa­les responsables tanto a la literatura popular sobre la educación sexual como al profeso­rado (1943, p. 232).

La tradición kinseyniana también formó parte de una larga historia de aproximacio­nes narrativas a la vita sexualis. De hecho podríamos hablar del importante papel de las narrativas del desarrollo en la producción de la moderna normalidad sexual. Según Foucault (1978, p. 18), un elemento vital de la nueva idea de sexualidad estaría precisa­mente caracterizado por una constante inci­tación institucional a hablar más y más sobre el sexo, así como por una clara determina­ción por parte de los agentes de poder a oír hablar sobre ello y a hacerlo hablar mediante una explícita articulación y una creciente acumulación de los detalles.

Históricamente es posible observar una clara relación con los primeros patólogos sexuales en Alemania que empezaron a fundamentar su nosología en argumentos a menudo pro­fundamente evolucionistas y recapitulacio­nistas, además de comenzar a reconocer la “anamnesis sexológica” como característica ya rutinaria de sus escritos. Las historias sexuales fueron de una importancia clave, tanto en los clínicos (e.g. Von Krafft-Ebing) como en los primeros promotores del movi­miento por los derechos sexuales (e.g. Karl Heinrich Ulrichs) en sus deliberaciones sobre la cuestión central de la psicogénesis de la inversión sexual. En este marco, este género anamnésico del hablar sobre sexo pudo haber favorecido la divulgación de historias sexuales consideradas normativas, como las publicadas en algún artículo por Havelock Ellis (1901) o en los apéndices de tres de los seis volúmenes de su obra Studies in the Psy­chology of Sex. Estarían además las publicadas por los psicoanalistas con su configuración e interpretación de la edad temprana como central en la esfera “sexual” de la vida (el pri­mer estudio de Freud dedicado a un niño, el pequeño Hans, de cinco años, fue escrito en 1909). Un tercer contexto histórico que dio lugar a la narrativización del sexo fue el emergente foco pedagógico-higienista de la “ilustración sexual”, que en primer término ambicionó un formato profesional para la dis­cusión intergeneracional de la “sexualidad” ajeno al marco estrictamente clínico, aunque no necesariamente en términos menos uni­laterales. La educación sexual utilizaría bien pronto estampas o cuadros familiares modé­licos para hablar sobre sexo.

4. La “infancia” en Kinsey

El trabajo de Kinsey puede haber contribuido sustancialmente a la discusión sobre el sexo en las décadas subsiguientes, al menos en los términos que él propuso. Sin duda hubo sóli­das razones para ello. Por ejemplo, el apro­vechamiento empresarial del psicoanálisis que se produjo en Estados Unidos favoreció el interés del público en los aspectos tera­péuticos de una interpretación biográfica a la hora de analizar los problemas relaciona-les y sexuales. La exploración narrativa de la infancia (i.e. su narrativización) se convirtió posteriormente en una sólida característica tanto de la era de la terapia sexual, cuyo flo­recimiento estaba a dos décadas de distan­cia, como, incluso más fundamentalmente, en el marco de la recuperación de recuerdos de abuso sexual infantil en los años ochenta y noventa. Es, por cierto, en los Estados Unidos donde esta tendencia experimentó su más seria crisis de credibilidad precisa­mente a propósito del problema (positivista) de la recuperación de la memoria, los “falsos recuerdos” y la sugestionabilidad. Hablar sobre el sexo era, y continua siendo, la mejor respuesta contra el mal sexo.

Lo que aún no está claro es qué papel tuvie­ron exactamente los trabajos de Kinsey en la construcción del “sexo” como una narrativa del desarrollo. Por un lado las discusiones sobre sexualidad pudieron ser más fácil­mente consideradas como efectivas en térmi­nos pedagógicos, dada su sugerencia de que se estaba hablando de “hechos” y al mismo tiempo erradicando las falsas creencias de la época. Kinsey se esforzó en eliminar las dudas sentidas por una amplia parte de la población con la tranquilizadora idea de que eran comunes. Su trabajo presentaba una aproximación analítica y semiestructurada del ciclo vital que en efecto eludió muchas de las cuestiones relacionadas con el desarro­llo como una experiencia subjetiva, y confió en que el poder estadístico de las grandes muestras iría mostrando los patrones “natu­rales”. La pauta natural podía ser utilizada entonces para explicar o arbitrar cualquier trayectoria particular y subjetiva. Pese a la presentación de algunos elementos narrati­vos personales –el volumen sobre el hombre incluyó nuevamente los datos cualitativos de Ramsey en cuanto a la estimulación proto­erótica en muchachos prepuberales–, lo que observamos es básicamente una prosa cien­tífica distante y generalizadora. No el sexo, sino los mismos datos, parecían ser en este caso “la medida de todas las cosas”.

El argumento general kinseyniano de la vita sexualis era el de una supresión, mediante la inhibición cognitiva, de los impulsos natura­les. Lo cual era coherente con las aportacio­nes de la investigación transcultural de la época en el ámbito de la socialización sexual. En esta literatura hallamos un concepto de socialización a menudo precedido por ideas econo-represivas sobre la sexualidad, resal­tando conceptos negativos como “inhibi­ción”, “control sexual”, “tabú” o “libertad sexual”, y tensiones entre actitudes permi­sivas/restrictivas típicamente generalizadas al nivel de todas las “sociedades”. Lo mejor que una “sociedad” podía hacer era pues “no restringir.”

Así por ejemplo, Ford y Beach (1951, p. 185­ 187) consideraban la “sociedad Americana” como “claramente restrictiva”, mientras que Whiting y Child (1953, p. 79) situaron a la clase media americana justo por debajo de la menos indulgente de las sociedades “primiti­vas”, aunque “sin embargo no en el extremo más bajo según la base de la estimación abso­luta establecida por los que codificaron estos materiales”. El grupo Americano fue acusado de ser más bien extremo en la severidad con que los niños eran castigados por la mastur­bación, otorgándole una puntuación similar a la más extrema de las muestras “primiti­vas”. Sin embargo, en cuanto a la severidad general de la socialización sexual, entraba en el nivel intermedio entre la media y el extremo superior. Más tarde Frayser (1994, p. 209-210) señalaría que los autores ame­ricanos puntuaron las actitudes estadouni­denses como “restrictivas, especialmente en cuanto a la conducta sexual de los niños”. Así, la represión parental podría poner en peligro al niño haciéndolo “más vulnerable” a las malas experiencias, según sería toda­vía aceptado tres décadas después de Kin­sey (Finkelhor, 1980). No obstante Frayser (1985, p. 361-422) ha argumentado que el concepto de “represión” es ya una designa­ción obsoleta. De hecho, a excepción de los estudios comparativos de tipo cuantitativo de los años setenta y ochenta, este paradigma marxista ha sido finalmente, y en su mayor parte, desbancado por los conceptos Foucal­tianos de poder-verdad.

No es pues sorprendente que la sexología de Kinsey adopte una definición estrictamente biológica de la “adolescencia” y no opte, con­secuentemente, por el moderno tríptico de juego-experimentación-actividad. En su lugar, en el volumen sobre el hombre se incluye una especulación sobre el papel causal de la pubescencia en la discontinuidad con­ductual: “una ruptura entre la sexualidad preadolescente [prepuberal] y las actividades sexuales adultas” merecedora de un “estu­dio detallado por un estudioso cualificado” (1948/1998, p. 182). Así Kinsey señaló una única y binaria tipología fenomenológica del contacto sexual, considerado como (1) parte de un más amplio dominio de conducta lúdica y exploratoria, y (2) como un fin en sí mismo. Ésta continua siendo de hecho la teoría biológica de la pubertad más aceptada, lo cual asigna un rol esencial a la libido en el sentido psico-endocrinológico.

Por otro lado, en su capítulo sobre los ado­lescentes, el volumen deriva hacia una expli­cación de la discontinuidad peripubescente en términos sociales, sirviéndose de obser­vaciones antropológicas, zoológicas e histó­ricas. Tanto en el volumen sobre el hombre (Kinsey et al., 1948/1998p. 180-181) como en el dedicado a la mujer (Kinsey et al., 1953/1998, p. 115-116), el concepto psi­coanalítico de pre-genitalidad es rebatido al resaltar la respuesta orgásmica del niño. A su vez, la idea de “latencia biológica” es explí­citamente rechazada mediante una teoría de la imposición social –“condicionamiento”, “inhibición”–, fundada por un lado en la continuidad observada en las pautas mastur­batorias; y, por otro, en las discontinuidades que se dan entre culturas y entre sexos en las actividades socio-sexuales con la llegada de la pubertad. La idea concomitante de una capacidad de condicionamiento existente a lo largo de toda la vida, aparte del “bloqueo psicológico” o la “supresión de capacidades”, parecería refutar simultáneamente el ritmo “natural” de la biología y la rígida idea espa­cio-temporal Freudiana de la “sexualidad infantil”.

5. Después de Kinsey

Así, ambos volúmenes permanecen en el nivel de la especulación en cuanto a la opo­sición naturaleza/cultura que claramente proponen. Aunque la mayoría de los sexó­logos ya no suscribirían oposiciones dema­siado rígidas a este respecto, esta cuestión no ha sido todavía resuelta. Como he sugerido anteriormente, es un tema que se presta a la fragmentación entre disciplinas relacionadas con la antropología y la biología a la hora de plantear la cuestión específica de qué consti­tuiría la “sexualidad” en el curso de la vida. Tras los años sesenta, la sexualidad infantil y el papel del cuerpo se convirtieron en foco de una amplia gama de estrategias interpre­tativas y aproximaciones cualitativas (ver Janssen, 2007a, 2009). Un pionero estudio cualitativo fue por ejemplo el ofrecido por Floyd Martinson (1973). A excepción del ámbito del psicoanálisis infantil, los térmi­nos utilizados evolucionaron desde la res­puesta sexual, la represión y las hormonas hacia la identidad, la autodeterminación y la propiedad. En los estudios estadounidenses, la materialidad del cuerpo fue puesta bajo escrutinio por tres vías distintas. En primer lugar, mediante la gradual pérdida de su auto-evidencia material y su transformación en un objeto de análisis para las aproxima­ciones simbólicas y constructivistas en tér­minos, por ejemplo, de “corporeización”. En segundo lugar, mientras que algunos aspec­tos corporales del erotismo eran discutidos en iniciales investigaciones sociológicas den­tro de la vida escolar, el cuerpo comenzó a ser teorizado en gran medida como un conducto para las prácticas de la identidad o de género más que para la “expresión” de impulsos internos o la llamada de la carne. Finalmente, en tercer lugar, el “desempeño” sexual de los niños comenzó a ser identificado con discurso, manejo de información y “trabajo de identidad” –en definitiva viéndose limi­tado por lo que puede ser observado por los investigadores adultos en contextos institu­cionales como las escuelas (ver un reciente ejemplo en Renold, 2005).

Esta aparente huída desde el cuerpo per se, característica de las postrimerías del siglo XX, puede encuadrarse en el marco de una más amplia y duradera reacción contra el cuerpo de los niños. Fue tan efectiva que sus defensores podrían finalmente concentrarse generalmente en representaciones tanto convencionales (publicitarias y de la cultura pop) como menos convencionales del cuerpo.

Durante los años noventa los materiales para la educación sexual eran en su práctica tota­lidad dibujados; pero incluso estos dibujos del cuerpo de los niños podían ser también definidos como “pornografía infantil virtual” y son de hecho ilegales en muchas jurisdic­ciones europeas y americanas. En la cultura popular las representaciones del cuerpo de las niñas tendieron a interpretarse cada vez más en términos de “sexualización”, prin­cipalmente mediante narrativas basadas en argumentos feministas sobre la pornografía y la mujer como “objeto” (Judith Reisman proviene de esta corriente; un grupo de tra­bajo de la Asociación Americana de Psicolo­gía dedicado a este tema publicó un amplio informe en 2007). Este proceso condujo finalmente a que en la década de los noventa el cuerpo quedara en manos de los ámbitos forense y clínico, con sus respectivos contex­tos de significación; ye ello quizás hasta el punto de que los más íntimos aspectos de la pubertad permanecían sin ser adecuada­mente explorados (ver Janssen, 2007b). En aquellos años docenas y docenas de estu­dios trataron de establecer lo que podría ser la conducta apropiada a cada edad, a partir de los juegos sexualizados con muñecos, los dibujos y las interacciones entre pares. De este modo, el aparato diagnóstico y tera­péutico que emergió en torno a la categoría del abuso sexual se presenta como la única herramienta teórica para la comprensión de la semiótica y significación del cuerpo así como de la intimidad del niño. No es pues sorprendente que, dado este paradigmático estatus, el “abuso” sea la pieza fundamental en la actual condena a Kinsey, lo cual merece un análisis más detallado.

6. El Kinsey escandaloso después de Kinsey.

Los abusos sexuales infantiles.

En la ausencia de hallazgos clínicos, los destacados datos de 1948 sobre el orgasmo en niños fueron citados durante casi medio siglo sin desencadenar demasiadas inquie­tudes éticas, al menos hasta que se iniciara la guerra de Judith Reisman, incluyendo varias monografías, contra lo que en círculos conservadores suele ser definido como kinse­ynismo. Temas recurrentes en este proyecto incluyen la admisión e interpretación de los datos sobre orgasmos aportados por el “Sr. X”, alias Rex King, un activo “delincuente sexual” y un voraz sexófilo. Es un interesante hallazgo el hecho de que este importante tema kinseyniano (capacidad y respuesta) haya conservado exactamente la misma cen­tralidad simbólica para sus críticos, según puede ser extraído de diversos materiales: en varios libros (Reisman & Eichel, 1990, Cap. 1 y 2; Reisman, 1998, Cap.7); en un vídeo del Family Research Council de treinta minutos de duración y titulado The Children of Table 34 (1993); en otro más breve titulado Kinsey Coverup (Judith Reisman, Coral Ridge, USA, 2006); o en un trabajo británico (Secret his­tory: Kinsey’s Paedophiles. Dir. Tim Tate, UK, 1998). Este proyecto se completa con nuevos escritos y comentarios7.

Todo este asunto nos habla de un interesante giro histórico: el de un conservadurismo americano que ha acabado especulando no ya sobre las erróneas interpretaciones que hacen los niños sobre ciertas “escenas primordiales” entre los padres (Freud), sino sobre las elabo­radas por los adultos a propósito de escenas de horror con niños.

En general este giro implica una refutación ética de lo que habían sido concebidas como las inevitables implicaciones del behavior­ismo en la ciencia sexual; esto es, la primacía de lo biológico sobre el pudor, así como el del repertorio conductual sobre la experiencia. Las apreciaciones sobre los datos de Kinsey y sus colegas en relación a los niños, surgen sin excepción de una más amplia crítica a Kinsey por parte de la sexología libertaria Americana, así como de ciertos sexólogos, generalmente científicos; y, por otro lado, de la articulación de valores americanos conservadores en torno a nociones morales. Lo cual se corresponde con una postura más motivada por una determinada concepción política del mundo que con una preocupación por atender al rigor académico. Ninguno de estos fervi­entes críticos han publicado nada sobre sexu­alidad infantil o presentado ninguna rami­ficación sexológica sólida –ni tampoco ética o histórica– más allá de la divulgación de una asumida postura moral. Es significativo que Judith Reisman desarrollara una inves­tigación cuantitativa sobre representaciones en dibujos de niños en medios como Hustler y Playboy, aunque sólo pudo especular sobre sus efectos en las costumbres Americanas.

No fue Kinsey el único en admitir datos de paidófilos sobre niños. Materiales igualmente explosivos que ponen en relación la paidofilia y la sexualidad/orgasmo de los niños pueden ser encontrados en el occidente Europeo y en Australia en trabajos como por ejemplo los de Sandfort (1979, pp. 210-5), Pieterse (1980), Wilson (1981), Borneman (1983, p. 2) y, más recientemente, Yuill (2005). Algu­nos de estos autores han sido objeto de inci­dentes menores en relación a sus obras, pero nada que ver con los niveles alcanzados en el caso Kinsey.

El informe sobre la mujer afirmaba, sobre la base de mínimos datos descriptivos, que la mayoría de los contactos sexuales no agresivos que implicaban a adultos y niños “probablemente no generarían en el niño ningún daño apreciable si sus padres no se mostraban afectados” o no afectarían al niño a no ser que este estuviera “culturalmente condicionado” por ejemplo como resultado de la “actual histeria sobre los delincuentes sexuales” (Kinsey et al., 1953, p. 121-2). Esta perspectiva crítica con lo que eran con­siderados como traumas socialmente indu­cidos, formaba más o menos parte de un consenso generalizado hasta los años setenta, pero estaría en progresiva contradicción con la movilización, primero psiquiátrica y luego feminista, tras la bandera del abuso. Servirse de esta nueva noción popular de abuso para evaluar los principales trabajos de Kinsey podría ser un anacronismo, en tanto el abuso fue acuñado como concepto clasificatorio por los pediatras Americanos de los sesenta (Hacking, 2000, Cáp.5).

En este sentido es difícil ver a Kinsey, como hace Jenkins (2003), contra un poco prob­lemático trasfondo del “péndulo investi­gador”. Este autor, en su trabajo sobre las oscilaciones del interés público y clínico sobre la cuestión del abuso sexual infantil en los Estados Unidos, recurre a la metáfora del péndulo para sugerir que estamos ante un fenómeno constante en torno al cual las actitudes públicas y profesionales pueden ser, alternativamente, “correctas” o “incor­rectas”. No obstante, puede ser más produc­tivo analizar las peculiaridades históricas y culturales, por muy sutiles que sean, sobre cómo las actitudes son presentadas en primer lugar para reformular qué es el “abuso sex­ual”. Por ejemplo, sobre si tiene que ver con la masculinidad, con el “patriarcado” o con la psicopatología; o si la inquietud por el abuso sexual tiene finalmente que ver con el “niño”, la “sociedad” o con lo que podría ser la unidad esencial de la sociedad: la familia. En definitiva, ¿sobre qué “punto de apoyo” está el péndulo oscilando?

Reid (2001, I, p. 90-98) por su parte, iden­tifica en el uso (ciertamente tendencioso) que hace Kinsey de la antropología una “evasión del razonamiento ético” y una “minimiza­ción” de lo que se presenta como una defini­tiva verdad victimológica en el abuso sex­ual infantil. Mientras que este argumento repite el acuerdo feminista de comienzos de los ochenta, hay razones para detenerse en el trabajo de Reid y su postura que define como “conservadurismo compasivo” (Reid, II, p. 297). No ha sido todavía reconocido que la literatura del género del abuso, prin­cipalmente desarrollada en los Estados Uni­dos, tiende a excluir aquellas investigaciones que pueden señalar con precisión el mecanismo exacto, así como los factores pertinen­tes, implicados en la generación del trauma psíquico -- el actual y generalizado uso del concepto de trauma en este contexto podría a su vez reflejar una más que “cuestionable ampliación” de su especificidad freudiana (Brette, 2005, p. 1802) -- . El estado de este campo, e incluso la construcción de un ámb­ito de investigación en torno a este concepto de abuso, dependen claramente de lo que podría ser descrito como una forma de con­structivismo débil y selectivo que tiende a dejar de lado ciertas “interpretaciones” y “discur­sos” al considerarlos parte de una ciencia “apologética”. De este modo, como una de sus consecuencias fundamentales, dejan de ser planteadas algunas cuestiones califica­das de obsoletas. En realidad hechas obso­letas por ese universalismo inherente tanto a los textos bio-psicológicos como al actual imperativo psicoterapéutico, empeñado en situar a las personas en trayectorias biográ­ficas de corte psico-“terapéutico” –i.e. medi­ante su etiquetamiento como “mentalmente enfermos”–. Kinsey fue seguramente un bio­logicista en su tarea sexológica, pero es éste un reduccionismo biologicista que él posi­blemente no habría suscrito y por medio del cual está siendo precisamente desacreditado y situado en el ostracismo.

El equipo de Kinsey hizo poco por abordar estas cuestiones, y allí donde los datos post­Kinsey condujeron a resultados controver­tidos, éstos se vieron usualmente limitadas a los muchachos adolescentes8. Es más, la literatura académica sigue fracasando a la hora de plantear ciertas cuestiones histó­ricas y propias del mundo “Americano” u “Occidental”, mostrándose reacia u olvida­diza ante toda sugerencia antropológica que no confirme el paradigma del “abuso”. Con lo cual fracasa a su vez a la hora de reconocer ciertos factores –género, clase, edad, “fase de la vida”, parentesco, intervención clínica y legal, conocimientos del cuidador– como relevantes para el análisis de estas cuestio­nes. Los estados psicológicos no deberían ser además considerados como verdades psicológicas previas, especialmente en con­textos mediáticamente saturados donde las narrativas psicológicas invaden las prácticas biográficas cotidianas en sus más ínfimos detalles. La movilización política, clínica, activista y periodística en los Estados Uni­dos ha privilegiado siempre que la inter­vención legal parezca legítima por encima del interés por descifrar posibles factores iatrogénicos (relacionados con la medicali­zación) o sociogénicos (culturales). Así pues Kinsey se anticipó a lo que hoy se deno­mina “psicología discursiva”, una corriente de indagación crítica que sigue siendo cate­góricamente rechazada desde la clínica y el ámbito legal.

El caso de Kinsey, como se ha señalado ante­riormente, nos invita a una comparación con el de Freud. Las fuertes críticas a la vaci­lante postura de Freud ante la cuestión de la “seducción” articularon un triunfo del feminismo sobre la patriarcal “conspiración de silencio” y su “negación” de las “verda­des” sexuales. El hecho de revisar el manejo freudiano del doble enigma de la seducción y la sexualidad infantil se convirtió en algo así como una causa célebre para las historia­doras feministas, a la par que un elemento central en la historia de la psiquiatría, pro­vocando comentarios literalmente en cientos de libros, disertaciones y artículos. Ello fue atribuido, como sucedió con Kinsey, a un defecto ético con una inmensa significación histórica (el texto clave es Masson, 1984). Los tecnicismos de este debate podrían sin embargo escapar en su mayoría al público en general, siendo la mayor parte de ellos publi­cados en ámbitos especializados.

La polémica con Kinsey, por el contrario, fue más un proyecto ético de autores conservado­res, algunos de los cuales trataron en última instancia de derribar la sexología americana en su totalidad. En esta polémica fundamen­talmente participaron un limitado grupo de lo que eran considerados fanáticos ultraconservadores y la clase dirigente de la sexología –representada por el Instituto Kinsey–, con un inicial y marcado énfasis en los métodos de investigación –operativización, muestreo, estadísticas– y en la ética de la misma, ade­más de una real e importante apuesta en sus políticas y financiaciones. Todo ello llegaría al público profano dado el elevado sensacio­nalismo de su retórica, su variada pertinencia para la política americana –educación sexual, reputación, la politización de la familia, el conflicto entre ciencia y religión e incluso sus conexiones con la guerra fría–, y su con­secuente recurso a los creadores de documen­tales y películas –aspectos que fueron breve­mente mostrados por ejemplo en Kinsey, del director Hill Condon, 2004.

Ni uno ni otro debate, Kinsey o Freud, sirvieron sin embargo para alterar impor­tantes formaciones discursivas como la del abuso sexual, más allá de conferir un mayor peso a su ya paradigmático estatus, lo cual se evidencia en el hecho de que esos discur­sos raramente se hayan visto sometidos a un análisis histórico y comparado. La relectura biográfica y simplemente antagonista ha hecho poco o nada a la hora de cuestionar el agresivo anticulturalismo que caracte­riza todo este asunto, que puede ser más productivamente interpretado como una alianza, específicamente americana y propia de finales del siglo XX, entre feministas, conservadores y grupos de interés cristia­nos. La mayoría de los críticos de Kinsey, y muchos expertos, subscriben la postura de rechazar cualquier tipo de línea argumental de tipo constructivista, discursiva o histori­cista. Los sexólogos, sin embargo, tienden a reconocer que el uso de recursos discutibles no tiene por qué ser necesariamente peor que la cuestionable confianza en métodos y grupos selectivos de investigación. El modo en que la masiva movilización medico-legal desde los años setenta haya podido impac­tar en la legibilidad o potencialidad expe­riencial del “sexo” como “traumático” per­manece así completamente oscuro, a pesar y parcialmente a causa de estos treinta años de investigaciones. Lo que no resulta del todo sorprendente cuando se analiza en términos históricos de ciclo largo y se observa la brevedad relativa de este fenó­meno –comparémoslo por ejemplo con las amplias y problemáticas trayectorias de las intimidades entre el mismo sexo o la de la masturbación.

7. Concluyendo

Kinsey levanta muchas pasiones. Para los sexólogos es un heroico pionero, mientras que para otros fue el desencadenante de la ruina moral de la sociedad. De acuerdo con la reflexión post-estructural aquí presentada, Kinsey puso en marcha la articulación de un conjunto de discursos evolutivos y compro­misos ontológicos. Uno siente la tentación de ver a Kinsey retroactivamente incluido en la más actual línea de investigadores crítica­mente implicados en el análisis de los nexos culturales existentes entre edad y erotismo, y que a menudo chocan con problemas rela­cionados con su movilidad investigadora, publicaciones, presupuestos, publicidad encubierta, campañas calumniosas e incluso denuncias políticas.

Espero haber demostrado que la actual noto­riedad de Kinsey está basada en una aprecia­ción reduccionista, sin distancia histórica y tendenciosa de las inferencias especulativas de Kinsey, de su biografía y de sus centros de interés a priori, y no en el interés por el estudio de la idea de desarrollo sexual en el corpus y tradición kinseynianos. Este ata­que ad hominem contra Kinsey puede ser de hecho relacionado con el muy dudoso con­cepto clínico de mediados de los ochenta lla­mado “distorsión cognitiva”, según el cual las racionalizaciones de los ofensores sexua­les, en su mayoría paidófilos, son patologi­zadas e identificadas en contextos forenses como parte de su diátesis paidofílica. En América esta noción es incluso libremente utilizada fuera de las situaciones forenses y aplicada a la mayoría de los autores críticos en el ámbito de la sexualidad infantil. Esto ha hecho complicado el profundizar en toda la cuestión (antropológica) de la ansiedad que parece rodear el tema de la sexualidad infantil a lo largo del siglo XX. Sobre qué gira exactamente esta ansiedad es algo que permanece pues abierto a la especulación. Gilbert Herdt, tal vez como harían la mayo­ría de los antropólogos, conjeturaba en una entrevista realizada en 1994 que esta ansie­dad guarda relación con los cambios acaeci­dos en la concepción del incesto en América desde finales del siglo XIX. Nuevamente hay aquí todavía una escasa evidencia para transformar estas cuestiones en torno a la sexualidad infantil en un simple fact of life9; algo que por otro lado no sabemos si en la práctica serviría para relajar las persistentes ansiedades existentes en este punto.

Trabajando hacia una concepción de la prea­dolescencia como una categoría sexológica, Kinsey proporcionó un espectro conductual de base que era más extensivo y más fundado en la biología que anteriores encuestas. La focalización cuantitativa privilegió las cate­gorías biológicas (hombres, prepubescentes, desahogos sexuales) y demográficas (sexo, edad). Pero su equipo hizo un pobre trabajo en elucidar lo que sin embargo contenía el justo castigo a su investigación: “condicio­namiento social”, “tabú”. Las lecturas a-his­tóricas de los descubrimientos de Kinsey, y especialmente de su noción de condiciona-miento, que precedió a los paradigmas de pensamiento constructivistas y postestru­cutrales, resultan desafortunadas porque inscriben un universalismo traumatológico que podría estar implicado de forma impor­tante, e histórica, en la actual circularidad discursiva de la verdad del trauma sexual.

NOTAS AL TEXTO

[1]   Ver Capps (2003) y Malón (en prensa) para sugerencias sobre cómo ciertas problematizaciones pue­den mostrar una sustancial interconexión e interdependencia.

[2]   Ver por ejemplo Bancroft (1998) y el Instituto Kinsey.

[3]   Una discusión crítica de sus ideas sobre la sexualidad infantil es desarrollada en Gijs (2001, p. 221­ 252); un ataque desde el ámbito periodístico a las ideas de Money aplicadas al ámbito de la “sexolo­gía pediátrica” puede verse en Colapinto (2000); sobre Money y Kinsey, véase Money (2002).

[4]   En el Bulletin of the Menninger Clinic (XIII, 1949), según es citado en Psychoanalytic Quarterly, 19, 136-137 (1950).

[5]   Pomeroy, Flax and Wheeler (1982, pp. 95-103) detallan 30 cuestiones sobre “juego sexual prea­dolescente” como parte del modelo de entrevista codificada de Kinsey. Otro recurso es el Kinsey Interview Kit (Kinsey & Brewer, 1985. Ver pp. 39-40, 84-87). Datos pertinentes de Kinsey fueron más tarde ofrecidos en el estudio de Gebhard (1965) sobre los ofensores sexuales, así como en el posterior análisis de Gebhard y Jonson (1979/1998, Tablas 123-151, 629). Alrededor de unos doce estudios han proporcionado comparaciones cuantitativas con los datos de Kinsey a lo largo de cincuenta años.

[6]   Revisión de datos no publicada.

[7]   www.drjudithreisman.com. Véanse críticas a Reisman en Vern Bullough (1992) SIECUS Report, 20(3):24-5 y en Bullough (1995)

[8]   Los posteriores y populares libros de Pomeroy, Boys and Sex (1968) y Girls and Sex (1969), igno­raban este tema a excepción de una breve discusión sobre el “incesto”.

[9]   El autor hace aquí un juego con el doble significado de “facts of life”, como hecho científicamente consensuado, y las “cosas de la vida” como expresión para referirnos al sexo explicado a los niños. (N. del T.)

 

REFERENCIAS

Adler, A. (1911). Umfragen: Erotische Kin­derspiele. Anthropophyteia, 8, 256-258.

Bancroft, J. (1998). Alfred Kinsey’s work 50 years on. New Introduction to Sexual Behavior in the Human Male by Alfred Kinsey, et al. Blooming­ton: Indiana University Press.

Bancroft, J. (Ed.) (2003). Sexual Development in Childhood. Bloomington, IN: Indiana Univer­sity Press.

Bell, S. (1902). A preliminary study of the emotion of love between the sexes. American Jour­nal of Psychology, 13(3), 325-354.

Borneman, E. (1983). Progress in empirical research on children’s sexuality. SIECUS Report, 12(2), 1-6.

Brette, F. (2005). Trauma. In: International dictionary of psychoanalysis, A. de Mijolla, Ed. Vol. 3. Detroit: Macmillan Reference USA.

Bullough, V. L. (1995). The Children of Table 34. Journal of Sex Research, 32(4), 343-344.

Capps, D. (2003). From Masturbation to Homosexuality: A Case of Displaced Moral Disapproval. Pastoral Psychology, 51(4), 294-272.

Colapinto, J. (2000). As Nature Made Him: The Boy Who Was Raised as a Girl. New York: Harper Collins.

Devlin, R. (2005). “Acting Out the Oedipal Wish”: Father-Daughter Incest and the Sexuality of Adolescent Girls in the United States, 1941­ 1965. Journal of Social History, 38(3), 609-633.

Edelman, L. (2004). No Future: Queer Theory and the Death Drive. Durham, NC: Duke Univer­sity Press.

Egan, R.D., & Hawkes, G. (2007). Pro­ducing the prurient through the pedagogy of purity: childhood sexuality and the social purity movement. Journal of historical sociology, 20(4), 443-461.

Ellis, H. (1901). The development of the sexual instinct. Alienist & Neurologist, 22(3), 500-521.

Epstein, J. (1998). The secret life of Alfred Kinsey. Commentary, 105, 35-39.

Exner, M. J. (1915). Problems and principles of sex education; a study of 948 college men. New York: Association Press.

Ford, C. S., & Beach, F. A. (1951). Patterns of Sexual Behavior. New York: Paul J. Hoeber, Inc.

Foucault, M. (1978). The history of sexuality, Vol. I: An Introduction. Trans. Robert Hurley. New York: Pantheon. Work first published 1976.

Foucault, M. (2003). Abnormal: Lectures at the Collège de France, 1974-75. Edited by Valerio Marchetti and A. Salomoni. New York: Picador.

Frankham, J. (2006) Sexual antimonies [sic] and parent/child sex education: Learning from foreclosure. Sexualities, 9(2), 236-254.

Frayser, S. G. (1985). Varieties of sexual expe­rience. New Haven, CT: HRAF Press.

Frayser, S. G. (1994). Defining normal chil­dhood sexuality: An anthropological approach. Annual Review of Sex Research, 5, 173-217.

Gagnon, J. H. (1998). Kinsey: Totem in the land of taboo. Sexualities, 1(1), 91-94.

Gebhard, P. H. (1965). Sex offenders: an anal­ysis of types. New York: Heinemann.

Gebhard, P. H., & Johnson, A. B. (1979/1998). The Kinsey data: Marginal tabula­tions of the 1938–1963 interviews conducted by the Kinsey Institute for Sex Research. Philadelphia / London: Saunders.

Gijs, L. (2001). De illusie van eenheid: Een Kuhniaanse analyse van de seksuologie van John Money. PhD Dissertation, University of Utrecht, The Netherlands.

Goldman, E. (2004) “Knowing” Lolita: Sexual deviance and normality in Nabokov’s Lolita. Nabokov Studies, 8, 87-104.

Gorchov, L. (2002). Sexual science and sexual politics: American sex research, 1920-1956. PhD Dissertation, The John Hopkins University.

Hacking, I. (2000). The social construction of what? Cambridge, Mass: Harvard University Press. (Existe edición española: ¿La construcción social de qué? Ed. Paidós, 2001)

Honeyman, S. (2005). Elusive childhood: Impossible representations in modern fction. Colum­bus: Ohio State University Press.

Hughes, W. L. (1926). Sex experiences of boyhood. Journal of Social Hygiene, 12, 262-273.

Irvine, J. (2003) The Sociologist as Voyeur: Social Theory and Sexuality Research, 1910– 1978. Qualitative Sociology, 26(4), 429-456.

Irvine, J.M. (2000). Doing it with Words:

Discourse and the Sex Education Culture Wars. Critical Inquiry, 27, 58–76.

Jackson, S., & Scott, S. (2004). Sexual Antimonies in Late Modernity. Sexualities, 7(2), 233-48.

Janssen, D. F. (2007a). The body as (in) cur­riculum: On wars, complexes and rides. Pedagogy, Culture & Society, 15(1), 1-17.

Janssen, D. F. (2007b). First stirrings: Cul­tural notes on orgasm, ejaculation, and wet dreams. Journal of Sex Research, 44(2), 122-134.

Janssen, D. F. (2008). Re-queering queer youth development: A post-developmental approach to childhood and pedagogy. Journal of LGBT Youth, 5(3), 74-95.

Janssen, D. F. (2009). Sex as development: Curriculum, pedagogy and critical inquiry. Forthcoming in Review of Education, Pedagogy & Cultural Studies.

