ANUARIO DE SEXOLOGÍA
Nº 8. Nov. 2004

ASOCIACIÓN ESTATAL DE
PROFESIONALES DE LA SEXOLOGÍA
– AEPS –

Por causas ajenas a esta editora el Anuario de Sexología no ha sido publicado en los dos últimos años. Pedimos excusas a autores, socios y lectores y confiamos en que reanude su andadura con paso firme, continuando su contribución al progreso de la Sexología.

A.E.P.S. (Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología) -- Apdo. de Correos 102 47080 Valladolid

Telf. y Fax: 983 39 08 92 http://www.aeps.es -- Edición: Felicidad Martínez -- Traducción: Agurtzane Ormaza

Diseño y maquetación: Lluís Palomares -- Imprime: COIMOFF; S.A. -- ISSN: 1137–0963 D. L.: Z-3768–1994

 

ANUARIO DE SEXOLOGÍA

8.

ÍNDICE

MALÓN MARCO, A. Abusos sexuales infantiles: orígenes y contorno de un peligro
SÁEZ SESMA, S. Reflexiones y propuestas de modificación acerca del hecho sexual humano
PÉREZ OPI, E. Ellos, ellas y los celos: Una nueva mirada a un viejo problema
LAMEIRAS, M. El sexismo y sus dos caras: De la hostilidad a la ambivalencia
ARNAIZ KOMPANIETZ, A. Etapas evolutivas del existente corpóreo sexual
MANZANO, M. Sinergismo entre emoción, fantasma (fantasía) e inconsciente sexual

AMEZÚA, E. La línea política de la reforma sexual

Abusos sexuales infantiles: orígenes y contornos de un peligro1

Agustín Malón Marco *

* Pedagogo. Sexólogo. E–Mail: agusmalon@terra.es

 

En las últimas décadas hemos asistido a la emergencia de un nuevo peligro que ha transformado en gran medida nuestra consideración y tratamiento de la infancia, la sexualidad y los riesgos que enlazan ambas realidades. Dicho peligro, propio de nues­tra época, ha sido construido fundamentalmente desde un discurso ideológico y pre­tendidamente científico cuyos orígenes y contornos es preciso rastrear. En este senti­do, el presente artículo cuenta con un doble objetivo. En primer lugar, trata de analizar el contexto social en el que situar los más recientes y destacados orígenes de este nuevo objeto de inquietud; en segundo lugar, pretende señalar lo que en opinión de su autor son los principales rasgos que ha ido adoptando este fenómeno.

En el primer caso, observaremos que el problema de los abusos surge en un entorno social donde diversos movimientos ideológicos, que irían desde la nueva derecha cris­tiana hasta el feminismo antipornografía, coincidirían en señalar la sexualidad como privilegiada fuente de peligro. En ese momento, se elaboraría un irracional discurso sobre los abusos sexuales infantiles que acabaría convirtiéndose en magnífico símbolo del horror que se quería denunciar. En la segunda parte, se defenderá que los promo­tores de esta nueva amenaza, a menudo desde un discutible discurso científico, han construido el fenómeno en torno a tres ejes: la terrible verdad antes escondida, su ine­vitable gravedad y la dramática extensión del mismo.

Palabras clave: sexualidad, abuso sexual infantil, abuso ritual, pedofilia, pornografía, femi­nismo, conservadurismo, victimas, memoria recuperada, peligro, protección a la infancia.

SEXUAL ABUSES ON CHILDREN: ORIGINS AND SHAPES OF A RISK

In the last decades a new a risk has emerged and has transformed to a great extent our understanding and treatment of childhood, sexuality and the risks that link both realities. The mentioned risk, characteristic of our time, has been constructed basi­cally from an ideological discourse, allegedly scientific, whose origins and shapes must be tracked down. In the paper there are two aims concerned with it. First, the paper aims to analyse the social context in order to situate the most recent and nota­ble origins of this new worry. And second, the paper aims to point out the main featu­res that this phenomenon has taken on, in the author's opinion.

In relation to the first aim, the problem of the abuses springs out in a social context where a number of ideological movements, which range from the new Christian right to the anti-pornographic feminism, agree in stating that sexuality is a privilege sour­ce of risk. At this point an irrational discourse concerning sexual abuse on children is lay out on and ends up becoming a magnifying symbol of horror, which was meant to be denounced. Next, it will be defended that the promoters of this new thre­at, often from an arguable scientific discourse, have constructed the phenomenon around three main ideas: the terrible truth hidden up to now, its unavoidable seriousness and its dramatic extent.

Keywords: abuses, sexuality, childhood, risk, ritual abuse, memory of the abuse, feminism, Puritanism.

Al investigar el fenómeno de los abusos se­xuales infantiles, me pareció interesante acer­carme a los mismos no como un daño a preve­nir, un delito a perseguir o un trastorno que curar, sino como un peligro a comprender. De hecho me ha parecido enriquecedor, sin re­chazar otras aproximaciones, entender los abusos a menores como una nueva amenaza propia de nuestra época (Malón, 2001). El fe­nómeno aquí tratado, característico de las últimas décadas del siglo XX, es en gran parte un pro­ducto tanto profesional como ideológico. Lo que pretendo decir con ello es que los trabajos que comenzaron a dar cuenta del mismo y de sus características parecían estar tan unidos a los intereses particulares de algunos grupos profesionales o ser tan acordes con las consig­nas ideológicas de otros que, más que estudiar un problema, parecieron querer convencer a la sociedad de la existencia del mismo y, sobre todo, de su seriedad.

La presente investigación parte de una in­quietud personal por este nuevo peligro que ha emergido con fuerza en las sociedades oc­cidentales en las últimas décadas. El objetivo del texto es perfilar un paisaje donde se dé cuenta de las formas y dimensiones que ha ido adoptando dicho fenómeno. En primer lu­gar, me dedicaré a describir el contexto histó­rico en el que surgió el peligro de los abusos, realidad que se inscribía en un complejo en­tramado social con un denominador común: la nueva percepción del sexo como peligro. En la segunda parte del artículo me centraré más detenidamente en el problema del abuso sexual infantil y el modo en que éste fue confi­gurado por la ciencia.

PRIMERA PARTE

EL MODERNO RESURGIR DEL SEXO COMO PELIGRO

1. ABUSOS Y MORAL SEXUAL

Ha vivido occidente una época donde la transformación de las actitudes hacia la sexua­ lidad ha sido vertiginosa y, muy especialmen­te, deberíamos aclarar, al nivel de los discur­sos y la ley, dado que en la realidad cotidiana las cosas funcionan posiblemente de manera bien distinta. A mediados del siglo XX se inicia sin lugar a dudas una transformación cultural que dará un giro significativo a la moral sexual vigente hasta ese momento. La libertad se­xual, la liberación de las costumbres y de los individuos en esta materia serán signos carac­terísticos de los tiempos. La llamada revolu­ción sexual supondrá, pues, un hito en la historia de las sexualidades occidentales. Ahora, me interesa interrogarme sobre el modo en que pudo influir dicho proceso y las posteriores reacciones en contra en el surgimiento de ese nuevo temor a los abusos.

1.1. La revolución sexual y el aumento de los abusos

David Finkelhor (1984), uno de los más prestigiosos investigadores en el campo del abuso sexual, se planteaba algunas preguntas so­bre el modo en que estos cambios en las acti­tudes hacia la sexualidad habrían podido de algún modo afectar al problema de los abu­sos a menores. Para él no se trataba de que estas transformaciones en la moral sexual contemporánea hubieran creado el problema de los abusos en sí, pero sí habrían podido contribuir agravándolo. Uno de los cambios que sobrevinieron con esa revolución sexual fue, según Finkelhor, la erosión y el debilita­miento de formas tradicionales de control de la sexualidad, llevando a muchas personas a preguntarse qué es lo que está o no está per­mitido en materia de conducta sexual. Si las prohibiciones, dice el autor, sobre las rela­ciones sexuales antes y fuera del matrimonio habían desaparecido prácticamente, ¿no ha­brían de preguntarse algunos si estaban toda­vía en pie las prohibiciones en el sexo con ni­ños? Además la pornografía y su creciente aumento en los años 70 en los Estados Uni­dos podría haber ido explotando y poten­ciando cada vez más la temática de la porno­grafía infantil.

Una segunda transformación relacionada directamente con esa “revolución”, y que afectaría negativamente al problema de los abusos, es la referida a los cambios en las ex­pectativas sobre el sexo. La imagen social que se transmite sobre la vida sexual de las personas y sobre lo que ésta debería ser, añadida a la di­ficultad de que esos deseos sean alcanzables para una gran parte de los individuos, genera­ría una sensación de frustración en los hom­bres que les podría llevar hacia otras opcio­nes más fácilmente accesibles. Una de éstas serían los niños.

Se añade a la anterior, siguiendo con las propuestas de Finkelhor, una tercera variable asociada. Los cambios en el rol y la imagen de la mujer en el campo de las relaciones sexuales. Un papel más activo y más crítico de la mujer en su vida erótica, dejando atrás la sumisión y aceptación acrítica de las directrices de su pa­reja masculina, habría podido llevar a muchos hombres a buscar una pareja menos exigente. La igualdad en las relaciones sexuales entre hom­bre y mujer y la necesidad en el hombre de “cumplir” adecuadamente con su pareja se di­luyen en una relación asimétrica.

Sin embargo, su balance de la relación en­tre los cambios en la moral sexual y los abusos sexuales infantiles no es del todo negativo para la primera. La revolución sexual habría propiciado además un ambiente de mayor transparencia que permitió que la problemática que ella misma habría colaborado en provocar pudiera ser discutida públicamente. De ahí la respuesta de los medios de comunicación, la posibilidad de las víctimas para denunciarlo y la asistencia profesional para ellas.

No sabría decir si lo que afirma Finkelhor sobre la relación entre la llamada revolución sexual y el problema de los abusos sexuales infantiles se produce del modo en que él afirma, pero en lo que sí convengo con él es en que esa relación existe. Algunas de sus ideas me parecen en un principio fundadas y creo de hecho que entender sociológicamente el problema de los abusos sexuales infantiles en nuestra sociedad exige tener muy en cuenta esa transformación, pero sin olvidar, y si cabe con un mayor peso, la contrarreac­ción que ésta provocó, algo que no parece tener en cuenta.

1.2. La contrarreforma sexual y el peligro de los abusos

Prácticamente en el mismo año en que Finkelhor escribe aquel clásico trabajo sobre el problema de los abusos sexuales, publicado en 1984, otro autor se aproxima al fenómeno de la moral sexual de un modo bien distinto. En su análisis de lo que él denomina la esteriliza­ción del concepto de género y su relación con una moderna criminalización del sexo, Money (1985) denuncia lo que a su entender son los signos de un nuevo antisexualismo epidémi­co, particularmente acentuado en una socie­dad como la norteamericana, y que hunde sus raíces históricas en el antisexualismo del puri­tanismo y sus temores de haber sido demasiado permisiva en este sentido.

Lo novedoso, afirma Money, no es la cri­minalización del sexo, que cuenta con una larga historia en el mundo cristiano. Lo nue­vo, nos dice, es que dicha criminalización y antisexualismo son producto de una de–se­xualización del género o, si se quiere, de las identidades de los sujetos. La igualdad sexual se daría en todo excepto en el erotismo. De ahí que hubiera surgido con éxito una nueva idea: la creciente equiparación de toda rela­ción sexual con la violencia por la que los hombres degradan a las mujeres y a los niños. Unos años más tarde, en 1991, Money reto­maba este tema en su conferencia para el 10º Congreso Mundial de Sexología celebrado en Amsterdam donde señalaba que “La industria del abuso sexual se ha desarrollado bajo la in­fluencia de los arquitectos de la contrarrefor­ma sexual y se pone a su servicio como un agente de la contrarreforma” (Money, 1999: 29). La nueva contrarreforma, afirma este au­tor, tiene un particular reflejo en el aumento de las acusaciones, muchas infundadas, por abuso sexual y en la creciente asociación en­tre éste y las acusaciones por satanismo.

A estos dos fenómenos, el del abuso y el satanismo, se sumarían otras consecuencias entre las que me interesa destacar la persecu­ción de la pornografía como supuesto fenó­meno que explota a la mujer y afecta negativa­mente a la infancia; la extensión de las definiciones de violación y abuso sexual hasta extremos insospechados; el aumento de la mayoría de edad sexual de los 16 a los 18 años; y, por último, la apropiación en el cam­po de la clínica de una terminología básica­mente judicial y policial que incluye términos como “víctima, sobreviviente, vejaciones, ofensa, ofender y reincidencia” (Money, 1999: 30). Dicho fenómeno coincidió con el ascenso social y político de una nueva derecha moral.

1.3. El malestar de la sexualidad y la pureza social

Weeks (1993) publicaba también en 1985 un trabajo donde analizaba algunos de los ele­mentos de la sexualidad moderna haciendo especial referencia a lo que señala como un evidente malestar sexual en occidente. En di­cho trabajo, da cuenta precisamente de esas dos fases: una revolución sexual asociada a la permisividad y otra relacionada con los nue­vos conservadurismos marcados por el com­bate contra las consecuencias de esa supuesta li­beración sexual. La aparición de esa nueva derecha moral, afirma Weeks, es precisamente el reflejo de nuestros propios malestares se­xuales. La sexualidad existe en un vacío moral propiciatorio de ambigüedades e incertidum­bres que, a su vez, favorecen la tentación del regreso a nuevos absolutismos; es la crisis de conceptos como el de revolución sexual lo que ha provocado las actuales controversias y dificultades en esta materia.

Según Weeks, la liberación de mediados del siglo XX no fue sino un espejismo. Se de­positaron demasiadas esperanzas en las posi­bilidades sociales de dicha transformación, otorgando a la sexualidad poderes de mejora social que no poseía. La crisis de aquel idea­rio, su caída e incluso rechazo por aquellos que lo defendieron forman parte del moderno desarrollo de los conservadurismos en mate­ria sexual. La referencia a la permisividad de aquellos años, como origen de los males que afectan a las sociedades occidentales en la ac­tualidad, fue un argumento habitual en los discursos conservadores que repetidamente han señalado su fracaso y los desastres que ha ge­nerado: la descomposición del mundo moder­no, la crisis de la familia, el aislamiento del in­dividuo y el colapso moral en todos los aspectos, a lo cual habría que sumar fenóme­nos como el aumento de las enfermedades de transmisión sexual, en especial el problema del SIDA. El sexo y su descarrilamiento de los sesenta fue concebido y presentado como el chivo expiatorio responsable de la sensación de crisis vivida a partir de los setenta. La políti­ca sexual pasó a un primer plano, ya fuera por las demandas por parte de movimientos sociales como homosexuales o feministas o por la de los nuevos grupos conservadores, que aprove­charon esta oportunidad para reinstaurar la tradicional visión de la sexualidad como peli­gro y amenaza.

A pesar de que gran parte de la población apoyaba en general una actitud más tolerante hacia temas como la homosexualidad o el aborto, el discurso de la derecha moral caló en las sociedad norteamericana e inglesa con el triunfo de los conservadores en las eleccio­nes de finales de los setenta en ambos países. Reagan en Estados Unidos y Thatcher en In­glaterra fueron los resultados políticos de es­tos movimientos conservadores fuertemente asociados a los grupos cristianos evangélicos (Weeks, 1993; Cañeque, 1988). La derecha se apropió de los llamados temas sociales, aso­ciados a la familia y la sexualidad, como objeto de su discurso político que favoreció la visión de la anarquía sexual como el primer escalón de la anarquía social. La sexualidad fue vista como fuente y reflejo del desorden moral. Familia y religión fueron los dos ejes en torno a los cuales se estructuró el discurso de la nueva derecha moral. De ahí que muchas mujeres, partícipes de un modelo familiar tradicional, se identificaran con las ideas defendidas por

aquélla e hicieran propios los temores que las acompañaban.

Los distintos grupos que componían esta derecha moral, entre los que destaca Jerry Fallwell y su “Mayoría moral”, coincidieron en su lucha contra tres elementos: el aborto, los homosexuales y la pornografía, considerados signos de la decadencia en Estados Unidos. Su estrategia planteaba objetivos de tipo moral orientados a fortalecer la familia nuclear, los roles sexuales diferenciados y la acción social dirigida por Dios, la Iglesia, la Biblia y la fami­lia. Los temas sociales hicieron coincidir a la derecha política y cristiana, que capitalizará un discurso donde la Biblia y Dios permanecen en un continuo combate contra las fuerzas satánicas: “Hemos dejado que las fuerzas de Satán gobier­nen nuestra nación y controlen nuestro desti­no.” (Citado en Cañeque, 1988: 116).

Ya en 1977, el Congreso de los Estados Unidos había considerado con especial aten­ción el tema de la pornografía infantil como problema de interés y preocupación social, respondiendo a los discursos que alertaban de la existencia de una terrible explotación sexual infantil en todo el país. Las cifras aportadas eran a todas luces exageradas y además se de­nunciaba que el incesto había aumentado por culpa de la pornografía infantil, algo que Fin­kelhor, como ya hemos visto, también sugeri­ría en 1984. Los medios no criticaron ninguna de estas afirmaciones, que no contaban con nin­guna base y que tendrían el apoyo de ciertos grupos feministas. Cuando el Congreso o el FBI se decidieron a investigar al detalle el su­puesto drama de la pornografía infantil, se en­contraron con que apenas había evidencias de su existencia. A pesar de ello, a partir de 1980 los medios de comunicación, la policía y otros grupos sociales combativos siguieron denun­ciando la existencia de una extensa red de pornografía infantil cuya existencia nunca pudo ser demostrada.

En ese mismo periodo, señalan Nathan y Snedeker (2001), se produce un gran desarrollo de la investigación sociológica sobre el abuso sexual que, ampliando el término de abuso hasta extremos ridículos, incidiría en la exis­tencia de una inmensa cantidad de menores víctimas de abusos y señalaría las terribles consecuencias que tienen estas experiencias. Entre estos autores destacarían Finkelhor o Russell, quien afirmaría que el 54% de las mujeres habían sufrido abusos sexuales.

Es, pues, en este ambiente político y social donde emerge esa creciente inquietud por los abusos. No obstante, Finkelhor (1984) apenas hace referencia a este contexto en su análisis del proceso histórico aquí analizado. En su lugar, este autor nos remite a dos grandes movi­mientos sociales que situaba en el origen del surgimiento de la concienciación social por los abusos. Cada uno de esos dos grandes gru­pos sociales habrían propuesto y favorecido sendas perspectivas de comprensión y abor­daje del problema. Por un lado, estarían los grupos e instituciones interesadas en el cam­po de la protección infantil. El problema del maltrato infantil ya estaba reconocido y la idea de una infancia en peligro fue sin duda central en el éxito del abuso sexual, pero no trataré este punto en el presente artículo. Por otro lado, hebra que sí seguiré aquí, estaría parte del feminismo. Desde esta perspectiva femi­nista, dirá Finkelhor, el problema del abuso sexual se sitúa más allá del problema del mal­trato infantil; según ella, habrá de ser entendido inserto en la desventajosa situación de la mu­jer y la infancia en nuestras sociedades patriar­cales y en el modelo de socialización masculi­na que éstas implican.

2. EL SEXO Y SUS VÍCTIMAS

La sexualidad, y los intensos cambios so­ciales a ella asociados, era pues vista cada vez más como fuente de peligro y con menor fre­cuencia como posibilidad para el placer y la felicidad. En 1986 y en Estados Unidos dos no­ticias destacaron en este sentido. La llamada Comisión Meese, promovida por Reagan, esta­blecía que la pornografía es causante de la vio­lencia contra las mujeres y sugería la necesi­dad de prohibirla. Por otro lado, el Tribunal Supremo de ese país consideraba que la sodo-

mía y el sexo oral eran delitos que podían ser perseguidos legalmente. La sexualidad y lo que suponía de desorden cuando supuesta­mente era liberada de toda cadena moral fue­ron objeto de una campaña en la que, curiosa­mente, los grupos conservadores no estuvieron solos. La alianza más insospechada tuvo lugar entre los conservadores y ciertos grupos femi­nistas. Fue precisamente el sexo y su poder victimizador lo que enlazó estas dos perspecti­vas sociales, inicialmente contrarias, como aliados en una misma batalla: la lucha contra la pornografía. No es que las mujeres defenso­ras de un modelo tradicional y conservador se identificaran con la liberación propuesta por el movimiento feminista. Lo que sucedió es que ambas perspectivas coincidieron en mu­chos aspectos de sus reivindicaciones. Y al fi­nal en ambos casos eran otra vez las mujeres, y los niños, las víctimas del sexo.

2.1. Feminismo y pornografía

A partir de los años setenta triunfó dentro del movimiento feminista una perspectiva ideo­lógica que comenzó a percibir el sexo como origen del peligro y, en definitiva, como refle­jo de la histórica dominación masculina sobre la mujer. La pornografía fue así situada como el paradigma de la sociedad patriarcal y de la concepción de la mujer como objeto a explo­tar; en este caso como objeto sexual. Según Osborne (1989), la historia del movimiento fe­minista antipornográfico se remonta a la revo­lución sexual, tras la que se produjo una tal vez inesperada proliferación de la denomina­da pornografía dura, contra la que surgieron tendencias cuyos objetivos eran básicamente los mismos del movimiento feminista en ge­neral, pero eligiendo la pornografía como ob­jeto de sus ataques por razones “tácticas”. La ideología de la dominación masculina sobre la mujer se reflejaba en los modelos que mostra­ba la pornografía. Sin embargo, ese argumen­to no bastaba. Temerosas de ser acusadas de puritanas, las feministas antipornografía se vieron obligadas a utilizar un tipo de discurso particular. Por una lógica contaminadora im­ perante en nuestra sociedad fue posible sus­tentar ese combate en razones de peso que afectaran bien a la sociedad en general como víctima abstracta de la pornografía, o bien a sus individuos como víctimas concretas.

La pornografía fue asociada a la agresión en general y muy especialmente a las agresio­nes sexuales. “De ahí la consideración de que las mujeres son las principales víctimas de la pornografía (dura), pero no en un sentido simbólico sino real, en virtud de esa aparente conexión” (Osborne, 1989: 33). El lema “la pornografía es la teoría y la violación es la práctica” venía a reflejar la clave de este dis­curso. La pornografía, además de degradar a las mujeres en general e impedir la igualdad social, generaría violencia contra las mujeres en una relación causal directa y unívoca. De este modo, como indica Osborne, las feminis­tas lograron, por un lado, evitar ser relaciona­das con grupos moralistas y puritanos y, por otro, evitar el conflicto con la libertad de ex­presión. No se condenaba la pornografía por­que sí; se condenaba porque era mala y tenía efectos nocivos. Al parecer, no lograron ni una cosa ni otra. La lucha contra la pornogra­fía abanderó gran parte del discurso feminista en los ochenta. De manos del llamado femi­nismo cultural, el combate contra la pornogra­fía no hizo sino reflejar un combate más am­plio contra la sexualidad y en definitiva contra todo lo masculino.

Sin duda, el eje central del feminismo cul­tural es que plantea radicalmente la separa­ción de lo femenino y lo masculino, localizan­do en el primero, en las mujeres, las cualidades o virtudes necesarias para un ver­dadero cambio social más allá de cuestiones estructurales; ello lleva incluso a combatir posturas de izquierdas como un reflejo más de la opresión masculina y a plantear la posi­bilidad de reconciliarse con modelos tradicio­nalmente criticados como el capitalismo, la re­presión sexual o el determinismo biológico. El problema no estaría en cómo se han construido culturalmente hombres y mujeres, sino en la propia naturaleza de ambos sexos que no de-

pende de la cultura sino de la biología. Es el reflejo de una confianza absoluta en la supe­rioridad moral de las mujeres que convierte la lu­cha individual en lucha política, el comporta­miento particular en combate social.

Según Echols (1989) el paso del feminismo radical al feminismo cultural se produjo básica­mente en el terreno de la sexualidad; o, mejor di­cho, deberíamos buscar en los debates sobre el sexo la razón de esa escisión que se produce dentro del feminismo y, más concretamente, en la relación entre feminismo y lesbianismo. El lesbianismo, debido a la postura de algunos sectores del movimiento que localizaban en lo sexual el origen de la opresión femenina, no pudo presentar sus comportamientos como opciones sexuales, sino como opciones políti­cas que implicaban el alejamiento de los mun­dos femenino y masculino; al presentar el les­bianismo como “la medida real del compromiso con el feminismo” (Echols, 1989: 91) se produ­jo el evidente alejamiento de las feministas he­terosexuales. Este enfoque del lesbianismo se­paratista era demasiado radical para dejar de ser minoritario, pero con su evolución hacia el fe­minismo cultural donde no se rechaza a los hombres sino los valores masculinos, resultó más atractivo para más personas. En este con­texto, no es de extrañar que la violación fuera también vista como un reflejo de esa violencia masculina propia de todos los hombres y, lo que es más curioso, que progresivamente toda relación heterosexual fuera equiparada a una violación: el coito consentido no era sino un eufemismo de ésta.

