INDICE MANSO, J. M. & REDONDO, M. El papel del Sexólogo clínico para otros profesionales de la salud AMEZUA, E. ¿Qué sexología clínica? ZAPIAIN, J. G. El deseo sexual y sus trastornos: Aproximación conceptual y etiológica ALVAREZ, J. M. El deseo en Psicoanálisis GIL, J. M. Sobre los "deseos humanos" BARRAGAN, F. Curriculum, poder y saber: Un análisis crítico de la educación sexual. LAZARO, O. & de la CRUZ, C. Las sexualidades más válidas
La Junta Directiva de la AEPS y su Presidente en su nombre y representación, quiere agradecer sinceramente su colaboración a todos los autores de los diferentes artículos que componen este número. Asimismo, quiere reconocer un público agradecimiento a todos los socios y socias de la AEPS, que son quienes financian y llevan a cabo éste y otros muchos proyectos. Pero muy especialmente quiere rendir admirado homenaje a la enorme e impecable labor de la Comisión de Publicaciones. Y reseñar, recurriendo a la negrilla, los nombres de Mónica de Celis Sierra y Celia Arroyo López. Su trabajo, muchas veces desagradecido y sordo, pero siempre generoso y entregado, hace posible que podamos enorgullecemos de que el Anuario de Sexología -aquel viejo sueño de utopías evanescentes- sea hoy una realidad impresa. Determinadas cosas no son nunca pagables. Requieren de la gratuidad y de la satisfacción íntima de hacer las cosas porque se cree en ellas. De verdad, muchas gracias.
Sobre el Anuario de Sexología de la AEPS El Anuario de Sexología vio la luz por vez primera el pasado año con la presentación pública del número 0, en el transcurso de las I Jornadas de Sexología Clínica de la AEPS, celebradas en Valladolid. Aquel primer volumen, que comenzó a fraguarse con motivo de la celebración en Zaragoza de las I Jornadas Estatales de Educación Sexual, se dedicó de forma monográfica a la educación sexual en el marco escolar. Contenía, además, una Parte Primera, de carácter introductorio, en la cual tratábamos de presentar y dar a conocer la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología (AEPS) en el contexto general de la evolución de la sexología española. En el tiempo transcurrido entre el número 0 y este número 1, tras larga reflexión e intenso debate, la actual Junta Directiva de la AEPS aprobó que la línea editorial y el formato del Anuario de Sexología diera prioridad al interés, la finalidad y la utilidad profesional de sus contenidos. Así pues, en tanto se considere que contribuye al desarrollo profesional de quienes trabajamos en las diversas áreas aplicadas de la sexología, cualquier artículo (de investigación, de revisión, de reflexión crítica, etc.) es susceptible de ser publicado en este Anuario. De esta suerte, el Anuario de Sexología pretenderá ser, en ésta y en las ulteriores estaciones de una singladura que auguramos larga y fructífera, un foro de reflexión, formación, reciclaje y debate, un espacio de presentacuión de propuestas e innovaciones dirigidas a, para y por los profesionales de la sexología. En coherencia con ello, los contenidos actuales y futuros del Anuario se presentarán en artículos de autores - socios o no; españoles o no- que giren en torno a las diferentes aplicaciones sexológicas (informativa, formativa, docente, investigadora, epistemológica, sanitaria, clínica, preventiva, etc.) cuyo interés directo o indirecto cumpla estos fines para los cuales esta publicación fue diseñada.
Establecido el marco editorial de esta publicación, nos es grato cumplir puntualmente con nuestra cita anual presentando en esta ocasión el número 1 del Anuario de Sexología de la AEPS. Se han incluido en él nueve artículos, distribuidos en tres secciones diferentes. Estas secciones son: A) Sexología clínica; B) Educación sexual; C) Desde otras disciplinas...
Esta primera sección reúne seis artículos, que a su vez pueden dividirse en dos grandes bloques claramente diferenciados. El primer bloque podría titularse “Reflexiones para una autocrítica” y está constituido por los dos primeros artículos. Ambos, cada uno desde una óptica distinta, suscitan sugerentes críticas y un explícito meta- análisis de la praxis clínica, iluminando aspectos fundamentales a menudo velados por las “cosas (demandas)/mismas” que muy bien pueden ayudarnos a la reflexión íntima y al mejor desempeño de nuestra labor profesional. El segundo bloque recogería los siguientes cuatro artículos que, desde perspectivas diferentes, versan sobre un mismo tema: el deseo. Este bloque integra las aportaciones presentadas en la Ponencia titulada “El deseo en sexología clínica”, que tuvo lugar en las I Jornadas de Sexología Clínica de la AEPS (nov. 94, Valladolid) y sus autores son los mismos que participaron en aquel evento. A nuestro juicio, si cada uno de ellos tiene valía por sí mismo, el bloque constituido por los cuatro se convierte en útil referencia para la comprensión de la compleja naturaleza del deseo. En orden de publicación, los artículos de esta primera sección son:
- EL PAPEL DEL SEXOLOGO CLINICO PARA OTROS PROFESIONALES DE LA SALUD. Sus autores, J.M. Manso Martínez y M. Redondo Valdeolmillos, reflexionan acerca de las actitudes de los profesionales de la medicina hacia la sexología clínica, sugiriendo propuestas que pueden hacernos mejorar nuestra imagen y nuestra labor profesional.
- ¿QUE SEXOLOGIA CLINICA?. Firmado por E. Amezúa, es un artículo de reflexión crítica que gira en tomo a dos ideas centrales: a) la recuperación de una sexología clínica como disciplina de la clasificación y comprensión de las múltiples expresiones de “lo sexual”, y b) la desarticulación de una sexología clínica como marco “generador” de patologías.
- DETERMINANTES RELACIONALES DE LOS PROBLEMAS DEL DESEO SEXUAL. PAUTAS PARA UNA POSIBLE INTERVENCION. De A. Fuertes Martín, versa sobre la naturaleza del deseo sexual en el marco de las relaciones de pareja. En él se analizan los factores relaciónales - explícitamente eróticos o noque incrementan o desactivan el deseo, haciendo especial hincapié en dos factores relaciónales: las relaciones de poder dentro de la pareja y la intimidad. Sugiere, además, valiosas propuestas de intervención clínica.
- EL DESEO SEXUAL Y SUS TRASTORNOS. APROXIMACION CONCEPTUAL Y ETIOLOGICA. Es la aportación a este Anuario de J. Gómez Zapiain. En ella, el autor presenta un trabajo de revisión en torno al desarrollo, evolución y abordaje del concepto “deseo sexual” en el marco de la sexología clínica, presentando críticas a algunos autores referenciales (Kaplan) y reencuadrando el abordaje de los trastornos del deseo (en especial el deseo sexual inhibido) desde la teoría del apego.
EL DESEO EN PSICOANALISIS. Artículo de J.M. Alvarez, que nos ofrece una breve introducción a la comprensión del deseo desde una perspectiva psicoanalítica. Se recogen las aportaciones a una teoría del deseo de Freud y Lacan. Finalmente, se muestran las características del deseo en dos tipos de neurosis: la histeria y la neurosis obsesiva.
- SOBRE LOS DESEOS HUMANOS. Es la propuesta de J.A. Gil Verona que pone un contrapunto neurobiológico a este bloque sobre el deseo. El autor pluraliza el concepto (el deseo frente a los deseos), reencuadrándolo en un marco más global de satisfacción de necesidades primarias (al igual que el hambre y la sed). Desde esta perspectiva, tras un paseo conceptual por diferentes autores, se centra en la mediación del sistema Embico en la regulación y activación neurológica de estos deseos, aportando abundantes datos procedentes de estudios experimentales.
B) Educación sexual Recogemos en esta segunda sección dos artículos para reflexionar sobre la educación sexual. Aunque los autores no se han coordinado en su realización, ambos, con diferentes lenguajes, se complementan en algún sentido. El primero, crítico y sin duda polémico, desvela y descalifica los intereses espurios (de instrucción y dominación antes que formación y liberación) que históricamente han prevalecido y, sutilmente, siguen operando en la educación sexual. El segundo es una sugerente y refrescante reflexión sobre valías, minusvalías y plusvalías anexadas a la sexualidad humana cuando nos acercamos a determinados grupos preclasificados como “especiales”, en este caso, las personas con ciertas minusvalías.
CURRICULUM, PODER Y SABER. UN ANALISIS CRITICO DE LA EDUCACION SEXUAL. Escrito por F. Barragán Medero, consta de cuatro epígrafes a través de los cuales se denuncia en claves foucaultianas la creación de un dispositivo de sexualidad educable para las clases oprimidas, se exponen los tres modelos históricamente dominantes de sexualidad y, por ende, de educación sexual, y se critica la actual proletarización del profesorado. Finalmente, se esboza la utopía como alternativa.
LAS SEXUALIDADES MAS VALIDAS. Sus autores, C. de la Cruz y O. Lázaro, a través de sugerencias, citas, imágenes y flashes, ponen en duda la supuesta especificidad de la sexualidad de las personas con minusvalías y, por ende, de las intervenciones educativas “especiales” a ellas dirigidas. Proponen, además, un peculiar “marketing- sex”, sugiriendo alternativas, desbrozando obstáculos y fantasmas y acariciando la utopía (Itaca).
C) Desde otras disciplinas... Esta última sección recoge un artículo, escrito desde la biología, de la mano de A. Kacelnik, profesor de Ornitología de la Universidad de Oxford.
-SEXUALIDAD Y BIOLOGIA. Artículo de A. Kacelnik, que aborda la sexualidad desde una perspectiva biológica. Contiene una profunda y bien argumentada crítica al antropocentrismo del abordaje de la sexualidad, sugiriendo que la sexualidad humana no es tan específica ni original y que, en último término, atiende a criterios universales de selección natural. Finaliza con una reflexión en tomo al dilema naturaleza/cultura. Bilbao, 25 de octubre de 1995 Joserra Landarroitajauregi Garai Presidente de la AEPS
EL PAPEL DEL SEXOLOGO CLINICO PARA OTROS PROFESIONALES DE LA SALUD 1 José María Manso Martínez *, Mercedes Redondo Valdeolmillos ** * Profesor Titular de Patología General y Propedéutica Clínica. Dpto. de Medicina. Facultad de Medicina. C/Ramón y Cajal s/n. 47005 Valladolid. ** Médica Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. 1. Presentado en las I Jornadas de Sexología Clínica de la AEPS, (Nov. 1994, Valladolid).
Desde el doble papel de médico en ejercicio y profesor universitario intentaremos ofrecerles una visión del papel actual y futuro del °sexólogo respecto de los profesionales de la salud. Haremos referencia más expresamente al médico pero, en muchos aspectos, lo comentado es literalmente o con pocas modificaciones aplicable al personal de enfermería. Les adelantamos que nuestra visión del problema, que consideramos realista, se hace desde una perspectiva atípica en ambas facetas en el sentido de que no es frecuente entre los médicos ni entre los profesores universitarios, ciertamente estamentos conservadores, aunar la necesaria, sana y esperanzada curiosidad por la sexología como ciencia y profesión en desarrollo y a la vez interés personal y cierta experiencia al respecto. Pretendemos aportarles nuestras propias observaciones, reflexiones y preguntas sobre el particular y también algunos datos referentes a las actitudes de los médicos respecto del sexólogo y la sexología, procedentes de nuestro entorno más inmediato pero que consideramos bastante generaliza- bles. En cualquier caso espero que estas opiniones, discutibles por supuesto, puedan ser para los lectores fuente de meditación y debate ayudándoles a “segregar” algunas ideas propias al respecto y, como fruto de ellas, estrategias adecuadas para su propia formación y sobre todo para el desarrollo de la sexología como ciencia y profesión. Podemos iniciar la reflexión en torno al papel del sexólogo para el médico analizando: - Qué es el sexólogo para el médico. - Cómo ve el médico al sexólogo. - Qué aporta el sexólogo al médico. - Qué espera el médico del sexólogo y la sexología. - Qué actitud tiene el médico respecto del sexólogo y cuáles son los motivos de esta actitud. Moviéndonos en el entorno de la sexología clínica puede ayudarnos a pensar sobre el tema la utilización de un vínculo concreto que puede unir a ambos profesionales, médico y sexólogo. Nos referimos al paciente. Hagamos una primera lectura desde esta perspectiva. Supongamos que el sexólogo es el “técnico”, el “experto”. En la jerga que solemos manejar los profesionales de la salud digamos que es un especialista. Vamos a intentar analizar, a través del paciente, lo que sucede entre el médico y el sexólogo. Inicialmente lo intentaremos en los términos de esta relación tan familiar de “médico- especialista” o de “especialista- especialista”, como pudiera ser la remisión de un paciente desde el médico general al dermatólogo o del internista al neurocirujano, por ejemplo. Podemos suponer que el médico remite al sexólogo pacientes que tienen “conflictos” en la esfera sexual que él no sabe resolver. El sexólogo los orienta, devolviéndolos al médico para su seguimiento junto con su opinión y consejos, o bien los trata y sigue él mismo. Esto es simple en el caso de relaciones entre el médico y otros especialistas pero seguro que no les suena a real si se trata del sexólogo. ¿Es así habitualmente o es más común que los pacientes les lleguen por otras vías, generalmente por propia iniciativa? ¿Cuántos de sus clientes les son remitidos a través de los médicos? ¿Será que los médicos no ven pacientes de esta especialidad? ¿A cuántos de sus pacientes les redactan un informe destinado a su médico? ¿Cuántos sexólogos ejercen en una ciudad en proporción a los médicos? La desproporción es más manifiesta en ciudades medianas o pequeñas. Por ejemplo, en Valladolid, donde hay más de 5.000 médicos colegiados, los sexólogos clínicos se cuentan con los dedos de las manos. Cambiemos de planteamiento puesto que el esquema “médico enviando paciente al especialista en sexología clínica” es poco común, irreal hoy en día y no aporta nada a nuestro análisis. Supongamos que un paciente tiene un “problema sexológico”. Como bien saben, a veces no es directamente reconocido por el propio sujeto afectado, por expresarse como manifestaciones de otra índole (psicosomática, alteraciones del estado de ánimo, la vida de relación, etc....) En el caso de que el paciente reconozca y acepte que su “problema” es de índole sexual y además decida consultar. ¿A quién?. En nuestra sociedad sólo una pequeña parte de los pacientes decide ir al sexólogo directamente. A veces acude al psicólogo. El sexólogo puede a veces reclamar la colaboración de un médico especialista, como en el caso de alteraciones hormonales, psicológicas profundas, despistaje de problemas orgánicos causales de la manifestación sexual, etc.... Esta es una de las interrelaciones existentes en la práctica real entre ambos profesionales, médico y sexólogo. En cualquier caso estas opciones no nos interesan en nuestro planteamiento. Es posible que el paciente decida ir al médico (o a veces a un sacerdote, como saben por experiencia). Les recuerdo que ninguno de los dos ha recibido en su formación profesional especial instrucción sobre sexología. ¿A qué médico acudirá? Lo más frecuente es que nuestro supuesto “paciente sexológico” consulte a su médico de cabecera y creemos que en orden decreciente de frecuencia al ginecólogo, psiquiatra, urólogo y otros especialistas. Suponiendo que el médico sea receptivo para recoger las demandas sexológicas directas de sus pacientes, ha de ser además capaz de “leerlas entre líneas”, es decir detectarlas tras las quejas somáticas o psíquicas y ha de estar motivado para tratar de ayudar en esta esfera al paciente. Sólo en pocos casos está cualificado para tratarlo él mismo y posiblemente “cure” un pequeño número de pacientes. En teoría (según el esquema del especialista) cuando el médico no se sienta capacitado para tratar a los pacientes (les aseguramos que casi ninguno lo está), los remitirá a quien merece su confianza y considera que puede resolver el problema, a un “especialista” sexólogo. Con mucha frecuencia el médico hace oídos sordos al conflicto del paciente, menos veces lo remite al psiquiatra, urólogo, ginecólogo u otros “especialistas médicos” pero en muy pocos casos al sexólogo.
En la realidad del ejercicio diario el médico enviará la mayoría de sus casos sexológicos a lo que podemos llamar “la base del iceberg”. La “punta del iceberg” serían los pacientes capaces de consultar sus manifestaciones de la esfera sexual a un profesional de cualquier tipo. La “base del iceberg” es la porción, mucho mayor, en la que se encuentran los individuos que “se resignan en silencio” ante su problemática sexual, bien por no acudir al médico ni al sexólogo (la gran mayoría), bien por ser devueltos allí por el médico que no les resuelve el problema, o bien por la iatrogenia que éste genera. ¿Por qué una buena parte de los pacientes deciden consultar al médico y no al sexólogo directamente? Entre otros motivos porque: - Tienen una idea que liga sexualidad con normalidad y conflicto sexual con anormalidad o enfermedad. La cultura en que nos movemos genera una idea medicalizada y organicista de la sexualidad que sigue primando en una sociedad muy medicalizada - “Ir al sexólogo” no entra en los esquemas culturales de la mayoría de la gente. - Los incautos ciudadanos creen que el médico es un experto en la materia. ¿Lo es realmente? El médico sabe anatomía, fisiología y ginecología, enfermedades infecciosas, tiene rudimentos de psicología, le han enseñado a resolver problemas de anticoncepción o enfermedades de transmisión sexual, pero ¿sabe resolver conflictos sexológicos?, ¿qué actitudes tiene respecto a la sexualidad, la sexología, los sexólogos?, ¿es capaz de darse cuenta de que no basta el sentido común para reconocer y ayudar a estos pacientes? Las facultades de medicina y las escuelas de enfermería no enseñan nada de esto (ni de otras muchas cosas como psicología clínica, relación con los inválidos o moribundos, comunicación, economía médica, sociología médica...) Es parte de la inercia de la universidad y su distanciamiento de la realidad. Queremos decir en este punto que no creemos que el papel del médico sea solamente el de remitir al sexólogo, pero sí ha de ser capaz de admitir su existencia, su competencia profesional y desde luego de remitirle pacientes cuando sea preciso. Trataremos esta idea de nuevo más adelante.
¿Qué es el sexólogo para la mayoría de los médicos no sexólogos?. Es evidente que no es válida la idea de “especialista” que venimos suponiendo hasta ahora. En la gran mayoría de los casos los profesionales de la medicina sienten desconfianza hacia la sexología y los sexólogos. Quizá, entre otros motivos, porque recelan de un “saber” o un “saber hacer” que ellos ignoran. Un saber que no tienen claro que sea tal saber (saber entendido como cuerpo de conocimientos independiente), ni que este conocimiento sea necesario ya que muchos opinan que basta sentido común o que “ese tipo de problemas” no existe. Y éste, ciertamente, no es más que uno de los motivos. ¿Qué opinan nuestros colegas respecto de los sexólogos? ¿Con qué frecuencia envían pacientes al sexólogo? No disponemos de datos estadísticos rigurosos al respecto, pero sí de la observación de la práctica diaria y una breve encuesta informal entre los médicos con que a diario nos relacionamos. La respuesta es muy constante: en general no envían pacientes al sexólogo, no confían en los sexólogos. Sus actitudes se encuentran en un espectro que va desde el rechazo frontal a la sexología y los sexólogos a la indiferencia, pasando por una amplia banda de recelo, desconfianza, desprecio... Muchos de ellos se desentienden o fingen ignorar los problemas que en la esfera sexual les plantean abiertamente o de forma más sutil sus pacientes. Las causas de esta actitud poco empática son varias pero creemos que destaca sobre todo el problema de la cualificación y titulación oficial, que tiene importantes raíces sociológicas. No queremos que de forma alguna entiendan esto como una crítica, ni como “nuestra idea” sobre la sexología y los sexólogos, sino como un intento honesto de aportar alguna observación constructiva que nos ayude a comprender dónde estamos. No es, pues, una crítica negativa ni menos aún una descalificación. Esto nos obliga a plantearnos ahora la otra pregunta latente en el fondo de nuestro análisis.
¿Por qué el sexólogo no es considerado como una opción válida por la mayoría de los médicos?. La sexología es una profesión muy joven aún, como lo es la propia ciencia sexológica y abarca un colectivo muy heterogéneo sometido a presiones, intereses y manipulaciones muy variados, desde los de índole política, económica, de reparto de poder, de los medios de masas, etc.... El nacimiento de una nueva profesión o especialidad de siempre lugar a desprecio, rechazo e incluso militancia activa en contra en el seno de otros colectivos profesionales próximos, y a veces de la sociedad. Recuérdese la historia del nacimiento-desga- jamiento de la medicina de muchas especialidades médicas o la creación de los estudios universitarios de periodismo, informática y otros. La inercia frente a lo nuevo es una constante. Los sexólogos clínicos son un colectivo muy variado en sus orígenes y heterogéneo en su formación. Personalmente no consideramos que la procedencia multiprofesional sea un hecho negativo sino todo lo contrario. La mayoría de ellos son profesionales de enfermería -cómo va a aceptar con naturalidad el médico que una enfermera resuelva problemas que él no resuelve- , psicología -colectivo profesional frente al que, tradicionalmente, los médicos han mostrado cierto recelo, probablemente ligado a la deficiente formación psicológica de la mayoría de los médicos- o médicos -generalmente “poco relevantes en el colectivo médico”, médicos en paro, recién graduados, a veces movidos más por las necesidades e intereses económicos que por otros (así asistimos a los peculiares anuncios de prensa que mezclan la oferta de “sexólogo con vasectomías a precios competitivos” y cosas semejantes)- . También proceden los actuales sexólogos de titulaciones como antropólogo, sociólogo, historiador, biólogo, comunicólogo, pedagogo, y otras que no incluyen formación universitaria, etc.... Sería quizá más adecuado empezar a hablar de sexólogo médico, enfermero, psicólogo, etc.... que de médico sexólogo, o enfermero o psicólogo... sexólogo. La primera denominación presupone la existencia de una cualificación primaria en sexología matizada por la formación previa y no al revés, subordinando la sexología a la primera titulación. Bien es cierto que bastantes de ellos ejercen la sexología como “segundo oficio” o afición dentro de su “trabajo principal”.
La cuestión de la formación del sexólogo ¿Dónde y cómo se han formado los sexólogos clínicos? La formación es a veces autodidacta, amparada por titulaciones de centros privados muy diversos en su orientación y seriedad. Esto ha dado lugar a que, junto a profesionales extraordinariamente valiosos, muy serios y bien formados, haya otros menos serios y cualificados. Estos últimos dificultan sin duda el avance de la sexología como ciencia autónoma y desacreditan a los primeros. Con frecuencia algunos de los denominados (que no titulados por el momento) sexólogos, se limitan a adquirir experiencia en un determinado problema o en el empleo de una técnica o tendencia psicotera- péutica. Esto los empobrece profesionalmente a la vez que ofrecen a otros profesionales y a la sociedad la misma imagen que un médico que se especializara en tratar con penicilina o sólo mediante cirugía, renunciando a las posibilidades de otros abordajes. Es necesario que la imagen del profesional de la sexología sea más sólida profesionalmente y respetada socialmente. La formación sexológica es extraacadémica (en un país con "titulitis"), no reglada, muy heterogénea, sin un nivel mínimo preestablecido, con orientaciones teóricas, escuelas y grupos encontrados. En suma, Vds. conocen mejor que nosotros esta situación que da una imagen de profesión poco respetable. Realmente la no existencia de una titulación, entendida no como un papel timbrado, sino como la garantía ante la sociedad de unas mínimas exigencias en la formación y de una cualificación profesional, dificulta mucho el reconocimiento de la sexología como especialidad y de quienes la ejercen como profesionales por parte de la mayoría de los médicos. Esto no lo decimos nosotros sino, afortunadamente, los propios profesionales de la sexología y puede decirse aquí sin ser mal interpretado por las personas verdaderamente interesadas en la consecución de profesionales sólidamente formados y reconocidos. Sería fundamental que las cabezas visibles de los diversos grupos o escuelas formadoras de sexólogos se encontraran en pos del desarrollo de unos objetivos comunes o al menos compartidos, poniendo por encima de sus intereses, ideas, o creencias personales, la necesidad de que la sexología madure como ciencia y los profesionales de la sexología reciban una cualificación real y fiable en todos los casos y no sólo en algunos, ofreciendo a la sociedad una garantía mínima en el ejercicio profesional. Pasa esta difícil tarea por la aduana de sensibilizar a la administración de la necesidad de esta titulación. Quizá otro factor que contribuye a explicar la reticencia de muchos médicos hacia los sexólogos y la sexología se derive del giro que está tomando el tema en nuestro país de cara a la opinión pública. España se ha nutrido ideológicamente, desde los puntos de vista filosófico, psicológico y desde luego, científico y médico, de los otros países europeos y especialmente de Alemania. Las raíces de la sexología en Europa fueron de índole filosófica, teorizante y especulativa, con amplia base en los desarrollos de la teoría del psicoanálisis. Este desarrollo se detuvo en los años 40 como consecuencia de la II Guerra Mundial, a raíz de la cual se inicia un giro cultural con creciente influencia norteamericana que se refleja en las ciencias y entre ellas la medicina y la psicología. El desarrollo de la sexología en América del Norte retoma, tras la guerra, unas bases menos teorizantes, más prácticas, experimentales y sociológicas. La importación de la corriente sexológica americana y su injerto sobre la preexistente en Europa (más pobremente desarrollada en España por motivos históricamente evidentes) choca, en el caso concreto de nuestro país, con una clase médica conservadora y no sensibilizada ante el problema (no olvidemos que hasta hace unos años la sexología o sus rudimentos eran patrimonio de los médicos y psiquiatras). La Universidad, siempre lenta en sus reacciones, tardó en responder a la demanda social y científica de la necesidad de desarrollar esta ciencia como autónoma. Por ello la sexología inició el desarrollo paralelo a la Universidad que actualmente la caracteriza. Todo esto se ha seguido muy recientemente de un fenómeno que ha desprestigiado la naciente ciencia. Me refiero al impacto que ha tenido en los médicos la actuación de los medios de comunicación de masas, divulgando un cierto estilo de hacer educación sexual no siempre serio ni adecuado. En general, a estos profesionales y a muchos sexólogos serios les repugna este planteamiento masifi- cado y reduccionista de los temas sexológicos por parte de los medios de comunicación que no es realmente sino un modo de ganar audiencia. Muchos médicos identifican al profesional sexólogo con la imagen de quien en prensa o televisión trata estos temas. Por último, entre los factores de la poca consideración de los sexólogos por parte de la mayoría de los médicos, podemos pensar en que los sexólogos ejercen, en general, al margen de las “esferas de influencia médica oficial” y con escaso contacto con los médicos pese a que muchos de ellos lo son. Entre el grupo de “médicos sexólogos” cabe diferenciar subgrupos muy diferentes: los interesados por la formación sexológica en busca de algo que consideran necesario para su ejercicio profesional, los que buscan solución a sus conflictos personales, los que esperan encontrar una forma de vida que les resulta difícil en la medicina, los profesionales en ejercicio y bien situados que desean ampliar sus perspectivas profesionales, etc.... Este análisis, incompleto, es por supuesto aplicable a los otros colectivos que desembocan en la naciente profesión de sexólogo. La sexología va camino de ser una ciencia con vida propia, con orígenes multidisciplinares pero con personalidad profesional propia y con proyección sobre otros profesionales de diversas ciencias. Para que este camino desemboque en una verdadera cualificación profesional, reconocida por méritos propios por otros colectivos y la propia sociedad es preciso que se uniformice la formación. Para ello quizá sea imprescindible que la titulación sea académica, con todas las ventajas, riesgos e inconvenientes que ello tiene. Uno de los riesgos que sin duda habrá que soslayar al incorporarse a la universidad la formación de sexólogos es que ciertas facetas de la formación puedan ser fagocitadas por profesionales docentes de psicología, medicina, endocrinología, psiquiatría, etc.... sin verdadera vocación e interés en este terreno, al que acceden simplemente como parcela de poder y lo que sería aún más grave, sin una idea clara de las necesidades reales de formación del profesional de la sexología de cara a la resolución de problemas, a la enseñanza de la profesión, a la investigación seria y a la especialización. No es objeto de este escrito tratar los puntos a tener en cuenta en la creación de un título universitario de sexólogo pero no nos resistimos a la mención del párrafo anterior ni tampoco a denunciar el riesgo de que una ciencia muy viva, inquieta, en plena fase de desarrollo, de fermentación y de definición pueda (en la Universidad que vivimos que tiende a congelar, a coagular fácilmente las ideas, las personas y los movimientos) desembocar en la formación de profesionales teorizantes y alejados de la realidad.
Recapitulación: ¿Qué papel desempeña el sexólogo para el médico?. Pobre y muy poco relevante en cuanto a la figura del profesional especialista a quien consultar. Por la ignorancia y la falta de información de los médicos, en primer lugar. En segundo lugar, por tratarse de una especialidad multidisciplinaria y naciente aún, no sistematizada ni reglada en su enseñanza y que genera recelo en el médico por los motivos expuestos y otros. La relación debe de potenciarse y lo hará si el médico mejora su formación, incluyendo en su currículum formación sexológica básica y a su vez la formación del sexólogo profesional se consolida. Es imprescindible que se progrese en este camino de madurar como profesión marginando el oportunismo y el amateurismo. Estoy seguro de que esto se conseguirá porque me consta que la mayoría de las personas que, con constancia, se mantienen al frente de la sexología, son sumamente críticas y serias en sus planteamientos. Por resultar novedoso quiero tratar, aunque sólo sea brevemente, otro aspecto de la relación médico-sexólogo diferente del puramente clínico hasta ahora expuesto. ¿Qué otro papel puede desempeñar el sexólogo respecto del médico además de ser un consultor? Creo que el sexólogo puede y debe desempeñar un importante papel en definir las necesidades de formación de los médicos en sexología y en llevarla a cabo a través de diversos abordajes: 1. - Una faceta importante sería contribuir a definir los objetivos de la formación sexológica básica del personal sanitario: - Lo que deben ser capaces de hacer estos profesionales en el área de las competencias en sexología. - Qué grado y tipo de conocimientos, habilidades y actitudes debe de poseer el médico base, el ginecólogo, psiquiatra, internista, profesional de enfermería, etc.... para que pueda resolver a veces, y remitir en otras ocasiones al “especialista sexólogo”.¡No olvidemos que no remitirá si no es capaz de reconocer! - Qué papel tienen los médicos en la sexología y qué clase de sexólogos son los médicos. 2. - Colaborar directamente en que el personal sanitario adquiera esa formación. Sin duda será positivo para los sexólogos, los médicos, la medicina, los pacientes y para la sociedad que la sexología llegue a la formación médica. Si en algún momento de la licenciatura en medicina un sexólogo participa en la formación del médico o éste comparte su formación con la de los futuros sexólogos caerán las barreras entre ambas profesiones y desaparecerá el recelo. Personalmente estamos muy interesados en este aspecto y ofreemos desde aquí nuestra modesta colaboración para que los médicos recibamos formación sexológica y la sexología llegue a las facultades de medicina. Para ello habrá que vencer la inercia de las escuelas de enfermería y las facultades de medicina. Fíjense qué curioso, las facultades de medicina españolas acaban de estrenar en 1994 nuevos planes de estudio a los que han incorporado materias novedosas, algunas un tanto discutibles, pero no han introducido la sexología. 3.- Trabajar en mayor proximidad y entendimiento con profesionales de otras ciencias de la salud. Es importante y necesario que el médico y el personal de enfermería reciban en su formación pregraduada formación básica en sexología por varios motivos: a) En nuestra sociedad acuden al médico una gran parte de los pacientes con conflictos de la esfera sexual bien de índole orgánica o funcional. Aun cuando el médico no lo desee le llegarán continuamente problemas de índole sexológica a la consulta; b) Muchos de los problemas clínicos se acompañan de alteraciones sexuales; c) Una parte de los pacientes que consultan a los sexólogos clínicos precisan estudios para descartar patologías de base orgánica o psiquiátrica y a veces tratamiento de las mismas; d) El médico y el personal de enfermería tienen una amplia base en biología y patología humanas de la que carecen otros profesionales, sería absurdo “desperdiciar” esta compleja y costosa formación; e) Ambos tienen un papel ineludible como educadores sanitarios, también en la esfera de la sexualidad (no es momento éste de resaltar la enorme importancia de otros profesionales como educadores sanitarios). Lo expuesto no excluye en absoluto el desarrollo de profesionales de la sexología procedentes de otras ciencias sino todo lo contrario, simplemente justifica la necesidad de que el personal de salud reciba “urgentemente” formación sexológica en sus estudios de pregrado y de formación continuada. Todo ello pasa sin duda por la ya tratada formación sistemática, reglada y reconocida de los sexólogos que, creemos, es el primer y principal asunto a resolver por el colectivo implicado en este momento.
* Director de Estudios de Postgrado en Sexología, Univesidad de Alcalá de Henares - Instituto de Sexología- C/ Vinaroz 16, 28002 Madrid.