Jenkins, P. (2003). Watching the research pendulum. In J. Bancroft (Ed.), Sexual Develop­ment in Childhood (pp. 3-19). Bloomington: Indi­ana University Press.

Jones, J. H. (1997). Alfred C. Kinsey: A pub­lic/private life. New York: W.W. Norton.

Kinsey Institute (nd). Allegations about Childhood data in the 1948 book, Sexual Behav­ior in the Human Male. Accessed June 6, 2008, http://www.kinseyinstitute.org/about/contro­versy%202.htm

Kinsey, A. C. (1941). Criteria for a hormonal explanation of the homosexual. Journal of Clinical Endocrinology, 1, 424-8.

Kinsey, A. C., & Brewer, J. S. (1985). The Kinsey interview kit. Bloomington, Ind: Kin­sey Institute for Research in Sex, Gender, and Reproduction.

Kinsey, A. C., Pomeroy, W. B., & Martin, C. E. (1948/1998). Sexual behavior in the human male. Philadelphia: W.B. Saunders.

Kinsey, A. C., Pomeroy, W. B., Martin, C. E., & Gebhard, P. H. (1953/1998). Sexual behavior in the human female. Philadelphia: W.B. Saunders.

Landis, C. (1940). Sex in development. New York: P. B. Hoeber..

Malón, A. Onanism and child sexual abuse: A comparative study of two hypothesis. Archives of Sexual Behavior. En prensa.

Masson, J. M. (1984). Freud, the assault on truth: Freud’s suppression of the seduction theory. Lon­don: Faber. (Edición española: (1985) El asalto a la verdad. Barcelona: Seix Barral.)

Merrill, L. (1918). A Summary of Findings in a Study of Sexualism among an Unselected Group of 100 Delinquent Boys. Journal of Delin­quency, 3, 255-267.

Miller, J. (1993). The passion of Michel Foucault. New York: Simon & Schuster.

Money, J. (2002). Once Upon a Time I Met Alfred C. Kinsey. Archives of Sexual Behavior, 31(4), 319–322.

Mortier, F. & Colen, W. (1995). Inner-scien­tific reconstructions in the discourse on mastur­bation (1960-1950). Paedagogica Historica, 30(3), 817-847.

Pieterse, M. (1982). Pedofielen over pedofilie. NISSO Research Paper 34, Vol.2. Zeist, the Netherlands: NISSO.

Pomeroy, W.B., Flax, C.C., & Wheeler, C.C. (1982). Taking a sex history. New York: Free Press.

Ramsey, G.V. (1943). The sexual develop­ment of boys. American Journal of Psychology, 56, 217-233. (Reprinted in H. Ruitenbeek, (Ed.), Psychoanalysis and Male Sexuality, 1966)

Reid, T. A. (2001). An ethical analysis of discourse on child sexual abuse. 2 Vols. Ph.D. Dissertation, The University of Chicago.

Reisman, J. A. (1998). Kinsey: Crimes & consequences. Arlington, VA: Institute for Media Education.

Reisman, J. A., & Eichel, E. W. (1990). Kinsey, sex and fraud: The indoctrination of a peo­ple. Lafayette, Louisiana: Lochinvar-Huntington House Publishers.

Renold, E. (2005). Girls, boys, and junior sexu­alities: Exploring children’s gender and sexual relations in the primary school. London: RoutledgeFalmer.

Sandfort, Th. (1979). De ervaringswereld van kinderen in pedofiele relaties/ Pedoseksu­ele contacten & pedofiele relaties. Unpublished MA dissertation, University of Nijmegen, The Netherlands.

Spurlock, J. (2002). From reassurance to irrel­evance: Adolescent psychology and homosexuality in America. History of Psychology, 5(1), 38–51.

Whiting, J., & Child, I. (1953). Child Train­ing and Personality: A Cross-Cultural Study. New Haven, CT: Yale University Press.

Wilson, P. R. (1981). The man they called a monster: Sexual experiences between men and boys. North Ryde, N.S.W.: Cassell Australia.

Yuill, R. (2005). Male Age-Discrepant Intergenerational Sexualities and Relationships. Unpublished Ph.D. Dissertation, University of Glasgow.

KINSEY, LAS ESTADíSTICAS DE LA INTIMIDAD Y LA MORAL SEXUAL CONTEMPORÁNEA

Agustín Malón Marco Facultad de Ciencias Humanas y de la Educación Universidad de Zaragoza C/Valentin Carderera, 4 22003, Huesca, España agustín.malon@unizar.es

Iniciamos nuestra investigación, según hemos dicho, con el objeto de mejorar nuestros conocimientos en un dominio donde tales conocimientos escasean. Luego, hemos proseguido nuestra labor también porque comprendimos que la sociedad en general y muchos de los individuos que la integran habrán de beneficiarse con un mejor conocimiento de la conducta sexual del hombre y la mujer.” Kinsey, A., Pomeroy, W., Martin, C. y Gebhard, P.H. (1967b; orig. 1953) Conducta sexual de la mujer. Buenos Aires: Siglo XX. p. 21.

Pues cabe pensar que el fracaso de los grandes modelos de ciencia social se debe, al menos en parte, a su éxito práctico y (por qué no decirlo) comercial, de tal modo que las consecuencias no intencionadas de la ciencia social, derivadas de su conocimiento, hayan sido superiores y más importantes (al menos pasado cierto tiempo) a las intencionadas.” Lamo de Espinosa, E. (1990) La sociedad reflexiva. Madrid: Siglo XXI p. 137.

Resumen

Cumplidos sesenta años desde la publicación del primer informe Kinsey en 1948 dedicado a la conducta sexual del hombre, este artículo desarrolla un análisis crítico del papel de este autor en nuestra más reciente historia, tratando de entender básicamente cuáles son sus apor­taciones, tanto explícitas como implícitas, o incluso no buscadas por él, en el orden de la moral sexual contemporánea. La tesis fundamental es que Kinsey fue ante todo un testigo de su tiempo que constató, desde una metodología y epistemología particulares, muchos de los signos que, concretamente en la sociedad estadounidense, anunciaban el nuevo orden de los sexos, de sus deseos y sus placeres. Kinsey estudió esa profunda transformación originada en cambios socioculturales y económicos de más largo alcance, proponiendo al mismo tiempo su particular manera de responder a los novedosos anhelos y obstáculos generados para la convi­vencia sexual. En este sentido se defiende el interés que tiene el estudiar a Kinsey como vía para acceder a una mejor comprensión de nuestra historia y para reflexionar críticamente sobre el papel de la ciencia, en este caso la sexológica, en la sociedad moderna.

Palabras clave: Kinsey, sexo, moral sexual, sexología.

Abstract

KINSEY, THE STATISTICS OF INTIMACY AND CONTEMPORARY SExUAL MORALITY Reviewing the sixty years since the publication of Kinsey’s groundbreaking 1948 report on the sexual behavior of the human male, this article develops a critical analysis of the role of this author in our more recent history, trying to understand the explicit, implicit, and even unanticipated, contributions he made to contemporary sexual morality. Kinsey was first of all a witness of his time who showed us, from his particular methodology and epistemology, many of the signs that foreshadowed a new order of the sexes, and of their desires and pleasures, in American society. This deep transformation originated in sociocul­tural and economic changes of greater scope, and Kinsey proposed innovative ways of dealing with both the desires and obstacles generated by these changes. The study of Kinsey is a route to a better comprehension of our history and of a more critical examination of the role of scientific sexology in modern society.

Keywords: Kinsey, sex, sexual morality, sexology.

1. Introducción

La obra de Alfred Kinsey y sus colegas, cuya parte conocida  -- que al parecer supone una pequeñísima porción de toda la información recopilada (Bullough, 2004, p. 285) --  se recoge en los dos famosos informes sobre el hombre (1948) y la mujer (1953), puede ser estudiada y discutida desde muy diver­sas perspectivas. Personificada en la figura de Kinsey, éste personaje es convertido según la aproximación adoptada en adversario, interlocutor, héroe, chivo expiatorio, colega o fenómeno histórico  -- hijo/padre de su tiempo --  entre otras cosas. La prolifera­ción de investigaciones, biografías, películas y documentales en torno a su figura y sus aportaciones dan cuenta cuando menos de la enorme relevancia que su trabajo ha tenido en sociedades como la estadounidense. Kin­sey es para algunos “uno de los más influ­yentes americanos del siglo XX” (Bullough, 2004, p. 277) y sin duda es un hito en la historia de la investigación sexológica esta­bleciendo un modo particular de entender e investigar el “sexo” que se extendería al resto del mundo desarrollado tras al segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos quedaron prácticamente como el único país industrializado sin una guerra reciente en su territorio y como el nuevo imperio mun­dial a nivel militar, económico, cultural y científico.

En este artículo me serviré del trabajo de Kinsey y de sus colegas como excusa e hilo conductor para reflexionar y profundizar en una cuestión que me parece de interés. Me refiero en términos generales al papel de la ciencia, en este caso la sexológica, en las cuestiones que atañen a las costumbres, la moralidad y la ética en materia de sexuali­dad y vida amorosa. Me interesará reflexio­nar sobre el papel que la ciencia estadística, aplicada a la conducta erótica de las personas, ha ido ocupando a lo largo del pasado siglo XX en las cuestiones morales y en los deba­tes culturales a propósito de una política de los sexos y, más específicamente, de su con­dición erótica y amatoria. En cierta ocasión alguien sugirió que cuando el epicentro de la sexología mundial se trasladó de Europa a los Estados Unidos, ello supuso el paso de “los cuentos a las cuentas.” Esto es, de los rela­tos a los números y las estadísticas; en rea­lidad otra forma de contar cuentos aunque sea mediante porcentajes. Este trabajo parte de esa reflexión y trata de elaborarla por distintas vías para profundizar hasta donde sea posible en esa relación que se da entre un discurso científico  -- habitualmente susten­tado en estadísticas --  y el estilo de vida y de pensamiento de una sociedad y de sus indi­viduos. El objetivo último es tratar de situar a Kinsey y su aportación en el marco de la más reciente historia de lo que Robinson lla­maría la modernización del sexo (Robinson, 1995).

Comenzaré diciendo que este texto parte de una sincera admiración por el trabajo de este sexólogo y su equipo, resultado en mi opinión de una convicción personal y una capacidad de trabajo que los sexólogos nunca deberíamos olvidar y admirar, dando como resultado una obra que estamos obligados a conocer al menos en sus aspectos fundamen­tales. No nos interesarán aquí los ataques a Kinsey de corte ideológico. Entrar en ese debate supone aceptar el reto o la trampa de defender a Kinsey, entrando en un juego de todo o nada que a mí personalmente no me interesa lo más mínimo. Sí nos interesarán no obstante aquellos autores que por el con­trario, proviniendo de ámbitos académicos, morales y políticos diversos, han abordado críticamente su obra pero sin dejar de tomár­sela en serio  -- véase por ejemplo Kubie (1955) para una equilibrada crítica en su época -- . Discutir con Kinsey no significa ni atacarle ni defenderle. Discutir con Kinsey y con lo que su obra y sus ideas supusieron, significa ni más ni menos que establecer un debate honesto y leal con su universo inte­lectual. Un debate en el que nosotros ahora actuamos con ventaja pues nuestro “inter­locutor” no puede replicarnos y contamos con el transcurso del tiempo  -- ahora ya seis décadas desde la publicación de su primer informe --  y lo que éste nos ha enseñado.

Kinsey fue un hito en el estudio de la sexua­lidad humana y su trabajo está repleto de sugestivas ideas en sexología que merece la pena revisar. Pero aquí no vamos a hacerlo, pues nos interesa analizar fundamentalmente la dimensión moral de sus planteamientos. Además sus dos volúmenes son obras de tal envergadura, con tantos niveles de análisis y tal multiplicidad de reflexiones y apor­taciones, que su revisión crítica y detallada es una tarea que sobrepasa las intenciones y posibilidades de este artículo. Son muchas y notables sus influencias en el ámbito de los saberes legales, médicos y psicológicos (Allyn, 1996, p. 419-421), siendo posible que, dada la magnitud y complejidad de su trabajo, este análisis no haga mérito a todas sus aportaciones e incluso peque de cierto desconocimiento de algunos detalles que, en cualquier caso, no creo indispensables para lo que es su tesis general.

2. Kinsey y la ciencia social al servicio del matrimonio

Según Julia Ericksen (1999, p. 36 y ss.) o Aron Krich (1966), la investigación de Kin­sey es un hito más, sin duda de gran rele­vancia, en la historia del esfuerzo de la cien­cia social por resolver los problemas de las sociedades modernas. A comienzos del siglo XX, en los Estados Unidos, el conocimiento científico en general había ido adquiriendo un creciente prestigio como herramienta para la construcción de una sociedad mejor, afrontando aquellos obstáculos que, supues­tamente, impedían el progreso social y la mejora de la existencia individual y colec­tiva. Era una perspectiva acorde con las teo­rías del pragmatismo que estaban en boga en ciertos ámbitos filosóficos, pedagógicos y científicos desde finales del XIX. Desde ellas se establecía una relación directa entre cono­cimiento y acción. Un conocimiento, cientí­ficamente sustentado, que debía ser público y que permitiría abordar eficazmente los problemas, aportando información sobre su frecuencia, factores, variables, etc. Los inves­tigadores sociales, bien implantados en las universidades estadounidenses, se sentían capaces de estudiar también los problemas de la convivencia entre hombres y mujeres y, sobre todo, dar con las claves para su solu­ción (Merrill, 1954).

En la primera mitad del siglo XX uno de estos obstáculos y problemas, particular­mente inquietante en los Estados Unidos, era para muchos la crisis de la institución matrimonial y familiar, reflejada sobre todo en el significativo aumento en el número de divorcios y en la reducción en el número de hijos. Esto se producía especialmente entre la clase media, considerada por muchos médula de la nación y clave de su futuro. Se asistía a una lenta pero imparable transformación social asociada a la evolución de los sexos y sus relaciones, donde por primera vez la inti­midad y la satisfacción sexual eran valores extendidos a una amplia capa de la pobla­ción. Su presencia era ya constatable desde los años veinte, reflejando la profunda evo­lución en las costumbres y la moral asociada a los cambios de la modernidad (D’Emilio y Freedman, 1988). Sin duda para muchos era desconcertante y preocupante, pues se tra­taba de un cambio radical respecto de mode­los anteriores que, si bien permanecería par­cialmente contenido por la gran depresión del 29 y la Segunda Guerra Mundial (1939­ 1945), resurgiría con vitalidad a mediados del siglo XX:

“...cuando en la década de 1950 retornaron la paz y la prosperidad, las aspiraciones para alcanzar la realización personal y la satis­facción sexual volvieron a ocupar el centro del escenario y penetraron en vastos sectores de la población que antes nunca se habían atrevido a abrigar semejantes esperanzas.” (Coontz, 2006, p. 327)

Fueron varias las razones especuladas para explicar estos cambios. Contemplaban desde aspectos relacionados con la transición hacía un nuevo marco económico y laboral, hasta la evolución en el papel de la mujer, y por lo tanto del hombre, en la familia, el matrimo­nio y la sociedad. Se observó que en general esta transformación conducía a un replanteamiento del matrimonio como un vínculo orientado fundamentalmente a la búsqueda compartida de la felicidad. Una felicidad que ya no se basaba en referentes tradiciona­les  -- autoridad, respetabilidad, estabilidad, procreación, economía --  sino en la plenitud individual de cada uno de los miembros de la familia. Una plenitud que, en un marco de creciente liberalización de las costumbres y las actitudes amorosas, incluía el placer erótico de los cónyuges como un requisito imprescindible e incluso vertebral para el logro de esa expectativa. Pero una expecta­tiva que, finalmente, parecía no cumplirse en la realidad para una gran parte de los matrimonios:

“Inicialmente hombres y mujeres intentaron encontrar su realización en el hogar pero, cuando quedó claro que el matrimonio no podía cumplir sus excesivas expectativas, el descontento fue creciendo gradualmente. Cuanto más esperaban la gente alcanzar la felicidad personal dentro del matrimonio, tanto más crítica era su visión de las rela­ciones «vacías» o insatisfactorias.” (Coontz, 2006, p. 327)

La secularización de la sociedad, en este caso en materia de sexualidad y erotismo, con su progresivo alejamiento de los referentes tra­dicionales y el aumento de la autoridad de las ciencias sociales para estudiar y gestionar la sociedad e incluso la vida personal, hizo posible que los investigadores sociales empe­zaran a indagar en la vida más íntima de las parejas, incluida su faceta erótica y sensual. Se propusieron abordar este malestar cre­ciente y, como en el caso de Gilbert Hamil­ton, que publicaría en 1929 su obra A research in marriage, responder a la pregunta sobre si el matrimonio era en sí una institución que conducía necesariamente a la destrucción de la cordialidad y la intimidad entre los espo­sos (Krich, 1966, p. 76) o si, por el contra­rio, era realmente viable encontrar el modo de alcanzar una convivencia grata y duradera entre los cónyuges.

Los primeros investigadores estadounidenses de las relaciones matrimoniales, incluida su vida erótica, que comenzaron a recurrir de un modo sistemático a muestras de estudio más o menos amplias  -- Gilbert Hamilton (Hamilton, 1929), Katharine Davis (Davis, 1929), Lewis Terman o Robert Latou Dic­kinson y Lura Beam entre otros --  indagaron en cómo las necesidades afectivas y sensuales de las mujeres y los hombres eran o no satisfe­chas en la institución matrimonial. En todos sus trabajos se aceptaba y reforzaba implí­citamente la idea de que la satisfacción eró­tica era un elemento central para el bienestar vital y el éxito de la pareja. La insatisfacción, mayoritariamente femenina, fue entonces considerada por muchos como un creciente obstáculo para la estabilidad de los cónyuges en el marco de un nuevo orden relacional. De este modo el “sexo” fue puesto al servicio de la pareja convirtiéndose en el “cemento” de los matrimonios de clase media y la insatis­facción sexual, sobre todo de las esposas, en su mayor amenaza (Ericksen, 1999, p. 41).

Si bien las opiniones de todos estos auto­res, basadas en sus respectivos estudios, no siempre coincidían  -- por ejemplo respecto del logro del orgasmo por parte de la mujer como requisito imprescindible para la feli­cidad matrimonial -- , todos ellos apuntaban de un modo u otro a la necesidad de afron­tar la crisis del matrimonio mediante una mejora y replanteamiento de esta institución donde la cuestión erótica, si bien no era la única, tenía una gran importancia. Es esta precisamente la filosofía que subyace al tra­bajo de Kinsey, particularmente interesado en aportar datos útiles de cara a la felicidad y estabilidad matrimoniales:

“...los factores sexuales no son los elemen­tos que más influyen en la suerte de un matrimonio. Hemos dicho también que no parece existir otro factor más importante para el mantenimiento del vínculo matri­monial que la determinación, la voluntad de no disolverlo. (...) Pero los factores sexuales están entre aquellos capaces de contribuir a la felicidad o infelicidad, al mantenimiento o la disolución de hogares y matrimonios. Cuando existen intereses sexuales comunes a ambos, o alguna comprensión mutua de las preferencias recíprocas, la pareja puede llegar a una unión afectiva que trasciende todo otro tipo de relación humana. Cuando la pareja goza de relaciones sexuales mutua­mente satisfactorias, puede encontrar la rutina hogareña menos irritante y aceptarla como hecho natural de la convivencia.” (Kin­sey, Pomeroy, Martin, y Gebhard, 1967b, p. 11).

En absoluto era la intención de Kinsey des­truir la institución del matrimonio o de la familia, sino mejorarla de acuerdo a nuevos parámetros y en consonancia con los nuevos tiempos. Al igual que muchos de sus pre­decesores, Kinsey consideró que buena parte de la infelicidad sexual dentro y fuera del matrimonio se debía a la extendida igno­rancia sobre cuestiones sexuales y a una moralidad victoriana mojigata, trasnochada y represiva. Estos factores impedían descu­brir y disfrutar el placer erótico de un modo “natural” antes y durante la vida conyugal. En este sentido Kinsey no fue tan original. Respondía a una corriente científica ya fir­memente establecida y a una nueva sensibi­lidad social en materia de vida amorosa que, más o menos reconocida y defendida públi­camente según contextos y clases sociales, parecía ir emergiendo de forma imparable como resultado de transformaciones socia­les y económicas de largo alcance (Coontz, 2006; D’Emilio y Freedman, 1988; Beck y Beck-Gernseheim, 2001). Como se ha seña­lado varias veces, la revolución de los sexos y sus relaciones, y más específicamente en sus costumbres amorosas, era ya evidente en los años veinte, anunciando otros cambios que habrían de llegar a lo largo del pasado siglo a todas las sociedades desarrolladas.

Pero el importante papel de la dimensión erótica para la felicidad individual, y esta fue sin duda una de sus principales aportaciones respecto de sus predecesores, no se limitó para Kinsey únicamente a los que ya estaban emparejados, sino a aquellos que no podían estarlo por diversas razones  -- sobre todo por edad y la orientación sexual de su deseo -- . Su sincera preocupación por los más jóvenes, incluidos preadolescentes, y por las minorías eróticas, especialmente los homosexuales, dan muestra de esta actitud. A ello podríamos añadir el estudio e incluso admiración por el estilo amatorio de las clases sociales más bajas (Ericksen, 1999, p. 51); o su defensa de buena parte de los entonces considerados como delincuentes sexuales frente a los abu­sos de una sociedad victoriana y sexualmente enferma. Sus análisis de la masturbación, las experiencias prematrimoniales, los contactos homosexuales, muestran no sólo la común y cotidiana existencia de estas conductas, sino su actitud personal de valoración, desmiti­ficación y dignificación de las mismas y de las personas que las practican. Finalmente su estudio y consideración de la naturaleza erótica de las mujeres y los rasgos de su ama­toria  -- i.e. debate vagina vs. clítoris --  dan cuenta de su general consideración del placer como un fenómeno deseable y común a todos los individuos.

Si bien buena parte de sus análisis ya habían sido desarrollados de un modo u otro por sus antecesores, es cierto que Kinsey fue para el gran público el primer sexólogo que se hizo verdaderamente popular como un novedoso pionero. Un mito que al parecer él no se preocuparía por disipar (Krich, 1966), pre­sentando su trabajo como el primero que realmente abordaba la materia desde una perspectiva científica y con posibilidades generalizadoras dada la gran cantidad de informantes que habían participado. El tra­tamiento que hizo de anteriores investiga­dores no fue siempre muy positivo ni justo, especialmente en el primer volumen dedi­cado al hombre. En el segundo volumen, al parecer con muchísimas mejoras sustanciales respecto del anterior, observamos un mayor reconocimiento del esfuerzo y las aportacio­nes a aquellos otros estudiosos y teóricos.

La principal crítica de Kinsey a éstos sus predecesores, europeos o estadounidenses, era en gran parte de orden metodológico. Criticó sobre todo el problema de lo que él entendía era la escasa representatividad de todas esas muestras, que recogían muchas historias de personas individuales  -- como las de Ellis --  o de grupos particulares  -- i.e. matrimonios de clase media --  pero no sabían nada de lo que la gente hacía en general (Bullough, 2004, p. 282). Se tra­taba pues, en opinión de Kinsey, de datos que impedían establecer resultados estadís­ticos generales (Kirch, 1966, p. 81). Según Kirch (1966, p. 80), en realidad no era para tanto si tenemos en cuenta el volumen de trabajo desarrollado por autores como Dickinson, Davis o incluso Hirschfeld en sus estudios sobre los homosexuales. Pero muchos de estos trabajos o bien no fue­ron elaborados en su totalidad (Bullough, 1998), o bien habían sido poco divulgados, permaneciendo en su mayor parte en cono­cimiento de profesionales y científicos, pero desconocidos para el gran público.

No obstante, aun teniendo en cuenta estas matizaciones, es cierto que Kinsey planteó igualmente ideas y vías de indagación sin duda novedosas y chocantes para muchos de sus colegas y para el público en general. En términos metodológicos tuvo la virtud de ser el primero en utilizar, en materia de com­portamiento erótico, una muestra amplísima de sujetos que, si bien fue fundadamente criticada por su representatividad (Erick­sen, 1998; Hobbs y Kephart, 1954; Kubie, 1955; Locke, 1954), resultaba en cualquier caso apabullante y con el objetivo de abarcar a toda la población y no sólo a ciertos grupos. El número de encuestados es efectivamente enorme, aunque el tiempo dedicado al estu­dio de cada caso era menor que en anteriores investigaciones. También el modo de acceder a la información mediante el famoso cuestionario, fue novedoso, aunque igualmente sujeto a críticas sin duda en gran parte justi­ficadas (Ericksen, 1998). Todo ello fue resul­tado de un trabajo inmenso por parte del equipo de Kinsey y de éste en especial. Su objetivo era obtener finalmente una muestra tan amplia de sujetos que permitiera estimar en detalle la conducta sexual de todas las per­sonas y no sólo de las que habían participado directamente en la investigación. En alguna ocasión Kinsey habló de entrevistar a un total de 100.000 personas para alcanzar este objetivo.

El objetivo final de Kinsey era pues el de capturar la realidad del comportamiento erótico en su totalidad y de este modo llegar a la “verdad” de los hechos. El título de sus libros sugería que se trataba de conocer la “conducta sexual humana” y no, por ejem­plo, la conducta de “cinco mil trescientos hombres que casualmente suministraron esta información” (Kirch, 1966, p. 83). Kinsey aspiraba pues a reflejar la conducta de todos los humanos  -- equiparados a esta­dounidenses --  y lo hizo, según sus críticos, con una actitud de superioridad taxonó­mica que no se sustentaba en la realidad. Ya he citado que en el segundo volumen, dedicado a la mujer, Kinsey y sus colegas corrigieron muchos excesos que habían surgido en su primer trabajo, y específica­mente dedicaron algunas frases a limitar el alcance de su estudio a “ciertos grupos de la especie humana” reflejando a lo sumo “el comportamiento acaso típico de no más de una fracción, aunque tal vez considerable, de las mujeres de raza blanca que viven en los Estados Unidos. No se infiera pues del título de esta obra, ni de la anterior sobre el varón, que los autores ignoran la diver­sidad de hábitos sexuales de los habitantes de otras partes del planeta.” (Kinsey et al., 1967b, p. 4). Se trataba de representar la variedad real de la conducta amatoria de los humanos para responder a lo que él percibía como una demanda de conocimiento por parte de la sociedad:

En los últimos tiempos ha ido en aumento el interés del público por conocer más en materia de sexualidad (...) Crece día a día el número de personas que quisiera saber más acerca de temas tales como la adaptación sexual en el matrimonio, la guía sexual del niño, las relaciones prematrimoniales de la juventud, la educación sexual, las activida­des sexuales no aprobadas por las costumbres y demás problemas que preocupan a las per­sonas interesadas en el control social de la conducta humana a través de la religión, la costumbre y la ley. Antes de encarar cien­tíficamente cualquiera de estos aspectos, es necesario saber más acerca de la verdadera conducta sexual de las gentes, y de las inte­rrelaciones de esa conducta con los aspectos biológico y social de sus historias.” (Kinsey et al., 1967a, p. 3).

Esta demanda por saber más y el derecho de los ciudadanos a hacerlo, fue interpretada por Kinsey como algo que no podía ser resuelto sin el trabajo y las aportaciones de los cientí­ficos. Éstos ofrecerían a la sociedad un saber objetivo y desprejuiciado, según explicaba en este párrafo tantas veces citado:

“El presente estudio constituye pues un intento encaminado a acumular una masa de hechos objetivamente determinados acerca del sexo en el cual se descartan rigu­rosamente interpretaciones de orden moral o social. Quienquiera que lea este trabajo querrá hacer interpretaciones de acuerdo con su manera de entender los valores morales y sus significaciones psicológicas; pero con ello, violarían el método científico y, en rea­lidad, los científicos no poseen capacidades especiales para formular evaluaciones de esa especie.” (Kinsey et al., 1967a, p. 5).

Si bien las acusaciones contra Kinsey fueron en parte reacciones histéricas y moralizantes que en cualquier caso reflejaban la transfor­mación social en marcha y de la que Kinsey no era en absoluto responsable sino más bien un reflejo más, otras críticas a su trabajo no negaban el valor científico y humano de sus estudios (Hiltner, 1972), aunque añadían ciertas dudas sobre su objetividad y posibi­lidades. Según Morantz (1977, p. 576) las principales objeciones a Kinsey se centraron en estos dos aspectos. En primer lugar emer­gieron las dudas sobre si es posible el desa­rrollo de una investigación científica libre de valores en este ámbito; y, por otro lado, sobre si una aproximación meramente con­ductual a esta materia podía ayudar a resol­ver las cuestiones fundamentales que estaban en juego.

Respecto de la pretendida objetividad de su investigación, Kinsey, según han señalado muchos de sus críticos, se mostraba parti­cularmente ingenuo (Bullough, 1998). Una ingenuidad que aparentemente le llevaba a olvidar que medir, por ejemplo, el tamaño del pene en miles de “especimenes” huma­nos, no es lo mismo que estudiar su con­ducta amatoria. Y que pretender estudiar  -- i.e. medir --  ésta como se miden aquellos supone incurrir en un error de base; sobre todo si, como al parecer sucedió a menudo con Kinsey, se confunden el nivel de la des­cripción con el nivel de la interpretación. Esta confusión es sólo parcialmente inevita­ble  -- la propia elección del objeto a medir, como por ejemplo la “descarga orgásmica”, es una opción en absoluto aséptica -- ; pero también es en gran medida controlable, aun­que sólo sea mediante un mayor autocontrol del autor a la hora de presentar sus datos y formular sus interpretaciones.

Es probable que Kinsey  -- como “taxó­nomo” --  pudiera haber permanecido en un nivel descriptivo particularmente fructí­fero y que hallamos implícito en su trabajo. Pero en ese caso es posible por un lado que su obra no hubiera alcanzado la resonancia social que alcanzó y que él había buscado. Y, por otro, es también probable que entonces no hubiera respondido a esa demanda social de claves para abordar esos problemas asocia­dos a la nueva condición sexual y erótica de

los individuos. Su respuesta, teóricamente objetiva, fue en realidad muy subjetiva y con unas implicaciones morales que se hacen evidentes. Pero su sincero interés por resol­ver los problemas de la sociedad implicaba necesariamente posicionarse más allá de la mera acumulación de datos más o menos objetivos.

Kinsey pretendió cambiar la consideración social, y por lo tanto moral, de la condición y expresión erótica del ser humano. Lo hizo desde unos criterios que no eran inocentes y que sobre todo pasaban por la transfor­mación de la moralidad reinante como vía para la resolución de los problemas exis­tentes. Luego su esfuerzo investigador es un esfuerzo, al menos implícitamente, de ingeniería social: estudiemos a la gente para transformar la sociedad. Veamos qué hacen las personas  -- y no tanto qué piensan --  para ver qué debería hacer la sociedad. Ana­licemos qué problemas genera nuestro modo de entender, organizar, educar y controlar la vida erótica de los ciudadanos para mejorarla de acuerdo a parámetros más modernos que seguramente estaban ya presentes en buena parte de la sociedad estadounidense.

Según Allyn (1996), Kinsey se diferenció de anteriores investigadores en que si éstos acumularon datos de cara a promover cierto cambio conductual en los individuos más o menos acordes con la moral sexual vigente  -- i.e. prevención de la sífilis, promoción de la fidelidad y la estabilidad matrimonial, incluyendo el logro de la satisfacción erótica en el matrimonio -- , Kinsey se dedicó ade­más a defender implícitamente, mediante esos datos, la necesidad de modificar en pro­fundidad la moral sexual americana y muchas de sus leyes (Allyn, 1996, p. 412). Aquí, y este es el punto en el que profundizaré más adelante, la pretensión de la representativi­dad mediante la investigación estadística se convirtió en un argumento de orden moral cuyo objetivo no era el testar la moralidad de una sociedad, sino su conducta. Ambas cosas no son lo mismo, aunque en opinión de Kinsey, deberían serlo.

3. La privatización de la moral sexual

Me sorprendería que hubiera científicos y pensadores que, al menos en lo más profundo de su ser, no contaran con la íntima ilusión de que su trabajo sirviera para mejorar la vida de las personas y el progreso de la humani­dad, fantaseando al mismo tiempo  -- incluso como motivación principal --  con el logro de la fama, el reconocimiento público y la admiración de su esfuerzo. Al parecer Kinsey, según declaró en una entrevista poco antes de morir (Morantz, 1977, p. 589), confiaba íntimamente en esa posibilidad, esperando que sus libros ayudaran a hacer del mundo un lugar mejor donde vivir.

Efectivamente Kinsey quería mejorar la vida de las personas, ayudar a solucionar, como ya he mencionado, los problemas que angustiaban a muchos hombres y mujeres de su época. En este sentido se ha dicho con acierto que Kinsey no era un revoluciona­rio. No pretendía mejorar la sociedad dán­dole la vuelta del revés. Sus propuestas de cambio no requerían en apariencia ninguna transformación social y económica de fondo, sino más bien el modificar algunas cuestio­nes para que todo siguiera igual. De hecho, según algunos, él creía en el orden social y consideraba el cambio hacia una mayor per­misividad respecto de la conducta erótica como un modo de mejorar, entre otras cosas, la institución del matrimonio, su estabilidad y su felicidad (Morantz, 1977, p. 584). Se trataba de un ajuste en la felicidad indivi­dual, aunque fuera compartida en la pareja, y no en la estructura total de la sociedad.

¿En qué consistía exactamente esta pro­puesta? ¿Cuáles eran sus ideas, explícitas o implícitas, sobre cómo solucionar los pro­blemas? Creo que para atender adecuada­mente ambos interrogantes deberíamos dividir nuestra respuesta en una doble vía. Por un lado deberíamos señalar lo que Kin­sey propuso más explícitamente, apuntando en esencia a una relativización de las nor­mas morales tradicionales e incluso coque­tear con una desaparición de toda moralidad compartida. Y por otro, reflexionar sobre lo que sugirió implícitamente en sus trabajos, favoreciendo, creo que más bien inconscien­temente, la instauración una moral permi­siva pero igualmente normativa. Ahora me detendré brevemente en la descripción de la primera aproximación, dejando las conse­cuencias implícitas de su planteamiento para un próximo apartado.

Kinsey fue un acérrimo defensor de una pri­vatización de la moral sexual; abogó por una relajación, incluso desaparición, del concepto de “normalidad”; y, en tercer lugar, por una consideración de lo “natural”  -- a menudo equiparado a lo biológico/animal --  como criterio de valor fundado en la libre satisfac­ción orgásmica del deseo erótico. En este sen­tido se trata de tres premisas que refuerzan la tendencia a una progresiva desaparición de la anterior moral de máximos frente a la actual moral de mínimos (Cortina, 1996), relajando el criterio de lo “deseable” y ampliando el de lo “posible”. La diversidad humana y animal, donde lo “normal” deja de ser un concepto viable porque prácticamente todo se da en la naturaleza, se convierte en el principal cri­terio moral para, precisamente, socavar toda moralidad en este terreno.