2.2. El sexo como agresión

Desde los años sesenta se había ido confi­gurando dentro del feminismo una perspecti­va tendente a la crítica de la heterosexualidad que comienza a ser vista como un reflejo más de la dominación masculina impuesta a las mujeres. Es por medio de la sexualidad, afir­mará este creciente discurso, como el hombre impone el orden patriarcal: “Es a través de la sexualidad como el varón ejerce su poder so­bre la mujer; lejos de reducirse a una función natural, el sexo aparece como el efecto y el instrumento del poder falocrático, como un punto de inflexión en las relaciones de domi­nio que los hombres establecen con las muje­res.” (Lipovetsky, 2000: 61).

Coincidiendo con el inicio de estas teorías, se produce el despegue de las denuncias contra la violencia sexual, destacándose por parte del llamado feminismo radical la importancia que estas agresiones sexuales, en sus múltiples formas, tienen para el mantenimiento de esa dominación masculina sobre la mujer. Señala Osborne (1993) cómo se fueron configurando nuevas figuras como los malos tratos o el acoso sexual y se produce un significativo desplie­gue de instituciones, leyes y mecanismos so­ciales para la denuncia e intervención en estos hechos. No obstante, al señalarse con tanto ahínco y exclusividad la faceta más dramática de las relaciones entre hombres y mujeres, se favorece igualmente la sensación de que en dicha violencia se basaba la dominación mas­culina, y se fueron olvidando otros elementos estructurales posiblemente de mayor impor­tancia estratégica.

Transcurridos ya los primeros años ochenta se inicia, en consonancia con la obsesión victi­mista, la tendencia a ampliar el concepto de violación hasta extremos nunca vistos, aten­diendo sobre todo a la llamada «date rape» o violación entre íntimos. El error, se dirá, es pensar que la violación se produce por parte de desconocidos de la víctima que la asaltan valiéndose de la oscuridad y la sorpresa; la mayor parte de las violaciones se producen entre personas conocidas. Lo curioso, no obs­tante, es que la violación ya ni siquiera se defi­nirá necesariamente por el uso de la violencia física, sino que la mera coerción e insistencia verbal, la presión o la manipulación psicológi­ca, serán elementos válidos a la hora de defi­nir qué es y qué no es violación. La exagera­ción mediante el uso de las cifras lleva a concluir que una de cada cuatro estudiantes habrían sido violadas, si bien en la mayoría de los casos lo habrían sido sin ellas saberlo y en un porcentaje significativo la víctima habría segui-

do teniendo relaciones con el agresor. La defi­nición de la agresión sexual llega al absurdo y su sentido tiene lugar en esa definición de lo masculino mediante rasgos negativos y en el sexo como el reflejo más afilado de dicha maldad (Lipovetsky, 2000).

En esta misma lógica, característica de una parte del feminismo estadounidense, se ins­criben dos significativos e ilustrativos fenóme­nos de ese nuevo peligro de los abusos sexua­les que venimos analizando en este trabajo. Por una parte, el pánico de los abusos ritua­les, que emergió a principios de los años ochenta y que podemos ver como el respon­sable de que los abusos sexuales pasaran a ocupar un lugar preferente en la atención de la sociedad y, lo que es más inquietante, de los investigadores y de los servicios de protec­ción a la infancia. Por otra, como heredero de aquel otro, el movimiento terapéutico de la memoria recuperada emergente en los ini­cios de los años 90 en Estados Unidos. Ambas realidades pueden tal vez ser vistas como cari­caturas o derivas de ese nuevo peligro social que fueron los abusos sexuales infantiles. No creo que se trate sencillamente de eso, sino que más bien han de ser vistas como el lega­do del que nosotros somos herederos direc­tos. Pero aun siendo así, como cualquier cari­catura, en sus trazos podremos observar algunos de los rasgos más destacados del peli­gro de los abusos tal y como nosotros lo per­cibimos en la actualidad.

3. ESTADOS UNIDOS: DEL ABUSO RITUAL A LA MEMORIA DEL ABUSO

Durante la década de los 70 se había desa­rrollado en los Estados Unidos un renovado interés político, profesional y social por el problema del maltrato infantil, sobre todo en lo que tenía que ver con el maltrato físico. Poco después, a lo largo de la década de los ochenta, coincidiendo con el fenómeno social que he descrito en páginas anteriores, se su­maría al carro el peligro de los abusos sexua­les, que iría alcanzando cada vez mayores co­tas de popularidad e interés profesional hasta copar buena parte de la atención de institu­ciones, profesionales e investigadores. Lo sor­prendente de este proceso es que esa renovada obsesión por el abuso sexual a menores tuvo su origen, o al menos un perfecto detonante, en el pánico del «abuso ritual». Desarrollaré a continuación dos fenómenos íntimamente unidos de tal forma que, en definitiva, habla­ríamos de una misma realidad social. Ambos ilustran con esperpéntico detalle la moderna conexión entre infancia, sexualidad y peligro.2

3.1. Los abusos rituales

 

3.1.1 Estados Unidos, el demonio y el abuso

A lo largo de los años ochenta, tras la revo­lución sexual, las transformaciones de la épo­ca y las ansiedades sociales generadas, se aca­baría definiendo un nuevo modelo de villano social: el abusador satánico. Dicho fenómeno, que vamos a denominar en términos genéri­cos como abuso ritual, respondería a factores difíciles de establecer, pero en su génesis in­fluyeron activamente los nuevos movimientos cristianos fundamentalistas, feministas, profe­sionales responsables de la protección infan­til, abogados, fiscales y policías.

Ya desde los 60 del S. XX, se desarrolló en los Estados Unidos una cultura del satanismo que se reflejaba por ejemplo en la abundancia de películas sobre el tema —como El Exorcis­ta. Algunos estudios indicaban que un amplio porcentaje de la población creía en Satán y ese número fue creciendo en las siguientes décadas. En ese mismo contexto se sitúa la desproporcionada paranoia social contra las sectas, muchas surgidas a partir de la contra­cultura de los 60, a las que se acusaba de un sin fin de atrocidades —muchas relacionadas con lo sexual— y en especial del “lavado de cerebros” de los inocentes jóvenes que eran sus víctimas. Esta teoría del lavado de cerebro fue a menudo utilizada para justificar todo tipo de atropellos como los secuestros de los adeptos a la secta o los tratamientos de des-programación. Todo grupo calificado de “Cul­to” (Cult) fue rápidamente demonizado y ata-

cado a pesar de que no se demostrara que hubiera participado en ningún acto criminal. Algunos de estos grupos se calificaban a sí mismos de satanistas o brujos. El temor se lo­calizaba sobre todo en los jóvenes que se in­ternaban en este mundo y a menudo algunos ac­tos cometidos por éstos eran exagerados, convirtiendo en un culto satánico organizado lo que sólo era un juego.

A partir de 1970, según Nathan y Snede­ker, empezaron a aflorar a lo largo de los Esta­dos Unidos una serie de rumores que alerta­ban de la amenaza a la que estaban sometidos los jovenes americanos: asesinos psicópatas, se­cuestradores, ocultistas, pornógrafos y abusa­dores. Los rumores, sin ninguna base o funda­dos en groseras exageraciones de hechos reales, recibieron la atención acrítica de los media, políticos, feministas, psicoterapeutas y profesionales de la protección infantil. En 1980 el gobierno republicano promovería lí­neas de investigación sobre la pornografía y los abusos sexuales que no harían sino encender más estos pánicos. Poco a poco se fue exten­diendo la idea de un aumento en el número de hombres que se dedicaban a abusar de me­nores y se comenzó a hablar de “ring sex” para describir grupos organizados de pederas­tas que prácticamente se enviaban a los niños de un lado a otro del país para abusar de ellos y hacer pornografía.

Ya en 1980, se iniciaron los rumores de abusos satánicos promovidos por grupos cristianos que hablaban de asesinos satáni­cos, ejecutivos diabólicos o grupos de rock que enviaban mensajes encriptados en sus canciones, que no cuajaron del todo en la clase media norteamericana. Ésta, sin embar­go, sí que entró a dar crédito a otros rumo­res crecientes como el de extrañas abduccio­nes de niños, redes de pornografía infantil o grupos satánicos en centros infantiles; rumores provenientes igualmente de grupos conser­vadores. A ellos se sumarían sin ningún pu­dor las feministas y los grupos antipornogra­fía. Todo ello conduciría al pánico del abuso ritual de los años 80.

 

3.1.2. El abuso ritual

En ese contexto social donde la sexuali­dad había comenzado a verse como una fuen­te de peligro relacionada con el abuso, la agresión, la masculinidad y el diablo, fue don­de surgieron a principios de los años ochenta al­gunos casos particularmente sonados y esper­pénticos que más tarde serían vistos como los primeros signos de una oleada de denuncias por abusos sexuales rituales a lo largo de todo el país. Según Nathan y Snedeker, los primeros casos como el de Mary Ann Barbour o el del colegio McMartin provenían o se ori­ginaron en mujeres con evidentes signos de perturbación mental, a pesar de lo cual am­bos fueron luego aceptados como válidos por parte de profesionales supuestamente prepa­rados. Sin embargo, a partir de aquellos casos y, en especial, del McMartin, un gran número de casos comenzaron a emerger en todo el país. En todos ellos tanto los acusados como sus víctimas y familiares pertenecían a grupos so­ciales de clase media–baja y trabajadora; con frecuencia, aunque no siempre, se trataba de personas de dudosa moralidad según los cri­terios morales imperantes, lo cual incremen­taba la sospecha.

En algunos, la sospecha surgía sin ninguna base. En otros, se trataba de denuncias por abuso sexual que habían surgido en disputas familiares o por casos de pedofilia más o me­nos fundados, pero que acabaron convirtién­dose en investigaciones de supuestos abusos rituales satánicos y que incluían todo tipo de atrocidades. A comienzos de 1985, había cua­tro juicios abiertos por supuestos círculos de abusos sexuales en el condado de Kern y un total de ocho descubiertos en un territorio de 130.000 habitantes. Cientos de casos surgie­ron por todo el país en pocos años. La infor­mación sobre el abuso ritual comenzó a ex­tenderse como un reguero de pólvora por entre todas las fuerzas del orden. A todo el país fueron llegando circulares y materiales re­lacionados con los abusos rituales, su detec­ción y su persecución policial. La idea de una inmensa red de abusadores relacionados con

las drogas o la pornografía infantil comenzó a implantarse de forma generalizada entre los profesionales de la justicia, la policía o los ser­vicios sociales. Cualquier niño podía ser vícti­ma de abuso.

Todos estos casos se caracterizaban, entre otras cosas, por la ausencia total de pruebas fí­sicas de las atrocidades denunciadas. Con fre­cuencia, los niños negaban los hechos en un principio y era tras las entrevistas con la poli­cía, abogados, trabajadores sociales o terapeu­tas, cuando los niños comenzaban a narrar sus historias, que acabaron siendo la única prue­ba. Cualquier gesto, palabra, comportamiento, temor, podía ser indicio de abuso; desde una pequeña erupción en los genitales hasta un juego de apariencias eróticas. Se repartieron formularios donde se señalaban palabras que, dichas por un niño, podían indicar abuso ri­tual —“naked”, “hitting”, “airplane” u “oran­ge” eran algunas de ellas—; así como conductas que podían igualmente llevar a sospechar el abuso —chuparse el dedo, pesadillas, miedos nocturnos, miedos a los monstruos, la sangre o la oscuridad.

Los niños solían ser de corta edad y ape­nas tenían capacidad para entender y explicar lo que realmente había pasado. El tipo de he­chos narrados y las personas señaladas como responsables resultaban a todas luces increí­bles e irracionales: desde actos de canibalismo, orgías, todo tipo de relaciones sexuales, zoofi­lia, invocaciones al diablo, canciones y rituales satánicos, traslados de las víctimas en avión a otras ciudades para que otros grupos de abu­sadores se aprovecharan de ellos, ingestión de he­ces y orina, sacrificios de niños, etc. Por otra parte, cualquier persona podía ser señalada. El ca­jero de un banco donde acudía el niño, la tendera de una frutería, un agente de policía, un político destacado, actores famosos —como Chuck Norris— e incluso alguno de los terapeutas que llevaban los casos, aunque en esas ocasio­nes no se daba crédito a los niños.

La ausencia de evidencias convencionales llevó a que fueran las palabras de acusados y acusadores, obtenidas mediante la sugestión y la coerción, o bien las más ambiguas conduc­tas de los implicados, las que fueron utilizadas para demostrar los supuestos abusos rituales. Los fiscales —incluida Janet Reno, que llegó a ocupar un alto cargo judicial con Clinton—, aprobaron el uso de sospechosos métodos para la obtención de declaraciones de los acu­sados —hipnosis e imaginación guiada—, además de utilizar con frecuencia los prejui­cios sexuales de la sociedad norteamericana contra los sospechosos —acusándolos de pro­miscuidad, homosexualidad, libertinaje, etc. La justicia, presionada por movimientos sociales, como los promovidos por algunas feministas implicadas en una fanática lucha contra las agresiones sexuales, aceptó como válidos mé­todos probatorios nunca antes permitidos: grabaciones en vídeo de evaluaciones explora­torias, declaraciones en vídeo, pruebas psico­lógicas —dibujos, tests, juegos con muñecos, etc. La emoción y las pretensiones de comba­te ideológico se antepusieron a la razón y la justicia en los procesos penales; la supuesta inocencia indiscutible de los niños es un buen ejemplo de ello. A menudo los propios niños, que callaban o no decían nada de abuso, fue­ron silenciados por los acusadores en su pro­pio bien, o sus palabras fueron reinventadas y re­creadas a través de los métodos más sofisticados o burdos. El discurso de la diso­ciación —propio del movimiento de recupe­ración— fue el último exponente que permi­tía justificar el silencio de las víctimas; el supuesto PTSD,3 constituyó el último filón al que sumarse para combatir la violencia mas­culina, ya que la propia enfermedad llevaba implícita una crítica de ésta.

Las pruebas médicas de supuestos exper­tos en la detección forense del abuso estaban basadas en teorías sin ningún fundamento científico sobre las señales que la penetración dejaba en el ano o la vagina de los niños. Los genitales de los pequeños fueron convirtién­dose en un obsesivo objeto de atención. Estas teorías de los profesionales que investigaban los casos fueron más tarde desacreditadas por numerosas investigaciones.

Los acusados raramente confesaban y, en los raros casos que lo hicieron, fue tras un sospechoso tratamiento terapéutico o bajo la presión de fiscales y abogados con el fin de evitar una condena mayor. No obstante, mu­chas de las acusaciones llegaron a juicio, gene­raron investigaciones multimillonarias —in­cluso con grandes excavaciones buscando túneles utilizados por los miembros de los grupos satánicos o cementerios donde tiraban los restos de los cuerpos de niños o animales sacrificados— y no se encontró ninguna prueba. Algunos juicios duraron varios años y, aunque en muchos de ellos los acusados fueron final­mente liberados —tras pasar varios años en la cárcel—, otros muchos siguieron en prisión muchos años. Algunos todavía seguían en 1995 cuando Nathan y Snedeker sacaron su investigación. Algunas condenas fueron de cientos de años.

3.1.3. La industria del abuso sexual

Alrededor de este fenómeno se formó lo que Nathan y Snedeker (2001) o Money (1999) han denominado la industria del abu­so ritual, formada por profesionales y profa­nos de diversas instituciones y organizaciones encargadas de promover la verdad de los abusos rituales, además de formar a todos los profe­sionales del país para su detección y persecu­ción penal. Esta campaña fue en gran medida financiada por el Estado a través de millona­rias subvenciones a los organismos dedicados a la protección infantil y que sufragaban la in­vestigación y los programas de intervención. El gobierno colaboró claramente en fomentar la creencia en la verdad del abuso a través de grupos de investigación que explícitamente tenían la finalidad de acabar con el escepticis­mo. Conferencias, encuentros, seminarios, li­bros, investigaciones, folletos, etc. fueron los medios utilizados para hacer llegar a los profe­sionales la verdad del abuso ritual.

Cualquier atisbo de escepticismo ante es­tos discursos fue eficazmente neutralizado por un organizado sistema profesional encar­gado de llevar adelante las teorías del abuso ritual. Sus principales representantes ocupa­ban importantes cargos en organismos públi­cos y organizaciones profesionales o grupos de presión relacionados con la protección de la infancia. El abuso sexual, gracias a los miembros de estas organizaciones, pasó a las primeras planas de las revistas y los progra­mas de televisión. Otras organizaciones sociales y profesionales fueron sensibilizadas. Un nuevo lenguaje fue creado a su alrededor para po­der hablar con apariencia científica sobre lo que era fantasioso, para poder hacer creíble lo increíble. Estos grupos y profesionales se encargaron de combatir lo que ellos conside­raban un insoportable escepticismo de la so­ciedad ante los abusos —como con el holo­causto judío— y que impedía que éstos salieran a la luz. Entre los activistas contra el abuso, sobre todo del feminismo, se empezó a desarrollar la idea de que había que contar la verdad del abuso y que la intervención en un caso de abuso buscaba fundamentalmente que la víctima se sincerara y contara pública­mente lo ocurrido.

En general, el escepticismo ante este tipo de procesos y los métodos utilizados en las in­vestigaciones y los juicios, brilló por su ausencia. Más bien existió un ambiente de credulidad o de indiferencia generalizada ante lo que esta­ba sucediendo. Aquellos que levantaron la voz eran personas u organizaciones que apenas tuvieron poder para ser siquiera escuchados. Lo curioso es que a menudo las protestas más in­tensas provenían de grupos conservadores y de la derecha cristiana. Algunos autores, clara­mente favorables a esa ideología, criticaron con furia la actuación de las autoridades ante los casos por abuso sexual y en general la for­ma en que se estaba invadiendo la privacidad de la familia. Sus argumentos eran lógicamen­te los de proteger esta institución y atacar a las feministas que en su opinión eran las prin­cipales responsables de lo allí sucedido. Tam­bién hubo autores, que provenían de la iz­quierda y que eran acérrimos defensores de la libertad de expresión, que criticaban en gene­ral todo el sistema de protección infantil, o algún

médico e investigador que cuestionaba públi­camente la validez de los indicios físicos utili­zados para demostrar el abuso sexual.

No obstante, la prensa y los medios de co­municación en general apoyaron el discurso de la paranoia, y aquellos periodistas que lo cuestionaron fueron a menudo apartados de los casos o cuestionados en su profesionali­dad. Mucho peor les fue a los profesionales de la salud mental, que vieron a menudo amenazado su trabajo, sus investigaciones, sus subvenciones e incluso su propia integri­dad física por criticar la paranoia del abuso ritual. En concreto, fue una asociación financiada con fondos públicos la que utilizo múltiples estrategias para desacreditar a los profesionales que públicamente o en los juicios testificaban en contra de los procedimientos utilizados en estos casos. Estos profesionales eran presen­tados como personas que testificaban por el bienestar de los agresores y se difundían ma­teriales con orientaciones sobre cómo res­ponder a sus argumentos e incluso desmon­tar sus críticas si declaraban como expertos en algún juicio.

No obstante con el tiempo aumentaron y arreciaron las críticas contra este tipo de de­nuncias, los métodos de investigación utilizados, las pruebas existentes —o inexistentes—, los jui­cios y las sentencias. Los políticos y respon­sables públicos tomaron cartas en el asunto para evitar este tipo de atrocidades. Los in­vestigadores comenzaron a cuestionar todos los métodos de indagación y tratamiento utilizados. Las sentencias fueron apeladas y se fue con­siguiendo que los acusados salieran a la ca­lle. A pesar de ello, estos despropósitos y su desmoronamiento no lograron generar un nuevo debate sobre la verdadera protección de la infancia. Muchos de los que fueron principales promotores de este nuevo peli­gro siguieron ocupando importantes cargos en organismos públicos.

Es verdad que los activistas del movi­miento tuvieron que moderar su lenguaje pero, según Nathan y Snedeker, sólo se pro­dujo una especie de lavado de cara donde se pulieron los aspectos que podían resultar más sórdidos e inverosímiles —como la refe­rencia a Satán— para así salvar, por un lado, la imagen de muchos terapeutas que habían apoyado ese irracional mensaje y, por otro, mantener la idea que se había implantado so­bre el abuso sexual en el ámbito de la protec­ción de menores. De algún modo, era preci­so crear un nuevo demonio más razonable que, además, sirviera para expresar a través de la inocente voz de los niños las quejas de las mujeres sobre la violencia sexual masculina. La línea fue transformar el concepto y la lógica del abuso ritual satánico en un “abuso sádico” que hablaba de multiperpretadores, círculos sexuales multidimensionales o multivictimi­zación y asociaba el fenómeno a los asesinos en serie y similares. Esto sucedía en torno a los años 90, momento en que emergía con fuerza otro fenómeno terapéutico heredero de éste y que contaba a menudo con los mis­mos representantes.

3.2. El «Movimiento de la memoria recuperada»

Ensayistas estadounidenses como Wendy Kaminer (2001) o Robert Hughes (1994) han hablado en sus trabajos de lo que éste último ha denominado «La cultura de la queja», en re­ferencia a determinados fenómenos sociales que transformaron la realidad social y política de aquel país en los finales de los ochenta y principios de los noventa y en los que la refe­rencia a la victimización fue un recurso cada vez más utilizado en todo conflicto público o individual. Floreció entonces esa cultura don­de el “omnipresente recurso al victimismo culmina la tradicionalmente tan apreciada cultura americana de la terapéutica. Parecer fuerte puede ocultar simplemente un tambaleante andamiaje de «negación de la evidencia», mientras que ser vulnerable es ser invencible. La queja te da poder, aunque ese poder no vaya más allá del soborno emocional o de la creación de inéditos niveles de culpabilidad social. Declárate inocente, y te la ganas.” (Hughes, 1994: 19).

Este movimiento terapéutico, firmemente unido a todo el fenómeno de la “autoayuda”, era denunciado por Kaminer debido a su ca­rácter esencialmente irracional que “busca la verdad en la revelación en vez de hacerlo en la discusión; prefiere incrementar la autoesti­ma del individuo a poner en duda sus ideas, y juzga las verdades sujetas a discusión en parte se­gún sea el grado de pasión con que se expongan y en parte por su supuesto efecto terapéutico. Las creencias verdaderas son las que «curan»” (Kaminer, 2001: 228). Sus comentarios están repletos de continuas referencias al explosivo surgimiento del problema de los abusos se­xuales infantiles, que en este caso no seguía sino la estela del fenómeno del abuso ritual. Citando a la propia autora, “uno de los lega­dos más destructivos de la terapia de recupe­ración ha sido la práctica santificación de los testimonios de quienes dicen haber sido so­metidos a abusos” (Kaminer, 2001: 230).

Parece pues que en ese proceso, del que ya he hablado, por el que lo sexual fue cre­cientemente tratado desde el referente de la victimización, los abusos sexuales infantiles y en especial el incesto pasaron a ocupar un lu­gar destacado gracias también a este movi­miento terapéutico. Los abusos junto a la por­nografía, los ritos satánicos y en ocasiones los extraterrestres, se enredaban en una misma maraña de paranoia social. Desde sus más ra­dicales portavoces, aquellas personas que ne­gaban la veracidad de las denuncias de abuso sexual en ritos satánicos eran a su vez acusa­dos de pertenecer a una gran conspiración destinada a encubrir los aterrizajes de seres de otros planetas y los comentarios sobre una conspiración para ocultar lo que todo el mundo sabía cierto: la desbordante realidad de los abusos sexuales y la presencia de extraterres­tres en nuestro planeta.

Según Kaminer, el movimiento de recupe­ración habría convertido el apoyo a las que se de­cían víctimas de algún tipo de abuso sexual en su infancia, especialmente de tipo incestuoso, en bandera de su mensaje social. Con él se le in­vitó a la población a recordar, desvelar y de- nunciar aquellas experiencias pasadas de las que además muchas víctimas eran totalmente inconscientes, puesto que sistemáticamente las habrían negado en su subconsciente. Pero el abuso —concepto que en un principio se aplicó genéricamente a cualquier tipo de ina­decuación pedagógica, desde un grito hasta una bofetada—, reprimido en lo más profun­do de su ser, destruía la vida de la víctima sin que ella supiera que lo era. Sólo el recuperar­lo del pasado y sacarlo a la luz podía salvarle de su terrible destino.