En el marco de la sexología pueden verse más variedades cultivables que trastornos o perturbaciones curables, al contrario que en otras áreas científicas y profesionales, donde el protagonismo de lo curable es mayor que el de lo cultivable. Este punto merecería una aclaración de tal forma que al pronunciar el término “clínica” no se disparara automáticamente el parámetro del tratamiento -lo que supone partir ya del trastorno-, sino que pudiéramos detenernos en la evaluación y, dentro de ella, recuperar una serie de manifestaciones que, sin ser en sí mismas objeto de tratamiento, están siendo consideradas como tal, precisamente a causa de la falta de elaboración conceptual. Por otra parte, al decir sexología clínica se tiene la tendencia a pensar en tratamientos con lo que se refuerza, de por sí, el peso de lo curable sobre lo cultivable. Sin embargo, el concepto de clínica no alude directamente a tratamiento o cura, sino a clasificación de hechos. Y esta clasificación puede hacerse, obviamente, sobre el objeto u objetos que deseemos sin que necesariamente desemboquemos en tratamientos. Aunque, obligado es reconocerlo, sin la finalidad del tratamiento las clasificaciones clínicas pueden ofrecer a algunos poco interés, completándose así el círculo vicioso. Dadas las consecuencias que se derivan de todo esto, lo que pretendemos plantear es muy modesto aunque, a nuestro modo de ver, importante. Se trata de una idea desde la que poder contrarrestar el excesivo patologismo o, dicho más acorde con la moda, el exceso de tratamientos. Porque si bien se dice, por un lado, que la conducta sexual es hoy considerada con una menor patologización, tal vez debamos constatar un paradójico aumento de las unidades diagnósticas y, obviamente, de sus correspondientes tratamientos. Con lo cual -por otra vía- nos encontramos de nuevo en el mismo punto. Como ya es sabido, el hecho de los sexos, objeto de la sexología, es un proceso de carácter filogenético y ontogenético en el cual encontramos una gama de manifestaciones muy variadas. Unas no crean problemas y otras sí. Incluso las mismas que crean problemas en unos sujetos, no los crean en otros, lo que hace a dicha variedad aún más diversa precisamente en función de la variable central que son los sujetos mismos. El criterio clasificatorio estadístico de las variedades que crean problemas suele avocarnos a las nomenclaturas de los trastornos. Y aquí sucede un hecho muy común y poco considerado. Entre los clínicos se produce un cierto consenso, palpable en afirmaciones tales como: “un alto porcentaje de los problemas son leves” o “un gran número de casos tienen tratamientos sencillos, es decir, banales”. Pero, incluso en tales casos, no se pone en duda su carácter de trastornos, cuando se está reconociendo que estrictamente no lo son. Si nos detenemos en estas constataciones vemos que esos sujetos diagnosticados con trastornos, no deberían haberse incluido en tal categoría. Se trataría, según otras terminologías, de ámbitos de prevención; pero también -y sobre todo- de una mayor promoción de la gama de manifestaciones o situaciones cultivables. La sucesión de eslabones en esta cadena de constataciones exigiría una operación conceptual y teórica que aportase coherencia; pero, además, se debería sacar rendimiento a la experiencia clínica acumulada en la que dichas observaciones se han gestado y verificado. Por ambas vías llegamos al interés que ofrece el criterio o los criterios clasificatorios de las manifestaciones sexuales. Es decir, en este caso, de sus variedades cultivables y no sólo de los trastornos que puedan ocasionar. Ello nos conduciría a una clínica no centrada en los trastornos sino más bien en un esquema en el que podemos ver dos grandes campos, paralelos entre sí, y ambos procedentes de otro común. Si situamos en este campo común a la sexología, de ella surgiría -en su dimensión práctica- lo que es conocido como intervención. Esta puede ser educativa y terapéutica. El protagonismo del concepto de intervención sobre el de tratamiento tiene una ventaja: que la intervención puede ser tanto educativa como curativa. Es sabido que la separación de ambas formas constituye, en la práctica, la clave del error en esta cuestión. Por ello, sería de gran interés dar protagonismo a la línea que une a ambas intervenciones, al menos en el punto de partida; aunque luego, en la práctica, se pueda desarrollar la actividad más en una que en la otra. No hace falta subrayar lo enriquecedor que ello resulta para ambas vertientes como conocimiento básico. Tras estas observaciones, nos gustaría exponer una sucesión de hechos constatados por ambas vías y procedentes de las dos ramas de la intervención. Pero, en razón del espacio, vamos a dejar esto para otra ocasión y nos ceñiremos en ésta a describir muy brevemente tres grupos o núcleos generadores de diversidades cultivables, aunque sin separarnos del lenguaje común de los problemas tratables. Incluso, por esta vez, centrándonos más en éstos, dado que por vuestra condición de terapeutas estaréis más habituados a acentuar los focos de problemas.
Como hemos descrito en otro lugar (Amezúa, 1991), el hecho sexual o de los sexos puede ser entendido como un proceso que se desarrolla en los sujetos a través de tres registros conceptuales: Uno es de estructuras procesuales (sexuación), otro de vivencias (sexualidad) y otro de conductas (erótica). Deteniéndonos en el campo de las estructuras, podemos ver ya una primera serie de problemas o trastornos, sin dejar nunca de considerar a los campos en su interrelación, dado que una estructura procesual equis será más o menos problematizada en función o correlación con las vivencias de la misma, lo que se reflejará obviamente en sus correspondientes conductas, y a la inversa. En todo caso, la clave de tales problemas o trastornos en este primer grupo nos la dará el sujeto que es quien, en definitiva, experimenta sus vivencias. Este primer grupo puede ser denominado, grosso modo, de trastornos o problemas de la identidad sexual, atendiendo a este foco originario cultivable. Es preciso tener en cuenta que, dada la flexibilidad de los actuales criterios frente a la rigidez de otros anteriores en la consideración de los núcleos de identidad, muchas manifestaciones consideradas antes anormales no serían sino variantes de la básica identidad sexual en ambos sexos. Ello nos lleva, siguiendo la nomenclatura expuesta, a la articulación conjunta de esos tres registros citados con otros tres básicos e ineludibles: los modos, los matices y las peculiaridades de los mismos. Proponiendo esta nomenclatura no tenemos la intención de fijarla como definitiva sino, aun usando cualquiera de las habituales, ofrecer algunas pistas explicativas desde enfoques diferentes. Si son dos los modos resultantes del proceso de sexuación -el masculino y el femenino- es lógico afirmar que los trastornos o problemas giren en torno a ellos. Pero vemos también que esos dos modos ofrecen a su vez una gama de variedades casi infinita, lo que nos obliga, de nuevo, a considerar al sujeto como criterio de excelencia. No será a estas alturas necesario recordar que cualquier criterio de carácter social -léase estadístico- estaría ya incluido en el sujeto individual. Los trastornos de la identidad sexual, o de la identidad masculina y femenina, coincidirían, aunque sólo en parte, con algunas clasificaciones del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders en sus distintas versiones (APA, 1994). Aunque obligado es reconocer no sólo la distinta formulación sino también los criterios básicos que nos separarían de este sistema clasificatorio, entre otros la prioridad de la raíz sexual frente a nomenclaturas como, por ejemplo, la de los géneros, introducidas por la American Psychiatric- Association. El concepto teórico de intersexualidad, acuñado en la primera mitad del siglo veinte, daba cuenta de la identidad sexual (Lipschitz, 1926; Marañón, 1930). En su lugar, durante las últimas décadas, se ha pretendido innovar con la introducción del concepto de la doble realidad del sexo y el género. La acogida que éste último ha tenido no impide hacer constar que la intersexualidad contiene claves explicativas sólidas. Si se unen a estas claves otras que se derivan de ellas, como son las nociones de caracteres sexuales primarios y secundarios, y sus correspondientes desarrollos, el conjunto continúa resultando útil para dar perfecta cuenta del edificio conceptual organizativo del masculino y el femenino en su gran flexibilidad y variedad, así como en la solidez de sus respectivas identidades. Desde la intervención terapéutica se señala la necesidad de que los sujetos descubran sus identidades, y éstas se constituyan en núcleo de referencia primordial en el proceso de los tratamientos. Lo cual coincide con el planteamiento de otras intervenciones de carácter educativo. Sucede, sin embargo, que esas identidades sexuales son cuestionadas hoy, por diversos factores, con el consiguiente aumento de las unidades diagnósticas susceptibles de tratamiento. Las identidades serían, pues, objeto prioritario de cultivo dentro de su unidad y variedad. Los dos modos fundamentales, el masculino y el femenino, son centrales en los sujetos. Y ambos hacen referencia a la identidad sexual.
Un segundo apartado de esta clasificación se agruparía bajo la denominación ya indicada de los matices. Matices, se entiende, de ambos modos. Dichos matices serían, a su vez, dos: el de la heterosexualidad y el de la homosexualidad. La necesidad de clarificación conceptual nos llevaría a excluir un tercero - vulgar y confusamente denominado bisexuali- dad- por tratarse de una versión temporalizada de uno u otro de los anteriores, pero que alude a una coexistencia -imposible, a nuestro modo de ver- de los dos matices en el plano de la identidad de los sujetos. Se trataría, en dicho caso, más de trastornos de la personalidad que de figuras o matices nuevos de los dos modos ya nombrados. Es el caso del conocido como Kinsey 3 (ambisexualidad) en la escala que lleva su nombre (Kinsey 1949, 1953). Es conocida ya la exclusión de la homosexualidad de entre las principales listas de trastornos. Pero algo distinto es darle entidad en el cuadro general del hecho sexual. Afirmar que la homosexualidad no es, de por sí, una desviación o trastorno es sólo una afirmación negativa, esto es, una negación. Convertir esta negación en afirmativa mediante el etiquetaje de parafilia es un mero resultado de marketing socio-político, pero no un resultado epistemológico. Desde la sexología es preciso replantear la homosexualidad en el marco general. La situación de estos dos matices, el de lo homosexual y el de lo heterosexual, en el mismo plano, sería una vía posible. Ello exigiría una remodelación terminológica y conceptual, así como nuevos instrumentos de medida y evaluación concretos. En todo caso, la bisexualidad, concepto al que se recurre con excesiva frecuencia, y que es explicable en cuanto a estructuras de ambos sexos, no lo es en cuanto a la vivencia de la identidad sin el recurso al trastorno. Cuando se habla de bisexualidad sería preciso hablar muy claramente de intersexualidad en el sentido antes señalado. De la misma manera que la identidad sexual da por resultado identidades masculinas o femeninas -la mezcla, vivida como tal, es un trastorno puesto que nadie puede vivir a gusto con dos identidades- podemos afirmar, salvando las distancias, que nadie puede vivirse como homo y hetero simultáneamente, sino como uno de los dos, aunque con dosis del otro. Otra cosa es que, manteniendo una constante dominantemente homosexual o heterosexual, se den conductas de la otra. Por ello, el concepto de bisexualidad o ambisexualidad, tal como hoy es usado, se presta a una gran confusión epistemológica que es preciso aclarar. Algunos datos nuevos apuntan ya en esta dirección. Por ejemplo, Homosexualidad en Perspectiva (Masters & Johnson, 1979) marcó un hito a este respecto reformulando conceptos que habían sido expuestos por estos mismos autores en obras anteriores, tales como la Respuesta Sexual Humana (Masters & Johnson, 1966), para reacomodarlos y así soslayar las contradiciones generadas. De esa forma el masculino y el femenino eran fijados como referidos a los dos sexos y sus identidades no tenían por qué confundirse con la homosexualidad y heterosexual idad propias de cada uno de ambos sexos. O, usando su propia terminología, las dos “formas de orientación sexual”. Ambos son campos distintos: uno sigue el paradigma de la masculinidad-femini- dad, otro el de la heterosexualidad-homose- xualidad. El hecho de que uno de esos dos campos - la homosexualidad- fuera planteada en dicha obra de 1979, obligó a los autores a corregir sus posiciones conceptuales y terminológicas anteriores, así como a redactar otra obra enteramente dedicada a aspectos y conductas heterosexuales. Aparecida ésta años más tarde bajo el título de Heterosexualidades (Masters & Johnson 1993), su lectura plantea algunas consideraciones. En primer lugar, la voluntad expresa de dar categoría de existencia paralela a ambas realidades, la homosexual y la heterosexual, lo que puede considerarse su mayor logro, éste de carácter epistemológico. De esa forma, la homosexualidad no queda avocada a ser sólo problema y, por tanto, descontextualizada. En segundo lugar, es preciso reconocer la escasa aportación de esta obra si la comparamos con las publicadas anteriormente por los mismos autores, con una estructura completamente diferente. Se diría un simple manual divulgativo para heterosexuales, frente al carácter empírico y referencial de los trabajos anteriores. Queda, no obstante, la intención de ofrecer un planteamiento nuevo. Dentro de la sexología estos dos matices, entonces, son planteables y explicables y, por tanto, cultivables. Otra cosa es que, por motivos conocidos, sea primada la heterosexuali- dad como preferible a la homosexualidad. Pero esta es ya otra cuestión.
TERCER GRUPO: Las peculiaridades. Un último campo dentro de los tres citados es el de las peculiaridades, que daría cuenta de dos grandes grupos o listados: uno de variedades y otro de dificultades. En cuanto al primer grupo podrían reunirse en él la gama de situaciones generadas por combinaciones de las estructuras con las vivencias y conductas, en ida y vuelta: es decir en retroal i mentación o interdependencia. Por emplear terminologías en uso, este grupo de peculiaridades recuerda, en parte, lo que se dió en llamar perversiones, definidas en otros sistemas como trastornos mayores o menores; y que, desde este planteamiento, no sólo no serían ya trastornos -ni mayores ni menores- sino peculiaridades en su sentido más literal y fenomenológico, esto es, referido a cada sujeto. Sólo en casos muy minoritarios podrían ser consideradas preocupantes, es decir, problemas; mientras que, de por sí, ha de atribuírseles la misma entidad que a las estructuras, vivencias y conductas consideradas comunes, al ser todas ellas propias de sujetos sexuados. Por ejemplo: no puede partirse de la consideración de que el sadismo o el masoquismo son trastornos. Estos son elementos comunes y existentes en todos los sujetos. Ello implica que, de entrada, no tienen por qué ser tratables aunque en una serie de casos y por razones muy diversas se conviertan en problema y necesiten tratamiento. Sería importante no olvidar que gran parte de esas peculiaridades son nutrientes esenciales del imaginario y, por lo tanto, necesarias. Tomar en consideración este último aspecto haría disminuir una gran parte del miedo que impide el conocimiento y consideración de estas peculiaridades como dimensiones positivas; permitiéndonos, además, abandonar el hábito de considerar cualquier forma de expresión erótica en clave terapéutica. Los distintos intentos de rehabilitación, normalización o despatologización de estas manifestaciones tienen como defecto principal que parten de una concepción que podría ser expresada como la de una menor patología o patología tolerable. Una alternativa distinta, en la dirección que aquí nos ocupa, ha sido ya desarrollada por un buen número de autores (Bloch, 1902; Ellis, 1906; Hirschfeld, 1915; Ullerstam, 1966). El segundo grupo dentro de este tercer campo de las peculiaridades estaría formado por una gran lista de dificultades que, en los últimos años, han sido divulgadas como disfunciones siguiendo la terminología conduc- tual en voga. Es obvio que el término mismo de dificultades aminoraría su peso clínico en el sentido terapéutico - sucede aquí como con el grupo anterior de las variedades, denominadas desde distintos enfoques desviaciones, perversiones o parafilias- . Esta aminoración o despatologización es la que les haría salir del catálogo de las entidades diagnósticas o trastornos para, de entrada, poder ser situadas como simples dificultades de los sujetos en circunstancias peculiares. Es también sabido que muchas de estas dificultades son superadas mediante un trabajo centrado en los contenidos cognitivos o concepciones teóricas de los sujetos, con sus consiguientes repercusiones en las vivencias y expresiones o conductas. Incluso muchas de esas dificultades no son especialmente significativas con otros parametros de evaluación. Más aún: el ser consciente de estas concepciones teóricas resulta beneficioso no sólo para superar tales dificultades sino, además, para enriquecer a los mismos sujetos. Este sería uno de los aspectos interesantes a desarrollar desde la perspectiva que aquí estamos planteando y que nos llevaría, una vez más, a no reservar estos beneficios generados a través de la clínica sólo a los candidatos a tratamiento. De ahí surge una pregunta de fondo sobre si no resultaría más rentable dedicar más tiempo a trabajar sobre las ideas creadoras de problemas, que a los mismos problemas creados por tales ideas. Al decir ideas estamos aludiendo a teorías explicativas de las realidades cotidianas en cuyo marco surgen y se desarrollan los problemas. Alcanzar cierto consenso sobre este punto no resultaría difícil, aunque al menos sería preciso reconocer la necesidad de plantear la cuestión. Algunos intentos pasados en este sentido han sido sistemáticamente escoriados, como es sabido, hacia una socio-politica, produciendo las consabidas confrontaciones entre valores de uno u otro estilo (Wettley, 1959; Llorca, 1995). Frente a esas confrontaciones duras podría ser de utilidad plantear la alternativa de un diálogo o debate que condujera, al menos, a evoluciones que, frente a aquéllas, podrían ser denominadas blandas. Nos guste o no, la patología existe. Se trata, no obstante, de no contribuir a que aumente mediante el acento puesto en ella. Tampoco estaría de más recordar que la sexología ha sido excesivamente confundida con la clínica, como ésta con los tratamientos. Y se ha olvidado que su objeto primero no es tanto el de intervenir cuanto el de explicar la realidad sexual. Y ésta -es preciso insistir- tiene más variedades cultivables que trastornos curables.
BIBLIOGRAFIA AMERICAN PSYCHIATRIC ASSOCIATION, D.S.M.- IV, Manual Diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (trad. cast.), Masson, Barcelona, 1995. AMEZUA, E., Sexología: Cuestiones de fondo y forma. Revista de Sexología, n° 49 (extra- doble), Madrid, 1991. BLOCH, I., Beitráge zur Aetiologie der Psychopathia sexualis, Verlad von H.R. Dohrn, Dresden, 1902. ELLIS,H., El simbolismo erótico (ed. orig. 1906) en Obras Completas, Reus, Madrid, 1913, 5 vols. HIRSCHFELD, M., Sexualpathologie, Bonn, 1915- 1918, 3 vols. KINSEY, A.C., Sexual Behavior in the Human Female, Saunders Company, Philadelphia & London, 1953. KINSEY,A.C., Sexual Behavior in the Human Male, Saunders Company, Philadelphia & London, 1948. LLORCA, A., La Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre bases científicas (1928- 1935), Revista de Sexología, n°63, Madrid, 1994. MARAÑON, G., La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales. Morata, Madrid 1930. MARAÑON, G., Acerca del problema de la Intersexualidad, en Oliver BRACHFELD, Polémica contra Marañón, Europa, Barcelona, 1933, pp. 133- 147. MASTERS, W.H. & JOHSON, V.E., Homosexuality in Perspective, Little- Brown, Boston, 1979 (versión castellana, Interamericana). MASTERS, W.H. & JOHNSON, V.E., Human Sexual Response, Little Brown, Boston, 1966 (versión castellana, Interamericana). MASTER. W.H., JOHNSON, V.E. & KOLODNY, R.C. Heterosexuality, Little Brown, Boston, 1993. ULLERSTAM, L., Las minorías eróticas, Grijalbo, México, 1967 (original sueco, 1966) WETTLEY, Anne Marie, Von der “Psychopathia sexualis” ziir “Sexualwissenschaft”, Ferdinand Enke, Stuttgart, 1959. Versión castellana en Revista de Sexología, n°43, In.Ci.Sex., Madrid, 1990.
* Profesor Titular de Psicología de la Sexualidad, Universidad de Salamanca. 1. Presentado en las I Jornadas de Sexología Clínica' de la AEPS, (Nov. 1994, Valladolid). Algunas consideraciones en torno a la naturaleza del deseo sexual. Aun cuando todavía son numerosos los interrogantes a los que no se ha encontrado una respuesta definitiva y satisfactoria en relación con la naturaleza del deseo sexual y sus problemas, dos ideas clave al respecto se encuentran en la base de la discusión que desarrollaremos posteriormente. La primera de ellas supone la consideración del deseo sexual como una experiencia emocional subjetiva (ver, por ejemplo, los trabajos de Verhulst y Heiman, 1988; o Rosen y Leiblum, 1988). Como tal, dicha experiencia requiere la existencia de un estado de activación neurofisiológica pero, para poder ser vivenciada como deseo sexual, será necesaria una elaboración psicológica y, por tanto, la intervención de diferentes procesos cognitivos y afectivos que finalmente hacen posible tal vivencia. Dicho de otro modo, para que el sujeto sienta la necesidad de buscar placer y/o estimulación sexual (lo que supondría la experiencia subjetiva de deseo sexual) se precisa la existencia de dos diferentes procesos: - Alguna forma de excitabilidad sexual central y/o periférica. - El reconocimiento de dichas sensaciones sexuales y la atribución de un significado sexual positivo. A su vez, hemos de pensar que ha de haber existido algún tipo de estimulación interna o externa que haya desencadenado tales procesos. De este modo, el deseo sexual, desde nuestro punto de vista, no puede ser entendido si no consideramos la existencia de diferentes elementos o aspectos, cuya interrelación lo hace posible y le da forma (Levine, 1984, 1988). Como ya hemos expuesto en otro lugar (Fuertes, 1995), estos aspectos o elementos a considerar serían: - Una base neurofisiológica cuyo nivel de activación posibilita la aparición de la excitabilidad sexual general y periférica, y que puede favorecer que en nuestro campo perceptivo los estímulos sexuales cobren una mayor relevancia; o también favorecer la existencia de una mayor sensibilidad a los estímulos sexuales. Aunque existe alguna evidencia de la implicación del sistema límbico y del papel que pueden jugar al respecto las hormonas sexuales, en especial los andrógenos, la naturaleza exacta de esta base neurofisiológica es aún, en gran medida, desconocida (ver por ejemplo Bancroft, 1989, para un análisis más pormenorizado del tema). - Una disposición emocional y cognitive básica que permita a la persona sentirse abierta a la posibilidad de tener sentimientos sexuales, ser receptiva a los estímulos sexuales, y en definitiva querer y permitirse ser sexual. Muy probablemente esta disposición se desarrollará a partir de los procesos de aprendizaje y socialización sexual. - La existencia de inductores eficaces de sensaciones y sentimientos sexuales. Tales inductores podrían tener una naturaleza tanto interna (pensamientos, imágenes, fantasías), como externa al propio sujeto (estimulación visual, auditiva, olfativa, táctil...). Generalmente, si la disposición emocional y cognitiva del sujeto es positiva, unos inductores acompañan a otros y tiende a desarrollarse un efecto amplificador entre ellos. La segunda idea básica de la que partimos, derivada de la anterior, es la de la necesidad de considerar el deseo sexual no sólo en términos de apetito o motivación para iniciar una conducta o una interacción sexual, sino también en términos de apetito y motivación durante la conducta o la interacción sexual. En efecto, cabe esperar que los comportamientos sexuales puestos en juego, cuando no se produce algún tipo de interferencia, actúen como un estímulo importante para seguir buscando estimulación y placer, y para querer estar en la experiencia sexual. Igualmente, la conducta sexual y la excitación fisiológica pueden desencadenar la experiencia subjetiva de deseo, si ésta no existe previamente. El deseo sexual, por tanto, como experiencia emocional subjetiva, en condiciones normales, se encuentra activado en mayor o menor medida a lo largo de toda la interacción sexual, y es la intensidad de esta experiencia emocional lo que verdaderamente habríamos de considerar, tanto en lo que se refiere al deseo de iniciar un comportamiento sexual, como al deseo durante éste.
Tomando en consideración estas ideas, la experiencia subjetiva de deseo sexual puede tener diferentes orígenes, como podemos ver en la figura 1. Así, ciertamente, en una persona puede desarrollarse una excitabilidad sexual espontánea de forma endógena, y llegar a tener la experiencia subjetiva del deseo, si se da cuenta de ello y lo interpreta y vivencia en tales términos. Del mismo modo, la vivencia subjetiva del deseo sexual, a menudo es consecuencia de algún estímulo provocado por el propio sujeto, a través de imágenes o pensamientos eróticos. Por último, el deseo sexual puede ser desencadenado a partir de algún tipo de estimulación externa como puede ser, por ejemplo, la caricia proporcionada por otra persona, o el hecho de ver u oír algo a lo que el sujeto atribuye un significado sexual. En cualquier caso, es importante tener en cuenta que la experiencia subjetiva de deseo sexual no supone necesariamente el despliegue de acciones instrumentales por parte del sujeto en busca de la estimulación o el placer sexual. Por el contrario, es evidente que, en ocasiones, las personas mantienen relaciones sexuales por muy diferentes motivos, sin que exista un verdadero deseo sexual. Bajo esta perspectiva, suponemos que existe un problema de deseo sexual cuando de forma predominante en una persona la interacción entre el grado de excitabilidad sexual fisiológica, la disposición cognitiva y afectiva, y los posibles inductores de sentimientos y sensaciones sexuales bien: - no conduce a ningún tipo de sentimiento subjetivo de deseo sexual, de forma que el sujeto no siente necesidad o apetencia alguna de buscar placer y estímulo sexual, antes o después de iniciada una conducta sexual. - conduce a una experiencia de deseo sexual de una intensidad insuficiente para que el sujeto sienta la necesidad de buscar placer y estimulación sexual. - conduce a un sentimiento subjetivo de deseo sexual que escapa al posible control razonable del sujeto y llega a interferir con su vida cotidiana. Evidentemente son numerosos los determinantes de tipo orgánico e intrapsíquico que pueden producir interferencias en las posibilidades de excitabilidad fisiológica y en la posibilidad de desarrollar una disposición emocional y cognitiva positiva ante la sexualidad (ver por ejemplo LoPiccolo y Friedman. 1988). Igualmente pueden ser diferentes las causas por las que un sujeto no reciba o no se vea expuesto con facilidad a inductores eficaces de sensaciones y sentimientos sexuales. Aquí, sin embargo, vamos a considerar aquellos problemas de deseo sexual en los que estas interferencias no son las dominantes, sino que lo son diferentes aspectos del contexto relacional de la pareja.
La pareja como foco del deseo sexual. Los objetos de nuestro deseo sexual pueden ser múltiples y variables, pueden ser reales o imaginados pero, sin duda, la experiencia de deseo sexual cuando el foco de deseo es la pareja tiene algunas connotaciones especiales. Generalmente, este deseo implica o conlleva también el deseo de reciprocidad, el deseo de ser correspondido/a, el deseo, en definitiva, de que el otro también te desee. De este modo, es considerable el cúmulo de emociones que pueden verse desencadenadas en función de la percepción de reciprocidad o de la falta de ésta. Así, por ejemplo, Schnarch (1991) llega a afirmar que la interacción sexual con la pareja, presidida por un deseo sexual intenso y mutuo, se convierte en una experiencia pasional única, en la que llega a ponerse fácilmente a prueba la capacidad de autocontrol del sujeto. Por el contrario, también podemos pensar, al menos eso es lo que nosotros percibimos en nuestro trabajo con parejas, que la ausencia o la falta de reciprocidad en el deseo sexual conduce a la experiencia de emociones intensas, aunque en este caso marcadas por la cara negativa de la insatisfacción, la frustración, e incluso la rabia o la ira. En el contexto relacional, las quejas que hacen referencia al deseo sexual aluden, por tanto, a esta falta de reciprocidad o, en palabras de Verhulst y Heiman (1988), a la falta de sincronización en la aparición y/o en la intensidad de los sentimientos sexuales en uno y otro miembro de la pareja. De acuerdo con estos autores, el problema en estos casos es la dificultad que experimenta la pareja para crear conjuntamente un contexto de significado sexual, en el que es la experiencia emocional de deseo sexual de ambos la que organiza sus percepciones en torno a los intercambios y a los sentimientos sexuales que tienen lugar, y la que en último término guía y dirige dichos intercambios. Generalmente, esta sincronización de la que hablamos requiere, además de la ausencia de problemas neuroendocrinos y de la existencia de una disposición emocional y cognitiva mínimamente positiva hacia la sexualidad, que la presencia del otro miembro de la pareja y las interacciones que se llevan a cabo entre ambos actúen como inductores eficaces de sensaciones y sentimientos sexuales. Cuando esto es así, ciertamente, la expresión y manifestación del interés y el deseo sexual de un miembro de la pareja hacia el otro, evoca en el último diferentes emociones que conducen a la creación de un contexto de significado sexual. En este contexto, las manifestaciones e intenciones de la pareja habrían sido percibidas e interpretadas de forma positiva, y el foco de atención serían las sensaciones y sentimientos sexuales, y los intercambios realizados entre ambos. Plantearnos qué aspectos relaciónales pueden hallarse implicados en los problemas de deseo sexual nos lleva, de este modo, a considerar los posibles factores relaciónales que más fácilmente evocan emociones que dificultan o impiden la creación de un contexto de significado sexual. En las líneas que siguen nos detendremos en algunos de los factores relaciónales, asociados a las quejas relacionadas con el deseo sexual, que más comúnmente nos encontramos en la práctica diaria.
El rol de las interacciones sexuales y no sexuales en los problemas de deseo sexual. En no pocas ocasiones es el contexto rela- cional más próximo o inmediato el que puede crear problemas de sincronización en la aparición o en la intensidad del deseo sexual. En este sentido, y en primer lugar, cabría considerar el tipo de conductas que se ponen en juego en las interacciones sexuales actuales. La ausencia o la debilidad de rituales de seducción adecuados o, si lo preferimos, el hecho de que los intercambios sexuales entre la pareja no lleguen a funcionar como inductores eficaces de sensaciones y sentimientos sexuales, pueden hallarse en la base de las dificultades de sincronización. No obstante, en general, no se trata simplemente de que exista una carencia de habilidades sexuales, aunque a veces sea también así, sino más bien de que las conductas puestas en juego, así como las intenciones de cada uno, son percibidas y evaluadas a partir de otras interacciones previas, tanto de tipo sexual como no sexual, que pueden conducir a un balance negativo. De este modo, la forma que cobran habitualmente las interacciones sexuales en la pareja, cuando rara vez se acomodan a lo que cada uno desea, va a jugar un papel importante en dos sentidos diferentes (ver figura 2). Así, por una parte, si las conductas previas se repiten o reiteran en cada nueva interacción sexual, cada vez, probablemente, tendrán menor valor como inductores de sensaciones y sentimientos sexuales. Por otra parte, la insatisfacción o frustración provocada en las interacciones sexuales previas generará de forma inevitable expectativas negativas respecto a futuras interacciones, lo cual, muy probablemente, dificultará la posibilidad de crear un contexto de significado sexual, independientemente del tipo de intercambios que se pongan en juego en un momento determinado. Rosen y Leiblum (1988) hacen un especial hincapié en el tipo de interacciones sexuales de la pareja a la hora de analizar los problemas de deseo sexual. Desde su punto de vista, hemos de considerar que cada persona tiene un “script” sexual ideal, que recogería los motivos ideales para iniciar una relación sexual, el repertorio de conductas que deberían ponerse en juego, los escenarios en los cuales podría tener sus relaciones sexuales, etc.. A la vez, existe un “script” actual, que hace referencia a los motivos, conductas, escenarios, etc.., que realmente tienen lugar en las interacciones sexuales de la pareja. Según dichos autores, las incompatibilidades o las discrepancias entre elementos importantes de los “scripts” actuales y los ideales se situarían en la base de muchos problemas de deseo sexual. A su vez, la disminución del deseo, fácilmente conduciría a la aparición de algún otro problema relacionado con la excitación, en uno o ambos miembros de la pareja. Por último, sería muy probable que ello llevase de forma adicional a una mayor rigidez y constricción de los “scripts” actuales, lo que cada vez apartaría más a cada miembro de la pareja de sus “vcr/pte” ideales. Otro tipo de interacciones no sexuales, más o menos próximas, pueden, asimismo, jugar un papel de importancia en el desarrollo y mantenimiento de los problemas de deseo sexual. Con frecuencia las quejas relacionadas con el deseo sexual aparecen en un contexto en el que las interacciones que conllevan algún tipo de conflicto no son manejadas correctamente por la pareja. En tales casos, no es tanto la presencia del conflicto lo que cobra verdadera importancia, sino el hecho de que los posibles pensamientos o sentimientos negativos generados en él, no se manifiestan o no hallan una respuesta empática adecuada. De hecho, cuando la pareja consigue tratar de forma constructiva sus diferencias pueden verse incrementadas las posibilidades de desear un contacto más íntimo con el otro, y de que el deseo sexual adquiera una intensidad especialmente significativa para ambos (Greeley, 1991). Lo contrario ocurre, sin embargo, cuando los sentimientos de daño, frustración, desconfianza, culpa, etc.., que generan las situaciones conflictivas o que son generados en ellas, tienden a no ser reconocidos y/o a no ser manifestados adecuadamente. Estos sentimientos no hallan, así, una respuesta satisfactoria, pudiendo dar paso a la rabia, la ira, o el resentimiento, cuyos efectos sobre el deseo sexual parecen evidentes (Schwartz y Masters, 1988; Weeks, 1987). En nuestra experiencia, también podemos confirmar la existencia de una asociación frecuente entre los problemas de deseo sexual y la expresión abierta de la ira, así como, y con mayor frecuencia aún, la asociación entre los problemas de deseo sexual y la ausencia de expresión de tales sentimientos. En el primero de los casos, típicamente, la ira se manifiesta de forma descontrolada y culpabilizadora. Como afirman Weeks y Treat (1992), el sujeto lo que verdaderamente desea es que el otro se de cuenta del daño que se le ha infligido pero, de este modo, a la pareja le va a ser difícil reconocerlo, con lo que la frustración se verá aumentada y la ira cada vez será mayor. En el segundo de los casos, la ira tiende a no manifestarse abiertamente, pero generalmente se expresa de forma indirecta a través de comportamientos de tipo pasivo-agresivo. De cualquier modo, como puede verse en la figura 2, estos sentimientos no resueltos podrían conducir a la ausencia o a una insuficiente intensidad del deseo sexual por las mismas vías que veíamos al analizar el efecto de las interacciones sexuales insatisfactorias. Es decir, dificultando la posibilidad de desarrollar sentimientos sexuales positivos hacia el otro y de abandonarse a ellos, y/o interfiriendo con la posibilidad de que los comportamientos o las iniciativas sexuales del otro se perciban e interpreten de forma positiva, y puedan actuar como inductores eficaces del deseo sexual. En definitiva, y en un primer nivel de análisis, podemos pensar que las interacciones sexuales y no sexuales entre los miembros de la pareja en las que emergen pensamientos y sentimientos negativos sin hallar una correcta resolución, se convertirían en el determinante relacional más inmediato de los problemas de deseo sexual. No podemos olvidar, además, la naturaleza interactiva de los diferentes elementos señalados. Es evidente, así, que las interacciones sexuales y las no sexuales se condicionan de forma recíproca, y que ambas se verán condicionadas, igualmente, por los rituales de seducción en la forma en que estos son percibidos e interpretados, así como por la ausencia o la falta de intensidad del deseo sexual en uno o los dos miembros de la pareja. De este modo, la ausencia o la falta de intensidad del deseo sexual, independientemente de que esté primariamente determinada por factores de tipo relacional o por factores de tipo orgánico o intrapsíquico, siempre condicionará de un modo u otro las interacciones sexuales y no sexuales de la pareja. Estas, por tanto, nunca debieran ser dejadas de lado como posibles determinantes del desarrollo, el mantenimiento, o la intensificación de los problemas de deseo sexual de la pareja.