En aquellos años se produce lo que Allyn (1996) llama la privatización de la moral sexual cuando, fundamentalmente tras la segunda guerra mundial, los expertos van abando­nando progresivamente el hasta entonces habitual concepto de “moral pública” para sustituirlo por un individualismo moral crecientemente reacio a la intromisión del Estado o la comunidad en la vida privada de las personas. El trabajo de Kinsey habría ocu­pado un papel relevante en este proceso cola­borando en la consideración de las cuestiones sexuales como un problema de moralidad privada y no pública. Según Allyn (1996, p. 416 y ss.), lo hizo, entre otras vías, mediante su profundización en el comportamiento privado de la gente y su desentendimiento de los comportamientos públicos. Su pro­pia epistemología  -- la conducta individual, genital y orgásmica --  y la metodología uti­lizada  -- la entrevista anónima e individuali­zada --  habrían permitido una aproximación exclusivamente privada del fenómeno.

Fueron dos las vías por las que el estudio de Kinsey socavó los fundamentos de la moral dominante (Allyn, 1996, p. 407). En primer lugar mediante la demostración del abismo que se daba entre lo ideal y lo real, lo que se suponía que pasaba  -- o debía pasar --  y lo que realmente sucedía, considerando así que la moral imperante estaba basada en un absoluto desconocimiento de lo que era el comportamiento de la gente. Si la conducta privada de las personas no se ajustaba a lo que era la norma social, ésta norma debería modificarse para adaptarse a esa realidad. Esto significaba implícitamente que la cien­cia estadística sería el árbitro de la moral al establecer lo que realmente pasaba. De hecho, una de las principales características destacadas del trabajo de Kinsey fue su papel a la hora de cuestionar el orden moral impe­rante en su momento, siendo posible definir su libro sobre el hombre como un “761 page study of American hypocrisy” (Allyn, 1996, p. 411).

En segundo lugar, señala Allyn (1996), este cuestionamiento de la moral sexual se pro­duce de un modo más indirecto mediante una evidente minimización en sus trabajos del problema de las expresiones sexuales en público. Si uno se guía por el estudio Kinsey, señala Allyn, da la impresión de que toda conducta sexual se da en el espacio privado del hogar pues su trabajo es particularmente silencioso a propósito de esas manifestacio­nes públicas, lo cual ayudaría en sus inten­ciones de negar la interferencia del Estado, e incluso de la comunidad, en la vida privada de las personas.

Desde el siglo XIX los movimientos de pureza social en los Estados Unidos, como el de Anthony Comstock, habían insistido en la dramática extensión de fenómenos moral­mente degradantes como la prostitución o la pornografía. Estos planteamientos serían luego sustituidos por las propuestas del higienismo social. Kinsey se habría opuesto a ambas líneas de intervencionismo desviando la atención de la comunidad desde estas cuestiones más públicas hacia otros aspectos de la vida privada de las personas que en un principio no tendrían mayores implicaciones colectivas. Así no habría tocado en profun­didad cuestiones como la pornografía, las representaciones burlescas o las muestras de erotismo en el cine, las violaciones o el intercambio homosexual en lugares públicos (Allyn, 1996). Tampoco abordó temas como las infecciones venéreas, el intercambio de parejas o la conducta de ciertas minorías eróticas  -- sadismo y masoquismo, traves­tismo, voyeurismo o exhibicionismo --  que desdeñó en teoría por considerarlas estadísti­camente insignificantes (Bullough, 1998, p. 131). La prostitución la abordó en el caso de los hombres pero precisamente para restarle importancia, algo que sucedería también con lo que ahora llamamos los abusos sexuales infantiles, denunciando la histeria colectiva por hechos que en general consideró desde la levedad.

Esto se refleja con claridad en sus opinio­nes sobre los códigos penales del momento, siendo muchos los expertos juristas que siguieron la brecha abierta por Kinsey, o al menos ensanchada, en su demanda de una despenalización de una amplia gama de conductas sexuales. Como señala Bancroft (1998, p. 8), Kinsey se opuso principalmente al uso simbólico del derecho penal como vía para imponer una determinada moralidad. Las posteriores modificaciones en los códigos penales se orientarían en este sentido, despenalizando lo que eran meras opciones mora­les  -- i.e. el caso del adulterio o la homose­xualidad --  y limitando el registro de con­ductas susceptibles de una intromisión por parte del Estado.

“Se sostiene por lo general que la legislación penal tiene por objeto proteger la propiedad y las personas; sin embargo, si el exclusivo interés de la sociedad al controlar la conducta sexual fuese el de proteger a las personas, los códigos penales que legislan la violación y la agresión bastarían para proporcionar una pro­tección adecuada.” (Kinsey et al., 1967a, p. 4)

Para los legisladores, los nuevos plantea­mientos defendidos en el trabajo de Kinsey condujeron a la necesidad de establecer más claramente una diferencia entre las esferas pública y privada en lo que a la legislación se refiere. Pero sobre todo, como se refleja en una propuesta del American Law Institute para la reforma del código penal que atendía también al capítulo de los delitos sexuales, supuso una transformación tendente a la criminalización únicamente de aquellas con­ductas que ponían en peligro, además de la integridad física o psicológica de los ciuda­danos, el orden y la convivencia social y no necesariamente la moral. La propuesta para despenalizar el adulterio es el mejor ejemplo de este giro. Se trataba de despenalizar toda conducta sexual que tuviera lugar entre dos adultos que consentían. Según Allyn (1996, p. 424 y ss.) estas sugerencias de cambios estaban claramente influenciadas en el tra­bajo y la filosofía de Kinsey, siendo el informe de la American Law Institute un texto de gran peso en las posteriores transformaciones legales a lo largo de los años sesenta.

Esta privatización de la moral sexual se rela­ciona a su vez, en un juego de mutua influen­cia, con la critica al concepto tradicional de normalidad. Es sabido que la propuesta de Kinsey, a su entender fundamentada en los hallazgos de su estudio, es la del continuum de la conducta erótica de los humanos, comparada constantemente con la de otras espe­cies, en el que establecer qué es normal y qué no lo es supone más bien una decisión arbi­traria. Para Kinsey, desde una perspectiva pragmática, el criterio de normalidad ya no debería ser de orden moral, sino que debe­ría fundarse en la realidad desvelada por la investigación científica capaz de estudiar no solo la frecuencia de ciertas conductas sino sus efectos en los individuos y en la sociedad. No hay conducta ni condición erótica que no se de en la naturaleza, animal y humana, siendo la mayor parte de ellas inocuas, cuando no positivas, para los individuos y la comunidad. Con lo cual la tradicional con­sideración de lo “normal” pierde aquí toda razón de ser. Las implicaciones de este nuevo planteamiento, que no obstante Kinsey ni inventó ni fue el único en defender, merecen un especial análisis.

4. Norma y realidad. ¿La ciencia contra la moral?

Una de las revisiones críticas más sugestivas que he podido leer del trabajo de Kinsey es la del sociólogo alemán Helmut Schelsky (1912-1984) que en 1955, dos años después de la publicación del segundo informe Kin­sey, publicaba su obra Sociología de la sexua­lidad. En ella dedicaba un amplio capítulo a la cuestión de la moral sexual y más específi­camente a la moral sexual en Kinsey. En este apartado y en el que le sigue daré cuenta de buena parte de sus ideas  -- lo cual no implica que siempre las comparta --  empezando por resumirlas brevemente.

Según Schelsky, la normatividad en materia de sexualidad es uno de los productos funda­mentales de todas las culturas pues en última instancia remite, directa o indirectamente, a la realidad de los sexos y su configuración social, elemento vertebral de la condición humana en sociedad. Así pues la normativi­dad sexual responde no a una supuesta rea­lidad biológica o al capricho humano, sino

a la estructura general de cada sociedad que se serviría de la “exaltación metafísica de sus normas sexuales para salvaguardar sus funda­mentos vulnerables” (Schelsky, 1962, p. 65). De ahí el carácter necesariamente absoluto de estas normas que son interiorizadas por los individuos en forma de tabúes y princi­pios considerados como “naturales”, esto es, “irrebatibles”. Sentir algo como lo natural, sería la máxima expresión de una exitosa interiorización de un cierto orden moral entre los miembros de una comunidad.

La tradicional hipertrofia normativa, casi siempre de base religiosa, que llevaba en oca­siones a generar culpa por condiciones bio­lógicamente determinadas, habría sido sus­tituida en la actualidad  -- recordemos que escribe esto hace más de medio siglo --  por una creciente resistencia a toda normativi­dad y a una relativización que pondría en entredicho su papel social. El estudioso que, en su comparación entre culturas, cuestiona la validez de las normas propias y sugiere su modificación, se queda en realidad a mitad de camino al olvidar que toda norma sexual está basada en la articulación total de cada cul­tura y que “perturbarlas significa nada menos que atacar los fundamentos de la estructura total de esa cultura” (Schelsky, 1962, p. 63). Esto supone además el negar la dimensión histórica del ser humano al considerar que, dada la plasticidad y el carácter fundamen­talmente social de la sexualidad humana ­ en gran medida gracias a las aportaciones de la ciencia primero antropológica y más tarde estadística -- , toda norma podría ser alterada arbitrariamente sin mayores implicaciones.

Pero junto a esta creciente relativización de las normas sexuales, Schelsky señala el peso todavía mayor de una nueva norma, que sería igualmente dogmática y absolutista, basada en una novedosa concepción de lo “natural”. Hasta ahora lo “natural” era un argumento secundario para justificar normas y princi­pios en realidad culturalmente establecidos  -- i.e. lo “natural” es que la mujer se dedique al hogar y la crianza -- . Esta consideración de algo como lo “natural” era la prueba de su éxito y arraigo en términos morales. Ahora la ciencia nos habría permitido liberarnos de este “engaño” para instalarnos no obstante en otra normatividad igualmente fundada en lo “natural-biológico”. Ésta no vendría dada por la ley divina sino por la naturaleza biológica del animal humano, caracterizada precisamente por su gran variabilidad y plas­ticidad científicamente constatadas. De ahí que ahora toda actividad tachada de contra natura sea precisamente toda la que supone una prohibición o ataque a esa sexualidad natural. Lo cual ha sucedido precisamente en una época de creciente prestigio de la ciencia en su descripción de los “hechos” como refe­rente de autoridad moral.

El trabajo de Kinsey y sus implicaciones en los Estados Unidos, continua Schelsky, son un perfecto ejemplo de este dilema moderno entre las aportaciones de los datos científicos y la necesidad de una norma sexual. Kinsey, según resaltan varios autores (Kubie, 1955; Schelsky, 1962) habría demostrado científi­camente lo que ya era intuido previamente: la gran variabilidad y plasticidad de la con­ducta sexual, señalando que muchos com­portamientos considerados contra natura eran en realidad expresiones naturales de la sexua­lidad humana. En dicha lógica, diría Kinsey, esta variedad ha de ser moralmente legiti­mada haciendo que lo “biológicamente natu­ral” sea considerado “moralmente natural”. La principal consecuencia de ello es que de este modo la biología y la estadística, aplica­das al comportamiento humano, se convier­ten en ciencias no descriptivas  -- como podría suceder con el estudio de las avispas --  sino fundamentalmente normativas.

En resumidas cuentas, lo que Schelsky viene a decir es que la ciencia estadística pasa a ser con frecuencia una ciencia del deber ser y no exclusivamente del ser cuando es aplicada al comportamiento humano. El ejemplo de Kinsey es paradigmático en este sentido,

al aplicarse la investigación social al estu­dio de un comportamiento de tan amplías y profundas implicaciones sociales y mora­les como es el erótico. Alguien ha definido a Kinsey como “el prototipo del predicador moral al revés” (Schelsky, 1962, p. 144) haciendo referencia a cómo en realidad su postura acabó imponiendo una nueva dic­tadura moral basada en una cierta idea de lo “natural” en cualquier caso asociada a la cuantificación del desempeño sexual y en la norma del orgasmo. Ciertamente en Kinsey hay implícita una moral caracterizada por la trasformación de la norma prohibitiva por la norma permisiva, según algunos igualmente preceptiva y potencialmente tan angustiosa como la anterior:

“...como la potencia sexual y el orgasmo se han convertido en una normal exigencia con­vencional y han llegado a constituir la evi­dencia de un standard social elevado, natu­ralmente se origina el temor y la angustia de no poder satisfacerlo. El temor a la impoten­cia y la angustia se convierten en los moder­nos miedos sociales. La declinación ‘libera­dora’ de las convenciones del pudor, lograda por medio de la franqueza sexual, sólo ha creado la convención opuesta: la necesidad del orgasmo.” (Schelsky, 1962, p. 144)

Kinsey, lo reconociera o no, tenía mucho de cruzado (Morantz, 1977). Su postura hacia el papel y el manejo de la vida erótica era clara, expresando implícitamente su admiración por aquellos con una vida sexual más activa y su recelo respecto de los que defendían una sexualidad más contenida. Sus interpretacio­nes estadísticas se decantan invariablemente del lado de la permisividad  -- i.e. la aproba­ción de aquellos hombres que han iniciado antes su actividad genital y orgásmica -- , mientras que su consideración del placer, o más específicamente de la descarga orgásmica, como medida de su investigación, dejaba lógi­camente de lado el estudio de otros elementos motivacionales para la comprensión del com­portamiento humano en este ámbito.

Esta fue una de las críticas fundamentales que se le hicieron: su reducción del ero­tismo humano al placer, básicamente genital y orgásmico, no daba cuenta del lugar que este aspecto tenía o podía tener en la existen­cia humana. Fue acusado así de materialista desde los autores cristianos y de haber con­vertido el modelo del deseo y el placer de los mamíferos como vía para la salvación de los humanos (Hiltner, 1972). Kinsey se habría detenido en lo que había aparentemente de común  -- la conducta sin significado --  entre animales y humanos y habría prescindido de lo que habría de específico en éstos  -- i.e. la voluntad sobre los instintos, la libertad sobre la predestinación, la creatividad sobre la determinación, etc. --  (Johnson, 1975).

Esta postura se fundaba en su visión de la vida erótica de los humanos como algo simi­lar a la de los mamíferos. Según esta perspec­tiva habría pues una vida erótica “natural”, y por lo tanto universal, que en realidad no se expresaría más a menudo por culpa de la represión social. La cultura y la sociedad, con sus costumbres, normas, valores, etc., no serían sino cortapisas restrictivas a esta sexualidad natural. Si el ser humano lograra dar rienda suelta a esa naturalidad, entonces estaría más cerca de la felicidad. La sexuali­dad es pues algo innato que debe ser respe­tado. La investigación sexual habría demos­trado que esta sexualidad natural adquiere formas diversas que la sociedad estaría repri­miendo sin justificación, por pura ignoran­cia y religiosidad. La revelación de los datos científicos sirve para poner a la sociedad ante sí misma y su “realidad”.

A menudo la tarea del científico social, y entramos en un punto particularmente inte­resante del análisis de Schelsky, tiene que ver con lo que podríamos llamar la visibilización de lo invisible. Lo que hasta entonces era pro­pio de la más oculta intimidad de los sujetos  -- como es el comportamiento amatorio --  pasa a convertirse en materia de conversación y conocimiento públicos. Esto es sin duda un hecho novedoso para el ser humano se mire como se mire, pues nunca hasta entonces había sido posible conocer lo que la mayoría de la gente hace en este terreno de máxima pri­vacidad, poniendo por primera vez a disposi­ción del gran público lo que hasta entonces permanecía oculto o como mucho parcial­mente revelado para algunos especialistas (Schelsky, 1962, p. 7).

Para muchos (Allyn, 1996, p. 406; Bullo­ugh, 2004, p. 277) la obra de Kinsey supuso en última instancia la victoria definitiva de una nueva forma de pensar y dialogar sobre la sexualidad caracterizada por una mayor franqueza y apertura, dando la estocada final a la tradicional “conspiración de silencio” que rodeaba estas cuestiones en las socieda­des occidentales. Una de sus grandes virtu­des habría sido el poner sobre la mesa por un lado el abismo que separaba los ideales de la realidad y, por otro, la necesidad de establecer un diálogo público abierto y más sincero sobre la vida erótica de las personas (Morantz, 1977, p. 583)(Bullough, 1998). Esto sin duda no fue sólo ni principalmente responsabilidad de Kinsey, sino que se debió en gran medida al uso posterior, azuzado por la respuesta mediática y social, que se hizo de su obra, convirtiendo un aburrido tra­tado científico en un bestseller y sus tópi­cos en objeto de conversación por todos los rincones de la sociedad estadounidense. La divulgación de esos datos, necesariamente simplificada para ser esparcida y convertida en materia sensacionalista, sobre la vida pri­vada de las personas tuvo un efecto en cierto modo paradójico que me interesa analizar a continuación.

5. Las estadísticas de la intimidad y la moral sexual contemporánea

Con Kinsey sucedió que los hallazgos y con­sideraciones de los investigadores de la vida matrimonial llegaron por primera vez, al menos en forma masiva y generando expectación, al gran público de clase media, al mismo tiempo objeto y destino de sus inda­gaciones. De forma paralela, en aquellos años se multiplicaron los libros de consejo matri­monial, los cursos universitarios de prepa­ración al matrimonio y la vida familiar, los servicios de asesoramiento, etc., que susti­tuirían a los clásicos manuales y cursos desa­rrollados desde la perspectiva de la higiene social (Bullough, 1998, p. 128). Eran sin duda tiempos de rápidas transformaciones, como lo ha sido todo el siglo XX, y en ellos la demanda de claves para gestionar la vida privada al margen de modelos tradicionales crecientemente cuestionados, se combinaba con el emergente desarrollo de las nuevas profesiones en torno a la ciencia social.

Además, el trabajo de Kinsey y su acogida mediática y social hizo, en opinión de Julia Ericksen (1999), que las encuestas sobre el comportamiento erótico fueran recibidas y valoradas de un modo completamente dis­tinto por la sociedad. Kinsey manejó cuida­dosamente la cuestión mediática y generó una audiencia expectante a las estadísticas sobre el sexo  -- especialmente con la lle­gada del segundo volumen -- . Su trabajo y las posteriores reacciones se convirtieron en objeto de atención social. Los medios ayu­daron a convertir las estadísticas de la vida privada en materiales de atención para el público en general y no únicamente para los expertos. No obstante estos medios, junto a los manuales de autoayuda que incorpora­ron rápidamente algunos de sus resultados, difundieron una versión simplificada y más digerible de sus estudios. Para el gran público eso fue lo que quedó de Kinsey, mientras que sus dos libros fueron, a decir de Pomeroy, los dos bestsellers menos leídos de la historia. Pero el “escándalo Kinsey” puso como nin­gún otro en manos del gran público la vida más privada de la gente, favoreciendo a su vez una creciente demanda de información.

Se dice que la minuciosidad de Kinsey en el estudio de la conducta sexual humana fue similar a la de sus estudios en biología. Y es cierto que Kinsey profundizó tal vez como nadie en los detalles más ínfimos del com­portamiento físico de los sujetos, centrán­dose en la medición de conductas como la masturbación, el orgasmo o el coito en for­mas nunca hechas hasta entonces. Apunta Schelsky (1962) que, en su descripción de la conducta sexual, Kinsey puso sobre la mesa conductas que, como sucede con los contac­tos homosexuales esporádicos, habían per­manecido hasta ese momento acertadamente en el silencio social, pues se trataba en gran parte de adiáforas morales; esto es, eran en realidad conductas indiferentes a lo moral que permanecen por debajo del nivel de nor­matividad siendo innecesaria su reglamenta­ción. Al ponerlas en la conciencia pública, dice Schelsky, y sobre todo al hacerlo en los términos que se hizo, añadiría yo, se “las eleva al plano de aquello que debe ser regu­lado” (1962, p. 68).

En este sentido Kinsey, señala Schelsky, sería un puritano y sus propuestas un reflejo del ideal propiamente estadounidense de per­feccionamiento y de “adaptación perfecta” que serían por el contrario ajenos a la tradi­ción católico-romana. En ésta se aceptarían mucho mejor las inevitables trasgresiones del orden moral, las posibilidades reales de las normas morales y el valor de una norma independientemente de su relativa inefica­cia. En los pueblos de tradición católica, según Schelsky, se da “por supuesta la índole decididamente privada del comportamiento sexual; por ende, en esos países, los hechos expuestos en el informe Kinsey no entrañan un shock, ni interesa demasiado la prédica moral ‘a la inversa’ que en él se formula.” (Schelsky, 1962, p. 68). Kinsey, reflejando el espíritu estadounidense, pretendería adaptar la moral a los hechos poniendo de relieve esa extendida dificultad para aceptar las inevitables tensiones entre los ideales y la realidad, convirtiendo de este modo la adaptación entre ambas en un ideal en sí imposible:

“Kinsey no entiende que el conflicto susci­tado entre las normas sexuales de una socie­dad y la gama de variaciones naturales del comportamiento sexual fáctico es estruc­turalmente inevitable, que siempre existe y, por consiguiente, que debe ser aceptado a priori. En materia de normas nunca se alcanza el ideal; pero, para afianzar los hábi­tos y costumbres, es necesario que haya un ideal.” (Schelsky, 1962, p. 69)

Critica aquí Schelsky la tendencia de muchos científicos a cuestionar de forma tal vez frívola las costumbres y normas de su propia cultura  -- i.e. las diferencias entre los sexos --  sobre la base de esa variabilidad natural, olvidando de este modo el papel que esos elementos juegan en la estructura de toda la cultura. Kinsey habría olvidado en sus estudios el investigar una cuestión que ciertamente es relevante y que Schelsky nos recuerda en concreto a propósito de las relaciones sexua­les prematrimoniales. Los datos de Kinsey hablaban de un elevado porcentaje de estas conductas, especialmente para los hombres, pero olvidaba el preguntar a esos mismos encuestados qué opinaban de su comporta­miento y de esa conducta. Schelsky, basán­dose en otros estudios, se atreve a formular la hipótesis de que en el ámbito anglosajón, al contrario de lo que sucede en Alemania, la diferencia entre lo que la gente hace y lo que considera que es correcto hacer es mucho mayor. Esto es, la moral y la realidad están más distanciadas e incluso los que transgre­den la moral  -- i.e. manteniendo relaciones sexuales prematrimoniales --  consideran que ésta es apropiada y debería seguirse.

Ciertamente Kinsey pudo cometer aquí un error de interpretación respecto al signifi­cado de lo moral. En la corriente de aquellos que han ido viendo a los individuos como víctimas de un modo u otro de la sociedad  -- en este caso de su moral victoriana y de la ignorancia -- , Kinsey olvidó que la hipo­cresía no se da únicamente en el nivel del grupo, que fue lo que él básicamente denunció, sino que la hipocresía, o, si se prefiere, la distancia entre lo que uno hace y lo que uno dice hacer y/o desearía hacer, también se da en el mismo individuo. Y que incluso, como decía Mary Douglas (Douglas, 1991), esta distancia es necesaria en cierto grado en toda sociedad para que sea tal, dada la con­dición moral del ser humano. Lo que uno reclama en el comportamiento de los demás no siempre se aplica en el propio comporta­miento. Esto es un principio fundamental de la sabiduría popular y posiblemente se trata de un hecho imposible de resolver del todo. Es decir, cierto grado de “hipocresía” sería consustancial a toda comunidad humana, lo cual tiene que ver con el carácter necesa­riamente absoluto de las normas sexuales para que sean tales, pues si no lo son se acaban debilitando y pierden eficacia en cuanto a su funcionalidad social.

Las estadísticas que, como las de Kinsey, son divulgadas como meros números sobre la frecuencia de ciertas conductas sin que esos datos sean adecuadamente matizados, contextualizados e interpretados, pueden en este sentido conducir a un cuestionamiento en falso del orden moral y generar incluso daños mayores que esa supuesta hipocre­sía allí denunciada (Kubie, 1955). En opi­nión de Schelsky esta conducta consistente en divulgar meros datos estadísticos sin un adecuado análisis crítico de los mismos es algo inmoral, pues genera una interpretación mecánica de los mismos sin atender en el juicio a los elementos realmente pertinentes. Así por ejemplo, en el caso de las cifras sobre la infidelidad divulgadas como simples por­centajes (véase Schelsky 1962, p. 72 y ss.), se despersonaliza la relación con el cónyuge y se olvida la importancia del vínculo personal a la hora de emitir un juicio.

Ahora bien, como señala Schelsky, la inter­pretación que la gente haga de estos núme­ros va a depender lógicamente de su situa­ción personal, considerando este sociólogo que una interpretación simplista de los datos se ve favorecida por un evidente estado de inseguridad relacional y familiar en los Esta­dos Unidos. Allí, debido a la propia historia y sociología de país, la crisis de valores, la ausencia de arquetipos y el debilitamiento de la estructura familiar tradicional habrían tra­tado en parte de subsanarse, quizá en mayor medida que en cualquier otro país, mediante el recurso al criterio experto (Sykes, 1992). Esto no empieza no obstante con Kinsey, sino que la propia entrada de Kinsey en el mundo de la sexualidad tuvo que ver precisamente con la generalizada demanda que había entre los estudiantes universitarios  -- y entre la población en general --  de información sobre la vida familiar y matrimonial. Habla allí Schelsky de una “credulidad científica” sujeta a los avatares de las modas científicas y cuya consecuencia le parece clara: “Esto sig­nifica simplemente que, al admitir la seudo orientación de la ciencia en el ámbito íntimo y personal, aumenta la inseguridad y la dis­continuidad en el comportamiento.” (Schel­sky, 1962, p. 74).

Aquí el estudio de Kinsey, y más concreta­mente su divulgación mediática y simplifi­cada, generaría la misma sensación que un discurso experto mal gestionado: la sensa­ción de que algo se está haciendo mal, de que algo funciona mal y de que algo hay que hacer para que vaya “bien”. La ciencia, en este caso estadística, se convierte en el lenguaje y el modo de pensar al hombre y sus relaciones, pero, con la esperanza de eli­minar ciertos conflictos originados en “una moral anticuada, sólo han de crear nuevos conflictos, que no podremos dominar si no disponemos de suficientes recursos morales.” (Schelsky, 1962, p. 75). Para Kinsey, conti­nua Schelsky, eran los datos reales los que obligaban a modificar la moral y la legisla­ción. Este sería precisamente el problema, este estilo de cambiar las cosas, pretendiendo que la realidad conductual defina lo moral y olvidando, como hace Kinsey, que también es viable y deseable el camino inverso por el que la conducta se modifique para adaptarse a la moral. Un comportamiento que respon­derá, en definitiva, al orden social general, siendo la sexualidad como es un elemento estructural poderosamente vinculando a las transformaciones de toda la sociedad.

Los científicos sociales habrían ido acu­mulando datos estadísticos para tratar de cambiar el comportamiento de la gente o la moral de la sociedad. De este modo Kin­sey podía cuestionar las afirmaciones de aquellos que criticaban ciertas conductas por ser raras y por lo tanto “no naturales”. Con la fuerza de sus datos, Kinsey podía reprochar que en realidad se estaban cues­tionando conductas habituales y comunes. ¿En qué medida sirvieron sus datos y los de otros para cambiar la opinión pública y/o el comportamiento de la gente? Desde luego que las estadísticas son un elemento cen­tral en los actuales debates sobre cualquier materia de interés social y la opinión de los expertos posee un peso específico nada despreciable. Pero sólo hasta cierto punto. Sin excluir que sus aportaciones puedan tener un importante peso por vías diversas, en realidad el papel de los científicos o de los datos estadísticos per se para cambiar la moralidad pública y el comportamiento de la gente es a mi entender bastante limitado. Otra cosa es que se pueda hacer un uso interesado y más o menos eficiente de esos datos, de su interpretación, para instaurar un determinado modo de ver las cosas e inter­venir socialmente.

Podemos resaltar el hecho de que los datos que interesan o no en un momento deter­minado es algo que la sociedad “decide”. La reacción ante el informe sobre el hombre no fue la misma que la reacción ante el informe sobre la mujer. La infidelidad masculina no generó ninguna sorpresa pero si lo hizo la femenina. La cuestión de los niños y sus rela­ciones con adultos generaría escándalos cua­renta años después de su publicación, pero en su momento, hasta donde yo sé, práctica­mente nadie le prestó atención. Esto indica a mi entender que el cambio moral va por delante de los datos de la ciencia social. Las estadísticas de Kinsey no cambiaron por sí solas la mirada social sobre la homosexua­lidad. Esta sólo ha podido cambiar, y lo ha hecho hasta cierto punto, por un cambio estructural más amplio que ha permitido la tolerancia de conductas individuales hasta entonces amenazantes para el orden social. Se han desactivado parcialmente los argumen­tos de la anormalidad y de la enfermedad, quedando en su lugar únicamente el de la maldad que es aplicada a las minorías ahora públicamente condenadas  -- i.e. el caso de la pederastia -- .

Muchas de las críticas de Schelsky no tienen a mi entender tanto que ver con el trabajo de Kinsey sino con lo que la sociedad hace con estudios científicos como el suyo. Puede que sea cierto que Kinsey olvidó, como destaca Schelsky (1962), que la moral y el compor­tamiento amatorio de los individuos no son entes aislados del orden social que respondan a los fluctuantes caprichos de la comunidad o de los mismos sujetos. Más bien se trata de fenómenos sociales incardinados coherente­mente en la estructura social y, por lo tanto, íntimamente dependientes de ella. Pero pre­cisamente es aquí donde se equivocan en mi opinión aquellos que pretenden responsabili­zar a Kinsey, para bien o para mal, de los cam­bios sociales habidos en la moral y el com­portamiento erótico de las personas. Si este cambio se ha producido o, sobre todo, si se ha extendido y estabilizado  -- por ejemplo en un modelo consumista del placer --  no habría sido por el impulso generado por individuos como Kinsey o por las ideas por éstos defen­didas, sino por una transformación más de fondo en toda la estructura social. Es difícil definir en dónde se origina el cambio social y qué duda cabe que tanto las ideas como las personas que hicieron cosas relevantes son ele­mentos a tener en cuenta (Sztompka, 1995). Pero, además de recordar que la sociedad hace su personal lectura de los planteamientos de estos autores, no olvidemos que en última instancia es la estructura social, en sus múl­tiples dimensiones y relaciones, la que decide cuál será la personalidad adoptada por una cul­tura. Kinsey pudo creer o al menos transmitir la idea de que el “sexo” era algo específico y absolutamente privado, algo que podía ser separado de la sociedad o incluso de las per­sonas. Pero ello suponía olvidar que en rea­lidad son las personas las que son sexuadas, siendo sujetos biográficos, históricos y socia­les, siendo su vida erótica y amorosa un reflejo más de esa condición integral.

A mi entender Kinsey no hizo sino consta­tar la realidad de una transformación social ya en marcha en el terreno del comporta­miento amatorio de los estadounidenses, poniendo sobre la mesa una realidad que muchos expertos y profesionales, y segu­ramente muchos ciudadanos, ya percibían o al menos intuían. Esta transformación tenía lugar en el marco de una sociedad cre­cientemente individualista donde la satis­facción personal, la felicidad individual, adquirían prioridad frente a las necesidades del orden social. Su descubrimiento sobre el omnipresente  -- y en cierto modo sor­prendente --  recurso al “petting” entre las nuevas generaciones no hacía sino constatar el surgimiento de una nueva concepción de la intimidad erótica, del matrimonio, de la virtud, de la virginidad, del placer y de la relación entre comportamiento personal y estructura social. Sus repetidas y justifica­das críticas a los códigos penales vigentes  -- por ejemplo con el castigo del adulte­rio --  no deben hacernos olvidar que, como el propio Kinsey reconoce  -- véase Kin­sey et al., (1967b, p. 437) a propósito del coito extraconyugal -- , en la mayor parte de las conductas contempladas en ellos, estos códigos raramente se aplicaban en la práctica y, cuando se hacía, se trataba de un uso interesado de la norma penal para otros fines bien distintos (Allyn, 1996).

En el marco de una sociedad guiada por la libertad y el bienestar individual, Kinsey demostró, y sin lugar a dudas alentó, la cre­ciente presencia de una concepción mera­mente hedónica del encuentro amoroso, des­prendida de sus elementos trágicos y míti­cos (Morantz, 1977, p. 589). Pero él no se la inventó, aunque la mediatización de sus informes favorecieran un debate público más abierto o incluso que éste se hiciera en unos términos y no en otros (Bullough, 2004, p. 285). Y ya hemos señalado cómo, en ese nuevo marco social, la vida privada de las personas habría ido adquiriendo progresiva­mente una mayor relevancia como vehículo para el logro de la felicidad y el desarrollo personal. Los cónyuges, cada vez más aleja­dos de las biografías impuestas por la socie­dad y del modelo tradicional de matrimonio, se convertían en compañeros y en amantes antes que en progenitores. Esto, histórica­mente, era un paso revolucionario cuyas con­secuencias todavía estamos elaborando. Kin­sey atendió a esta evidencia y, como muchos de sus colegas, reconoció la importancia de la vida erótica para el funcionamiento de la pareja, aunque sin convertirla, al menos pretendidamente, en clave exclusiva de su éxito. Creo que Kinsey buscó sobre todo el dar las claves, fundamentadas en su concep­ción de la investigación científica, para res­ponder a los retos planteados por la nueva realidad social en cuanto a la vida amorosa de hombres y mujeres, niños, jóvenes y adultos, ricos y pobres.