Los apoyos incondicionales a las víctimas y sus declaraciones fueron entrando allí donde no debían; los tribunales de justicia, de forma que “la fe ciega en la verdad de casi todas las historias sobre abusos fue garantía de máxima in­justicia: como era previsible, se procesó injus­tamente a varias personas (acusados muchas veces de satanismo y de someter a sus vícti­mas a abusos sexuales de carácter ritual), en lo que se ha comparado acertadamente con el proceso contra las brujas de Salem.” (Kami­ner, 2001: 240). Muchos Estados promulgaron leyes que permitían iniciar pleitos legales con base únicamente en estos descubrimientos te­rapéuticos y algunos padres fueron demanda­dos por sus hijas tras la lectura de algunos de los manuales del movimiento o tras el proce­so de terapia. Elementos como la presunción de inocencia o el derecho a un careo entre acusadores y acusado fueron dejados en un segundo plano por el supremo bien de la víc­tima y la absoluta confianza en su verdad. Además se produciría lo que la autora señala­ba como una confusión entre justicia y tera­pia, ya que si, por un lado, se hacía hincapié en los “derechos” de las víctimas y la confian­za absoluta en ellas, pasando sin miramiento por encima de los derechos de los “acusados”, por otro, se destacó el papel terapéutico que tenía para la víctima la condena del acusado. Era, pues, preciso castigar para “curar”, aun­que no hubiera pruebas claras de que el acu­sado fuera culpable. Merece la pena pues de­tenernos en esta sorprendente realidad de finales del siglo XX.

 

3.2.1. El movimiento terapéutico

Durante más de una década, señalan Ofs­he y Watters4 (1996), una parte significativa de la comunidad terapéutica estadounidense ofreció la terapia de la memoria recuperada a un amplio público, especialmente a mujeres, que padecía problemas que iban desde depre­sión o dolores de cabeza hasta esquizofrenia o artritis. Los terapeutas defendían que estos pacientes cargaban con experiencias infantiles de abusos sexuales que habían sido enterradas y negadas en su inconsciente. Esa represión de la memoria era el origen de sus dolencias y por lo tanto su recuperación terapéutica era el medio más adecuado para curarlas. En cierto modo, metafóricamente hablando, el traumá­tico recuerdo reprimido acababa creando un absceso que el terapeuta pincha y drena me­diante sus técnicas de hipnosis, recuperación y vivencia de aquellos sucesos.

Ofshe y Watters califican de escalofriante el avance de este movimiento en la sociedad estadounidense. Las publicaciones aumenta­ron a pasos agigantados, así como los profe­sionales y los pacientes, autoproclamados su­pervivientes, que pasaron a formar parte habitual de los programas televisivos. Los profesionales contaban con cada vez más pu­blicaciones y manuales especializados que fueron muy populares y que entraron en los curricula universitarios, donde las enseñan­zas del movimiento llegaron a una parte signi­ficativa de los estudiantes de áreas relaciona­das con el tema; se organizaron numerosos congresos, conferencias, encuentros anuales, seminarios de formación y programas de ra­dio o televisión. La oferta terapéutica se mul­tiplicó y llegó a ocupar plantas enteras en hospitales de reconocido prestigio que, a me­nudo, eran sufragados con cifras millonarias aportadas por las compañías de seguros. Las listas de síntomas asociados al supuesto abu­so, y que servían para sospechar de su exis­tencia negada en el subconsciente, llegaban a al­canzar el número de veinticinco indicios. Recientemente, citan los autores, los empresarios de la memoria recuperada han comenzado a impartir seminarios profesionales y vender sus li­bros en Europa.

 

3.2.2. El coraje de sanar: supervivientes del abuso sexual

“if you think you were abused and your life shows the symptoms, then you were” Bass y Davis, (1988) The Coura­ge to Heal.5

El libro más representativo del movimien­to, Courage to Heal: A guide for women sur­vivors of sexual abuse, de Bass y Davis y del que se llegaron a vender 750.000 ejemplares, contaba entre uno de sus objetivos centrales el animar a estas víctimas, curiosamente cie­gas ante su condición, a escapar de ese enga­ño y a felicitarles por su valor. En este trabajo, ori­ginalmente publicado en 1988, sus autoras despliegan los principios elementales de lo que se llamaría más tarde el movimiento de la memoria recuperada en el que las experien­cias de abusos sexuales en la infancia alcanzan un protagonismo nunca visto hasta entonces.

Entre los presupuestos de estos plantea­mientos nos encontramos con una premisa central: la mente de los niños y jóvenes es ca­paz de reprimir durante años o décadas las ex­periencias repetidas de abuso sexual y desaparece toda posibilidad de recuerdo consciente de ellas hasta que la persona está preparada para recuperarlas y es realmente capaz de hacerlo. La mayoría de las mujeres víctimas de incesto habrían reprimido de esa forma sus experien­cias. Al contrario de lo que sucedía con los tra­tamientos de víctimas de agresiones sexuales o personas conscientes de haber sufrido algún tipo de abuso en su pasado, las normas de este modelo de terapia insistían en que los pacien­tes han de ser totalmente desconocedores de haber sufrido esas experiencias e incluso mos­trar rechazo a las primeras sugerencias del te­rapeuta sobre dicha posibilidad.

La recuperación de dichos recuerdos es­condidos en lo más profundo de la mente es el único camino realmente válido para la absoluta curación de las víctimas que, en caso contra­rio, arrastrarán por el resto de su vida las se­cuelas de aquella experiencia, manifestadas en una amplia diversidad de síntomas. Frente al sufrimiento inefable que, a decir de estas auto­ras, encierra el haber sido víctima de los abu­sos, el modelo terapéutico propuesto promete la radical transformación de la víctima en una superviviente, de un tipo de persona en otro completamente distinto: más sensible, real, in­tuitiva, fuerte y capaz de convertirse en una ex­celente terapeuta, doctora, madre o amiga.

A todas luces exagerados y falsos, casi mís­ticos, los resultados prometidos auguran una nueva persona pura y santificada. Con la acep­tación del abuso, la paciente pasa a pertene­cer a un nuevo grupo social: el de las víctimas su­pervivientes, con el que desaparecen los lazos que le unían a ese otro grupo que era la familia. Esos lazos no sólo desaparecen metafórica­mente sino realmente, al romper toda rela­ción con esa familia donde los miembros eran o bien abusadores o bien negadores del abuso. La nueva familia estará formada por el tera­peuta, los grupos de terapia y el gran colecti­vo de los supervivientes del abuso.

No obstante, la santificación de la víctima no deja de contar con cierta dimensión marti­rizante. En cierto modo, la víctima se transmu­ta en una mártir que ha de sufrir con gozo lo indecible en pro de su transformación existen­cial de víctima a superviviente: el sufrimiento desmedido como fase necesaria de la transfor­mación; una especie de glorificación de la conducta autodestructiva. Aquellos que se hieren a sí mismos son vistos como personas con un honor especial, con un rasgo misterioso que les confiere un magnífico poder. Las difi­cultades no deben ser evitadas o alejadas, sino abrazadas, reconocidas y valoradas: el dolor femenino es nuevamente revalorizado del mismo modo en que se hizo con la mujer del siglo XIX. Se produce así una especie de rena­cimiento de la víctima tras una especie de “muerte” ritual basada en el dolor.

En dicho proceso, que podía durar mu­chos años, el terapeuta adoptaba la figura del chamán que “acompañaba” —aunque en rea­lidad dirigía y construía— a la paciente en su viaje al pasado para reconstruir su futuro y su re­cuerdo. La relación entre terapeuta y pacien­te era muy intensa, al igual que la dependen­cia emocional de la segunda respecto del primero. La clásica relación de poder entre ambos adoptaba en este marco connotacio­nes mucho mayores. El terapeuta era investi­do de un aura cuasi mágica que le hacía po­seedor de un conocimiento y habilidades que le permitían dominar a la perfección ese viaje a la gran verdad oculta en el pasado de la vícti­ma. El terapeuta, como nunca lo había sido, se convierte en soberano absoluto del proce­so de curación.

Los pacientes podían incluirse en tres ti­pos de categorías o bien combinar aspectos de éstas. La primera categoría eran aquellos pacientes que salían de la terapia recordando vívidamente experiencias infantiles de abuso sexual, puntuales o repetidas, a menudo ejer­cidas por sus padres o familiares cercanos. La segunda categoría incluía víctimas de abusos producidos en rituales satánicos que se consi­deraban más o menos comunes y en los que se daban casos de canibalismo. La tercera ha­ría referencia a los casos en que el paciente acababa siendo diagnosticado con el Síndro­me de Personalidad Múltiple.

 

a. Construir el abuso

Es preciso señalar en primer lugar cómo el concepto de memoria y de recuerdo fue ampliamente transformado para dar cabida a todo tipo de conducta, sensación, reacción, emoción o idea, que eran debidamente inter­pretadas como memorias del abuso. Así, ex­periencias como la sensación de desagrado cuando te abraza tu padre, sensación similar a la de un niño asustado, sueños, pesadillas, an­siedad cuando se visita a la familia, etc., eran reinterpretadas como signos claros del pasa­do abuso, como recuerdos del mismo. Nues­tra concepción de la memoria, dirían los tera­peutas, es demasiado limitada y es preciso ampliarla. Incluso un dibujo elaborado por el

paciente puede ser reinterpretado como la emergencia de un recuerdo dormido. Todo era susceptible de ser memoria de un abuso, memoria que no sólo te decía que habías su­frido abusos, sino que muchas veces te indi­caba quién los había cometido.

La cuestión, sin embargo, no es únicamente la de redefinir como memorias válidas algunas emociones, conductas o sensaciones. El pro­blema a menudo reside en recuperar recuer­dos dormidos u ocultos en lo más profundo de la mente. Los métodos señalados son varia­dos: desde escribir o dibujar con la mano no dominante, hasta el psicodrama, pasando por la lecturas de manuales de autoayuda en la materia. A menudo se exige para iniciar el pro­ceso que la paciente “crea” durante unos me­ses que ha podido sufrir abusos, aunque no recuerde nada en absoluto, y esté dispuesta a sacar a la luz experiencias terribles y ocultas. Así pues, “creer” en el abuso es anterior a en­contrar “pruebas” del mismo. Se van estable­ciendo estrategias terapéuticas destinadas a proponer al paciente esa visión de su proble­ma actual, relacionándolo con algo que le su­cedió en la infancia.

Poco a poco el terapeuta va adoctrinando al paciente —a veces, incluso, al propio acusa­do que no recordaba su crimen— hasta que éste está preparado para construir toda esa nueva visión de su pasado. Si el paciente se niega a creer en esa posibilidad, ello es, por un lado, un signo de que con ese paciente habrá que ir con cuidado y, por otro, de que es más probable que el abuso sí que se cometiera. La resistencia a creer en esta posibilidad es un in­teresante indicio de su verdad. La negación del abuso, característica de estos pacientes en los inicios de su proceso, es el más claro signo de que realmente el abuso se produjo. La incre­dulidad es signo de certeza. El terapeuta debe trabajar para ir eliminando cualquier resquicio de duda en el cliente sobre si fue abusado o no.

Una vez que el paciente ha aceptado la hi­pótesis y se anima a seguir con el proceso de extracción del recuerdo oculto, los mecanis­mos disponibles son también variados. Desde centrarse en una sensación específica, hasta escribir una historia imaginaria donde el pa­ciente es víctima de un abuso, pasando por la lectura de materiales relacionados con el in­cesto, el uso de la hipnosis o el compartir ex­periencias con los supervivientes de esos he­chos. Todo el proceso, señalan Ofshe y Watters, se orienta a la reconstrucción de un supuesto abuso, si bien sería más correcto hablar de su creación a partir de la nada. Toda la vida pasada de una paciente es rein­terpretada a la nueva luz del incesto y la vi­sión que tenía de la misma antes de la terapia, cuando no recordaba sino una infancia feliz, es vista como una fantasía por ella misma in­ventada. Incluso el miedo que le provocaba la película de King Kong, un desmayo o el ma­reo en su comunión son recuerdos vistos en este sentido; el mareo es interpretado como el recuerdo de un hombre que desea “poner una cosa en su boca”.

b. Satán

En el proceso terapéutico, la escalada de la gravedad de las memorias suelen ir habitual­mente a más, puesto que a menudo no se ob­serva ninguna mejora en el paciente tras las primeras “memorias recuperadas”, lo cual lle­va a la necesidad de crear nuevos recuerdos si cabe más terribles que los anteriores, hasta desembocar en todo tipo de atrocidades satá­nicas: rituales diabólicos, sacrificios, canibalis­mo, orgías, asesinatos, violaciones, bestialis­mo, etc. De un 15 % a un 50 % de los clientes de este modelo terapéutico ha narrado este tipo de experiencias y en algún Estado se han pro­mulgado leyes específicas para condenar este tipo de hechos. Un 12 % de los terapeutas han afirmado haber tratado uno o más de estos pacientes; algunos de ellos docenas o incluso cientos. Muchos miembros prominentes del mundo terapéutico afirman creer en este tipo de abuso y se han escrito obras supuestamente “serias” al respecto. Como sucedía con el abuso ritual, lo que subyace a estos fenómenos es la firme creencia de que este tipo de rituales existen desde hace mucho tiempo y se han

ido manteniendo en el anonimato gracias a mágicos y extraños poderes de los agresores, que les permiten cometer todo tipo de atroci­dades sin que lleguen a ser descubiertos y eli­minados. Viniendo a complementar lo que se había dicho y visto en los casos de abusos ri­tuales, se afirmó que las víctimas sufrían un proceso de programación que les determina­ba para negar siempre los hechos e incluso para obligarles a suicidarse.

Los medios de comunicación publicaron historias de este tipo de modo acrítico y sin confirmar lo que en ellas se narraba; la poli­cía aceptó cientos de acusaciones de este orden y llevó a cabo amplias y costosas investigacio­nes en ese sentido sin encontrar nuevamente ni un solo indicio que demostrara que este tipo de cultos existiera. Las pruebas eran contundentes y resultaba difícil para los men­tores del movimiento mantener sus afirma­ciones y la confianza en la veracidad de los hechos narrados. Lo curioso, como ellos mis­mos reconocían, es que los pacientes rara­mente llegaban a la terapia con las memorias de haber sufrido el abuso ritual y es durante este proceso cuando esos recuerdos emergían a la consciencia. Una vez que se ha iniciado el proceso terapeútico, muchas veces me­diante hipnosis, la construcción del abuso ri­tual es similar a la que se seguía en la recons­trucción de cualquier abuso sexual.

Como explican Ofshe y Watters, las narra­ciones de rituales satánicos, a todas luces falsas, exageradas y sin pruebas, son el talón de Aquiles del movimiento de recuperación. El problema es que sus promotores no pueden negar la veracidad de las mismas porque en­tonces habrían de reconocer que sus méto­dos terapéuticos han creado historias falsas. Es una ortodoxia a seguir que se basa en que to­das las memorias de la terapia son ciertas. Cuando se les pide evidencia de lo que dicen a los defensores de estas terapias, responden con el principio de que su labor no es de­mostrar nada, sino ayudar a las víctimas. El «Creed a los niños» se convierte en el punto de partida de todo su discurso. Sólo el que crea en los cultos satánicos y en la existencia de esos abusos puede permitirse el aceptar como clientes a las víctimas de esos hechos. Según los defensores del movimiento, lo im­portante es que cada víctima tiene derecho a re­construir su pasado como quiera; lo preocu­pante es que esa reconstrucción diluye la frontera entre lo real y lo irreal. La pregunta sobre qué sucedió realmente queda sustitui­da por el “¿Cómo te sientes?”.

El psicólogo Cory Hammond, profesor universitario y reconocido investigador en este campo, rompió su silencio, según él con riesgo de su propia vida, en 1992 en la cuarta conferencia anual regional sobre abuso y per­sonalidad múltiple. En dicha exposición Ham­mond explicó con detalle el verdadero com­plot satánico que se esconde tras todos estos hechos y que enlaza a los nazis, la CIA, la NASA o la mafia en una intrincada red diabóli­ca donde los abusos sexuales no son sino un tímido reflejo de un terrible mundo subterrá­neo. Hammond expuso una compleja teoría según la cual los miembros pertenecientes a esa misteriosa red satánica realizan regular­mente todo tipo de rituales satánicos, en los que, además de abusar de niños, los sacrifi­can y en ocasiones se los comen. Los sujetos que participan en ellos son programados para olvidar lo sucedido, ocultarlo e incluso suici­darse. La alucinada teoría narrada por este au­tor no cuenta por supuesto con ninguna base mínimamente sólida, pero, curiosamente, se­gún Ofshe y Watters, es constatable su enor­me influencia en multitud de terapeutas y cientos de tratamientos llevados a cabo con pacientes supuestamente víctimas de estos hechos. Aquella conferencia, a la que han se­guido muchas otras, fue dictada en 1992 ante cientos de terapeutas que aplaudieron sus pa­labras y fue posteriormente reconocida como un texto de valor pedagógico por la Asociación Americana de Medicina.

Por supuesto, son múltiples las inevitables observaciones de los autores sobre el parale­lismo entre este fenómeno del abuso ritual y el sucedido en otras épocas como la caza de

brujas. Lo curioso es que los propios defensores del movimiento utilizan aquellos fenómenos como antecedentes del mismo culto que se descubre ahora. No se hace un análisis crítico de aquellos miedos sino que sirven de prueba para refrendar los de ahora como si fueran manifestaciones sucesivas de una misma realidad con características comunes a todas las épo­cas. La ausencia de pruebas y el disparate que so­lía acompañar aquellas denuncias y las de aho­ra, llevan a los defensores del movimiento no a establecer argumentos para defender su postura mejor, sino para destruir la postura, y sobre todo la imagen, de los que les acusan de simplicidad, falsedad y estupidez. Estos críti­cos son inmediatamente acusados de estar del lado de los pederastas, violadores, satánicos y otros misóginos que van en contra de las mu­jeres y las víctimas. La otra opción es pensar que aquellos que niegan o al menos dudan de es­tos hechos son parte de la población que no está todavía preparada para enfrentarse a esa terrible verdad. Es el recurso a la negación que ha sido ya común a lo largo de la historia y que todos los autores que han escrito sobre el abuso indican en sus trabajos: el abuso in­fantil ha sido siempre negado, ocultado. Ello es signo de un valor moral inferior, valor que es asimilado inmediatamente por aquellos que sí que defienden a pies juntillas la veraci­dad de estas atrocidades.

 

c. Personalidades múltiples

Uno de los síndromes más extremos aso­ciados al problema del abuso sexual infantil ha sido el de la personalidad múltiple. La lógica de base es simple: el trauma de la experiencia abusiva lleva a la víctima a dividir su identidad en nuevas personalidades que le hagan más “lle­vadero” el horror. Según afirman Bass y Davis en su obra Courage to heal, virtualmente la totalidad de las personas que padecen perso­nalidad múltiple ha sufrido severos abusos en su infancia. Incluso muchos terapeutas consi­deran que cada personalidad puede llevar consigo su propio paquete de experiencias abusivas. Al igual que la terapia de la memoria re­ cuperada, el diagnóstico de la personalidad múltiple habría experimentado un tremendo incremento en los últimos diez años. Según un reconocido experto en la materia, alrede­dor de un 1 % de la población cumple los cri­terios de este diagnóstico; ello implica que sólo en Estados Unidos habría dos millones de personas con personalidad múltiple.

Ofshe y Watters analizan este supuesto trastorno de un modo crítico llegando a la misma conclusión que en el caso de las narra­ciones pasadas de abuso sexual: todo parece indicar que es el terapeuta el que lleva a cabo un complejo y sutil proceso de sugestión con el paciente en el que va creando una serie de variopintas “personalidades” que pueden in­cluir desde personas de distintas edades y sexo hasta animales. Algunos investigadores han sugerido que hay muchas posibilidades de que ningún caso de MPD —siglas en in­glés— en adultos surja de forma espontánea y fuera de un tratamiento que, probablemente, lo haya provocado. Así pues, el trastorno no existe per se, sino que es creado por los pro­pios terapeutas.

Los resultados descritos de las terapias llegan a ser incalificables. En muchos casos los pro­blemas de personalidad múltiple enlazan con el complot satánico ya descrito anteriormen­te. Muchos expertos llegaron a defender que detrás de todo esto está la CIA, que contaba con un programa donde maltrataba a niños de mil formas distintas para crear adultos con personalidad múltiple. Esto lo afirma una re­conocida autora en el campo de la MPD que, a su vez, ha sido presidenta de una asociación para el estudio de este trastorno que cuenta con más de tres mil miembros. Por supuesto que toda postura que trate de demostrar que la personalidad múltiple no es sino una gro­tesca degeneración del proceso terapéutico es rápidamente rechazada como perteneciente a dicho complot.

3.2.3. La actualidad del fenómeno

Ya he citado en líneas generales cómo fue el impetuoso auge del movimiento de recu-

peración allá por el inicio de la década de los 90, siguiendo la estela de los pánicos sobre los abusos rituales. El éxito social quedó refleja­do en aspectos como la progresiva aparición de leyes que permitían iniciar procesos judi­ciales basándose únicamente en recuerdos de abuso recuperados durante la terapia, el aumento por lo tanto de las denuncias por abusos alentadas por terapeutas y abogados civiles oportunistas, los millones de dólares gastados por las compañías aseguradoras para pagar los costosos tratamientos terapéu­ticos, etc. El movimiento de recuperación a su vez ocupó un lugar preferente y cada vez más influyente en todo el campo de la salud mental —Ofshe y Watters citan su influencia en la Asociación Americana de Psicología, la de Psiquiatría y la de Trabajadores Sociales, así como el desarrollo de una gran oferta for­mativa para dichos profesionales.

Ahora, dicen en 1996, las cosas han cam­biado. Señalan una evidente crisis en todo el discurso de la recuperación y el inicio de un marcado rechazo por la sociedad en general y los grupos profesionales en particular que, poco a poco, van señalando las trampas que esconde este fenómeno. Los defensores del movimiento han sido acallados cada vez con mayor fortaleza y muchos son los que se ven obligados a reconocer su propia caída. Auto­res reconocidos del movimiento apenas salen ahora en los medios de comunicación donde antes eran habituales y sus teorías son a me­nudo ridiculizadas públicamente en los me­dios. Incluso algunos autores como Bass o Herman reconocen ahora que puede ser po­sible que se crearan falsas memorias, algo que antes era absolutamente imposible de reco­nocer. Un reconocido defensor del movi­miento que llegó a señalar con pasión todo el tema de los rituales satánicos y de la conspi­ración mundial para controlar al mundo a través de la programación de los niños —incluida la CIA— escribió una carta donde lamentaba la imagen que se había dado de él y negaba gran parte de todo lo que evidentemente fue ca­paz de hacer.

Todas estas concesiones sobre posibles errores no son, a juzgar por estos críticos, sino formas de evitar aceptar las oportunas respon­sabilidades echando la culpa a las malas prácticas profesionales de algunos individuos que han recibido una formación inadecuada. Las cosas no han quedado, pues, claras del todo y con­ceptos como el de disociación o represión si­guen existiendo y aceptándose en el ámbito de la psicología o la psiquiatría. No debemos olvidar, dicen los autores, que detrás de todo esto han es­tado tres prestigiosas organizaciones profesio­nales —las ya citadas— que han amparado el movimiento de recuperación, sin adoptar des­pués ningún tipo de responsabilidad sobre todo lo sucedido. Una pregunta central se hace necesaria en las últimas páginas de su tra­bajo: ¿por qué los grupos profesionales direc­tamente implicados en el fenómeno —psiquia­tras, psicólogos, trabajadores sociales—no han cuestionado en general las sorprendentes pro­puestas y prácticas de estos terapeutas? La res­puesta parece concluyente: evidentemente se trata de proteger a todo el grupo y sus intere­ses. Nadie, dicen, se va a arriesgar a que cues­tionen su estatus por acusar a una parte de su profesión. Curiosamente, los médicos sí que han señalado algún riesgo en este sentido, pre­cisamente porque a ellos no corresponde ese campo de intervención.

Las demandas legales contra terapeutas por parte de familiares de los pacientes o in­cluso de los propios pacientes han aumenta­do progresivamente de forma sorprendente y la perspectiva de futuro es que sigan hacién­dolo. Las penas impuestas a los terapeutas han sido en muchos casos millonarias. Algu­nos jueces han dictaminado sentencias donde se cuestiona claramente la validez científica de las propuestas defendidas por el movimiento de recuperación y son numerosos los casos donde las víctimas del movimiento, las pacien­tes, han retornado con sus supuestas familias abusadoras y se han reconciliado con ellas.