Ahora bien, las interacciones cotidianas más o menos próximas de la pareja, pueden ser también analizadas en el contexto de otras dimensiones relaciónales más amplias o globales. Entre ellas, vamos a dedicar el siguiente apartado a las que más comúnmente se hallan asociadas a los problemas de deseo sexual, tal como se considera en los trabajos más sobresalientes sobre el tema, y tal como podemos observar en nuestra práctica clínica con este tipo de problemas.
Determinantes relaciónales más globales asociados a los problemas de deseo sexual. Relaciones de poder. Toda pareja ha de tomar diferentes decisiones acerca de numerosos aspectos de su vida que tendrán, sin duda, consecuencias relevantes para cada uno de los miembros que la conforman y para la pareja como un todo. Este proceso de toma de decisiones conlleva, generalmente, algún tipo de negociación en el que los miembros de la pareja intentan ejercer algún grado de influencia sobre el otro, a la vez que se hacen diferentes concesiones o se modifican las posiciones de negociación iniciales. De hecho, esto es básicamente lo que ocurre cuando nos encontramos ante lo que podríamos denominar una relación de poder simétrica, que se caracterizaría por la fluidez y flexibilidad en las posiciones de negociación, tanto en relación con una dimensión, como entre posibles dimensiones de influencia. Por el contrario, en las relaciones de poder asimétricas, tiende a primar una estructura rígida e inflexible, en la que típicamente un miembro de la pareja controla de forma unilateral, sin considerar apenas las demandas y deseos del otro, gran parte de los aspectos importantes de la vida de la pareja. Como afirma Schnarch (1991), en las relaciones de pareja saludables, el poder tiene una connotación positiva puesto que implica fundamentalmente la habilidad para proporcionar ayuda y apoyo, y para facilitar el desarrollo del otro. En las parejas no saludables el poder, sin embargo, consiste básicamente en la habilidad para controlar, dominar, deprivar al otro, y en la habilidad para conseguir mayor estatus y prestigio. En el contexto de las relaciones marcadas por la rigidez y la inflexibilidad en cuanto a la relación de poder, el hecho de que un miembro de la pareja desarrolle un problema de deseo sexual puede convertirse en una de las pocas formas a través de la que esta persona consiga sentir o ganar algún tipo de control o poder en la relación. Hemos de tener en cuenta que, normalmente, los problemas de deseo conllevan o implican la existencia de una jerarquía de poder incongruente respecto a la sexualidad ya que la persona más interesada, activa, “experta”, etc.., no es la que controla las relaciones sexuales. Muy al contrario, es la persona con menor deseo sexual la que finalmente decide si la relación sexual tendrá o no lugar, cuando acepta o rechaza las iniciativas del otro. De este modo podríamos decir que, en muchos de estos casos, el paciente identificado no puede permitirse tener deseos sexuales hacia su pareja, o no quiere tenerlos, puesto que de lo contrario perdería la posibilidad de conservar algo como propio y exclusivo, algo sobre lo que el otro no pueda tener control; o quizás perdería la posibilidad de deprivarlo y castigarlo no ofreciéndole lo que desea.
El constructo intimidad ha sido utilizado en psicología como una cualidad de las personas y como un atributo de la relación. En el primero de los casos, se hace hincapié en la motivación y en la capacidad del individuo para intimar; mientras que en el segundo, se hace en la cualidad y características emergentes de la interacción entre dos personas. Ambas perspectivas no son, sin embargo, excluyentes, y ambas han de ser tenidas en cuenta si pretendemos acercarnos a la comprensión de las relaciones de intimidad en la pareja (ver por ejemplo Acitelli y Duck, 1987; Reis y Shaver, 1988). En este sentido, cuando hablamos de la intimidad relacional, nos referimos a la emergencia, a lo largo del tiempo, de un conjunto de cualidades, fruto del intercambio de sentimientos, pensamientos, experiencias, etc., entre los miembros de la pareja. Siguiendo a Chelune, Robinson y Kommor (1984), las cualidades básicas de una relación íntima serían: - El conocimiento de los aspectos más íntimos y profundos de cada uno. - La mutualidad y reciprocidad en la búsqueda del bienestar de ambos. - La interdependencia en las acciones de uno y otro. - La confianza en la integridad, veracidad e intenciones de cada uno. - El compromiso para mantener y optimizar la relación. - El afecto y cariño entre los miembros de la pareja. En definitiva, en una relación en la que prevalecen estas cualidades cada miembro de la pareja se sentirá básicamente querido, comprendido y validado (Reis y Shaver, 1988). Evidentemente la emergencia de estas propiedades no puede ser entendida sin considerar las capacidades y necesidades de cada uno de los miembros de la pareja pero, igualmente, es necesario poner estas capacidades y necesidades en interacción. El hecho de tener una gran motivación y capacidad para intimar no implica necesariamente que una persona se sienta querida, comprendida y validada en su relación, mientras que esto puede acabar siendo cierto para otra con menores motivaciones o capacidades. Por ello, aun cuando seguimos considerando extremadamente valiosas las aportaciones de Kaplan (1979) respecto al rol que como factor etiológico puede desempeñar el miedo a la intimidad en los problemas de deseo sexual, queremos destacar aquí el rol de la dificultad o de la no consecución del nivel de intimidad que se desea en una relación concreta. De hecho, en nuestra experiencia clínica, con frecuencia el problema radica más bien en que la persona que experimenta un bajo deseo sexual en relación con su pareja, no encuentra en ésta una respuesta adecuada a sus necesidades de intimidad emocional. Bien es cierto que nuestra experiencia se reduce prácticamente a casos en los que la mujer es la paciente identificada, y ello puede suponer un sesgo importante en la dirección comentada. En estos casos, las interacciones de la pareja suelen estar marcadas por una típica dinámica de aproximación- evitación, que conduce a un importante grado de insatisfacción en ambos. Así, típicamente, cada miembro de la pareja desea una forma de estar con el otro, que parece incomodar o desagradar a éste último, de modo que resulta difícil hallar un modo de relacionarse confortable para ambos. En este sentido son frecuentes, por parte de la persona con bajo deseo sexual, las quejas relacionadas con la falta de comunicación, la falta de entendimiento, la escasez de aspectos que son compartidos en la relación, el tiempo que se dedican uno a otro como pareja, la falta de respecto y aceptación respecto a lo que uno hace, piensa o siente, etc.. Por su parte, las quejas del otro miembro de la pareja giran fundamentalmente en tomo a la falta de contacto físico y de relaciones sexuales. El resultado, por tanto, es un contexto en el que se hace evidente la ausencia de uno de los inductores más eficaces e importantes del deseo sexual, el hecho de sentir un nivel aceptable de conexión y proximidad emocional con el otro. En este contexto, la experiencia de no ser querido como uno desea, de sentir que el otro sólo desea un cuerpo o la gratificación del contacto sexual, muy probablemente interfiere con la posibilidad de crear un contexto de significado sexual en la presencia o en la interacción con el otro. En la figura 3 podemos ver de forma esquemática la influencia de los conflictos de poder y de intimidad en los problemas de deseo sexual.
La intervención en las relaciones de pareja ante los problemas de deseo sexual. Generalmente, el tratamiento de los problemas de deseo sexual requiere de la utilización de diferentes estrategias que puedan actuar sobre los múltiples factores que se hallen en el origen o contribuyan al mantenimiento del problema. De este modo, la intervención sobre las relaciones de pareja se convierte en un elemento clave, aunque en muchos casos no suficiente, de cara a la resolución de la problemática presentada. Con este ánimo, pasamos a comentar aquí las estrategias que en nuestro trabajo han mostrado una mayor eficacia a la hora de incidir sobre los distintos aspectos de la relación de pareja.
El cambio de los escenarios sexuales. Cuando hablamos de escenarios sexuales, nos referimos tanto al contexto físico, cogniti- vo y emocional, como al tipo de conductas que se ponen en juego en las interacciones sexuales. Independientemente de que tales escenarios hayan contribuido o no al desarrollo del problema, lo cierto es que estos van a verse, en cualquier caso, afectados por él, y a menudo jugarán un rol importante en su mantenimiento. Como ejemplo, generalmente nos encontramos con un escenario en el cual la persona con menores niveles de deseo sexual se siente y encuentra sometida a una importante presión, bien sea de forma explícita o implícita, para responder a las demandas y necesidades sexuales del otro miembro de la pareja. Este, a su vez, a menudo interpreta las negativas para mantener una relación sexual como un rechazo hacia su persona, o como una pérdida del cariño o el amor.
Así, un primer paso que estimamos necesario es procurar romper o cambiar esta forma típica de relacionarse en tomo al problema, de forma que ni uno se encuentre presionado, ni el otro se sienta rechazado. Para ello, como plantea Schnarch (1991), el terapeuta ha de hacer ver a la pareja que la ausencia de deseo sexual es una respuesta razonable y saludable ante las experiencias que están viviendo en la actualidad, y que esas experiencias justamente han de, ser el foco sobre el que comenzar a trabajar. Si en la base del problema se sitúan las interacciones sexuales previas, y otros aspectos o esferas de la relación no se encuentran especialmente contaminadas, la pareja podría beneficiarse con el trabajo sobre los escenarios sexuales. En este sentido nos parece de gran utilidad él modelo de intervención propuesto por Rosen y Leiblum (1988) sobre los scripts sexuales. El trabajo inicialmente parte de una evaluación exhaustiva de los escenarios sexuales reales, es decir de lo que realmente ocurre cuando la pareja mantiene una relación sexual, y de los escenarios, ideales, es decir, de lo que cada uno desearía o le gustaría que ocurriera. Siguiendo a estos autores, la evaluación de estos escenarios incluiría, al menos, las siguientes dimensiones: - Complejidad: haría referencia a la extensión y variedad de los elementos que se incluyen en los escenarios sexuales (juegos, fórmulas de estimulación, actividades desarrolladas, etc..) - Rigidez: grado de rutina que cobran las interacciones sexuales en cuanto a conductas, localizaciones, etc.. - Satisfacción: implica la aceptación y la comodidad con los escenarios reales y los ideales. - Convencionalidad: hace referencia a la aceptación social de los escenarios sexuales reales e ideales, y la incidencia que ello pueda tener en la pareja. Una vez formulado el problema del deseo en términos de las posibles discrepancias entre los escenarios reales y los ideales de cada miembro de la pareja, nuestra tarea fundamental es ayudarles a negociar y encontrar la forma de compatibilizar o reconciliar aquellos aspectos de los escenarios sexuales que plantean dificultades. Aun cuando es la pareja la que debe construir sus propios escenarios a partir de sus deseos, el terapeuta también puede ayudarles, en ocasiones, introduciendo diversas sugerencias que puedan favorecer su forma de relacionarse sexualmente. Especialmente útiles pueden ser todas aquellas que promuevan una forma de interactuar no demandante, y en la que todo aquello que tiene que ver con la sensualidad tenga una mayor presencia en sus relaciones. Con cierta frecuencia, como parte del escenario real, podemos encontramos también con alguna disfunción sexual relacionada con la excitación o el orgasmo. Generalmente, en estos casos, el terapeuta habrá de ser más directivo con objeto de superar esas posibles dificultades, a la vez que se modifican otros aspectos de la interacción sexual.
La resolución de los conflictos y el manejo de la ira. Cuando la pareja, de fomia más o menos habitual, se ve envuelta en situaciones conflictivas que no resuelve de manera adecuada, adoptamos algunas de las siguientes estrategias, en función de las características concretas del caso: - En primer lugar, siempre comenzamos trabajando bajo un formato orientado hacia la búsqueda de soluciones, utilizando los recursos de la propia pareja. - En segundo lugar, si es necesario intentamos, de forma más directiva, romper las secuencias de interacción negativas. - En tercer lugar, si la pareja no dispone de suficientes habilidades de negociación, utilizamos algún protocolo dirigido al entrenamiento y promoción de tales habilidades. A) La búsqueda de soluciones utilizando los recursos de la pareja. En este caso comenzamos ayudando a la pareja a formular objetivos de forma clara y concisa en relación con los aspectos que desencadenan los conflictos. Se trata, en último término, de que los objetivos o las metas sean: - Definidos en términos positivos. Cada persona tiene que ser capaz de desarrollar una representación del objetivo en su mente; una representación visual, con palabras, con sonidos, con sentimientos o con sensaciones. Obviamente, la representación ha de ser algo, no la ausencia de algo. - Definidos en términos de proceso. Para ello hemos de ayudarles a utilizar verbos de movimiento. La clave está en cómo conseguir lo que se desea. - Definidos en el aquí y el ahora. La solución debe poder comenzar de forma inmediata. La clave está en el qué se haría o que se diría de forma diferente si se estuviese ya en vías de conseguir lo que se desea. - Definidos de forma tan específica y concreta como sea posible. Es necesario hablar de hechos. - Definidos de forma que puedan ser comenzados y mantenidos por ellos mismos. No pueden permitirse condiciones fuera de su control. Una vez que se han definido los objetivos en estos términos, y la pareja ha negociado un orden de prioridades, nuestro trabajo se centra en potenciar los recursos que la pareja posee para conseguir lo que quiere. Básicamente, nos guiamos por el modelo de Terapia Breve Focalizada en las Soluciones (pueden consultarse los libros de de Shazer, 1985; O’Hanlon y Weiner- Davis, 1989; Walter y Peller, 1992). Así, tratamos de: - Elicitar excepciones, es decir, ¿en qué situaciones o cuándo ocurre algo de lo que quieren? o ¿en qué situaciones o cuándo el problema no ocurre o se produce de forma menos intensa? - Clarificar diferencias, es decir, ¿qué es diferente en tales circunstancias? - Especificar qué cosas hace o piensa cada uno de forma diferente. - Convertir las excepciones en el objetivo terapéutico. - Buscar el modo de continuar desplegando las condiciones y conductas que llevan a esas excepciones. Si en el presente o en el pasado no aparecen excepciones claras, sería necesario trabajar con la solución hipotética. En este caso se trata de plantear ¿qué cosas harían, pensarían o se dirían de forma diferente si el objetivo fuese alcanzado?; y ver de qué forma podemos empezar a traer al presente las diferencias encontradas en la solución hipotética, es decir, ¿cuáles de esas cosas pueden estar haciendo ya en algún modo? o ¿cuáles pueden empezar a hacer? B) La interrupción de las secuencias de interacción negativas. Si la pareja no consigue cambiar los patrones de interacción utilizando sus propios recursos podemos introducir diferentes intervenciones encaminadas a romper la cadena de intercambios que conduce a la escalada. Los trabajos de Haley (1976), de de Shazer (1985); Fich, Weakland y Segal (1982): O’Halon y Weiner-Davis (1989); o Weiner- Davis (1992), entre otros, nos ofrecen numerosas posibilidades para trabajar en esta dirección. A continuación presentamos algunas de las estrategias que nos han resultado especialmente efectivas en nuestro trabajo con parejas: - Introducir un paso nuevo en la secuencia de interacción problemática. Se pide a un miembro de la pareja o a ambos que hagan algo que nunca han hecho con anterioridad, una vez iniciada la interacción conflictiva. No importa qué se hace, sino sólo el hecho de variar algo. - Cambiar el lugar o la localización típica en la que se desarrollan los conflictos. - Cambiar el momento del día en el que se producen las discusiones. Una posibilidad es intentar evitar la discusión en los momentos en los que la respuesta del otro puede ser más negativa. Si las discusiones ocurren intermitentemente y en momentos impredecibles, es interesante programar sesiones de resolución de conflictos con limitaciones temporales. Para ello se limitan los momentos en los que se va a plantear el o los problemas, así como el tiempo que cada uno ha de utilizar para desarrollar su punto de vista, a la vez que no se permite ningún tipo de interrupción en cada tumo. - Variar quién maneja o se responsabiliza de alguna situación determinada, se trata de que cada miembro de la pareja asuma diferentes responsabilidades o de que durante un tiempo o días determinados las asuma uno y en otros momentos o días distintos, el otro. - Dar un giro de 180 grados a las soluciones previamente intentadas. Consiste en reconocer cómo un miembro de la pareja está manejando el problema e intentar hacer justamente lo opuesto de forma creíble y sincera. - Pedir a un miembro de la pareja que actúe pensando que el otro va a manifestar un comportamiento positivo. Esta tarea es útil cuando es la anticipación de una conducta negativa lo que desencadena la interacción conflictiva. C) La promoción de habilidades para negociar Siguiendo la propuesta de L’Abate (1986), el proceso de negociación requiere tres diferentes subprocesos: un estilo de afrontamiento en la negociación conductivo y creativo, disponer de las competencias necesarias para ello, y estar motivado y tener voluntad para negociar. Cada uno de estos tres subprocesos puede ser trabajado con la pareja en un programa de entrenamiento en negociación. 1) El estilo de afrontamiento. El modelo ARC de L’Abate plantea la existencia de dos estilos disfuncionales y un estilo funcional en la negociación. Entre los disfuncionales nos encontraríamos con el apático-abusivo, en el que se ignora, o se abusa física o verbalmente del otro; y el estilo reactivo (más común), en el que predominan las respuestas impulsivas, defensivas o de crítica no constructiva. En el estilo conductivo-creativo, por el contrario, predomina la voluntad de buscar la forma de cambiar o solucionar los problemas a los que la pareja se enfrenta. En nuestro trabajo pretendemos que la pareja tome conciencia de los estilos bajo los que normalmente opera, y de la conveniencia y ventajas de adoptar el estilo conductivo-creativo. Posteriormente, enseñamos a la pareja a comunicarse de este modo, siguiendo el protocolo que podemos ver en el cuadro 1. 2) Las competencias para la negociación. El modelo ARAAwC de L’Abate supone que el sujeto debe ser competente a la hora de: a) expresar y compartir sus emociones y sentimientos antes de comenzar el proceso de negociación, b) considerar diferentes posibilidades para solucionar el problema, teniendo en cuenta los costos y las recompensas de cada una, c) tomar el curso de acción que se considera más adecuado, d) valorar los resultados en función de las recompensas y costos relativos, para mantener o cambiar el curso de acción iniciado, e) considerar en esta valoración tanto el contexto intemo (cómo se siente cada uno de ellos) como el extemo, en el que se produce el problema. Nuestra tarea en este caso, de nuevo, es ayudar a la pareja a darse cuenta de las habilidades que requiere el proceso de negociación, ayudarles a tomar conciencia de los posibles malos hábitos que utilizan, y prescribirles o enseñarles a ser competentes en cada una de las áreas mencionadas. Generalmente, el reconocimiento y la expresión de sentimientos negativos requiere una especial atención. En este sentido, aprender a manejar los sentimientos de ira y rabia es una de las tareas más difíciles que ha de afrontar la pareja. Para ello, en principio, hemos de procurar explorar con los dos miembros de la pareja los posibles sentimientos que subyacen a su ira. En muchas ocasiones bajo ésta se esconden sentimientos de frustración, de daño, de culpa, de depresión, de impotencia, de indefensión, de desconfianza, que deben aprender a reconocer como paso previo a poder manifestarlos (Weeks y Treat, 1992). Posteriormente, es importante que ayudemos a la pareja a profundizar y a analizar cuáles son las fuentes o el origen de esos sentimientos, y a valorar hasta qué punto su ira tiene o no una base racional. De no ser así sería necesario trabajar con las posibles ideas o pensamientos irracionales. Finalmente, se trataría de que la pareja pueda expresar sus sentimientos, hablar de las causas y buscar las soluciones oportunas, siguiendo el formato hasta ahora propuesto. No obstante, algunas recomendaciones adicionales pueden ser útiles especialmente en estos casos, en los que la ira y la rabia tienen una presencia importante (ver Mace y Mace, 1986): - Debemos sugerir que tan pronto como uno de ellos sea consciente de sus sentimientos de ira, comunique al otro su experiencia. Esta comunicación debe ser aceptada como un hecho, y no deben utilizarse acusaciones ni culpabilizar a nadie. - La persona que siente la ira debe asegurar al otro que no le va a infligir ningún tipo de daño (si es necesario se hace un contrato de no violencia). - La persona que siente la ira debe solicitar ayuda del otro para que desaparezcan dichos sentimientos. Por ejemplo, puede decir: “Me siento muy enojado y necesito tu ayuda” o “Me siento muy enojado y me gustaría que me ayudases a no sentirme así”. - Por último, ambos deben empezar a trabajar con la situación lo antes posible, con objeto de disipar las causas que llevan a tales sentimientos.
CUADRO 1 PROTOCOLO DE ENTRENAMIENTO EN COMUNICACIÓN
3) La motivación para negociar. El modelo de las prioridades de L’Abate considera necesario tener en cuenta las cuestiones que cada uno considera importantes en su vida a la hora de valorar la motivación para negociar. En no pocas ocasiones, aun cuando la pareja es algo que tiende a ser altamente valorado, en realidad no se invierten demasiados esfuerzos, energía y tiempo para cuidar y cultivar dicha relación. La pareja ha de tomar conciencia de ello y comenzar a dar pasos concretos que posibiliten invertir mayor dedicación y el tiempo necesario para su relación. En nuestra experiencia, la mayor parte de las parejas, cuando hablamos acerca de estos temas, reconocen sin demasiadas dificultades haberse dejado llevar con el tiempo por diferentes prioridades y haber dado de alguna forma por supuesto que la pareja está ahí, sin necesitar de un cuidado y una atención cotidiana especial.
La intervención sobre las relaciones de poder asimétricas. Evidentemente, todo lo relacionado con los procesos de negociación que hemos tratado anteriormente forma parte de las relaciones de poder y, por tanto, no puede ser desligado de ellas. No obstante, ahora vamos a referirnos más bien a los aspectos estructurales de las relaciones de poder, es decir, a aquellos aspectos que tienen que ver con la toma de decisiones y la naturaleza de las decisiones a tomar. En los casos en los que existe una asimetría importante respecto a quién tiene la autoridad y responsabilidad en la toma de decisiones, o una asimetría sobre la importancia para la vida de la pareja o la familia de las decisiones que toma uno u otro, será necesario intervenir sobre los procesos de negociación, pero previamente habremos de incidir en la estructura de las relaciones de poder. Para ello, básicamente, podemos guiarnos por un programa que incluya, al menos, los siguientes elementos: - Elaborar un listado sobre quién toma las decisiones sobre diferentes aspectos de la vida familiar o de pareja (en relación a la economía doméstica, las tareas de la casa, la educación de los hijos, la utilización del tiempo libre, las relaciones con las familias de origen y los amigos, u otros aspectos tales como el posible trabajo de uno de los dos miembros de la pareja, el cambio de vivienda o incluso de ciudad, etc..). Elaborar, asimismo, otra lista sobre quién es el/la responsable de poner en marcha y actualizar las decisiones tomadas. A menudo puede descubrirse que uno de los dos miembros de la pareja tiene lo que se ha denominado el poder de orquestación, es decir, el poder de tomar las grandes y más importantes decisiones, y el poder de delegar diferentes responsabilidades en el otro; mientras que éste/a tiene el poder de instrumentación, es decir, el poder de decidir sobre aspectos rutinarios de menor importancia, y fundamentalmente sobre los aspectos que el otro le permite. - Explorar y discutir con la pareja las normas explícitas o implícitas que gobiernan la toma de decisiones en su relación, así como el grado de acuerdo o desacuerdo que existe fundamentalmente en relación con estas últimas. Prestar especial atención a las normas derivadas de los roles de género. - Valorar las ventajas y desventajas que tiene para cada uno continuar con los roles que desempeña actualmente. Ayudarles a considerar los aspectos positivos que puede tener la combinación de un estilo simétrico y un estilo complementario de funcionamiento, teniendo en cuenta los intereses y las competencias de cada miembro de la pareja en las diferentes áreas sobre las que tomar decisiones. Buscar un acuerdo respecto a los nuevos roles que puedan desempeñar en las diferentes áreas que se analizaron en el comienzo del trabajo. Animarles o sugerirles lo interesante de experimentar con el intercambio de roles.
El trabajo con la intimidad relacional. La mayor parte de las cuestiones que hemos venido considerando hasta ahora tienen una relación directa con la intimidad y, por tanto, cuando trabajamos con ellas estamos trabajando con algunos de los aspectos que definen una relación de intimidad. No obstante, en ocasiones, nos encontramos con déficits especialmente importantes en las relaciones de intimidad que dificultan o impiden cualquier posibilidad de funcionalidad en la pareja. En tales casos nuestro trabajo se centra en la promoción y potenciación de la intimidad relacional, para lo cual nos apoyamos básicamente en las propuestas de L’Abate y McHenry (1983), y de Weeks y Treat (1992). La idea fundamental que plantean estos autores consiste en revisar con la pareja diferentes componentes de la intimidad, e intentar dar el salto del nivel conceptual al comporta- mental. De este modo se trata de generar nuevas ideas y actitudes hacia la intimidad, buscar un acuerdo que satisfaga a ambos en relación con ellas, y ver el modo en que estas ideas pueden ser implementadas por cada uno de ellos. Los componentes a trabajar serían los siguientes: - Ver lo bueno y positivo de uno mismo, del otro y de la relación. Es necesario que cada miembro de la pareja piense en aquellas cosas que le gustan de sí mismo y del otro, y en aquellas cosas que no le gustaría cambiar de su relación. Asimismo sería importante comenzar a manifestarlo haciendo afirmaciones en relación a ello, mostrando aprecio por lo que cada uno hace, y reforzándolo con expresiones verbales y físicas de afecto. - Preocuparse y cuidar de uno mismo y del otro. Considerar la importancia de estos aspectos en una relación íntima, y el modo en que se demuestra y se desearía que se demostrase en la relación. - Proteger y cuidar la relación de pareja. Supone dedicar tiempo y espacio para funcionar como pareja, y marcar unos límites claros alrededor de ella. - Procurar el disfrute y el placer para uno mismo y compartirlo con el otro. Implica negociar actividades placenteras para ambos miembros de la pareja y responsabilizarse personalmente de su inicio y desarrollo. - Hacerse ambos responsables de la marcha de la relación. Ambos tienen parte de responsabilidad en las cosas que no funcionan y, sobre todo, ambos han de responsabilizarse de su contribución personal para cambiar aquello que se desea. - Compartir los sentimientos dolorosos. El trabajo es el mismo que el planteado cuando hablábamos de la expresión de sentimientos negativos en los procesos de negociación. - Aprender a perdonar. La persona que ha sido dañada debe sentirse validada por sentirse así, y el otro necesita ser comprendido en términos de sus motivaciones e intenciones (cuando verdaderamente no se pretendía dañar a la pareja). En ocasiones, además, puede ser necesario trabajar los posibles miedos a la intimidad: miedo a depender del otro, miedo a los propios sentimientos, miedo a perder el control y ser controlado, miedo a exponerse excesivamente, miedo al rechazo o al abandono, etc.. Fundamentalmente se trata de hacer explícitos esos posibles miedos, normalizarlos y reasegurar a la persona que pueda tenerlos.
A lo largo de este artículo hemos intentado dar cuenta de algunos de los factores o determinantes relaciónales que comúnmente encontramos asociados a los problemas de deseo sexual, así como de otras tantas posibilidades de abordarlos terapéuticamente. En la exposición, y aunque ello pueda ser un tanto arbitrario, tanto a la hora de hablar de los determinantes, como a la hora de hablar de la intervención, hemos ido de las interacciones específicas (interacciones sexuales y otro tipo de interacciones conflictivas) a lo que podríamos considerar estados (estructura de poder y nivel de intimidad global en la relación). Sin duda, una estructura de poder o un nivel de intimidad determinados condicionan de forma importante las interacciones que se producen en la pareja y, a la vez, están condicionados por éstas. De ahí que las intervenciones a desarrollar deban tener como base una buena evaluación de los diferentes aspectos considerados, y de la forma en que éstos pueden afectar al deseo sexual. En nuestra práctica, generalmente, nos vemos llevados a utilizar un tratamiento de amplio espectro en el que tienen cabida gran parte de las estrategias de intervención aquí presentadas, adaptándolas a la problemática específica que tratamos. Esto es más común cuando una estructura de poder asimétrica o la insatisfacción con la intimidad relacional se hallan en la base del problema. En tales casos, además de intervenir sobre ellos, frecuentemente es necesario descender a la resolución de algunos problemas específicos y, finalmente, trabajar con las interacciones sexuales. En otros casos, sin embargo, ha sido suficiente focalizar la intervención en la forma de relacionarse sexualmente puesto que el resto de las áreas de la relación no se encontraban especialmente afectadas.
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* Profesor Titular del Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos. Facultad de Psicología. Universidad del Pais Vasco 1. Presentado en las I Jomadas de Sexología Clínica de la AEPS, (Nov. 1994, Valladolid).
I. Aproximación conceptual al deseo sexual.
En las revisiones bibliográficas de los principales autores que han trabajado sobre el deseo sexual, se constata la dificultad de definirlo con claridad. El deseo sexual tiene un origen claramente biofisiológico, con una estructura anatómico-neuro-endocrina, bastante perfilada. Su función, desde el punto de vista etiológico, se centra en la supervivencia de la especie a través de la reproducción. Sin embargo, el ser humano trasciende esta dependencia elemental y, desde un punto de vista psicológico, el deseo sexual se convierte en una de las motivaciones más importantes de la existencia. Los autores que se fundamentan en el terreno de lo psicodinámico proponen una idea del deseo prácticamente ilimitada, basándose en la dimensión de lo inconsciente. Según este planteamiento, la pulsión sexual es una energía que busca la satisfacción; el principio de realidad lo impide en parte, produciéndose una escisión entre la representación y la energía, pasando ésta al inconsciente y presionando desde allí. El acceso al mundo consciente se efectúa de manera simbólica. Por tanto, lo patente sería, tan sólo, una parte de aquello que late. Los autores más empiristas se encuentran con la dificultad de que difícilmente se puede reducir el deseo sexual a mera conducta observable, entre otras cosas porque no es un comportamiento, aunque lo provoque. Tampoco se puede reducir a meras unidades cognitivas, aunque se estructure también en ideas, ni se puede reducir a una reacción puramente emocional y confundirlo con otros afectos, aunque en realidad también movilice afectos y emociones. No obstante, es importante y necesario tratar de responder a la pregunta ¿qué es el deseo sexual?. De ello, en gran medida, depende la comprensión de su dinámica en términos psicológicos. A su vez, su mayor conocimiento permite profundizar en su evolución, conocer sus trastornos, desarrollar criterios de salud sexual, prevenir y ofrecer posibles planteamientos terapéuticos. En una primera aproximación se puede afirmar que el deseo sexual es, antes que nada, una experiencia. Bancroft indica que éste debe ser visto desde una triple perspectiva: la afectiva, la cognitiva y la biofisiológica (Bancroft, 1988). El deseo sexual, que se desarrolla ontogenéticamente en lo que se puede denominar el sistema sexual (Bancroft, 1983; Kaplan, 1979; Carrobles, 1990), genera una experiencia que se expresa en ideas y evoca emociones. Siendo Bancroft uno de los autores más relevantes en el estudio de las bases biológicas del deseo sexual y a pesar del peso de su especialidad, llega a la siguiente conclusión: “... deberíamos ver el deseo sexual como un concepto experiencial y no neurofisiológico; para una propuesta operacional hay que identificar y medir tres dimensiones obvias de esta experiencia: la cognitiva, en términos de pensamientos e imágenes, la afectiva en términos de humor o estados emocionales y la neurofisio- lógica en términos de activación central” (Bancroft, 1989). La dificultad para definir el deseo sexual ha sido señalada por los autores más relevantes en el estudio de los trastornos del deseo. Lief (1977) fue uno de los primeros, en la época moderna del desarrollo de la sexología clínica, en plantear el deseo sexual como una dimensión diferente de la excitación y el orgasmo. Refiriéndose a su definición dice: “El deseo sexual es una aspecto de la vida humana extraordinariamente complicado y requiere una aproximación multifactorial para su comprensión. No se pueden tener en cuenta solamente las respuestas sexuales observables, como dice Kinsey. Alguien podría masturbar- se 20 ó más veces a la semana, pero faltarle el deseo para relacionarse sexualmente con una pareja, o una persona podría relacionarse sexualmente con otra 20 ó más veces al mes sin desearla realmente” (Lief, 1988, pág. VII). No es posible hablar del deseo sexual y sus trastornos sin citar a Helen Singer Kaplan (1974, 1979, 1985, 1987). Ella propuso el modelo trifásico de respuesta sexual en el que incluye el deseo sexual como una fase de la misma. Ofreció así una alternativa al modelo propuesto por Masters y Johnson. Considera que el deseo constituye una entidad neurofisiológica diferente justificando así su categoría de “fase” de la respuesta sexual. Su aportación ha contribuido a mejorar la comprensión y las propuestas terapéuticas de las dificultades sexuales. Kaplan se refiere al deseo sexual en los siguientes términos: “El deseo sexual es básicamente similar a otros impulsos como el hambre o la sed en cuanto a que depende de la actividad de una estructura anatómica específica del cerebro. Abarca centros que acrecientan el impulso, equilibrados por otros que lo inhiben. Está servido también por dos neurotransmi- sores específicos, uno inhibitorio y otro excitatorio. Tiene bastas conexiones con otras partes del cerebro lo que permite que el impulso sexual se halle integrado en la totalidad de la experiencia vital del individuo y resulte afectado por ella. El deseo sexual es vivenciado como sensaciones específicas que mueven al individuo a buscar experiencias sexuales o a mostrarse receptivo a ellas. Tales sensaciones son producidas por la activación de un sistema neuronal específico del cerebro” (Kaplan, 1979). Rosen y Leiblum (1988), en su aproximación conceptual, subrayan la idea de que el deseo sexual es, ante todo, un sentimiento subjetivo. Consideran que: “... el deseo sexual es un sentimiento subjetivo que puede ser activado por estímulos externos o internos, y que puede desencadenar, o no, un comportamiento sexual abierto. Para que este estado ocurra es necesario un adecuado funcionamiento neuro- endocrino, así como la exposición a estímulos sexuales de suficiente intensidad, que pueden tener su origen en el individuo o en su entorno... En la presencia de un funcionamiento neuroendocrino intacto y unas posibilidades adecuadas de expresión, vemos el deseo sexual determinado primariamente por procesos sexuales intrapsíquicos e interpersonales”. Otra propuesta de particular interés es la efectuada por Levine (1984, 1987, 1988), autor que se ha preocupado por los aspectos conceptuales y definitorios del deseo sexual. Lo define a través de los tres puntos siguientes: 1) El deseo sexual es lo que precede y acompaña a la excitación; 2) Es la tendencia psicobiológi- ca a buscar satisfacción sexual; 3) Es la energía que conduce al comportamiento sexual. Por lo tanto: “El deseo sexual es la energía psicobiológica que precede, acompaña y tiende a producir comportamiento sexual” (Levine, 1987, pág. 36). Es de interés el planteamiento que este autor hace de los factores que integran la experiencia del deseo. Desde esta perspectiva, el deseo sexual es el producto de la capacidad mental de integrar tres elementos razonable mente separados: el impulso, el anhelo y la motivación.