 

6. Kinsey, el “sexo” y la condición postmoderna

Se ha dicho que Kinsey no sólo investigó el “sexo”, sino que lo “creó”, influyendo en nuestro nuevo modo de pensarlo (Bullo­ugh, 2004, p. 285). En este sentido parece­ría que Kinsey, y otros autores destacados, habrían influido considerablemente, si no en nuestras costumbres, sí cuando menos en nuestro modo de abordar conceptualmente la realidad erótica del ser humano. Vale la pena, en este punto de nuestra argumentación recurrir al trabajo de Paul Robinson, publicado en 1976 y titulado La moderni­zación del sexo, para adentrarnos en el modo en que Kinsey y otros sexólogos se interesa­ron y colaboraron en “establecer un sistema de pensamiento moderno sobre los asuntos sexuales” (Robinson, 1995, p. 9). En su pre­facio, Robinson plantea la tesis de que el saber sexológico merece un reconocimiento digno en la historia del pensamiento con­temporáneo. Esa modernización del sexo, a la que hace referencia el título del libro, y en la que el trabajo intelectual de ciertos sexó­logos  -- especialmente Ellis, Kinsey, Masters y Johnson --  habrían tenido un papel fun­damental, implicaría en términos esenciales un progresivo proceso, iniciado en el paso del XIX al XX, de cuestionamiento y aban­dono, cuando no ataque frontal, a las tesis planteadas por la moral victoriana a propó­sito del sexo, considerada por Robinson, con sus oportunas matizaciones y clarificaciones geográficas, la ortodoxia sexual a lo largo del XIX en Occidente:

“Contra los victorianos, los modernistas man­tenían que la experiencia sexual no era ni una amenaza moral ni un desperdicio de energías vitales. Por el contrario, la consideraban una digna (aunque a menudo precaria) actividad humana, cuya adecuada gestión era esencial para el bienestar social e individual. Expre­sado claramente (...) los modernistas eran entusiastas sexuales.” (Robinson, 1995, p. 8)

Esta tesis lleva a definir la modernización del sexo como un reconocimiento del valor del placer erótico, una progresiva legitimación de algunas de sus desviaciones, un mayor reconocimiento de la sexualidad femenina en paridad con la del hombre y, finalmente, una ampliación de los contextos para la vivencia del placer más allá del matrimo­nio heterosexual y reproductivo, “elevando a nivel de debate explícito lo que me parece el problema más exasperante de la psicolo­gía sexual humana: la paradójica necesidad tanto de compañerismo como de variedad

en la vida erótica.” (Robinson, 1995, p. 8). En este sentido la progresiva naturalización y valoración de la masturbación es uno de los mejores ejemplos de esta transformación his­tórica que en última instancia remite, como bien dice Robinson, a una nueva  -- y com­pleja --  consideración del encuentro carnal.

Robinson nos alerta no obstante de que defi­nir el modernismo sexual como una “reac­ción contra el victorianismo” (1995, p. 209), si bien puede ser útil para empezar, conlleva el riesgo de equiparar a éste con represión y modernismo con permisividad, obviando las interesantes tensiones que surgen dentro de ese proceso de modernización con otra corriente en cuyo diálogo los modernizadores del sexo estaban necesariamente implicados:

“Estas tensiones sólo son inteligibles cuando entendemos el modernismo en términos de su relación dialéctica con los valores sexuales del romanticismo europeo. A un nivel más profundo, la historia de las opiniones sexuales en el siglo XX representa una revuelta incon­clusa contra la ideología sexual impuesta por ciertos pensadores ingleses y alemanes en los primeros años del siglo XIX.” (Robinson, 1995, p. 209)

La doctrina sexual romántica se define bási­camente por la asignación de un elevado valor humano a la experiencia erótica, siem­pre que ésta se produzca en el contexto de un determinado vínculo  -- espiritual, emocio­nal, intelectual --  entre los amantes. Por su parte, el pensamiento moderno sobre el sexo entra en un diálogo con este ideal romántico que es sucesivamente “reafirmado, criticado y finalmente transformado”. Si Ellis fue el más romántico de los modernos  -- hasta las aventuras extramatrimoniales eran cosas del corazón, que no del cuerpo --  Kinsey, señala Robinson, sería seguramente el más anti­romántico de estos sexólogos:

“Alfred Kinsey, por el contrario, representa el verdadero impulso anti-romántico en el modernismo sexual. No es un materialista sexual del tipo del Marqués de Sade, pero busca, por encima de todo lo demás, sepa­rar la experiencia sexual humana de sus asociaciones emocionales elaboradas. Tales asociaciones, creía, suponen restricciones innecesarias a la expresión de una inocente necesidad física. Solamente al ser reprimidas amenazan las exigencias sexuales y la esta­bilidad emocional, por lo que una sociedad racional debe intentar promover no sólo una actitud positiva, sino esencialmente causal hacia la sexualidad. La noción de que el sexo sólo debía ser permitido cuando las personas se amaban realmente, para él no era menos absurda que la creencia de que la masturba­ción provocaba la locura.” (Robinson, 1995, p. 212)

Por su parte Masters y Johnson buscaron tal vez, aunque infructuosamente según Robin­son, un reencuentro razonable entre ambas fuerzas, la moderna y la romántica. Una síntesis deseable pero imposible entre Ellis y Kinsey. Que esta cuestión sigue sin ser resuelta lo demuestra la constante presencia del debate entre el sexo y el amor, el sexo y el afecto, el sexo y la relación o, si se prefiere, el compromiso y la pasión:

“En cuanto modernos, continuamos per­manentemente divididos entre el pasado romántico, de cuyas represiones nos gustaría liberarnos y el futuro desromantizado, cuyo vacío emocional nos asusta, aunque antici­pemos una mayor libertad. Es precisamente en esta antítesis de los impulsos románticos y anti-románticos donde debe colocarse el elemento característicamente moderno de la modernización del sexo.” (Robinson, 1995, p. 212)

En su análisis de las aportaciones de Kinsey a la sexualidad contemporánea, tras señalar su clara influencia en aspectos como la toleran­cia hacia la homosexualidad y hacia la vida sexual de los jóvenes y fuera del matrimonio, Paul Robinson comenta un tercer ámbito, relacionado con el paradigma sexual con­temporáneo, y en cuya evolución el papel de Kinsey es en su opinión más difuso y abierto al futuro. Se refiere a la progresiva desmiti­ficación del sexo, considerado cada vez más como “una experiencia natural y común, más que como algo misterioso o prohibido (...) pasando del terreno de lo sagrado al de lo profano” (Robinson, 1995, p. 130). Para Robinson, Kinsey sería el mayor desmitifica­dor sexual del pasado siglo aproximándose al sexo como un “acto natural” y convirtiendo, como habría hecho Sade, la experiencia sexual en un fenómeno sin pasiones. En su defensa de una ciencia sexual sin premisas o implicaciones morales, Kinsey defendió y justificó públicamente esta potencialidad desmitificadora de sus investigaciones. Pero en opinión de Robinson, su impacto en este sentido no habría dependido tanto de estos gestos como de las propia estructura de su pensamiento sexológico y el papel otorgado a la descarga como medida de la conducta sexual:

“un concepto esencialmente cuantitativo, moralmente indiferente y lo que también es importante, sin color. La noción de descarga desnuda a la experiencia sexual de todos sus matices, incluidos la magia y el terror. Al mismo tiempo, implica una democratización de los asuntos sexuales humanos. Presenta las actividades más tabúes bajo el mismo entramado conceptual que las relaciones matrimoniales, proceso que acaba haciéndo­las inocuas.” (Robinson, 1995, p. 131)

Esta interpretación me sirve para reforzar mi impresión de que el principal “problema” de Kinsey no tiene tanto que ver con lo que escribió sino con el modo en que se le leyó  -- o simplemente no se le leyó --  y la forma en que sus ideas, como sucedería con las de otros sexólogos, han sido posteriormente divulga­das, manipuladas, simplificadas y descontex­tualizadas por parte de la sociedad mediática y del consumo en la que nos encontramos. Algo similar podría haber sucedido con el modelo DEMOR de Master y Johnson o el binomio sexo/género de Money (1985), cons­tructos pensados con una finalidad científica que luego son reinterpretados y utilizados con un sentido distinto al original.

Así por ejemplo, creo que su consideración del orgasmo como dato “empírico” para la investigación no explicaría la posterior ele­vación del orgasmo al estatus de criterio de valor fundamental. Me atrevería a especular que ésta tuvo que ver más bien con otras influencias de corte reichiano en los años sesenta y sobre todo con su asimilación por la sociedad de consumo en sus más diversas manifestaciones. Es cierto que Kinsey fue de la opinión de que tener un orgasmo era mejor que no tenerlo, afirmando que la “gran mayoría de las gentes vive más feliz con­sigo misma y con los demás si su excitación sexual, cuando ha llegado a cierto grado, es descargada a través del orgasmo.” (Kinsey et al. 1967b, p. 166). Pero quiero pensar que se extrañaría ante ese tipo de propuestas donde el orgasmo se convierte en algo así como una vía para la liberación política. El papel otorgado al orgasmo era en él, digámoslo así, mucho más modesto y cotidiano.

La propuesta de Kinsey para resolver el malestar sexual contemporáneo suponía a mi entender una consideración del deseo y el placer como “cosas de andar por casa”. Era una parte más de la existencia humana, aunque importante, que podía ser estudiada con la misma distancia y desapasionamiento con que se estudia cualquier otra conducta humana o animal (Bullough, 1998, p. 131). Se trataba de restarle dramatismo, misti­cismo y moralismo, convirtiéndolas en un juego placentero que, por otro lado, las pro­pias investigaciones de Kinsey demostraban como algo bastante extendido y aceptado en buena parte de la sociedad estadouni­dense (Foote, 1954). Un juego que, para ser tal, debe ser libremente practicado por los interesados. Sólo cuando uno es obligado a jugar a la fuerza o no es capaz de entender las reglas del juego, debe el Estado inmiscuirse para reestablecer las condiciones básicas del mismo.

Creo que Kinsey no inventó este modelo, sino que fue testigo de su surgimiento y lo articuló, consciente o inconscientemente, en el transcurso de sus investigaciones. A lo sumo, se aventuró a explorarlo en muchas de sus implicaciones. Se adelantaba así a lo que sería, para bien o para mal, una forma parti­cularmente poderosa de entender el deseo y el placer que todavía está con nosotros, con­secuencia lógica del proceso de secularización e individualización acaecido en las socieda­des modernas y de la progresiva desaparición del tradicional vínculo entre la sociedad y el comportamiento erótico. Kinsey visibilizó en la sociedad estadounidense los primeros signos de aquello que finalmente ha pasado en la modernidad con la condición erótica de los humanos y su manera de entenderla y vivirla.

Estudiar a Kinsey es, en este sentido, estudiar historia. Leyendo sus páginas, prescindiendo sin demasiados problemas de las muchas dedicadas a tablas y porcentajes, puede uno asomarse a los inicios de la modernidad sexual en su expresión estadounidense; contexto cul­tural que acabaría siendo, también en esto, el gran modelo y referente del mundo desarro­llado. Leer a Kinsey nos ayuda a entender­nos mejor. Este es uno de sus atractivos. El atractivo de leer a un clásico que supo cap­tar a su manera una nueva forma de pensar y vivir nuestra condición erótica y sensual. En sus investigaciones Kinsey desveló, mal que bien, con aciertos e imperfecciones, lo que era la vida erótica de miles de personas. Segura­mente no la reflejó en toda su complejidad y riqueza  -- algo por otro lado imposible --  y es probable que, en su particular aproximación al fenómeno, dejara de lado aspectos de gran relevancia  -- como el amor -- . A pesar de ello su trabajo encierra un valor a mi entender incalculable: nos muestra el “sexo” nuestro de cada día, el de la mujer y el hombre comunes.

Esto es, cómo las personas se apañaban en este ámbito, con sus deseos y sus contradicciones; con lo que hacían y lo que no hacían, testando hacía dónde apuntaba la mayoría y cuáles eran las minorías. Nos mostró que la vida de las personas es muy larga y son muchas las posi­bles experiencias a vivir. Lo cual no implica, y no sé si fue esto algo que no destacó suficien­temente como señala Schelsky (1962), que no existiera un patrón general, una moralidad  -- en el sentido de mores, de costumbres --  más o menos imperante que era seguida y defendida por un porcentaje suficiente de la población como para decir que “funcionaba” (Kardiner, 1962, p. 110).

La transformación de las sociedades moder­nas ha traído nuevas preguntas, nuevos anhe­los que sustituyen a los anteriores. La lucha por la supervivencia ha sido sustituida por la búsqueda, por primera vez en amplias capas de la población, de un sentido para la exis­tencia. Los teóricos de nuestra actual condi­ción tienden a mostrar una imagen más bien pesimista del individuo moderno, situado ante el abismo generado por el derrumbe de los valores y las instituciones tradicionales. El vacío existencial y la paradoja de la infe­licidad personal en medio de la saturación material y consumista, serían los signos de una creciente sensación de aburrido y absurdo agotamiento vital. Estamos amenazados por el “sudario del tedio” (Nisbet, 1981). El nuevo peso de la vida privada y sentimen­tal como caminos para la felicidad y la auto­rrealización personal, convierten estas esferas en terreno de particular inquietud para los individuos. Ello hace que los hombres y las mujeres de esta postmodernidad vivamos con una concepción totalmente novedosa, en tér­minos históricos, del deseo y los placeres del erotismo cuya evolución futura es todavía incierta.

Robinson (1995) concluía su obra plan­teando un interesante interrogante sobre la valoración que se hará de Kinsey por parte de las generaciones futuras, haciéndolo depender del modo en que éstas consideren la sexualidad en uno u otro sentido. Para los que consideren que vivimos bajo el manto de la ignorancia victoriana y el prejuicio generadores de sufrimientos, Kinsey seguirá siendo objeto de admiración. Para los que piensen, por el contrario, que el sexo ha sido tristemente trivializado y despojado de sus elementos más atractivos y humanizadores, las ideas y el paradigma de Kinsey generará más bien recelos y rechazo.

Más de treinta años después de que Robin­son reflexionara sobre estas cuestiones, pode­mos concluir que Kinsey es a partes iguales despreciado por unos y admirado por otros. Para la gran mayoría es sin duda indiferente pues no se le conoce; pero sus ideas, las que él defendió y las que simplemente promo­vió en su manera de pensar el sexo, siguen siendo objeto de debates y posicionamientos morales cuyas tensiones todos vivimos y a menudo padecemos aunque no seamos cons­cientes de ello. A mi entender actualmente nos encontramos en un proceso de búsqueda de un nuevo equilibrio, quizá imposible, entre estas dos fuerzas de la mitificación y la desmitificación, sabedores, quizá incons­cientemente, de que ambas miradas, en sus formas más extremas, no valen demasiado la pena.

En este sentido puede ser acertada la crí­tica de Schelsky (1962, p. 157 y ss.) sobre la simpleza del “juego sexual” planteado en la modernidad y, a la larga, su inevitable avocamiento al aburrimiento y la decepción. Este “juego”,  -- del que Kinsey sería culpa­ble en opinión de muchos de sus críticos -- , está prácticamente limitado a la excitación y el orgasmo, que adquieren así un prota­gonismo que deja de lado elementos igual­mente atractivos y enriquecedores. Pero este placer erótico sería, en opinión de Schelsky, un fenómeno breve y puntual que pierde buena parte de su valor para el ser humano cuando se convierte en mero esparcimiento efímero y bulímico asociado al tiempo libre.

El placer sensual como algo que vale la pena por sí mismo podría conducir a la conside­ración de la excitación y el orgasmo como principios rectores, pasando a ser objeto de consumo como lo es cualquier otra cosa.

Según Schelsky, si realmente el “juego” fuera una metáfora útil para explicar lo que había sucedido con el erotismo en esa primera mitad del siglo XX, este se habría estilizado y enriquecido fuera del logro orgásmico. En realidad lo que ha sucedido es que ha per­dido el carácter de verdadero juego puesto que, si realmente fuera tal, ello querría decir que “la meta final no se encara como algo demasiado fundamental y que, precisamente por ese hecho, las circunstancias preliminares se desarrollan como un juego más refinado y estéticamente satisfactorio.” (Schelsky, 1962, p. 158-9). Asistimos entonces a una decaden­cia de lo erótico y a un resurgimiento de lo físico en su modalidad de “carga/descarga”. Se habría divulgado más bien una falsa idea del sexo meramente lúdico y de libre entrega. En realidad, como todo consumo, se encara demasiado en serio en la práctica al haberse convertido en un “método insusti­tuible de afirmación del ser y de la existencia personal y social, y en consecuencia está muy alejado de la serenidad del juego.” (Schelsky, 1962, p. 159). En este proceso, como sugería en 1950 David Riesman en su clásico The lonely Croad a propósito de los cambios en el carácter de los estadounidenses, el sexo habría pasado a ser en el fondo algo dema­siado serio; incluso terrorífico.

7. Conclusión

He llevado a cabo una revisión del trabajo de Kinsey tratando de abordarlo fundamental­mente desde una perspectiva sociohistórica y esforzándome por situarlo en el marco de un nuevo universo cultural y social para los hombres y las mujeres en relación. He suge­rido que Kinsey puede ser entendido como una muestra particularmente ilustrativa de cómo la ciencia social, en este caso la sexo-lógica, abordó desde el pasado siglo XIX la existencia y convivencia entre los sexos y, más específicamente, su mutua atracción y dis­frute. Visto así, Kinsey es un representante del modelo estadounidense, donde, quizá como en ningún otro lugar, los expertos fue­ron demandados y escuchados para resolver las crecientes inquietudes que parecían ago­biar a los ciudadanos en las cuestiones más cotidianas y, en cierto modo, prosaicas de su existencia. De ahí tal vez que la llamada cultura terapéutica haya triunfado en aquel país de un modo especial (Furedi, 2002a; Furedi, 2002b; Dineen, 1996; Zilbergeld, 1983) o que la ciencia social se haya conver­tido en referente de orden moral y ético y los “expertos”, sobre todo con el actual discurso victimológico, en sujetos con un poder que quizá nunca habían imaginado (Best, 1997; Money, 1988, p. 9). En este sentido, revisar el trabajo de Kinsey y lo que sucedió después con él y con sus ideas, puede ser un excelente mecanismo para la autocrítica de los respon­sables de la ciencia social en general y en la ciencia sexológica en particular. Una vía para volver a reflexionar, si es que alguna vez lo hemos hecho seriamente, sobre nuestra rela­ción con la sociedad y el papel que podemos y debemos desempeñar.

Igualmente he sugerido que me parece más acertado ver a Kinsey como un testigo de su tiempo y de aquellas transformaciones, que como un pionero revolucionario que cambió la faz del orden sexual en el mundo Occi­dental. Esta visión me parece exagerada y en gran medida viene dada por la confusión entre lo que él hizo y lo que se hizo luego con parte de lo que dijo. Una de sus aportaciones fue pues el constatar el cambio social y suge­rir en parte la respuesta que a su entender se debía dar ante el mismo y ante los pro­blemas que generaba. Esta pasaba por una cierta idea de los deseos y los placeres alejada del misticismo tradicional y conducente a una creciente relativización del concepto de normalidad y una redefinición de los valores en juego. Somos hijos de esa transforma­ción histórica siempre abierta que, como es lógico, cuenta con sus particulares tensiones y conflictos; con sus luces y sus sombras. Son esas dos caras de toda realidad (sexual), una más positiva y otra no tanto, que pienso que valdría la pena revisar nuevamente.

REFERENCIAS

Allyn, D. (1996). Private acts/public policy: Alfred Kinsey, the American Law Institute and the privatization of American sexual morality. Journal of American Studies, 30, 405-428.

Bancroft, J. (1998). “Alfred Kinsey’s work 50 years later.” (New Introduction). In A. Kinsey, W. Pomeroy, y C. Martin (1998). Sexual behavior in the human male. Bloomington: Indiana Univer­sity Press.

Beck, U., y Beck-Gernseheim, E. (2001). El normal caos del amor. Barcelona: Paidós Ibérica.

Best, J. (1997). Victimization and the victim industry. Society, 34(4), 9-17.

Bullough, V.L. (1998). Alfred Kinsey and the Kinsey report: Historical overview and las­ting contributions. Journal of Sex Research, 35(2), 127-131.

Bullough, V.L. (2004). Sex will never be the same: The contributions of Alfred C. Kinsey. Archives of Sexual Behavior, 33(3), 277-286.

Coontz, E. (2006). Historia del matrimonio. Cómo el amor conquistó el matrimonio. Barcelona: Gedisa.

Cortina, A. (1996). Ética. Madrid: Akal.

D’Emilio, J., y Freedman, E. B. (1988). Inti­mate Matters. A history of sexuality in America. New York: Harper & Row.

Davis, K. B. (1929). Factors in the sex life of twenty-two hundred women. New York: Harper & Brothers Publishers.

Dineen, T. (1996). Manufacturing victims. Toronto: Robert Davies Publishing.

Douglas, M. (1991). Pureza y peligro. Un aná­lisis de los conceptos de contaminación y tabú. Madrid: Siglo XXI.

Ericksen, J. A. (1998). With enough cases, why do you need statistics? Revisiting Kinsey’s metho­ dology. Journal of Sex Research, 35(2), 132-140. Foote, N. (1954). Sex as play. Social Problems, 1(4), 159-163.

Furedi, F. (2002a). Culture of fear. Risk-taking and the morality of low expectation. London: Continuum.

Furedi, F. (2002b). Paranoid parenting. Chi­cago: Chicago Review Press.

Hamilton, G. V. (1929). A research in marriage. New York: Lear.

Hiltner, S. (1972). Kinsey and church - after 20 years. Journal of Sex Research, 8(3), 194-206.

Hobbs, A. H., y Kephart, W. M. (1954). Kin­sey - his facts and his fantasy. American Journal of Psychiatry, 110(8), 614-620.

Johnson, R. C. (1975). Kinsey vs. Christia­nity: a clash of “paradigms” on human nature. Quaterly Journal of Speech, 61, 59-70.

Kardiner, A. (1962). Sex and morality. New York: Charter Books.

Kinsey, A., Pomeroy, W., y Martin, C. (1967a). Conducta sexual del hombre. Buenos Aires: Siglo XX. (Original 1948)

Kinsey, A., Pomeroy, W., Martin, C., y Gebhard, P. H. (1967b). Conducta sexual de la mujer. Buenos Aires: Siglo XX. (Original 1953)

Krich, A. (1966). Before Kinsey - continuity in American sex research. Psychoanalytic Review, 53(2), 233-254.

Kubie, L. S. (1955). Kinsey and the medi­cal profession. Psychosomatic Medicine, 17(3), 172-184.

Locke, H. J. (1954). Are volunteer inter­viewees representative? Social Problems, 1(4), 143-146.

Merrill, F. (1954). The Kinsey report: mani­fest and latent implications. Social Problems, 1(4), 169-172.

Money, J. (1985). The Conceptual Neutering of Gender and the Criminalization of Sex. Archi­ves of Sexual Behavior, 14, 279-290.

Money, J. (1988). Commentary: current status of sex research. Journal of Psychology and Human Sexuality, 1, 5-15.

Morantz, R. M. (1977). Scientist as sex crusa­der. Alfred Kinsey and American culture. Ameri­can Quarterly, 29(5), 563-589.

Nisbet, R. (1981). Historia de la idea de pro­greso. Barcelona: Gedisa.

Robinson, P. (1995). La modernización del sexo. Madrid: Revista Española de Sexología.

Sykes, Ch. (1992). A nation of victims. New York: St. Martin’s Press.

Sztompka, P. (1995). Sociología del cambio social. Madrid: Alianza.

Zilbergeld, B. (1983). The shrinking of Amer­ica. Myths of psychological change. Boston: Little, Brown & Company.

Miscelánea

LA OTRA ESCENA. SIGMUND FREUD, EL TEATRO Y LAS MUJERES HISTÉRICAS

Fernando Álvarez-Uría

Facultad de Psicología Universidad Complutense de Madrid Campus de Somosaguas, s/n 28223 Pozuelo de Alarcón. Madrid. España furia@ucm.es

Resumen

En el proceso histórico de formación del psicoanálisis, en la Viena de fin de siglo, se encuen­tra el tratamiento de las mujeres histéricas, y, más concretamente, el tratamiento de Anna O (Bertha Pappenheim). Sigmund Freud concedió una gran importancia a la sexualidad en la etiología de las neurosis. Al hacer radicar la histeria en bases biológicas, pulsionales y emo­cionales, el fundador del psicoanálisis privilegió las relaciones sexuales, tanto reales como imaginarias, sobre las relaciones de dominación. En el siglo XX el psicoanálisis se convirtió en el principal pilar de una nueva cultura psicológica, pero para ello tuvo que pagar un alto peaje: renunciar a cuestionar los desequilibrios de poder existentes en las relaciones sociales. La dominación masculina ocupa, por tanto, un lugar importante en el inconsciente social del psicoanálisis de Freud.

Palabras clave: Historia, psicoanálisis, histeria, matriarcado, patriarcado, feminismo, complejo de Edipo, Anna O (Bertha Pappenheim), sexualidad.

Abstract

THE OTHER SCENE.

SIGMUND FREUD, THE THEATRE AND THE HYSTERIC WOMEN

In the historical process of psychoanalysis development, in the Vienna of the turn of the century, wom­en’s hysteria treatment and, in particular, the treatment of Anna O (Bertha Pappenheim) took place. Sigmund Freud conferred a major role to sexuality in the neurosis etiology. In advocating for the emo­tional, biological and driving basis of hysteria, the founder of psychoanalysis stressed out the key role of the analysis of sexual relationships, both real and imaginary ones, upon the domination analysis. In the twentieth century, psychoanalysis became the main resource for the psychological culture, for which a high toll had to be paid: renouncing to challenge the existing unbalanced of power in social relationships. The masculine dominance plays so a major role in the social unconscious of Freud’s psychoanalysis.

Keywords: History, psychoanalysis, hysteria, matriarchy, patriarchy, feminism, Oedipus complex, Anna O (Bertha Pappenheim), sexuality.

 

1. Introducción

El 6 de mayo de 1936 Sigmund Freud cum­plió ochenta años y, con motivo de este feliz aniversario, un grupo de intelectuales le dirigió una carta pública de felicitación. El texto estaba encabezado por Stefan Zweig, Thomas Mann, Romain Rolland y Virginia Woolf entre otros, pero se adherían a él más de ciento cincuenta artistas y escritores entre los que figuraban Salvador Dalí, Hermann Hesse, André Gide, James Joyce, Robert Musil y Pablo Picasso1. Hoy somos cons­cientes del clima social de la época. Hitler y Mussolini estaban asentados en el poder, la guerra de España estaba a punto de estallar y, poco tiempo después, tras el pacto germano-soviético que sirvió de base al reparto de Polonia, ya se podría percibir el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial. ¿Podía con­tribuir el psicoanálisis de Freud a evitar que el mundo se fracturase en un mar de violen­cia; o más bien constituía un refugio y una huida hacia las interioridades del Yo para mejor olvidar que la barbarie se había mate­rializado ya en el mundo social? Dejemos en suspenso la respuesta pues lo que tratamos de mostrar a partir de esta conmemoración es que decenas de intelectuales, en 1936, rendían un homenaje al creador del psicoa­nálisis y a su nueva ciencia del psiquismo humano.

En los últimos decenios, algunos sociólo­gos hemos intentado explicar el crecimiento exponencial de esta nueva cultura dedicada por entero a la exploración del psiquismo, una cultura que amenaza con arrancar a los sujetos de la tierra para conducirlos a una interminable ensoñación; es decir, para diri­girlos a la búsqueda de los entresijos del inconsciente en donde libran sin cesar una feroz batalla las pasiones del alma2. El psi­coanálisis nació a la sombra de la medicina mental, pero creció y se desarrolló más allá de sus fronteras hasta el punto de servir de elemento de articulación de la nueva cul­tura psicológica. Nos vamos a detener en un episodio de la formación del psicoanáli­sis. Nos referiremos concretamente al Com­plejo de Edipo, piedra angular de la psicología freudiana. Para ello daremos un rodeo por el mundo del teatro y de la histeria.

2. De Casa de muñecas a Derechos de mujer

En 1880 el dramaturgo noruego Henrik Ibsen dio a la luz Casa de muñecas, una impor­tante obra de teatro que anticipaba el gran movimiento de emancipación de las mujeres que tuvo lugar durante el siglo XX. La repre­sentación de esta obra provocó en la época un escándalo, así como duras diatribas, pues Ibsen defendió la autonomía de las mujeres y un mayor equilibrio de poder entre los sexos. Mediante la magia de la escritura construye una escena, un marco de ficción dentro de la realidad del teatro, que pretende ser una mímesis de la vida misma del confortable mundo social burgués. La obra transcurre, por tanto, en un espacio íntimo, en una casa que es el baluarte de una familia de clase media que vive una existencia confortable, y se prepara para festejar la Navidad.

Desde el primer acto, Ibsen nos plantea el problema del drama: Nora, para salvar la vida de su marido enfermo, a quien los médicos recomiendan con urgencia viajar al Mediodía, pide un préstamo al Sr. Krogs­tad. Como las mujeres en la época tenían un estatus de minoría y no eran considera­das plenamente sujetos de derecho, el prés­tamo tenía que estar firmado por un varón. Nora pensó en recurrir a su padre, también enfermo, pero finalmente terminó por falsi­ficar su firma. De hecho cometió el error de estampar la firma falsificada de su padre en un documento fechado con posterioridad al fallecimiento de su propio padre, por lo que el delito resultaba flagrante. Por su parte el abogado Krogstad había falsificado papeles en el banco, y una de las primeras medidas que adoptará Torvaldo Helmer, el marido de Nora y nuevo director del banco, es des­pedirlo de su puesto, por corrupto. Krogs­tad hace saber a Nora que debe convencer a su marido para que lo mantenga fijo en su empleo pues de otro modo estallará el escándalo3.

La obra de Ibsen es un alegato en favor de la libertad de las mujeres, pero a la vez plan­tea la incertidumbre de la emancipación de todas aquellas mujeres sin profesión que no gozan de un patrimonio económico propio. La obra se inscribe en una saga literaria de escándalos y de fracasos de mujeres que en ocasiones pagan con su vida la ruptura del corsé patriarcal. Madame Bovary, la novela de Flaubert, abrió el espacio imaginario de la literatura a la insumisión de las mujeres de las clases medias. Años más tarde, en 1877, Leon Tolstoi publicó Anna Karenina, y La Regenta de Clarín data de 1884, lo que indica que cuando se representó por vez primera Casa de muñecas se iniciaba un fuerte debate sobre el estatus de las mujeres burguesas en la sociedad europea de fin de siglo.

En las cartas de Freud a Martha Bernays, su novia y futura esposa, las referencias a grandes obras de la literatura universal y de la ópera, como Don Quijote, Fausto, Hamlet y Carmen, son frecuentes. Estas obras estaban incardi­nadas en la cultura vienesa de la época. Fritz Wittels, el joven médico, dramaturgo, bió­grafo y seguidor del psicoanálisis de Freud hasta que se produjo la ruptura entre ambos, y también compañero de fatigas del bohemio y temido periodista Karl Kraus, escribió que el teatro municipal de Viena fue entre 1870 y 1890, y aún más tarde, un lugar de una importancia singular para la vida cultural de la ciudad; y ello tanto para un público cul­tivado como para las clases populares. Obras de Goethe, Schiller, Shakespeare, Calderón... en fin, las grandes obras de los grandes dra­maturgos europeos, pero también obras de comediógrafos vieneses como Arthur Schni­tzler, Hermann Bahr y el propio Karl Kraus, conmocionaban periódicamente la vida cotidiana de la ciudad4. Por los escenarios de los teatros de Viena desfilaron también heroínas tales como Cleopatra, Lucrecia Borgia, Elena de Troya, Salomé, la Nana de Zola, Manon Lescaut y otras mujeres atormentadas que Wittels asociaba con la histeria: El arte dra­mático, escribe, es el verdadero terreno de la histérica5. La histeria no es una enfermedad exclusivamente femenina pues, como señala Wittels, también Don Juan es un histérico que busca compulsivamente a su madre.

Uno de los primeros contactos del Dr. Freud con la psicopatología de la histeria vino a través de su amigo y protector, el doctor vienés Josef Breuer. Freud, en una carta a su prometida, escrita a las dos de la madrugada del 13 de julio de 1883, relata que acaba de regresar de casa de Breuer en donde sostu­vimos una prolongada conversación médica sobre la vesania moral, las enfermedades nerviosas, y los casos clínicos extraños  -- entre otras personas hablamos de tu amiga Bertha Pappenheim -- -. Breuer atendió de una tos nerviosa y, pos­teriormente, de una grave crisis psíquica a Bertha Pappenheim, describiendo con preci­sión su cuadro clínico. La muchacha, escribe, de una vitalidad mental desbordante, llevaba una vida altamente monótona en el seno de una fami­lia de hábitos puritanos, vida que ella trataba de embellecer de un modo probablemente decisivo para su enfermedad. Cultivaba sistemáticamente la ensoñación despierta que llamaba su “teatro pri­vado”. Mientras que todos los demás la suponían presente, vivía interiormente una vida de cuento, pero siempre que alguien se dirigía a ella respon­día de inmediato, de modo que nadie lo notaba. Simultáneamente con las tareas de la casa que desempeñaba sin tacha, se desarrollaba permanen­temente esta actividad psíquica6. Esta especie de desdoblamiento psíquico, el hecho de estar en dos lugares a la vez, explica Breuer en sus Consideraciones teóricas, se produce especial­mente en aquellas personas que, teniendo gran vivacidad de espíritu, son torturadas por ocupa­ciones monótonas, simples y carentes de estímulo, y buscan casi premeditadamente el entretenimiento de pensar en otra cosa (“el teatro privado”de Anna O.). En realidad, en estrecha relación con la histeria de las mujeres, está la rebelión con­tra su situación como reina del hogar. Sin embargo el propio Freud ofrecía este estatus a su prometida: Estoy seguro de que compartirás todos mis intereses y que serás alegre a la par que hacendosa. Te dejaré las riendas de la casa en la medida de tus deseos, y tú me recompensarás con tu dulce amor, superando todas esas debilidades que a menudo os atribuyen a las mujeres (23­ X-1883). Freud estaba horrorizado por la figura inmoral de Carmen, la cigarrera, hasta el punto de establecer una clara dicotomía entre la gente del pueblo, la masa grosera, vulgar, y la minoría cultivada, refinada, que controla sus instintos. Yo estimo que el cuidado de la casa y de los niños, así como la educación de éstos, reclaman toda la actividad de la mujer, eliminando prácticamente la posibilidad de que desempeñe cualquier profesión (15-XI-1883). Y algunos años más tarde escribe: Mientras tú te lo pasas tan bien con actividades de administra­ción del hogar, yo me siento de momento tentado por el deseo de solucionar la incógnita de la estruc­tura cerebral (Viena, 17-V-1885).

Aun no se había apagado el eco del debate suscitado por Casa de muñecas cuando el 5 de abril de 1881 falleció el padre de Bertha Pap­penheim, la amiga de Martha Bernays, que entonces tenía 22 años, de modo que su cri­sis psíquica se agudizó. Por la misma época el mago Charcot hacia subir a la tarima de sus clases en la Salpetrière a las mujeres his­téricas para que exteriorizasen sus traumas, como en un teatro del absurdo, ante los ojos asombrados de sus ayudantes y estudiantes de medicina. Entre ellos se encontraría, ape­nas tres años más tarde, el propio Sigmund Freud.

A finales de 1888 Bertha Pappenheim, ya curada de su grave crisis psíquica mediante el recurso al método catártico, se instaló en Frankfurt y entró en estrecha relación con la Asociación de Mujeres Israelitas que reunía a un colectivo de mujeres feministas. Su his­toria clínica, con el sobrenombre de Anna O, aún no había sido publicada por el Dr. Breuer, pero, tras la conversación entre Breuer y Freud el 12 de octubre de 1883, el psicoaná­lisis iniciaba su accidentada andadura.