No obstante, si bien reconocen que mu­chos profesionales han señalado el tremendo error que implica y el gran daño que están generando sobre muchas personas, la amplia aceptación social del discurso y su prolífica aparición en distintos ámbitos profesionales parecen augurar un futuro no demasiado hala­güeño con los que son críticos con dicho fe­nómeno. Muchos datos apuntan a que la so­ciedad y los que la gobiernan parecen en general dispuestos a aceptar estas ideas inclu­so en sus leyes. El fenómeno del movimiento de recuperación y su derrumbe, afirman estos au­tores, ha ayudado a desvelar la estructura que es­conde todo el campo de la salud mental. Si no se da un cambio positivo y claro en otra línea de organización más asentada en el conoci­miento científico, es posible que se vuelva a producir cualquier otro fenómeno de simila­res características.

4. FEMINISMO, ABUSOS RITUALES Y MOVIMIENTO DE LA MEMORIA RECUPERADA

“Perhaps incestuous rape is becoming a central paradigm for intercourse in our time.” (Dowrkin,6 citado en Ofshe y Watters, 1996: 10).

De interés para nosotros es, a su vez, el se­ñalar, tal y como algunos autores apuntan, la relación que existió entre el nuevo conserva­durismo, el abuso ritual, el movimiento de re­cuperación y algunos grupos feministas. Hasta ahora hemos ido citando puntualmente algu­nos aspectos de la conexión que se pudo dar entre todo el discurso feminista aquí expuesto y el fenómeno de los abusos sexuales infanti­les que nos interesa en este trabajo. Como afirma Osborne, a mujeres y niños siempre se les ha metido en el mismo saco y este caso no ha sido la excepción. La percepción de la por­nografía como amenaza no sólo afectaba a las mujeres, sino también a los niños que son ex­plícitamente señalados como potenciales vícti­mas de ese objeto y, por extensión, de la eró­tica masculina y la ideología patriarcal “que considera a las niñas y niños y a las mujeres como propiedad a su servicio, lo que incluye también la obtención de placer sexual bajo cualquier condición y a cualquier precio.” (Be­zemer, 1994: 12)7

De hecho, ciertos grupos feministas se im­plicaron activamente en la lucha contra los abusos sexuales y el apoyo incondicional a sus víctimas —además de la lucha contra la porno­grafía. A pesar de la falacia que podía escon­derse tras todo ese discurso de la inexistencia de pruebas verificables de sus argumentos o de su asociación con ideas satánicas y patente­mente irracionales, “un elevado número de fe­ministas críticas abrazó el movimiento de recu­peración y trasladó a los debates sobre política pública su fe irracional en las verdades perso­nales.” (Kaminer, 2001: 250).

El discurso del abuso sexual está impreg­nado de la lógica y el combate feminista. En los trabajos de Nathan y Snedeker o el de Ofshe y Watters, que hemos utilizado para la exposición de esos dos fenómenos relacionados, son constantes las referencias a cierto feminismo como ideología promotora de estos nuevos peligros. Finkelhor destacaba el papel del fe­minismo en la concienciación social por el problema de los abusos, si bien sus aportaciones, señala este autor, están muy mediatizadas por su ideología sobre la dominación masculina, en la que integran de forma coherente el proble­ma del abuso hacia los niños. Más que preocu­parse por una visión del problema desde el punto de vista de las familias disfuncionales, el feminismo tendía a culpar a la sociedad pa­triarcal y a la socialización masculina, mostran­do un especial rechazo por las teorías que ha­blaban por ejemplo del papel de las madres como cómplices silenciosas del incesto (Fin­kelhor, 1984: 4).

Del mismo modo, en su análisis de las or­ganizaciones de supervivientes del abuso se­xual, Browne (1996) señala cómo se hace evi­dente el papel que tuvo el feminismo en el reconocimiento del abuso sexual infantil como problema grave de nuestra sociedad y la importancia que tiene la perspectiva feminista en la filosofía de todas estas organizaciones. Y es precisamente un análisis de las organizaciones

de supervivientes del abuso el que incluye esas referencias al feminismo. Es posible que ello sea sencillamente un reflejo de cómo el feminismo, o parte de él, habló de las víctimas de abuso como supervivientes del mismo, como si ese objeto sagrado que era la víctima de abusos mereciera este calificativo, hacien­do así honor a lo heroico de su experiencia pasada, presente y futura. La imagen de las víctimas como supervivientes del abuso es un elemento clave en la evolución de la percep­ción social del problema desde sus inicios.

Todos los autores en los que me he basa­do destacan el papel que tuvo el movimiento feminista en el desarrollo del abuso ritual y del movimiento de recuperación, al convertir el abuso sexual y especialmente el incesto pa­dre–hija, en prototipo de la sociedad patriar­cal y origen de gran parte de sus injusticias respecto de la mujer. El problema del abuso sexual se convirtió en foco de interés social en la década de los ochenta ya que representaba la convergencia de un supuesto conocimiento clí­nico y una conciencia feminista. El abuso se­xual y todo el discurso de su recuperación te­rapéutica supuso, pues, una excelente metáfora de la crítica a la sociedad patriarcal y sus males. Del mismo modo que una mujer “des­cubre” que fue abusada, la sociedad “descu­bre” a través de este movimiento su maltrato hacia la mujer. Según Andrea Dworkin, los pa­dres violan a sus hijas como medio de sociali­zación en su estatus femenino. Kathy Swink, en su obra titulada The dynamics of feminist therapy, afirma que el incesto es la expresión extrema de la sociedad patriarcal entrenando a las víctimas en lo que será su futura función social: atender a las necesidades de los demás, especialmente de los hombres (Ver Ofshe y Watters, 1996: 10). Así, lo que acabó sucedien­do es que la defensa de este modelo de tera­pia suponía en definitiva una defensa del femi­nismo; quien se oponía a él iba en contra de éste (Robbins, 1995).

El abuso sexual infantil simbolizaba y con­densaba metafóricamente muchos de los te­mores y peligros que acechaban y acechan a las sociedades contemporáneas: inseguridad, vulnerabilidad infantil, cambios en el papel de la mujer, moral sexual, etc. En un clima victima­rio donde todo «superviviente» de experien­cias abusivas, susceptibles de ser recuperadas si han sido reprimidas, adquiere cierto estatus de sacralidad, cualquier crítico del movimiento es acusado de misógino y cualquier abogado que hable de los derechos del acusado es señalado como defensor del abusador. La crítica se hizo pues imposible durante muchos años e inclu­so ahora, dicen los autores, lo es en determi­nados contextos.

En ese proceso, de algún modo se apro­piarían del mismo lenguaje y actitud que el movimiento de recuperación. “Algunas femi­nistas, por su parte, tomaron prestados del movimiento de recuperación términos como codependencia, adicción y abuso. La recupe­ración contribuyó a la aparición del feminismo terapéutico, que demonizaba al hombre y cuyo objetivo era recuperar la autoestima de las mujeres supuestamente frágiles y eterna­mente victimizadas.” (Kaminer, 2001: 238). De ahí a la alianza entre los grupos más conserva­dores y parte del movimiento feminista para luchar contra la pornografía y otros males, había solo un paso. Este último no dejó de creer en la relación entre satanismo, pornografía y abu­sos sexuales. Las mismas escritoras antifemi­nistas comenzaron a utilizar el lenguaje del fe­minismo y los movimientos antiabortistas comenzaron a hablar de la «violación quirúrgica» (Hughes, 1994: 20).

Según explica Kaminer, las feministas podían tener sus razones para entrar en ese discurso acusador, sin duda con tintes fanáticos e irra­cionales, puesto que les permitía denunciar lo que ellas consideraban una histórica indiferen­cia y ocultamiento social del incesto y los abusos sexuales. De no creer a ninguna mujer que se decía víctima de estos hechos se pasó a de­fender la inamovible verdad que se ocultaba detrás de cada revelación, por mucho que la propia historia narrada por la víctima fuera totalmente inverosímil. Era otra muestra, tal vez de las primeras, de lo que será la santi-

ficación social de la victima, que pasó a ser una especie de nuevo objeto sagrado de nuestra cultura. Si las feministas antipornografía des­cubrieron, según declaró una de sus teóricas, “una nueva teoría de la causalidad social” en la pornografía, dando cuenta del meollo de la opresión femenina (Osborne, 1993: 20), las defensoras de la memoria recuperada lo han encontrado en las experiencias infantiles de abuso sexual, que explicarían toda génesis de la edad adulta problematizada.

V. CONTEXTO HISTÓRICO Y PELIGRO SEXUAL

He llevado a cabo hasta aquí un pequeño repaso de lo que considero facetas importantes de esa nueva ola de antisexualismo que, a decir de Money, habría invadido Estados Unidos, Ca­nadá y Gran Bretaña a partir de los ochenta. Desconozco en realidad el peso que pudieron tener en aquel país los fenómenos descritos en re­lación al abuso sexual. Lipovetsky y Todorov no los citan; probablemente tampoco aparecerán en los libros de historia, aunque sí lo recoge Krauthammer (1994) en su breve esbozo del nuevo concepto de desviación en Estados Uni­dos. Otros como Money, Kaminer, Nathan y Snedeker, Ofshe y Watters insisten en las im­portantes dimensiones y consecuencias socia­les que llegaron a tener allí.

De Europa o nuestro país no he dicho nada. Parece que por aquí somos algo más so­segados que los estadounidenses respecto de la emergencia de esos discursos sociales y los peligros que reclaman. Lipovetsky (2000) de­fiende la necesidad de hablar de hecho de la «excepción americana», dado que los extre­mos que han tenido lugar en aquel país no pa­recen tener posibilidades de cuajar en otros lugares del mundo y mucho menos en Euro­pa. No obstante, hemos de reconocer que so­mos herederos de aquellos miedos, si bien su consideración y tratamiento ha podido diferir del que se llevó a cabo en Estados Unidos.

Desde los efectos del SIDA hasta la paranoia satánica ya descrita, pasando por las batallas an­tipornográficas, parte de occidente ha asistido a un progresivo proceso de criminalización de gran parte de lo que tiene que ver con lo sexual. Además he señalado, como sugería Money y he­mos tenido oportunidad de ver, que el proble­ma de los abusos sexuales infantiles ha ocupado un papel destacado en dicha transformación. En este proceso histórico, del que es difícil sa­ber en qué etapa nos encontramos, han sido muchos los grupos e ideologías que han jugado sus intereses, muchos de ellos válidos y otros no tanto, siendo difícil separar el grano de la paja. Ha sido mucho también lo que se ha di­cho sobre el problema de los abusos y en este caso nos encontramos con la misma dificultad de una criba que diferencia lo razonable de lo que no lo es tanto. Las posturas adoptadas se han mantenido con demasiada frecuencia en la sutil frontera entre la razón y la irracionalidad, entre el sentido común y el fanatismo.

En cualquier caso, si observamos sus prin­cipales características, es evidente que dicho fenómeno participa de los mismos compo­nentes que hemos señalado como caracterís­ticos de esa cultura victimista. Así, por ejem­plo, el discurso de la recuperación permite a cualquier adulto, sobre todo mujer, convertir­se en la eterna víctima de unos abusos pasa­dos cuya veracidad es difícilmente demostra­ble. Sin fundamento alguno en la ciencia o la razón, los defensores del movimiento a su vez convirtieron una experiencia asociada a lo sexual en el origen de todos los males y llega­ron a convencer a la sociedad, y a muchos jueces, de que la palabra de la víctima era sa­grada. Los héroes de aquella sociedad fueron las víctimas, y las víctimas del abuso sexual es­taban sin duda llamadas a convertirse en un modélico referente.

De hecho, la imagen de la víctima del abuso, cuyo recuerdo es dramáticamente recuperado con el apoyo del «Dios–terapeuta», aúna en una misma realidad la idea de víctima y la de super­viviente. Hay algo en ella de ese optimismo he­roico de un fénix que resurge de sus cenizas, símbolo muy propio del ideal del individuo americano. Si a ello le sumamos, como veremos en el próximo apartado, cierta trascendencia

histórica que se otorgó a toda revelación de abusos, el papel que Satán, la conspiración de determinados grupos sociales, el FBI o la CIA acabaron teniendo en aquel proceso, el círculo perfecto se cierra. El símbolo de la «víctima–su­perviviente» que el feminismo y los activistas del abuso sexual han construido colma, como ningún otro, el ideal de aquella sociedad en esa eta­pa de su historia.

Por ello sugiero que ha sido en general todo el discurso profano y especializado sobre el abuso sexual a menores un producto de esa coyuntura histórica de la que nosotros hemos sido partícipes sin saberlo. En la segunda parte de este artículo, consistente en un análisis crítico de lo que llamaré la ciencia del abuso, serán obligadas las referencias a Freud y Kinsey, ade­más de a las autoras feministas o el reconocido tra­bajo de Finkelhor. Pero igualmente me intere­saré por sondear las posibles conexiones entre esta reflexión científica y esos otros fenómenos que ya he descrito. Estructuraré mi exposición siguiendo lo que en mi opinión son los princi­pales elementos que han dado forma al moder­no discurso sobre el peligro del abuso sexual en la infancia y que comparte, sin lugar a du­das, con los principios del abuso ritual o el mo­vimiento de recuperación: la histórica negación

o ceguera ante el problema, la terrible exten­sión del mismo, que hace más increíble esa ce­guera, y su gravedad.

SEGUNDA PARTE

LOS CONTORNOS DE UN PELIGRO

1. DE LOS LÍMITES ENTRE LO IRRACIONAL Y LO RAZONABLE

 

1.1. De la sensatez al fanatismo

Posiblemente, para muchos, los fenóme­nos del abuso ritual, el movimiento de recu­peración y sus infundadas propuestas habrían de ser valorados sencillamente como una de­rivación extrema y no deseada de la razonable atención debida al problema del abuso. Desde esta postura, digámoslo así, estos discursos irracionales no serían sino una consecuencia no deseada, marginal o degenerada si se quiere, de un tratamiento científico y sensato del asunto.

Desde luego que la inquietud científica y social por el abuso sexual a menores es ante­rior al fenómeno del abuso ritual y su secuela en el movimiento de recuperación. Ya Kinsey hacía referencia al problema en los años cin­cuenta, aunque denunciaba el dramatismo con que estaba siendo tratado. De hecho, el temor a los abusos a menores venía de anti­guo en los Estados Unidos y tampoco era aje­no al discurso de la degeneración de pasados siglos en Europa. Ya hemos hablado también de cómo fue en los años 70 cuando se desa­rrollaron las primeras grandes investigaciones sobre el tema —aunque llevadas a cabo por autores que luego participarían más o menos activamente en los otros fenómenos descritos como Finkelhor y Russell— que empezaron a alertar con las terribles estadísticas y la grave­dad del problema.

Aceptemos, pues, esa posibilidad y afirme­mos que una cosa era tratar el tema del abuso con el rigor y la atención merecida y otra bien distinta hacer lo que hicieron aquellos fanáti­cos en los años ochenta y noventa en Estados Unidos. Desde este punto de vista, diríamos que entre ambas formas de tratar el tema no se debería suponer en un principio nada más que una mera relación de parasitismo de una respecto de la otra. La irracionalidad impues­ta por parte de los discursos del abuso ritual

o de la memoria recuperada en su modo de afrontar el problema de los abusos es evidente y sin duda para muchos terriblemente cho­cante. Los extremos a los que han llegado en sus afirmaciones son de tal calibre que impi­den siquiera la confrontación lógica y argu­mentada. Esa insensatez no se hace en apa­riencia tan evidente en el discurso habitual sobre el problema del abuso en la mayor parte de las obras publicadas y tampoco lo ha he­cho, al menos por el momento, en socieda­des europeas como la española.

Además, sería preciso señalar que no es to­talmente exacto hablar de una unidad total, por ejemplo dentro del propio movimiento de recuperación tal y como lo describen autores como Ofshe y Watters. Dentro del mismo mo­vimiento terapéutico, existen líneas de opi­nión divergentes y que a menudo se cuestionan unas a otras. Así, por ejemplo, un reconocido autor en el ámbito de la Personalidad Múltiple como Frank W. Putnam (1991) cuestionaba los fundamentos de las teorías que defendían la existencia de abusos rituales satánicos—, si bien lo hace con una respetuosidad por las mismas y sus autores, tratados como científi­cos serios, muy alejada de las encendidas críti­cas de Ofshe y Watters.

La crítica sobre la recuperación de supuestas experiencias reprimidas de abuso sexual de­bió surgir dentro del propio ámbito de la in­vestigación de los abusos sexuales infantiles. Un buen ejemplo es el artículo de Robbins (1995) “Wading throuh the Muddy Watters on Recovered memory”, donde analiza la teoría de la memoria recuperada en materia de abu­sos sexuales y trata de establecer una serie de orientaciones para los profesionales sobre cómo interpretar estos planteamientos y qué límites ponerles. En este sentido, Robbins lle­va a cabo un análisis, similar al de Ofshe y Watters, de las afirmaciones sobre la existen­cia de la disociación y la represión del abuso, todas ellas basadas en el estudio de casos y sin ninguna prueba clara de su existencia y mu­cho menos de esa supuesta relación con los abusos sexuales infantiles. Cuestiona, pues, los planteamientos comunes a todo el movi­miento de recuperación, sobre el funciona­miento de la memoria ante los hechos trau­máticos vividos en la infancia, exponiendo el modo en que realmente funciona la memoria y el significado de la “amnesia infantil” que, le­jos de ser reflejo de un trauma, es un hecho común a todas las personas. Otros puntos ca­racterísticos del movimiento como la supues­ta veracidad de todas las alegaciones de abuso —sobre todo cuando implica a extraterrestres, rituales satánicos, vidas pasadas o memoria uterina— son igualmente cuestionados por Robbins que, en definitiva, pretende defender la necesidad de indagar experiencias pasadas de abuso sexual sin caer en los extremos defen­didos por el movimiento de recuperación.

El artículo de Robbins sería, pues, una prueba de que, dentro del tratamiento cientí­fico del problema de los abusos, es posible ha­cer planteamientos más razonables y menos combativos que los que el movimiento de re­cuperación propone. Todo esto es muy cierto y evidentemente no debemos acusar de irracio­nalidad a todo lo que se ha escrito sobre abu­sos sexuales infantiles. No obstante, sin negar lo dicho anteriormente, tampoco debemos dejar de indagar la existencia de posibles rela­ciones que, en mi opinión, hacen sospechar de una notable y fluida comunicación entre ambos fenómenos en ideas y autores, además de la existencia de una misma raíz compartida. Si Robbins afirma acertadamente que no debe­mos confundir el problema de la memoria re­cuperada con el de los abusos sexuales infan­tiles, por nuestra parte queremos sugerir que no debemos olvidar que ambos fenómenos cuentan con orígenes y progresos muy cerca­nos entre sí y que no es exacto hablar sencilla­mente de uno como precedente del otro, sino que ambos son reflejo de un mismo discurso implicado en la estrategia de ese otro fenóme­no histórico de mayor trascendencia: la reno­vada percepción del sexo como peligro. Vea­mos algunos indicios que justifican lo que estoy sugiriendo y que invitan a un análisis más detenido del que yo he podido llevar a cabo.8

1.2. La hermandad entre la ciencia del abuso y los activistas del abuso

En primer lugar, es preciso hacer notar que, si bien los autores en los que me he basa­do se dedican a desmontar con evidente rigor los planteamientos del abuso ritual y el movi­miento de recuperación, parece resultarles imposible no hacer alguna que otra referencia al modo en que ha sido tratado en general el tema de los abusos sexuales infantiles. Sin negar

la necesidad de intervenir en este tipo de he­chos y evitar el sufrimiento de muchos niños y adultos, estos autores se sorprenden ante el calibre que ha adoptado dicha realidad en las sociedades occidentales. Así, para Ofshe y Watters, el análisis del fenómeno de la terapia de la recuperación parte necesariamente de la moderna inquietud por el sexo desde su lado más oscuro y lleva a un equivocado tratamien­to del problema del abuso donde “dispassio­nate analisys and debate was set aside, while unadulterated advocacy on behalf of the chil­dren and adult survivors was applauded.” (Ofshe y Watters, 1996: 10).

En este contexto, sitúan la alianza forjada entre el “celoso” movimiento de protección infantil y el de la memoria recuperada que se reflejó en el pánico del abuso ritual en los años ochenta y en el aumento de las acusa­ciones por abuso en los procesos de divorcio. Además —lo que es más importante para el objeto de este apartado— en sus continuas referencias críticas a los autores más destaca­dos en el movimiento de recuperación, incluyen muchos autores que son también reconoci­das figuras dentro del ámbito de la investiga­ción del abuso. Nombres como los de Her­man, Finkelhor, Browne, Williams, Briere, Schatzow, Putnam, Runtz, Rush, Green, Cour­tois, Goodwin, Summit o Young, son habituales en los manuales y estudios sobre el abuso se­xual9; a su vez, muchos de ellos son destaca­das personalidades dentro del movimiento de recuperación.10

Algo similar sucede en el trabajo de Nat­han y Snedeker sobre el abuso ritual. Muchos activistas del movimiento del abuso ritual per­tenecían a la IPSCAN, fundada por Kempe, y colaboraban en la prestigiosa revista de esta organización —Child abuse and neglect—, aunque no tenían demasiado poder ya que el abuso sexual era sólo una parte de los temas que trataba esta organización. En torno a 1985 se formó la APSAC11, más centrada en el tema del abuso sexual y promocionada precisamente por profesionales e investigadores promoto­res de la verdad del abuso ritual. A esta asocia- ción pertenecían destacados investigadores del abuso sexual como Conte —que era su presidente—, Finkelhor, Burgess o Summit.

Nathan y Snedeker comentan la situación actual de todos aquellos destacados profesio­nales e investigadores que en su día levanta­ron la persecución del abuso ritual. Ninguno de ellos ni ninguna otra autoridad destacada de la protección infantil en aquel país ha criticado aquellas actuaciones y rectificado sus ridículas teorías. Muy al contrario. Todos ellos siguen ocupando destacados cargos en las asociacio­nes profesionales y en los organismos públi­cos desde donde con frecuencia siguen lan­zando el mensaje del abuso ritual, esta vez con el nuevo lenguaje del sadismo y la violencia. Muchos de ellos siguen recibiendo dinero y encargos para formar a nuevos profesionales en técnicas para la detección del abuso: y un cuantioso número sigue escribiendo sobre el abuso. Entre ellos están Finkelhor, Summit, McFarlane o Meyer Williams.

La lectura de muchos estudios sobre el problema del abuso denota, siquiera de for­ma implícita, claras influencias del discurso del abuso ritual o de la memoria recuperada. Autores como La Fontaine introducen en sus in­vestigaciones sobre el abuso puntuales refe­rencias a ideas claramente provenientes del movimiento de recuperación (1991: 91–92). La Fontaine, que supuestamente se acerca al problema del abuso desde una perspectiva antropológica y basándose en su propia in­vestigación en un centro hospitalario, esta­blece como ciertas las creencias más que dis­cutibles del movimiento de recuperación sobre la disociación y la represión de la me­moria. En una obra editada en España por el Ministerio de Asuntos sociales, Garbarino y Sttot (1993) —el primero de ellos un recono­cido experto mundial en protección de me­nores— exponen algunos casos de abusos ri­tuales satánicos como si fueran ciertos y sin apenas atisbo de crítica, lo cual es común en otros muchos trabajos.

Igualmente, es muy ilustrativo ojear algu­nas obras de carácter divulgativo como la de la au-

tora argentina Irene V. Intebi, titulada “Abuso sexual infantil. En las mejores familias” (1998) y elogiosamente prologada por Joaquín de Paul Ochotorena —destacado investigador del maltrato infantil en España. Si bien no lo cita explícitamente y no llega a hablar del movi­miento de recuperación como tal, sus teorías sobre el problema del abuso son idénticas a las propuestas de dicho discurso. La obra está además repleta de continuas referencias a des­tacados autores como Bass, Davis, Herman, Masson o Terr, entre otros.

En un capítulo titulado “Symptoms of pseudoscience”, donde aportan algunos da­tos que cuestionan la fundamentación cientí­fica del discurso de la recuperación, Ofshe y Watters incluyen artículos notorios en la in­vestigación científica del abuso y en un apén­dice titulado “Three papers”, donde analizan tres estudios recientes que en su opinión de­muestran la debilidad empírica del movimien­to de recuperación, comentan tres artículos cuyos autores son igualmente destacadas fi­guras de los estudios científicos sobre el abuso12 y que en esta ocasión se dedicaban a investi­gar, con resultados positivos, algunos de los presupuestos del movimiento de recupera­ción —como la asociación entre abuso sexual y el trauma posterior, la represión de las me­morias de abuso o la demostración de que la recuperación de memorias ocultas de abuso no es producto de la fantasía ni de la inven­ción del terapeuta.