Impulso (Drive): Es el efecto que surge de la acción de las bases biofisiológicas que rigen el comportamiento sexual, la base energética que lo sustenta. Se evidencia a través de manifestaciones endógenas y específicas de excitación genital y/o excitabilidad sexual. Incluye típicamente: excitación genital, tumescencia o lubricación, un cambio perceptual por lo cual los atributos físicos alcanzan un lugar predominante en la jerarquía de estímulos de valor erótico, fantasías, sueños eróticos y tendencia a la búsqueda de actividad sexual compartida o autoerótica. Estas cinco manifestacines pueden ser resumidas como una activación endógena espontánea y un aumento de excitabilidad sexual.
Anhelo (Wish): Hace referencia a las ganas, al anhelo de tener relaciones sexuales, independientemente del impulso. Se pueden tener ganas de tener relaciones sexuales sin tener impulso en un momento dado. Viene a ser la representación cognitiva de las ganas de vivir situaciones eróticas. Es el deseo de desear. Por ejemplo, puede haber mujeres y hombres de cierta edad que, teniendo un impulso infrecuente o débil, anhelan tener relaciones sexuales. Las razones para tal anhelo normalmente se establecen en edades tempranas. Estas pueden ser, según Levine, las siguientes: el hecho de mantener relaciones sexuales hace sentirse bien físicamente, amado/a, valorado/a, importante, vital y enérgico/a. Hace sentirse bien con la dimensión erótica de la identidad de género, vinculado/a a otro/a, menos solo, a gusto con la pareja. Entre personas adolescentes o jóvenes, en ocasiones el impulso no concuerda con el anhelo. Teniendo altos niveles de excitabilidad, puede haber causas que lleven a no anhelar la actividad sexual. Entre éstas se pueden citar: no sentirse emocionalmente preparado/a, no saber exactamente cómo hacerlo, no tener a una persona todavía apropiada, estar todavía asustado/a de las sensaciones del alto grado de activación sexual, miedo al embarazo o a las E.T.S., tener la convicción de que la actividad sexual, en ese momento, es moralmente incorrecta, no desear el disgusto de los padres. En la medida en que se va madu rando, los impulsos y los anhelos van coincidiendo cuando se contempla la actividad sexual como algo normal y valioso.
Motivo sexual (Motive): Representa la disposición hacia la actividad sexual. Es el más complejo de los componentes del deseo sexual. Está determinado por la interacción de factores intrapsíquicos presentes y pasados y por procesos interpersonales. Muchos de estos determinantes no son evidentes y se descubren retrospectivamente. La disposición hacia la actividad sexual está generalmente inducida por uno o más de los siguientes antecedentes: el impulso, la decisión de tener relaciones sexuales, la relación interpersonal, la observación de los demás, la atracción, etc. En definitiva, siendo consciente de la activación del impulso sexual, experimentando el anhelo, la aspiración de estar involucrado en una actividad erótica, el motivo, como tercer factor del deseo sexual, se refiere a la disposición, es decir, a la voluntad de implicarse en una experiencia erótica. El motivo sexual como disposición, se relaciona con cuatro importantes contextos: - La identidad de género. - La calidad de las relaciones sexuales y no sexuales. - Las pautas de regulación propias y del compañero/a. - La transferencia con los vínculos del pasado. Según Levine, estos tres elementos están separados tan sólo conceptualmente, puesto que en la experiencia, el deseo se experimenta como un todo. Lo lógico -y lo saludable- sería que actuasen en armonía, aunque en la experiencia clínica, las dificultades respecto del deseo suelen mostrar disonancias evidentes entre ellos. En síntesis y desde nuestro punto de vista, el deseo sexual implica un sentimiento de interés, de necesidad, de apetencia, de búsqueda de estimulación y placer erótico, pero no implica necesariamente la puesta en marcha de conductas instrumentales dirigidas a ello. Cuando el deseo sexual está presente, dichas conductas, si llegan a producirse, son vividas con particular intensidad, con pasión (Schnarch, 1991). Recíprocamente, los comportamientos explícitamente eróticos pueden activar el deseo. La respuesta sexual sin deseo puede ser considerada disfuncional dependiendo del criterio de demanda, aunque no siempre el deseo sexual hipoactivo es percibido como una disfunción por parte de la persona afectada. La respuesta sexual sin deseo puede ser bien integrada dentro del sistema de pareja, cumpliendo otras funciones de tipo afectivo y/o relacional.
1.2 Diferencia entre el deseo y la excitación Una de las cuestiones que quedan menos claras en las diferentes aproximaciones conceptuales es la diferencia que existe entre la activación propia del deseo sexual y la excitación sexual. En la mayoría de los casos no se especifica. Desde nuestro punto de vista, mantenemos la hipótesis de que el deseo sexual constituye una activación neurofisiológica independiente de la excitación sexual, sin embargo interactúan entre ellas y se influyen por lo que en ocasiones se confunden. La activación propia del deseo puede disparar la excitación sexual, produciendo los cambios fisiológicos propios de ella, aunque no necesariamente. De igual forma, cuando una persona inicia la actividad sexual, a requerimiento de su pareja, sin deseo, éste se puede activar a partir de la excitación sexual producida por el contexto. La diferencia entre la activación propia del deseo y la excitación sexual estriba en que el deseo sexual es una experiencia subjetiva, mientras que la excitación sexual es una respuesta fisiológica que implica manifestaciones físicas como la erección o la lubricación vaginal (Bozman y Beck, 1991). Digamos que pueden ser dos formas diferentes de activación que, en condiciones normales, actúan sinérgicamente. Existen argumentos sólidos para tal afirmación. La llamada de atención tanto de Lief (1977) como de Kaplan (1979), sobre el hecho de que el deseo sexual constituye una fase distinta de la excitación y el orgasmo, fue el primer paso en la comprensión de tal diferencia. Kaplan lo especificó con claridad cuando afirmó que cada fase del ciclo fisiológico de la respuesta sexual constituye una entidad neuro- fisiológica diferente. El estudio de casos clínicos referidos a las dificultades del deseo sexual indica que es perfectamente posible activar el ciclo de respuesta sexual (excitación y orgasmo) sin la experiencia del deseo y, de modo inverso, en presencia de una alta intensidad del deseo pueden producirse bloqueos tanto de la excitación como del orgasmo.
1.3 El deseo sexual como una emoción. En base a las aproximaciones conceptuales descritas anteriormente podemos considerar que el deseo sexual se configura como una emoción. Las principales teorías sobre ella coinciden en definirla en funcón de tres componentes principales: uno neurológico-bioquí- mico, otro motor o conductual-expresivo y otro subjetivo- experiencial (Reeve, 1992). La emoción está compuesta por la activación fisiológica y los procesos cognitivos que la regulan. Ha habido teorías discrepantes respecto a la interacción entre ambas. Para unos, la emoción depende de la atribución cognitiva que se haga de unos determinados niveles de activación; para otros, son determinados contenidos cognitivos los que desencadenan la emoción (Schachter y Rodin, 1962; Lazarus, 1985; Mandler, 1975). No obstante, lo que está netamente aceptado es que la cognición está presente en toda emoción, así como la activación fisiológica. Cabe destacar que la emoción finalmente se compone de una reacción emocional, de una experiencia subjetiva y de un comportamiento emocional, que dependen de la activación fisiológica y de los contenidos cognitivos. El deseo sexual se ajusta al concepto de emoción por las siguientes razones: 1. El deseo sexual se sustenta en el sustrato biológico que está constituido por lo que algunos autores han denominado el sistema sexual (Levay, 1993), compuesto por elementos anatómicos, fisiológicos y neuroendocrinos. Desde un punto de vista etológico, las bases neurofisiológicas alimentan una serie de predisposiciones comportamentales de respuestas hacia algunos estímulos provistos de significado erótico propios de la especie (tengamos en cuenta que otras respuestas eróticas son inducidas culturalmente). El sistema genera un estado de activación fisiológica específica, un “estado del organismo” en la terminología de Singer y Toates (1987), que fluctúa en intensidad y frecuencia. 2. El deseo sexual está conformado por contenidos cognitivos, tal y como ha quedado de manifiesto en la aproximación conceptual. Consideramos que la configuración de estos son el resultado del procesamiento de la información que se produce desde los inicios de la vida de las personas. La información procesada, superando el modelo serial propuesto por Atkinson y Shifrin (1968), genera estructuras de conocimiento construidas en forma de scripts, tanto de contenidos como de acción (Simon y Gagnon, 1987; Sanuy, 1991). En el'deseo sexual, entendido como una emoción, cabría distinguir los siguientes elementos: a) Una reacción emocional fisiológica que son las modificaciones fisiológicas, que se pueden atribuir o que son provocadas por un estímulo emocional; b) Un comportamiento emocional, que se refiere a las diferentes formas de comportamiento que surgen como reacción a estímulos emocionales (expresión gestual, postural, etc.); c) Una vivencia emocional subjetiva o “modo de encontrarse” en la experiencia, que es definida como “emoción” por el propio sujeto. Fundamentalmente, el deseo sexual tiende a percibirse como una experiencia emocional subjetiva que puede generar diversas emociones, dependiendo éstas de variables como la estructura de personalidad, las actitudes, etc. Se debe señalar que la experiencia subjetiva del deseo sexual es, antes que nada, una experiencia íntima, personal y, en algún sentido, intransferible. Como indican los autores citados en sus aproximaciones conceptuales, debe ser vivida armónicamente como un estado agradable, de bienestar, que implica la predisposición a buscar satisfacción sexual aunque no necesariamente se activen comportamientos.
2. El deseo sexual como componente de la respuesta sexual humana Desde la aparición de los pioneros del estudio científico de la sexualidad se ha tratado de explicar la respuesta sexual, observándose dos momentos que posteriormente se definirían como fases: uno de excitación, tumefacción y un segundo momento de descarga, detumefacción u orgasmo. En la segunda mitad del presente siglo los estudios acerca de la respuesta sexual humana se han incrementado, sobre todo a partir de los trabajos de Masters y Johnson, quienes proponen su ya clásico modelo de respuesta sexual en cuatro fases: excitación, meseta, orgasmo y resolución. Posteriormente, a partir de la publicación de Lief (1977) y a continuación por los trabajos de Kaplan (1979), se entra en la consideración del deseo sexual como una fase de la respuesta sexual no contemplada en modelos anteriores. H.S. Kaplan ha sido la autora que más ha desarrollado esta idea proponiendo el modelo trifásico de respuesta sexual compuesto por tres fases claramente diferenciadas: Deseo - Excitación - Orgasmo. No cabe duda de que este modelo ha supuesto un avance en el conocimiento de la dinámica de la respuesta sexual y en la comprensión de los trastornos del ciclo psicofisiológico de la misma. En términos generales, podemos decir que, según H.S. Kaplan, la respuesta sexual consta de tres fases independientes entre sí, formando al tiempo una unidad, lo cual significa que pueden ser alteradas independientemente. La alteración de cada fase genera los trastornos específicos de cada una. Esta afirmación se sustenta en la consideración de que cada fase responde a una entidad neurofisiológica específica. Los criterios mantenidos por la autora han sido asumidos, en términos generales, por la comunidad científica e incluidos en el D.S.M.- III (1980) y posteriores versiones, así como en el CIE- 10. De esta manera, se abre el campo de investigación acerca del deseo sexual en general y, sobre todo, sobre sus trastornos, siendo el deseo sexual hipoactivo uno de los temas “estrella”. Durante la década de los ochenta se ha asumido casi sin discusión el modelo de Kaplan. Sin embargo, muchos de los investigadores teóricos y clínicos coinciden en manifestar la enorme dificultad de conceptualizar el deseo sexual. Schnarch (1991) pone en cuestión algunos de los argumentos del modelo propuesto por Kaplan. La principal crítica radica en el concepto de fase. ¿Se puede considerar que el deseo sexual es una fase cronológicamente anterior a la de excitación y orgasmo? ¿El deseo termina para dar paso a la siguiente fase: la excitación? ¿Cuál es el límite entre deseo y excitación?. Según Schnarch, el modelo de Kaplan no permite ponderar el nivel de deseo precedente al encuentro sexual, ni su intensidad, ni su dinámica a lo largo del ciclo de la respuesta sexual. Considera que el deseo no es tan sólo una fase previa, sino que precede y acompaña a la excitación y al orgasmo, coincidiendo con otros autores ya citados (Schnarch, 1991; Levine, 1988; Rosen y Leiblum, 1988). La representación gráfica del modelo trifásico manifiesta el error conceptual que contiene. La respuesta sexual no puede representarse en un solo plano. Es necesaria una representación tridimensional que incluya los tres ejes que intervienen en el ciclo psicofisiológico de la respuesta sexual: a) La intensidad del deseo; b) El nivel de excitación; c) El tiempo. Por ello propone un modelo tridimensional.
Este modelo corrobora la afirmación de Kaplan en cuanto a que se puede alterar una de las fases independientemente de las demás, por tanto el deseo puede inhibirse siendo posible la excitación o el orgasmo. No obstante, explica mejor cómo es posible que algunas personas puedan reproducir ciclos de respuesta sexual sin deseo. En el gráfico 4 se puede observar cómo el deseo acompaña al ciclo de respuesta sexual, en mayor o menor intensidad. Las personas con deseo sexual inhibido pueden alcanzar los umbrales mínimos que hacen posible la excitación y el orgasmo, sin embargo la experiencia subjetiva del conjunto puede ser tan frustrante que, finalmente, se perfile como una dificultad que debe ser tratada por un especialista. Como veremos más adelante, según esta manera de entender el deseo sexual, habría que afinar considerablemente el diagnóstico diferencial entre el deseo y el resto de la respuesta sexual, puesto que algunas disfunciones pertenecientes a otras fases podrían encubrir un trastorno del deseo. La perspectiva tridimensional subraya otra carencia de las formulaciones tanto de Masters y Johnson como de Kaplan: ambos presuponen que la activación fisiológica es inexistente al principio del encuentro. El modelo tridimensional se ajusta mejor a la realidad, puesto que las personas acuden al encuentro sexual con un moderado nivel de deseo y un cierto nivel de activación sexual. Desde nuestro punto de vista, consideramos pertinentes las aportaciones de Kaplan respecto a la inclusión del deseo sexual como parte de la respuesta sexual, puesto que ha permitido el análisis de éste como una entidad en sí misma, diferenciada de la excitación sexual y del orgasmo. Los límites exactos son difíciles de precisar hasta el momento, sin embargo existe suficiente evidencia clínica de que son perfectamente posibles los cambios fisiológicos propios de la fase de excitación (lubricación vaginal, erección, entre otros) sin la experiencia del deseo, al tiempo que se puede constatar niveles altos de intensidad del deseo coincidiendo con dificultades de excitación u orgasmo. Por ello, valoramos su aportación en cuanto que ha sido innovadora y didácticamente sugerente. Sin embargo, coincidimos con las críticas de Schnarch, en la medida en que la fenomenología clínica aporta evidencias de que la realidad no se ajusta al modelo propuesto. La revisión y las aportaciones sugeridas por Schnarch son de enorme interés y abren nuevas líneas de investigación.
3. Desarrollo y configuración del deseo sexual Dado el origen innato de las disposiciones comportamentales hacia la búsqueda del placer, la motivación sexual1, conectada con áreas cerebrales que analizan e integran la experiencia vital, se configura a través de su socialización en sus correspondientes contextos (familiares, sociales, etc.). Por ello, es de interés analizar los niveles diacrónico y sincrónico. Nivel diacrónico: El desarrollo evolutivo de la motivación sexual explica su configuración actual y permite analizar su evolución a través de la biografía. El análisis de la historia psicosexual ofrece la posibilidad de comprender cómo se incardinan las disposiciones innatas hacia la satisfacción sexual, con su integración psicológica en base a procesos afectivos, cognitivos y comportamentales. Trataremos de explicarlo de otra manera. En primer lugar, las disposiciones innatas que se sustentan en las bases biofisiológicas de la motivación sexual, producen sensaciones internas corporales y capacidad de respuesta, en principio no aprendida2, hacia estímulos potencialmente eróticos. Este es el primer nivel de la configuración del deseo sexual, un nivel íntimo y'personal. En segundo lugar, el contexto es portador de contenidos culturales que regulan la expresión de la motivación sexual. Estos contenidos varían a lo largo de un amplio rango entre la permisividad y la intransigencia, propias de una sociedad plural. La interacción entre las disposiciones innatas y el contexto cultural genera el segundo nivel de configuración siendo el deseo sexual su resultante.
1. Utilizamos intencionadamente los conceptos motivación sexual cuando nos referimos al impulso en el sentido biofisio- lógico del término y deseo sexual a la resultante de todos los procesos psicológicos que intervienen en la experiencia subjetiva del mismo. 2. Es evidente que una parte importante de la atribución de valencia erótica a determinados estímulos es cultural y por tanto aprendida. La configuración del deseo sexual puede ser armónica cuando es posible el reconocimiento y la aceptación positiva de los efectos que produce la motivación sexual en un contexto favorable que comprenda el significado de la dimensión sexual humana, o bien puede ser escindida si impide o coarta la integración de aquélla en el conjunto de la personalidad; recordemos que la actitud hacia la sexualidad en términos de erotofobia/erotofilia ha sido propuesta como un rasgo estable de ésta. De ahí que la biografía sea fundamental en la aproximación etiológica a los trastornos del deseo. El análisis de las primeras sensaciones sexuales, de los juegos eróticos, de las fantasías, de las primeras experiencias autoeróticas y heteroeróticas, de la manera en que se orienta el deseo, etc., así como la evolución de la experiencia íntima del deseo en relación a la percepción del contexto, nos parece esencial. Nivel sincrónico: Permite comprender la configuración actual del deseo que, como es obvio, es el resultado de la configuración dia- crónica. El deseo sexual se proyecta hacia la búsqueda de su satisfacción en una pareja, entendida ésta como la persona con quien se comparte la experiencia sexual. Sin embargo, se debe tener en cuenta que el deseo no se agota necesariamente en el objeto. Considerada la satisfacción sexual como una necesidad, ésta se articula con otras, no menos importantes, entre ellas la vinculación afectiva. Por tanto, en función de una jerarquía de valores, el deseo sexual debe ser adaptado a las situaciones concretas, no sin una cuota de renuncia. La ecuación precisa entre el deseo sexual y la satisfacción de otras necesidades básicas que contribuyen a un estado de equilibrio emocional, sólo es posible a través de la razón y en función del libre albedrío, siempre y cuando éste responda a una ética personal y social. La adaptación positiva del deseo supone el reconocimiento de todas las manifestaciones del mismo, tanto en el plano del comportamiento real, como en el de la fantasía. Esta puede ser una fuente de enriquecimiento potenciadora de la experiencia, o bien un factor distorsionador de todo el proceso. La integración y adaptación positiva del deseo sexual exige una determinada capacidad de autorregulación, puesto que el deseo puede inducir a la satisfacción directa, el aplazamiento o, incluso, a su derivación hacia otros intereses, dependiendo del momento del ciclo vital.
La configuración del deseo sexual, tanto desde el nivel diacrónico como sincrónico, permite agrupar u ordenar una serie de posibles causas de los trastornos del deseo que se relacionan con la experiencia íntima, individual y, en algún sentido, intransferible.
4. La activación del deseo sexual Singer y Toates (1987) indican que la motivación sexual debe ser entendida como un sistema motivacional, que está compuesto por el “estado del organismo”, refiriéndose a la activación fisiológica que procede de las bases neuroendocrinas, y por los “incentivos”, que son estímulos eróticos tanto exógenos como endógenos (ver gráfico 3). Los autores citados consideran que la motivación sexual debe ser entendida como un sistema motivacional, en el que el “estado del organismo” y los “incentivos” interactúan permanentemente y que la diferencian de impulsos más básicos como el hambre o la sed. Desde nuestro punto de vista, el sistema motivacional constituye el nivel básico del deseo sexual, siendo éste el resultado de la elaboración psicológica de aquel. La presencia de inductores evoca la aparición del deseo sexual, dependiendo de la disposición cognitivo-emocional. Estos pueden tener un origen endógeno que se corresponderían con scripts cognitivos, en forma de engramas, pensamientos, imágenes, fantasías, o bien un origen exógeno en forma de estimulación visual, olfativa, táctil, auditiva, etc., así como de situaciones procesadas como eróticas o potencialmente eróticas. La aparición dé la experiencia del deseo sexual dependerá de la interacción entre el sustrato biofisiológico y los inductores (Singer y Toates, 1987). Esta estará mediatizada por la elaboración psicológica actual que depende de disposiciones tanto cognitivas, como afectivo- emocionales, que a su vez se derivan de las experiencias vitales del individuo a lo largo de su biografía, desarrollada en contextos determinados, donde las transacciones ambientales (Bronfenbrener, 1977) pueden ser determinantes.
La activación del deseo sexual puede canalizarse en varios sentidos: a) Puede lograrse dentro del mundo intrapsíquico en base a fan- tasías y sueños eróticos; b) Puede obtenerse activando comportamientos autoeróticos que se incardinan con el resto del ciclo de respuesta sexual: la excitación y el orgasmo. Estos dos niveles no superan el espacio íntimo, personal e intransferible; c) La satisfacción sexual puede proyectarse hacia la experiencia sexual compartida, cuyo objeto de deseo dependerá de la orientación del mismo (hetera, homosexual). Las distintas opciones tienen mayor o menor presencia según los momentos evolutivos o las situaciones concretas (por ejemplo, “a” y “b” se corresponderían con la adolescencia temprana o con personas adultas sin pareja, en intervalos de separación, etc.). Resulta difícil aceptar que la experiencia del deseo se agote en el otro, entendiendo por “otro” la persona con la cual se mantienen relaciones sexuales. Sólo una parte de la experiencia del deseo corresponde al deseo por el otro, el resto forma parte del contexto individual. Esta situación pone a prueba la capacidad de su adaptación a las situaciones concretas y opcionales. El grado de satisfacción sexual general dependerá de la proporción entre el deseo de satisfacción sexual en el otro y el volumen de deseo fantaseado en situaciones hipotéticas. El ajuste sexual se derivará de la capacidad racional de adaptación del deseo a las situaciones reales, al tiempo que se mantiene el nivel de fantasía como elemento enri- quecedor de la experiencia sexual (Davidson y Hoffman, 1986) (ver gráfico 5). El desajuste puede surgir cuando el nivel de fantasía se convierte en un elemento distorsionador de la experiencia sexual concreta (en el gráfico 6, a modo de ejemplo, pretendemos mostrar gráficamente, una situación conflictiva en la configuración actual del deseo en una persona que se sitúa en el contexto de una relación de pareja estable). La adaptación del deseo sexual, desde nuestro punto de vista, depende en gran medida del proceso de socialización del mismo, donde la educación afectivo-sexual formal e informal (López, 1990, 1995) juega un papel relevante.
El deseo sexual es fluctuante en frecuencia e intensidad (Levine, 1984, 1987), dependiendo de la interacción continua entre el estado del organismo (bases neurofisiológicas) y los incentivos (inductores) (Singer y Toates, 1987) mediatizada por la elaboración psicológica y la influencia del contexto. Para Schnarch (1991) la pasión se corresponde con un estado de máxima intensidad del deseo sexual que, como decíamos, pone a prueba la capacidad de autocontrol del individuo y sitúa su foco en el compañero/a sexual, oponiéndolo al deseo de la conducta sexual per se. Nos parece necesario diferenciar los contextos donde surge el deseo sexual, diferenciación que nos parece útil con fines terapéuticos. Las dificultades sexuales pueden situarse dentro del contexto individual (dificultades personales de aceptación del deseo sexual y de la capacidad de autorregulación del mismo), pueden provenir del contexto compartido (dificultades relacionadas con variables interpersonales), pueden ser provocadas por agentes externos al sistema de pareja (situaciones de estrés ambiental).
5. Una aproximación parcial a la etiología del deseo sexual inhibido En este apartado tan sólo pretendemos hacer una aproximación parcial a la etiología, siendo conscientes de la complejidad y del carácter multicausal del deseo sexual inhibido. Revisando las aportaciones de los principales autores que han escrito al respecto, la mayoría coincide en afirmar que la etiología de los trastornos del deseo es sumamente complicada puesto que son muchos los factores que inciden en esta realidad, finalmente vulnerable. Por ejemplo, LoPiccolo (1989) propone un conjunto de posibles causas que exponemos en la tabla 1. Por eso, siendo cautos, nos planteamos de momento y con cierta modestia una aproximación a la etiología.
Estando de acuerdo, en términos generales, con el conjunto de causas propuestas por LoPiccolo, la primera impresión que nos sugiere es la gran variedad y dispersión que en ellas concurren. Nuestro primer propósito consistirá en plantear algunas consideraciones que permitan agruparlas y ordenarlas en base a una serie de criterios. En una primera aproximación a la etiología, las causas pueden tener una naturaleza orgánica o psicológica.
5.1 Causas de naturaleza orgánica El papel jugado por factores orgánicos en los trastornos del deseo es bastante controvertido: los resultados de las investigaciones -son inconsistentes y, en ocasiones, contradictorios (Rosen y Leiblum, 1995). En cualquier caso, el papel de las hormonas sobre el comportamiento sexual está mejor explicado que los circuitos sexuales cerebrales. Existe bastante evidencia de que la testos- terona es, especialmente, la hormona del deseo. Bancroft (1982) observó la diferencia entre las erecciones nocturnas involuntarias (TNP) y las provocadas como respuesta a estímulos externos a través de imágenes eróticas. Las primeras se relacionarían con la noción de motivación, interés, deseo sexual, y las segundas con la ejecución de la respuesta sexual. Los hombres hipogonádicos se caracterizan por un bajo nivel de testosterona, cuyas consecuencias se manifiestan en un bajo nivel de deseo sexual y baja frecuencia de TNP. La aplicación de testosterona provocó un aumento de las fantasías e interés sexual, al tiempo que aumentaron las TNP. En la comparación con los grupos de control correspondientes, se comprobó que el aumento de testosterona incidió sobre la motivación sexual, mientras que no influyó en las erecciones debidas a estimulación externa (Bancroft y Wu, 1982). Estos resultados sugieren que las erecciones nocturnas involuntarias son la expresión de las manifestaciones neurológicas del deseo reforzándose la hipótesis según la cual los andrógenos están más relacionados con el deseo que con el funcionamiento sexual mismo. Cabría pensar, por tanto, que los niveles androgénicos podrían estar en la base de los trastornos del deseo. Sin embargo, esta hipótesis tan sólo obtiene apoyo empírico en hombres hipogonádicos. Schiavi, Schreiner- Engel, White, Mandell (1988) evaluaron los niveles de hormonas pituitarias y gonadales, así como TNP en un grupo de 17 hombres físicamente sanos pero con bajo deseo sexual, utilizando un grupo control de otros 17 hombres y emparejados según la edad. El grupo experimental obtuvo unos niveles de testosterona en plasma significativamente inferiores respecto al grupo control. También se halló una significativa correlación entre el nivel de testosterona en plasma y un índice general de severidad del deseo sexual hipoactivo. Además encontraron una fuerte asociación entre la amplitud y duración de las TNP y el grado de dificultad en la erección en el grupo experimental. El mismo equipo investigador realizó un estudio similar en mujeres (Schreiner- Engel, Schiavi, White, Ghizzani, 1989), en el cual no encontraron diferencias significativas en la función hormonal respecto al deseo sexual hipoactivo. Considerando los estudios en conjunto, estos sugieren que los factores hormonales intervendrían en la etiología de los trastornos del deseo de hombres hipogonádicos pero no en las mujeres. En general, y considerando diferentes estudios, existe evidencia empírica de que las personas, tanto hombres como mujeres, con niveles bajos de testosterona en plasma cursan con deseo sexual hipoactivo y responden positivamente al tratamiento de restitución de andró- genos (Rosen y Leiblum, 1995). Sin embargo, si bien parece ser cierto que las personas hipo- gonádicas padecen de un nivel reducido de deseo sexual, también lo es que la inmensa mayoría de las personas que presentan como queja la inapetencia o bajo interés por la actividad sexual, no presentan ninguna dificultad endocrina, por lo que la investigación etiológi- ca debe apuntarse en otro sentido.
5.2 Causas debidas a factores psicológicos Gran parte de la literatura científica sobre las causas psicológicas de los trastornos del deseo ha sido desarrollada fundamentalmente por clínicos que, de forma inductiva, han ido estableciendo una diversidad de causas de los trastornos del deseo, siendo analizadas desde los respectivos marcos teóricos. Los trastornos del deseo han sido considerados por algunos autores como efecto de aprendizajes inadecuados. No prestarían excesiva atención a la historia y se centrarían en el análisis funcional que permitiría establecer los antecedentes y consecuentes de la conducta a estudiar. Para otros, se trataría de contenidos cogni- tivos estructurados en scripts tanto de contenido como de acción, portadores de falsas creencias, de mitos y de falacias. El modo en que se ha procesado la información podría ser la causa que explicase los trastornos. Los autores que integran ambas corrientes consideran que la interacción entre el aprendizaje y las estructuras cognitivas explicarían este tipo de trastornos. El psicoanálisis considera que las dificultades relacionadas con el deseo sexual se deben a conflictos edípicos profundos no resueltos. No cabe duda de que no son desdeñables ninguna de las formulaciones anteriores, ya que todas ellas aportan elementos importantes para la comprensión de los trastornos del deseo. Nuestra discrepancia radica en la pretensión de quienes presentan sus propuestas como el proceso central explicativo de la etiología. Es evidente que no hay una única explicación, pudiéndose afirmar que existe suficiente consenso en cuanto a su carácter multicausal. Desde nuestro punto de vista, nos parecen de gran interés los argumentos basados en la etiología que propuso Kaplan, en particular la interpretación que desarrolló sobre el deseo sexual inhibido situacional. No obstante, discrepamos de la interpretación psicodinámica que finalmente presentó. A la luz de nuevas aportaciones basadas en la teoría del apego, retomamos sus criterios y planteamos, en cierto modo, una reinterpretación. Kaplan indica que el origen del impulso sexual se sitúa en el sistema dimórfico de reproducción que motiva a los individuos a la actividad sexual cubriendo así la función biológica de conservación de la especie. La evolución ha ido configurando los mecanismos que regulan los comportamientos necesarios para tal objetivo, de manera que el sistema sexual del cerebro consiste en una red específica de centros y circuitos neuronales (Levay, 1993). Esta organización es similar a la de otros impulsos, que están equilibrados por mecanismos de inhibición y activación. Anatómicamente, las zonas de control del impulso sexual se localizan en el hipotálamo y en el sistema límbico que, a su vez, forman parte del paleoencéfalo o cerebro antiguo. Por tanto, los elementos básicos del deseo se hallan en la zona del cerebro que rige los aspectos más supervivenciales, como los impulsos que regulan el hambre o la sed, o los elementos fisiológicos que activan las emociones. La evolución de la propia sexualidad ha generado amplias conexiones entre las distintas partes del cerebro: así, el impulso sexual se relaciona con las áreas que controlan el dolor y el placer. Los impulsos tienden a la estimulación placentera y evitan la estimulación dolorosa, por ello el impulso sexual se halla ligado a los centros del placer y del dolor por conexiones anatómicas y/o químicas, siendo influido por las emociones asociadas a la supervivencia individual. Desde un punto de vista adaptativo, el cerebro da prioridad al dolor antes que al placer, puesto que la supervivencia individual tendría preferencia sobre la reproducción: por ello, el impulso sexual se inhibe fácilmente ante situaciones de peligro en cualquier especie. El fundamento de esta inhibición radica en la incompatiblidad existente entre los mecanismos que producen la activación necesaria para el ataque o la huida, de carácter supervivencial, con aquéllos compatibles con la motivación sexual. En este sentido, Kaplan indica que: “Los centros sexuales que tienen valor adaptativo son también la base biológica para la inhibición neurótica del deseo” (Kaplan, 1979). El deseo sexual se inhibe porque se ponen en acción mecanismos que dan prioridad a unas acciones u otras en función de una jerarquía establecida. El sistema sexual básico tiene amplias conexiones con el neocortex y por tanto con zonas donde se analizan experiencias complejas, también con la memoria y los sistemas de recuperación. Por ello, el impulso sexual es sensible al pasado, a la biografía, a las expectativas, a los contextos, por tanto a la subjetividad. El deseo sexual, como indica Kaplan (1979), está integrado en la experiencia vital del individuo y está afectado por ella. En consecuencia, desde un punto de vista psicológico, las situaciones percibidas como peligrosas o inseguras pueden inhibir el deseo. Por diversas razones que indicaremos posteriormente, la aparición del deseo sexual puede entrar en conflicto con otras instancias personales o con el contexto. La desactivación del sistema neurofisiológico sexual se produce, en opinión de Kaplan, como una defensa ante la angustia, siendo la inhibición absoluta del deseo su máxima gravedad.