Bertha Pappenheim se preocupó en Frankfurt de los niños huérfanos, abrió una escuela, y en 1890 publicó cuentos infantiles con el seudónimo de Paul Berthold. Mas tarde, en 1899, el mismo año en el que tradujo el libro de Mary Wollstonecraft, Una vindicación de los derechos de la mujer, escribió también una obra de teatro titulada Derechos de mujer en donde, siguiendo la senda de Ibsen, cuestio­naba la dominación política y económica de las mujeres, así como su explotación sexual.

Derechos de mujer de Bertha Pappenheim, es decir, de Anna O, iba más allá que Casa de muñecas, pues Bertha en realidad finalizaba la obra proponiendo una alianza entre las muje­res burguesas y las de las clases populares para su emancipación. Fue preciso esperar a 1953, es decir, a una revelación realizada por el psicoanalista inglés, y también biógrafo de Freud, Ernest Jones, para que saliese a la luz que bajo el nombre real de Bertha Pap­penheim, feminista y trabajadora social, se escondía la verdadera identidad de Anna O, la joven diagnosticada de histeria por el Dr. Breuer, y cuya historia clínica sirvió de base para el nacimiento del psicoanálisis7.

3. El teatro y la histeria

Freud llegó a París a mediados de octubre de 1885. Antes de emprender el viaje estuvo en Baden en donde asistió a la representación de El mendigo estudiante. En París aún no habían empezado las clases en la Universidad y en la Salpetrière se esperaba la llegada del Direc­tor de la clínica para enfermedades nerviosas Jean Martin Charcot, catedrático de Anato­mía patológica en la Facultad de Medicina de la Universidad de París. Freud describe en su carta a Martha (19-X-1885) cómo asistió desde el gallinero, mezclado entre la masa del público que no paraba de aplaudir, a la representación de tres obras de Molière, Le mariage forcé, Tartuffe, y Les precieuses riducules. Al día siguiente se produjo el tan esperado encuentro con Charcot.

Freud quedó fascinado por la ciudad, sus grandes avenidas, sus museos, los lujosos escaparates de los grandes almacenes, su vida alegre y sus teatros. En el teatro de la Porte St. Martin asistió impresionado a la repre­sentación de Theodora, una obra escrita por el dramaturgo francés Victorien Sardou y protagonizada por Sarah Bernhardt, la actriz más reconocida entonces en el mundo del teatro parisino. La Ville Lumière era la ciudad de la libertad, con sus mujeres desenfadadas y cafés cantantes; pero era también la lóbrega ciudad de los museos anatómicos en donde se agolpaban los cadáveres de los criminales conservados en formol para ser diseccionados por los estudiantes. Freud sintió una especie de atracción fatal por la catedral de Nôtre Dame, con sus gárgolas monstruosas y sus obscuras torres, en donde aún se podía perci­bir la inquietante presencia de Quasimodo. París seguía siendo la ciudad del crimen y del misterio. El movimiento neogótico, que triunfaba con fuerza en la Inglaterra victo­riana, también hacia acto de presencia en la bulliciosa capital de Francia8. El 16 de enero de 1886 Freud asistió en la Comedie Française, en compañía de Jules Bernays, primo de su novia, a la representación de Las bodas de Fígaro de Beaumarchais.

En la Facultad de Medicina de París todo el mundo hablaba del mago Charcot y de sus lecciones en la clínica de la Salpetrière en dónde las crisis de las histéricas irrumpían bajo la forma de bouffés delirantes. En la etio­logía de la histeria, Charcot privilegiaba los factores hereditarios y situaba en un segundo plano los traumas sufridos por los enfermos. El espiritismo estaba entonces de moda, y Charcot, como buen racionalista, estaba dispuesto a demostrar que la histeria en rea­lidad solucionaba el enigma de las posesiones diabólicas. En la época Desiré Magloire Bourneville editaba una serie de libros sobre brujería y demonología; y el propio Charcot publicó Les démoniaques dans l’art en donde ponía de manifiesto que las posesiones satá­nicas podían ser explicadas recurriendo al alienismo, a la ciencia del alma, que se mos­traba en este sentido superior a las religio­nes. Cuando Freud fue invitado a cenar por primera vez en casa de los Charcot fue presa de una gran excitación que trató de neutra­lizar con una dosis de cocaína. Sin embargo la curiosidad se acrecentó al adentrase en la vivienda del mago de la histeria pues, como el propio Freud escribió, Charcot vivía en el interior de un castillo encantado, un castillo mágico; en fin, en una de esas misteriosas y abigarradas viviendas que tanto fascinaban a los victorianos. El joven becario de medicina asistió a las clases del maestro Charcot que destruía una a una todas las ideas recibidas. Mi cerebro se queda tan saciado de él, escribe a su preciosa novia, como después de haber pasado una velada en el teatro (24-XI-1885). Unos meses más tarde su admiración seguía viva: Me ha quedado un recuerdo tan amable y edificante de Charcot que, a su modo, no difiere del que me dejaron los diez días que pasé contigo, escribe a su dulce amada (Berlín, viernes, 19-III-1886). Y añade: El sábado y el domingo iré al teatro impulsado por mi hosca y gris desesperación9.

El padre de Freud murió el 23 de octubre de 1896. Casi un año mas tarde Freud escribe a su amigo Wilhelm Fliess y le dice que está realizando su propio autoanálisis y que ha encontrado que estaba enamorado de su madre y celoso de su propio padre, algo que ahora considero que es un evento universal de la primera infancia, e incluso de una infancia no tan temprana en niños que se han convertido en histéricos. Y añade: Si esto es por consiguiente así, podemos entender el apasionante poder de Oedi­pus Rex, a pesar de todas las objeciones que la razón haga surgir contra la presuposición del destino. Y añade: la leyenda griega se sirve de una fuerza que cada uno reconoce porque siente su existencia en su propio interior. Un poco más adelante Freud se refiere también a Hamlet10. Freud, por tanto, a partir de obras del teatro clásico, ponía la primera piedra para la cons­trucción de su teoría sobre el complejo de Edipo. En las cartas que escribe más tarde a Fliess le reprocha que no le diga nada sobre mi interpretación de Oedipus Rex y Hamlet (5­ XI-1897); y también señala que tiene que informarse más sobre la leyenda de Edipo (24-III-1898).

La relación entre el padre y la mujer histérica se convierte, por la mediación de Anna O y del autoanálisis de Freud, en un fenómeno universal para la estructuración del aparato psíquico. Edipo Rey, la tragedia de Sófocles, se imponía sobre Casa de muñecas de Ibsen como modelo para explorar el aparato psí­quico y resolver el enigma de la histeria. Se trata de una opción fundamental para el pen­samiento y la cultura contemporánea pues Freud, al universalizar a Edipo, convierte al sujeto en un sujeto soberano que ha perdido la tierra; es decir, un sujeto subjetivado al margen del espacio social y político.

En 1900 Freud trató en su consulta a una joven judía de 18 años que padecía una tos persistente y pérdida de voz. Dio a la paciente el nombre de Dora, quizás en recuerdo de Victorien Sardou que escribió una obra de teatro con este título, o quizás también en homenaje a la hija pequeña del Dr. Breuer, y publicó su historia clínica con el título de Fragmento de un análisis de un caso de histeria. En realidad la joven Dora se llamaba Ida Bauer y su padre, el rico industrial Philipp Bauer, acudió a la consulta de Freud con su hija pese a las objeciones de la joven que se resistía a ser tratada por un psiquiatra. Los judíos representaban en Viena más del 10% de la población pero no gozaban de plenos derechos ciudadanos. El alcalde de la ciudad, el reaccionario antisemita Karl Lueger, lan­zaba periódicamente sus diatribas contra lo judíos. Estos brillaban en el teatro municipal y en general en el mundo de la cultura, pero pocas veces en el mundo de la política. En

este sentido el hermano de Ida Bauer, Otto Bauer, fue una excepción y brilló formando parte del movimiento de los austromarxistas en el Partido Socialdemócrata. Freud, que vio a Otto dos veces, no compartía sus ideas socialistas. No intento que la gente sea feliz, le dijo. La gente no quiere ser feliz11.

4. Matriarcado versus patriarcado

En 1861 el pensador suizo Johann Jakob Bachofen publicó Das Mutterrecht, El matriarcado, un libro fundamental que ponía en cuestión la naturaleza natural del patriarcado y, por tanto, las bases mismas en las que se pretendía asentar la dominación de los varones sobre las mujeres. Lo impor­tante de las tesis de Bachofen no era tanto el hecho de que fuesen verosímiles o no, sino que cuestionaban el sistema del patriarcado, históricamente avalado por las tres grandes religiones monoteístas; es decir, cuestiona­ban un modelo de familia conyugal que la triunfante burguesía defendía como una ins­titución natural, básica e incuestionable.

Cuando en los años setenta y ochenta del siglo XIX el antropólogo norteamericano Lewis H. Morgan, el antropólogo inglés Edward Burnett Tylor y el antropólogo ale­mán Adolf Bastian consideraron seriamente la tesis de Bachofen, revolucionarios defen­sores del socialismo como Friedrich Engels y August Bebel establecieron un vínculo inse­parable entre la dominación masculina y el capitalismo que el socialismo debería hacer añicos.

Los movimientos feministas de finales del siglo XIX se aferraron a la tesis de la exis­tencia del matriarcado para evitar la natu­ralización de la dominación masculina, y para exigir con fuerza un nuevo derecho civil basado en la igualdad entre los sexos. Fue este movimiento social de las feministas europeas el que sirvió de base, y también de eco, a la defensa de las mujeres realizada por Ibsen. Ibsen visitó Viena en 1891 y recibió un telegrama de bienvenida de las mujeres progresistas vienesas. Cuando se produjo su muerte en 1906, las revistas de las feminis­tas austriacas saludaron la contribución a la igualdad del gran dramaturgo que defen­dió la incorporación de las mujeres a la vida social con plenos derechos de ciudadanía. Nora se convirtió en el símbolo de todo un movimiento social: el movimiento de las mujeres por la igualdad y la democracia. Dominación de la mujer, colonialismo sal­vaje y explotación capitalista constituyeron el telón de fondo sobre el que se desarrolla­ron las ciencias sociales en el siglo XX, y más concretamente la sociología occidental12.

En 1895 Eduard Albert, conocido cirujano y viejo profesor de la Universidad de Medi­cina de Viena, condenó violentamente que las mujeres estudiasen medicina. A su jui­cio las mujeres podían ser un buen auxiliar del médico como enfermeras, pero el ejerci­cio de la medicina era incompatiblecon su dedicación a la maternidad. Auguste Fic­kert, una de las promotoras e impulsoras de la Asociación de Mujeres Austriacas, refutó en un encuentro de la Asociación las tesis de Albert, y las feministas decidieron hacer una petición al Parlamento a la que se sumó la escritora, artista y feminista Rosa Mayreder. En 1900 la Facultad de Medicina abrió por primera vez sus puertas a las mujeres que en el curso 1900-1901 representaban el 2,3% de los estudiantes matriculados.

Pero el debate no terminó aquí. El 3 de mayo de 1907 Karl Kraus imprimió en su panfletario periódico, La antorcha, un artí­culo firmado con el seudónimo de Avicena, que en realidad había sido escrito por el joven Fritz Wittels, discípulo de Freud y del propio Kraus. La tesis del artículo era que la histeria era la responsable de que las mujeres estudiasen medicina y también que se encontraba en la base de la lucha de las mujeres por obtener igualdad de derechos. Feminismo e histeria se convertían por tanto, para Wittels, en un pleonasmo, a la vez que preconizaba el amor libre, el retorno de las mujeres al modelo de la hetaira griega. El 15 de mayo el artículo fue sometido a discusión en la reunión psicoanalítica de los miércoles. Freud, señala Rank en las actas de la reunión, comienza expresando su agrado por el artículo ori­ginal lleno de sagacidad e ingenio. Por otra parte, sin embargo, halla en él algunas semiverdades (o cuartos de verdad). (...) En opinión de Freud, es verdad que la mujer no gana nada con estu­diar y que eso, en términos generales, no mejorará su suerte. Además, la mujer no puede igualar al hombre en cuanto a la sublimación de la sexuali­dad. Freud, asediado en ese momento por las acusaciones de colegas médicos, que acusa­ban al psicoanálisis de pansexualismo, difiere sin embargo de Wittels en su apología de la cortesana: El ideal de la hetaira no tiene cabida en nuestra cultura13.

El apasionado debate se prolongó con la cuestión de la maternidad que alcanzó su clí­max en 1910, cuando el profesor Max Gru­ber escribió un panfleto en el que sostenía que dar a las mujeres una educación acadé­mica dañaba la salud de la raza al disminuir el deseo de las mujeres de tener niños. En realidad el debate reproducía otro anterior desencadenado con motivo de la publicación del libro de Theodor Hertzka titulado Frei­land, Tierra libre. En esta obra, que data de 1889, el autor defendía el retorno al matriar­cado, a una sociedad en la que las mujeres mantenidas por el Estado se dedicasen a la reproducción y a las tareas estéticas. Frente a estas propuestas, las feministas defendían el trabajo como vía de emancipación de las mujeres. En realidad, como Engels demostró de un modo incontestable en La situación de la clase obrera en Inglaterra, el trabajo de las mujeres proletarias había representado un importante papel en el inicio y el desarro­llo de la revolución industrial, pero las leyes protectoras del trabajo infantil y del trabajo de las mujeres proletarias se aprobaron en la mayor parte de los países europeos justamente cuando las mujeres de las clases medías pugnaban por incorporarse al mundo de las pro­fesiones. Y aunque algunas feministas de las clases medias se adscribían al socialismo, la cuestión sexual no estaba vinculada a la cuestión social, de modo que el movimiento feminista europeo nació escindido por la división entre las clases. Anna O fue en este sentido una excepción pues fue muy consciente de esta división y trató de neutralizarla.

Mientras Freud escribía a Fliess sobre los avatares de su autoanálisis y acerca de sus propios encuentros, como Hamlet, con la sombra de su padre, un grupo de escrito­res e intelectuales entre los que destacaban el poeta Stefan George y el filósofo Ludwig Klages fundaron en Munich el llamado Cír­culo Cósmico, una especie de comuna libertaria en la que defendían el retorno al matriarcado y la practica del amor libre. Entre los miem­bros más activos del Círculo se encontraba un discípulo de Freud, Otto Gross.

En 1907 Gross envió un artículo al Archiv, la revista alemana de sociología que dirigía Max Weber, en el que abogaba por una nueva ética sexual. Marianne Weber, en la biografía que dedicó a su marido, reproduce la dura carta en la que Max Weber se opone a la publicación del artículo por considerarlo un mal sermón. Los Weber defendían la igualdad entre los sexos y la protección de las madres solteras, pero estaban lejos de preconizar el amor libre. En su carta, Max Weber contra­pone la ética higiénica, la ética psiquiátrica individualista, a la ética heroica que señala un camino de esfuerzo, así como un compro­miso con la sociedad y con la democracia. El procedimiento de curación de Freud, escribe, no es otra cosa que una nueva versión de la confesión con una técnica algo transformada. A juicio de Weber, el deber de conocerse a si mismo con ayuda psiquiátrica no debe convertirse ni en una cosmovisión ni en una cultura. Por su parte Otto Gross, hijo de un autoritario y reconocido criminólogo conservador, coinci­día con Erich Mühsam y otros anarquistas en preconizar el amor libre. Ambos participaron en Ascona, en Monte Veritá, con otros varones y mujeres libertarias, en la búsqueda de una Nueva Comunidad. Mühsam, que estuvo muy vinculado a la esposa de Gross, Frida, escribió una obra de teatro en 1911 que se titulaba El matrimonio libre, en la que la protagonista, Alma, se convierte en una especie de Nora ya emancipada de las ser­vidumbres del hogar burgués. En un pasaje de la obra, Alma, que espera un hijo fruto del amor libre, exclama: Mi pequeño no crecerá en el seno de una familia burguesa. Sus primeras impresiones de la vida han de proporcionarle una sensación de libertad. (...) Si es un niño, será un rebelde; y si es una hermosa niña, pues no tendré un hijo feo, entonces sé que nunca cuestionará el natural privilegio de la belleza: la libertad de explorar los placeres de la vida14.

En 1908 Gross, que era adicto a la morfina, comenzó a psicoanalizarse con Carl Gustav Jung en Zurich. En la correspondencia que mantuvieron Jung y Freud las referencias a Gross son frecuentes pero no precisamente muy laudatorias. Gross llegó incluso a acu­sar a Jung de servirse de su psicoanálisis para retomar de él una teoría de la signifi­cación del padre, acusación que Jung desca­lificó apelando al alto grado de paranoia al que había llegado Gross en la última fase de su drogadicción. La correspondencia entre Freud y Jung refleja también la importan­cia que tanto Freud como Jung confirieron a los deseos incestuosos de los niños. En todo caso Jung vincula el incesto al periodo del matriarcado y a la familia matrilineal. Freud, alejado de lo que él consideraba las velei­dades de Gross y de Jung sobre la familia, no se mueve ni un ápice de su defensa del patriarcado15.

Freud se sintió obligado a poner orden cuando la sociedad psicoanalítica superaba el estadio de secta para convertirse en una iglesia. Para esta ocasión delicada escribió Totem y tabú que se publicó en 1913. Totem y tabú constituye la primera obra social de Freud, pero precisamente por ello es también una pieza fundamental en la metamor­fosis psicoanalítica de los vínculos sociales en vínculos emocionales. Al no renunciar al papel transcendental del patriarcado, Freud se enfrentaba a las feministas, pero también a los movimientos libertarios y socialistas que cuestionaban radicalmente la sumisión a la ley del padre. El complejo de Edipo se erigió efectivamente no sólo en la piedra angular de la teoría psicoanalítica, sino también en un importante impulso para el nacimiento y el desarrollo de una cultura familiarista y psicológica.

5. De Edipo Rey a Hamlet

La tragedia de Sófocles, Edipo Rey, es bien conocida pues forma parte del patrimonio de la literatura universal. En la obra se pone de manifiesto la superioridad de los dioses sobre el más poderoso de los mortales, pero también Sófocles nos muestra la fragilidad de la con­dición humana que puede pasar del poder y la gloria al sufrimiento y la miseria, de la luz a la total oscuridad. Edipo Rey, el pode­roso, rico, sabio y soberano señor de Tebas, el más noble de los mortales, termina ciego, pobre, destronado, desterrado, condenado a vagar sin rumbo sobre la tierra. Hay en la obra también una segunda lectura que no se agota en el carácter efímero de los poderes humanos. Es como si a través de la terri­ble historia de Edipo, Sófocles nos señalase que el camino hacia la sabiduría pasa por la humildad y la aproximación a los oráculos de los dioses por la práctica de la adivinación como la que lleva a cabo el ciego Tiresias. Edipo puede ahora aproximarse a la luz de los dioses, a sus oráculos y a sus decisiones inapelables, pues ha recibido la lección que le han proporcionado los dioses humillando su altivez. La insolencia engendra al tirano, canta el coro, es decir, el pueblo. Para Sófocles no es la lógica ni el razonamiento riguroso de la ciencia lo que conduce al verdadero conoci­miento, sino el reconocimiento de la finitud y de la posibilidad de errar: una actitud ética de sumisión ante el misterio está en la base del acceso a la sabiduría.

¿Qué fue lo que tanto impresionó a Freud en Edipo Rey hasta el punto de llegar a conver­tir esta obra en el modelo de observación del conflicto psíquico constitutivo de la persona­lidad humana? Quizás Freud, un apasionado amante del mundo clásico y del teatro, como otros muchos vieneses cultivados, se interesó por el hecho de que la tragedia de Edipo, la historia de una vida marcada por el poder y la gloria, pero también por la miseria, la ceguera y el desprecio, fuese teatralizada sobre un escenario y convertida en drama.

En el gran teatro del mundo los seres huma­nos buscamos casi siempre fuera de nosotros mismos las raíces de nuestros males que radi­can, como en el caso de Edipo, precisamente en el tiempo pasado, en nuestra infancia, en el lado oscuro, desconocido, de nuestras vidas. Es muy posible que Freud, tras la muerte de su padre, y tras iniciar su autoanálisis, inten­tase ?a diferencia de Edipo que desconocía su propio origen --  remontarse en el tiempo a su propia infancia, pues pensó, a partir de la experiencia de las histéricas, que la his­toria desconocida de nuestra propia infancia nos impide el acceso a nuestro propio des­tino. Tiresias, como el psicoanalista, es el ciego que, sin ver la superficie de las cosas, se procura el acceso a las verdades ocultas, de modo que el psicoanálisis es un arte que se asemeja a la vieja práctica de la adivinación.

Freud asocia a Edipo con Hamlet. Y sin embargo el joven Hamlet, príncipe de Dina­marca, no es en este caso el objeto de la venganza de los dioses, sino la mano que ha de vengar el asesinato de su padre, el Rey Hamlet, a manos de su tío paterno Claudio, que, después de envenenar a su hermano y arrebatarle el trono, se desposó con Gertru­dis, reina de Dinamarca y madre de Hamlet. Al igual que en Edipo Rey, en Hamlet el ase­sinato de un Rey y su sustitución en el trono van acompañados del matrimonio del nuevo Rey con la reina. Al igual que en Edipo Rey, en Hamlet aparecen estrechamente unidos el poder político, la sexualidad, y la muerte. Pero hay algo más: en el fondo de las dos tragedias el crimen permanece oculto, escon­dido, bajo el libre juego de las apariencias. Es preciso por tanto que la verdad salga a la luz; es preciso que, como en las novelas policíacas, se demuestre la culpabilidad del asesino que se esconde bajo el poder de un trono presidido por el rótulo de la inocen­cia; es preciso, finalmente, que el culpable, consciente o no de su culpa, pague por su crimen. La resolución de la búsqueda de la verdad se manifiesta claramente en los pro­tagonistas de las dos tragedias, Hamlet y Edipo. Los actos criminales, dice Hamlet en la escena II del primer acto, surgirán a la vista de los hombres, aunque los sepulte toda la tierra. Pero para que se restablezca la verdad, para que lo oculto salga a la luz y se haga patente, es preciso que los dos protagonistas trans­formen su modo de mirar habitual y que se produzca una remodelación profunda de sus modos de pensar. Si, dice Hamlet tras hablar con el alma en pena de su padre, borraré de las tabletas de mi memoria todo recuerdo trivial y vano, todas las sentencias de los libros, todas las ideas, todas las impresiones pasadas, que copiaron allí la juventud y la observación. Y sólo tu man­dato vivirá en el libro y volumen de mi cerebro, sin mezcla de materia vil. El mandato de su padre había sido formulado con claridad: ¡No con­sientas que el tálamo real de Dinamarca sea un lecho de lujuria y criminal incesto! Es preciso desenmascarar al criminal y romper las rela­ciones incestuosas por lo que no sólo es nece­sario conocer la verdad, también es preciso actuar. En el acto de desvelamiento, venganza y reparación, los dos héroes caminan hacia su propia desgracia personal: Edipo, ciego, hacia el destierro; Hamlet, muerto, hacia la tumba del héroe llorado por el pueblo.

En Hamlet, el papel esclarecedor de Tiresias lo encarnan los cómicos ambulantes guia­dos por la mano maestra de Hamlet. Hamlet introduce el teatro dentro del teatro pues en un escenario improvisado en el palacio hace representar los crímenes acontecidos en la vida real del teatro de la vida. ¡Sentaos!, dice Hamlet a su madre la Reina, no os moveréis de aquí ni saldréis hasta que os haya puesto ante un espejo dónde veáis lo más íntimo de vuestro ser! Y en la misma escena, un poco más adelante, la propia Reina exclama: ¡Me haces volver los ojos alma adentro, y allí distingo tan negras y profun­das manchas que nunca podrán borrarse!

El psicoanálisis es la técnica de observación y conocimiento que permite mirar en la oscu­ridad de nuestro propio mundo interior para proyectar luz en el terreno cenagoso y mis­terioso del inconsciente en donde mantienen una guerra sorda las fuerzas irracionales que lo habitan. En este sentido el analista, en la consulta, hace volver al paciente a la escena del crimen, lo acompaña a presenciar una escena traumática que el paciente se obstina impunemente en olvidar. Sólo así se produ­cirá la catarsis, la liberación. Como en el tea­tro, la escena a la que se retorna no es la rea­lidad, sino una representación de la realidad que ha sido objetivada por Freud a partir del teatro clásico. El psicoanálisis se desarrolla por tanto en la otra escena.

6. Rebecca West

Nos encontramos ahora en 1916, cuando ya el psicoanálisis ha dejado de ser una secta para convertirse en una nueva Iglesia. Han transcurrido por tanto algunos años desde que Sigmund Freud sentó las bases de la cura psicoanalítica a partir del complejo nuclear de Edipo. A finales de ese año de 1916, cuando la Revolución de los soviets estaba a punto de estallar, Freud publicó en la revista Imago un ensayo titulado Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico. El texto ha sido recogido en el tomo XIV de las Obras completas de Freud editadas por James Strachey. Curiosamente en este escrito el alienista vienés retorna una vez más al tea­tro para reunir en escena, por primera y única vez, a Shakespeare y a Ibsen. El encuentro de estos dos dramaturgos se produce preci­samente en torno a dos mujeres fatales: Lady Macbeth y Rebeca Gamvik. Esta última es la heroína de una obra de teatro de Ibsen titu­lada Rosmersholm (1886).

El principal objetivo del ensayo de Freud es mostrar que el psicoanálisis parte de los sín­tomas neuróticos para buscar su significado en las mociones pulsionales que se ocultan tras ellos, aunque, en ocasiones, cuando se agudizan las resistencias del enfermo, es preciso avanzar más allá para aproximarse también al carácter forjado en determinadas vivencias patógenas de la primera infancia.

El texto está dividido en tres apartados titu­lados respectivamente, I. Las “excepciones”, II. Los que fracasan cuando triunfan, y III. Los que delinquen por conciencia de culpa. Las referen­cias a las dos mujeres de Ibsen y Shakespeare se encuentran en el segundo apartado, pero ya en el primero Freud anticipa una curiosa observación sobre las mujeres que se consi­deran a si mismas singulares, excepciona­les. Posiblemente pensaba en mujeres como Nora, o también en feministas como Anna O: No queremos abandonar las “excepciones” sin apuntar que la pretensión de las mujeres a ciertas prerrogativas y dispensas de tantas coerciones de la vida descansa en el mismo fundamento. Como lo averiguamos por el trabajo psicoanalítico, las mujeres se consideran dañadas en la infancia, cer­cenadas de un pedazo y humilladas sin culpa, y el encono de tantas hijas contra su madre tiene por raíz última el reproche de haberlas traído al mundo como mujeres, y no como varones. Una vez más el principio de realidad, que el psicoaná­lisis freudiano sacraliza, pasa por la subordi­nación a la dominación masculina.

En el segundo apartado, Freud se interesa por aquellas personas que sufren una enfermedad del alma precisamente cuando se cumplen sus deseos más soñados. Cita en primer lugar el caso de una muchacha de buena familia que desde muy joven se fue de casa, rodó por el mundo de aventura en aventura hasta que conoció a un artista que supo apreciar su encanto feme­nino. El joven la recogió en su casa, y tras una convivencia de años, estaba dispuesto a hacerla su mujer ante la ley. La joven, a par­tir de ese momento, descuidó la casa cuya ama legítima estaba destinada a ser ahora, se consi­deró perseguida por los parientes de su com­pañero, y, en fin, terminó por contraer una grave enfermedad psíquica.

El siguiente ejemplo recuerda, en negativo, la trayectoria del propio Freud a la sombra de su maestro Charcot. Se trata de un hombre respetable en grado sumo, un joven profesor uni­versitario que había alimentado durante muchos años el comprensible deseo de convertirse en suce­sor de su maestro, el que lo había introducido en la ciencia. Cuando se produjo el retiro del anciano, sus colegas lo eligieron para susti­tuirle, pero entonces el profesor se intimidó, se declaró indigno, y cayó en una melancolía que lo inhabilitó para cualquier actividad.

La explicación de esta especie de neurosis provocada por el éxito la encuentra Freud apelando a una frustración interior que pro­híbe a la persona extraer de un cambio obje­tivo el provecho largamente esperado. Tanto Lady Macbeth como Rebeca Gamvik com­partirían esa especie de frustración interior, asentada en un tipo de carácter, que las lleva­ría a derrumbarse tras alcanzar el éxito. Pero mientras que Shakespeare no da muchas pis­tas para averiguar por qué esto se produce en el caso de Lady Macbeth, Ibsen, en su drama psicológico, proporciona más datos a partir de la figura de Rebeca Gamvik, una mujer libre, que desprecia las cadenas con las que la fe religiosa ata a una determinada moralidad imperante en la mayor parte de las mujeres. Rebeca es atrevida, osada, no se detiene ante los prejuicios, los miramientos, ni las con­venciones sociales, impone sus deseos más allá del amor y la muerte, pero cuando se abre para ella el camino de la felicidad cobra una conciencia de culpa que le niega el goce. Más allá de la figura de Rebeca está el inconsciente de Ibsen, genial poeta y dramaturgo, que se ve obligado a introducir en el drama la conciencia moral antes de que Rebeca sea consciente del incesto con su padre adoptivo, el doctor West, que era en realidad su padre biológico.

La conclusión que extrae Freud del análisis de estos dos caracteres femeninos, una vez más, resulta previsible: El trabajo psicoanalítico enseña que las fuerzas de la conciencia moral que llevan a contraer la enfermedad por el triunfo, y no, como es lo corriente, por la frustración, se entra­man de manera íntima en el complejo de Edipo, la relación con el padre y con la madre, como quizá lo hace nuestra conciencia de culpa en general.

Si forzamos un poco el análisis de Freud, y su lectura de Ibsen, se podría ir más allá de las palabras de padre del psicoanálisis para hacer explicita una tesis inconsciente que Freud asumió durante su proceso de socia­lización, un proceso también mediado por el teatro: Detrás de cada Nora, en lo más íntimo de su pasado, habita una Rebecca. Así lo entendió la militante feminista, periodista y novelista inglesa, Cicily Isabel Fairfield, que firmó sus escritos con el pseudónimo de Rebecca West. Cicily estudió en la Escuela de Arte Derramático de Londres y encarnó en alguna ocasión el personaje de Rebecca. Convivió durante diez años con el escritor Fabiano H. G. Wells, con el que tuvo un hijo. En 1927 comenzó a psicoanalizarse y pronto aban­donó. A su juicio el psicoanálisis es un nego­cio terriblemente intrincado y complejo con una especie de fijación la en la figura del padre.

7. Reflexiones finales

Freud fue un alienista que buscaba fama y fortuna, un Macbeth cegado por la ambición del éxito en el campo científico que arrancó a las histéricas de las manos del mago Charcot para reclinarlas en el diwan de los psicoana­listas en donde la verbalización de sus deseos las reconducirá, presuntamente, a la curación; es decir, a la aceptación de la ley del padre. El diwan es ahora el nuevo teatro de los sueños, el hogar seguro en el que reposan los delirios viajeros, las ensoñaciones errá­ticas. Allí acuden pacientes de ambos sexos aquejados de neurosis, sonambulismo, cruel­dades imaginarias, enfermos cegados por la ambición de poder o movidos por una sexua­lidad desatada que los hace estar fuera de si. La curación es un pleonasmo del retorno a la aceptación de la ley del padre; es decir, implica la aceptación de un guión preesta­blecido en cuyo interior los personajes aún conservan un cierto grado de improvisación.

A partir del teatro de la histeria, Sigmund Freud abrió para el psicoanálisis, para el arte y la literatura moderna, también para el tea­tro moderno, un territorio nuevo: el nuevo mundo de las emociones. Al igual que Cal­derón, al igual que Schopenhauer, se planteó en serio el análisis de la vida como represen­tación; pero, a diferencia del teatro clásico en el que la vida individual sólo cobra sen­tido en el interior de una densa trama social, Freud subordinó el mundo social al mundo psicológico sirviéndose de las figuras del tea­tro clásico.

En los cimientos, en la base de la formación del psicoanálisis freudiano, se encuentran las mujeres histéricas; es decir, las mujeres que, como Nora o Anna O, se resisten a ser muje­res niñas. La histérica, al igual que algunas heroínas del espacio dramático, no acepta la sumisión al poder patriarcal, no se atiene a un papel doméstico, presuntamente prees­tablecido por la naturaleza y la costumbre, y despliega todo su poder de fascinación atentando contra las normas. La sugestión, el sonambulismo, el hipnotismo, el embo­tamiento de la memoria, la perdida de la conciencia, mantienen a la mujer histérica fuera de si, desdoblada, como sometida a un hechizo que la aprisiona y le impide desa­rrollar su propia identidad, como sujeta a un poder diabólico que, uno a uno, guía sus actos convirtiéndola en la esclava del mal. La histérica, sedienta de mal, es como una Eva al desnudo que renuncia violentamente a la dulzura femenina para reconvertir todo su poder de seducción en crueldad16.

Freud abordó psicoanalíticamente la escul­tura de Miguel Ángel o la pintura de Leo-nardo, pero no escribió explícitamente sobre el psicoanálisis del teatro, a pesar de su gran interés por el mundo de las representaciones escénicas, si se exceptúa un pequeño texto de 1905 o 1906 que se publicó después de su muerte con el título de Personajes psicopáti­cos en el escenario. En este breve texto Freud se refiere no sólo a Ibsen, y al dramaturgo vienés Hermann Bahr, alude también al drama religioso, al social y al de caracteres, para detenerse en el drama psicológico inau­gurado por Hamlet17. Los fantasmas de la Opera, los duendes del teatro, se encuentran reprimidos en el inconsciente social del psi­coanálisis freudiano. Para bien o para mal, el psicoanálisis revolucionó el mundo del arte, incluido el mundo del teatro, pues sin Freud es imposible comprender el teatro del siglo XX; es decir, la omnipresencia de esos perso­najes desgarrados, atormentados, que, como Edipos ciegos, emiten sonidos guturales inarticulados y no cesan de vagar sin rumbo sobre el espacio cerrado del escenario.