Para analizar la posible relación entre am­bos discursos puede ser útil también atender a los primeros estudios sobre la materia. Si nos detenemos en esa obra clásica en el trata­miento científico del abuso, como es “Child Sexual Abuse. New Theory and Research” —a la que ya me he remitido varias veces—, escrita por David Finkelhor y publicada en 1984, ob­servamos algunas conexiones de interés. Ya en los agradecimientos David Finkelhor cita algunos autores interesados en el problema del abuso y que, según explica, le han sor­prendido por su interés y dedicación en este campo, además de haber sido extraordinaria­ mente generosos con su personal aliento para llevar a cabo sus estudios. Entre los seis autores que cita incluye a Judith Herman, Jon Conte y Roland Summit, destacados investiga­dores en el campo del abuso ritual y del mo­vimiento de recuperación.

En la comisión Meese sobre pornografía, a la que ya he hecho referencia, donde participa­ron reconocidas feministas antipornografía como Diana Russell —destacada autora a su vez en el campo del abuso sexual—, se encon­traba Deanne Tilton Durfee, cuyo esposo apo­yó a los principales acusadores en el caso Mc­Martin. Ésta citó la recomendación de Summit de que los abusos sexuales en los centros de día fueran más estudiados. El Estado dedicó una partida económica para hacerlo y el en­cargado del trabajo fue David Finkelhor. Éste era ya un destacado sociólogo en esta materia, había investigado el abuso sexual en colaboración con Russell y había colaborado en un trabajo sobre el caso McMartin y otros similares.

Junto a dos colaboradores, Finkelhor ela­boró su obra “Nursery Crimes”, publicada en 1988 y que trataba sobre los abusos en cen­tros de día. Afirman Nathan y Snedeker que este trabajo pasó a convertirse en un libro de referencia obligada para aquellos que creían en la verdad del abuso. Esto fue así porque este autor se presentaba como un investiga­dor serio que hacía un trabajo para el Estado y, además, esta investigación concluyó la gra­vedad del problema. Según estos autores lo que hizo Finkelhor fue mezclar datos aparen­temente reales —pedófilos que reconocían su tendencia o acusaciones contra hijos deficientes de algunos trabajadores de centros de día­ con las barbaridades habituales de los abusos rituales. Mezcló verdad y fantasía en una ex­plosiva poción que en absoluto cuestionaba la pa­ranoia del abuso ritual.

Más adelante volveré nuevamente sobre este punto para ampliar la relación existente entre los fenómenos ya descritos y los traba­jos de David Finkelhor. Por el momento, seña­lar que es muy ilustrativo que este autor, cu­yos estudios han fundamentado gran parte de lo

que se ha dicho y se dice sobre el abuso se­xual, siendo obligado referente en toda inves­tigación o publicación sobre el tema, manten­ga este tipo de relaciones intelectuales y además refleje y refuerce en sus investigacio­nes algunos de los irracionales fundamentos de los fenómenos sociales ya descritos.

2. LOS CONTORNOS DEL PELIGRO

Félix López (1993: 1994) planteó somera­mente lo que consideraba las fases históricas en el tratamiento científico de los abusos se­xuales infantiles, que irían desde la observa­ción de un fenómeno que hasta ese momento había permanecido oculto, hasta la elabora­ción de modelos explicativos específicos. Como señala este autor, en las últimas déca­das se han dedicado infinitas investigaciones y trabajos a este asunto convirtiéndose en uno de los temas más atractivos de la investigación en campos como el maltrato infantil o la se­xualidad: “Desde este punto de vista puede decirse que por lo que atañe a estas socieda­des —se refiere a todo el mundo anglosa­jón— se ha pasado de la obsesión por negar la sexualidad infantil al interés obsesivo por des­cubrir y castigar los abusos sexuales infantiles” (1993: 221).

El interés social sobre el abuso sexual fue aumentando en la década de 1980 sobre todo en el mundo anglosajón, lo cual se ha materia­lizado también en el ámbito de la investiga­ción. La evolución de ésta habría pasado por distintas fases (López, 1993), lógicas por otro lado, que irían desde un inicial proceso de acercamiento al problema hasta un interés más actual por elaborar modelos explicativos del fenómeno, pasando por los estudios de tipo descriptivo y estadístico. López habla de las primeras referencias al problema, remitien­do al psicoanálisis freudiano o a las investiga­ciones de Kinsey, pasando luego a una segun­da fase de reconocimiento y catalogación donde los investigadores se dedicaron al estu­dio de los posibles efectos a partir del análisis de casos concretos sin utilizar muestras am­plias. En una tercera fase se trataría de estudios descriptivos que se habrían llevado a cabo so­bre todo desde los años setenta hasta mitad de los ochenta, donde se trató de valorar la fre­cuencia del abuso, tipos y efectos a corto y largo plazo, siempre con una sólida perspectiva esta­dística investigando amplias muestras y esta­bleciendo comparaciones globales entre ellas. La última fase, que denomina de construcción de modelos explicativos y desarrollada desde fi­nales de los ochenta, contaría según López con el objetivo de la elaboración de modelos teóricos que explicaran tanto los efectos del abuso como las causas de los mismos.

En este marco temporal y científico se fue elaborando lo que más tarde sería, según lo define Finkelhor (1999), el paradigma de re­ferencia en el acercamiento científico al abu­so. A continuación expondré lo que en mi opinión son los tres pilares sobre los que se ha construido dicho discurso cuya preten­sión era, antes que nada, convencer a la opi­nión pública o la comunidad científica de la alarmante presencia de este moderno peli­gro. El fenómeno del abuso ritual o del movi­miento de recuperación forman parte de este proyecto y son igualmente partícipes de estos tres ejes.

2.1. Tras la gran verdad

 

2.1.1. Negaciones cotidianas, cegueras históricas

Los discursos del abuso ritual y de la me­moria del abuso, y creo que en general el mo­derno discurso del abuso sexual, nacen con pretensiones de verdad, de gran verdad. De ahí que todo cuestionamiento de sus pro­puestas suponga anatema. Así es. Un axioma de los fenómenos que hemos analizado hacía referencia al problema de la negación del abu­so. Según dicho principio, negar un supuesto abuso sexual o dudar del mismo ante la au­sencia de pruebas mínimamente sólidas, no es sencillamente una vileza o inmoralidad, que no es poco, sino que además el gesto se cons­tituye en reflejo o nueva evidencia a pequeña escala de una negación histórica de mayor trascendencia.

Se da, pues, lo que podríamos definir como una cuestión de fe, planteándose un dilema básico: creer o no creer en el abuso. Si se cree en él, entonces se entiende que se está en esa parte de la sociedad que no niega la existencia de los abusos y del incesto; si no se cree en un caso concreto o se duda del mismo, entonces uno entra en esa otra parte de la comunidad que sigue negando esa nefasta realidad. Como se­ñalan Ofshe y Watters, en el discurso de la me­moria del abuso en cierto modo se equipara cada caso individual con la globalidad de lo so­cial. Confunde un tipo de negación con la otra de tal forma que la idea de que «lo personal es po­lítico» adquiere nuevas dimensiones. En opi­nión de autoras feministas como Benatar, afir­ma Robbins (1995), este escepticismo no es sino parte de un antifeminismo evidente y de un intenso rechazo de los supervivientes de los abusos sexuales, y asegura que aquellos que cuestionen la veracidad que encierran los recuerdos recuperados de estas experiencias antes reprimidas no hacen sino atentar contra los recientes logros en nuestro reconocimien­to del problema de los abusos sexuales infantiles y de su gravedad.

Poner en cuestión, o al menos sugerir la necesidad de investigar a fondo los relatos de las víctimas, era de algún modo profanar clara­mente lo más sagrado del discurso sobre los abusos sexuales. Aquellos que criticaban esta fe ciega en los relatos de los niños o en la me­moria de las víctimas, que a menudo narraban historias inverosímiles, fueron comparados con los que negaban el holocausto nazi, cuando tal vez el verdadero paralelismo reside en que los defensores de la recuperación y los que nie­gan el holocausto nazi parten de lo mismo: in­tentar hacer la historia sin contar con eviden­cias de sus argumentaciones. Como comenta Kaminer (2001), no había manera de rebatir una experiencia pasada de abuso sexual ya que ésta se basaba únicamente en el recuerdo de la víctima que, para ese discurso, era prueba de verdad absoluta. Pero la defensa a ultranza de las víctimas no se reducía a los supuestos hechos de abuso sexual, sino que se extendió más adelante al debate de todo lo política­mente correcto —heredero en su opinión de esa pasada caza de brujas— y al lenguaje que debía ser permitido o condenado. La regula­ción del lenguaje se basaba en la posibilidad de que alguien se sintiera ofendido o discrimi­nado, hasta llegar al extremo de que cualquier persona podía sentirse como tal ante cual­quier hecho. El simple hecho de que se dijera “ofendida” o “abusada” era suficiente.

Del mismo modo que las víctimas del abuso, ciegas ante su propia naturaleza, han de ser sometidas a la revelación de la verdad para superar todas sus dificultades, la sociedad también se ha mostrado, y se muestra, ciega ante la realidad del abuso. La disociación indi­vidual es solo una sombra de una histórica ne­gación social. Así pues, la sociedad también ha de ser sometida a un proceso terapéutico que le permita quitarse la venda de los ojos y enfren­tarse a su propia vergüenza. Un ejemplo de esta realidad relegada a nuestro inconsciente colectivo sería la vasta red de cultos satánicos que han abusado ritualmente y asesinado ni­ños durante cientos de años con total impunidad. Combatir pues el abuso, ya sea en lo particu­lar o en la sociedad en general, con unas ar­mas o con otras, es combatir por sacar a la luz una gran verdad. Una verdad de la que Freud fue el primero en darse cuenta, a pesar de que luego, afirman algunos, se equivocó al negarla o minimizarla.

2.1.2. El fatal error de Freud

Este principio no es exclusivo del movi­miento de recuperación de los años 90 o de las alas más combativas del feminismo radical. Ya Finkelhor en 1984 retomaba este argumento y lo aceptaba como válido. De hecho, este autor era conocedor de las propuestas feministas sobre la pornografía, los abusos y otros temas similares. Por ejemplo, se refiere ya entonces a las sugerencias de autoras como Dworkin o Rush que plantean la relación que existe entre la publicidad o la pornografía infantil y la pe­dofilia. De la primera Finkelhor cita un trabajo sobre pornografía y masculinidad presentado

en una Universidad en 1983; de la segunda utiliza en repetidas ocasiones un artículo de 1977 titulado “The Freudian cover–up”13 y el libro “The best kept secret”14 de 1980, que trata el tema del abuso sexual infantil. Los tra­bajos de Rush versaban sobre la reformula­ción como fantasías de las memorias de abuso de las pacientes de Freud, tema que más tarde trató Masson en su obra de 1984 titulada “El asalto a la verdad” y que Finkelhor también re­coge en sus reflexiones sociológicas sobre el problema del abuso sexual.

Esta obra es manejada a menudo entre los defensores del movimiento de recuperación y también aparece en algunos manuales sobre el abuso sexual. Así, por ejemplo Irene Intebi, en su obra sobre los abusos sexuales a meno­res, se refiere al trabajo de Masson para criti­car la postura de Iwan Bloch sobre el supues­to papel seductor que juegan muchas niñas en sus relaciones eróticas con adultos. Ade­más, Intebi incluye un capítulo titulado “Freud, la histeria y la historia” dedicado a criticar la postura final de Freud respecto de los abu­sos. Finkelhor por su parte recoge la propues­ta de Masson para explicar lo que considera un tradicional escepticismo respecto del abu­so por parte del colectivo de psiquiatras.

En nuestro país, Félix López15 (1993) indi­ca que las primeras referencias científicas al problema del abuso han de buscarse en las teorías de Freud sobre la sexualidad infantil y la existencia de deseos eróticos entre padres e hijos. Freud sería el primero en reconocer la presencia de los abusos y en señalar su fre­cuencia, aunque posteriormente, según reco­ge López —siguiendo la teoría defendida por Masson, el movimiento de recuperación, Fin­kelhor y otros—, abandonaría esta posición para achacar todo a las fantasías infantiles y deseos incestuosos de sus pacientes. Esta su­puesta negación de Freud de la realidad del abuso, transformado en fantasía, forma parte del discurso general del abuso y, sobre todo, del movimiento de recuperación. Dado su in­terés en la configuración moderna del problema del abuso, lo analizaré con cierto detalle.

Según Ofshe y Watters (1996), es evidente que sin la existencia de Freud y sus aportaciones, ampliamente aceptadas en todo el occidente, no hubiera sido posible el gran desarrollo del movimiento de recuperación y sus teorías que probablemente habrían sido rechazadas como Hpseudociencias». Su importancia en el mo­derno discurso sobre los abusos no se reduce al lugar que, como veremos, ocupó entre los de­fensores de la memoria recuperada o los in­vestigadores de este campo, sino en el hecho de que sus planteamientos de base han per­mitido dar por válido el esquema elemental del peligro aquí analizado. El papel de la se­xualidad infantil, la importancia otorgada a las relaciones familiares más íntimas donde lo se­xual estaba siempre presente, el lugar que ocupa en general la sexualidad en sus teorías o el hecho de que desde el psicoanálisis “siempre se explica al individuo en función de su conexión con el pasado, y no del futuro hacia el que se proyecta.” (Beauvoir, 2000: 113), son algunas de las herencias que sin duda han per­mitido configurar el abuso, sobre todo el in­cestuoso, del modo en que se ha hecho.

Ofshe y Watters se ven obligados a desplegar un análisis de las teorías de Freud en este sen­tido, haciendo especial referencia al debate por el que supuestamente pasó de considerar las memorias del abuso de sus pacientes como recuerdos reales a considerarlas reflejo de sus propios deseos y fantasías infantiles. Pasó de una teoría del abuso a una teoría de la seducción —Edipo—. Afirman estos investiga­dores que es común en la literatura del movi­miento de recuperación, y deberíamos añadir que en la literatura sobre los abusos sexuales, el señalar críticamente este cambio de pers­pectiva en la visión que Freud tenía del pro­blema y, lo que es más importante, que este cambio en su postura se debía sobre todo a las presiones de la sociedad victoriana que no es­taba preparada para aceptar que los abusos sexuales en la familia existieran realmente. Por ello los defensores del movimiento de recupe­ración son dados a volver a los primeros escri­tos de Freud, donde todavía defiende la teoría

de que esas experiencias incestuosas fueron reales. Lo que no reconocen estos autores, afirman Ofshe y Watters, es que Freud, lo cual se puede ver en sus propios escritos, utilizaba métodos similares a los suyos —generadores de falsas memorias— para provocar o cons­truir en los pacientes los recuerdos que él mismo deseaba crear para así poder sustentar sus teorías.

2.1.3. La gran verdad

Independientemente de si esta crítica a Freud es cierta o no, cuestión en la que no en­traré, algo muy interesante que sugieren Ofs­he y Watters, y que en cierto modo le pasaba a Freud, es lo que les sucede a los defensores del abuso ritual o del movimiento de recupe­ración y que, en mi opinión, es también carac­terístico del mismo discurso científico del abuso: la sensación transmitida de que han descubierto o están descubriendo la “gran verdad oscura” de la humanidad, lo que siempre estaba oculto y que en cierto modo explica la totalidad de la existencia humana, de sus so­ciedades y sus individuos. De ese modo, el te­rapeuta encargado de recuperar esas memo­rias enterradas en el pasado, también entra en un nivel de existencia superior al ser percibi­do como un ser de especial relevancia y capa­cidad que está en la compleja e importante labor de salvar al sujeto y, por qué no, a la sociedad. La sensación de haber dado con una gran verdad pudo tener cabida en el pensamiento de Freud —así lo sugieren al menos estos auto­res—, pero desde luego es cierto en lo que se re­fiere al discurso del abuso sexual. La vergüen­za de haber permanecido ignorantes tanto tiempo ante esta lacra social es reconocida por los teóricos del abuso y esgrimida como un mea culpa continuo ante lo vergonzoso de su histórica negación o ceguera. En cual­quier caso, lo interesante es que esta letanía que sirve para otorgar rango de «Cruzada por el bien» a la lucha contra los abusos sexuales —en la que debemos incluir la pornografía o la prostitución infantil— permite también jus­tificar muchas otras premisas del discurso.

En primer lugar, destacar cómo a menudo en la práctica cotidiana la intervención en los casos de abuso sexual no es vista simplemente como una actuación policial, social o terapéu­tica ante un delito, una agresión o un hecho puntual. Todo caso de abuso es interpretado como otra punta que emerge de un inmenso iceberg, nunca como hechos raros o aislados. Se podrá argumentar que ello se debe a la de­mostrada extensión del problema, algo de lo que hablaré en breve, pero ahí no reside en mi opinión toda la explicación. De hecho di­ría que la intervención en el abuso, o simple­mente el hablar sobre el tema, ha alcanzado rasgos de sacralidad tal que convierten en tabú no ya su existencia, sino su negación o crítica. Salvar o “curar” a una superviviente del abuso es hacerse partícipe de un gran movimiento social que lucha por socavar los horrores que encierra esta sociedad. De ese combate los activistas del abuso ritual o del movimiento de recuperación no son sino el batallón más aguerrido, pero forman parte del mismo ejército. Discrepar de sus objeti­vos y de sus medios supone el riesgo de con­vertirse en defensor del enemigo. Resistirse a creer en los horrores que según dicen pade­cen millones y millones de niños por culpa de los deseos eróticos de muchos hombres —y algunas mujeres— es una vileza difícil de igualar. No hay punto medio.

La victima, que como vimos pasa a ser su­perviviente, sobre todo desde cierto discurso feminista, adquiere también signos de santi­dad o, si se prefiere, de heroicidad, pues hay algo de épico en su experiencia que la deja marcada con una señal imborrable. Marca que no sólo supone el recuerdo de un sufrimiento, sino sobre todo indicio de una particular for­taleza propia de aquellos que han regresado del infierno. La víctima queda al margen de la sociedad para bien y para mal; nunca será la misma porque aquello, indefectiblemente, la transforma. Observar a la víctima de los abu­sos exige una mirada entre devota y admirada puesto que uno se halla ante un ser excepcional. Así lo afirmaba el movimiento de recupera-

ción y las supuestas víctimas de los abusos ri­tuales pasaban a ser notorias personalidades en su comunidad y se les hacían grandes fies­tas donde acudían destacados personajes de la televisión y el mundo del espectáculo para niños (Nathan y Snedeker, 2001).

Un reflejo de esto que estoy comentando es la tendencia a creer en la verdad de toda sospecha. De esa supuesta ceguera que impedía siquiera considerar la posibilidad del abuso se ha pasado a una sospechosa tendencia a la credi­bilidad, incluso de las historias más estrafala­rias o de las sospechas más infundadas. Esto es evidentemente cierto en el fenómeno de la memoria recuperada, pero no lo es menos en el discurso académico y divulgativo sobre el abu­so. La sensación de haber dado con una ver­dad siempre oculta lleva a los terapeutas a dar por sentada su certeza. Roland Summit, autor de “The child sexual abuse acocommodations syndrome”16 y citado investigador en muchas obras sobre el abuso, asegura:

“Because we see it clinically, we see so­mething we believe is real, clinically, and whether or not our colleagues or the press, or scientists at large or politi­cians or local law enforcement agen­cies afree that it is real, most of us have some sort of personal sense that it is.” (Ofshe y Watters, 1996: 195)

Las pruebas no son necesarias y su ausen­cia no significa nada pues sabemos que el abu­so está ahí, aunque sea tras una historia de ri­tuales satánicos nunca demostrados. La verdad del abuso y la prioridad de proteger y curar a las víctimas hacen innecesaria toda duda. “Creed a los niños” es el lema.17

El problema es que este principio se trasla­dó igualmente al ámbito de lo penal, alteran­do de un modo radical lo que habían sido sóli­dos principios de la justicia en los países occidentales, como la presunción de inocen­cia o que la duda favorece al reo. Además se aceptaron como válidos testimonios de niños a veces muy pequeños, hechos en ocasiones a través del vídeo u obtenidos en entrevistas de ex­ploración llevadas a cabo por profesionales de lo social y no por policías o fiscales especiali­zados; la palabra de la víctima tenía más peso que la del acusado, por muy convencido que éste pareciera de su inocencia; se les dio vali­dez a las declaraciones de terceros sobre lo que el niño “les había contado”, se aceptó como prueba la opinión —siempre subjetiva y discutible— de supuestos “expertos”, psicólo­gos y trabajadores sociales, sobre la veracidad de lo denunciado; los indicios médicos más inverosímiles fueron suficientes para conde­nar a los sospechosos. Esto está sucediendo ya en la justicia europea.

La gran verdad hallada en el abuso permite a su vez explicar casi todo de lo que le pasa a un paciente. El movimiento de recuperación lo afirmaba sin rubor: depresión, esquizofre­nia, alcoholismo, ansiedad, problemas labora­les, anorexia y bulimia, dolores de cabeza, ar­tritis, disfunciones sexuales o problemas de pareja son algunos de los muchos efectos fu­turos del abuso infantil y que simplemente pueden ser explicados desde aquella expe­riencia. Sólo la recuperación de aquellos re­cuerdos dormidos permitirá superar las difi­cultades presentes. El discurso del abuso es también partícipe de estas creencias al asociar el abuso sexual con un sinfín de problemas futuros. El presente problemático se explica desde el pasado victimista. De ahí también que una propuesta habitual es la de indagar en todo paciente que asista a consulta un posible pasa­do de abuso; lo exigen los defensores del mo­vimiento de recuperación, lo proponen a me­nudo aquellos que escriben sobre el abuso (ver por ejemplo Robbins, 1995; Vázquez Mez­quita, 1995; Pruitt y Kappius, 1992). Detrás de todo ello no hay sino una misma verdad no cuestionada: el terrible poder del sexo para hacer daño.

Por último, combatir esta dramática reali­dad en pro de un mundo más justo, como si así se fuera a solucionar alguno de los princi­pales problemas de esta sociedad, exige una actitud rígida, infalible e intolerante respecto

de estos hechos. Es lo que recientemente se ha hecho habitual en España con las noticias de abusos sexuales dentro de la iglesia católi­ca: la llamada «tolerancia cero» que sitúa cual­quier experiencia de tintes eróticos al mismo nivel y que pone como condición inexcusable la denuncia y persecución de la misma. Del mismo modo que toda representación porno­gráfica fue en su momento rechazada y con­denada, toda experiencia entre niños y adul­tos es señalada como nociva y merecedora del más duro castigo.

2.2. El trauma

La realidad de los abusos sexuales infanti­les se ha construido básicamente desde la perspectiva del maltrato, borrando práctica­mente del mapa de los intereses sociales y científicos cualquier otro acercamiento que prescinda del término abuso, maltrato o agre­sión. En su configuración como peligro no sólo ha sido necesario el presentarlo ante la opinión pública como si de un descubrimien­to histórico se tratara; además ha sido preciso se­ñalar con rotundidad su terrible gravedad. Lo curioso es que dicha gravedad también es en cierto modo detectada por primera vez ahí donde otros no la veían. En este caso las cone­xiones entre el discurso científico del abuso y el del abuso ritual o el movimiento de recupe­ración son también evidentes.

2.2.1. Kinsey, los sexólogos y la bondad del sexo

El siguiente autor destacado por López después de Freud es Alfred Kinsey, que en los años cincuenta incluyó en su macroestudio so­bre las conductas sexuales de los estadouni­denses una referencia a las experiencias eróti­cas infantiles con adultos. Si bien el porcentaje de sujetos que habían tenido alguna de estas ex­periencias era similar a los que se evidencian en los estudios actuales —Kinsey señalaba en torno al 20% de las mujeres—, López acusa a Kinsey de restarles gravedad a estos hechos, no valorando adecuadamente su trascenden­cia. Y es que en verdad Kinsey, visto lo que se ha escrito desde entonces sobre el problema del abuso, aportaba una perspectiva claramen­te benévola de este tipo de hechos.