Los trabajos de Bozman y Beck (1991) han dado apoyo empírico a la presente formulación. Estos autores encontraron que, exponiendo a los participantes de su investigación a situaciones eróticas y sobre ellas, a momentos de angustia y ansiedad, la excitación fue significativamente mayor que el deseo en la condición de angustia, mientras sexual. Dicha inhibición es adaptativa cuando responde a un peligro real o se da en situaciones donde la aparición del deseo sexual es incompatible con otras actividades, o inadaptada si responde a una percepción de riesgo irreal o subjetiva. En el ser humano el deseo sexual se podría inhibir cuando el contexto donde debiera surgir -siendo éste el que contiene la situación potencialmente deseable- fuese percibido por diversas razones como psicológicamente peligroso e inseguro. Según Kaplan, lo que ocurre es que el sistema sexual se desactiva, por ello no responde a los inductores que suscitan el erotismo y, en consecuencia, no se produce el estado emocional del deseo que en la condición de ansiedad no se notaron diferencias significativas entre activación y deseo. En la condición de control, el deseo fue significativamente mayor que la excitación (medida a través de tumescencia genital). Así, las medidas de excitación y deseo mostraron patrones opuestos durante la angustia y la condición de control. Los datos indicaron que el deseo sexual y la activación son dos procesos distintos, tal y como predijo originalmente Kaplan. Sus datos no responden a la cuestión de si el deseo precede a la activación, sin embargo demostraron que la excitación y el deseo operan de forma diferente en laboratorio.
Esta interpretación de la inhibición del deseo sexual se observa con mayor claridad en la variante situacional del mismo. La situacio- nalidad indica el contexto que se percibe como psicológicamente inseguro y es ahí donde se produce la desactivación. El deseo surgirá en otros contextos que se detecten como seguros. Una persona podría inhibir su deseo sexual, paradójicamente, ante otras que responden al prototipo erótico derivado de sus propias configuraciones internas, cuando uno/a percibe la situación de interacción con el otro/a insegura debido a una autopercepción de desmerecimiento, o a la hipervaloración de la competencia del otro/a. Semejante situación podría resolverse cuando el deseo se activa en situaciones percibidas como seguras, por ejemplo ante personas más “asequibles” psicológicamente, respecto a variables tales como el nivel sociocultural, variables de personalidad, etc. Se podría así interpretar la situación en la que algunas personas no responden eróticamente hacia sus iguales y acaban relacionándose con personas inferiores en cuanto estatus. Un ejemplo más conflictivo se encuentra en aquellas personas que, siendo incapaces de sentirse motivados sexualmente por personas de su entorno, utilizan la prostitución como recurso habitual. En este caso, el anonimato o la desvinculación de la actividad sexual de cualquier manifestación de afectividad o de vinculación, podrían generar una situación de “seguridad”. Según Kaplan, las parafdias podrían interpretarse como la resultante del deseo sexual inhibido situacional: el contexto adecuado es percibido como psicológicamente inseguro, luego el deseo se inhibe defensivamente. Existen otros contextos percibidos como “seguros”, donde el deseo surge. Por ejemplo, un paidófilo percibiría la relación heterosexual con sus iguales como una situación insegura, probablemente por conflictos personales que el clínico debe diagnosticar. El deseo, en tanto activación fisiológica, surge en la situación paidófila donde la asimetría de poder marca la sensación de seguridad. Parece ser que el sustrato neurofisiológico se activa en situaciones percibidas corno seguras, quedaría por ver cuál es el mecanismo a través del cual se efectúa la atribución cognitiva que configura el contenido de la desviación, en este caso, los niños. En coherencia con los postulados que hemos mantenido en la aproximación conceptual, el deseo sexual paidófilo es una experiencia emocional subjetiva, que no necesariamente lleva a comportamientos concretos aunque, desgraciadamente en este caso, pueda activarlos.
Este planteamiento resulta de interés desde un punto de vista terapéutico; la perspectiva de Kaplan centra su atención en el conflicto que subyace a la percepción de una situación determinada como “psicológicamente peligrosa”, mientras que otros autores han puesto el énfasis en el “objeto desviante”. La parafilia puede producirse como una inhibición del deseo en la situación heterosexual de tal manera que ella permite el acceso al placer soslayando el conflicto fundamental que impide la activación del deseo en situaciones adecuadas. Asimismo, las fantasías sobre objetos o situaciones sexuales variantes sirven para eludir la angustia movilizada por conflictos sexuales similares. En opinión de Kaplan las parafilias, intereses sexuales especiales en general, plasmados en comportamientos explícitos o en fantasías, juegan un papel en cierto modo constructivo pues permiten que el individuo experimente placeres que de otra forma estarían bloqueados. Desde un punto de vista clínico, en su opinión, el foco terapéutico debe centrarse en el conflicto que genera la inseguridad del contexto. Considera que entre las causas remotas que explicarían la percepción de la situación como “psicológicamente peligrosa” se hallan el miedo al éxito y el miedo a la intimidad. Diversos autores, entre ellos LoPiccolo (1989), también han reconocido que el miedo a la intimidad puede considerarse como una causa que pueda explicar los trastornos del deseo. Kaplan realiza una interpretación psi- codinámica para explicar el origen del miedo al éxito y a la intimidad, aludiendo a conflictos derivados de la situación edípica. En este sentido, la inhibición del deseo sería una defensa contra la angustia que produce la confrontación con el progenitor. Discrepamos de la interpretación psicodinámica del miedo a la intimidad, planteando una posible reinterpretación desde la teoría del apego. De una manera muy sintética, la vinculación afectiva mantiene los siguientes puntos: a) La vinculación afectiva es una necesidad primaria y supervivencial. b) El niño/a nace con una disposición innata a vincularse. c) El niño/a articula sistemas de conducta que le permiten vincularse. La interacción entre el niño/a y la figura de apego genera un “modelo interno activo”, que supone un sistema de conductas que se activan en situaciones de necesidad o desamparo, se construye en función de la experiencia interactiva. Es definido como un script, incluye el modelo de sí mismo y el de los demás (Ortiz y Yárnoz, 1993). El modelo interno comprende, tal y como lo explica el propio Bowlby (1969), el modelo de sí mismo y el modelo de los demás, y en función de la relación entre ambos surge lo que se ha venido en llamar el estilo de apego. Básicamente han sido propuestos tres: seguro, ambivalente y evitativo. El estilo de apego representa la calidad de la vinculación afectiva y el grado de confianza en las relaciones interpersonales. Este, en tanto que modelo interno, es una estructura estable, aunque susceptible de cambio en función de nuevas experiencias, que tiende a mantenerse a lo largo del ciclo vital. La vinculación afectiva cumple una serie de funciones. En primer lugar, su sentido último es favorecer la supervivencia de la especie manteniendo próximas las crías y los progenitores. En segundo lugar, desde un plano subjetivo, el apego busca seguridad en presencia y contacto con las figuras de apego. Por todo ello, resulta de particular interés la posible influencia de los estilos de apego (seguro, ansioso-ambivalente y evitativo) sobre la experiencia sexual. Como ya hemos indicado, Kaplan (1979) mantiene la hipótesis de que una parte de las dificultades sexuales, en especial las que se refieren a la inhibición del deseo, pueden relacionarse con el miedo a la intimidad debido a que la situación se percibe como psicológicamente peligrosa. Tal intuición puede ser interpretada desde la perspectiva etológica, puesto que la inhibición puede tener valor adaptativo en la medida en que responde al principio jerárquico, por el cual es prioritaria la supervivencia individual a la conservación de la especie. Desde un punto de vista disfuncional, la inhibición se produce, paradójicamente, en la situación donde el deseo debería fluir con naturalidad. Si el modelo interno (Internal Working Model) no es la representación de la figura de apego sino la de la historia de la interacción con ella, si ésta genera un estilo de apego que tiende a ser estable a lo largo del ciclo vital, el estilo de apego ansioso-ambivalente, dada su labilidad afectiva, y el estilo evitativo, por mor de su tendencia a la evitación de la proximidad psicológica, tendrán serias dificultades con la intimidad. Por ello, las personas con un estilo de apego inseguro tenderán a percibir la situación de intimidad como psicológicamente peligrosa, en consecuencia podrían inhibir el deseo sexual. La autora, refiriéndose a la relación entre intimidad y experiencia sexual, hace el siguiente comentario: “... El miedo a la intimidad está sumamente difundido en nuestra sociedad, y puede producir problemas que van más allá de las disfunciones sexuales. Tendemos a ser espectadores más que a participar, a mirar la televisión, jugar a las cartas y a otros juegos, más que a sumergimos en una conversación íntima. Parece, a veces, que la gente le tiene más miedo a la intimidad que al contacto sexual: les resulta más fácil mastur- barse que hacer el amor, comprar contactos sexuales impersonales que compartir el amor con un amante, borrar a su pareja en el éxtasis de una droga que vivenciar plenamente el contacto con ella” (Kaplan, 1979, pág. 244, versión en castellano). El apego ejerce otras funciones como la de ofrecer y regular la cantidad y calidad de estimulación que necesita el niño para su desarrollo. Las adecuadas relaciones de apego fomentan la salud física y psíquica. Las figuras de apego tienen una influencia decisiva en el desarrollo social (López, 1993). Desde nuestro punto de vista, esta última función tiene un interés especial, en cuanto a la relación entre el apego y la experiencia sexual. Como ya hemos indicado en el capítulo de los aspectos conceptuales, filogenética- mente la motivación sexual básica se va “humanizando” a lo largo de la evolución. Ontogenéticamente, la sexualidad se “socializa” en el curso del desarrollo. Por ello las figuras de apego ejercen un papel importante en la socialización de la experiencia sexual, en este sentido: “Es en las relaciones con las figuras de apego donde el niño aprende a comunicarse con los demás. Con ellas mantienen formas de contacto íntimo (tocar y ser tocado, abrazar y ser abrazado, besar y ser besado, mirar y ser mirado, etc.) y sistemas de comunicación desformalizados que posteriormente mediatizarán todas las relaciones afectivas y sexuales” (López, 1993, pág. 25).
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José María Alvarez * * Doctor en Psicología y Psicoanalista. 1. Presentado en las I Jomadas de Sexología Clínica de la AEPS, (Nov. 1994, Valladolid).
Quizás me haya pillado los dedos al embarcarme en una exposición tan genérica como es “El deseo en Psicoanálisis”. Hace unos años, Fernando Colina y yo nos tomamos un largo trabajo para dictar un Seminario sobre la “Clínica del Deseo”, y creo que allí sí pudimos introducimos en los vericuetos y particularidades de este concepto lato que atraviesa de punta a punta las elaboraciones teóricas del Psicoanálisis. Explicitar su densidad exigiría su articulación con los conceptos fundamentales: goce, pulsión, síntoma, fantasma, etc, pero hoy trataré de soslayarlos en lo posible. Me limitaré, por tanto, a plantearles algunas generalidades sobre este concepto, pues creo que a ustedes, sexólogos, les pueden interesar las preguntas y consideraciones que los psicoanalistas nos formulamos en lo concerniente al deseo. Comenzaré por decirles algo que ya saben, algo que es del dominio de nuestros conocimientos. Saben que el Deseo como tal no es patrimonio del Psicoanálisis. Los poetas y los filósofos se han ocupado durante siglos de transmitir desde su experiencia o desde sus discursos referenciales su visión del deseo. Un verso de uno de los poemas del libro de Cernuda “Los placeres prohibidos” nos introducirá en la exposición que voy a desarrollar. Cernuda escribe allí: “...porque ignoraba que el deseo es una pregunta...”. Verán que los dos polos sobre los que gravita este verso, la ignorancia como no-sabido y la pregunta o el enigma del deseo, reaparecerán en adelante, de una u otra forma, en toda la exposición.
I. ASPECTOS GENERALES Todo lo que sabemos los psicoanalistas del deseo, lo poco o lo mucho, se lo debemos a nuestros pacientes, especialmente a nuestros pacientes neuróticos. ¿Qué nos dicen desde el principio?. Pues que no saben, que el deseo se les presenta como un enigma a resolver en la cura; nos dicen también, más pronto o más tarde, que lo que desean no se corresponde con sus aspiraciones, con sus ilusiones; incluso descubren, no sin cierto patetismo, que lo que quieren no es lo que desean. Así pues, les avanzaré ya algunas de las características esenciales del Deseo, en singular: L- Se presenta como no sabido, como enigmático, incluso aunque las aspiraciones personales estén perfectamente localizadas y cernidas. 2. - No-sabido quiere decir para nosotros reprimido, es decir, inconsciente; y aquí se nos plantea ya una paradoja, pues si bien el inconsciente es no-sabido, el único que puede dar una respuesta sobre ello es el propio paciente. 3. - Aun no-sabido, enigmático y reprimido, nuestros pacientes atestiguan que el deseo es inextinguible, que es incurable, como repetía Cioran, que está siempre en movimiento; en algunos de nuestros pacientes obsesivos se evidencia esta indestructibilidad de una forma cruelmente paradójica, pues su esfuerzo se concentra en tratar de erradicar de su vida cualquier destello del deseo; pero claro, ni la duda, ni la culpa, ni el escrúpulo, ni la rumiación perseverante logran evacuarlo. 4. - El deseo del que hablamos se localiza siempre en la infancia, incluso pre-existe la venida del sujeto al mundo de los vivos. Antes de su nacimiento, el sujeto ya tiene un lugar, un nombre, y evidentemente es precedido por el deseo de sus padres, sea éste cual sea. Hay, por tanto, un deseo que es anterior a él, que lo capturará y que conformará su propio deseo en el mejor de los casos, es decir, en los sujetos neuróticos. El deseo, entonces, aparece siempre en relación al deseo del Otro, los padres; no es un deseo absolutamente propio, un deseo elegido por el sujeto, sino un deseo del deseo del Otro, que lo captura y lo determina. 5.- Es obvio que si hay deseo es porque hay una falta, y que el movimiento eterno del deseo es cubrir esa falta, encontrar ese objeto que falta, y que es al mismo tiempo causa del deseo. En este punto, el Psicoanálisis no difiere gran cosa de los planteamientos de muchos filósofos y psicólogos en lo que se ha llamado tradicionalmente “pasiones”. Recuerden, a propósito de lo que digo, “El Banquete” de Platón y su mito del andrógino, e incluso la “doxa” común de la que participaron filósofos tan poco idealistas como, por ejemplo, Thomas Hobbes, que escribió en su Leviatán: “...cuando escribimos deseo, ello siempre significa que el objeto está ausente...”. Ahora bien, el Psicoanálisis plantea una posición esencialmente radical: el sujeto humano está constituido y habitado indefinidamente por una falta, una falta en su ser; es esencialmente un sujeto dividido. Y plantea además que el deseo nunca alcanza su realización, es decir, que el deseo es por definición un deseo insatisfecho.
II- EL FUNDAMENTO DEL DESEO. Voy a tratar ahora de fundamentar y matizar estos puntos generales, apoyándome para ello en las elaboraciones teóricas de Freud y Lacan, para centrarme finalmente en las estrategias que el sujeto neurótico pergeña en relación con su deseo. No se puede afirmar que Freud desplegara una teorización absolutamente consistente sobre el deseo; quizás, como ha señalado S. Cottet en su libro “Freud. El deseo del psicoanalista”, importa más el deseo del propio Freud que hizo posible el nacimiento del Psicoanálisis. La contribución de Lacan es distinta, pues elaboró con precisión una teoría del deseo, llegando a proponer en 1964, al menos a proponer, la realidad del deseo como objeto absoluto del Psicoanálisis. Bien, ustedes ya conocen la famosa tesis de Freud sobre el sueño como realización disfrazada del deseo. Gran parte del texto de la “Traumdeutung” está dedicada a mostrar precisamente cómo se produce el disfraz del deseo en la elaboración onírica. Freud muestra con centenares de ejemplos el proceso de transformación del contenido latente en el texto del sueño, y lo hace esencialmente apelando a dos mecanismos: condensación y desplazamiento o, como decimos ahora, tras la enseñanza de Lacan: metáfora y metonimia. La tesis esencial de todo el trabajo de Freud sobre las formaciones del inconsciente (sueños, lapsus y síntoma) evidencia que el inconsciente tiene la estructura misma del lenguaje; dicho de otro modo: el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Es suficientemente conocida esta tesis y sus implicaciones teóricas y clínicas, y no voy a abundar más en ella, pues lo que pretendo situar es la pregunta que Freud se plantea al final del texto, en el Capítulo VII: ¿Cuál es la fuente del deseo? Freud desarrolla de una manera lógica más que evolutiva los efectos de lo que llama la “primera experiencia de satisfacción”. No voy a retomar aquí, párrafo a párrafo, dicho capítulo, que es realmente intrincado y precisa una lectura muy detenida, pero quiero mostrarles algunas consideraciones lógicas que de él pueden extraerse acerca del deseo. Situémonos ante la experiencia del recién nacido, del bebé. Creo que todo el mundo conviene en aceptar que está sometido a determinadas exigencias que dimanan de sus necesidades (comer, dormir, beber, etc). El recién nacido, por sí mismo, es incapaz de dar satisfacción a sus necesidades; precisa de un Otro que lo alimente, que lo cuide, etc. Las manifestaciones corporales del bebé (lloros, gestos, gritos, pataletas) adquieren para el Otro (la madre) el valor de signos, es decir, quieren decir algo, o como decía Pierce: “representan algo para alguien”. Y es ese Otro quien las interpreta y decide su significación: “tiene hambre”, “son los gases”, “ha dormido mal”, “no lo cuido con suficiente amor”, y un largo etcétera. Sería demasiado suponer que para el bebé hay una intencionalidad en sus manifestaciones; más bien sólo podemos estar seguros de que expresan un estado de tensión corporal. ¿Cuál? La respuesta viene del Otro; el sentido que se le atribuye viene del otro, que es quien interpreta esas manifestaciones de tensión como Demandas o pedidos de algo, y las interpreta, no podía ser de otro modo, en función de su propio deseo. Ese proceso de transformación de las manifestaciones de las necesidades en demandas implica introducir al bebé en un universo semántico, inscribirlo en un referente simbólico, en ese pequeño universo del deseo del Otro, en la medida en que está prisionero de los significantes del Otro. Las respuestas del Otro, la madre en general, introducen, más allá de la satisfacción de la necesidad, un plus. Ese plus, al que llamamos “plus de goce”, es introducido por el Otro (caricias, amor, etc) para sorpresa inesperada del bebé; además de la pura satisfacción de la necesidad alimenticia, el bebé se encuentra sorprendentemente con ese “plus de goce”. El niño se introduce así en la formulación de demandas o pedidos, en las que expresa veladamente su deseo. Su demanda es doble: por una parte pide la satisfacción de la necesidad y por otra pide ese plus de goce. El surgimiento del deseo, diferente de la necesidad y de la demanda, se orienta entonces hacia la búsqueda o re-encuentro de ese plus introducido en la primera experiencia de satisfacción. El sujeto humano, capturado por el lenguaje, se pierde entonces en múltiples demandas inadecuadas y asintóticas a su propio deseo. Cuanto más habla para pedir, más se aleja de su deseo y del objeto de su deseo (“das Ding”), el objeto originariamente perdido. El objeto del deseo se vuelve inalcanzable, las demandas proliferan y el deseo se eterniza, siempre idéntico a sí mismo.
III. EL DESEO EN LA ENSEÑANZA DE LACAN. Las distintas partes del desarrollo lógico hasta aquí expuesto han sido enfatizadas en los numerosos escritos y Seminarios de Lacan. Sin ánimo de ser exhaustivo trataré brevemente de situar su concepción del deseo en la dia- cronía de su obra. Creo que las apreciaciones que siguen nos permitirán aprehender con más rigor algunos conceptos ya esbozados (necesidad, demanda y deseo) y situar la panorámica del deseo en Psicoanálisis. La primera conceptualización del deseo en la obra de Lacan se remonta a su primer período, al período dedicado especialmente a la investigación del registro imaginario; las influencias hegelianas son allí numerosas. El deseo es concebido como deseo de reconocimiento: tanto ser reconocido por el otro, como “deseo de hacer reconocer el deseo”. Pueden seguirse en detalle estas consideraciones en el texto “Acerca de la causalidad psíquica”, de 1946. A partir de los años cincuenta, Lacan se ocupó de desentrañar y teorizar el registro simbólico, sumido en influencias estructuralis- tas (Lévi-Strauss, Jacobson, etc). En este período se desarrolla la enseñanza mayor sobre el deseo. “El deseo del hombre es el deseo del Otro”, formulado en el Seminario “Los escritos técnicos de Freud”, condensa su particular visión del deseo, aunque en dicho Seminario se enfatiza una perspectiva concreta: el deseo es captado primero en el Otro. (Salvando las distancias, muchas sin duda, este enuneiado recuerda en algo el énfasis puesto por Spinoza en situar el origen del deseo y las pasiones en la opinión de otro). La famosa articulación entre necesidad, demanda y deseo a partir del significante fue desarrollada en el texto “La significación del falo” (1955). Allí plantea la transformación de la necesidad en demanda por el simple hecho de tener que ser dicha, enunciada, expresada con significantes. Y precisamente ese paso por el molino del lenguaje introduce una confusión o desviación definitiva. La demanda, que es en el fondo siempre una demanda de amor, encuentra por ello difícil satisfacción, y se aleja del deseo en sus sucesivas e inagotables formulaciones. “El deseo -escribe Lacan en 1960- se esboza en el margen donde la demanda se desgarra de la necesidad”. Siempre presente y al mismo tiempo siempre evanescente, el deseo es precisamente aquello que no puede ser nombrado en las prolijas demandas. El falo, significante del deseo y emblema de toda falta, aparece como respuesta al enigma del deseo del Otro: identificarse al falo (ser el falo) es pretender ser lo que al Otro le falta, es decir, lo que el Otro puede desear. Así se desarrolla la versión lógica del Complejo de Edipo o Metáfora paterna: pasaje de ser el objeto del deseo del Otro a ser sujeto del propio deseo. En 1957, en el texto “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, Lacan hizo un hincapié especial en la indestructibilidad del deseo (siempre se desea otra cosa), pues el movimiento eterno del deseo se despliega inexorablemente según el mecanismo de la metonimia. Finalmente, y termino ya con estas referencias, en 1960 Lacan escribió “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. En dicho texto se despliega lo que llamamos el grafo del deseo. Extraeré únicamente dos consideraciones: primero, que el deseo como tal es indecible, pues concierne al plano de la enunciación y no del enunciado; segundo, el énfasis de la máxima “el deseo del hombre es el deseo del Otro” se sitúa ahora en asimilar el deseo propio al deseo del Otro. Por ejemplo, la pregunta “¿qué quieres?”, dirigida al Otro, es la pregunta más adecuada para interrogarse sobre el deseo de quien la formula. Bien, terminaré con las referencias a los textos diciéndoles que la obra posterior de Lacan en materia del deseo se interesa más por el problema ético del deseo del psicoanalista.
IV.- EL DESEO EN LA HISTERIA Y LA NEUROSIS OBSESIVA. Quizás les sorprenda que a estas alturas del siglo XX los psicoanalistas sigamos hablando de histeria y de obsesión. Para nosotros, al contrario que para los seguidores de la DSM IV o la CIE 10, siguen siendo los diagnósticos más empleados. La neurosis histérica tiene para nosotros unas características estructurales perfectamente delimitadas, a pesar de su fenomenología tan proteiforme y sorprendente. El sujeto histérico, sea hombre o mujer, se caracteriza fundamentalmente en relación a su deseo por el simple hecho de mantenerlo a una distancia siempre insatisfactoria. Si en algo es especialista el histérico es en su asombrosa pasión por mantener un deseo insatisfecho. Recuérdese sobre este punto el análisis ejemplar de Freud sobre el sueño de la “bella carnicera”. ¿Cómo consigue abocarse siempre a la insatisfacción? Pues lo consigue esforzándose en reducir el deseo a la demanda. Se esfuerza denodadamente en pedir o demandar, muchas veces en exigir hasta hacerse insoportable; pero ya sabemos que a cada demanda le sigue otra, y otra... El resultado es muy simple: lejanía del deseo e insatisfacción. Piensen al respecto, en el terreno del amor, la estrategia muy común de anhelar y suspirar por una determinada persona, siempre lejana, imposible, porque el histérico sabe muy bien que sus problemas verdaderos se inician cuando ese otro se aproxima demasiado. El sujeto histérico nos muestra con claridad la máxima que antes he repetido: el deseo es el deseo del Otro. Escuchamos a menudo el pequeño melodrama que se produce en un grupo de amigas cuando una de ellas comienza a salir con algún muchacho, quien al cabo de un tiempo concita los suspiros amorosos de algunas otras. El deseo, el sujeto histérico lo sabe muy bien, no es deseo de un objeto o persona, sino deseo de otro deseo. Y bien, ¿por qué mantener un deseo insatisfecho?. La respuesta, que encontramos tras analizar la intriga o la estrategia, nos indica que mantener un deseo insatisfecho respecto de cualquier menudencia le permite al histérico suspender la interrogación sobre su propio deseo, el que le importa de verdad y le concierne. Así, insatisfecho con pequeñas fruslerías y haciendo de su insatisfacción una queja continua dirigida al amo, se mantiene al abrigo de su propio deseo y por tanto de su propia falta. La bandera de su insatisfacción es su garantía para no encontrarse con la castración. Para decirlo de otro modo, aunque suponga un pequeño forzamiento: se ciega con pequeños males para no encontrarse con otro mal, al que supone mayor. Por su parte, el ceñudo y esforzado obsesivo comparte con el histérico la especialidad de tratar de reducir el deseo a la demanda infinita. Pero, al contrario que el histérico, se especializa en imposibles: hace de su deseo un imposible. A la hora de su deseo tiene que cumplir miles de plazos, reordenar miles de pensamientos sobre sus engañosos sentimientos, recorrer laberintos interminables, obedecer y cumplir numerosos deberes; y todo ello empantanado en la culpa, la duda y el autorreproche. El obsesivo nos muestra su denodado trabajo por reprimir el deseo y levantar barreras al goce. Pero en la misma proporción que fortifica su castillo defensivo, la furia del super- yo lo destroza imponiéndole un imperativo de goce. El extremo de lo que digo lo encontramos en esos sujetos de una integridad moral escrupulosa que están asediados por los imperativos del goce más obsceno, completamente alejados de su pulcra moral personal. En términos generales, el deseo toma para el obsesivo el lema “para mañana”: aplazamiento y postergación continuas. A la hora de su deseo aparecen los cálculos, los pros y los contras, y si llega por fin a resolverlos mediante la rumiación se le presenta inevitablemente un sacrificio: una satisfacción a cambio de un sacrificio. La culpabilidad resplandece siempre que se aproxima a su deseo. Así las cosas, el obsesivo prefiere el amor al deseo y al goce. Ama intensamente a la dama de sus pensamientos: ella lo es todo para él; sólo piensa en ella, hora tras hora, en la soledad de sus cogitaciones; aspira a protegerla, a hacerle el bien, siempre esperando, que la dama de sus pensamientos le dedique su amor y así verse libre de su intrincada y laberíntica obsesión.
José Antonio Gil Verona * * Catedrático de E.U. del Departamento de Ciencias Morfológicas de
la Universidad de Valladolid.
La palabra “deseo” es tan bonita como vaga, por eso en vez de una definición vamos a dar una serie de definiciones que nos permitan comprender la importancia de la neurobio- logía del mismo. Sí se admite que el deseo se expresa por la mayor o menor urgencia de obtener un objeto. El deseo es fundamentalmente un deseo de recompensa. Esta puede consistir en la obtención de un beneficio fruto de un trabajo, así en el animal de laboratorio una de las reglas del aprendizaje consiste en que ningún gesto se aprende si no va seguido de un efecto provechoso para el animal (ley del efecto de Thorndike). Pero una forma de recompensa es obtener un placer, con lo que tenemos otra definición de deseo, según Rauth y Revault d’Aliones es una “voluntad natural de placer”. Un riesgo sería vincular con excesivo exclusivismo el deseo a la sexualidad. En lo biológico nada señala la preeminencia de la sexualidad sobre el resto de las funciones. Así pues, el deseo quedaría definido por el objetivo a alcanzar y justificado por la recompensa, beneficio o placer a obtener. Por último, el deseo se mediría mediante la intensidad del acto que lo sanciona. Otro factor importante de deseo es la necesidad. La necesidad se siente como una situación intolerable a la que debe ponerse término. Este estado provoca una imperiosa tendencia a realizar el acto que la alivie. Los deseos tienen dos características principales: 1. Como hemos visto, en el deseo el acto que el individuo se propone realizar tiene como finalidad la satisfacción de sus necesidades. Por ello son un importante componente de la vivencia volitiva. Los impulsos biológicos forman parte del querer (la voluntad), el proceso voluntario se inicia con la representación mental de un acto futuro (mental o corporal) que el sujeto quiere realizar. 2. Otro hecho importante es que los deseos van acompañados de lo podríamos llamar emociones que constituyen el fondo endotími- co de la persona. Es decir, se trata de manifestaciones viscerales y secreciones hormonales que ofrecen una auténtica traducción somática de la emoción. El paisaje emocional que acompaña a un comportamiento es la marca del deseo y se diferencia del desierto afectivo que caracteriza al instinto. En resumen desear algo es imaginar un acto futuro que permita lograr la satisfacción del deseo, deliberar y decidir. Los Deseos humanos, según Lersch, se dividen en : A) Los impulsos del existente humano viviente, portador de la vida anónima: - Afán de goce (sensual o espiritual), que no se relaciona con estructuras cerebrales: el goce sensual o hedónico. - Libido (apetito sexual), deseo de tener experiencias excitantes, que, aunque incluido aquí por Lersch, nosotros lo estudiaremos en el último apartado. B) Los deseos espirituales, tendencias de participación interhumana: - Impulso asociativo. - Impulso de ser “uno para los otros” (ayuda recíproca). - Tendencias de participación con el mundo, participación por el conocimiento, participación a través de los impulsos de obligatoriedad, participación a través de los impulsos artísticos, filosóficos y religiosos. C) Los deseos o impulsos del existente humano individualizado: - Impulsos de autoconservación: hambre, sed, sexo. - El deseo de tener poder sobre los demás (voluntad de poder). - El deseo de valer ante los demás y ante sí mismo. En cuanto desear es una actividad de futu- rización que incluye prever la realización de ciertos actos, deliberar y decidirse, en este aspecto se relacionaría con la actividad del lóbulo prefrontal. Además, teniendo en cuenta los resultados de observaciones y experiencias, los impulsos biológicos primarios (sed, hambre y sexo) se “localizarían” en el circuito límbico. Previamente debemos repasar (aunque de forma extremadamente somera) una serie de estructuras que son indispensables para comprender estas funciones como son: el sistema límbico, y en concreto dos partes de él, como son el lóbulo límbico y el hipotálamo. No olvidemos que la corteza cerebral, es decir, aquel manto de substancia gris donde se concentra el mayor número de cuerpos neuronales se divide desde el punto de vista filogenético en neocorteza y paleocorteza. La neocorteza recubre los hemisferios, mientras que la paleocorteza recubre a lo que llamamos el lóbulo límbico, asiento de las emociones. Es una estructura que se encuentra en muy estrecha conexión con otros núcleos, entre los que destacamos el tálamo y el hipo- tálamo, formando el llamado sistema límbico (figura 1). El lóbulo límbico se sitúa en la cara interna de los hemisferios cerebrales y adopta una forma de C en torno al cuerpo calloso y ventrículo hemisférico. Se divide en una parte superior o cíngulo y otra inferior o hipocampo, el cual forma hacia adelante una estructura denominada gancho, que en profundidad tiene el núcleo de la amígdala (figura 2). El hipotálamo es una lámina grisácea y gruesa que cierra por debajo el III ventrículo, en la que como luego veremos pueden distinguirse núcleos; se puede dividir desde el punto de vista antero-posterior en anterior, medio y posterior; y en la dirección latero-medial en lateral y medial, principalmente. Para entender estas estructuras debemos considerar al sistema límbico como un todo que realiza importantes funciones que se pueden dividir en dos grandes grupos: funciones vegetativas y funciones relacionadas con fenómenos psíquicos. Las funciones vegetativas están especialmente controladas desde el nivel hipotalámico aunque los niveles supratalámicos también pueden intervenir ajustando la actividad hipo- talámica a las necesidades globales del organismo y a la situación del medio ambiente. Entre las funciones vegetativas reguladas por el hipotálamo tenemos: el control superior del sistema vascular sanguíneo, la regulación de la temperatura corporal, el control de la contractibilidad uterina y la secreción láctea. Las actividades Embicas que se relacionan con fenómenos psíquicos son muy importantes pues tienen que ver con la vida impulsiva, la vida emocional, la memoria y el aprendizaje. Un gran número de experiencias confirman que en zonas del circuito límbico hay poblaciones neuronales cuya activación se corresponde a la vivencia mental de un impulso biológico y otras poblaciones, opuestas a las primeras, que al activarse coinciden en la esfera anímica con la sensación o sentimiento de saciedad o satisfacción de las necesidades en cuestión. El equilibrio dinámico y armónico de la actividad de ambos grupos neuronales expresa cerebral- mente el correspondiente equilibrio psíquico de la vida impulsiva de la persona. Veamos todo esto con el hambre y el deseo de comer: Los deseos de comer y beber son las pasiones más elementales: su objeto es el cuerpo cuyo mantenimiento asegura. Puede parecer inapropiado situar los deseos de comer y beber a la altura de las pasiones pero no olvidemos que aseguran la gestión de la vida y la supervivencia de la especie. En tal caso el hambre es la pasión más ejemplar cuyo objeto somos nosotros mismos o más exactamente nuestro cuerpo cuyo crecimiento y mantenimiento se intenta asegurar mediante el alimento y la bebida.