El psicoanálisis permite que nos convirta­mos en actores de nuestra propia vida con la ayuda de las prótesis que nos proporciona el analista. La importancia del psicoanálisis no radica exclusivamente en el hecho de que la representación de nuestros sentimientos y percepciones se exprese predominantemente a través de un lenguaje psicoanalítico, sino también, y sobre todo, en el hecho de que fue el Dr. Sigmund Freud quien defendió con argumentos contundentes que nuestro mundo interior puede y debe ser compren­dido, y también remodelado, a partir de una ciencia del inconsciente, lo que convierte al creador del psicoanálisis en el nuevo Newton de nuestro tiempo. Freud es por tanto tam­bién el gran director de escena que, al desplazar nuestras vidas a la otra escena, ha ten­dido a sustituir el mundo social por nuestros malestares psicológicos; las redes sociales del drama por la vida individual convertida en un psicodrama. Incorporó al teatro moderno la situación de soledad y desarraigo social y político que vivieron a finales del siglo XIX los judíos vieneses. Buscó en el psicoanálisis un refugio seguro, protector, en un mundo despiadado. Cuando la inseguridad y la incer­tidumbre golpeaban al confortable mundo familiar de la burguesía, Freud encontró una técnica reparadora fraguada en los moldes de la medicina mental. Revolucionó con ello la medicina mental, pero a la vez aceptó el orden patriarcal, sus pompas y sus obras; y con él, el orden capitalista. El psicoanálisis se convir­tió así en un saber que pone entre paréntesis el espacio social y político, abierto al futuro, para aislar al sujeto en el estrecho espacio de la representación simbólica que mira al pasado. Olvida que la tragedia griega, como observó Nietzsche, ha surgido del coro trágico18. En todo caso, la voz colectiva del coro tan sólo se escucha a través del sujeto individual, de modo que la política del psicoanálisis pasó casi a ser un remedo de una política dentro del orden. Sigmund Freud fue un extraordi­nario director de escena que se concentró en la dirección de actores para dejar intacto el guión y el escenario en el que se desarrolla el gran teatro del mundo. La acción conjunta del psicoanálisis y de la teoría subjetiva del valor mantenida por la Escuela Austríaca de Econo­mía marcó de forma decisiva en el siglo XX el nuevo rostro del capitalismo de consumo. Freud, quizás sin saberlo, asestaba así un duro golpe a la sociología de los sociólogos clásicos, a la vez que proporcionaba un fuerte impulso al individualismo metodológico. Pero hacía algo más: reducía la riqueza de la cultura occidental, expresada a través del teatro, a los estrechos y prosaicos moldes del familiarismo. Y al hacerlo, el psicoanálisis mismo pasaba a ser un fuerte obstáculo para que nuestra vida social y política pueda desembarazarse de sus propias ensoñaciones, así como de los corsés que la atenazan y nos impiden avanzar.

NOTAS AL TEXTO

[1]     Véase el texto de felicitación en Stefan Szweig, Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María Rilke y Arthur Schnitzler, Paidos, Barcelona, 2004, p. 90-92.

[2]     Cf., entre otros, Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, FCE, México, 1967; Robert Castel, El psicoanalismo. El orden psicoanalítico y el poder, Siglo XXI, Buenos Aires, 1980; Jacques Donzelot, La policía de las familias, Pretextos, Valencia, 1998, 2ªed.; Julia Varela, “El descubrimiento del mundo interior”, Claves de la razón práctica, 161, 2006, p. 42-48. Fernando Alvarez-Uría, “Viaje al interior del yo. La psicologización del yo en la sociedad de los individuos”, Claves de la razón práctica, 153, 2005, p. 61-67; Fernando Alvarez-Uría y Julia Varela, Sociología, capitalismo y democracia, Morata, Madrid, 2004.

[3]     Cf. Henrik Ibsen Casa de muñecas, Unidad Ed., Madrid, 1999.

[4]     Cf. Fritz Wittels, Freud and His Time, Liveright Pub. Corporation, New York, 1931, p. 13-15. Sobre Viena y la importancia del teatro Cf. Edward TIMMS (Ed.), Freud y la mujer niña. Memorias de Fritz Wittels, Seix Barral, Barcelona, 1997. Véase también Carl E. Schorske, Viena fin-de-siécle, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, William M. Jonston, L’Esprit viennois, Une histoire intellectuelle et sociales. 1848-1938, PUF, Paris, 1985 y Josep Casals, Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte, Anagrama, Barcelona, 2003.

[5]     Cf. Fritz Wittels, Freud and His Time, op. c. p. 231 y 225.

[6]     Cf. Josef Breuer, Contribución a los estudios sobre la histeria, Siglo XXI, México, 1976, p. 54. En las Consideraciones teóricas, Breuer, también aficionado al teatro, hace referencia a Macbeth y al Sueño de una noche de verano, y pone de manifiesto a través del concepto de simulación la afinidad electiva entre la representación teatral y la ensoñación histérica. Una de las alucinaciones de Bertha es ver a su padre muerto como una calavera. Ser o no ser, he ahí el dilema.

[7]     El argumento de la obra era el siguiente: En el primer acto Susana, una joven proletaria y madre soltera que tiene dificultades para sacar adelante a su bebé hambriento, se ve acompañada por otras mujeres que se reúnen con ella en el ático de su casa y deciden protestar. Entre ellas hay algunas prostitutas que las delatan a la policía. Susana es detenida y conducida a la cárcel. En el segundo acto, Alice Scholl, la esposa del editor de un diario, se preocupa de los pobres y conoce a Susana. Su marido Martin se niega a darle dinero para caridades pero Alice lo convence para que socorra a la joven obrera. En el tercer acto Susana regresa de la cárcel. Martin la visita y reconoce que fue él quien la embarazó y abandonó. Alice, a diferencia de la Nora de Ibsen, decide seguir viviendo en la casa familiar pero deja de ser su esposa: Es mi derecho como mujer. Decide trabajar y ayudar a otras mujeres porque tenemos que ayudarnos a nosotras mismas. Para todo lo relativo a Bertha Pappenheim he seguido el documentado libro de Melinda Given Guttmann, The Enigma of Anna O., Moyer Bell, London, 2001. Cf. también Lucy Freeman, The Story of Anna O, Jason Aronson Inc., London, 1994, así como Max Rosenbaum y Melvin Moroff, Anna O. Fourteen Contemporary Reinterpretations, The Free Press, London, 1984.

[8]      Estoy bajo el pleno impacto de París y, hablando en tonos poéticos, podría compararlo con una esfinge de formas ampulosas y adornos estrafalarios que se zampara a todos los extranjeros incapaces de contestar correctamente a enigmas. (...) La ciudad y sus habitantes me parecen irreales; es como si las personas perteneciesen a especies distintas de la nuestra, como si estuvieran poseídas por mil demonios. (...) Creo que [los parisinos] descono­cen el significado de la vergüenza o el temor. Mujeres y hombres sin distinción, se apretujan ante los desnudos, del mismo modo que lo hacen alrededor de los cadáveres en el depósito (...) Son gente dada a las epidemias psíquicas y a las convulsiones históricas de masas, y no han cambiado desde que Victor Hugo escribió Nôtre­Dame, novela que debes leer para comprender París, pues, aunque todo lo que dice es imaginario, uno se queda persuadido de su realidad. Cf. Sigmund Freud, Carta a Martha Bernays (Paris, 24-XI-1885) en Epistolario I (1873-1890), Plaza y Janés, Barcelona, 1971, p.171.

{9]       Cf. William J. McGrath, Freud’s Discovery of Psychoanalysis. The Politics of Hysteria, Cornell Univer­sity Press, Ithaca, 1986. Véase también Georges Guillain, J. M. Charcot, 1825-1893: His Life-His Work, Pearce Bailey, New York, 1959. Las relaciones de las lecciones de Charcot con la histeria y las relaciones entre la locura, el teatro y el anfiteatro, han sido objeto de estudio. Cf. por ejemplo Hector Pérez-Ricón, El teatro de las histéricas. De cómo Charcot descubrió, entre otras cosas, que también había histéricos, FCE, México, 1998; así como Marcel Gauchet y Gladis Swan, El verdadero Charcot. Los caminos imprevistos del inconsciente, Nueva Visión, Buenos Aires, 2000.

{10]    Cf. toda la carta del 15 de octubre de 1897 en The Complete Letters of Sigmund Freud to Whilhelm Fliess 1887-1904, Harvard University Press, Cambridge, 1985, p. 272. La lectura de Freud de Edipo Rey se produjo durante sus estudios de bachillerato. En una carta escrita en Viena a su amigo Emil Fluss (16-VI-1873) relata los avatares de sus exámenes del curso de preuniversitario en los que obtuvo muy buenas notas. El ejercicio de griego, escribe, que consistía en un pasaje de 33 versos extraídos de Oedipus Rex, me salió mejor y obtuve el único notable. También lo había leído anteriormente por mi cuenta y no lo oculté. En la reunión de la Sociedad psicoanalítica de Viena del 9 de octubre de 1906, en la que Otto Rank disertó sobre El drama del incesto y sus complicaciones, en donde aludió directamente al Edipo Rey de Sófocles, Freud defendió que Edipo debería servir de núcleo y modelo del análisis del incesto. En las Actas de estas reuniones de los miércoles se percibe con claridad la enorme importancia que tuvo la literatura, y especialmente del teatro, en el proceso de formación del psicoanálisis.

{11]    Véase la historia clínica en Sigmund Freud, Escritos sobre la histeria, Alianza, Madrid, 1974, p. 7-105. Freud defiende que la fábula de Edipo constituye la elaboración poética del nódulo típico de las relaciones incestuosas inconscientes entre padre e hija y madre e hijo. En todo caso la curación psicoanalítica pasa, como en Ana O, por reenviar cada síntoma histérico a la correspondiente escena traumática. La analogía entre Dora y Ana O ha sido puesta de manifiesto por Hannah S. Decker: Ambas chicas era de familias judías de clase media alta, ninguna se llevaba bien con su madre, las dos tenían hermanos muy cercanos en edad, ambas adoraban y fueron mimadas por sus padres, estos padecían tuberculosis y ellas los cuidaron, las dos tenían una educación superior a lo normal en una chica, y al principio ambas presentaban el mismo síntoma: una tos histérica. Asimismo las dos padecían una neuralgia facial. Además puede que Ana O y Dora hayan hecho partos histéricos; Freud desde luego lo creía así. Finalmente en ambos casos quien fijó la fecha de terminación del tratamiento fue la paciente. Cf. Hannah D. Decker, Freud, Dora y la Viena de 1900, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, p. 265-266.

{12]    Cf. Harriet Anderson, Utopian Feminism. Women’s Movement in fin-de-siécle Vienna, Yale University Press, New Haven, 1992, p. 205- 211.

{13]    Cf. Herman Numberg y Ernst Federn (Comps.), Las reuniones de los miércoles. Actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, Nueva Visión, Buenos Aires, 1979, T.I, p. 211-218. Wittels centró tam­bién la reunión científica del 11 de marzo de 1908 con una conferencia sobre “La posición natural de las mujeres” que Freud encontró divertida y estimulante. En su intervención Freud señaló, una vez más, que el error de John Stuart Mill, en el libro, Servidumbre de las mujeres, es no percibir que las mujeres no pueden a la vez ganarse la vida y criar a los hijos. Y añade: Las mujeres, como grupo, nada ganan con los modernos movimientos feministas; en el mejor de los casos sólo extraen provecho algunas mujeres aisladas (p. 356). Sobre el patriarcado y el psicoanálisis véase el documentado estudio de Ann Taylor Allen, “Patriarchy and its Discontents” en Suzanne Marchand y David Lindefeld (Eds.), Germany at the Fin de Siècle. Culture, Politics and Ideas, Louisiana State University Press, Baton Rouge, 2004, p. 81-101. Véase también su artículo ”Feminism, Social Science and the Meanings of Modernity: The Debate and the Origin of the Family in Europe and the United States 1860 -1914”, American Historical Review 104, October 1999, p. 1085-1113.

{14]    Cf. Marianne Weber, Max Weber. Una biografía, Ed. Alfons el Magnanim, Valencia, 1995, p. 544. Erich Mühsam, que murió asesinado por los nazis en 1934 tras ser trasladado al campo de concentración de Oranienburg, escribió una breve monografía sobre la comuna de Monte Veritá que él quería convertir en un refugio para presos fugados, expresos, apátridas, y todos aquellos que, víctimas de las condiciones sociales existentes, son buscados, martirizados y viven sin orientación en el mundo, aunque aún no han dejado de anhelar poder vivir dignamente entre gente que los respete como iguales. Cf. Erich Múhsam, Ascona, Colección con.otros, Barcelona, 2003, p. 40. Sobre Mühsam, Gross, Max Weber y el anarquismo en Ascona, véase el libro compilado por Sam Whimster, Max Weber and the Culture of Anarchy, Macmillan Press, Londres, 1999.

[15]  Por ejemplo, en noviembre de 1909 Jung le escribe a Freud deteniéndose en sus lecturas sobre la mitología y los símbolos y Freud le responde: Estoy encantado con sus estudios mitológicos. La mayor parte del lo que usted escribe me resulta nuevo. (...) Edipo, creo que ya se lo dije, significa pies hinchados, es decir, pene erecto. (...) Cada vez les doy más importancia a las teorías infantiles sobre la sexualidad (21-XI­1909). Cf. The Freud/Jung Letters, Princeton University Press, Princeton, 1974, p. 414.

[16]  Recordemos las palabras de Lady Macbeth: Venid espíritus que animáis los pensamientos de muerte; pri­vadme ahora de mi sexo y llenadme de la más temible crueldad, desde la coronilla al pulgar del pie: espesad mi sangre, tapad el acceso y la entrada a la piedad, para que ningún natural acceso de compasión haga vacilar mi fiero propósito, ni ponga una tregua entre él y la ejecución. Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche por hiel, asistentes del crimen, dondequiera que, en vuestras substancias invisibles, sirváis a la desgracia de la Naturaleza.

[17]  Cf. Sigmud Freud, “Personajes psicopáticos en el escenario” en Obras completas, T. VII de la edición de James Strachey, Amorrortu, Buenos Aires, 2000, p. 273-282.

[18]  Cf. F. Nietzsche, El origen de la tragedia, Espasa Calpe, Madrid, 1964, 4ª ed. Es interesante la obser­vación de Nietzsche de que Sófocles restringió en sus tragedias la acción del coro asimilándolo a los actores. La aniquilación del coro dio paso al teatro de Eurípides, Agatón y la comedia nueva; es decir, a un teatro unidimensional. Sobre la vida y la obra de Sófocles véase el monumental libro de Jacques Jouanna, Sophocle, Fayard, París, 2007.

REFERENCIAS

Alvarez-Uría, F. y Varela, J. (2004) Sociolo­gía, capitalismo y democracia, Madrid: Morata.

Alvarez-Uria, F. (2005) Viaje al interior del yo. La psicologización del yo en la sociedad de los individuos. Claves de la razón práctica, 153, 61-67.

Anderson, H. (1992) Utopian Feminism. Women’s Movement in fin-de-siécle Vienna. New Haven: Yale University Press.

Breuer, J. (1976) Contribución a los estudios sobre la histeria. México: Siglo XXI.

Castel, R. (1977) El psicoanalismo. El orden psicoanalítico y el poder. Buenos Aires: Siglo XXI.

Charle, Ch., (2008) Théâtres en capitales. Naissance de la societé du spectacle à Paris, Ber­lin, Londres et Vienne, 1860-1914. Paris, Albin Michel.

Cranefield, P. F. (1958) Josef Breuer’s Evalua­tion of his Contribution to Psycho-analysis. Inter­ national Journal of Psycho-Analysis, 39, 319-325. Decker, H. D. (1999) Freud, Dora y la Viena de 1900. Madrid: Biblioteca Nueva.

Decker, H. S. (1991) Freud, Dora and Vienna 1900. New York: The Free Press.

Donzelot, J. (1998) La policía de las familias. Valencia: Pretextos.

Foucault, M. (1967) Historia de la locura en la época clásica. México: FCE.

Freeman, L. (1994) The Story of Anna O. Lon­don: Aronson Inc.

Freud, S. (1971) Carta a Martha Bernays (Paris, 24-XI-1885) en Epistolario I (1873-1890). Barcelona: Plaza y Janés.

Freud, S. (1974) Escritos sobre la histeria. Madrid: Alianza.

Freud, S. (1985) The Complete Letters of Sig­mund Freud to Whilhelm Fliess 1887-1904. Cam­bridge: Harvard University Press.

Freud, S. y Jung, G. (1974) The Freud/Jung Letters. Princeton: Princeton University Press.

Guillain, G. (1959) J. M. Charcot, 1825­ 1893: His Life-His Work. New York: Pearce Bailey.

Guttmann, G. (2001) The Enigma of Anna O. London: Moyer Bell.

Ibsen, H. (1999) Casa de muñecas. Madrid: Unidad Editorial.

Mcgrath, W. J. (1986) Freud’s Discovery of Psychoanalysis. The Politics of Hysteria. Ithaca: Cornell University Press,

Numberg, H. y Federn, E. (Comp.)(1979) Las reuniones de los miércoles. Actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Buenos Aires: Nueva Visión.

Rosenbaum, M y Melvin Moroff, M. (1984) Anna O. Fourteen Contemporary Reinterpretations. London: The Free Press.

Schwartz, J. (1999) Casandra’s Daughter: A History of Psychoanalysis in Europe and America. Londres: Penguin Books.

Schwartz, J. (1999) Did Freud come up with the greatest idea of the Century? The Independent (The Monday Review), 16 August, 4.

Szweig, S. (2004) Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María Rilke y Arthur Schnitzler. Bar­celona: Paidós.

Taylor Allen, A. (1999) Feminism, Social Science and the Meanings of Modernity: The Debate and the Origin of the Family in Europe and the United States 1860 -1914. American His­torical Review, 104, 1085-1113.

Taylor Allen, A. (2004) Patriarchy and its Discontents” en Marchand, S. y David Lindefeld, D. (Eds.) Germany at the Fin de Siécle. Culture, Politics and Ideas. Baton Rouge: Louisiana State University Press.

Varela, J. (1997) Nacimiento de la mujer bur­guesa. Madrid: La piqueta.

Varela, J. (2006) El descubrimiento del mundo interior. Claves de la razón práctica, 161, 42-48.

Wittels, F. (1931) Freud and His Time. New York: Liveright Pub. Corporation.

 

 

 

 

REPRESENTACIONES SOCIALES DE LA MASCULINIDAD Y LA FEMINIDAD

Enrique Gil Calvo

Facultad de Ciencias Políticas y Sociología Campus de Somosaguas, s/n 28223 Pozuelo de Alarcón. Madrid gilcalvo@telefonica.net

Estas ideas fueron presentadas en la Ponencia “Representaciones sociales de la masculinidad y la feminidad”. xxIV Universitat d’estiu d’Andorra. Andorra, 27 al 31 d’agost del 2007.

Resumen

Hablar de representaciones sociales de la masculinidad y la feminidad no resulta sencillo, pues el de representación es un concepto tan polisémico que usarlo a la ligera puede causar muchos equívocos. Este artículo comienza por precisar primero el sentido en que se utiliza aquí el concepto, para pasar después a su aplicación a los códigos socialmente aplicables a mujeres y hombres que hemos heredado de la tradición occidental. Finalmente, me referiré a la codificación asimétrica de las relaciones entre unas y otros, así como a su problemática transformación actual en dirección a la equidad.

Palabras clave: Masculinidad, feminidad, identidad sexual, relaciones de género, equidad.

 

Abstract

SOCIAL REPRESENTATIONS OF MASCULINITY AND FEMININITY

To speak about masculinity and femininity social representations is not simple, because of the meaning of representation: it is a polysemic concept and to be used it carelessly could cause a lot of mistakes. This paper starts specifying the sense in which I am going to use it and covering later its application to men and women’s social codes that we have inherited from Western tradition. Finally, I will refer to the asymmetric codes of relationships between them, as well as its current problematic transformation towards the equity.

Keywords: Masculinity, femininity, sexual identity, gender relationship, equity.

 

1. Representaciones sociales: roles y códigos

El concepto de representación admite varios significados múltiples en función de su uso en uno u otro juego de lenguaje (Wittgens­tein). Así, por limitarnos a su utilización en la jerga de las ciencias sociales, aparecen cuando menos cuatro campos semánticos. Ante todo la representación metodológica, como sucede por ejemplo con la representa­ción gráfica o la representatividad estadística. Este uso es asimilable a la cartografía, como cuando pensamos en que un mapa geográfico un callejero urbano representan a determi­nada escala un territorio o una ciudad. Y lo mismo ocurre con ciertos instrumentos metodológicos, como los datos demográficos las estadísticas sociales, que representan de modo fidedigno ciertos fenómenos cuantifi­cables de la realidad social. Por ejemplo, las tasas de nupcialidad, la fecundidad extracon­yugal o el antes llamado estado civil. No es éste el uso del concepto de representación que yo utilizaré aquí, aunque los modelos de mujeres y hombres a los que aludiré estén por supuesto indirectamente relacionados con estas variables sociodemográficas.

El siguiente juego de lenguaje en que se maneja el concepto de representación en las ciencias sociales es el de la representa­ción política, como cuando hablamos del Gobierno representativo por oposición a otro autocrático, cuando decimos que los parlamentarios representan a sus electores, cuando criticamos el déficit de representa­tividad de los partidos políticos respecto de sus bases sociales. También este uso del con­cepto está relacionado con la materia que voy a tratar, como revela la actual polémica sobre las políticas de paridad (cuotas de género, acción afirmativa, discriminación positiva, listas cremallera, etc.), siempre discutibles desde el punto de vista de la teoría pura de la representación política en un régimen demo­crático. Pero aquí no me referiré a este sen­tido del concepto más que indirectamente.

Y, finalmente, hay otros dos usos del término “representación social” que sí se aproximan bastante a aquello de lo que voy a hablar. El primero se refiere a la representación escénica o representación teatral, de larga tradición en el campo de la sociología, que ha hecho de la teoría del rol o papel social a desempeñar, basada en la metáfora del juego teatral, uno de sus fundamentos epistemológicos, siendo Erving Goffman uno de los últimos grandes maestros que con su metodología dramatúr­gica contribuyó a renovar la teoría del rol social. Pues bien, aquí voy a utilizar el con­cepto de representación social en este mismo sentido de máscara teatral, al entenderla como representación escenográfica. Es lo que en el campo de los estudios de género ya ha venido haciendo Judith Butler (2001) a par­tir de su concepto de performance o mascarada (interpretación o ejecución escenográfica).

Pero para representar bien un papel teatral hay que creer en él, pues de no ser así los roles de género se convertirían en una mera ficción. De ahí que el concepto de repre­sentación escénica haya de ser completado con el de representación mental, de larga tradición en el pensamiento sociológico a partir de Durkheim. Y esta concepción dur­kheimiana de la representación mental está hoy encarnada por las obras de dos grandes autores recientemente desaparecidos: Pierre Bourdieu, con su concepto de capital sim­bólico asociado al habitus; y Mary Douglas, con su metáfora del pensamiento institucio­nal codificado según la clase social (grid) y la integración grupal (group). Pues bien, aquí hablaré de las representaciones sociales entendiéndolas en este mismo sentido como clasificaciones compartidas de la realidad, que permiten definirla, calificarla y codifi­carla en términos morales.

De este modo, las representaciones sociales de las feminidades y las masculinidades a las que aquí aludiré tendrán dos caras. De un lado serán roles teatrales: papeles reconoci­bles que se ponen en escena para representar ante los demás un tipo definido y socialmente compartido de feminidad o de masculinidad. Y, por otro, serán códigos morales: marcos interpretativos (frames) o encuadres cogni­tivos con los que se define, se califica y se juzga el comportamiento de las personas en función de su género. Un concepto éste, el de framing, inaugurado por el propio Goffman con su Frame análisis (Goffman, 2006), que hoy goza de múltiple aceptación y respaldo en el campo de las ciencias sociales (socio­logía política, estudios de opinión publica, etc.).

2. Códigos de masculinidad

Ante todo hay que darse cuenta de que no existe un modelo único de masculinidad común, sino que siempre aparecen diver­sos códigos plurales y contradictorios que compiten entre sí, por lo que el grado de masculinidad no puede ordenarse unilateral­mente en una sola dimensión jerárquica de más hombre a menos hombre. Por el con­trario, hay varias escalas opuestas para medir la masculinidad, de modo que quien puntúa alto en una escala puede puntuar bajo en otra. ¿Qué tipos de códigos plurales existen para evaluar el nivel de masculinidad? Por razones de economía son preferibles los códi­gos triádicos.

En mi libro Máscaras masculinas (Gil Calvo, 2005) he propuesto una tipología de tres ejes de masculinidad fundada en el triángulo culinario de Lévi-Strauss que disecciona los campos culturales según el esquema sim­bólico crudo/cocido/podrido. Los hombres crudos serían los jóvenes inmaduros en vías de desarrollo, los hombres cocidos serían los hombres maduros legítimamente realizados como maridos y padres y los hombres podri­dos serían los hombres fracasados y echados a perder. Así surge mi esquema triádico de héroes, patriarcas y monstruos. Los héroes son los hombres de acción, puestos a prueba mediante trabajos duramente competidos de lucha por la vida que no todos logran supe­rar con éxito. Aquellos que logran pasar la prueba ascienden a la categoría dominante de patriarcas u hombres de poder que ocupan las posiciones revestidas de autoridad hacién­dose cargo de las responsabilidades institu­cionales. Y los que pierden o se evaden de las pruebas son apartados del común de los hombres para ingresar en la categoría margi­nal de monstruos estigmatizados u hombres de genio (ya sean geniales, sólo ingeniosos o estén poseídos por su mal genio): pobres hombres, malos hombres, hombres carismá­ticos y hombres malditos.

Este esquema triádico puede resultar artifi­cial, pues su único mérito es su sencillez eco­nómica. Pero tiene la ventaja de que escapa al modelo del hombre unidimensional, al que sólo se valora por su éxito social. De ahí que sea comparable a los modelos metodo­lógicos que se han diseñado para superar el reduccionista unilateralismo del homo econo­micus, que sólo sabe perseguir y maximizar su propio interés racional. El más famoso de estos modelos heterodoxos es quizá el pro­puesto por Albert Hirschman en su libro Salida, voz y lealtad (1977), donde propone tres opciones estratégicas de elección racio­nal, alternativas entre sí, que pueden ser fructíferamente comparadas con el modelo tridimensional derivado de Lévi-Strauss. La salida es la opción típica del homo economicus que abandona sus relaciones cuando le resul­tan disfuncionales para buscar otras más pro­metedoras mediante la competencia de mer­cado. Pero la salida no es la única estrategia posible ante la insatisfacción, pues hay otras. Una es la lealtad: permanecer fiel al compro­miso contraído sin desertar de él, a la espera de que la relación se recupere y mejore. Y la otra opción es la voz: elevar una protesta pública para abrir un conflicto y exigir nego­ciaciones, a fin de reformar la relación defici­taria haciéndola más satisfactoria.

Pues bien, la salida es la opción del aventu­rero hombre de acción, que sale fuera de su familia de origen para buscarse la vida en el exterior, probando experimentalmente diversas relaciones laborales o amorosas para quedarse con ellas mientras le parez­can beneficiosas y sustituirlas por otras cuando ya no le resulten satisfactorias. La salida es también la opción del competidor de mercado que emula a sus rivales tratando de superarles, lo que aplicado a los héroes alude a la lucha por la vida de los jóve­nes que compiten entre sí en los mercados académicos, laborales y matrimoniales, en busca de la mejor salida profesional y amo­rosa que les permita integrarse y ascender socialmente. Por su parte, la lealtad es la opción del patriarca, obligado como está por sus compromisos sociales a hacerse cargo de sus responsabilidades sin poder evadirse de ellas. Y la voz es la opción del monstruo o genio maldito, un transgresor que protesta y se rebela contra el orden patriarcal cons­tituido tratando de recrearlo o subvertirlo: ésta es por ejemplo la opción del gay que eleva su voz al salir del armario.

Pero por supuesto, cada una de estas tres mas­culinidades tiene diversas manifestaciones. En el repertorio del competidor u hombre de acción aparecen figuras como las siguientes. En el extremo moralmente positivo destaca el voluntario altruista (paladín, mártir, sal­vador), que se ofrece desinteresadamente a defender los derechos de los demás a costa de los suyos propios, lo que caracteriza al héroe genuino: médicos, bomberos, etc. En el otro polo moralmente negativo aparece la figura del mercenario sólo movido por el afán de lucro en cualquiera de sus variantes: villano, aventurero, sicario, gorrón, esquirol. Y entre ambos extremos se sitúan otras figuras ambi­valentes, como el trabajador, el profesional, el funcionario, el militar, el deportista, etc., compartiendo todas ellas la característica del luchador que ha de enfrentarse al peligro tra­tando de vencerlo para imponerse a él.

El repertorio de los patriarcas u hombres de poder también es muy variado. A pequeña escala micro figuran todos los padres bioló­gicos o sociales que ejercen autoridad fami­liar o educativa: padres, maridos, abuelos, tíos, tutores, hermanos mayores, maestros, profesores. Después están los patricios o autoridades públicas, desde los ediles, con­cejales y alcaldes hasta los gobernantes y demás padres de la patria. También apa­recen los patrones o autoridades privadas: propietarios, directivos, empresarios, ejecu­tivos, etc. Y luego está el lado oscuro de la figura patriarcal: el padrino o capo mafioso, que dirige autocráticamente una gran fami­lia criminal o una simple red de patronazgo clientelar, dedicada al tráfico de influencias que bordea la legalidad. Figuras de patriar­cado moralmente negativo a las que pueden asimilarse los déspotas tiránicos familiares o civiles, según el modelo de personajes como Otelo, Lear o Macbeth: malos padres, mari­dos agresores, políticos corruptos, patronos explotadores, etc.

Y queda finalmente el transgresor hombre de genio, dispuesto a violar el espíritu y la letra de la ley por deseo, voluntad de poder o puro placer. Esta tercera figura masculina aparece dicotómicamente escindida en dos imágenes especularmente opuestas: una positivamente atractiva, la del genio creador (artista, lite­rato, científico, sabio); la otra negativa, pero extrañamente fascinante, es la del héroe mal­dito (psicópata, asesino en serie, torturador genocida, violador múltiple, ...), pugnando ambas por presidir el ranking de la popula­ridad mediática masculina. Pues no parece haber duda de que estos grandes genios o grandes criminales parecen encarnar el arque­tipo de la masculinidad, en mayor medida incluso que otras figuras carismáticas que se sitúan entre ambos extremos, como la del líder revolucionario o el profeta religioso. Una masculinidad perversa que, dejando al margen la excluida comunidad gay, también anida en aquellos monstruos menores que en su vida cotidiana abusan sin escrúpulos de los más débiles de forma solapada e impune, practicando la mediocre banalidad del mal.

 

3. Códigos de feminidad

Pasemos ahora al repertorio de códigos feme­ninos, utilizando para ello el mismo esquema triádico extraído de Lévi-Strauss y Hirsch­man. En mi libro Medias miradas (Gil Calvo, 2000) tuve ocasión de exponer la tríada feme­nina virgen-madre-puta, según terminología prestada del título de la psicoanalista Estela Weldon, que también podría denominarse mejor como chica-madre-bruja y que es simé­tricamente análoga a la masculina de héroe­patriarca-monstruo. Y sus respectivos papeles pueden definirse en los mismos términos del triángulo culinario crudo/cocido/podrido: la virgen (la chica: girl) es la mujer libre sexual­mente disponible para el emparejamiento legítimo; la madre es la mujer comprometida con la familia del cónyuge que la monopoliza sexualmente; y la puta (bruja, perra, zorra, etc.) es la mujer sexualmente estigmatizada por la autoridad patriarcal a la que se prohíbe emparejarse legítimamente por haber trasgre­dido el orden familiar.

Si ahora traducimos este triángulo al esquema de Hirschman obtenemos otra versión aná­loga. La virgen premoderna representa la opción de salida en el sentido de que es objeto del intercambio exogámico entre las familias patriarcales: sale de la familia de su padre para ingresar en la familia de su futuro marido. Y en cuanto a la chica moderna, hoy es una competidora que busca su mejor salida personal tratando de ascender social­mente mediante el estudio, el trabajo y el amor. Para ello debe competir con las demás jóvenes rivales buscando activamente carrera, empleo y pareja en los mercados académicos, profesionales y matrimoniales, lo que exige salir fuera del hogar participando en los mis­mos rituales de cortejo y galanteo que com­parte con sus coetáneos: una práctica que hoy incluye ejercicios de competición académica, laboral y profesional, además de amorosa.

La madre representa la lealtad porque su fun­ción es dedicarse a tiempo completo a la práctica de la crianza y a la ética del cuidado, tan ponderada por las feministas de la diferencia como Gilligan (1985), un cuidado que debe prestar con entrega altruista y desinteresada a su marido e hijos, así como por extensión a todos los demás miembros de su familia. De ahí el deber de fidelidad que se espera de novias o esposas, el espíritu de sacrificio que se espera de madres o abuelas y la pie­dad filial que se exige a hijas o hermanas. Y por último la puta o bruja representa la voz porque la suya es una práctica subversiva y transgresora que viola las reglas de juego y desafía el poder simbólico impuestos a todas las mujeres por el orden familiar patriarcal.

Por lo tanto, esta tríada de chica/madre/puta implica un claro paralelo con su homóloga masculina de héroe/patriarca/monstruo. De este modo, si los héroes compiten entre sí como hombres de acción, las chicas com­piten entre sí como mujeres en exposición que rivalizan por llegar a ser mujeres de relación, y para ello se exponen a todas las miradas como espectáculos atractivos u obje­tos de admiración a la espera de ser nomi­nadas como candidatas al emparejamiento, esperando establecer con alguien relaciones formales de acceso sexual exclusivo mutua­mente consentido. De igual modo, si los patriarcas son hombres de poder, las madres son señoras o dueñas de casa, en la medida en que deben dirigir y administrar toda la infraestructura material y moral de la vida hogareña, doméstica y familiar. Y si los monstruos son hombres de (mal) genio, las putas o las brujas son mujeres de cuidado, mujeres peligrosas, mujeres de armas tomar o mujeres de vida airada, que amenazan con llevar a la perdición a los hombres débiles o blandos que se colocan bajo su dominio.

Y cada una de estas formas de ser mujer posee su propio repertorio de múltiples variantes que divergen entre sí. Comen­zando por las chicas competidoras que riva­lizan en busca de salida, tenemos ante todo a la menor inmadura, novia casta o virgen propiamente dicha, necesitada de protec­ción y tutela por parte de alguna figura masculina (padre, tío o hermano mayor). Pero casi siempre, esta imagen de virgen insignificante por asexuada tiende a modi­ficarse para conducir a dos extremos contra­puestos. De un lado, la víctima inerme e indefensa, que ha sufrido o corre el riesgo de sufrir toda clase de ataques, abusos y sevicias, como el maltrato, la violación o la tortura. Es el caso de la virgen-mártir o, en nuestros días, de la anoréxica, víctima propiciatoria que protagoniza la publicidad y las pasarelas porque provoca la morbosa lubricidad de las fantasías violadoras. Y en el polo opuesto, la chica moderna, que ha de ser tan dinámica y competitiva como las amazonas andróginas, siempre dispuesta a competir en pie de igualdad con chicos y chicas para superar a todos en los juegos de destreza formal (las modas) o académica (las oposiciones). Y entre una y otra aparece la guapa o la buena de las películas, que suele ser una chica atractiva y adorable adornada con los signos que anuncian su futura meta­morfosis como madre nutricia.