Kinsey señalaba en ese momento —recor­demos que se trata del año 1953 en que se pu­blica su estudio sobre la vida sexual de la mu­jer— la creciente preocupación social en Estados Unidos por el tema de los contactos sexuales de las niñas con varones adultos. Cita al respecto diversos artículos de prensa aler­tando de la amenaza que se extiende sobre la infancia o la existencia de medios para preve­nirla. No obstante Kinsey avisaba de que la mayor parte de la información disponible hasta ese momento se fundaba en datos provenientes del campo de la clínica, la policía o de otras instituciones sociales. En su estudio, basado en la información aportada por 4441 mujeres, Kinsey se encontró con que “las mujeres de la muestra habían sido requeridas en alrededor del 24 % (1057) por varones adultos siendo ellas preadolescentes, o que éstos habían teni­do contactos sexuales con ellas.” (Kinsey, 1967: 117). La mayor parte de estas experien­cias, un 80 %, había sucedido una sola vez y cuando se repetían los contactos, afirmaba Kinsey, a menudo era porque las propias ni­ñas estaban interesadas y lo buscaban más o menos conscientemente (Kinsey, 1967: 118).

Es interesante, más allá de los datos esta­dísticos a los que volveré más adelante, dete­nerse en la interpretación o valoración que Kinsey hace de este tipo de hechos. Si bien re­conoce que todavía es difícil establecer conclu­siones claras al respecto a partir de los datos disponibles, su impresión es que la inmensa mayoría de estos hechos no son tan nocivos como se cree. Señalaba explícitamente que en raras ocasiones las consecuencias de la expe­riencia eran serias, que a veces eran placente­ras y positivas, y que a menudo la impresión de susto o turbación era similar a la que se vive cuando se ve un insecto que provoca asco. Para Kinsey el problema principal, en la mayo­ría de los casos, es la reacción de los padres o adultos que rodean a los niños y sobre todo el condicionamiento cultural que invita a que los

niños reaccionen de forma desmedida ante este tipo de hechos. Critica, pues, el modo en que han sido vistos y manejados, quitándole hierro al asunto. Es lo que sin duda López ob­jeta a Kinsey, basándose para ello en lo que las posteriores investigaciones irían aportando sobre la problemática del abuso que fue viéndose como más y más grave.

En cualquier caso, Kinsey no estaba solo. El propio Finkelhor reconocía en 1984 una tendencia en la que otros autores destacados como Pomeroy —colaborador de Kinsey—, Menninger o Storr hacían especial hincapié en el alarmismo con que se estaba tratando todo lo que tenía que ver con la sexualidad infantil. No se negaba la necesidad de proteger a los niños de ciertos peligros, pero se denunciaba que la preocupación exclusiva y excesiva por el daño po­dría tener consecuencias indeseables. Además al­gunos de ellos tendían a minimizar los peli­gros de esas experiencias sexuales. Estas sugerencias estaban a su vez avaladas por al­gunos investigadores que, además de cuestio­nar la validez científica de las muestras utiliza­das para demostrar las nefastas consecuencias de los abusos, llevaron a cabo estudios donde los resultados no eran tan negativos.

En un artículo publicado hace poco más de dos décadas, Ramey (1979) se hace eco de to­das estas críticas y denuncia el dramatismo con que era tratado el tema del incesto. Curio­samente critica, entre otras cosas, que algunos autores hablen de «abuso sexual» en lugar de incesto. En concreto se refiere al trabajo de Armstrong, autor de “Kiss daddy goodnight”, una obra a menudo citada en estudios sobre el abuso de los años ochenta. Según Ramey las observaciones de Armstrong, en las que no voy a profundizar, no dejan de ser exage­raciones dramáticas e infundadas. De hecho no tendríamos información válida para afirmar nada en serio sobre la realidad del incesto.

Todo esto lo decía Ramey en 1979. Sin em­bargo sus planteamientos no parecieron tener mucho éxito. A lo largo de los ochenta, en la ola del pánico del abuso ritual ya descrito, se desa­rrolló una ingente cantidad de investigaciones sobre el problema del incesto o los abusos se­xuales en general, pero sus resultados no fue­ron nada halagüeños. La tesis del horror, del daño de por vida, del trauma inevitable, acabó finalmente imperando en los ámbitos científi­cos, políticos y sociales que trataron el tema. Y no sólo en cuanto al incesto padre–hija, que era el objeto de preocupación más importante en aquellos primeros coletazos de la investigación en este campo, sino que todo contacto sexual entre adultos y niños —y poco después entre niños de distintas edades— fue visto cada vez más y con mayor firmeza como el origen de un indecible sufrimiento.

2.2.2. Finkelhor, Herman y el movimiento de recuperación

Finkelhor oponía, no obstante, a estas pro­puestas la de otros que iban reforzando la idea de que estos hechos eran traumáticos en su mayoría para los niños y que es preciso y ur­gente protegerles de ellos. Este punto de vis­ta, señalaba Finkelhor, ha sido especialmente reforzado por el movimiento feminista que denunciaba el escaso reconocimiento que este tipo de traumas ha tenido en el pasado. Los estudios en este sentido son mucho más abundantes e incluyen referencias a proble­mas con las drogas, prostitución, delincuencia ju­venil o disfunciones sexuales como posibles consecuencias de la victimización. Reconoce las críticas de que estos estudios tal vez no son representativos de toda la población y que además puede que esos efectos se deban a otras muchas causas que no tienen nada que ver con aquella experiencia sexual. A pesar de ello, tras presentar su propio estudio sobre las consecuencias del abuso, dice estar en condi­ciones de demostrar que algunas de las conse­cuencias se deben exclusivamente al abuso.

Así concluye que problemas en la autoes­tima en materia de sexualidad, la posibilidad de sufrir una nueva victimización en el futuro o la homosexualidad pueden estar intensa­mente asociadas a la experiencia abusiva. Es curioso señalar cómo a esta última variable se le dedica bastante espacio para analizar las

posibles causas de que una victimización en la infancia pueda llevar después a una activi­dad homosexual en la etapa adulta. Finkel­hor concluye que así es al menos en el caso de los chicos y, de hecho, se hace eco siquie­ra inconscientemente de los temores habi­tuales en la sociedad americana del momen­to, a juzgar por campañas como la de Anita Bryant. En cualquier caso, la impresión final después de leer el trabajo de Finkelhor es que se acaba defendiendo una visión bastan­te pesimista de este tipo de experiencias en oposición a la relativa benignidad que otros defendían. Ésta será la perspectiva que a partir de ese momento triunfará sin duda en todo el discurso del abuso.

Ya he señalado antes que Finkelhor agra­dece especialmente a algunos autores el apo­yo a su trabajo y entre ellos cita a Judith Her­man. Esta autora participó desde finales de los setenta en los nuevos programas sociales para el tratamiento del incesto, apoyó las transforma­ciones legales a raíz de los casos por abuso ritual en las que se daba prioridad a la declaración y protección de las víctimas, casi siempre pasan­do por encima de los derechos de los acusa­dos, y más tarde sería una destacada militante en el movimiento de recuperación. Herman es además una autora muy citada en todos los estudios y escritos sobre abusos sexuales in­fantiles. Finkelhor no sólo la cita en los agra­decimientos sino que nos remite a su obra en muchas ocasiones a lo largo de todo su traba­jo, sobre todo para argumentar precisamente que las experiencias abusivas en la infancia no son casi nunca inocuas y que las secuelas se pueden prolongar durante muchos años o toda la vida. También remite a sus trabajos para sostener el posible papel de la sociedad patriarcal en la existencia del abuso, la impor­tancia del abuso psicológico de connotaciones eróticas que no llega a convertirse en incesto o la histórica negación de la victimización in­fantil y del trauma generado.

Finkelhor se refería sobre todo a un trabajo de Herman titulado “Father–Daugther in­cest”18, publicado en 1981, y que, según Ofs­ he y Watters, le proporcionó una buena repu­tación a nivel nacional. Herman fue, indican Bass y Davis (1995), una de las primeras autoras en tratar el incesto desde una perspectiva fe­minista. Poco después, en 1984 —el mismo año de la edición del trabajo de Finkelhor—, Herman publica junto a E. Schatzow un artícu­lo en el que se analiza la terapia grupal para mujeres víctimas de incesto19 y donde, según Ofshe y Watters, se explica cómo los pacientes eran invitados en cada sesión a alcanzar obje­tivos concretos como el de recuperar memo­rias de abuso supuestamente reprimidas. En 1987 ambas autoras publican otro artículo ti­tulado “Recovery and Verification of Memories of Childhood Sexual Trauma.”20. Y ya en 1992 Herman saca a la luz su trabajo “Trauma and Recovery”21 que será calificado por algunos como el más importante trabajo psiquiátrico publicado desde Freud y que pasará a formar parte de las lecturas obligadas para el movi­miento de recuperación. La obra es, según Bass y Davis, una “síntesis brillante y llena de compasión acerca de nuestra comprensión del impacto de los traumas, que incluye la ex­periencia de las mujeres maltratadas, niños objeto de abusos sexuales, veteranos de gue­rra y prisioneros de guerra.” (1995: 588). En ella se recogen muchos de los principios ca­racterísticos del movimiento de recuperación, incluyendo por supuesto las dramáticas con­secuencias que suele incluir el abuso.

Siempre basándonos en los comentarios de Ofshe y Watters, en ese último trabajo de Herman —según ellos reconocida líder del movimiento de recuperación—, plantea la existencia de una represión o disociación del abuso no sólo en los casos individuales, sino también a nivel social, defendiendo la necesi­dad de un movimiento político en este sentido que, a su vez, facilite el avance científico en el estudio del trauma. Asimismo, explica cómo el movimiento feminista ha permitido no sólo que las mujeres cuenten sus historias de abu­so, sino que sean capaces de recordarlas y no relegarlas al subconsciente. Herman sugiere a los terapeutas que utilicen fotograñas, árboles de

familia o visitas a los lugares de la infancia para favorecer el recuerdo de abusos reprimi­dos, además de apoyarse en cualquier evento de la vida cotidiana del paciente o en el uso de la hipnosis. La relación entre Finkelhor y Herman se hace de nuevo evidente en el artí­culo de Finkelhor que en 1993 formó parte de las actas del II Congreso Estatal sobre Infancia Maltratada, celebrado en Vitoria. El autor se­ñala que “una cuarta parte de los casos tienen lu­gar antes de los 8 años, indicando que algu­nos médicos insisten en que este porcentaje sería incluso más alto, si no fuera por la pérdida de recuerdos sobre años tan tempranos. Como fuente cita una comunicación personal de Herman.

2.2.3. Personalidades múltiples y otras secuelas

Las consecuencias del abuso han sido siempre divididas en dos grandes grupos: a corto y a largo plazo. Posiblemente, las se­gundas han recibido mayor atención por parte de los investigadores, al menos en una primera fase de la investigación del proble­ma (Kendall–Tackett, Williams y Finkelhor, 1993). El propio Finkelhor se lamentaba de este hecho al denunciar que nos interesába­mos mucho por las consecuencias futuras del abuso, pero muy poco por lo que sucedía en ese momento. También Vázquez (1995), por poner un ejemplo de nuestro país, recoge esta cuestión en su breve manual sobre la evaluación forense de las agresiones sexuales. Indica que precisamente el interés por el pro­blema del abuso infantil surge originariamen­te a partir de las secuelas observadas en adultos —aunque no explica de dónde saca esta con­clusión— y añade un cuadro donde resume los principales estudios sobre los efectos a largo plazo del incesto.

Es interesante observar que en dicho es­quema, además de las aportaciones de Finkelhor y Russell, Vázquez recoge únicamente los tra­bajos de Herman, Putnam y Ross, tres destaca­dos miembros del movimiento de recupera­ción. De la primera ya hemos hablado. En cuanto a Frank Putnam, también he comenta­do que se trata de un reconocido especialista en los trastornos de personalidad múltiple y así lo indica Vázquez, quien señala cómo, en el 97% de los casos analizados por este autor de personas con esta enfermedad, había ante­cedentes de abusos sexuales. Lo que no reco­ge Vázquez es la forma en que el trastorno de personalidad múltiple era, no tanto diagnosti­cado, sino construido por los propios tera­peutas (Ofshe y Watters, 1996) o de cómo el recuerdo del abuso era recuperado en dicho proceso. En cuanto a la referencia a Colin Ross, que en 1996 era presidente de la Inter­national Society for the Study of Multiple Per­sonalilty Disorder, Vázquez recoge un estudio similar al de Putnam.

Ross es otro destacado especialista en este campo y algunas de sus afirmaciones son re­cogidas por Ofshe y Watters como signo de esa verdad supuestamente encontrada en los abusos de la que ya he hablado. Ross afirmaba que las críticas hacia sus descubrimientos, in­cluyendo referencias a los rituales satánicos y la CIA, son simplemente signos de que una parte de la sociedad no está preparada para enfrentarse a la verdad del abuso. Lo más sor­prendente es que Colin Ross, para defenderse de aquellos que comienzan a criticar el fenóme­no de la Personalidad Múltiple como inven­ción de los terapeutas y la hipnosis, afirma que los propios críticos han sido engañados por la CIA. De hecho Ross cree, según afirman Ofshe y Watters, que muchos de sus pacien­tes, cuando eran niños, fueron entrenados por parte de agentes de esa organización ­ mediante alucinógenos, deprivación sensorial, tanques de flotación y otros mecanismos­ para tener múltiples personalidades.

La larga lista de síntomas que son citados en el movimiento de recuperación como indi­cadores del posible abuso es tan amplia que puede incluir a cualquier persona, pero algo similar sucede en las obras sobre el abuso se­xual en general con el que comparte un buen grupo de síntomas. La insistencia en las graves y abundantes secuelas del abuso no es propie-

dad exclusiva del movimiento de recupera­ción. En relación a éste y a sus listados de sín­tomas, Ofshe y Watters comentan que eso puede llevar a sospechar que sus creadores son algo así como estafadores que lo único que pretenden es engañar a un público y vender más o hacer más terapia. Sin embargo no creen que ése sea el principal objetivo de la lista, sino que lo preocupante es que los represen­tantes del movimiento realmente creen en su utilidad, lo cual, según ellos, nos permite ver la fragilidad científica y la falta de rigor de este discurso terapéutico.22 La premisa de que es posible asociar un síntoma actual, o constela­ción de síntomas, con una experiencia pun­tual del pasado, como el abuso, es más que discutible, incluso cuando el paciente es co­nocedor de dicha experiencia; no digamos ya cuando además no lo es. Esta crítica es tam­bién aplicable a las investigaciones sobre los efectos del abuso.

2.2.4. La investigación sobre los efectos: los titulares y la letra pequeña

En este sentido Ofshe y Watters hacen re­ferencia a un destacado artículo de Browne y Finkelhor23 donde se parte de la ya asumida afirmación de que los adultos que han sufrido abusos siendo niños tienen muchas más pro­babilidades de sufrir depresión, conducta au­todestructiva, ansiedad, sentimientos de aisla­miento y estigma, baja autoestima, tendencia a la revictimización, abuso de sustancias y di­ficultades sexuales, entre otros muchos ejemplos que se podrían añadir. Lo sorprendente, afir­man Ofshe y Watters, es que estos propios autores cuestionan en ese mismo artículo la posibilidad de establecer con rigor una rela­ción causal clara entre abuso sexual y proble­mas en la edad adulta, a pesar de lo cual el mensaje acaba siendo el mismo. Se reconoce, y no podría ser de otro modo, que en muchos casos dichas conexiones no se dan, y se aportan datos al respecto, pero hay un repetido men­saje final que queda establecido siquiera de forma implícita: el abuso deja siempre secue­las —o casi siempre—, que raramente éstas son leves y demasiado a menudo destrozan la vida de las víctimas.

Es más que dudosa la afirmación de que determinados trastornos de la edad adulta se deben a esas experiencias abusivas de la infan­cia, olvidando de ese modo la compleja géne­sis de cualquier enfermedad o problema per­sonal, e incluso es dudoso servirse de cualquier síntoma morboso para sospechar la existencia de esos abusos. Evidentemente, la presunción del terapeuta de que detrás de todos esos trastornos está la presencia de un abuso se­xual puede llevar al paciente a reinterpretar su presente y su pasado desde un marco que se adapte a las premisas del profesional que le trata. Paciente y terapeuta, que parten de los presupuestos supuestos en este enfoque, acaban cumpliendo exactamente la interpretación de los síntomas que recogen los manuales y los sitúan en relación al abuso tal y como está es­tablecido que se haga. Esto es algo que evi­dentemente ha sucedido en el movimiento de recuperación y muy probablemente en el de los abusos sexuales en general, ya sea en la te­rapia de las víctimas o en la evaluación de ca­sos donde se pide a los menores que recuer­den e interpreten su experiencia.

La conexión establecida entre abuso se­xual y problemas en la edad adulta parece res­ponder más al presupuesto de partida, de que esas experiencias son negativas, que a un he­cho susceptible de ser demostrado empírica­mente. Al igual que sucede con el movimiento de recuperación, la ciencia del abuso en gene­ral —no olvidemos las excepciones— ha esta­blecido que el abuso ha de ser un elemento central en la vida de esa persona, que a partir de ese momento será víctima. Como sugieren Ofshe y Watters, los pacientes no son vistos como individuos complejos con voluntad para crear y organizar su propia vida, sino como criaturas unidimensionales que comparten una única y definitiva experiencia: el abuso (1996: 79). La sensación de que se ha ido a de­mostrar una creencia previamente establecida resulta inevitable en la lectura de gran parte de la literatura sobre los efectos del abuso. Allí

donde los mismos investigadores reconocen lo difícil que es demostrar la relación, al mis­mo tiempo se señala su presencia inevitable.

Eso en lo que se refiere a los estudios so­bre los efectos a largo plazo del abuso. El otro campo de la investigación es el referido a los efectos en los niños a corto o medio plazo, perspectiva de análisis que sólo recibió mayor atención a partir de 1985 (Kendall–Tackett, Williams y Finkelhor, 1993). En dicho ámbito no se tratará, pues, de indagar en el pasado de personas con trastornos o llevar a cabo estu­dios retrospectivos en la población general para detectar correlaciones entre abusos y problemas futuros. Aquí se trata más bien de investigar las reacciones de las víctimas al abu­so y establecer las oportunas comparaciones con grupos control. Al igual que sucedía con las secuelas en la vida adulta, en este caso la relación establecida entre el abuso y la salud mental del menor sigue siendo exclusiva. El abuso se considera nocivo y si el menor mues­tra algún síntoma, éste se debe sobre todo a esa experiencia.

Como muy bien comenta Sandfort (1983, 1984) —que llevó a cabo un estudio con 25 menores que mantenían relaciones con adul­tos y que las valoraban de forma positiva—, ha sido el elemento erótico el que más ha atraído la atención en el estudio de las relaciones pe­dofílicas, aunque muchas veces ese elemento está ausente u ocupa un lugar secundario. Se ha entendido además, por parte de la ley y los científicos, que toda relación sexual entre adultos y niños es abusiva por definición, aun­que habría otros autores que entenderían que es­tas relaciones también pueden ser positivas, placenteras y deseadas por parte de los meno­res. Vistas así las cosas, comenta Sandfort, es normal que la mayoría de los datos empíricos utilizados en estas discusiones, muy limitados según él, se basen en casos que incluyen abu­so sexual, y siempre lo incluyen independien­temente de las vivencias del menor. En su opi­nión el caso de Finkelhor es ilustrativo ya que, a pesar de que cita casos donde los menores, niños y niñas, responden positivamente a la experiencia, para este autor siguen siendo víc­timas y las sigue denominando como tales.

Puede que Sandfort esté en lo cierto, pues es probable que los investigadores del abuso ha­yan creado víctimas incluso a pesar de que tal vez ellas no se sentían como tales. La crítica de Sandfort se orienta en la línea de que se ha olvidado investigar esa relación erótica en el contexto global de la relación entre el menor y el adulto y a menudo se han obviado las pro­pias vivencias de los menores o, si se han teni­do en cuenta, han sido interpretadas de un modo interesado. Al fin y al cabo, si se ha bus­cado que los adultos que sufrieron experien­cias de abuso en su infancia sean casi necesa­riamente víctimas por el resto de su vida, puede que con los menores suceda exacta­mente lo mismo.

En su revisión de los estudios sobre los efectos del abuso sexual en los niños, Ken­dall–Tackett, Williams y Finkelhor (1993) señalan que entre los síntomas analizados en estos es­tudios destacan la conducta “sexualizada”, baja au­toestima, síndrome de estrés postraumático, depresión, agresión, problemas escolares, de­lincuencia y otros muchos. Esta afirmación se considera probada y la idea general del artícu­lo es que los abusos generan situaciones trau­máticas serias. No obstante esto se da por cier­to a pesar de que las investigaciones no son en absoluto concluyentes en muchos sentidos.

Es cierto que los estudios que comparan niños que han sufrido abusos con otros que no —y que no pertenecen a muestras clíni­cas— son concluyentes en que los primeros muestran más síntomas que los segundos. No obstante, es evidente que dichos estudios se basan en víctimas de abuso detectadas, cuan­do todos los autores reconocen que la inmensa mayoría de los casos de abuso no son detecta­dos. Se trabaja pues con poblaciones de niños que ya están dentro de todo el proceso de re­velación e intervención judicial o clínica ante el abuso. Además para muchos de los sínto­mas —como desorden de estrés postraumáti­co, tendencias de suicidio, fugas de casa o conductas autolesivas— se basan únicamente

en un estudio, y en otros, como ansiedad o baja autoestima, los estudios son contradicto­rios y no apuntan en una única dirección. Por el número de estudios y sus resultados, las evidencias son más claras en síntomas como depresión, retraimiento, quejas somáticas, conducta antisocial o delincuencia, enferme­dades mentales sin concretar, problemas es­colares y conducta sexual inapropiada.

Cuando se comparan poblaciones clínicas que han sufrido o no abusos, los resultados son menos dramáticos para las víctimas de abusos que tienden a mostrar una menor sin­tomatología que las muestras clínicas en gene­ral. No obstante, señalan los autores, es preciso hacer notar que en muchos casos los niños en tratamiento, pero que supuestamente no han sufrido abusos, es muy probable que sí que los sufran. Curiosamente esta salvedad no se hace en el caso de comparar víctimas de abu­sos con poblaciones de niños fuera del ámbito clínico. Siendo rigurosos podríamos pensar que un 20% de esos niños “normales” tam­bién han sido víctimas de abusos y no se les ha detectado.

En este sentido citar un dato curioso reco­nocido por Finkelhor y sus colegas. Un signifi­cativo porcentaje de niños, que oscilaba entre el 21% y el 49% de los casos según el estudio de re­ferencia, no mostraba ningún tipo de síntoma o, para ser más exactos con la idea expresada por los autores y que no deja de ser significati­va, el impacto había sido apagado o enmas­carado. Reconocen cierta sorpresa ante estos resultados, pero aportan alguna posible expli­cación para semejante rareza. De hecho, en este caso tiene razón Sandfort porque los au­tores siguen hablando de “víctimas” de abuso, al que añaden el adjetivo de “asintomáticas”. Las so­luciones presentadas incluyen el no haber te­nido en cuenta todos los posibles síntomas dejando algunos ocultos o no haber contado con instrumentos suficientemente sensibles. Por ello muchos de los menores asintomáti­cos en realidad podrían no serlo. Otra posibili­dad es que los signos traumáticos todavía no hayan aparecido en el momento del estudio y que aparezcan en fases posteriores del desa­rrollo. La tercera posibilidad, señalan, es que verdaderamente estos menores estén menos afectados y que las víctimas asintomáticas sean en realidad quienes han sufrido los abu­sos más leves o que su propia personalidad o contexto social favorezcan una mejor resolu­ción del trauma. Este, en cualquier caso, no deja nunca de estar presente aunque en algu­nos casos pueda ser rápidamente resuelto.

Concluyendo: el mensaje final, al menos el transmitido en los titulares de cara al público y a todos aquellos que no se detengan en la letra pequeña de la literatura sobre el abuso, es el de la gravedad del mismo en lo que a secuelas y consecuencias negativas se refiere. Las palabras de La Fontaine (1991) pueden ser ilustrativas en este sentido —y podría haber elegido cualquier otro autor. El abuso, afirma, sólo en raros casos es inocuo para los niños y en aquellos estudios donde así se argumenta es porque se ha llevado a cabo una valoración únicamente superficial del mismo: estar casado y tener un trabajo no sig­nifica que no haya daños. Las secuelas van desde los problemas físicos, como las enfer­medades transmitidas vía sexual, hasta los psi­cosomáticos, como dolores de cabeza, asma, eczemas o anorexia nerviosa; el grueso, sin em­bargo, lo ocupan los infinitos problemas psico­lógicos asociados al abuso y que se manifiestan a corto, medio o largo plazo.