Desde el punto de vista morfológico, el centro del hambre está representado por grupos de neuronas hipotalámicas agrupadas en el llamado núcleo lateral o área hipotalámica lateral mientras que el centro de la saciedad corresponde a otro núcleo hipotalámico ven- tro-mediano. Ambos núcleos se inhiben mutuamente. Los centros del nivel hipotalámico utilizando vías de salida provocan las reacciones corporales congénitas (no aprendidas) vinculadas al hambre o a la saciedad. Así, la estimulación del núcleo hipotalámico lateral que se vivencia en forma de deseo de comer produce las contracciones gástricas del hambre, excitación general del aparato locomotor (intranquilidad motora del sujeto) y del sistema simpático, así como la alerta general de los sentidos, en especial de aquellos a través de los cuales se orienta el individuo en la búsqueda y localización de una posible presa. La estimulación del núcleo ventro-media- no se acompaña de sensación de saciedad, y origina relajación y pereza motora, excitación del sistema nervioso parasimpático e indiferencia perceptual (somnolencia, dificultad de percibir con claridad el entorno). En condiciones normales (no experimentales), la excitación e inhibición de estos centros se realiza de acuerdo a un ritmo biológico autónomo pero ese ritmo está modulado por estímulos excitatorios e inhibitorios de carácter humoral y sanguíneo, gustativos e intero- ceptivos. Por ejemplo, la distensión gástrica producida por una comida copiosa (estímulo interoceptivo), excita el centro de la saciedad, mientras que la disminución de la glucosa sanguínea (estímulo humoral), excita el centro del deseo de comer e inhibe el de la saciedad. Todos estos estímulos llegan al circuito límbi- co por medio de las vías aferentes o entradas a este sistema. A nivel telencefálico, tenemos en el núcleo amigdalino en la porción baso-lateral un centro de la saciedad, mientras que en las porciones más mediales un centro del hambre. Estos centros se inhiben mutuamente y a través de las conexiones intralímbicas se relacionan con los centros hipotalámicos. La función del nivel cortical telencefálico consiste en modelar el deseo de comer poniéndolo en relación con las pautas de comportamiento socio-culturales, esto es, adaptar el ritmo biológico propio del hipotálamo a las circunstancias sociales en las que vive inmerso el individuo. Así, si el nivel inferior desencadena respuestas incondicionadas o absolutas, el nivel superior desencadena respuestas condicionadas y es responsable del aprendizaje de reacciones adaptadas al contexto socio-cultural. Esto quiere decir que a través del nivel superior se lleva a cabo la socialización de los impulsos biológicos. La destrucción del núcleo ventro-mediano (centro de la saciedad) provoca deseo de comer crónico, hiperfagia y obesidad. La destrucción del área hipotalámica lateral (centro del hambre) provoca falta de deseo de comer (anorexia) y adelgazamiento. En cuanto a lo que se sabe de aplicar estos conceptos al deseo sexual es importante conocer previamente que en el hipotálamo la zona medial tiene un importante núcleo que se llama el núcleo preóptico. En los animales de experimentación, se ha demostrado que el área preóptica es importante para la conducta sexual en el macho, y en la hembra la parte posterior del área preóptica y el hipotálamo anterior. Así la destrucción bilateral del área preóptica en machos hace desaparecer la conducta copulatoria en ratas, gatos, perros y monos. En ratas en las que se estimula este área con electrodos tienden a incrementar y facilitar la búsqueda de compañero sexual y la conducta sexual en general. En hembras, las lesiones del hipotálamo anterior provocan una intensa eliminación de la conducta reproductora típica femenina. Los núcleos varían según las especies, así en el hámster hembra son más efectivas las lesiones en el núcleo ventro- medial. En cuanto al deseo exclusivamente sexual en seres humanos se han realizado una serie de experiencias pero sin llegar a un cuerpo de doctrina concluyente, por ejemplo se sabe: - Que existe una relación entre el eje hipo- talámico-hipoñsario y el deseo sexual, así: En el estudio realizado por Hulter y Lundberg en el Departamento de Neurología de la Universidad de Uppsala de Suecia en 1994 sobre la relación entre alteraciones hipo- tálamo-hipofisarias (principalmente tumores con ciertas alteraciones endocrinas consecuentes como disminución de los niveles de testos- terona, hiperprolactinemia, etc) en 48 mujeres, en las que se estudiaron datos acerca de su vida sexual que se correlacionó con niveles hormonales en sangre, se encontró que lo más llamativo fue que aproximadamente el 80% había desarrollado un considerable descenso en el deseo sexual. En cuanto a los hombres, se encontró disminución del deseo sexual en el 79%. - Que existe una relación entre el deseo sexual y ciertos neurotransmisores como, por ejemplo, la serotonina: En un estudio realizado por Burguera et al. en el Servicio de Neurología del Hospital Universitario de la Fe (Valencia) en 1994 en 50 pacientes (36 hombres y 14 mujeres) con el diagnóstico de enfermedad de Parkinson idio- pática sin signos de deterioro mental, se encontró una disminución significativa del deseo sexual. - Que existe una relación entre ciertas alteraciones endocrinas (como ocurre con la menopausia) y el deseo sexual: En cuanto a la menopausia los resultados varían, así en los trabajos realizados por Chompootweep en la Universidad de Tailandia en 1993 se encontró que el dato más llamativo de las menopáusicas es una dramática pérdida del deseo sexual. En 1990 Halbreich et al de la Universidad de Nueva York describieron que cambios en el sistema gonadal relacionados con el proceso de envejecimiento en las mujeres se relacionan con disminución o alteración del deseo sexual. Los cambios en los niveles de hormonas gonadales pueden contribuir a la patofisio- logía de los desórdenes cíclicos disfóricos y el incremento de la vulnerabilidad a los desórdenes afectivos en las mujeres. La prolactina está envuelta en ciertos aspectos de la reproducción, siendo la responsable, entre otras cosas, de la secreción láctea. La hiperprolactinemia está asociada a disminución del deseo sexual. Lo que está claro es que existe un gran número de patologías relacionadas con alteraciones del deseo sexual, así: Según el trabajo realizado por Mackeprang et al en 1992 en el que relatan que estudiaron durante un período de 5 años 248 pacientes que fueron enviados a un grupo sexológico provenientes de departamentos psiquiátricos del condado de Frederiksborg, 2/3 de los pacientes llegaron con una reducción del deseo sexual, tanto en el caso de hombres como de mujeres. Es importante que sobre esto hay que superponer otras teorías como la “Teoría de la Activación”, que postula que cualquier comportamiento sólo puede comparecer si le permitimos un nivel de activación suficientemente elevado. Este nivel lo daría la formación reticular que está situada en la región media del tronco del encéfalo y que es la gran mezcladora de impulsos. Así hay autores que explican el efecto de estimulaciones dolorosas que se infligen determinados individuos para incrementar su deseo sexual. También aquí podríamos añadir que el hombre dispone de muchos medios para incrementar su nivel de activación, añadiendo a las fuentes externas los productos de su imaginación. Para terminar y arrancarles una sonrisa, no olvidemos que la formación reticular es el gran mezclador de impulsos, lo que nos permitiría comprender las palabras del novelista francés del siglo XIX Jorys Huysmans: “la esencia que se desprendía de las axilas de una mujer fácilmente desenjaulaba el animal en el hombre”. Se dice de Napoleón que cada vez que iba a llegar a París escribía a Josefina diciéndole: “Llegaré a París mañana, no te laves”. Por último, les voy a dar una receta para, según los inmigrantes caribeños a Estados Unidos, despertar el deseo. Dice literalmente: “prepare carne picada en forma de hamburguesa, empápela en su propio sudor, cocínela, sírvala a la persona a la que se quiera despertar el deseo”.
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* Profesor Titular de Didáctica y Organización Escolar. Facultad de Filosofía y CC de la Educación. Dpto. de Didáctica e Investigación Educativa y del Comportamiento. Universidad de la Laguna 38071 Tenerife 1. La pcdagogización de la sexualidad en ios tres últimos siglos. No es nuestro objetivo analizar las relaciones históricas entre pedagogía y sexualidad de forma exhaustiva, pero sí plantear algunos aspectos -útiles para la reflexión- sobre los dispositivos de poder y de saber que se han desarrollado en los tres últimos siglos como claves para comprender el presente y examinar algunas alternativas críticas. “En Grecia -como señala Foucault (1978, p.78)- la verdad y el sexo se ligaban en la forma de la pedagogía, por la transmisión, cuerpo a cuerpo, de un saber precioso; el sexo servía de soporte a las iniciaciones del conocimiento”. Posteriormente -a excepción de la irrupción y expansión progresiva de la ideología judeocristiana- puede hablarse de un período amplio de libertad sexual generalizado al menos hasta el siglo XVII como demuestra Van Ussel (1974) en su Historia de la represión sexual, y como lo atestiguan obras como “Diálogos recogidos no sólo para la perfección del latín de los niños, sino sobre todo, con la finalidad de la educación para la vida” publicada por Erasmo de Rotterdam en 1542 (Barragán, 1989). Sin embargo, el siglo XVIII supondrá en palabras de Foucault (1978) la creación de una auténtica “policía del sexo”, no para reprimirlo o prohibirlo, sino para reglamentarlo. Se despliegan cuatro grandes dispositivos estratégicos a propósito del sexo: la histeri- zación del cuerpo de la mujer, la pedagogización de la sexualidad infantil, la socialización de las conductas procreadoras y la psiquiatrización del placer perverso (Foucault, 1978). La pedagogía, más que ninguna otra ciencia, orquesta una campaña educativa destinada a alertar a las familias de forma obsesiva contra la autoestimulación apoyándose en estudios pseudocientíficos. Su representante más genuino, Rousseau (1973), recomendará en 1762 el control de la sexualidad infantil y, sobre todo, disipar el interés por lo sexual -considerado antinatural- centrando la atención en el dolor y el sufrimiento asociados al parto. La pedagogía defenderá así -por primera vez- el miedo, el dolor y el asco hacia la sexualidad infantil. Se defenderá retrasar la información sexual hasta que sea inevitable, en cuyo caso incluiría la heterosexualidad reproductiva. Como ejemplo ilustrativo, el siguiente relato de 1776 explica cómo Wolke concebía la educación sexual: “...planteó a los alumnos preguntas escogidas acerca de los misterios del sexo, del nacimiento, de la procreación: les hizo comentar grabados que representaban a una mujer encinta, una pareja, una cuna” (Foucault, 1978, pp.39- 40). El siglo XIX implicará unos procesos de vital importancia para la conceptualización represiva de la sexualidad y para su utilización como sistema de control social y opresión. “Las condiciones de vida del proletariado, sobre todo en la primera mitad del siglo XIX, muestran que se estaba lejos de tomar en cuenta su cuerpo y su sexo: poco importaba que aquella gente viviera o muriera; de todos modos se reproducían” (Foucault, 1978, p. 153). Permítasenos una cita cuya extensión se justifica por la vigencia que ha cobrado en la actualidad con la expansión del neoconservadu- rismo que caracteriza las dos últimas décadas. “Para que el proletariado apareciera dotado de un cuerpo y una sexualidad, para que su salud, su sexo y su reproducción se convirtiesen en problema, se necesitaban conflictos (en particular a propósito del espacio urbano: cohabitación, proximidad, contaminación, epidemias -como el cólera en 1832- o aun prostitución y enfermedades venéreas); fueron necesarias urgencias económicas (desarrollo de la industria pesada con la necesidad de una mano de obra estable y competente, obligación de controlar el flujo de población y de lograr regulaciones demográficas); fue finalmente necesaria la erección de toda una tecnología de control que permitiese mantener bajo vigilancia ese cuerpo y esa sexualidad que al fin se le reconocía (la escuela, la política habita- cional, la higiene pública, las instituciones de socorro y seguro, la medicalización general de las poblaciones -en suma, todo un aparato administrativo y técnico permitió llevar a la clase explotada, sin peligro, el dispositivo de sexualidad; ya no se corría el riesgo de que el mismo desempeñara un papel de afirmación de clase frente a la burguesía; seguía siendo el instrumento de la hegemonía de esta última). De allí, sin duda, las reticencias del proletariado a aceptar ese dispositivo; de allí su tendencia a decir que toda esa sexualidad es un asunto burgués que no le concierne” (Foucault, 1978,pp. 153- 154) A lo largo de todo el siglo XX, se han producido importantes avances en el reconocimiento de la educación sexual. Desde las reivindicaciones suecas a principios de siglo, o la difusión de los programas en la década de los sesenta con la inclusión de la educación sexual en el curriculum como materia obligatoria, hasta la gran expansión que estamos viviendo en los noventa, pero ¿podemos interpretar estos logros como una prueba de transformación social o estamos ante una reproducción - haciendo salvedad de las diferencias cualitativas- de las características que se manifestaron en la centuria precedente? Un siglo después, las reflexiones de Foucault cobran una vigencia insospechada, es un retorno a mecanismos similares. Para que se reconozca la necesidad de la educación sexual de forma amplia, no sólo en nuestro país, han hecho falta una serie de acontecimientos que podrían considerarse continuidad de los anteriores. Nuevos conflictos (el sida como pandemia, la prostitución, los conflictos medioambientales, étnicos y multiculturales), urgencias económicas (la imponente reconversión de las economías socialistas, la adecuación del sistema educativo al sistema de producción capitalista, el control de la población en el tercer mundo y la promoción de la maternidad en el primero) y tecnologías de control (una gran profusión de programas educativos y materiales curriculares sobre educación sexual básicamente “preventivos” cuya función analizaremos más adelante).
2. Los modelos de sexualidad y educación sexual de las clases opresoras A lo largo de estos tres siglos -con precedentes históricos que no comentaremos aquí- se han perfilado varios modelos de sexualidad y educación sexual que guardan relación entre sí. “No hay una estrategia única, global, válida para toda la sociedad y enfocada de manera uniforme sobre todas las manifestaciones del sexo: por ejemplo, la idea de que a menudo se ha buscado por diferentes medios reducir todo el sexo a su función reproductora, a su forma heterosexual y adulta y a su legitimidad matrimonial, no da razón, sin duda, de los múltiples objetivos buscados, de los múltiples medios empleados en las políticas sexuales que concernieron a ambos sexos, a las diferentes edades y las diversas clases sociales” (Foucault, 1978, p. 126) En consecuencia hemos de conocer los diferentes modelos de sexualidad y educación sexual como formas de representación social que inciden en la práctica educativa y las consecuencias que cada uno de ellos implica para la vida cotidiana y nuestra construcción del concepto de sexualidad. Nuestra cultura ha elaborado una serie de modelos de sexualidad que explican parcialmente la realidad, así como unos modelos de educación sexual coherentes con los anteriores que intentan preservar esa forma de representar la realidad. En cuanto a la sexualidad hemos de hablar de los modelos judeocristiano, burgués y liberal capitalista. En primer lugar, por la complejidad y diversidad de estos modelos, en la actualidad no resulta suficiente la crítica generalizada a la defensa de la genitalidad, la hete- rosexualidad o la reproducción, porque los mecanismos utilizados y la definición de los mismos -como puede observarse en la figura- no se centran ya exclusivamente en estos aspectos.
En segundo lugar se presenta la sexualidad dependiendo de los instintos biológicos al margen de los condicionantes sociales y culturales, impidiendo la comprensión del carácter eminentemente social. “Se impide captar la intencionalidad humana y la naturaleza social de los conflictos que se presentan en la medida en que se omiten las distintas perspectivas de tales conflictos” (Torres, 1991, p. 101). Como tercera limitación fundamental hemos de señalar que los tres modelos presentan una interpretación posible de la sexualidad humana presentándola como “la verdad” por excelencia excluyendo otras perspectivas explicativas, la contrastación y el conflicto. La amenaza, el miedo y la represión -a veces de forma explícita, otras de forma oculta- son mecanismos de uso frecuente para asegurar la “reproducción del modelo”. Asimismo, la utilización de consignas como la defensa de la monogamia y la fidelidad -entendida como exclusividad en las relaciones sexuales- son nuevos mitos que generan errores entre la población que se percibe excluida de los grupos con posibilidad de contraer el sida. En consecuencia, los tres modelos promueven la “homogeneización” del comportamiento sexual humano contrariamente a la defensa de la diversidad y la multiculturalidad. Los modelos predominantes en educación sexual son el tradicional, el preventivo y el integrador humanista (Barragán, 1989; Barragán et al., 1993). Estos modelos se correlacionan de forma directa con los descritos sobre sexualidad humana. Su limitación fundamental es el reduccio- nismo al que someten la sexualidad humana, presentando solamente una parte del conocimiento disponible y excluyendo otra parte - que necesariamente no es conflictiva- pero que impediría comprender en su globalidad la sexualidad humana como fenómeno social interdisciplinar. En su intento de normativizar el comportamiento sexual humano se plantea desde la abstinencia sexual, la lucha contra la promiscuidad y las conductas sexuales consideradas de riesgo, hasta la justificación del comportamiento sexual por el amor y la afectividad exclusivamente. Para ello se han actualizado y utilizan mecanismos como el miedo, la cul- pabilización, la amenaza, la irresponsabilidad o el vacío afectivo producido por la ausencia del amor. Pero por encima de las diferencias entre los modelos descritos en cuanto a los contenidos que incluyen y los que excluyen, lo que caracteriza a los tres es una metodología consistente en la transmisión de la información frente a la construcción autónoma del conocimiento, impidiendo dar una respuesta a los intereses intelectuales de los grupos con los que se trabaja y a una sustitución de las creencias y teorías autónomas por las “verdades” que supuestamente representa la ciencia. Cada vez que impedimos la reflexión crítica y la toma de conciencia del sistema de creencias y representaciones sociales sobre sexualidad de los grupos humanos, estamos favoreciendo la imposición autoritaria de un sistema de representación que -en última instancia- se yuxtapone al anterior sin favorecer el pensamiento autónomo. Los estudios realizados para analizar la relación entre estos modelos y la clase social (Barragán, 1988) muestran cómo los sectores más desfavorecidos de la población se identifican con modelos de sexualidad más conservadores y que restringen el comportamiento sexual humano (judeocristiano y liberal), así mismo estos modelos guardan una relación directa con los modelos de educación sexual. Por el contrario las clases sociales más favorecidas optan por los modelos más abiertos tanto en sexualidad como en educación sexual.
3. El curriculum como selección de la cultura dominante Seríamos demasiado ingenuos si creyéramos que la actual expansión de los programas educativos de educación sexual, afectivo- sexual, o de educación para la salud y prevención del sida son el reflejo de la preocupación social por presentar los conocimientos más significativos elaborados por las distintas ciencias sociales y que estos conocimientos están al servicio de la libertad y la transformación social. La gran profusión de materiales curricula- res que reflejan en mayor o menor escala los modelos descritos al referirnos a la sexualidad humana y a la educación sexual reproducen la ideología de las clases hegemónicas a través de los contenidos que se proponen y, sobre todo, de la exclusión de contenidos y perspectivas, así como a través de la forma en que utilizan esos materiales. “Desde los presupuestos de las teorías de la reproducción y, principalmente, de los de la reproducción cultural, los recursos didácticos funcionan como un filtro de selección de aquellos conocimientos y verdades que coinciden con los intereses de las clases y grupos sociales dominantes; se considera que desempeñan un papel muy decisivo en la reconstrucción de la realidad que efectúan tanto el alumnado como el profesorado” (Torres, 1991, p.98). Los diversos enfoques o modelos de educación sexual comentados con anterioridad están al servicio de los grupos de poder, por eso ninguno de los tres nos parecen la alternativa para resolver los conflictos actuales en educación sexual. La inclusión de información sobre el uso del preservativo -por citar un ejemplo- implica una concepción genitalista de la sexualidad humana que excluye en general la promoción de la comunicación, la ternura o el erotismo como formas de desarrollo sexual que no implicarían penetración sexual. Los análisis sobre los procesos de exclusión de dimensiones de la realidad en los libros escolares son de capital importancia, pues como subraya Pierre Mcherey, “una obra está vinculada a la ideología no tanto por lo que dice como por lo que no dice: Es en los significativos silencios del texto, en sus vacíos y ausencias, donde la presencia de la ideología puede sentirse de manera más positiva” (Eagleton, 1978,p. 52). “Y son estos silencios los que el profesorado debe tratar de hacer “hablar”, si pretende facilitar a sus estudiantes una formación rigurosa e impedir una distorsión de la realidad” (Torres, 1991, p. 103). Los modelos analizados excluyen la multiplicidad de perspectivas para presentar una única impidiendo de esta forma que el propio alumnado “construya autónomamente” su modelo de representación de la realidad y la sexualidad. Los silencios son evidentes si analizamos las propuestas de la reforma educativa emprendida por el Ministerio de Educación: el placer ocupa un papel muy secundario, por poner un solo ejemplo. En consecuencia es necesario un mayor protagonismo del profesorado y profesionales de la sanidad -atribuyéndoles una función reflexiva y crítica- así como del alumnado en la construcción en la práctica de los programas de educación sexual. Adicionalmente -aunque no por ello menos grave- nos parece sospechosa la urgencia por la difusión, distribución y reproducción de materiales curriculares sin otras medidas de apoyo. Como ha señalado acertadamente Bonafé (1992, p. 9) sobre el uso de los materiales curriculares “Dada la gran variedad de demandas profesionales, no es nada extraño que muchos profesores den la bienvenida a un artefacto que decide por ellos los objetivos, los contenidos y las actividades de aprendizaje, además de su ordenación, secuencia y tem- poralización. No es de extrañar que los sistemas prefabricados sean considerados ahorradores de tiempo”. Generalmente, “personas ajenas a la situación de enseñanza deciden, desde un nivel superior del sistema, la práctica de la enseñanza. Planificación y ejecución se separan, y el trabajo del profesor es expropiado de su propio control profesional. Este es uno de los argumentos fundamentales de la defensa de la tesis de la proletarización docen- te”(Bonafé, 1992, p. 10). Efectivamente, como ha señalado Gimeno (1991, p. 13), al profesorado se le está exigiendo más esfuerzo profesional por las demandas sociales, la extensión de la cultura obligatoria y la heterogeneidad del alumnado “Y no se puede decir que se transformen sensiblemente las posibilidades laborales para que los profesores en su puesto de trabajo puedan abordar estos retos que esos curricula extensos y complejos les demandarían como profesionales. No se puede decir tampoco que la calidad del profesorado mejore al tiempo que predominan esas tendencias. La apreciación de que se trata de un colectivo en proceso progresivo de proletarización, no sólo pedagógicamente, sino también culturalmente, es un hecho incontestable (Apple, 1989; Martínez, 1989; Ortega, 1989; y Popkewitz, 1990)” La proletarización del profesorado implica además que el modelo que básicamente se está difundiendo en educación sexual es el “preventivo”. En consecuencia, la clave no está tanto en la difusión de materiales -quizá sirvan para tranquilizar nuestras conciencias- sino en el diseño de estrategias de formación y evaluación de programas que promuevan la mejora continua y el cambio social en vez de “la rentabilidad a corto plazo”. Los problemas sociales son suficientemente graves como para analizar críticamente por qué a pesar de la profusión de iniciativas no disminuyen los embarazos no deseados y sigue en ascenso el sida y lo que es más negativo: no estamos logrando la felicidad humana. No nos cansaremos de repetir que la función primordial de la educación sexual no es la prevención sino la promoción del desarrollo sexual integral de las personas, lo cual significa aprender a ser felices, fomentar la autoestima personal, erradicar la opresión y jerarqui- zación por cuestión de género, aprender a resolver los conflictos de la vida cotidiana en vez de excluirlos. En definitiva construir una sexualidad que potencie la diversidad.
4. ¿La utopía como alternativa? “Las mujeres y los hombres que aspiran a dedicarse al trabajo científico se encuentran - de manera en apariencia inevitable- atrapados en lo que podríamos llamar “la paradoja del aprendizaje”: Quienquiera que aspire a la creación científica, deberá primero renunciar precisamente a aquello que hace posible la creatividad -el pensamiento autónomo- para someterse a los modelos de pensamiento dominantes en aquel momento en la comunidad científica e imbuirse de ellos hasta el punto de incorporarlos sustituyéndolos a su propia manera de razonar. Si no hace esto, ninguna persona llegará a ser científica y si lo hace, estará tan colonizada por la “ciencia oficial” que le será muy difícil pensar por su cuenta y cambiar los paradigmas dominantes, requisito imprescindible para el progreso científico” (Moreno, 1992,pp. 29- 30) En la actualidad la ruptura de los paradigmas dominantes es imprescindible y para ello contamos con los grandes avances que han producido las ciencias sociales en el presente siglo, la incorporación de la Pedagogía como ciencia crítica a partir del movimiento de la teoría curricular sociocrítica y el diseño de estrategias o metodologías constructivistas así como un movimiento crítico emergente de formación de profesorado y profesionales de la salud. Como consecuencia proponemos una serie de principios para la reflexión que nos permitan el cambio. En primer lugar, la ruptura de los paradigmas dominantes comienza por la reflexión sobre nuestras propias concepciones sobre sexualidad y educación sexual -especialmente entre las personas que nos dedicamos a la práctica educativa- para tomar conciencia de ellas y no tratar de imponerlas, sean éstas conservadoras o progresistas. Potenciar la construcción se opone a la obediencia intelectual. En segundo lugar, la complejidad de los fenómenos sexuales y las relaciones educativas exigen un abordaje interdisciplinar, lo cual exige, a su vez, la utilización de una metodología constructivista compleja, contraria a la presentación cerrada e inflexible de objetivos, contenidos, actividades de aprendizaje o criterios de evaluación de la forma más simple posible con la excusa -hoy insostenible- de ayudar al profesorado y profesionales de la salud. Los materiales curriculares deben presentar alternativas abiertas otorgando un papel autónomo y constructor tanto al alumnado como al profesorado acercando la teoría y la práctica a través de la investigación en la acción y convirtiendo la innovación en una tarea compartida que se genera en los propios centros educativos o los centros de salud. Es necesario diseñar y desarrollar nuevos modelos de educación sexual que -por encima de otras funciones como la preventiva o la promoción de la salud- tengan como objetivo básico la toma de conciencia de las relaciones de poder y opresión de la utilización de la sexualidad humana como sistema de control social para promover un conocimiento emancipatorio que permita la transformación social. En este contexto, es necesario erradicar la pedagogía del miedo o la imposición presentando alternativas más amplias a la sexualidad en vez de restringirlas y difundir nuevos mitos. Es el momento de difundir un modelo de sexualidad más complejo que permita desarrollar todas las funciones que implica: comunicación, placer, afectividad y reproducción. En tercer lugar, la denominación de los programas esconde una ideología implícita que debe ser explícita. La educación para la salud puede incluir la educación sexual siempre que se expresen claramente las diferencias entre las funciones vitales, aunque sería preferible su tratamiento separado (ver Barragán, 1994). No es posible equiparar la sexualidad humana al resto de las funciones vitales porque son diferentes. La sexualidad no es una enfermedad (aunque se hable de síntomas de la menstruación o la menopausia) sino una facultad cuyo desarrollo y expresión hace más humanas a las personas. Así mismo la denominación de afectivo-sexual (Barragán, 1995) no parece ser la más adecuada porque separa lo sexual de lo afectivo y destaca una de las funciones sobre las demás, justamente aquella que ha sido utilizada históricamente por los sectores más conservadores para disfrazar especialmente la sexualidad femenina. ¿Por qué no hablar de educación sexual para el placer, para la comunicación o para el erotismo?. Desde nuestro punto de vista el término sexual implica comunicación, afectividad, placer y de forma secundaria reproducción, por ello no necesita ningún aditivo. Las posibilidades de combinación son infinitas, cambian de unas personas a otras, de unos grupos sociales a otros, entre diferentes culturas y cambian a lo largo de nuestra vida en nuestras diferentes relaciones sexuales. Por último, los modelos de formación profesional deben incidir en estos mismos aspectos convirtiendo al profesorado en profesionales críticos y reflexivos y no en meros ejecutores o reproductores de programas o materiales, muy al contrario el profesorado debe recrear y mejorar continuamente el curriculum. La conclusión no es evidentemente la conformidad, el desánimo o el pesimismo. Comprender y transformar la enseñanza, convertir los deseos en realidad no es un sueño sino una posibilidad que está a nuestro alcance. La falacia creada por las “minorías opresoras” de que carecemos de la fuerza necesaria para la transformación social ha de ser combatida enérgicamente potenciando la filosofía educativa de la creación y la transformación. Es absolutamente necesario comenzar la década de la “desintosidación”, tomando el término de la reflexión de Rosario Miranda (1994, p.46) que reproducimos a continuación. “El miedo al semen y a los flujos vaginales se suma al miedo al humo o al colesterol en una sociedad que ignora que cuerpo sano es aquél que disfruta en estado de bienestar ajeno a la inquietud por la enfermedad. Vivir preocupado por la salud es un sucedáneo de vivir con salud por el que la colectividad olvida que a causa del tacto llegan al cuerpo -además de hijos y enfermedades- placeres, poderes, felicidad y saberes que aumentan las defensas tanto como los antibióticos. Claro que todo lo que se roza es susceptible de ser contraído, sea un virus o un matrimonio. Claro que hay contagios: la risa, el baile, el ritmo, el humor, el saber y la sensibilidad se contagian. O no. Igual que las infecciones”.
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* Sexóloogo. ** Psicólogo-Sexólogo. Ayuntamiento de Leganés. C/Tulipán 16, 28912 Leganés (Madrid).
I.- CONSIDERACIONES SOBRE LAS MINUSVALÍAS
“La soledad no te enseña a estar solo, sino a ser único”. (E.M.Cioran)(l)
I.A.- EL PODER DE LAS PALABRAS Afirmó Heidegger que “no somos nosotros quienes hablamos a través del lenguaje... sino que es precisamente el lenguaje quien habla a través de nosotros”(2). La frase podría también haber sido acuñada por Lacan, Foucault, o el propio Neruda “Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras”(3) No hay duda de que la palabra encierra un extraño poder. Incluso puede llegar a condicionar el propio mensaje en toda su extensión. Así, en relación con el colectivo de las minusvalías, basta recordar etiquetas que insistentemente aparecen en la normativa vigente, o en el lenguaje coloquial. Y que, como toda etiqueta, pretenden decirlo todo de golpe. ¿Quiénes no han mentado alguna vez vocablos como: subnormales, cojos, mongoles, tullidos, incapacitados, idiotas, condenados a una silla de ruedas, cegatos mutilados, disminuidos, etc...? La Organización Mundial de la Salud, consciente de esta situación, publicó en 1980 su “Clasificación Internacional de Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías”(4), clarificando así: a) Una DEFICIENCIA es toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica. Es el síntoma: caso del daño cerebral causado por falta de oxígeno en el momento del parto. b) Una DISCAPACIDAD es toda restricción o ausencia funcional de lo considerado como normal, y a causa de una deficiencia. Es la manifestación de unas capacidades motóri- cas afectadas, que dificultan su tono muscular para andar, por ejemplo. c) Finalmente, una MINUSVALÍA indica la desventaja social de un individuo para desempeñar su rol, a consecuencia de una discapacidad o una deficiencia. A causa de esa parálisis cerebral el individuo no puede incorporarse a la vida social considerada normal: saltar, jugar, trabajar,... o relacionarse sexualmente. Sin embargo, preferimos otro consejo para eludir la atrocidad de las etiquetas: evitar sus- tantivizar y apelar al matiz calificativo. ¿No nos resulta incómodo presentamos o ser presentados como “psicólogo” o “sexólogo”, por considerar reducida nuestra compleja vida a un título o circunstancia? ¿Hemos pensado alguna vez cómo se sienten aquellos que son presentados como “minusválido”, diciendo todo y no diciendo nada?. Seguramente resulta más acertado no referirse a “paralíticos cerebrales” sino a “personas con parálisis cerebral”. Resaltando la importancia del sustantivo “persona” (joven, poetisa, europeo, madre,...) y haciendo de la “parálisis cerebral” una coyuntura más. Por lo tanto, la primera reflexión debe animarnos a mimar el lenguaje. Tal y como gritaba el poeta Juan Ramón Jiménez en su verso: “¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas !”(5).
I.B.- LAS REALIDADES MALDITAS “¿Quién lee diez siglos de la Historia y no la cierra al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?”(6) El verso de León Felipe nos permite exponer el paralelismo histórico de las sexualidades y las minusvalías: ambas realidades se conocieron en el penal del ostracismo, de la herejía, de lo prohibido. Y, en definitiva, de las realidades malditas. Quizá por ello, cuando han accedido a los medios de comunicación, han sido objeto del “reality show” tan dinamizador de audiencias: “Mongólica violada por su tío desde hace tres años”, “Un ciego y una sordomuda se casan en alta mar...”, las demencias megalomaníacas de Caligula, la escena masturbatoria de “Johnny cogió su fusil” o el sadismo sexual de un psicópata. Pero ocuparse de la sexualidad y la minusvalía va más allá del coito, de perpetuar la especie,... o de comunicarse. Tampoco se trata de establecer en el grado de discapacidad ningún nivel de satisfacción sexual. Se trata de despejar algunas desazones quizá demasiado malditas para todos: colectivo con minusvalías, familiares, vecinos, educadores, sexólogos, funcionarios,... ¿Qué entendemos por sexualidad? ¿Intimidad, coito, deseo, sentimientos, gustar a los demás...? ¿Cómo nos ha sido transmitida? ¿Familia, chistes verdes, escuela, medios de comunicación? ¿Somos permeables a los cambios? ¿Qué hacemos por la sexualidad del colectivo con minusvalía? Si es que hay que hacer algo... Y si es así: ¿Quiénes lo han de hacer? ¿Desde dónde? Y lo que aún es más importante: ¿Hacia dónde?.