Respecto al tipo de la madre, también apa­recen diversas variantes. Está por supuesto la madonna de la iconografía cristiana, figura de crianza que sostiene amorosamente a un bebé junto a su pecho, de gran éxito actual en los anuncios publicitarios. Luego está la señora, la gran dama elegante que exhibe el estatus y el rango representativo del marido que le transfiere su misma posición social, posición que ella debe realzar con dominio de sus habilidades sociales como anfitriona cuando recibe a los invitados desde el salón de su casa. Y por fin está la matrona, autén­tica madre-coraje que dirige la vida de los suyos, se sacrifica incansablemente por ellos y sale en su defensa cuando las cosas vienen mal dadas. Esta figura es quizá menos deco­rativa que las otras, pero constituye la auten­tica espina dorsal de la estructura familiar, pues sin su resistencia, liderazgo y fuerza de voluntad las familias concretas no lograrían persistir. De ahí que sus representantes de carne y hueso sean insustituibles, aunque tengan la mala fama de la suegra o de la abuela, figuras dominantes de la edad pos­menopáusica que, gracias a la labor de auto­ras como Fisher o Brizendine, hoy recobran un prestigio desaparecido que jamás debie­ron perder.

Y, por último, está el tercer tipo maldito, estigmatizado y transgresor de la puta, la bruja o la zorra, con variantes tan nume­rosas como los otros dos. Ante todo está por supuesto la femme fatale o vampiresa seductora como Lulú, arquetipo cinemato­gráfico de la mala perversa y devoradora de hombres que rompe todos los hogares con el hechizo fascinante de su displicente des­dén. Después aparecen la adúltera o esposa infiel, como Mme. Bovary, y la mala madre: la madre castradora, la madre indigna o la madre perversa, como Fedra o como Medea. Luego viene la machorra hombruna en sus dos vertientes, la lesbiana donjuanesca que compite con los hombres seduciendo muje­res y la mujer dominante capaz de impo­nerse a sus parejas llevando en casa los pan­talones. Y finalmente, por debajo de todas estas figuras malditas revestidas de presti­gio literario están las pobres putas de carne y hueso, humilladas y explotadas por sus proxenetas como víctimas representativas de toda una serie de mujeres marginadas y socialmente excluidas que han perdido su legitimidad (madres separadas, madres adolescentes, viudas sin derechos), a las que todos maltratan, vejan y desprecian con la justificación de que son malas mujeres, indignas de respeto y por ello carentes de derechos como personas.

4. Asimetrías de género

¿Qué relaciones se establecen entre estos códigos masculinos y femeninos? En princi­pio, parece darse un equilibrio complemen­tario entre los vértices homólogos de uno y otro género. Así, los héroes protegen y cor­tejan a las vírgenes esperando que ellas acep­ten convertirse en sus novias; los patriarcas se casan con sus esposas y las convierten en madres y señoras de su casa; y por último, tanto los monstruos como las putas son mal­decidos, están proscritos y suelen ser castiga­dos. Pero a poco que se mire se advierte que estas relaciones no son enteramente simétri­cas en ninguno de los tres ángulos.

Y donde mejor se observa la asimetría es en el ángulo maldito de la transgresión. Es verdad que ciertos transgresores masculi­nos son castigados, como los notorios cri­minales múltiples, pero muchos otros no lo son, por ejemplo los delincuentes de cue­llo blanco. Además, otros héroes malditos resultan socialmente recompensados con un elevado prestigio cultural, como sucede con los grandes artistas y otros genios creadores que se comportan en su vida privada como auténticos monstruos. Nada de esto ocurre en el vértice femenino de la maldad, pues si descontamos algunas excepciones notorias del mundo del espectáculo (ciertas estrellas de cine, pocas top models, grandes divas de la música lírica o popular), lo cierto es que todas las transgresiones femeninas resultan culturalmente reprobadas y socialmente cas­tigadas. Y por si esto fuera poco, del juicio y castigo de las transgresoras se encarga exclu­sivamente el poder masculino, representado por los patriarcas y los agentes de la autori­dad. No son las madres, hermanas o rivales quienes castigan a las mujeres malvadas, sino que siempre lo hacen sus padres y hermanos, sus novios o maridos, sus compañeros o ami­gos, ejerciendo contra ellas su violencia real o simbólica.

También es asimétrico, aunque quizá no tanto, el vértice de la autoridad, ocupado por matronas y patriarcas. Es en este ángulo donde las mujeres gozan de mayor poder, que ejercen a veces de forma muy dominante sobre todas las personas sometidas a su auto­ridad: hijos sólo menores, hijas de cualquier edad mientras dependan de la familia, otros familiares acogidos a su cargo, entre los que destacan las nueras especialmente, así como el servicio doméstico, si lo hay. Pero esta autoridad de las matronas sólo es ejercida de forma delegada, pues quien ostenta su titula­ridad es el marido y padre, o sea el patriarca. De tal modo que sólo cuando éste se ausenta, en condiciones de separación o viudedad, pueden las matronas ejercer el poder real.

Lo peor de esta delegación del poder patriar­cal, que las mujeres sólo pueden ejercer vicariamente como matronas, es que resulta asimétrica, pues sólo puede transmitirse de hombres a mujeres, pero nunca a la inversa. Los varones detentan el poder de transmitir su propio estatus a sus parejas e hijos, siem­pre que unas y otros sean reconocidos por ellos como legítimos, pero esto no ocurre a la inversa. De ahí que antes eran exclusiva­mente los varones quienes podían repudiar a sus esposas e hijos, retirándoles su reconoci­miento de legitimidad. Es verdad que esto ahora ya no es así, pues hoy son las esposas quienes toman mayoritariamente la inicia­tiva del divorcio. Pero se sigue manteniendo la asimetría del vínculo conyugal, que per­mite transmitir el estatus social en una sola dirección, de hombre a mujer y de padre a hijos. Al casarse, las esposas se convierten en “señoras de” su marido, accediendo al mismo estatus de sus cónyuges, pero esto no ocurre a la inversa, como revela el ejemplo de reinas primeras damas, que comparten la realeza y la presidencia, mientras nada de esto ocu­rre con los maridos consortes, que no com­parten nada.

Este carácter asimétrico de la institución del matrimonio ha hecho que esté entrando en decadencia y franca regresión, pues se contradice con el ideal moderno del amor romántico como unión simétrica entre libres e iguales (ideología de las dos medias naran­jas). Por eso en la Europa nord-occidental las uniones informales entre cohabitantes están superando a los enlaces matrimoniales, y la mayoría de los nacimientos son ya extra-conyugales. Lo que no parece haber mejo­rado significativamente la simetría entre los miembros de la pareja, pues una buena parte de los padres-maridos actuales tienden a incumplir sus compromisos familiares tra­tando de evadirse de ellos.

Es el gran problema emergente de la ausen­cia paterna, que ha determinado un gran incremento compensatorio de la familia matrifocal, dirigida por esas nuevas matro­nas que son las madres separadas y solteras que cargan a solas con el peso de la respon­sabilidad familiar. Fenómeno que a su vez ha provocado como consecuencia reactiva el aumento de la violencia de género dirigida contra las mujeres (aparentemente mayor en las uniones privadas entre cohabitantes, según observa Gerardo Meil (2003), como peor efecto perverso del backlarh denunciado por Susan Faludi (1993). Todo lo cual viene a demostrar que estamos muy lejos todavía de alcanzar la simetría paritaria entre los poderes relativos de que disponen matronas y patriarcas, como si la autoridad familiar hubiera de ser necesariamente masculina y las mujeres sólo pudieran ejercerla de forma vicaria, otorgada por delegación viril.

Todo esto sugiere que la idea de que la asi­metría del vínculo conyugal se extiende también a las demás posiciones revestidas de autoridad, ya sea pública o privada. Es verdad que hoy las mujeres pueden acceder en igualdad de condiciones con los varones a todos los puestos institucionales dotados con poder de decisión: empresariado, cargos directivos de nivel ejecutivo, cuadros inter­medios, administración pública, función ministerial, judicatura, liderazgo político, etc. Pero todo parece indicar que existe un invisible techo de cristal, operado por las redes masculinas de complicidad y ayuda mutua, que les frena o les impide el paso para lograr la plena equiparación en poder y autoridad, por lo que necesitan la ayuda otorgada por sus pares masculinos para favorecer o primar su ascenso hasta los cargos revestidos de autoridad. Son las leyes asi­métricas de paridad, concesiones del poder masculino a la voluntad femenina de ascenso igualitario, que equivalen al modo en que el vínculo conyugal hace posible que el esta-tus se transmita de los hombres a sus parejas pero no a la inversa.

Respecto al vértice de las relaciones de competencia y rivalidad entre héroes y amazonas o chicos y chicas, sin duda es aquí donde más ha avanzado la voluntad polí­tica de igualdad entre ambos géneros. Hoy la competencia escolar, académica, laboral y profesional está absolutamente abierta a todos, mujeres y hombres, por lo que puede decirse que en este campo, y aunque per­sistan ciertas asimetrías residuales (segrega­ción ocupacional, discriminación salarial), las relaciones entre unas y otros ya se han hecho casi completamente equilibradas, equiparables y equitativas. Es verdad que todavía subsiste por parte femenina una cierta aversión al riesgo de discriminación y divorcio, lo que lleva a muchas mujeres a protegerse con políticas de seguridad (sobretitulación académica, subempleo pro­fesional, preferencia por la función pública). Pero hay fuerte tendencia hacia el ascenso de la competitividad femenina en todas las áreas y profesiones.

Por lo tanto, si queremos buscar en este vér­tice la persistencia de desigualdades y asime­trías tendremos que prescindir del campo de la competencia profesional para centrarnos en otros terrenos de juego. Y aquí destacan dos campos relacionados entre sí, pues ambos derivan de la cultura del cortejo, como son el culto al cuerpo y el culto al amor (o empa­rejamiento), donde aparecen claras especiali­zaciones asimétricas entre uno y otro género. Comenzando por el cultivo corporal, chicos y chicas prestan una dedicación desmedida a sus estilos de vida y demás prácticas corpora­les, desde alimentos, bebidas y drogas hasta vestimenta, accesorios y una gran variedad de ejercicios físicos. Pero las chicas se cen­tran sobre todo en el baile, las tiendas y el mundo de la moda y la belleza, prestando gran atención mimética a las modelos de pasarela. Mientras que los chicos centran todo su interés en la música, el mundo del motor, los deportes de competición, la por­nografía y el cine de violencia y terror. Lo cual predispone a las chicas a convertirse en espectáculos visuales expuestos al deseo ajeno mientras convierte a los chicos en con­sumidores adictos a las prácticas de riesgo, como corresponde a su vocación de hombres de acción.

Esta asimetría de sus ejercicios corporales tiende a transmitirse a su actitud ante el emparejamiento amoroso. La inercia cultu­ral predispone a los chicos a la promiscuidad moralmente ambivalente que les hace ena­morarse de las chicas sexualmente inacce­sibles; mientras que éstas, por el contrario, tienden a enamorarse del amor, perdiendo la cabeza por el chico que las domine y las sub­yugue emocionalmente. Pero la precocidad actual de las relaciones sexuales a prueba se ha generalizado entre los dos géneros, por lo que cada vez hay mayor simetría en materia de permisividad sexual, por más que las chi­cas sigan prefiriendo el sexo cuando va unido al amor mientras que los chicos continúan prefiriendo practicarlo sin compromisos amorosos.

A esto se añade que las jóvenes de hoy, mucho más escolarizadas que sus coetáneos masculinos, ya no están dispuestas a mante­ner relaciones de pareja basadas en la sumi­sión machista con segregación de roles. Esto se traduce en un sostenido descenso de la nupcialidad, explicable, al modo feminista, por que las chicas de hoy buscan novios igua­litarios que aún no existen mientras que los chicos siguen buscando novias sumisas que ya no existen. De ahí que las relaciones de pareja se formen manteniendo intacta la vieja hipergamia de edades, pues las chicas eligen emparejarse con chicos mayores que ellas por creerlos más maduros y responsa­bles, mientras éstos prefieren hacerlo con chicas menores que ellos esperando domi­narlas con el poder de su mayor edad. Lo cual viene a reproducir la asimetría del empare­jamiento que antes vimos institucionalizada en el vínculo matrimonial y que ahora sigue aflorando bajo el signo del amor informal.

Así explica Bourdieu (2000) que persista casi intacta lo que él llama la dominación masculina, pues lo que aman los chicos es participar activamente en las competiciones o juegos de poder que les enfrentan a sus pares y rivales, mientras que las chicas aman presenciar las rivalidades masculinas como espectadoras pasivas, enamorándose de los vencedores que superan con éxito el juego dominante del poder.

 

REFERENCIAS

Bourdieu, P. (2000) La dominación masculina. Barcelona : Anagrama.

Brizendine, L. (2006) El cerebro femenino. Bar­celona: R.B.A.

Butler, J. (2001) El género en disputa. Barce­lona: Paidós.

Douglas, M. (1986) Cómo piensan las institu­ciones. Madrid: Alianza.

Faludi, S. (1993) Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna. Barcelona: Anagrama.

Fisher, H. (2000) El primer sexo. Madrid: Taurus.

Gil Calvo, E. (2000) Medias miradas. Un análisis cultural de la imagen femenina. Barcelona: Anagrama.

Gil Calvo, E. (2005) Máscaras masculi­nas. Héroes, patriarcas y monstruos. Barcelona: Anagrama.

Gilligan, C. (1985) La moral y la teoría. Psico­logía del desarrollo femenino. México: FCE.

Goffman, E. (1971) La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu.

Goffman, E. (2006) Frame analysis. Los mar­cos de la experiencia. Madrid: C.I.S.

Hirschman, A. (1977) Salida, voz y lealtad. México: FCE.

Lévi-Strauss, C. (1968) Lo crudo y lo cocido. México: FCE.

Meil, G. (2003) Las uniones de hecho en España. Madrid: C.I.S.

Weldon, E. (1993) Madre, virgen, puta. Madrid: Siglo XXI.

Educación

AVANCES EN EDUCACIÓN SEXUAL. LA ASIGNATURA DE LOS SEXOS

Efigenio Amezúa Instituto de Sexología C/Vinaroz, 16 28002 Madrid incisex@incisex.com

Resumen

La necesidad de un nuevo planteamiento en relación a la Educación sexual, motivado por los cambios sociales y culturales acaecidos en las sociedades modernas, invita a una revisión de las líneas teóricas y de acción desarrolladas hasta el momento en este ámbito. Este aná­lisis apunta por un lado a la preeminencia de los modelos preventivos y a la dificultad para establecer un marco estable y coherente para una Educación sexual de calidad. El presente ensayo propone un modelo fundado en las aportaciones de la Sexología como conocimiento de los sexos y de su modernización, que permitiría la elaboración de un formato para la Educación sexual como asignatura optativa a desarrollar en los centros de enseñanza de infantil, primaria y secundaria. En este artículo el autor esboza las bases teóricas, conceptua­les y organizativas de esta asignatura, así como algunas de sus más destacadas implicaciones prácticas.

 

Palabras clave: Educación sexual, Sexo, Prevención, Enseñanza.

 

Abstract

ADVANCES ON SEX EDUCATION. THE SEXES SUBJECT

Ongoing social and cultural changes in modern societies indicate a need for review of theory and practice in sex education to determine if new approaches are needed. This present analysis points out the current preeminence of preventive models, and the dif~iculty of establishing a more comprehensive, stable, and coherent framework for quality education based on the latest contributions of the science of sexology. Such a structure needs to be established in order to provide the basis for development of syl­labi for optional sex education classes in both primary and secondary schools. This article outlines the theoretical, conceptual and organizational bases of these issues, as well as some of the more outstanding implications.

Keywords: Sexual Education, Sex, Prevention, Teaching.

 

I. INTRODUCCIÓN

En el presente artículo nos centraremos en los avances de la Educación sexual tal como han sido estudiados y vividos desde nuestro grupo y su entorno  -- el Instituto de Ciencias Sexológicas de Madrid --  durante las últi­mas décadas. En su primera parte se señalan los principales rasgos de estos avances cen­trándonos en cuatro factores: la base sexoló­gica, los formatos metodológicos, los conte­nidos y, finalmente, en cuanto a la selección de un marco de acción eficaz. Estos rasgos sugieren la necesidad de un planteamiento moderno del sexo como objeto de estudio y conocimiento.

En la segunda parte del trabajo expone­mos el carácter preferente del marco edu­cativo de la Enseñanza, en el cual la Edu­cación sexual se presenta como el avance más importante en nuestros días por la perspectiva que ofrecen sus repercusiones generales y de futuro. Por ello, planteamos la asignatura de los sexos en su modalidad de optativa, de la cual se ofrece el esquema general de sus Unidades Didácticas distri­buidas por las distintas etapas del currículo escolar.

Finalmente, en la tercera parte de este tra­bajo, desarrollamos una semblanza-resu­men de los rasgos y ventajas que ofrece esta modalidad desde la experiencia de sus primeros pasos dados con vistas a su debate.

La idea central que se expone en este texto es, pues, que la asignatura de los sexos cons­tituye el formato del futuro de una Educa­ción sexual basada, más que en la prevención de riesgos, en el conocimiento del sexo para el entendimiento de las identidades y relaciones de los sexos, así como de sus consecuencias en la organización de una sociedad moderna y avanzada que se sostiene, precisamente, en el conocimiento frente a la prevención y la asistencia.

 

2. LOS AVANCES DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS.

2.1. Desde la Sexología

Desde nuestro punto de vista, el rasgo más destacable sucedido en las últimas décadas ha consistido en el punto de partida para la elaboración de una Educación sexual. Frente al conglomerado de áreas y campos de cono­cimientos presente en períodos anteriores, lo sucedido en las últimas décadas  -- siendo su más fuerte innovación --  ha sido la de tomar como base la Sexología y desarrollarla, extra­yendo sus consecuencias.

La amalgama teórica desde la cual se habían reunido las justificaciones y acciones para una Educación sexual procedían de fuentes morales a las que se añadían una serie de conocimientos de orden anatómico, psicoló­gico o social para formar una serie de utili­dades de carácter muy heterogéneas sobre el sexo. Es lo que era llamado, con diversa for­tuna, enfoque multi-disciplinar, coloquial­mente conocido como conjunto de pizcas o aspectos.

La novedad, lenta pero clara, es que en las últimas décadas se ha conectado cada vez más con un cuerpo teórico sexológico capaz de ofrecer una coherencia y dar un sentido a esa gran multitud de pizcas. En efecto, la primera generación de sexólogos, corres­pondiente al primer tercio del siglo XX y la segunda, correspondiente a los años cin­cuenta-setenta, ofrecieron una considerable dosis de conocimientos desde los cuales la tercera generación de sexólogos  -- la que produce en nuestros días --  ha tomado una fuerza innovadora sobre la base histórica y conceptual de las generaciones anteriores. Es este cuerpo teórico de la Sexología el que ha dado la principal base a la Educación sexual en las últimas décadas. Este avance, funda­mentalmente epistemológico, es decir, teó­rico, es el que ha tratado de plantear y revisar la idea que se tiene de sexo y, con más razón, la idea que se puede o se desea tener. A partir de ahí la Educación sexual ofrece un signo diferente al tradicional.

A pesar de las dificultades, la Educación sexual se ha hecho cada vez más como una consecuencia de estas dos generaciones de sexólogos, así como de la tercera emergente en la actualidad. El hecho es que los que tra­bajan en Educación sexual son, cada vez más, personas de diversas procedencias pero todas ellas formadas en Sexología a través de Estu­dios de Postgrado, lo que les permite una visión de ese conjunto teórico como base y búsqueda de coherencia. Es, pues, este rasgo el que ha sido cada vez más acentuado y ha tomado una presencia mayor.

2.2. Desde los formatos metodológicos

El segundo rasgo a destacar es que, desde esta base nueva, se han creado una serie de formatos metodológicos variados y diversos. He aquí algunas notas sobre ellos.

A. El corte

La sustitución del antiguo sistema, conocido como charla, por el de ciclos o series de ciclos de coloquios abiertos que de forma gradual o sucesiva se han ido abriendo camino como forma de acomodar una serie de informaciones y conocimientos. Algunos de los lemas que se usaron en los comienzos de estos ciclos fueron: “No charlas sino series de coloquios”. “No una intervención puntual, sino un proceso abierto para el acompañamiento”. “No una informa­ción vertical sino un trabajo horizontal”. “No informaciones cerradas sino acciones abier­tas”. “No tratar sólo los problemas y peligros sino los fenómenos y sus posibilidades”. “No se trata de dar peces para la urgencia del ham­bre sino cañas para pescar y organizarse”. “El sexo no es sólo un factor de riesgo; es, sobre todo, una cualidad de los sujetos.”

Pero es importante ver el paso del antiguo sistema  -- “revelar los enigmas de la vida y el amor” --  a uno nuevo basado en el cono­cimiento organizado y sistemático del fenó­meno sexual y sus consecuencias. Estos ciclos abiertos de Educación sexual se han exten­dido como formato  -- muy flexible --  que es capaz de incluir intervenciones que van desde los centros de enseñanza hasta ambien­tes de educación informal en grupos y colec­tivos sociales diversos. Un sinfín de retículas han actuado durante estas últimas décadas, con diversa fortuna, pero siempre con este formato abierto de los ciclos de Educación sexual iniciado en los años setenta.

A más de 30 años de la aparición de una pequeña obra nuestra titulada Ciclos de Edu­cación sexual (Amezúa, 1973), alguno análisis han señalado el formato propuesto en ella como final de un sistema anterior y comienzo de otro. En aquellos momentos no podíamos imaginar lo que iba a suceder. Pero hoy, reca­pitulando, sí podemos constatar esos años como el comienzo del cambio y la apertura de las innovaciones que se han seguido.

B. Diversos formatos

En todo caso, a partir de este cambio se han sucedido formatos de muy distinta arquitec­tura. Es el caso de los llamados temas trans­versales en el ámbito de la enseñanza o de los programas de intervención más elaborados y organizados en los mismos ámbitos entre alumnos, profesores y padres.

Una serie de programas han ido planteándose en estas décadas, algunos más extendidos en función de las colaboraciones instituciona­les o de un pujante voluntariado, lo que ha contribuido a su expansión a través de una serie de autores y colectivos. Cabe señalar las producciones de Félix López, Fernando Barragán, Pére Font, María Luisa López, José Luis García y María José Urruzola; los materiales de colectivos como Harimaguada y Era-Berri; o una serie de programas específicos entre los que cabe destacar Uhin bare (Zapiain, Abaceta y Pinedo, 2000) o Agari­mos (Lameiras, 2004).

A otro nivel, Carlos de la Cruz ha creado una considerable cantidad de materiales dedicados a las distintas redes de educación no formal. Igualmente, la Revista Española de Sexología1 ha ofrecido a lo largo de las últimas décadas variados formatos de inter­vención de Consuelo Prieto, Félix Loizaga, Francisco López-Báena, Joan Ferrer, Encarna Sedeño, Fernando Galán, Santiago Frago, Silberio Sáez, Xabier Iturbe, o el ya citado Carlos de la Cruz, entre otros, que pueden ser una muestra de la elaboración producida.

Es importante considerar que las razones de urgencia han condicionado una gran parte de estas formas de intervención, coincidiendo con una serie de temas coyunturales tales como las oscilaciones de los datos de emba­razos no deseados, las cifras variables de las infecciones de transmisión genital y SIDA o la alarma de la casuística relativa a la violen­cia entre los sexos.

Estos distintos formatos de intervención, conocidos sobre todo por su carácter de acción sobre problemas urgentes o de espe­cial necesidad, han dado una gran presencia a la Educación sexual pero, por otro lado, la han llevado hacia terrenos conocidos como de prevención y de emergencia. Ello ha dado como consecuencia una mayor búsqueda de reflexión sobre sus métodos y formas y, de un modo especial, sobre sus objetivos y contenidos.

2.3. Desde los contenidos

El rasgo de los contenidos es sin duda el más fecundo de los últimos años. El punto más interesante de este debate plantea una elección básica. Se trata de elegir entre una Educación sexual centrada en la prevención de riesgos o desarrollar la riqueza de sus con-

tenidos, dentro de los cuales la prevención no es sino un capítulo más que, por cierto, desde este planteamiento se revela de una eficacia mayor.

La cuestión principal ha sido, pues, la de abrir la vía al abanico temático de conocimientos relativos al sexo como valor que, como tal valor  -- perdón por la redundancia -- , vale la pena conocer, cuidar y cultivar. La elección de este objetivo, por encima del preventivo, aunque sin su exclusión, constituye el avance más significativo de los últimos años. Por otra parte, frente a un viejo lema centrado en los cambios de actitudes hacia el sexo, esta innovación del trabajo centrado en los con­tenidos se ha revelado como el mejor camino para trabajar las actitudes desde los mismos contenidos.

En efecto, la experiencia de estas últimas décadas ha revelado que no se pueden pro­ducir actitudes nuevas sin profundización en los conceptos. O, dicho en positivo: la base de los conceptos trae consigo nuevas actitu­des a través de su conocimiento. Se trata por lo tanto de un planteamiento más cognitivo que actitudinal. Y, sobre todo, más episte­mológico que conductual.

La clave reside  -- de nuevo es preciso repe­tirlo --  en el cuerpo teórico elaborado por los sexólogos de la primera y segunda generación, autores de la modernización del sexo. Recor­dando una sentencia bien conocida en otros ámbitos podemos afirmar en éste “Es la sexo­logía, estúpidos”. Es la epistemología de los sexos la que conecta con ese fondo de riqueza innovadora. De esa forma, como en todos los campos del conocimiento, se da la preferencia a las ideas y conceptos, siendo éstas la base del resto; esto es, de las distintas actitudes y conductas. El sexo ha dejado de ser materia de moral para ser objeto de estudio y conoci­miento. Y, por tanto, objeto de educación.

En distintas ocasiones hemos afirmado que “el sexo, la reproducción y el placer son tres

conceptos distintos y no dos”. En la tradición se ha confundido el sexo con la reproducción y con el placer. La novedad ha consistido en dar al sexo la entidad y solidez que éste tiene como concepto propio y no como un simple adosado a los otros. A partir de ahí el sexo se plantea de forma troncal y el punto central del interés son los sujetos sexuados. Cómo éstos se sexuan y las consecuencias de sus procesos biográficos, desde los cuales se plan­tean sus modos, matices y peculiaridades.

Las implicaciones de este fenómeno plan­tean el cuadro general de los contenidos más importantes para el conocimiento de las identidades y las relaciones, así como sus dificultades y problemas. El conocimiento de esta red de contenidos es lo que mejor puede facilitar un detalle muy práctico y puntual que es la prevención. Pero no hace falta insistir en que el objetivo principal no es la prevención sino el conocimiento desde el cual aquélla no es sino una sencilla conse­cuencia en un engranaje de conjunto. Plan­tear y conocer este engranaje es el objeto de la Educación sexual para que cada cual separa situarse y gobernarse.

2.4. La búsqueda de un marco adecuado

Al centrar la Educación sexual en los conte­nidos  -- como ruta principal para los cono­cimientos y las actitudes -- , se ha entrado en una nueva vía que es el marco de la Ense­ñanza. Si una de las innovaciones más visi­bles de las sociedades modernas ha sido el acceso de todos al derecho a la educación, este dato plantea una serie de acciones y for­matos de la Educación sexual para articularlo en el sistema educativo.

La organización de la educación general incluye dentro de sus temas de estudio los principales temas de la Educación sexual. Se trata, pues, de la organización de la Edu­cación sexual dentro de la educación general  -- en el currículum escolar --  para que niños, adolescentes y jóvenes puedan acceder a los conocimientos mínimos de esta área de forma articulada, lo mismo que sucede con otras áreas básicas para su entrada y vida en la sociedad.

La base, pues, de la elección de este marco reside en que la Enseñanza es la institu­ción moderna que más posibilidades ofrece, hecho que todos reconocemos y aceptamos: una sociedad es  -- se ha afirmado --  lo que es la educación en ella. Esta articulación de la Educación sexual en la Enseñanza ofrece la ventaja de ser para todos sin exclusión de ningún sector o grupo social; sin menoscabo de otros refuerzos de acciones centradas en sectores o edades desde los servicios sociales o de la salud, los que, por otra parte, pue­den ser de mayor utilidad cuando se cuenta con estas bases generales de esta Enseñanza básica para todos.

Un ejemplo de estos servicios añadidos es el caso de la creación de redes de centros o unidades de asesoramiento o, en ocasiones, de terapia sexual que, sobre estas bases, pue­den ser orientados a sectores de la población por distintas razones (véase a este respecto Amezúa, 2004). Pero la Educación sexual en la Enseñanza constituye la base principal sobre la cual organizar estas otras opciones o complementos.

Siguiendo esta evolución podemos hablar de un nuevo futuro de la Educación sexual con un objetivo claro: que todos puedan tener una idea moderna y nueva del sexo como un valor de riqueza y no sólo como un factor de riesgos o peligros. Es lo que da al sexo su razón de ser en una sociedad moderna y avanzada. El descubrimiento teórico del sexo como valor, tal como ha sido planteado por las distintas generaciones de sexólogos, es lo que le sitúa en clave de objeto de cono­cimiento por lo que éste puede aportar para la vida de los sujetos y su desarrollo en las relaciones.

 

2.5. La modernización en perspectiva

Desde los años sesenta a nuestros días se han producido una serie de factores que han situado al sexo como un campo privi­legiado en torno al cual se han articulado luchas políticas y sociales sin una respuesta educativa organizada. Pero no sólo en la segunda mitad del siglo XX, sino a lo largo de todo él, se han producido estos fenóme­nos. Hace ahora cien años que Havelock Ellis lo advirtió cuando en la introducción de su Summa sexológica planteó una reforma sexual a fondo capaz de acompañar a esta modernización que daba entonces sus pri­meros pasos.

Esta Educación sexual no se conforma ya con parches o remiendos, ni sólo con obje­tivos preventivos de riesgos o peligros. Trata de un planteamiento del sexo en términos modernos y propios del presente y, sobre todo, abiertos al futuro. Digamos, al menos, que sirva para salir del atraso en el que la Educación sexual ha sido recluida.

La confluencia de una serie de factores suce­didos en las últimas décadas no son sino nuevas llamadas de esta necesidad general, continuamente emprendida por los hechos y continuamente bloqueada y aplazada por distintas contra-corrientes; pero que, en nuestros días, ya no admite más aplazamien­tos. Se trata de un planteamiento moderno del sexo de forma global. Los restos y vesti­gios del pasado ya no sirven. Y es precisa una puesta al día inaplazable.

Por tomar sólo la referencia desde los años sesenta, cabe citar los movimientos de trans­formación de las mujeres, así como las nue­vas relaciones entre ambos sexos; o bien los replanteamientos de las nuevas identidades de uno y otro sexo y el derecho a las manifes­taciones de sus diferentes matices y peculia­ridades. Todo ello, tras las reivindicaciones de los movimientos homosexuales, ha confi­gurado un cuadro general que necesita bases teóricas nuevas para integrar todos estos cambios, incomprensibles desde viejas ideas periclitadas. Se trata, pues, de una actualiza­ción acorde con los tiempos.

Por otra parte, es importante constatar que el tema de la violencia entre los sexos no es sino una forma de manifestarse la caren­cia de nuevos planteamientos de conviven­cia tras los cambios operados. Así pues, el problema en Educación no es la lucha contra la violencia, sino la innovación y consolidación de nuevas formas de convi­vencia. Asimismo los riesgos de las prác­ticas sin protección han sido y son objeto de campañas diversas pero se trata de un replanteamiento de las mismas relaciones  -- un ars amandi nuevo --  y no ya de los remedios de siempre insostenibles en un mundo que se rige por otras ideas y otras reglas.

Es este conjunto de confluencias el que hace que el sexo, soslayado de muy diversas for­mas pero sin haber sido considerado en serio desde la educación, no puede esperar más para ser abordado de una forma articulada. Y es este fondo el que se plantea en la asig­natura de la Educación sexual como educa­ción de los sexos. Se trata por lo tanto de una educación capaz de ofrecer una coheren­cia teórica acorde con las exigencias de una transformación que, en la práctica, ya se ha producido y que necesita ser continuada y profundizada.

Tal vez sin que muchos se hayan dado cuenta, hace tiempo que la Educación sexual ha dejado de ser “una cosa de críos” o de decirles a estos “algunas cosillas sobre el uso de sus genitales” y se ha convertido en un capítulo serio e importante de la Edu­cación. Es a esta Educación sexual a la que aquí nos referimos. Y ésta sólo es posible, si se quiere ser eficaz, en el marco de la Ense­ñanza por ser ese marco el que ofrece las mayores y mejores posibilidades para sus objetivos.

 

3. LA EDUCACIÓN SEXUAL

EN EL MARCO DE LA ENSEÑANZA

3.1. El cuerpo teórico

A.  El planteamiento

La base que sustenta la Educación sexual aquí planteada es el paradigma moderno de los sexos, nacido con la Ilustración y que ha supuesto el gran vuelco teórico con rela­ción a los planteamientos anteriores deriva­dos del antiguo régimen del locus genitalis. El proceso de transformación de los sexos desde el paradigma moderno requiere tomar en consideración el concepto de sexo para una comprensión de los sujetos que viven o pueden vivir la riqueza de su dimensión sexuada como tales sujetos sexuados que son: socialmente iguales e individualmente diferentes.

En este marco histórico y de ideas, una serie de problemas antiguos han dejado de ser tales y otros se presentan como retos nuevos que requieren ser conocidos y analizados. El conocimiento de unos ayuda a comprender los otros, pero su estudio y discernimiento contribuye a situarse en el aquí y ahora de la época en que vivimos.

 

B.   Los contenidos conceptuales

Estas transformaciones, en ocasiones acele­radas, incluso vertiginosas, requieren una clarificación de los conceptos básicos que permitan comprenderlos. De ahí la máxima preferencia dada en este plan a la considera­ción de los contenidos conceptuales o, dicho de otro modo, al planteamiento de la episte­mología de los sexos como punto de partida por ser ésta la que hace inteligible el mismo concepto de sexo y, por lo tanto, sus múlti­ples consecuencias.

Los conceptos  --  es necesario afirmarlo --  son los medios de los que disponemos en términos científicos para hacernos con la rea­lidad o, dicho de otro modo, para construirla y gestionarla mediante reglas razonables. En este caso con la realidad del sexo, clave para el entendimiento de los sexos. Sólo aclarando la inteligibilidad del sexo, puede éste ofre­cer su contenido razonable para abordar las posibilidades de su vivencia y expresión que, por incuria, han sido incomprendidas. La falta de estudio o dedicación  -- puesto que esto quiere decir estudiar: dedicar un tiempo a algo --  ha propiciado que este campo se haya poblado de pre-conceptos, viveros de pre-juicios. Y de ahí su explicable empobre­cimiento en lugar del cultivo de su potencial de convivencia.