Veamos otro autor, en este caso español. Félix López ha sido pionero en la investiga­ción del abuso en nuestro país. En su estudio sobre la incidencia del abuso en la población en general (López, 1994) partiendo de los re­cuerdos de personas adultas, López señala que la población en general parece tener una visión más pesimista de estos hechos que las propias víctimas. Según éstas, un 35% no le dio “Ninguna” importancia al abuso24 y otro 35’61% le dio “Alguna” importancia; el 14’84% le otorgó “Bastante” importancia y un 13’95% le dio “Mucha”. La diferencia entre las víctimas y la población en general en cuanto a su valora­ción de la seriedad del abuso se debe, según este investigador, a que el público tiende a

pensar en los casos más graves de abuso que suelen ser los menos habituales.

Ello nos ha de llevar a pensar, sugiere, que no debemos “adoptar posturas que pro­voquen una gran obsesión social con este tema, sino intervenciones más serenas y rea­listas (...) Las intervenciones deben hacerse de tal manera que no se provoque alarma so­cial, alarma para la que la sociedad pueda es­tar preparada por la enorme importancia con­cedida a los abusos y otras falsas creencias que ya hemos comentado” (López, 1994: 120). Esta visión más leve del abuso contrasta con muchos mensajes que este mismo autor ha transmitido en los medios de comunicación o en materiales divulgativos. Por ejemplo, en un material elaborado para educadores y destina­do a la prevención de los abusos (López y del Campo, 1997) los autores no establecen nin­guno de esos matices antes señalados y lanzan un mensaje bastante negativo sobre los efectos del abuso. Así afirman que entre el 60 y el 80% se ven afectados a corto plazo de alguna forma y que entre “el 17 y el 40% sufren patologías clí­nicas claras” (1997: 24); en cuanto a los efectos a largo plazo incluyen el habitual listado de se­cuelas nocivas del abuso que van desde las de­presiones o las tentativas de suicidio en la vida adulta hasta los sentimientos de estigmatiza­ción, aislamiento o baja autoestima, pasando por los problemas sexuales, relacionales, nue­vas victimizaciones, delincuencia, drogadic­ción, desconfianza, fracaso escolar o la prosti­tución. Según López y del Campo, “los efectos a largo plazo son más difíciles de estudiar por la interferencia de otra serie de factores. Dispo­nemos, a pesar de esta dificultad, de suficien­tes trabajos como para establecer relaciones bastante seguras entre los abusos sexuales en la infancia y determinados problemas posterio­res” (1997: 25).

Todos estos elementos que he ido desgra­nando llevan lógicamente a preguntarnos cuál es en verdad la cuestión de fondo. Se tra­ta posiblemente de que, por las razones que sean y sin ningún fundamento científico de ri­gor, se le ha dado a la experiencia abusiva en la infancia, especialmente al incesto, un peso descomunal por su trascendencia para la tota­lidad de la vida de los sujetos. La gravedad, y la ausencia de toda posible levedad, ha triun­fado en los grandes titulares, a pesar de que a menudo una lectura más detenida de los es­tudios nos orienta en otros sentidos. En di­cho fenómeno tiene sin duda una importan­cia clave el último elemento que en mi opinión da forma a este moderno peligro: su terrible extensión.

2.3. La extensión

Según López una tercera fase en la investi­gación de los abusos se centró en analizar la incidencia estadística de los mismos. De he­cho, uno de los más evidentes intereses de los investigadores fue en un momento dado valorar la incidencia (número de casos nuevos ocurridos durante un determinado periodo de tiempo) y prevalencia (número de adultos en una po­blación determinada que han sufrido abusos sexuales durante su infancia) del fenómeno. La configuración del abuso como peligro emergente en la actualidad ha requerido la co­laboración de las cifras que, a juicio de mu­chos, no dejan de ser espeluznantes. Además de ser casi siempre un hecho grave con serias consecuencias, está demostrado que su su­puesta rareza no era sino producto de nuestra gran ceguera.

Consecuencia de esa gran verdad que su­pone reconocer la realidad del abuso y parale­lamente a su señalada gravedad y trascenden­cia en la vida de las víctimas sin excepción, se establece su sorprendente extensión. No sólo el abuso deja de ser un hecho insólito o raro, sino que se convierte en algo cotidiano, co­mún, habitual y, por lo tanto, cercano. Este úl­timo perfil del peligro que vengo describien­do se define no sólo por los números que la estadística proporciona, sino por lo que en dichas estadísticas se entiende por abuso.

2.3.1. Estadísticas

Las diversas y más que numerosas investi­gaciones llevadas a cabo al respecto propor-

cionan cifras para la prevalencia que rondarían el 20 % de mujeres y 10 % de los hombres (López y Arnaez, 1989). Ésas suelen ser las ci­fras aceptadas. Aunque los estudios más des­tacados llevados a cabo en distintos países van en esta misma línea, todavía resulta un tanto confusa la verdadera prevalencia del fenóme­no debido a la variedad de datos que hay de unos estudios a otros. Esta variabilidad depen­de de factores como el tipo de población ob­jeto del estudio, métodos de selección de las muestras, los métodos para la recogida de datos y sobre todo las definiciones de abuso emplea­das en cada estudio. Lógicamente aquellos es­tudios que entienden como abuso una propo­sición verbal, proporcionarán porcentajes mucho más altos que aquellos que únicamen­te incluyan relaciones sexuales no consenti­das. Así, nos podemos encontrar con preva­lencias que irían desde el 7% al 62% entre mujeres adultas y desde el 6% al 15% entre hombres adultos (Thomas y Jamieson, 1995). Según Robbins (1995: 480), citando algunos estudios, la incidencia del abuso sexual según las investigaciones oscila desde el 6% al 62% en las mujeres y entre el 3% y el 31% en los hombres. Autores como Birchall llegan a ha­blar de una prevalencia que oscila entre el 0’3% y el 83% (1989: 35).

La evaluación de la incidencia de los abu­sos sexuales es si cabe mucho más compleja e in­cierta dado que se basa fundamentalmente en el estudio y análisis de los casos detectados por los servicios sociales en un momento dado, lo cual hace depender los resultados de la “efica­cia” de esos servicios y sobre todo de otras va­riables como la sensibilidad social y la tendencia a denunciar estos hechos o su sospecha. En este sentido, es evidente que durante los años ochenta se observa un aumento significativo del número de casos detectados en los últi­mos años (Parton y Parton, 1989). Por ejem­plo en EEUU el número de casos revelados de abuso sexual pasó de 325.000 a 500.000 entre 1985 y 1992 (Cantón y Cortés, 1997), y eso que se sigue considerando que la mayor parte no se denuncian.

El sorprendente aumento de casos de abu­so sexual detectados se debe sin duda a la transformación de la opinión pública, de las políticas sociales y de las preocupaciones e in­tereses de los profesionales. La evolución re­sulta más interesante si cabe cuando la com­paramos con la menor variación sufrida por otros tipos de maltrato. En una amplia en­cuesta llevada a cabo por la BBC en 1986 fue­ron 3000 las personas que voluntariamente cumplimentaron un cuestionario sobre mal­trato infantil. Curiosamente el 90% de los en­cuestados señalaron haber sufrido abusos. Evidentemente esto no refleja la realidad del problema, sino el hecho de que probablemen­te “la atmósfera actual incremente el índice de respuestas de las víctimas de abusos sexuales” (Birchall, 1989: 28).

Si bien los investigadores coinciden en se­ñalar la grave extensión del fenómeno en nuestra sociedad, los estudios sobre la fre­cuencia de los malos tratos a menores son también ampliamente criticados por algunos autores, críticas que pueden ser ampliadas con mayor razón, si cabe, a los casos de abu­sos sexuales. Birchall (1989), en un artículo que recorre críticamente las fuentes básicas para establecer este tipo de estadísticas, nos muestra cómo los métodos y resultados de las principales investigaciones son más que discu­tibles. Tanto las encuestas a la población en general como los registros de malos tratos a menores o las extrapolaciones a partir de és­tos, son fuentes de información complejas y que es preciso tomar con cautela.

La autora dedica un apartado especial al problema del abuso sexual, cosa que no hace con otras categorías de maltrato, debido a sus “características especiales” y al hecho de que los datos son más variables que en otras tipo­logías de maltrato. Como ella misma señala, “afirmaciones como «una de cada tres niñas ha sido víctima de ellos» y «los abusos sexua­les son gravemente dañinos» se dan a la vez que otras como «no tenemos ni idea» y «los casos más graves de abusos sexuales son muy raros»” (Birchall, 1989: 30). En este caso el

problema central reside sin duda en la dificultad de definir con claridad qué es el abuso o po­nerse de acuerdo al respecto.

2.3.2. Definir el peligro

Un problema esencial para los investigado­res es definir qué es abuso sexual infantil y qué no lo es. Este problema no se discute tanto en re­lación a una posible decisión de tipo penal para decidir cuándo hay delito o no, sino en cuanto a la definición que se ha de utilizar en los estudios de tipo estadístico. De hecho, el concepto de abuso en el ámbito judicial no coincide necesariamente con el utilizado en los manuales. El problema de definir el abuso sexual infantil viene derivado de la dificultad en precisar qué es un menor, qué es una rela­ción sexual y qué es abuso. Así pues las enor­mes oscilaciones en la estimación del abuso tienen que ver con las metodologías utilizadas para su valoración, pero también con las carac­terísticas de la definición utilizada. La defini­ción de lo que es “abuso sexual', con las consi­guientes cargas emocionales y significados que se asocian al concepto, es algo que se va cons­truyendo socialmente. En esta construcción es muy probable que los estudios desarrollados y los mensajes que llegan a la población desde estos trabajos tengan mucho que decir en la defini­ción social del término.

En primer lugar, es preciso hacer notar que el concepto de abuso tiene una especial capacidad para incluir bajo su cobijo una infi­nidad de experiencias que van desde cual­quier tipo de comentario de connotaciones eróticas hasta la más violenta agresión sexual; desde el más sutil tocamiento hasta una pene­tración anal; desde el encuentro ocasional con un exhibicionista hasta la prolongada relación incestuosa entre un padre y su hija. Así es. Lo que el público en general ignora es que los es­tudios habitualmente recogen categorías de abuso sexual que permiten incluir en los da­tos generales casos tan extremos como la so­domización de un niño de tres años, una relación sexual de un adulto de 21 años con una mu­chacha de 16 años, un acto aislado de exhibi­ cionismo o la presentación de pornografía a un menor. Según Dingwall (1989) el propio Finkelhor reconocía la importancia de desa­gregar las estadísticas y tener muy en cuenta la variedad de hechos que se incluyen. No es extraño, pues, que en algunos estudios se haya puesto de manifiesto que los encuesta-dos no consideran como abuso situaciones que los investigadores sí han incluido en la encuesta (López, 1994).

Lo curioso es que los actos que en un principio podríamos considerar más graves parecen ser los menos habituales. Por citar un ejemplo, en la investigación de López (1994) la conducta más grave en el 22% de los casos fueron proposiciones o exhibicio­nismo y en el 51% se trató de caricias. Sólo en algo más del 4% tuvo lugar la penetración anal o vaginal. El 55’79% de los hechos sólo tuvieron lugar una vez y el 20’18% de 2 a tres ve­ces. Aproximadamente en un 11% de los ca­sos había una relación de parentesco entre la víctima y el agresor. En un 5% se produjo al­gún tipo de lesión física y en un 1% tuvo como consecuencia un embarazo.

Sin embargo, hemos asistido a un proceso de inflación del abuso similar al que en su mo­mento se produjo con el concepto de maltrato infantil. Todo tipo de relación entre un menor y un adulto que tenga alguna connotación “se­xual' es considerada abuso y, como tal, muy preocupante. A ello hemos de sumar los abu­sos cometidos por otros menores, dado que recientemente se ha insistido en la existencia de abusos entre iguales, entre hermanos o entre niños de edades distintas. Además, se ha pro­ducido un aumento en los límites de edad para la consideración del abuso. En muchos estados de los Estados Unidos una chica no puede tener relaciones sexuales hasta haber cumplido los 18 años, y si esas relaciones son homosexuales todavía más. Muchos estudios sobre la frecuencia del abuso incluyen en su población a todos los menores de 18 años que ha­yan tenido relaciones con adultos al menos cinco años mayores que las víctimas. En nues­tro país la edad de consentimiento pasó de los 12

a los 13 años y algunos sugirieron que aumentara a 14 (Urra, 2000). Según Money una conse­cuencia del antisexualismo y de la industria del abuso sexual es precisamente la ampliación del concepto de infancia de los 16 a los 18 años y la criminalización de toda imagen “eró­tica” de menores por debajo de esa edad (Money, 1999: 29).

En mi opinión es probable que esa utiliza­ción generalizada del término abuso sexual, incluyendo una gran variedad de hechos y ex­periencias, respondiera en su momento a in­tereses ideológicos y profesionales. Es notable por ejemplo el hecho de que se haya metido en el mismo saco las relaciones incestuosas y no incestuosas. E igualmente lo es que en un principio desde parte del movimiento feminis­ta se propusiera hablar de “incesto” en todo tipo de relación con connotaciones sexuales entre adultos y niños. De hecho, esta pro­puesta es propia del movimiento de recupera­ción que se esforzó por no diferenciar entre ambas categorías de experiencias (Robbins, 1995). En el prólogo a la obra de Bezemer, es­crito por un colectivo feminista español, se re­coge una definición según la cual “«el incesto es toda violación física o mental de la integri­dad sexual de las niñas y adolescentes perpe­trada por una persona en la que confían, man­teniéndose dichas relaciones en secreto». Por lo tanto, consideran incesto los abusos sexua­les cometidos por familiares no consanguíneos o por personas conocidas de la familia.” (Be­zemer, 1994: 14).

Por último, es igualmente necesario desta­car cómo la diferenciación entre actos violentos y no violentos ha sido igualmente barrida del debate sobre el abuso sexual. En 1979 Ramey, ya lo hemos visto, señalaba la importancia de este punto para entender adecuadamente el problema; y con él muchos otros autores lo hicieron. No es oportuno mezclar cosas que son distintas, diría, ya que no tiene sentido equiparar el incesto —o las relaciones sexua­les entre niños y adultos— con la violación, la agresión, el maltrato, etc. En los setenta Leroy G. Schultz (1973) hacía algo similar. Destaca­ ba que los efectos de la victimización en estos casos habían sido exagerados, tanto a corto como a largo plazo. Para ello insistía en que únicamente un 5% de estas ofensas incluían la violencia física. Por el contrario, señalaba, la mayoría de los niños que habían tenido ex­periencias sexuales con adultos sin que la vio­lencia fuera empleada, vivían estos hechos como no traumáticos y se sentían partícipes de una relación afectiva. La culpabilidad en las víctimas suele estar ausente, pero puede ser propiciada por los padres o durante el proceso judicial.

Hoy en día la ausencia de violencia es sim­plemente interpretada como un reflejo de que mediante el engaño y el abuso de poder o de confianza los agresores pueden lograr sus objetivos. Si no fuera así, se supone, la violencia haría presencia en un mayor número de ca­sos. El que un adulto no utilice la violencia en es­tas experiencias ya no es un atenuante para sus actos o reflejo de una naturaleza en esen­cia bondadosa. Ni siquiera puede ser reflejo de la naturalidad y espontaneidad con que en ocasiones estas relaciones pueden iniciarse y prolongarse en el tiempo. La ausencia de esa agresividad es simplemente indicio de la natu­raleza perversa que se esconde tras sus gestos aparentemente inocentes. La violencia perma­nece latente pues es una violencia disimulada, vil, premeditada y desleal. El agresor es si cabe más cobarde cuanto menos explícitas sean sus estrategias para aprovecharse de la víctima.

En resumen, la línea general que ha ido si­guiendo el discurso científico y social sobre el abuso ha sido la de ir rotulando como abuso cada vez más y más situaciones, por muy efí­meras e intrascendentes que pudieran ser. Puede que en su momento hablar en general de “incesto”, incluyendo casos no incestuo­sos, tuviera una utilidad social, al agravar la transcendencia del hecho. Puede que ahora suceda lo mismo con el término “abuso” que, inconscientemente, al menos en nuestro país, asociamos a lo sexual. Hablar ahora de agre­sión, como se está haciendo, no es una cues­tión baladí. El concepto de abuso sexual ha

triunfado y se ha impuesto para medir con la misma vara la infinita y variada realidad a la que nos remite. Ahora todo puede ser abuso y lo es en la misma medida.

CONSIDERACIONES FINALES

1. LA “CIENCIA” DEL ABUSO

Puede que la primera reacción científica al pe­ligro de las relaciones sexuales entre niños y adultos, proveniente en buena parte del cam­po de la Sexología, fuera a menudo la de mini­mizar o relativizar sus supuestos efectos noci­vos, según algunos por temor a que el señalar en exceso el peligro fuera en contra de los avan­ces habidos en cuanto a la libertad sexual (López, 1995; Tamarit, 2000). Ya hemos visto varios ejemplos al respecto. Sin embargo, esta pers­pectiva que tendía a reducir el daño en una parte significativa de los casos fue finalmente barrida del mercado científico y social en be­neficio de una postura más terrible del fenó­meno. La interpretación científica finalmente aceptada, con las oportunas excepciones, es la que otorga a estos hechos una gravedad y se­riedad que hacen prácticamente imposible cualquier cuestionamiento de la misma. El abuso sexual, diríamos, sigue siendo un tabú, pero ahora en sentido inverso ya que la prohi­bición está en no hablar de él o hacerlo de un modo distinto al establecido.

No estoy en condiciones de rebatir lo que la reciente ciencia del abuso ha dicho sobre el mismo. No puedo demostrar si es cierto o no lo es, si está científicamente fundado o no, aun­que los indicios que he presentado nos hacen dudar de mucho de lo que se ha dicho. Des­de luego que cuando Kinsey, Ullerstam u otros hablaban sobre el abuso, antes de 1975, no se había investigado tanto como se hizo a partir de esa fecha y sobre todo en la década de los ochenta. Puede que aquellos sexólogos y científicos de otras disciplinas estuvieran equivocados al no contar con una buena base empírica en la que fundamentar sus afirma­ciones. Así al menos lo sugieren autores como Finkelhor o López. Sin embargo tam­bién habría indicios que permitirían discutir dicho planteamiento.

Gran parte de los materiales que he traba­jado aquí son de los primeros años de la década de 1990 y muchos otros de años anteriores. En líneas generales, mi impresión es que lo que se ha escrito recientemente sobre el tema, al menos en nuestro país, va en la misma línea y en general los autores se han dedicado a insistir en las mismas ideas con algunos matices pero con el mismo mensaje de fondo25. No obstan­te, es significativo que en uno de los últimos textos de Finkelhor publicados en nuestro país (1999), y donde éste propone una supuesta teoría globalizadora para el estudio y com­prensión del maltrato infantil o del niño como víc­tima, también cuestione el mismo discurso científico sobre el abuso que él mismo, entre otros, ayudó a desarrollar.

Si bien en líneas generales viene a decirse lo mismo, es novedoso observar cómo Finkelhor reconoce que gran parte de lo que se ha in­vestigado sobre el abuso —que denomina el “paradigma convencional de la investigación del abuso sexual”— pretendía combatir escep­ticismos y demostrar el daño existente; con ello, y así lo reconoce, se favoreció un discur­so simplón que focalizaba en el abuso el ori­gen de todos los problemas que viven las per­sonas. El abuso sexual, explica, fue entendido como una experiencia traumática muy grave que tuvo mucho éxito y acaparó la atención de la sociedad y los científicos. Su auge en el campo científico y profesional se debió tam­bién al creciente interés que acaparó el mode­lo traumático en psicopatología desde el que se hacía especial hincapié en la importancia de las experiencias traumáticas para explicar la psicología del sujeto. En la búsqueda de cau­sas traumáticas sencillas y directas, el abuso sexual, como experiencia puntual, fue sin lu­gar a dudas uno de los mejores candidatos.

Aquello, defiende Finkelhor, no fue sino un error y ahora es preciso cuestionar aque­llas creencias que la ciencia estableció como ciertas para ir avanzando. El abuso, afirma

ahora, tiene lugar siempre en un contexto que es preciso tener muy en cuenta y que puede ser, si cabe, más importante que la experien­cia abusiva en sí para explicar las vivencias y posibles problemas de los individuos. Si en una persona que dice haber sufrido abusos en su infancia tenemos en cuenta los otros mu­chos problemas que esa persona pudo vivir al­rededor de ese abuso, entonces la correlación es­tadística entre abusos y patologías posteriores prácticamente desaparece. El modelo cate­quístico que enlazaba abusos sexuales y pato­logías futuras como si fueran relaciones inevi­tables era erróneo. La mayoría de las veces no se producen y a menudo no son ni estadística­mente importantes.

El abuso sexual, afirma Finkelhor, nos abrió las puertas al mundo de la victimología infantil: “Pese al relativo abandono y, en oca­siones, menosprecio en que se encuentra el estudio sobre la victimización infantil, una de sus formas no ha sido ni mucho menos desa­tendida o minimizada: el abuso sexual. Por el contrario, este tema ha adquirido durante la última década en Estados Unidos el rango de problema social gracias, sobre todo, al incre­mento del nivel de concienciación de la sociedad. Por su notoriedad, el abuso sexual ha sido el vehículo que nos ha permitido adentrarnos en este ámbito para, así, entender mejor muchos as­pectos relativos a la victimización infantil y también sobre las políticas de apoyo a las vícti­mas infantiles, así como las limitaciones de las mismas.” (Finkelhor, 1999: 199). La pregunta que nos podríamos hacer es, pues, qué es lo que tuvo ese abuso que logró esa conciencia social y facilitó ese avance científico del que nos habla Finkelhor.

2. LA MALDICIÓN DEL SEXO

Además de esos tres elementos que he se­ñalado como propios del discurso científico sobre el abuso —su talante de gran verdad, su gravedad y su extensión—, sería oportuno se­ñalar un cuarto eje vertebrador que da cuenta de gran parte de lo que se ha dicho al respecto. Me refiero al enorme poder que parece poseer el sexo para hacer daño y el particular modo en que ejerce dicho poder.

Curiosamente Ofshe y Watters, en su análi­sis del movimiento de recuperación, llegan al mismo tipo de preguntas que las que uno puede hacerse cuando revisa la literatura so­bre los abusos. Se interrogaban estos autores sobre las causas de que el trauma sexual en la in­fancia sea tan dramático que la represión del mismo resulte más que habitual y que ésta no se dé en otro tipo de experiencias —como el maltrato físico— que no son reprimidas, máxi­me cuando muchas veces los niños no distin­guen entre tocamientos correctos o incorrec­tos, sexuales o no. ¿Qué es lo que tiene el sexo para hacerlo tan terrible que deba ser re­primido en lo más profundo de la memoria hasta que el terapeuta llega para recuperarlo? A ello deberíamos añadir, ¿qué es lo que tiene el sexo para provocar tanto sufrimiento?

También Nathan y Snedeker, al hablar del abuso ritual, se preguntan cómo fue posible que en un momento dado se le diera al abuso sexual una importancia y gravedad que sor­prendentemente le fue restada a otros tipos de maltrato como el físico o el abandono. La pobreza y la marginalidad, la violencia y la ne­gligencia, fueron relegadas a un segundo pla­no e incluso atenuadas en su trascendencia, en beneficio del abuso sexual.

Ofshe y Watters señalan cómo el modelo o paradigma humano y terapéutico propuesto por Freud queda reflejado en los fundamen­tos de los teóricos de la recuperación. Desde sus ideas sobre el inconsciente hasta el recur­so terapéutico de la libre asociación, como en su teoría de la represión o de la interpretación de los sueños, el psicoanálisis se encuentra en la base de este nuevo modelo clínico. Pero Ofshe y Watters fracasan en señalar lo que es una herencia del psicoanálisis cuando menos igual de importante. Me estoy refiriendo al pa­pel que tuvo Freud en situar nuevamente el sexo, como libido, y muy especialmente aso­ciado a la infancia, en el centro del psiquismo humano. Lo genital, como equivalente de sexo o deseo, se constituyó —o deberíamos

decir que se reafirmó— como símbolo obligado para la comprensión de la psicología de los in­dividuos, reforzando así el clásico modelo del locus genitalis e incluso su asociación con nuestro lado más instintivo y animal (Amezúa, 1999). Con Freud el sexo volvió nuevamente a situarse en las partes bajas de los sujetos y cobró de nuevo una importancia que no dejaría de tener hasta la actualidad.