I.C.- LA PERSONA EMERGENTE Al darle la vuelta a las palabras, al hurgar en los tiempos del ostracismo, no pretendemos formular una extraña filosofía de palabras huecas. Queremos reivindicar a la persona. Exigir el respeto por los derechos individuales, reconocer la condición de ciudadanos, saberse único y diferente, o en palabras de Merleau- Ponty: “ser- en- el- mundo- a- través- del- cuerpo”(7). Así lo discierne Ramoneda al contraponer el sentido común y el sentido íntimo: “El hombre ha sido ignominiosamente castrado. Entre espíritu y cuerpo, entre racionalidad y sexualidad, han querido suprimir el alma”(8). Por ello la tarea pendiente consiste en la autorrealización. Abrazarnos a ella. Como dice Luis Antonio de Villena: “La autorrealización (sin dogmas, pero con ideas), el gran proyecto del nuevo anarquismo, y su verdadera esencia contracultural, por supuesto, poco pesimista. Saber y saberse. Comprender desde mí a los demás. Y ser abierto y tolerante” (9). En definitiva: darse permiso para adentrarse en las sombras y desde ahí buscar los claros de luz por muy débiles que sean.
II.- SOBRE LAS CIENCIAS SEXOLÓGICAS “El desafío es claro: debemos desarrollar una nueva ética de autorrespeto personal o hundirnos en otra oscura Edad de auto-rechazo”. (Thomas Szasz)(10)
H.A.- ROL DEL SEXÓLOGO Y qué queda para el instructor encargado de instruir la instrucción... Conocimientos generales de la sexualidad ¿genital? Consideración de la persona con minusvalía. Tolerancia. Autoestima. Imaginación. Informar y debatir. Sí, sobre todo: informar... estos son los principales atributos que exigen a los profesionales dispuestos a ocuparse de estas dos malditas realidades. No anda desacertado Szasz al definir a los terapeutas del sexo como “alcahuetes y proxenetas con credenciales clínicos”(l 1). Ni tan siquiera despertar expectativas que puedan desestabilizar el orden de la consabida normalidad. Cada uno en su sitio. Si es posible no hablar del cuerpo: menos aún del cuerpo deseante y deseable. Hablar de higiene, eso sí: y con agua de rosas. Una educación reducida a información comedida. Quizá nos pueda ocurrir lo que Thomas Szasz reprocha a la psiquiatría institucional del Estado Terapéutico: “El error fundamental de la psiquiatría es que considera la vida como un problema que resolver, en lugar de considerarla como un objetivo que cumplir”(12). Los mismos manuales que se publican indican buenos propósitos como desdramatizar la sexualidad y la discapacidad, enfatizar el valor comunicación de la sexualidad, bosquejar un programa básico al estilo “bricolage de la sexualidad”,... y sin propuesta de explorar zonas erógenas, ampliar el repertorio de relaciones sociales, advertir la personalidad de cada uno más allá de su minusvalía, analizar la tendencia pasiva de algunos roles,...
H.B.- IMPACTO SOCIAL Reflexionemos en primera persona: ¿Se alcanzará la “normalización” sexual de las personas con minusvalía si persistimos en sesgar la realidad global: laboral, cultural, jurídica, fiscal,... ? ¿Insistimos lo suficiente en el cultivo del cuerpo, en saborear la autoestima, en salvar “el tipo” entre los modelos de masas... ? Y sobre todo, ¿de qué hablamos más: de las posibilidades o de los obstáculos? ¿Qué hacemos por desgranar un lenguaje positivo? ¿No deberíamos pensar que todos somos un poco minusválidos respecto a la sexualidad?. Optemos por la Sexualidad como fuente de Salud, de Placer, de Comunicación... y en definitiva de Felicidad. Y puesto que hemos acordado no hablar de “la sexualidad del minusválido”, hablar de la “sexualidad de todos”. No hay fronteras. No hay normalización. Igual que no hay recetas. Sólo se puede favorecer el cultivo de las actitudes, para facilitar que cada uno escoja sus “itinerarios”... Por ello también hay que recalar en las actitudes de las personas próximas, para que no pretendan exponer como modelos (aunque sea con buena voluntad) ni su propia vida sexual, ni sus propios deseos y opiniones. Que cada uno organice su propio viaje. Que las agencias de viajes sexuales no nos reduzcan al mito del “hombre unidimensional”(13) que profetizaba Marcuse hace ya algunos años. Quizá todo este abanico de desazones valga al menos para suscitar debates, trasegar información, ligar pareceres, acariciar experiencias, desnudar dudas, excitarse con nuevas pistas...
H.C.- CON LUZ DE CANDIL Y llegando a este punto creemos oportuno lanzar un aviso a navegantes. No hay que confundir (como puede estar ocurriendo en otros colectivos como el de la mujer, los jóvenes... ) el discurso de la sexualidad con ciertas desazones sociales. Suele ocurrir que las demandas de los familiares y profesionales, próximos al colectivo con minusvalía, se pierden en debates en torno a la esterilización de las mujeres con síndrome de Down, el aborto en el supuesto de malformaciones genéticas, las nuevas tecnologías para inseminación artificial, o las campañas antisida,... Todo es mucho más sencillo. Recordamos por ejemplo, el caso de una madre preocupada por lo cariñosa que es su adolescente hija con síndrome de Down que le reclama ¿demasiados? abrazos y besos; temiendo la buena señora poder estar escandalizando a su propia hija. O el caso de un adolescente también con síndrome de Down, que ha sido capaz de asumir un comportamiento correcto en la mesa y en clase, pero que en el patio se abraza a un árbol para así masturbarse... ¿No será más correcto tranquilizar a esa madre haciéndole saber que actúa correctamente, sea normal o no para otras madres con hijos e hijas de otra “normalidad”? ¿No será conveniente canalizar el impulso sexual de ese adolescente para que logre obtener satisfacción de modo más íntimo y sosegado, que no dejándose la piel en la corteza de un árbol?. Hay que espantar los fantasmas. Ni se trata de “angelitos de Dios, sin sexo”, ni de “endiablados psicópatas, con sexualidad desbocada”. Sólo son personas, con sus virtudes y sus defectos. Además de tener una lesión medular, pueden ser engreídas, autoritarias, machistas, frígidas, desagradables, simpáticas, cultas... Es decir la minusvalía es una de tantas caretas que se tiene que representar en este teatro de la vida. No nos dejemos engañar por las caricaturas. Lo mismo pasa con el colectivo sin minusvalía (sin minusvalía certificada por el Instituto de Servicios Sociales). Cada uno es un individuo, muy particular, reacio a recetas estandarizadas, a viajes programados, a fórmulas de bricolage perfectamente diseñadas... ¿Puede acaso hablarse de la sexualidad de las suegras, o de los funcionarios, o de los psicólogos... ? Tampoco cabe realizar ningún esfuerzo por trazar el genoma sexual del minusválido. Sólo nos queda alumbrar con el candil de nuestros saberes y pareceres arrojando una tenue luz entre sombras: sobre los sentimientos y los pensamientos, la responsabilidad, la libertad, el sentido subjetivo, las relaciones con los demás, etc. Y aún diríamos más: hacerlo en su singularidad, y por lo tanto desde la pluralidad. En este sentido habrá que mencionar las dichosas barreras. Los bordillos del miedo, las aceras de los prejuicios, las escaleras de las fantasías, las puertas de las frustraciones,... Como todos. Sí, todos somos minusválidos respecto a la sexualidad. Debemos hablar más de la sexualidad con cuantos coincidamos en el camino. Cultivar el cuerpo como eje de la sexualidad, sin reducirla a la genitalidad, al coito, a los preservativos... Posibilitando todo aquello que permita favorecer unas relaciones sexuales satisfactorias. Incluyendo la rehabilitación sexual en los programas de rehabilitación general.
“Yo no sé muchas cosas, es verdad. Digo tan sólo lo que he visto. Y he visto: que la cuna del hombre la mecen con cuentos”. (León Felipe)( 14)
Cuando alguna asociación del colectivo de minusválidos demanda una conferencia o coloquio sobre la sexualidad (y lo mismo ocurriría si se tratase de una consulta privada), a uno le siguen asaltando las mismas desazones: ¿Nos acercamos a la “sexualidad minusválida” desde el exotismo de los “reality show” tan apetecidos por las audiencias? ¿Acaso la sexualidad debe plantearse no sólo como una comunicación en sí misma, sino como el objeto mismo de la comunicación?. ¿Qué barreras hay que superar: actitudes, informaciones, modelos sociales... ? Ya nadie duda de que todos somos personas sexuadas, pero ¿se respeta vivirse como tales a todos, disfrutando del amplio abanico erótico? ¿Deberíamos tener algún tipo de minusvalía para estar autorizados a reflexionar sobre este tema? ¿Es la “sexualidad minusválida” un coto privado o un vip's? Cuando se opta por ironizar sobre la “sexualidad menos válida” uno se va dando cuenta de que es cuestionable ésta y todas las sexualidades. Los interrogantes son los mismos, sólo cambian los ejemplos, las aplicaciones. Y así se acaba por estar discutiendo las sexualidades de todos los presentes y la de los antepasados... Uno llega a la conclusión de que el foro bien podría ser otro cualquiera: un club juvenil, un colectivo de mujeres separadas, un equipo de vendedores, un hogar de la tercera edad, el Colegio de Psicólogos, o el aula del reformatorio... Son las intervenciones de los presentes: algunos padres o familiares, educadores, responsables profesionales, personas con minusvalías,... quienes te permiten planear cerca de la realidad. Son sus preguntas, sus desazones, sus miedos, sus recuerdos, sus experiencias... las que te obligan a tomar cuerpo. Como dice Joan Manuel Serrat: “nunca es triste la verdad... lo que no tiene es remedio”(15). Es el momento en que todas las inquietudes que previa e insistentemente te sacuden, explotan como globos de aire. Y ello porque lo real, lo importante no es lo que tú puedas considerar... sino lo que les ha convocado a tu consulta. Y allí mismo descubres que no se obstinan en la sexualidad genital, pero que tampoco ambicionan grandes marcos teóricos; que sólo pretenden si es posible la tranquilidad de las cosas bien hechas. “Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo, quien me tira del cuerpo hacia otros cuerpos a ser posibles jóvenes: yo persigo también el dulce amor, el tierno amor para dormir al lado y que alegre mi cama al despertarse”(Gil de Biedma)(16). Es el momento en que surcan el aire todos los mitos trasnochados, todos los miedos engatillados, todo el pudor. Es el momento en que uno se ve implicado en una extraña comunión con ese auditorio de personas muy concretas, y le dan ganas de cambiar el mundo cambiándose a uno mismo a la vez. “El problema -afirma Foucault- no es cambiar la conciencia de la gente o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico e institucional de producción de verdad”(17).
III.B.- LO QUE PODEMOS HACER (ENTRE OTRAS COSAS) ¿Qué hacer? ¿Intervenir? ¿Orientar a los padres, a los educadores, etc? ¿Actuar a modo de notarios de la realidad, y levantar acta? ¿Tan sólo certificar en cualquier programa sus contenidos técnicos? ¿Debemos ser el faro de referencia obligada?. Sí creemos saber lo que no debemos hacer. Diseñar tablas de bricolage (para programas educativos y pautas terapéuticas) de fácil manipulación para estandarizar instrucciones de uso en varios idiomas. Eso no debemos hacer. Tampoco debemos constituir agencias turísticas, para promocionar viajes programados: ocho inhóspitos parajes en tres días y medio... Tampoco puntos de información donde regalar preservativos, y catálogos de fisiología para excursiones de horas. Menos aún ejercer de notarios de la cruda realidad diaria. Testificar allí donde se nos requiera, como los modernos oráculos de una ciencia infusa. O como un inmenso faro, ir canalizando el tráfico en alta mar. Debemos tener en cuenta la advertencia de Foucault: convertirse en la patente de la “producción de verdad” acarrea una responsabilidad y una entrega, tan generosa y a la vez tan absorbente como si de hacer votos se tratara. Jugar a científico de laboratorio tiene sus riesgos... Debemos empaparnos de la realidad del otro. Escuchar, observar... empatizar. Ponerse en el lugar de la persona con una discapacidad: qué le preocupa, con qué sueña, cuáles son sus fantasías, qué quiere,... Pensar en los profesionales que están a su lado (educadores, mandos medios, compañeros de trabajo,...) y en lo que éstos pueden hacer. ¿ Cómo asesorar a los familiares, a sus parejas,...? Debemos conocer cuál es el fin que nos motiva. Establecer qué medios tenemos a nuestro alcance para desarrollar nuestros planes. ¿Qué fin puede justificar según que medios? ¿En ningún caso? Quizá haya que parar tanta especulación: olvidarse de las omnipresentes metas planteadas por la Salud Sexual; quizá haya que retornar a los orígenes, a la preocupación singular de cada caso. Y así: hablar menos y escuchar más. ¿Por qué? Para pasar a la acción, día a día, sin grandes ambiciones pero con soluciones. Entre todos debemos (tratando en este artículo, como disculpa la sexualidad y las minusvalías) bosquejar el Marketing- Sex: 1. - Abrir el mercado a todas las personas por el simple hecho de ser sexuadas. 2. - Definir el producto o servicio del hecho sexual humano. 3. - Establecer los costos que puedan imputarse. 4. - Escoger qué canales de distribución nos van a permitir hacerlo llegar a los interesados. 5.- Elegir mediante qué recursos de comunicación propagarlo. En definitiva ser- sexuadamente- en- el- mundo... y dejar de pensarse- sexualmente- con- el- mundo. Orquestar cada uno su propio viaje de Itaca. Y desde la singularidad apostar por la pluralidad. No pretender esculpir una diosa de la Sexualidad... sino imaginar todas las sexualidad posibles. En definitiva: ¡Reinventar el politeísmo!.
01 E. M. CIORAN: “El ocaso del pensamiento” (1940) Tusquets Editores; colección Marginales, número 140, Barcelona 1995, página 11. 02 Así lo cita Alvaro García Meseguer en su obra “¿Es sexista la lengua española? lina investigación sobre el género gramatical” (1994) Ediciones Paidós; colección Papeles de la Comunicación, número 4, Barcelona 1994, página 23. 03 PABLO NERUDA: “Confieso que he vivido” (1704) Circulo de Lectores; Barcelona 1976, página 59. 04 Publicaciones internas del Instituto de Servicios Sociales; Madrid 1983. 05 JUAN RAMON JIMENEZ: “Segunda antología poética, 1898- 1918” Espasa- Calpe; colección Austral, número 1460, Madrid 1969, página 227. 06 LEON FELIPE: poema “¡Qué pena!” del libro “Versos y oraciones de caminante” (1920) editorial Losada; incluido en su “Antología rota”, Buenos Aires 1977, página 24. 07 M. MERLEAU- PONT Y: “Posibilidad de la Filosofía” (1960) Narcea Editores; Madrid 1979: 08 JOSEP RAMONEDA, RUBERT DE VENTOS Y EUGENIO TRIAS: “Conocimiento, memoria, invención” Muchnick Editores;Barcelona 1982, página 78. 09 LUIS ANTONIO DE VILLENA: “La contracultura” Editorial Montesinos; Barcelona 1982, página 156. 10 THOMAS SZASZ: “Herejías” (1083) Premia Editora; México 1983, página 35. 11 Ob. cita; página 25. 12 Ob. cita; página 101. 13 HERBERT MARCUSE: “El hombre unidimensional” (1964) Editorial Seix Barral; Barcelona 1972, página 109. 14 LEON FELIPE: poema “Sé todos los cuentos” (1945 aproximadamente); incluido en su “Antología rota”, Buenos Aires 1977, página 153. 15 JOAN MANUEL SERRAT: canción “Algo Personal” incluido en su LP “Cada loco con su tema”. Ariola, 1983. 16 JAIME GIL DE BIEDMA: poema “Pandémica y celeste” (1966); incluido en su “Antología rota” Alianza Editorial, Madrid 198, página 106. 17 MICHEL FOUCAULT: “Un diálogo sobre el poder” (1976) Alianza Editorial; Madrid 1981, página 145.
* Lecturer in Ornithology. Universidad de Oxford. (Inglaterra) 1. Publicado en "Psicoanálisis", Vol. XVI, N° 2, 1994. Agradecemos a la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires su deferencia al autorizamos la publicación de este artículo en el Anuario de Sexología.
Los caballitos de mar son peces muy especiales. Machos y hembras forman parejas estables y exclusivas. Las parejas subsisten aun cuando uno de los miembros esté enfermo o minusválido y sea incapaz de reproducirse. Los integrantes de cada pareja pasan separados la mayor parte del día, pero cada amanecer se encuentran en un sitio y a una hora determinados, diferente para cada pareja. En estos encuentros intercambian señales, gestos y contactos físicos, incluyendo cambios de color, entrelazamientos de colas y una danza en la que giran uno alrededor del otro, como bailando un tango. Algunas mañanas los saludos son más vivaces, los colores más vivos, y uno de ellos inserta una parte de su cuerpo en un orificio en el cuerpo del otro y transfiere una substancia que contiene células reproductivas. Cuando se reproducen, la fertilización de los huevos ocurre dentro del cuerpo del receptor, donde luego se desarrollan los embriones. Durante el embarazo los encuentros matinales siguen, pero tienen menor vivacidad. Pasado un tiempo (unas tres semanas) la próxima generación (¿potrillitos y potran- quitas de mar?) salen al exterior, perfectamente formados pero muy pequeños en relación a sus padres. No bien salen los jóvenes se alejan nadando y los padres retoman su rutina habitual. Hasta ochocientas crías pueden nacer del cuerpo de un solo individuo. En el período entre el nacimiento y el nuevo embarazo el cambio de color en los encuentros es más vivo, las penetraciones son más comunes y el ritual más vigoroso, de modo que nuevos embarazos se repiten con frecuencia y uno de los dos individuos vive la mayor parte de su vida nutriendo embriones en su cuerpo. Nada especial, quizás, excepto que quien inserta su apéndice en el cuerpo de su pareja es la hembra, y quien pasa la vida embarazado, incubando embriones en su abdomen, es el macho. Algunas especies de avispas (por ejemplo Venturia canescens) buscan orugas que viven en los higos maduros caídos del árbol. En cada encuentro la avispa inserta un apéndice en el cuerpo de la oruga y transfiere una célula reproductiva. De esta célula se desarrolla un embrión, que crece en el cuerpo de la oruga nutriéndose de sus tejidos hasta que la oruga queda prácticamente vacía. La nueva avispa sale al exterior, abandonando lo que será ahora el cadáver de su anfitrión y vuela en búsqueda de orugas para repetir el ciclo anterior. También en esta especie quien inserta el apéndice y transfiere las células es la hembra, pero en esta especie no existen los machos. En las aves el sexo está determinado genéticamente, como en los seres humanos. Un sexo tiene dos cromosomas sexuales iguales (zz) y el otro diferentes (zw), como en nuestra especie. Ciertas aves, tales como los halcones, usualmente forman parejas estables y monogá- micas, donde el individuo con cromosomas sexuales iguales es de menor tamaño, es dominado por el otro cuando hay agresión y suele encargarse de la búsqueda de alimento para la cría. Es el macho. En Homo sapiens es usual la formación de grupos de pocos individuos conteniendo al menos un macho y una hembra, a menudo uno de cada sexo (en muchas sociedades grupos de diferente constitución son ilegales pero existen de todos modos). Los miembros de estos grupos suelen encontrarse diariamente, tienen rituales de encuentro que incluyen contactos corporales diversos y con frecuencia los rituales son más vigorosos, la piel del rostro se torna más rosada y un individuo inserta un apéndice en el cuerpo de otro, transfiriendo células reproductivas. La fertilización y el desarrollo del individuo ocurren internamente. Al igual que en el caballo de mar, los rituales y los contactos físicos continúan durante el embarazo, aunque quizás a un ritmo menor. En esta especie quien tiene un apéndice de penetración es el macho. Estos pocos ejemplos -que ni siquiera insinúan la diversidad de sistemas de apareamiento sexual existente- presentan un cierto enigma; vemos que las formas de asociación sexual entre individuos varían enormemente entre especies, los roles de cada sexo son diferentes, el sistema de determinación genética puede tomar muchas formas y sin embargo en todos los casos podemos identificar macho y hembra. Puede existir un solo sexo, y cuando esto ocurre se trata de hembras, pues es inconcebible la existencia de una especie donde sólo existan los machos. Frente a esta enorme diversidad, a la que nuestra especie contribuye con una variedad más, la pregunta es qué criterio utilizamos para definir universalmente masculinidad y feminidad, dos términos fundamentales en el tema sexualidad, y que demasiado a menudo asumimos como auto- explicativos. La ilusión de que el modelo humano es suficiente para entender la sexualidad humana es similar en su provincianismo a la idea pre- freudiana de que los fenómenos internos de la conciencia son suficientes para entender la vida psíquica, y quizás estén claramente ilustrados en la siguiente anécdota, probablemente apócrifa. Torn Stoppard cuenta que Wittgenstein le preguntó a un colega “Dime, ¿por qué la gente siempre dice que era natural que la gente pensase que el Sol giraba alrededor de la Tierra en vez de pensar que la Tierra rotaba?” A lo que su colega respondió: “Pues obviamente, porque parece como si el Sol girase alrededor de la Tierra”. A lo que Wittgenstein respondió “¿Y cómo parecería si pareciese que la Tierra rotaba?” Opino que así como el abrirle la puerta a lo inconsciente trastornó y enriqueció nuestra interpretación de lo psíquico, el entender el origen y las características de la sexualidad en el marco biológico puede, en las palabras de una psicóloga argentina, “darnos vuelta la cabeza”. En una versión libre de la anécdota wittgensteniana, imagino fácilmente el siguiente diálogo: Lego: “¿Por qué, pese a la diversidad de sistemas sexuales, la gente toma como natural el pensar que la sexualidad humana es distinta a todas las demás?” Sabio: “Porque nos parece como si la especie humana fuese distinta a todas las demás.” Lego: “Y como parecería si pareciese que las especie humana es una más en la diversidad de modos de interrelación sexual en el universo?” Sabio: Nuestro antropocentrismo, pueblerino a nivel de especie, puede ocultarnos el que no somos más que una pincelada en el paisaje de la vida.
SEXUALIDAD Y BIOLOGIA. Veamos entonces, qué entienden los biólogos por sexualidad y cómo es posible pensar sobre estos temas. Para abrir el tema comenzaré por ignorar por completo lo cultural. La hipótesis de trabajo es silogística y parte de suponer que hay algo que aprender de las universalidades biológicas: si un principio se aplica a todas las especies, y Homo sapiens es una especie, el principio será relevante para Homo sapiens. La cultura, por supuesto, debe ser incluida en el cuadro tarde o temprano, pero como moduladora de lo biológico y no como existente en un vacío idealista. Existen quienes niegan al ser humano su pertenencia al mundo de las especies animales, reclamando una especificidad similar a la reclamada por Ptolomeo para justificar el rol central de nuestro planeta en el sistema de los astros, pero creo que esta actitud es errónea y derivada de una combinación de dos factores: desconocimiento de los procesos biológicos y su flexibilidad por un lado, y una ideología antro- pocéntrica y ptolemaica por el otro. Por el momento, intentaré justificar la necesidad de una revolución copernicana en la interpretación de la sexualidad luego de haber establecido algunos datos. El lector deberá tenerme paciencia: para dar cuenta de lo sexual debo hacer una excursión al campo de los principios biológicos más generales.
LA TEORÍA DARWINIANA DE EVOLUCION POR SELECCION NATURAL. En el núcleo del pensamiento biológico moderno está la teoría de Darwin. No puedo discutir sexualidad sin asumir que el lector está familiarizado con sus principios elementales. Afortunadamente, los principios de esta teoría no son difíciles de asumir, pues aunque Darwin la desarrolló sobre la base de una inmensa riqueza de observaciones del mundo natural la teoría se puede deducir partiendo de unas pocas premisas. Estas son: - Que frecuentemente aparecen diferencias entre individuos de la misma especie que son transmitidas a la descendencia (mutaciones y herencia), de modo que los descendientes difieren entre sí en forma parecida (correlacionada estadísticamente) a como diferían sus respectivos antecesores. - Que a consecuencia de estas diferencias heredables entre individuos y del medio ambiente en que vive la especie, las diversas clases de individuos dejan en promedio un número diferente de descendientes. Si aceptamos estas premisas no podemos escapar a sus consecuencias: la proporción de individuos de cada variedad con respecto al total de miembros de la especie irá cambiando con las generaciones, de modo que la fracción de la población constituida por aquellos que típicamente dejan más descendientes irá creciendo con el tiempo. Es un proceso simple y ciego, pero su resultado es equivalente a lo que ocurriría luego de una selección sistemática de cierto tipo de individuo generación tras generación. De allí el nombre metafórico de Teoría de la Selección Natural. El nombre es una metáfora pues pese a no existir ningún sujeto que seleccione, es “como si” la naturaleza tuviese un criterio permanente de selección. Como ambas premisas son universalmente aceptadas por los científicos, el proceso de cambio por selección natural debe ocurrir en todas las especies. Sumémosle a este proceso de cambio el azar de la historia y la aparición de mutaciones que no son ni favorables ni desfavorables, de modo que además de los cambios adaptativos ocurre una cierta deriva neutral a lo largo del tiempo y tenemos un proceso simple en concepción pero rico en la diversidad de sus consecuencias. Cuando examinamos los sistemas biológicos que resultan de la acumulación de este proceso, parecen como si hubiesen sido racionalmente diseñados para maximizar la producción de descendientes. Si tomamos la mente, o los sistemas de decisión que resultan de este proceso que combina selección y azar, el resultado observado al cabo de un largo proceso histórico serán sistemas que parecen “como si” el individuo “desease” ser más eficiente que los demás en dejar descendientes. Las comillas son importantes. Están allí para indicar que la direccionalidad y aparente racionalidad de las decisiones son consecuencia del pasado evolutivo y son atribuidas desde el exterior, y que no estoy proponiendo que la motivación del sujeto sea la explicación necesaria o suficiente del criterio de decisión. Este punto es crucial y debo enfatizarlo. Un río se porta como si desease llegar al mar, una abeja se sacrifica en el ataque a un posible agresor de la colmena como si desease proteger a su colonia, el macho de ciertos insectos se adosa a la hembra apenas ésta emerge de su estado larval impidiendo la proximidad de otros machos hasta que ella acepta la cópula y luego la abandona, como si quisiese asegurar la pater- nidad de sus crías, pero en ningún caso intuimos una planificación consciente. Las razones interiores (el deseo, y aquello que promete satisfacerlo) aparecen al sujeto como la causa de sus elecciones, pero el desear mismo y la naturaleza de los objetos que satisfacen al deseo, dependen de un aparato que ha evolucionado siguiendo las reglas universales que generan todos los sistemas biológicos. Mi propuesta para la sexualidad y la cultura es similar a la propuesta recientemente por los sucesores de Chomsky para el lenguaje1 y la de los psicólogos evolucionistas para los otros aspectos del comportamiento humano2. Así como el lenguaje humano sólo puede ser entendido como la interacción de un sistema biológico con una experiencia cultural, la expresión de la sexualidad en cada ser humano resulta de propiedades universales de lo sexual en el mundo natural, específicamente humanas en el contexto de la diversidad de las especies, e individuales en la serie complementaria de cada sujeto. Sé que este punto es fuente de controversia y toca profundas divisiones filosóficas que han separado a materialistas de idealistas, dualistas de monistas, reduccionistas de holistas, relativistas culturales de deterministas biológicos, ateos de místicos, y en ocasiones psicoanalistas de neurocientíficos3, pero no aspiro en esta ocasión a cruzar todos los puentes ni a establecer la armonía intelectual entre todos los puntos de vista -just as well, dirían mis colegas- , sino simplemente a esbozar una perspectiva explicativa para que cada lector ajuste el material a sus “ismos” predilectos. Retomemos a las consecuencias del proceso de selección natural en el contexto de la sexualidad. Para interpretar la sexualidad, podemos formular una serie jerárquica de preguntas, que comienzan lejos de nuestro tema (la sexualidad en nuestra especie) pero que nos permitirán acercarnos al problema metódicamente: - ¿Qué es el sexo y por qué existe? - ¿Por qué existen dos (y no múltiples) sexos? - ¿Por qué hay muchos más machos que los necesarios para fertilizar a las hembras de la especie? - ¿Qué principios universales guían las estrategias de ambos sexos?.
¿QUE ES EL SEXO Y POR QUE EXISTE? Esta pregunta presenta el escollo más difícil. Los biólogos no tienen dificultad en definir la reproducción sexual, pero sí en explicar su origen y persistencia. Definimos reproducción sexual como la producción de embriones por fusión de material genético de dos individuos. Típicamente (pero no exclusivamente), en especies sexuales el adulto posee una doble dotación de cromosomas (es diploide), produce células reproductivas llamados gametos que tienen una dotación simple (haploide), y el embrión se forma por la fusión de dos gametos, con el fin de restituir el número diploide en la nueva generación. Uno de los gametos (el óvulo) es más grande que el otro, y posee casi todo lo que necesita el embrión para comenzar su desarrollo: ha sido provisto por el adulto (la hembra) de reservas energéticas abundantes. El otro (el espermatozoide) es minúsculo y sólo posee material genético y el equipo necesario para llegar y penetrar al óvulo. Tan grande es la diferencia que debido a la cantidad de energía necesaria para cada óvulo la hembra sólo puede producir un número limitado de los mismos, mientras que el macho produce millones de veces este número de espermatozoides. Como cada embrión se forma por un espermatozoide y un óvulo, una proporción muchísimo mayor de espermatozoides que de óvulos no participa de ningún embrión. Debido a esta diferencia entre gametos, la producción de un hijo es una transacción desigual desde el comienzo: uno de los socios invierte la mitad de los cromosomas y una enorme cantidad de energía, mientras que el otro no contribuye casi nada más que su mitad de los cromosomas embrionarios. Llamamos hembra, por definición, al individuo que invierte en gametos grandes y macho al que produce gametos pequeños. Esto es válido para la definición de hembra y macho en todas las especies sexuales, sea cual sea el mecanismo de intercambio de gametos. Esto explica por qué puede existir una especie de hembras solas pero no una de machos solos: una especie de machos solos se extinguiría sin dejar trazas pues los espermatozoides no pueden sostener el desarrollo de un nuevo organismo. La sexualidad no está definida por la presencia o ausencia de pene u otro órgano de penetración, por un cierto patrón de comportamiento, por una relación de dominancia, ni por la relación con la cría, sino por el tipo de células reproductivas producidas. Esta diferencia básica, que por ser universal es válida para nuestra especie, genera múltiples derivaciones. Veamos las repercusiones de esta transacción desigual. Ambos socios en un embrión tienen igual “beneficio” desde el punto de vista darwiniano, pues la cría llevará igual número de genes de cada progenitor (mitad de cada uno) y producirá con el tiempo nietos que llevarán un cuarto de los genes de cada abuelo, sin distinguir el origen de los genes en cuestión4. A pesar de la diferencia en inversión, el hijo es tan eficiente para propagar las características del padre como las de la madre. Esta diferencia de inversión es lo que da lugar a una paradoja llamada el “costo del sexo”: si una hembra mutante produjese embriones sin cooperar con un macho (esto se llama parteno- génesis y ocurre en muchas especie) su cría llevaría el doble de copias de sus genes que los de una hembra sexual. Sus nietos, en vez de llevar un cuarto de sus genes llevarían todos ellos. Desde el punto de vista evolutivo, debemos explicar por qué no prospera ese tipo de mutante en las especies sexuales. ¿Por qué se mantiene la tolerancia de la hembra a transacciones tan desiguales? Existen múltiples teorías al respecto, todas vinculadas a la eficacia de los descendientes. Una hembra mutante produciría el doble de copias de sus genes por cada embrión, pero si debido a la falta de intercambio genético sus descendientes produjesen menos de la mitad del número de nietos (por ejemplo por menor habilidad de generar inmunidad frente a agentes patógenos que evolucionan y cambian rápidamente), las hembras sexuales producirían un número mayor de copias de sus genes (la mitad del número de copias por descendiente pero más del doble de descendientes). Es posible que lo que compensa el costo del sexo y evita la invasión de hembras asexuadas sea la viabilidad de los descendientes. Que los descendientes producidos por reproducción sexual superen en viabilidad a los partenogenéticos no es difícil de aceptar. Lo que es sorprendente es la magnitud de la ventaja requerida para sostener el modo sexual de una generación a la otra. Abundan los modelos matemáticos propuestos para solucionar este problema, pero por el momento no se puede hablar de un consenso firmemente establecido5. Los modelos existentes prueban la posibilidad de que el sexo sea ventajoso para sus practicantes, pero no demuestran que lo sea. Para solucionar esta paradoja hacen falta datos de campo sobre la verdadera magnitud de la ventaja en productividad de crías sexuales sobre las partenogené- ticas. Por el momento, la paradoja sobre la existencia misma del sexo se mantiene.