C.   Las actitudes y valores

Esta actitud de búsqueda teórica y expli­cativa es, sin ningún género de dudas, el rasgo más visible y propio de la disciplina de los sexos tal como ésta ha sido perfilada por la primera generación de sexólogos correspondiente al paso del siglo XIX al XX, así como de la segunda generación y la tercera con la que entramos en el siglo XXI.

Siguiendo uno de los axiomas básicos de la Sexología desde su formulación por Have­lock Ellis  -- “Entre los sexos, por definición de su continuo, se producen más situaciones compa(r)tibles y de entendimiento que nece­sidades de tratamiento” --  , estas claves con­ceptuales apuntan a una actitud de búsqueda fundamentalmente explicativa, y no asisten­cial, que puede ofrecer, de por sí, un talante explorador de los valores nuevos y propios de la relación entre los sexos.

El estudio y cultivo de estas nuevas acti­tudes y valores aporta, a su vez, recursos e instrumentos nuevos para una convivencia más eficaz y operativa, tal y como, de hecho, corresponde a sus deseos razonables. Si el conocimiento es importante por sí mismo, ésta es una de sus consecuencias.

 

3.2. El marco de la Enseñanza

A.   Evoluciones y cambios

Si la transformación de las identidades de los sexos y de sus relaciones ha sido grande en la sociedades avanzadas de Occidente, los cam­bios acaecidos en la sociedad española de las últimas décadas han sido especialmente noto­rios. Como consecuencia se han producido fenómenos nuevos de los que se han derivado problemas cuya denominación dispar no impide ver un marco común de referencia.

Algunos de estos problemas, tales como los embarazos no deseados, las enfermedades de transmisión genital, las discriminaciones por razón de sexo o de identidad sexual, las lla­madas agresiones sexuales y tantos otros, son indicadores que apuntan  -- todos ellos -- , de forma reiterativa y constante, a un eje que los ofrece su cohesión y, al mismo tiempo, aporta claves nuevas para su conocimiento en un marco de inteligibilidad general.

De ahí el interés de una Educación sexual articulada en la que esos y otros problemas puedan ser entendidos y abordados de una manera conjunta dentro de un marco con­ceptual y de valores. El planteamiento de estas bases y este marco no sólo no obstacu­liza estrategias posteriores o puntuales sino que contribuye a una eficacia mayor de las mismas en sus distintas manifestaciones.

B.    La Educación sexual en la Enseñanza

El sistema educativo español, como otros de su entorno, gira sobre los tres ejes bien cono­cidos que son los contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales. No obs­tante, en lo que concierne a la educación de los sexos, el trabajo del segundo y el tercer eje ha hecho cada vez más patente la defi­ciencia del primero.

Ello ha motivado que la Educación sexual desarrollada durante los últimos años haya

estado más ocupada en la erradicación de prejuicios que en el conocimiento de los con­tenidos propios de su campo y que son, por otra parte, los que pueden aportar la consis­tencia a las nuevas actitudes y valores.

El hecho de erradicar unos prejuicios, como se arrancan unas hiervas, no quiere decir, de por sí, plantar otras. Pueden reproducirse o nacer otras nuevas en el lugar de las anti­guas. Educar es contribuir, más que a erradi­car unas ideas, a promover otras nuevas. Y la Educación sexual, por motivos de urgencia, ha tendido a confundirse más con una lucha contra los prejuicios que con una oferta de conceptos.

Subsanar estas insuficiencias es, sin duda, una deuda pendiente tanto de cara a una sociedad caracterizada por sus continuas transformaciones como por la coherencia del mismo sistema de Enseñanza, abierto y sen­sible a tales evoluciones y cambios. Se trata, pues, de unos objetivos no ya asistenciales o preventivos frente a problemas urgentes e inmediatos, sino capaces de dar un paso ade­lante para entrar en un planteamiento global y articulado de su campo, tal como corres­ponde a los objetivos generales y propios del mismo sistema educativo.

El carácter urgente de algunos problemas no puede hacer olvidar que el cometido de la Enseñanza, más que responder a campañas de emergencia, es adelantarse y abrir horizontes de futuro mediante el uso de ideas y conteni­dos organizados de forma sistemática.

C.   La Educación sexual en el currículum

Por otra parte, el sistema educativo español ha contemplado la Educación sexual como un tema o materia transversal, tal como es descrito en los reales decretos de instaura­ción y aplicación. Sin embargo, la creciente sensibilidad y una mayor exigencia en el orden del conocimiento ha llevado cada vez más a desarrollar la materia optativa de Educación sexual como una contribu­ción eficaz, siguiendo la vía de los mismos decretos de forma que “permita responder a los intereses de los alumnos para ampliar las posibilidades de su orientación a la vida activa y contribuya al desarrollo de las capacidades generales a las que se refieren los objetivos de cada etapa.” (Real decreto 1345/1991).

“Las materias optativas  -- continúan los citados Decretos --  podrán establecerse a propuesta de los Centros o por decisión del Ministerio de Educación al que competerá la aprobación de dichas propuestas.” (Real decreto 1345/1991). En el caso de las com­petencias transferidas  -- hoy ya todas -- , esta capacidad corresponde a las propias Comu­nidades Autónomas.

En todo caso la asignatura de Educación sexual no sólo no pretende sustituir al plan­teamiento transversal o a las otras formas de intervención, sino enriquecerlo mediante su apoyo en el conjunto del marco curricular así como contribuyendo con su aportación al fomento de grupos de trabajo entre pro­fesores y alumnos, escuelas de padres y otras actividades que, bajo el nombre de extra-curriculares, pueden convertir el Centro de Enseñanza en una comunidad educativa.

D. La fórmula “6/10/14/16”

La idea de unidad y continuidad de esta asignatura optativa, en sus distintas etapas o niveles, puede no coincidir en ocasiones con las estructuras organizativas de las etapas de Infantil y Primaria, por no tener éstas el dis­positivo propio de una optativa, lo que deja­mos a la libre disposición de los distintos profesores de estas etapas puesto que ellos son, en definitiva, los realizadores en las for­mas que estimen convenientes.

Pensando en las edades de los alumnos y en sus distintas capacidades, hemos adop­tado la fórmula de 6/10/14/16, en la que 6 corresponde al final de la etapa de Educación Infantil; 10 al comienzo del último ciclo de Educación Primaria; 14 a la mitad de la ESO y 16 al comienzo de Bachillerato o Ciclos Formativos-Formación Profesional.

El núcleo principal de los contenidos se desa­rrolla en Primaria y Secundaria Obligatoria (ESO). Es el corpus básico de referencia y, por lo tanto, imprescindible para todos. En Primaria se trata del primer contacto con el sexo; en la ESO se trata de su profundización o, por decirlo con la metáfora que da pie al título de su libro de texto, el recorrido por las distintas rutas temáticas desde el mapa general.

Junto a este núcleo, la etapa previa de Edu­cación Infantil se plantea como los prelimi­nares; y la final de Bachillerato y FP como una entrada en la modernización del sexo y sus debates para que los alumnos puedan conocerlos y participar en ellos tal como son vividos y debatidos por la sociedad.

3.3. Las distintas Etapas

Tratando, pues, de responder a estas innova­ciones, la asignatura de los sexos ha seguido, para su elaboración, los criterios genera­les y comunes a toda asignatura para darla su cuerpo y distribuirla por etapas (véase Amezúa y Foucart, 2005a, 2005b).

A. Educación sexual I: Etapa de Educación Infantil

La configuración de esta etapa plantea sus objetivos como una primera aproximación, muy amplia y general, como valores básicos dentro de otros que descubren en esta edad. Los contenidos se centran en tres nociones o ideas elementales: el sexo, el placer y la procreación, en torno a las cuales pueden descubrir la común del por qué los sujetos se organizan en las distintas formas de atrac­ción y relación.

Los distintos puntos de evaluación están indicados en las Unidades Didácticas con­cretas, siempre en función de los contenidos y objetivos de Etapa.

B.    Educación sexual II: Etapa de Educación Primaria

Los objetivos específicos de la Educación sexual II, correspondientes a la Etapa de Educación Primaria (pensados para el último ciclo: 5º y 6º), consisten fundamentalmente en que los alumnos entren en contacto con un marco de pensamiento lógico y organi­zado desde el cual puedan explicar o com­prender el hecho sexual humano: sus modos, matices y peculiaridades, así como las conse­cuencias que se derivan de ello a través de las manifestaciones de sus variedades y diversi­dades en la vida cotidiana. A partir de esos objetivos los contenidos exponen una serie de nociones y conceptos básicos de los cuales servirse para la organización de dicho cuerpo teórico de conocimiento y análisis.

Dado el carácter primario de esta etapa, los criterios de evaluación no se centran tanto en el número o cantidad de conceptos cuanto en su función mediadora en el orden del cono­cimiento con vistas a hacerse una idea expli­cativa o comprensiva  -- global --  del objeto de estudio como tal campo de conocimiento, previo a otros planteamientos.

C.   Educación sexual III: Etapa de la ESO

Por su parte, los objetivos de Educación sexual III, correspondiente a la Etapa de la Educación Secundaria Obligatoria, con­sisten en completar y consolidar el marco teórico de referencia iniciado en Educación sexual I y continuado en Educación sexual II con más extensión y profundidad. Es decir, abordando de la forma más completa posi­ble la comprensión del mismo hecho sexual humano, así como de las consecuencias que se derivan de él.

Siguiendo el planteamiento de la Etapa ante­rior con la que los alumnos están ya fami­liarizados, los contenidos son fundamental­mente la consolidación y clarificación de los conceptos ya estudiados y otros nuevos que se añaden. Estos son tratados siempre como claves de entendimiento del hecho de los sexos, sus variedades y diversidades, tanto en el orden teórico o de su comprensión como en el orden práctico de su manifestación o formas de plantearse en la vida de los sujetos y en la sociedad.

Los criterios de evaluación giran en torno a la capacitación en primer lugar explicativa y lógica de los alumnos frente a las distintas situaciones y, en su caso, de las dificultades o problemas más comunes que se dan en la vida de los sexos y, en especial, en su convivencia.

D.  Educación sexual IV:

Bachillerato y Ciclos Formativos

Finalmente, los objetivos de Educación sexual IV destinada a Bachillerato y Ciclos Formativos de Grado Medio, giran en torno al conocimiento de los principales proce­sos de modernización de los sexos tal como éstos se han sucedido en la época moderna y, de un modo especial, en la más inmediata actualidad.

A partir de ahí los contenidos consisten en el desarrollo de dichos procesos a través de sus hitos más sobresalientes con vistas a articu­lar una visión de conjunto, abierta y plural, al mismo tiempo que razonada y razonable, de dichas transformaciones, así como de sus repercusiones en las identidades de uno y otro sexo y de sus consecuencias en la con­vivencia entre ellos. Una especial atención merecen los grandes debates planteados hoy, así como sus respectivas alternativas en orden a la misma convivencia.

Los criterios de evaluación correspondientes a los contenidos de Educación sexual IV se centran en el conocimiento de los principales hitos planteados, así como en su asimila­ción y correlación entre ellos. De un modo particular, en la nueva episteme de los sexos nacida de la cuestión sexual tras la Ilustra­ción; en las aportaciones de la primera gene­ración de sexólogos y la reforma sexual; en las innovaciones de la segunda generación de sexólogos en torno al nuevo ars amandi de los sexos, así como en las consecuencias de las transformaciones promovidas por los dis­tintos movimientos “por razón de sexo”.


E. Una mirada de conjunto

Una mirada de conjunto ofrece el cuerpo refe­rencial teórico imprescindible para el conoci­miento del hecho de los sexos: su articulación y desarrollo, así como sus manifestaciones y difi­cultades o problemas más comunes. Si el prin­cipal cometido de la Enseñanza, en sus distintas etapas, es dotar a los alumnos de un cuerpo de contenidos razonables para la vida en sociedad, los centros pueden ofrecer tales recursos relati­vos a la vida de los sexos y su convivencia.

Por otro lado, si el objetivo general de los dis­tintos niveles es que la educación de los sexos deje de ser “una asignatura pendiente” y pueda ser estudiada, lo que la Educación sexual I, II, III y IV plantean, es su articulación de forma viable y operativa en el sistema actual de la Enseñanza. De esta forma, se habrá dado un paso importante para subsanar las actuales insuficiencias y situar la base de los conoci­mientos, actitudes y valores de una cultura de los sexos en la que niños, adolescentes y jóvenes puedan participar de forma activa y, con conocimiento de causa, en la creación y perfeccionamiento de unas relaciones entre los sexos más razonables y de convivencia.

3.4. El dispositivo de acción

A. La asignatura

La realización de este plan de Educación sexual en la Enseñanza se sustenta en un

triple dispositivo compuesto por tres piezas imprescindibles para su funcionamiento. En primer lugar, tal como ha sido expuesto de forma más amplia en La educación de los sexos: la letra pequeña de la Educación sexual (Amezúa, 2001), se trata de una asignatura o materia con su espacio y tiempo de estudio. Este tiempo y espacio forman, pues, parte insustituible de ella. Sin asignatura no hay estudio y sin estudio no hay conocimiento. Por ello la asignatura necesita ser delimitada y marcada para poder ser estudiada.

La fórmula que mejor se adecua en el actual sistema educativo es la asignatura o materia optativa. Por un lado, es libre, y, por otro, una vez elegida, es evaluable en su espacio académicamente definido. Conviene no sub­estimar el espacio y tiempo que proporciona una asignatura para el diálogo y debate orga­nizado de forma que las ideas estudiadas puedan ser contrastadas como corresponde al proceso de todo aprendizaje.

B. Los libros de texto

Los cuatro niveles de Educación sexual I, II, III y IV, que componen El libro de los sexos, están diseñados sobre la base de sus corres­pondientes libros de texto como objeto de estudio. El libro de texto, no hace falta decirlo, es la unidad de referencia o guía para la entrada en el campo del conocimiento concreto del que se trata.

Estos libros de texto, como cualquier libro de texto de cualquier otra asignatura o área de conocimiento, no consisten, pues, en unos simples “materiales de apoyo” ni en prospec­tos o manuales de instrucciones prácticas sobre algunas conductas, propios de ocasio­nales campañas de prevención o asistencia ante situaciones coyunturales.

Conviene, por otra parte, no subestimar una función básica de los libros de texto como es la de poder ser leídos y conocidos por los padres o tutores para que estos no sólo estén

al tanto de lo que estudian sus hijos sino también para que sirvan de motivo de diá­logo y debate inter-generacional.

C.   El profesorado

Finalmente, junto con la asignatura y el libro de texto, la otra pieza clave de este dis­positivo es el profesorado, puesto que es éste su coordinador y conductor principal. De ahí el interés de su perfil en el que, junto a los requisitos generales y de uso, sea necesaria la correspondiente acreditación de formación mediante, al menos, el curso de post-grado de Sexología y Educación sexual.

No se trata de ser especialistas en Sexología, pero sí profesores formados para esta asigna­tura en el marco de la disciplina general y con la capacitación acreditada para desarro­llar la materia en sus distintos niveles. Según los datos de la Asociación Estatal de Profe­sionales de la Sexología, existen actualmente en España varios miles de titulados que res­ponden ya a este perfil con una evaluación altamente positiva.

D.  El objetivo final

El objetivo último de la asignatura en sus distintas etapas no es tanto asistencial y práctico en respuesta a una serie de proble­mas inmediatos que tiene o puede tener el alumno en la edad por la que pasa. Responde más bien a una invitación a explicar y com­prender un fenómeno humano universal de la forma más razonable posible para, a su vez, poder explicar y comprender sus manifesta­ciones como consecuencias lógicas y, por lo tanto, también explicables y comprensibles.

Decir que no es asistencial o práctico no quiere decir que no sirva para el aquí y el ahora, sino que estos aquí y ahora no impi­dan ver que la función de la Enseñanza no es, por decirlo con el axioma conocido, dar peces para hoy sino aprender a pescar en este río que llamamos sexo.

Es posible, tal como ha sido constatado en las primeras evaluaciones experimentales del formato, que este objetivo final resulte exce­sivamente alto. Conviene no olvidar que éste, como corresponde a todo objetivo último, es el resultado de los pequeños objetivos de cada etapa y de cuya suma se alimenta. Si hemos señalado éste como objetivo último, el trabajo diario en educación se centra más bien en objetivos más modestos.

4. LA ASIGNATURA DE LOS SEXOS. UN RESUMEN EN DIEZ PUNTOS

4.1. El rasgo principal

El rasgo principal de toda asignatura, por defi­nición, es hacer que los conocimientos reuni­dos en ella pasen a formar parte del corpus general de los saberes de los que da cuenta el currículo escolar de niños, adolescentes y jóve­nes para su entrada en la sociedad. Los conoci­mientos que no forman parte de ese currículo se quedan fuera y, por lo tanto, marginados. De ahí que la asignatura de Educación sexual tenga por objetivo principal que los suyos entren en ese conjunto y formen parte de él. Sólo así podrán ser conocidos y convertidos en objeto de estudio, debate y, finalmente, con utilidad para la vida cotidiana.

El mantenimiento de tales conocimientos fuera del currículo, tal como ha sucedido tra­dicionalmente, incluso aunque sea suplido con otras fórmulas, contribuye a prolongar su marginación y, en definitiva, a la ignorancia del campo por parte de generaciones que en su currículo escolar no tuvieron la ocasión de encontrarlo. La experiencia ha mostrado que del mismo modo que la disciplina académica es la columna vertebral de la Sexología, la asignatura de los sexos es la fórmula de la Edu­cación sexual dentro de la Educación general. Sin disciplina no hay Sexología articulada y sin asignatura no es posible una Educación sexual organizada de conocimiento.

 

4.2. Lo esencial de la asignatura

El objeto de esta asignatura es el estudio del hecho sexual humano o hecho de los sexos. Dicho de otra forma, el hecho insoslayable de que los sujetos humanos sean sexuados y las consecuencias que se derivan de ello. Este objeto es el que dota a esta asignatura de su estructura y consistencia propia en el marco general de las distintas áreas y materias. Y es esta troncalidad del hecho sexual humano en las vidas de los sujetos como potencial de atracción y convivencia, la que constituye su objeto central  -- lo esencial de la asig­natura --  y permite afirmar su interés en el conjunto del currículo.

El recurso que consiste en adosar “lo sexual” o “el tema sexual” a otras materias o en repartirlo a través de una serie de áreas ha dado lugar a los llamados “aspectos del sexo” o pizcas. En nombre de estos aspectos  -- los interminables bio-, físico-, psico-, socio-, antropo-, ético, axiológico, etc.  -- , el sexo resulta desbordante y termina siempre por perder su troncalidad en función de dichas pizcas o aspectos. Estas polémicas son bien conocidas.

La interdisciplinaridad de los conocimientos no puede sustituir a la disciplina; lo mismo que la transversalidad no puede desplazar a la troncalidad propia de cada una de ellas. Otra cosa es que sus contenidos sean cote­jados y debatidos desde los distintos puntos de vista. Pero, con excesiva frecuencia, estos puntos de vista han contribuido a paralizar los contenidos de esta disciplina. Por eso ésta resulta imprescindible hoy para ofre­cer una idea general del sexo por ser éste un ámbito de interés en la vida de los sujetos y la sociedad.

4.3. El perfil del profesor

El perfil del profesor de la asignatura de Educación sexual en la Enseñanza es el diplomado o licenciado, tal como es un profesor, al que se añade un postgrado de sexología y Educación sexual acreditado  -- en la situa­ción actual de una base mínima de 25 crédi­tos/250 horas -- .

El profesor de la asignatura no necesita ser un especialista; es un generalista y ése es jus­tamente el objetivo de ese postgrado. Existen en la actualidad varios miles de profesionales dotados de este perfil y que, por lo tanto, tie­nen las capacidades que aquí se señalan como criterios mínimos.

Siguiendo otros modelos, muchos de estos profesionales suelen intervenir de forma esporádica en el aula para abordar “estos temas” y, por falta de un espacio y tiempo, tienen que reducirse a ser más asistenciales que educativos; es decir, más preocupados por la prevención y solución de los problemas urgentes o rápidos que por la explicación y comprensión del fenómeno sexual, tal como es propio de la educación. Se trata, pues, de las bases generales y no de los problemas oca­sionados por la carencia de esas bases.

4.4. El tiempo y el lugar

Una de las principales aportaciones de la asig­natura de los sexos es ofrecer por sí misma un tiempo y un lugar  -- un espacio -- para el estudio, la reflexión, el diálogo y el debate en el marco académico general, lo que equivale a algo imprescindible para el conocimiento organizado y la reflexión sobre él.

Las fórmulas de uso han sido en general oca­sionales y de paso, tanto en lugares como en tiempos; y, por lo tanto, inevitablemente par­ciales, sesgadas o apresuradas. En general los motivos de extrema necesidad o de urgencia suelen ser los más habituales para su justifi­cación. El modelo de la asignatura permite incluir todos estos, pero ofrece el princi­pal que otros no tienen por no disponer del tiempo y las posibilidades que vienen con él.

Hubo en otros tiempos un círculo vicioso: como no había tiempo no se daba más que lo urgente; y no se podía dar más porque no había tiempo ni espacio para ello. Este cír­culo vicioso es el que se rompe con la asig­natura de los sexos que, si bien optativa, plantea ese espacio y ese tiempo para poder tratar y profundizar en aquello para lo que no había ni espacio ni tiempo, es decir, los contenidos que componen la educación de los sexos. La materia de la educación de los sexos no es precisamente lo que se conoce como urgente. Es la construcción de sus identidades y relaciones lo que constituye la materia principal.

4.5. Los objetivos

La base de los contenidos internos de la asignatura está formada por las actitudes de conocer, explicar y comprender fenómenos, lo que equivale, de por sí, a abrir un obje­tivo de ocupación distinto al de la atención y asistencia a los problemas o riesgos de los mismos sujetos del conocimiento.

Este rasgo es insoslayable para definir los objetivos de la asignatura, es decir, sus contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales, por usar la fórmula de uso en la Enseñanza. Se trata, pues, del enri­quecimiento del sujeto del conocimiento en una sociedad llamada precisamente del conocimiento.

Por lo general, las acciones educativas han estado centradas en la evitación de riesgos y en la asistencia más que en la suscitación de la curiosidad por el saber, tal como es propio de la educación y tal como todos reconoce­mos en todas las declaraciones instituciona­les propias de la educación. Las consecuen­cias de este giro pueden, de por sí, explicar el interés de la asignatura. Se trata de sobre­pasar los planteamientos asistenciales, basa­dos en las miserias del sexo, y de sustituirlos por instrumentos que son en sí creadores de riqueza, siempre a través de su estudio y conocimiento. El sexo es aquí un valor.

4.6. El libro de texto

El libro de texto, que constituye una de los elementos imprescindibles de la asigna­tura, es, por definición, una guía básica y orientativa del campo de conocimiento del que se ocupa: en este caso, el sexo; o sea, el fenómeno sexual, el hecho de los sexos y sus consecuencias. La principal ventaja de un texto es que está escrito y puede ser leído y estudiado, comentado, explicado, criticado, etc. En todo caso, debatido. El debate es lo principal.

El texto no sustituye al habla, pero su refe­rencia sí sustituye al “se dice” y al saber “de oídas”, así como a las informaciones secretas que vienen siendo la fuente más común de los conocimientos sobre el sexo. El libro de texto no es sustituible por otros materiales, tales como los folletos o las publicaciones periódicas de los quioscos y sus noticias oca­sionales. Al contrario, puede y suele servir para entender mejor estas otras informacio­nes sobre la base de una formación previa.

Lo principal de un libro de texto es la oferta de un marco ordenado para el debate epis­témico en el que sean posibles todos y cada uno de sus puntos. Y, aunque sólo fuera por este motivo, el libro de texto resulta, de por sí, una imprescindible introducción, un comienzo. El libro de texto es una base imprescindible.

4.7. Las utilidades indirectas

El libro de texto y los otros recursos de la asignatura tienen una serie de utilidades indirectas que conviene resaltar. Por ejem­plo, como ya he señalado, permite la parti­cipación de miembros de la familia al poder ser leído y, por lo tanto, conocido. Del mismo modo puede ser un recurso para el diálogo o debate en el exterior del aula y especialmente entre las distintas generaciones.

Igualmente la asignatura puede ser un refe­rente en el mismo centro educativo para otras acciones a las que puede servir de ocasión o potencial, como es el caso de los llamados temas transversales o educación en valores. Lo mismo puede decirse con relación a las escuelas de padres y otros grupos de trabajo que pueden tomar aspectos de la misma asignatura y de sus textos como pie y tema para sus debates.

En ocasiones los padres se preguntan  -- y con razón --  sobre lo que les van a contar a sus hijos en las clases de Educación sexual y se bloquean acciones educativas que requie­ren muchas explicaciones, lo que hace a éstas llenarse de complicidades suplementarias. La asignatura puede ser, pues, origen de estas otras actividades en torno a ella o a propósito de ella. En este sentido la asignatura de edu­cación de los sexos es de efectos expansivos y, por lo tanto, motivo de diálogo y debate.

 

4.9. Otros argumentos

A los que argumentan que ya hay muchas materias o asignaturas como para añadir una más, se les puede responder que el saber no tiene límites. Pero es importante abrir cami­nos a la innovación. Se puede añadir que la asignatura de educación de los sexos se plan­tea como una optativa y, por lo tanto, es para que quienes lo deseen tengan esa posibilidad.

A quienes objetan que ésta debe ser objeto de colaboración interdisciplinar, simplemente se les recuerda que sí; pero que para que haya interdisciplinaridad es necesario que haya disciplina previa; es decir, en este caso, asig­natura. De lo contrario es una excusa para que no haya sino pizcas ocasionales.

Queda el argumento de la facilidad. Frente a las complejidades organizativas de los otros sistemas para su realización, la asignatura de los sexos se plantea con los mismos disposi­tivos generales de la Enseñanza, bien conoci­dos de todos. En ello radica su facilidad. Y por lo tanto su viabilidad.

 

4.8. Un potente dispositivo

A través de estos rasgos y elementos, la asig­natura de los sexos constituye un potente dispositivo de perfiles definidos, a pesar de los intereses, unas veces explícitos y otras implícitos, de los distintos sectores sociales y comerciales. Se trata, pues, de un instru­mento para el conocimiento y el cultivo de un valor: el valor del sexo, o sea, de los sexos, del hecho de ser sujetos sexuados. Un instru­mento que la Enseñanza tiene en sus manos.

Tanto las ideologías y morales como el mer­cado en sus variadas formas se aprovechan de este valor para llevarlo hacia sus respectivas direcciones y beneficios. Si la educación es educación en conocimientos y valores, la asig­natura de los sexos es el principal instrumento para promover y dar contenido a este valor.

 

4.10. La dimensión razonable

A quienes arguyen que estos conocimientos no son como los otros, la respuesta es pre­cisamente que de lo que se trata es de que no sean distintos de los otros para que no sean excluidos y anulados del conjunto del conocimiento.

Si es cierto lo que se dice tantas veces  -- que hace falta una Educación sexual -- , es nece­sario pasar a la acción organizada. Y en esta acción organizada, la fórmula de la asigna­tura de los sexos es una más entre las exis­tentes pero sus rasgos propios la dotan de un especial peso y figura capaz de abrir un hori­zonte distinto al acostumbrado.

Por todo ello es, pues, la fórmula adecuada para una modernización sexual basada en el

conocimiento, el diálogo y el debate. En defi­nitiva, en el cultivo de la dimensión razona­ble, el más preciado valor que tenemos en la condición humana. Se trata, pues, de conocer y pensar el sexo, condición imprescindible para su organización en las vidas de los sujetos y en sus relaciones. Se trata, en última instan­cia, del punto más importante: la conviven­cia de todos.

NOTAS AL TEXTO

[1] De las 130 monografías de la Revista Española de Sexología, aparecidas hasta el momento, las hay relativas a estos distintos avances de la Educación sexual de las últimas décadas en sus diversos formatos. A ellas remitimos (www.incisex.com).

REFERENCIAS

Amezúa, E. (1973) Ciclos de Educación sexual. Barcelona: Fontanella.

Amezúa, (2004) Sobre el trabajo de los sexó­logos. Nota para gestores y políticos. Boletín de Información Sexológica, AEPS, nº 41.

Amezúa, E. (2001) La educación de los sexos. Revista Española de Sexología, 107-108, Monografía.

Amezúa, E. y Foucart, N. (2005a) El libro de los sexos. Educación sexual V. Guía para el profesorado. Primera y segunda parte. Bases teó­ricas y esquemas generales. Revista Española de Sexología, Vols. 127-128.

Amezúa, E. y Foucart, N. (2005b) El libro de los sexos. Educación sexual V. Guía para el profesorado. Tercer y cuarta parte. Diálogos y controversias. Revista Española de Sexología, Vol. 129.

Lameiras, M. (2004) Programa Agarimos. Pro­grama coeducativo de desarrollo psicoafectivo y sexual. Madrid: Pirámide.

Zapiain, J. G.; Abaceta, P.; Pinedo, J. A. (2000) Uhin bare. Programa de educación afectivo-sexual. Donostia: Servicio Central de Publicacio­nes del País Vasco.

 

 

 

 

---------------------------------------

 

NORMAS BÁSICAS PARA COLABORACIONES EN LA REVISTA

El Anuario de Sexología publica trabajos originales en sexología o que supongan aportaciones a este campo desde cualquier otra disciplina.

Los manuscritos deben ser enviados por correo electrónico a la siguiente dirección publicaciones@ aeps.es

ESTILO DE PUBLICACIÓN

Los trabajos, que habrán de ser inéditos, se recomienda que tengan una extensión máxima de 25 hojas tipo DIN A4, de 33 líneas con letra tamaño 12 y márgenes no inferiores a 2,5 cm. El texto no incluirá tabulación ni sangrado alguno. En el caso de recensiones o críticas de libros no podrán superar las cinco páginas. Se aceptan escritos en español y en inglés, en cuyo caso, de ser aceptados, serán traducidos al español por la revista.

Cada artículo se acompañará de:

Primera hoja: Título del artículo y nombres, direcciones, contacto y filiación del autor o autores.

Segunda hoja: Un resumen en español y en inglés, incluyendo al final de cada uno de ellos un máximo de 6 palabras clave. Cada resumen irá precedido del título del artículo en el idioma correspondiente y tendrá una extensión máxima de 200 palabras.

Cuando el artículo incluya gráficos o tablas, éstos irán numerados y en hoja aparte señalando en el cuerpo del artículo el lugar donde habrán de incluirse. Estos estarán elaborados en tinta negra y bien contrastados. Las tablas se simplificarán en lo posible, evitando las líneas verticales.

Las notas -- que preferiblemente se reducirán al mínimo -- se numerarán en forma consecutiva e irán reseñadas en el texto del artículo utilizando el formato superíndice. Al final del trabajo -- y no a pie de página -- se incluirán los textos correspondientes a dichas notas.

Los diferentes apartados y subapartados que compongan el artículo se numerarán correlativa­mente de la siguiente manera: 1, 1.1., 1.1.1., 1.2., 1.2.1, etc., evitando usar negritas, cursivas o subrayados para diferenciar subcapítulos de capítulos.

Las referencias bibliográficas en el texto incluirán el apellido del autor y el año de publicación (entre paréntesis y separados por una coma), añadiendo la página/s (con una p.) en el caso de que se incluya una cita literal (i.e. Money, 1999, p. 25). Si el nombre del autor forma parte de la narración, se pone entre paréntesis sólo el año. Cuando vayan varias citas en el mismo paréntesis, se adopta el orden alfabético por autores. Para identificar trabajos del mismo autor

o autores, de la misma fecha, se añaden al año las letras “a”, “b”, “c”, hasta donde sea nece­sario, repitiendo el año. En el caso de que sean tres o más los autores del libro o del artículo, se nombrarán todos ellos en la primera citación y sólo el primero, con el añadido “et al.”, en las siguientes.

Las referencias bibliográficas irán alfabéticamente ordenadas al final del texto según la siguiente normativa:

a)Para libros: Autor/es (Apellido con la primera letra en mayúscula, coma e iniciales de nom­bre y punto; en caso de varios autores, se separan con coma y antes del último con una “y”); año (entre paréntesis) y punto; título completo en cursiva y punto; ciudad y dos puntos; editorial. En caso de que se maneje una edición posterior al original se añadirá al final Ori­ginal (entre paréntesis) y el año.

Bruckner, P. y Finkielkraut, A. (1996) El nuevo desorden amoroso. Barcelona: Anagrama.

Kinsey, A., Pomeroy, W. y Martin, C. (1967) Conducta sexual de la mujer. Buenos Aires: Siglo XX. (Original 1953)

b)Para capítulos de libros colectivos o de actas: Autor/es; año; título del trabajo que se cita y punto; a continuación, introduciendo “En”, el o los directores editores o compiladores (ape­llidos e iniciales del nombre) seguido entre paréntesis de “Dir.”, “Ed.” o “Comp.”, añadiendo una “s” en el caso del plural; el título del libro, en cursiva. La ciudad y la editorial.

Delgado, M. (1991) La reconquista del cuerpo. Ideologías sexuales. En Delgado, M.; Nieto, J.A. (Comps.) La sexualidad en la sociedad contemporánea. Lecturas antropológicas. Madrid: UNED. Fun­dación Universidad Empresa.

c) Para revistas: autor/es; año (entre paréntesis), título del artículo y punto; nombre de la revista completo y en cursiva y coma; volumen seguido, en su caso, del número entre paréntesis y coma; página inicial y final.

Money, J. (1999) Antisexualismo epidémico: del onanismo al satanismo. Anuario de sexología, 5, 23-30.

Green, R. (2002) Is pedophilia a mental disorder? Archives of sexual behavior, 31(6), 467-471.

d)  En caso de citar un documento de Internet se añadirá a los datos pertinentes del docu­mento ?autor, año, título? la dirección Web y la fecha de la consulta.

VALORACIÓN Y ACEPTACIÓN

Todos los artículos que cumplan con los intereses y condiciones de esta revista serán enviados al menos a un revisor que, desconociendo la identidad de los autores, elaborará un informe al respecto. Para garantizar la imparcialidad de la revisión se evitará que, en la medida de lo posible, aparezca en el cuerpo del artículo cualquier información que oriente sobre la identidad del autor o autores.

Además del visto bueno de los editores, se requiere la opinión favorable a la publicación de al menos un revisor para la aceptación definitiva del artículo. En su caso se pueden solicitar al autor modificaciones en el manuscrito para su publicación.

La decisión final será notificada al autor o autores en un plazo máximo de cuatro meses desde la recepción del texto.

El autor o autores recibirán dos ejemplares del número de la revista en que se publique su artículo.