¿POR QUE EXISTEN DOS (Y NO MULTIPLES) SEXOS? Las respuestas a la pregunta anterior nos dicen que es posible que las hembras sean favorecidas por la aceptación de esta transacción aparentemente explotadora que llamamos sexo, frente a la alternativa de reproducirse asexualmente, y que por lo tanto el sexo puede mantenerse por selección natural. Sin embargo, las ventajas putativas del sexo no explican por qué existen dos sexos y sólo dos. Para explicar este problema se han formulado diversas teorías que postulan procesos que pueden haber llevado de la existencia de un solo tipo de gameto a dos tipos bien diferenciados. La forma de reproducción sexual en que todos los individuos producen gametos del mismo tamaño (llamada isogamia) existe en ciertas variedades de hongos, y probablemente haya sido la condición primitiva de la reproducción sexual. Se supone que a partir de la isogamia la selección natural provoca la aparición de dos sexos de características extremas, sin formas intermedias. Para la teoría más conocida, esto ocurriría porque una vez que existe una mínima variabilidad en el tamaño de los gametos existen fuertes ventajas para aquéllos que son más grandes que el promedio para incrementar su tamaño aún más y para los que son menores que el promedio para producir los gametos más pequeños posibles que sean compatibles con su función fecundadora. Es decir, que un desbalance inicial provoca direcciones de selección opuestas, llevando a la coexistencia de sólo dos extremos. Una explicación formal de este proceso requiere las herramientas matemáticas de la teoría de estabilidad biológica, que es más técnica que lo apropiado para este artículo, pero un argumento verbal puede ayudar a ver el problema6. Imaginemos un universo de individuos que producen gametos con una variación continua de tamaño. El éxito de cada gameto dependerá principalmente de dos factores: la viabilidad de los embriones producidos gracias a las reservas propias y la habilidad para seleccionar socia con el fin de conseguir una fusión con un gameto que contribuya con una buena cantidad de reservas. Ahora consideremos dos casos, el de gametos que sean apenas mayores o apenas menores que el promedio. La importancia de ser eficaz en elegir compañera de fusión será importante para ambos tipos, pero será mayor para los más pequeños, pues la viabilidad propia será menor. Complementariamente, la importancia de tener suficientes reservas propias será mayor para los más grandes, pues ellos serán menos móviles y al ser preferidos selectivamente por los más pequeños terminarán a menudo asociados con gametos menores que el promedio. Es decir, que la selección natural para características que favorezcan la motilidad y la habilidad competitiva contra otros gametos del mismo tipo será más fuerte entre los pequeños y llevará a un empequeñecimiento aún mayor, mientras que la selección por características que favorezcan la viabilidad por autosuficiencia energética será mayor entre los grandes. Los gametos intermedios sufrirán por ser discriminados negativamente por los pequeños y por ser menos viables que los más grandes. El proceso de selección de acuerdo a esta hipótesis seguiría una realimentación positiva que termina excluyendo a los productores de gametos intermedios y alcanzando estabilidad cuando los pequeños son lo menor posible compatible con su funcionamiento como transportadores de material genético (espermatozoides) y los mayores son auto- suficientes en reservas (óvulos). De aquí que sólo haya machos y hembras y no sexos intermedios. Expresado informalmente como lo he hecho este argumento tiene algunas debilidades, y por eso se han propuesto teorías alternativas. Una de ellas es que aunque este argumento compara sólo los gametos que se fusionan, para fertilizar un óvulo un macho debe pagar el costo de toda la eyaculación, con millones de espermatozoides y no sólo el costo del único espermatozoide que fertiliza al óvulo. Este total puede ser mayor que el costo del óvulo. La debilidad no es insalvable pero una justificación rigurosa del modelo de evolución de anisogamia requiere un tratamiento más formal. Una teoría más reciente7, que permanece aún bajo escrutinio, es la posibilidad de que la anisogamia binaria se deba en realidad a una batalla en el citoplasma del embrión entre el ADN citoplasmático (mitocondrial) de ambos gametos. Esta batalla sería ganada por el citoplasma de la célula mayor llevando a la eliminación total del ADN mitocondrial del macho y la consecuente reducción evolutiva de las células masculinas. Los espermatozoides serí- an una forma secundaria evolucionada para minimizar la mezcla de genes citoplasmáticos. Esta teoría se origina «n el hecho cierto de que el embrión sólo posee ADN mitocondrial materno. De acuerdo a esta hipótesis, se define masculinidad como una entrega de control sobre parte del proceso reproductivo. El sexo masculino es definido como aquél que renuncia a pasar genes citoplasmáticos a la próxima generación. Desde el punto de vista presente, el mayor interés de la idea (cuyas credenciales lógicas son incuestionables) trastoca la visión frecuente de lo femenino como definido en forma carencial.
¿POR QUE HAY MAS MACHOS QUE LOS NECESARIOS PARA FERTILIZAR A LAS HEMBRAS DE LA ESPECIE? Debido al costo de cada embrión, cada hembra sólo puede producir un número limitado de hijos. El macho en cambio, al invertir muy poco en cada gameto, puede producir un número prácticamente ilimitado. En mamíferos la diferencia en el costo de los gametos se agiganta debido a la presencia de embarazo y lactancia, que hace que la hembra invierta un esfuerzo fisiológico mayor que el del macho en muchos órdenes de magnitud. Se conocen ejemplos de caudillos y califas cuya fecundidad excedió la centena, pero esto es inconcebible en la hembra. Los récords para cada sexo en nuestra especie los tienen Moulay Ismail el Sanguinario, Emperador de Marruecos, que tuvo 888 hijos, y una mujer que tuvo 69 hijos en 27 embarazos8 Todo productor agropecuario hace uso de esta diferencia en el potencial de machos y hembras, manteniendo tropillas de un toro y muchas vacas, o un gallo y muchas gallinas. Sería un desperdicio para el productor el alimentar igual número de reproductores de ambos sexos, pues la producción de crías será un múltiplo del número de hembras pero no del de machos. En una tropilla de pocos machos y muchas hembras el número de hijos por macho es mucho mayor que el producido en promedio por las hembras. El desbalance en la razón sexual (número de machos dividido por el número de hembras) tiene perfecto sentido para la utilización eficiente de los recursos por parte de un agente externo como el hacendado. La situación en poblaciones naturales es muy diferente. En nuestra especie, por ejemplo, el número de machos y de hembras es similar, de modo que el promedio de hijos por cada macho y por cada hembra es casi el mismo. Existe por lo tanto un número super- fluo de machos desde el punto de vista de la producción de crías. Esto no resulta en un uso eficiente de recursos a nivel de la especie, lo que puede sorprender a quien no piense con cuidado sobre el proceso de evolución. La teoría de la selección natural puede explicar esta aparente paradoja, esta vez gracias al pensamiento de R. Fisher9. El valor darwiniano de un hijo o una hija puede medirse como el número promedio de nietos que producirá. Imaginemos que cada progenitor tiene una cantidad de recursos y que la distribuye en la producción de sus descendientes, y que comenzamos con una razón sexual en la población tal que el número de machos (m) es mayor que el de hembras (h). La población producirá en total una generación filial de N individuos. El número promedio de hijos producido por macho será N/m, mientras que el promedio de hijos por hembra será N/h. Vemos que si hay más machos que hembras, h < m y entonces N/h > N/m. Por lo tanto, los machos tendrán en promedio menor fecundidad que las hembras. Los individuos productores de hijos varones darán lugar a menos nietos por hijo que los productores de hijas, y la proporción de quienes produzcan mayoritariamente hembras aumentará en la población. Sin embargo, en cuanto la proporción de varones disminuya más allá de la de hembras, la fecundidad de los machos será en promedio mayor y los progenitores mayoritarios de hembras tendrán una desventaja. Como consecuencia, la selección natural actúa manteniendo un equilibrio en el que el número de machos y hembras en la población es el mismo. En rigor, el argumento de Fisher lleva a que la proporción de recursos invertidos en los dos sexos - y no necesariamente su número- sea igual. Si en una especie los machos son más grandes que las hembras (como en los elefantes marinos por ejemplo) el argumento de Fisher lleva a que se produzca un número menor de machos que de hembras. La conclusión numérica presentada aquí es válida para el caso particular de especies donde los dos sexos requieren la misma cantidad de recursos para su desarrollo10. En el Homo sapiens, por ejemplo, los varones tienen mayor mortalidad que las hembras tanto durante el embarazo como posteriormente, por lo que la inversión acumulada hasta el final del desarrollo en cada macho concebido es menor que en cada hembra, y por eso al nacimiento el número de machos es mayor que el de hembras. El mantenimiento de la razón sexual es importante pues ilustra claramente que el equilibrio natural no responde a la ventaja para la especie en su conjunto (si la razón sexual fuese fijada por la ventaja para la especie habría poquísimos machos) sino al resultado de presiones de selección individual actuando entre organismos dentro de la misma población. Algunos casos atípicos sirven para confirmar la regla. En ciertos casos la hembra puede “decidir” el sexo de las crías pues los hijos varones son producidos sin fertilización (son haploides) mientras que las hembras requieren un espermatozoide (una condición llamada arrhenotokia). Un caso de interés es el de ciertos ácaros del género Acarophenax en los que la cópula se produce siempre antes del nacimiento, entre hermanos, en el interior del cuerpo de la madre. En estos animales las hembras suelen producir un solo embrión macho y alrededor de 15 hembras. El macho copula con sus 15 hermanas y muere antes de nacer, mientras que sus hermanas nacen ya fertilizadas. En este caso, la madre produce una razón sexual diferente de la unidad pues sigue la lógica del productor agropecuario: el equilibrio de sexos en la camada, al igual que el de la tropilla, se ajusta a la ventaja de quien la planea y no al equilibrio de machos y hembras compitiendo entre sí. Si la hembra produjese más machos éstos utilizarían sus recursos compitiendo entre sí por el acceso a las hermanas.
¿QUE PRINCIPIOS UNIVERSALES GUIAN LAS ESTRATEGIAS DE AMBOS SEXOS? Finalmente podemos retornar a las estrategias de comportamiento sexual. Aunque el número de machos y hembras sea similar y el promedio de crías por macho sea el mismo que el promedio para las hembras, machos son machos y hembras son hembras. La fecundidad promedio de ambos sexos se mantienen en equilibrio, pero la fecundidad máxima potencial de los machos será siempre muchísimo mayor que el promedio. Debido a la diferencia entre potencialidad máxima y promedio, entre los machos habrá una gran variabilidad. Si el número de hijos promedio en Marruecos era 4, por cada Moulay Ismail el Sanguinario habrá 221 varones que no tengan ninguno, mientras que la ganadora del sexo opuesto al tener 69 hijos sólo habrá excluido de la reproducción a unas 16 compatriotas11. Otra manera de expresar esto es que la variación en éxito reproductivo entre las hembras será menor que entre los machos. Será raro observar una hembra que supere en órdenes de magnitud la fecundidad promedio de su sexo. En Homo sapiens es imposible observar fecundidades masculina y femenina de varios centenares. Esta diferencia en variabilidad da origen a la diferencia clave en las estrategias masculina y femenina: en rasgos generales, la fecundidad de los machos está limitada principalmente por su capacidad de superar a otros machos en la carrera por la impregnación de hembras, mientras que la de las hembras está limitada en una mayor medida por la fisiología y por el acceso a recursos para la supervivencia de los hijos. De esta diferencia en variabilidad surge la mayor diferencia entre estrategias: la selección natural premiará a los machos que de un modo u otro consigan acceso a muchas fertilizaciones. Como los machos pueden producir espermatozoides a una tasa mucho más rápida que la producción de óvulos por las hembras, existe una ventaja para aquellos machos eficaces en hacer uso de esa producción excesiva de gametos. Robert Trivers amplió el concepto al escribir “En general, cuando un sexo invierte considerablemente más que el otro, miembros de este último competirán entre sí para aparearse con miembros del primero”12. En algunas especies son los machos los que invierten más, y en estos casos la competencia es mayor entre hembras. En términos de la economía individual, podemos concebir el problema en función de la distribución de recursos. Si cada individuo tiene una cierta cantidad de recursos a invertir en el curso de su vida en reproducción, una fracción de los mismos irá en cuidado y desarrollo de las crías y la restante en competencia con otros individuos por acceso al otro sexo. En los mamíferos, la fracción de recursos normalmente invertida en competencia entre machos es mucho mayor que la invertida por las hembras de las mismas especies en competencia con otras hembras. Estas ideas básicas sirven de marco a buena parte de las explicaciones biológicas del comportamiento reproductivo, pero es lícito preguntarse cuál es su relevancia para el comportamiento sexual no reproductivo.
SELECCION SEXUAL Podrá argumentarse que estos principios biológicos básicos, aunque válidos en la historia biológica de todas las especies, han perdido su relevancia en nuestro mundo de inmersión en la cultura, de sexo en contextos no reproductivos (recordemos al caballito de mar...) y de un psiquismo profundamente determinado por una forma especial de lenguaje. Esta ha sido, en diversas variantes, la actitud de numerosas escuelas sociológicas y psicológicas. Creo que esa argumentación es errónea. La impronta de nuestro origen biológico no nos abandona, simplemente se expresa en condiciones determinadas por la especificidad de la cultura. Si queremos entender por qué existe la violación de mujeres por hombres pero es rarísimo observar lo opuesto, por qué han surgido muchas culturas que practican la poliginia pero muy pocas que admiten la poliandria, por qué los hombres suelen ser estadísticamente de mayor tamaño que las mujeres, por qué los hombres se insultan llamándose “cornudos” mientras que este insulto es más raro entre mujeres, o por qué el boxeo femenino es una rareza, los principios biológicos mencionados serán ineludibles. Pensemos por ejemplo en el humor. Aquello que nos resulta humorístico o chistoso es, por supuesto, aquello que de un modo u otro se relaciona con procesos afectivos significativos. La siguiente anécdota referida al presidente norteamericano Coolidge provee un ejemplo. Dícese que un día el Presidente y su esposa estaban visitando una granja estatal. A poco de llegar fueron llevados en recorridos diferentes. Cuando la Primera Dama pasó frente al gallinero se detuvo a preguntar al encargado si el gallo copula más de una vez al día. “Docenas de veces” fue la respuesta. “Hágame el favor de contarle esto al Presidente” respondió ella. Cuando el señor Coolidge pasó frente al gallinero el encargado cumplió con el pedido, a lo que el Presidente preguntó “¿Siempre con la misma gallina?”.”De ninguna manera, Sr. Presidente, es una diferente cada vez”. El presidente asintió pensativo y luego dijo “Por favor dígale esto a la Sra. Coolidge”13. La anécdota, que muchos encuentran graciosa, ha dado su nombre a un fenómeno muy general, el así llamado “efecto Coolidge”. Este efecto se ha observado en los machos de numerosos mamíferos. En vacunos, por ejemplo, el efecto es tan fuerte que si se cambia la vaca cada vez que el toro reduce la intensidad de la cópula, la respuesta del mismo ante la séptima vaca es tan vivaz como ante la primera. Si a un carnero se le deja copular con una sola oveja, éste no eyacula más de 5 veces, pero si se substituye la hembra cada vez que el carnero deja de copular la tasa de eyaculación es casi la misma con la decimosegunda hembra que con la primera14. La presencia de este efecto en hembras no ha sido establecida, pero si existe debe ser mucho menor. La explicación biológica es sencilla. Para el macho, la fecundidad crece más o menos proporcionalmente al número de parejas sexuales, y no al número de cópulas con la misma hembra, pues una vez que la hembra tiene una alta probabilidad de estar impregnada las siguientes copulaciones con la misma hembra carecen de valor, pero aquéllas con una hembra diferente conservan su valor inicial. Para la hembra las ventajas disminuyen más rápidamente con el número de cópulas. Una vez impregnada la hembra no incrementa su productividad en absoluto por medio de futuras cópulas ya sea con el mismo o con otro macho. Desconozco si existen pruebas confiables del efecto Coolidge en H. Sapiens, pero la reacción humorística de la gente que escucha la anécdota me hace sospechar que la misma toca alguna fibra realista. Es de esperar que el efecto sea más débil en humanos que en vacunos u ovinos por la siguiente razón. La tendencia a cambiar de hembra es extremadamente importante en mamíferos que viven naturalmente en grupos de un solo macho rodeado por muchas hembras. Esto se da en ciervos, elefantes marinos, lobos marinos, y probablemente en los antecesores silvestres del ganado doméstico. En seres humanos es improbable que los grupos familiares hayan sido tan sesgados. Hemos dicho que en machos de mamíferos hay más competencia intrasexual que entre las hembras de la misma especie, y que éstos dedican una mayor parte de sus recursos a la competencia por acceso a las hembras. Aquellos machos que poseen armas más poderosas para la pelea tienen mayores oportunidades de ubicarse al extremo de la distribución de potencialidad masculina que los más débiles. Debido a esta competencia, es común entre mamíferos que los machos desarrollen elaborados aparatos de pelea y mayor tamaño corporal que el óptimo desde el punto de vista de la supervivencia. La desigualdad en tamaño entre machos y hembras de cada especie, da una medida de la diferencia en fuerza selectiva entre ambos sexos. Cuanto más desigual el número de machos y hembras en el grupo reproductor, mayor es la tendencia a que los machos sean de mucho mayor tamaño. Debido a esta correlación, podemos estimar la razón sexual del grupo reproductor característico de la especie examinando el dimorfismo sexual, es decir, la diferencia en tamaño entre los sexos. En H.sapiens el dimorfismo sexual es consistente con la posibilidad de que bajo las condiciones en las que las diferencias presentes evolucionaron los grupos reproductivos estuviese formados por entre una y dos hembras por macho. Este número es en realidad sorprendente por lo bajo, pues en la mayoría de las especies con características fisiológicas similares la razón sexual y el dimorfismo suelen ser mayores15- Cabe preguntarse si este tipo de consideración evolutiva tiene validez en un contexto en que la sexualidad se expresa en interacciones predominantemente no reproductivas. Creo que la respuesta debe ser afirmativa. En mi opinión, la huella del origen biológico se encuentra en el diseño mismo del sistema motivacional, aunque las condiciones presentes no favorezcan las mismas tendencias evolutivas que en el pasado. Un ejemplo similar es el gusto por lo dulce. Aunque existen dudas al respecto, es razonable intuir que la preferencia innata por substancias dulces está originada en que este gusto confiere una ventaja evolutiva en condiciones ecológicas. Las frutas maduras contienen azúcar y son saludables. Sin embargo, las condiciones presentes hacen que muchos individuos lamenten tener esa predilección por lo dulce pues eso los conduce a la obesidad. En vez de dejar de gustar de lo dulce de acuerdo a la conveniencia presente, estos individuos suelen someterse a su sistema motivacional heredado y satisfacerlo con substancias sintéticas que producen la misma sensación sin proveer energía. Pese a que el contexto actual es no alimentario, para entender la preferencia por el sabor dulce debemos referimos a los orígenes de esta sensación. Un ejemplo aún más extremo se observa con los experimentos de autoestimulación cerebral. El mecanismo de las experiencias placenteras implica la actividad de ciertas zonas del cerebro. Es posible insertar en estas zonas del cerebro de un animal experimental un electrodo de modo que el sujeto pueda operar un dispositivo que genera una débil corriente eléctrica. Cuando se ofrece al animal una elección entre un dispositivo que ofrece la fuente natural de satisfacción externa tal como alimento y otro que resulta en estimulación cerebral, el sujeto suele preferir la estimulación cerebral, que provee por así decirlo un atajo para generar placer. El sistema ha evolucionado y sigue teniendo sentido desde la perspectiva de su origen biológico, pero un contexto cambiante puede resultar en expresiones diferentes a las originales. Cosmides y colaboradores16 nos recuerdan que si observamos el pasado de nuestra especie veremos unos pocos miles de años desde el inicio de la agricultura y la complejidad cultural que ésta implica, unos 2 millones de años como cazadores y recolectores en pequeños grupos tribales y familiares en el Pleistoceno, y centenares o miles de millones de años de evolución previa. La maquinaria mental que poseemos se desarrolló y diferenció sobre todo durante el Pleistoceno, recibiendo apenas unos pocos toquecitos bajo las condiciones culturales que reconocemos hoy día. La naturaleza humana existe, y no se ha generado súbitamente en el breve período desde la aparición de la agricultura (menos del 1 % del período transcurrido como cazadores y recolectores). La cultura se construye sobre el rango de posibilidades que ofrece la mentalidad humana sobre la base de su pasado biológico, del mismo modo que los 3.000 lenguajes de la humanidad son variantes del potencial lingüístico que ofrecen nuestros cerebros preparados para una cierta gramática universal. Notemos que esta postura implica entender la mente por el valor adaptativo que tuvieron sus propiedades en el pasado y no por el posible valor adaptativo presente. Estudios recientes en humanos parecen apoyar esta interpretación. Un estudio sobre aspectos de la vida sexual de parejas de estudiantes universitarios demostró que el volumen de las eyaculaciones crece con el tiempo desde la última cópula, el tiempo de separación de la pareja y la proporción de este tiempo que la pareja estuvo fuera de contacto directo17. El incremento observado como función de la proporción de tiempo fuera de contacto es consistente con la hipótesis de que la eyaculación se ajusta a garantizar la certeza de paternidad: cuanto mayor la oportunidad de la hembra de haber copulado con otro macho, mayor la inversión del macho en competencia espermática. El mismo estudio muestra que el patrón temporal de masturbación masculina es consistente con la eliminación de espermatozoides que decaen en competencia, de modo de mantener una reserva de espermatozoides fértiles. En casi todos estos casos la actividad sexual es percibida por los sujetos como desvinculada de la intención de reproducción, pero la huella de nuestra historia biológica se expresa independientemente de la intención consciente de los sujetos. Desde luego, ninguno de los sujetos era consciente de estos ajustes en volumen eyaculado o de los efectos de la masturbación sobre la viabilidad espermática. Interrogados sobre los determinantes de la masturbación, los sujetos responden con factores internos tales como fluctuaciones en excitación, o externos como la observación de una escena estimulante, pero lo más probable es que la responsividad afectiva causada por el sistema biológico subyacente tenga una relación causal con la selectividad sensorial experimentada por el sujeto mismo. Funciones igualmente adaptativas pueden detectarse en la dinámica del orgasmo femenino18. En gran número de casos el mismo ocurre por aloestimulación o autoestimulación posteriormente al coito, y las contracciones que lo acompañan parecen tener un efecto de retención selectiva del semen. Estos estudios son recientes y no pueden ser considerados como establecidos. Los he elegido porque forman parte de una variedad de intentos de interpretar el comportamiento sexual humano sobre la base de las mismas variables que afectan en forma bien establecida el de otras especies. En este punto es relevante hacer algunas consideraciones ideológicas. El tema de la significación de lo biológico para el ser humano ha permanecido como fuente de controversia a lo largo de la historia. Por citar sólo la era post-darwiniana, es una curiosidad interesante que las distintas corrientes ideológicas se han mantenido en posturas opuestas aunque esto a menudo requirió trastocar roles. Los intentos de Darwin de dar explicaciones materiales a los fenómenos humanos fueron recibidos con gran hostilidad por las corrientes filosóficamente conservadoras de su época. Para las iglesias era fundamental mantener el rol privilegiado de la especie elegida por la Divinidad para poseer un alma capaz de dominar el mundo de lo físico. Mientras que los animales podían estar controlados por la carne, el hombre lo estaba por el Espíritu. La izquierda del siglo diecinueve, en cambio, recibió el Darwinismo con entusiasmo, y tanto Marx como Engels apoyaron las explicaciones Darwinianas por ser explicaciones materialistas de lo humano. Percibían que del mismo modo que Galileo y Newton “bajaron a tierra” las leyes celestiales y afirmaron que los principios físicos celestiales también afectaban a los objetos en la Tierra, la teoría de la continuidad biológica entre otras especies y el ser humano permitía explicar la organización social y las interacciones entre seres humanos como el resultado de competencia material y no de la aplicación de una ética inmutable y perfecta establecida por una Deidad convenientemente del lado de la autoridad. Cien años más tarde la controversia sufrió mutaciones interesantes. Pensadores socialmente conservadores adoptaron el modelo histórico darwiniano bajo la absurda premisa de que lo que tiene un origen biológico es inalterable o éticamente preferible. Al mismo tiempo una serie de oponentes de izquierda reaccionaron con idealismo implícito al sostener la noción de que la naturaleza humano o bien no existe o bien es esencialmente libre de lo biológico. Esto fue especialmente notable en la visión de los procesos culturales. Así como Durkheim19 desechaba la importancia de la psicología individual para entender lo social, es común en psicología y psicoanálisis el desechar lo biológico como apenas el substrato remoto donde se forma el fenómeno psíquico humano. Ninguna de estas posiciones resiste el análisis científico. El desarrollo de toda estructura biológica depende de la dotación genética de la especie y del contexto en que este material se expresa. El ser humano tiene una predisposición genética muy específica para una forma muy avanzada de lenguaje, pero nadie aprende chino sin estar expuesto al medio apropiado. La sexualidad humana puede ser vista como un lenguaje. El ser humano trae un bagaje biológico que hace ciertas expresiones sexuales posibles y otras no y que en tanto posibilidades han evolucionado como las de todas las demás especies, pero la expresión concreta de la sexualidad de cada individuo se construye epigenéticamente por inmersión en el medio cultural prevalente. Quizás un ejemplo más ayude a ilustrar este punto. Un problema muy común en el desarrollo ontogenético es el mantenimiento de la simetría corporal a medida que el cuerpo aumenta de tamaño. Sólo embriones y juveniles en buena condición y sin deficiencias genéticas pueden mantener un alto grado de simetría al mismo tiempo que crecen. Esta propiedad general del desarrollo ha sido explotada por las hembras de diversas especies que parecen computar el grado de simetría de los machos que las cortejan de modo de elegir un balance entre tamaño y simetría indicativo de la calidad del cortejante. Esta observación sugirió la posibilidad de que las hembras pueden desarrollar un sentido estético por simetría que actúe más allá de las condiciones en que ésta es significativa. Un estudio reciente puso esto a prueba. Utilizando una especie de pinzones australiano John Swaddle e Innes Cuthill realizaron el siguiente experimento. Dotaron a diversos grupos de machos de anillas de colores en las patas, en varias combinaciones diferentes. Sobre la base de 4 anillas por pájaro, crearon grupos donde las anillas fueran simétricas o asimétricas. Por ejemplo, un grupo tuvo una anilla verde encima de una roja en la pata izquierda y una roja encima de una verde en la derecha, y fue comparado con otros que tenían verde sobre rojo o rojo sobre verde en ambas patas. Al ponerlos enfrente de hembras desconocidas, las hembras prefirieron significativamente a los machos con adornos simétricos, independientemente de cuáles fuesen los colores20. La preferencia estética por simetría parece haber evolucionado con perfecto sentido darwiniano, pero se expresa sorprendentemente frente a estímulos previamente inexistentes. La cultura humana nos expone constantemente a estímulos ausentes durante el desarrollo de nuestra filogenia, y es una cuestión empírica el detectar en qué grado de detalle distintos aspectos de la sexualidad responden al modelo adaptativo. Es cierto que no sabemos el grado de detalle en que la naturaleza biológica limita y define las formas posibles de sexualidad, pero nuestra ignorancia presente puede difícilmente ser invocada como justificación de posturas idealistas de negación. Del mismo modo que la estructura definida de la gramática universal sólo puede conocerse por un programa empírico de investigación, el reino de lo posible en el plano de lo sexual debe ser estudiado y no pre-establecido pontificalmente. Sólo el conocimiento científico de las bases biológicas de la sexualidad permite el rechazo absoluto de errores tan persistentes como las afirmaciones de que el ser humano es el único animal que debe aprender a reconocer o construir su objeto sexual o que es razonable identificar lo femenino como una carencia orgánica o metafórica de algo poseído por el otro sexo. Una cosa es cierta: la discusión ideológica no resolverá el problema. Nadie, por supuesto, está libre de ideología en la selección de la teoría preferida o los datos seleccionados, pero ésta no es la cuestión. La cuestión es que para conseguir progresar en aquella forma del conocimiento compartido que llamamos científico debemos establecer qué tipo de datos podrían llegar a dirimir interpretaciones incompatibles. La biología ofrece una contribución limitada pero importante al tema de la sexualidad humana. Explica qué es el sexo en primer lugar, explica buena parte de las diferencias entre los sexos y sugiere propiedades de nuestra conducta sexual escondidas tanto al observador desarmado de hipótesis como al sujeto sexual mismo. La biología no explica los detalles del impacto intrapsíquico de la generación de las conductas apropiadas, pero muestra cómo el sujeto puede engañarse al tomar su experiencia consciente como explicación última de su propia conducta, aún cuando la experiencia consciente no sea más que una cortina de humo construida para acomodar las respuestas psicológicas ancestrales. He escuchado en algún lado que precisamente lo que la biología no explica es lo que interesa al psicoanálisis. Tengo cierta simpatía por esta posición. La biología nos permite entender la universalidad de lo humano, pero está aún muy lejos de penetrar en los vericuetos de la individualidad y de la significación interna de los fenómenos de la conducta, que son objetivos perfectamente respetables. Sería tan erróneo el imaginar un ser humano despegado e independizado de la biología como el creer que las explicaciones evolutivas filoge- néticas pueden reemplazar a las técnicas introspectivas para entender la dimensión subjetiva y emocional de las conductas. En uno de sus fascinantes diálogos, Mafalda dice “Las hormigas viven hoy exactamente de la misma manera en que vivían hace miles de años, y tan campantes. La humanidad en cambio mucha evolución, mucha técnica, mucha ciencia, y cada vez con más líos”. A lo que Libertad contesta “Es tan cierto eso que acabás de decir que no sirve absolutamente para nada”. Imagino que no faltarán quienes piensen erróneamente como Mafalda que los líos sexuales de la humanidad son nuevos y totalmente diferentes a los de las hormigas, o quienes piensen extendiendo el pensamiento de Libertad que las comparaciones entre la sexualidad de las hormigas y la nuestra serán posibles, pero que las conclusiones posibles son triviales. Me inclino a responder que, al fin y al cabo, aquello que encontramos aceptable como explicación es en un cierto grado una cuestión de gustos, y todo aquél que haya trabajado sobre el problema de la sexualidad sabe que sobre gustos no hay nada escrito.
Bibliografía 1. Una presentación lúcida y accesible de la perspectiva lingüística chomskiana y post- chomskiana es presentada por STEVEN PINKER en su libro THE LANGUAJE INSTINCT. The new science of languaje and mind. The Penguin Press. London 1994 .2. BARKOW, J.H., COSMIDES, L. y TOBY, J. THE ADAPTED MIND.Evolutionary psychology and the generation of culture. Oxford University Press. Oxford, 1992. 3. Uso el término “neurocientífico” como traducción del inglés “neuroscientist” o investigador del campo de la neurociencia, es decir, del estudio de todas las manifestaciones del funcionamiento cerebral. 4. En este punto, como en otros, mis colegas biólogos encontraron algunas simplificaciones urticantes. Me disculpo, pero no escribo en esta ocasión para esa audiencia. 5. Tiempo atrás el costo del sexo no parecía tan serio pues se argumentaba que a lo largo de las generaciones la ventaja de la variabilidad genética acumulada puede ser grande aunque la ventaja instantánea sea pequeña, pero la visión neodarvinista actual se declara insatisfecha con este argumento pues la selección natural actúa sin visión de largo plazo; sólo favorece a los poseedores de ventajas inmediatas. Para explicar el mantenimiento del sexo debemos encontrar fuerzas inmediatas que favorezcan a quienes se reproduzcan de ese modo. 6. Los interesados en una versión formal del argumento pueden referirse al captulo 9 de THE EVOLUTION OF SEX de J. MAYNARD SMITH, Cambridge University Press, 1978. Una explicación verbal más extensa es desarrollada por R. DAWKINS en THE SELFISH GENE, Oxford University Press, 1976. 7. L.D.HURST y W.D. HAMILTON Cytoplasmic fusion and the nature of the sexes. Proceedings of the Royal Society (London). Vol 247, 189- 194. 1992. 8. Del GUINESS BOOK OF RECORDS, citado en AN INTRODUCTION TO BEHAVIOURAL ECOLOGY (KREBS, J.R. & DAVIES, N.B. editores) 3 edición, Blackwell’s, Oxford, 1993). 9. R.A. FISHER publica THE GENETICAL THEORY OF NATURAL SELECTION (Oxford University Press) en 1930, y desde entonces su argumento ha sido repetidamente perfeccionado, pero en esencia se ha mantenido válido. 10. Una exposición más detallada puede encontrarse en M. Smith, op.cit. 11. El cálculo asume que el número promedio de hijos por adulto es el mismo, lo que requiere el mismo número de mujeres y de hombres, para igualar el promedio, 4 = 888/(m+l) = 69/(h+l) 12. TRIVERS,R.L.Parental investment and sexual selection. En SEXUAL SELECTION AND THE DESCENT OF MAN, editado por B. Campbell. Aldine, Chicago, 1972, pp 139- 79. 13. Existen muchas versiones de esta historia. La presente proviene de D. SYMONS, THE EVOLUTION OF HUMAN SEXUALITY, Oxford University Press 1979. 14. D. SYMONS, Op. Cit. 15. T.H. CLUTTON- BROCK y P.H. HARVEY, Primate ecology and social organization, Journal of Zoology, Londres 1977, Vol 183, pp 1-39. 16. En BARKOW, J.H.; COSMIDES, L. y TOOBY, J. Op. Cit. pp 5- 6. 17. BAKER, R.R. y BELLIS, M.A. Human sperm competition: ejaculate adjustment by males and the function of masturbation. Animal Behaviour, 1993. Vol 46, pp 861- 885. 18. BAKER, R.R. y BELLIS, M.A. Human sperm competition: ejaculate manipulation by females and a function for the female orgasm. Animal Behaviour, 1993. Vol 46, pp 887- 909. 19. DURKHEIM, E. The rules of sociological method. Free Press; Glencoe, IL. 1895/1962. Durkheim dice:”...las naturalezas humanas son meramente el material indeterminado que el factor social moldea y transforma. Su contribución consiste exclusivamente en actitudes muy generales, en predisposiciones vagas y consecuentemente plásticas que, por sí mismas, no podrán tomar las formas definidas y complejas que caracterizan a los fenómenos sociales” (pp 105- 106). 20. J.P.SWADDLE & I.C. CUTHILL. Preference for symmetrical males by females zebra finches. Nature 1994, Vol.367, pp 165- 166.
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