La conclusión de Ofshe y Watters era radi­cal: hemos convertido un horror de esta so­ciedad, el abuso sexual a los niños, en una ver­dad universal y eterna; el incesto, o el abuso sexual en general, se ha transformado en uno de los más horrendos crímenes de los que se puede ser víctima. De ahí que al final poca im­portancia tengan las vivencias de los niños, puesto que éstas sólo son utilizadas para rea­firmar nuestro horror al abuso. Lo importante es que tenemos la firme e incuestionable creencia de que vivir este tipo de experiencias es lo más terrible que nos puede suceder. De ahí que el abuso sea aislado como objeto de vene­ración por encima del maltrato físico, la po­breza, la marginación o incluso sobrevivir al holocausto nazi. A ello hemos de sumar que hemos quitado importancia a toda diferencia entre una experiencia abusiva y otra; por ejemplo si la experiencia es o no violenta. Así toda experiencia de abuso, sea del tipo que sea, fue considerada como grave y dolorosa (Ofshe y Watters, 1996: 31).

El abuso sexual como nuevo peligro emer­gió precisamente en un contexto histórico y geográfico donde lo sexual adoptó nuevamen­te su presencia más amenazante. Ello no debió ser difícil ya que la tradición se remontaba a siglos de historia occidental. No obstante, no creo que se tratara sencillamente de un movimien­to antisexualista, por utilizar el término de Money (1999), aunque algo de ello hubiera. Más bien se trata del valor del sexo para confi­gurar lo social, como sugería Foucault, dado su excelente poder estratégico. Ciertos intere­ses ideológicos asociados a la cultura del victi­mismo crearon el contexto propicio. El sexo fue nuevamente instrumentalizado para com­ batir el patriarcado o la decadencia moral de la sociedad. El sexo fue progresivamente asocia­do al daño, y en la obsesión por evitar todo trauma, la lógica social acabó desembocando en lo irracional. Los grupos sociales e institu­cionales relacionados con la protección de los menores, hasta entonces más preocupados por otras formas de maltrato, no fueron inmunes a estos nuevos combates.

Krauthammer (1994) se sorprendía de que, se­gún las estadísticas, hoy en día el maltrato fue­se diecinueve veces más frecuente que hace treinta años. Parece que la explicación está en que sencillamente el número de denuncias ha aumentado de una forma impresionante. Lo curioso, añade, es que el número de denuncias rechazadas por falta de pruebas ha aumentado al mismo ritmo —según él, dos de cada tres denuncias son infundadas—. Esto, desde su punto de vista, no sería sino reflejo de una hi­persensibilidad hacia el maltrato que choca con la indiferencia con que tratamos los crímenes ordinarios. Además del aumento de las denun­cias y de otros factores como los cambios en la va­loración moral del castigo físico, se añade un tercer elemento explicativo del problema. Se­gún Krauthammer hemos visto nacer una ideo­logía de la violencia contra los niños bajo cuyos efectos los profesionales, creyendo en la exis­tencia de una violencia endémica, habrían ido a la caza y captura del maltrato e incluso lo ha­brían inventado allí donde no lo hallaban.

Los investigadores se hicieron partícipes de di­cha lógica y colaboraron en una sospechosa búsqueda de ese nuevo y temido daño. El fenó­meno de los abusos rituales o el movimiento de recuperación no fueron sino productos de esa misma lógica llevada a sus últimas conse­cuencias. Su vertiente profesional permitió el desarrollo de una floreciente industria del abu­so sexual que desembocó en sospechosas ofertas terapéuticas y confundió hasta límites insospe­chados el mundo de la ayuda con el mundo del castigo. La crítica final de Ramey (1979) a lo que entonces era un incipiente temor, hacía re­ferencia al flaco favor que en su opinión se es­taba haciendo a la población en general al dra-

matizar innecesariamente experiencias que a menudo son vividas sin ningún sufrimiento. El sensacionalismo de los medios de comunica­ción, sumado a la creciente asociación de esos hechos con la violación, el maltrato infantil, la violencia, etc., lo convierte en chivo expiatorio al que es fácil recurrir para explicar los proble­mas de cada uno. Las historias publicadas por todas partes acaban generando modos nuevos, y más problemáticos, de interpretar las experiencias personales. Además, a partir de estos discursos las familias van a temer cualquier contacto físico que pudiera sospecharse preludio de lo sexual. El daño en este caso podría ser mayor, alerta el autor.26

El nuevo peligro del abuso sexual tuvo en ese fanático contexto sus orígenes o su gran momento de esplendor, auspiciado en buena parte por una supuesta ciencia del abuso. No­sotros, para bien o para mal, somos herederos de todo aquello. Es verdad que aquéllos que han escrito sobre el abuso han insistido en que no se trata de negar la sexualidad infantil o el valor que la sexualidad y sus placeres tienen para todo ser humano. Es cierto que en dichos tra­bajos no se observa necesariamente una visión negativa de la sexualidad en general. Pero es igualmente correcto afirmar que, al otorgar tan­ta trascendencia y tanta gravedad a las expe­riencias entre adultos y niños donde la sexuali­dad tiene algo que ver, no hacen sino reafirmar el maléfico poder que desde antiguo ha tenido el sexo. El tratamiento social y científico de las re­laciones sexuales entre niños y adultos ha estado plagado de dramatismo. He expuesto su histo­ria, al menos parte de ella, y las formas del peli­gro. La pregunta ahora es si somos capaces de tratar el tema de otro modo y sin que a la par se nos acuse de tolerar o propagar ese gran ho­rror. Ahí está el reto.

Notas al texto

 

1 El presente artículo es un resumen de los primeros capítulos de mi tesis doctoral titulada “Sexo, infancia y justicia. Analisis crítico del discurso público y la práctica profesional en los casos de abusos sexuales a menores”. Con el fin de reducir su tamaño y adaptarlo a este formato, han sido eliminados, en la medida de lo posible, los datos y comentarios más accesorios, ilustrativos o aclaratorios de lo aquí expuesto.

2 Para el desarrollo de este apartado dedicado al «abuso ritual» me basaré fundamentalmente en la investi­gación de Nathan y Snedeker publicada en su libro “Satan’s Silence” (2001).

3 Este síndrome proviene al parecer de las secuelas en los soldados de la guerra de Vietnam.

4 Para el desarrollo de este apartado me voy a basar sobre todo el la obra de Ofshe y Watters (1996) Making Monsters. False memory, psychotherapy and sexual hysteria. University Of California Press. Berkeley. Los Angeles. Se puede considerar que la práctica totalidad de los datos sobre el movimiento de recuperación aquí manejados pertenecen a estos autores, con lo cual evitaré el exceso de referencias bibliográficas que sólo añadiré cuando sea obligado.

5 Citado en Ofshe y Watters, 1996: 80. La obra de Bass y Davis fue publicada en 1995 en España.

6 Andrea Dworkin es una destacada feminista que lideró el movimiento antipornografía.

7 Perteneciente al prólogo a la edición española escrito por Belén Nogueiras y mujeres del Equipo del Espacio de Salud para Mujeres Entre Nosotras.

8 En mi opinión, sería de interés llevar a cabo un estudio pormenorizado sobre cómo, cuándo y dónde emergió la inquietud por el abuso sexual infantil, similar al llevado a cabo por Pfohl (1977) sobre el mal­trato físico y el papel de los radiólogos en su aparición pública.

9 Las referencias a estos autores son comunes en artículos y libros de Estados Unidos o Gran Bretaña, pero también en trabajos publicados en Alemania (véase Ullmann y Hilweg, 2000) o en España. En este último caso se puede echar un vistazo a la revisión de Cantón y Cortés (1997), los diversos trabajos de López sobre la materia (1993; 1994) o el manual de Vázquez Mezquita (1995) orientado a la práctica forense.

10 Destacan por ejemplo Herman, Briere, Williams, Putnam o Summit.

11 Su revista es la de Journal of Interpersonal Violence.

12 En concreto me refiero a Williams, L.M., Briere, J., Conte, J., Herman, J. y Schatzow, E.

13 Chrysalis. 1: 31–45. En este trabajo Rush hace referencia a la supuesta negación que Freud llevó a cabo sobre la veracidad de las memorias de abuso de sus pacientes.

14 New York. Prentice–Hall. Bass y Davis, autoras de El coraje de sanar, describen el libro de Rush como un “Lúcido análisis feminista del abuso sexual a los niños desde los tiempos bíblicos hasta el presente. Rush fue la primera en dejar al descubierto el encubrimiento de Freud” (1995: 589).

15 Es curioso cómo este mismo autor planteó una teoría propia sobre el apego que, según él mismo indi­ca, es presentada como sustitutiva del Edipo Freudiano permitiendo quitar toda responsabilidad de seducción al niño ya que el apego, afirma, es una necesidad de intimidad afectiva que no tiene nada de sexual. (López, 1993: 222).

16 Summit, R. (1983) Child abuse and Neglect 7: 177–93. Ha escrito también artículos sobre la represión de los recuerdos del abuso o sobre la negación social a reconocerlos.

17 “Believe the children”. Éste es el nombre del movimiento que fundaron los padres del preescolar McMartin tras las supuestas alegaciones de abusos rituales por parte de los profesores en 1983. Las acu­saciones nunca fueron demostradas. Ver por ejemplo Money, 1999.

18 Cambridge: Harvard University Press.

19 Herman, J.L., Schatzow, E. (1984) “Time–Limited Group Therapy for Women with a History of Incest.” International Journal of Group Psychotherapy. 34 (4): 605–16.

20 Psychoanalytic Psichology 4(1): 1–14.

21 New York. Basic Books.

22 Ofshe y Watters ilustran ese déficit metodológico característico de la investigación comentando la histó­rica discusión sobre si la bulimia era reflejo de una experiencia de abuso sexual en la infancia. La bulimia ha contado con diversas teorías explicativas, desde alteraciones bioquímicas hasta modelos culturales de belleza o tipos de relaciones familiares. Es a finales de los ochenta, paralelamente al desarrollo del movimiento de recuperación, cuando se plantea el abuso sexual infantil como origen de dicho trastorno alimentario. Se llegó a plantear que era posible sospechar de abusos en cualquier paciente de trastornos alimenticios —anorexia y obesidad incluidas— y que el 90 % de estas personas habían sufrido abusos sexuales. Posteriormente los autores citan algunos estudios que precisamente niegan cualquier tipo de correlación entre ambos fenómenos y que cuestionan metodológicamente la validez de otros trabajos que sí las relacionaban significativamente.

23 (1986) “Impact of Child Sexual Abuse: A Review of the Research” Psychological Bulletin 99: 66–77.

24 En el caso de los hombres esta categoría ascendía al 44’78%

25 Ver por ejemplo Cantón y Cortés (1999) o Echeburúa y Guerricaechevarría (2000).

26 Algo similar es lo que sugería Ullerstam (1999) ya en 1964.

 

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Reflexiones y propuestas de modificación
acerca del hecho sexual humano

Silberio Sáez Sesma *
* Instituto de Sexología AMALTEA. Pª Sagasta 47, 2° E. Zaragoza 50007. E–Mail: amaltea@institutoamaltea.com

A Efigenio Amezúa.

Porque para llegar más lejos, primero hay que estar de viaje. Y fue él quien me puso en el camino.

Si partimos de que el Hecho Sexual Humano (HSH) se distribuye y articula en 4 registros (sexo, sexualidad, erótica y amatoria), la principal propuesta de estas líneas es que, consi­derando a este HSH como el mapa con el que acceder al territorio de la realidad sexual, creemos que hay una deficiencia (en el sentido “insuficiente” más que en el de “incorrec­to” o “inexistente”) en este mapa, sobre todo en el 3° y 4° registros: Erótica y Amatoria. Creemos que existen una serie de razones que explican la situación actual en lo que noso­tros consideramos una Sexología “hipererotizada”. Algunas de estas razones son de tipo histórico; otras son por hegemonía de conceptos políticamente correctos (más allá de su validez científica: sexo, versus género); otras son técnicas (terapia sexual),... Pero más allá de esta explicación, el ámbito de la Sexología no ofrece un marco para estudiar de forma coherente lo que venimos llamando “caracteres sexuales terciarios”; o dicho de otro modo, aquellas expresiones sexuales (que difieren en hombres y mujeres) más allá del terreno erótico o amatorio (en el intercurso corporal, sus deseos, correlatos previos o concreciones más reales...).Por último, proponemos una nueva articulación encaminada a “sumar” nuevos campos de estudio y aplicación de cara al futuro de la Sexología.

Palabras clave: Sexo, Género, Sexualidad, Sexología, Caracteres Sexuales Terciarios.

REFLECTIONS AND MODIFICATION PROPOSALS ABOUT HUMAN SEXUAL ACTIVITY

If we start from the fact that Human Sexual Activity (HSA) is distributed and articula­ted in 4 registers (sex, sexuality, eroticism and “amatoria”); the main proposal of this paper is that, taking HSA as the map to access the territory of sexual reality, we think that there is a deficiency in that map (in the sense of “insufficient” rather than “inco­rrect” or “inexistent”), especially in the 3rd and 4th registers: Eroticism and “Amatoria”. We think that there is a number of reasons that explain the present situa­tion in what we consider a “hypereroticised” Sexology. Some of those reasons are his­torical, other reasons come from the hegemony of politically correct concepts (beyond their scientific validity: sex vs. genre), and others are techniques (sexual the­rapy). But beyond this explanation, the field of Sexology does not offer a framework to study in a coherent manner what we have called “tertiary sexual characters”; in other words, those sexual expressions (which differ between men and women) beyond the erotic or amatory terrain (in corporal intercourse, their desires, prelimi­naries or the actual performance...). Finally, we propose a new articulation that tries to “add” new fields of study and applications for Sexology in the future.

Keywords: Sex, Genre, Sexuality, Sexology, Tertiary Sexual Characters.

 

Partimos de que el Hecho Sexual Humano1 se distribuye y articula en 4 registros.

Resumiendo al máximo esta articulación, podríamos definir de forma breve estos cua­tro grandes registros, del siguiente modo:

1º. Sexo (sexuación)2: como resultado de los procesos de sexuación, que van constru­yendo la realidad de hombre y mujer.

2º. Sexualidad: como vivencia personal e irre­petible de esos procesos de sexuación.

3º. Erótica: como deseo y expresión del hecho de ser y vivirse como seres “sexuados”.

4º. Amatoria: concreción de la erótica en la interacción corporal y sus correlatos.

La principal propuesta de estas líneas es que, si consideramos el HSH como el mapa con el que acceder al territorio de la realidad sexual, creemos que hay una deficiencia (en el sentido “insuficiente” más que en el de “inco­rrecto” o “inexistente”) en este mapa, sobre todo en el 3º y 4º registros.

RAZONES DE UNA SEXOLOGÍA “HIPEREROTIZADA”

Creemos que existen una serie de razones que explican la situación actual en lo que nosotros consideramos una Sexología “hipe­rerotizada”. Algunas de estas razones son de tipo histórico, otras de “comodidad”, otras influidas por las demandas de los usuarios... En suma, creemos que no es casual que nos encontremos donde estamos.

Sin embargo, y teniendo en cuenta las actuales líneas epistemológicas, creemos que estamos en disposición de trascender algunas limitaciones, que imposibilitan el “avance sexo-lógico” anclado en los últimos “posos” del viejo paradigma. Eso sí, para los amantes de las hogueras y los derribos, se trata de proponer una reforma en lo referido a “sumar”, no a cuestionar la validez de lo propuesto hasta ahora. Se trata de ampliar o redistribuir, no de eliminar y demoler. Las nuevas propuestas hubieran sido impensables sin las precedentes.

Aunque la antigua meta se quede corta, el nuevo destino no es posible sin partir de lo andado, que seguirá formando parte inevita­ble del nuevo trayecto.

Razones históricas

La erótica tiene algo por definición “incó­modo” para cualquier ciencia que se tilde de moderna. Por una razón evidente, en la eróti­ca está (también y entre otras muchas cuestio­nes) lo atávico3. Esta erótica trasciende la dis­yuntiva voluntaria entre lo racional y lo emoti­vo, abocándonos irremisiblemente a su “dia­léctica”, dado que muchas veces esto segundo está por encima de aquello primero. Esto últi­mo es, sin duda, una de las razones que más asustan y que fundamentan una cierta huida del abordaje científico de la misma.

La religión y el moralismo, la medicina en tanto salud, el feminismo y, posteriormente, las corrientes de “lo políticamente correc­to”..., molestos con la incomodidad que supo­ne asumir el mundo del deseo (sexuado inevi­tablemente), nos llevan de forma paulatina al género y a la renuncia al sexo, al comprobar (al menos intuir o atisbar) lo farragoso y res­baladizo del terreno.

Todo modelo que propone un “deber ser sexual4” se puede ver cuestionado en un ins­tante por una fantasía o un deseo que se nos impone dentro de la más absoluta “incorrec­ción”. A partir de ahí, no han sido muchas las ciencias interesadas en atisbar en este mundo. Sí en controlarlo, normalizarlo, negarlo o reducirlo; pero no ha habido un excesivo inte­rés en su comprensión.

En cambio los sexólogos hemos hecho de la erótica nuestro “buque estrella”. Dado que nadie miraba, los que más miraron fueron los “únicos” (estoy exagerando) que estuvieron en condiciones de aportar alguna luz sobre ella.

Históricamente nadie nos ha discutido este territorio (debido, como decíamos más arriba, a su incomodidad y farragosidad) y por ello hemos considerado la erótica como la “expresión sexual” por antonomasia. Pero implícitamente hemos asumido esa reducción del sexo a erótica, dado que ahí nadie nos estaba haciendo sombra en el terreno científi-

co (no era un campo apetecible y las aporta­ciones eran escasas desde fuera). A lo sumo, se accedía a lo erótico como una dimensión de la personalidad, de la biología, de lo social..., pero no como entidad propia; algo que sólo se ha hecho desde la Sexología5.

Como en el ser humano, por propia evolu­ción de la filogenética, la sexualidad transcien­de la exclusividad reproductiva (algo que, por otra parte, seguimos manteniendo en nuestra raíz de “especie”) y va más allá de sus implica­ciones; el sexo pasa a ser una realidad más extensa. De ahí su “extensión” e “inervación” en los ámbitos psicosociales que acabarán dando como resultado los caracteres sexuales terciarios.

Éstos ya no estarán tan influidos (en el sentido “directo”) por la raíz filogenética (tan atávica ella, irracional, de imagos y deseos incontrolados) y su estudio (análisis, cuestio­namiento, escrutamiento...) será más apeteci­ble para otras ciencias; eso sí, cambiándole el adjetivo sexual (dado que éste entronca con la “erótica” tan salvaje e incómoda, tan poco humana o tan primitivamente humana ­ según se mire—) y buscando otros más “ade­cuados”. El género encaja bien, aunque en el pasado han encajado otros conceptos, y ya hay otros que se van anexando para suavizarlo y por tanto “solaparlo”6.

Partimos, pues, de que la erótica tiene una base filogenética más antigua y primitiva; es sin duda la expresión sexuada por antono­masia. Pero con el desarrollo humano (en el sentido filogenético) la sexualidad, como venimos diciendo, trasciende lo reproducti­vo y, por tanto, lo sexual también irá más allá de lo erótico.

En el ámbito de aplicación terapéutica sabemos que es la “principal” vía de entrada; pero sabemos que hay “más”; y ese “más” también es sexual.

Esta mezcla atávica de lo erótico (deseos inadmisibles desde lo psico–social, difícil­mente observables en su vertiente virtual y, por tanto, poco “apetecibles” en el plano de las ciencias) ha provocado la huida al género.

Es como si se hubiese percibido que “si esto es el sexo: ¡mejor dejarlo!”. Nos pone ante nuestra raíz más profunda y perversa. La bús­queda del otro de forma ineludible7: sin esté­tica social.

De todos modos, a pesar de lo que consi­dero un error de enfoque actual o falta de coherencia con el “nuevo paradigma”, la Sexología ha sido valiente y la entrada de la amatoria como registro (aún cuando lo consi­dero excesivo a efectos clasificatorios) es un ejemplo de asunción total de la erótica (a pesar de su “farragosidad e incomodidad”) en una de sus derivaciones más “reales” y “demandadas” en el plano de la Sexología aplicada.

Es la erótica lo que explica lo inexplica­ble8, y por tanto incómodo. Lo atávico (lo eró­tico) está debajo y eso a veces nos inquieta, nos asusta y una salida es huir científicamente de lo que consideramos “irracional”, “injusto”, “incoherente”...

Pero alguna influencia tendrán que tener, por mucha cultura que hayamos construido, las primitivas implicaciones filogenéticas del sexo. Ésta es su base y a partir de ahí crecemos; pero no podemos negar su base por el temor ante sus “manifestaciones” tan “ambivalentes”.

Si bien los sexólogos hemos hecho de la erótica nuestro “buque estrella”, creemos que ha llegado el momento de ampliar la flota: de que lo erótico no sea lo único (aún cuando pudiera ser lo más importante, algo que tam­poco está del todo claro; más bien lo original o “primero”).

Sexo versus género

El género se ha movido por “nuestro” territorio (sexo) negando su pertenencia a él; pero la Sexología (en tanto ciencia que estu­dia el sexo) no ha sido capaz de adentrarse en ese territorio (que ciertamente intuía como propio, pero en el que no acababa de entrar) al carecer de la cartografía adecuada.

El género, en cambio, ha sido tozudo al percibir un “territorio incuestionable”, a pesar de carecer de un mapa original con el que recorrerlo. Para ello se han improvisado otros mapas (psicológicos y sociológicos, sobre todo) que negaban o separaban al género de su propia esencia (el sexo): de ahí la compul­sividad de negarse y percibirse como lo dife­rente al sexo (dado que el mapa de entrada estaba siendo otro); reduciendo éste a lo bio­lógico o, a lo sumo, a su expresión erótica.

Habrá que admitir que el mapa sexológico no estaba adaptado aún para el nuevo territo­rio (nuevo, en tanto exploración; que no en lo referido a su existencia).

Se reivindicaba la propiedad de ese territo­rio; pero ha habido una incapacidad científica para explorarlo, recorrerlo y aún más para “explotarlo”.

Creo que, con alguna de las reflexiones que ofrezco, estaremos en condiciones de avanzar, en el sentido expansivo, más allá de los límites actuales (eróticos y amatorios) de la expresión sexuada. No sólo debemos pasar de los genitales al cuerpo y sus encuentros; sino de estos cuerpos al “sexo total”.

Y, en tono de autocrítica, acceder a las car­tografías realizadas por las ciencias afines en este territorio, aún cuando nos “nieguen” en el plano “testimonial”; dado que lo importan­te, a la postre, es el conocimiento del Hecho Sexual Humano en todas sus dimensiones.

Razones técnicas: la terapia sexual9

Resulta evidente a todos los efectos, que como ninguna otra disciplina ha ambicionado el terreno de la erótica (por las razones ya expuestas) uno de los campos privilegiados de aplicación sexológica ha sido sin duda la terapia sexual.

De hecho, dado que las demandas en este ámbito se han convertido (junto con la educa­ción sexual) en una de las posibilidades profe­sionales más claras de la Sexología, aparecen y se desarrollan toda una serie de recursos encaminados a los procesos terapéuticos.

Cuantitativamente, esta producción está muy por encima de cualquier otra, hasta tal punto que cobra magnitud suficiente para consolidarse como una “rama propia” dentro de la Sexología.

A efectos de aplicación, requiere una espe­cificidad superior a la erótica. Y por razones de este tipo aparece y se propone como cuar­to registro la amatoria10. Registro que crea y fomenta sus propios recursos. Pero no debe­mos olvidar que la amatoria, en tanto catego­ría referencial, viene avalada por la “aplicabili­dad” de la Sexología; es decir, no vamos del planteamiento teórico a la “aplicación”, sino que la aplicación “demandada” acaba impo­niendo una nueva categoría referencial, al atis­bar un amplio espacio que (aún pertenecien­do o siendo una —no “la”— “plasmación” de aquel) en lo referido a magnitud puede com­petir con el espacio anterior. Además, exige unas herramientas técnicas en correlación con las demandas que hace pensar su posibilidad de trascender la erótica.

Creemos que esto “justifica” la aparición de este cuarto registro, aun cuando se rompa la coherencia lógica en la reflexión del nuevo paradigma.

Especialización–limitación terapéutica

Cierto que la amatoria sirve para especifi­car el estudio y los recursos destinados al encuentro erótico. En la medida en que las demandas se adecuen a nuestros recursos, la aplicabilidad será efectiva. Pero en ocasiones (más allá de la demanda de los usuarios) lo “amatorio” tiene que ver con “expresiones sexuadas no eróticas”; pero en este caso la propia articulación del registro “amatoria” impide la búsqueda de nuevas herramientas.

Si el mapa es pequeño no podemos acce­der a nuevos territorios. Y no olvidemos que la terapia es una herramienta, si ésta no tiene en cuenta la dimensión real de su aplicación, acabará siendo deficiente, cuando no tenga­mos la suerte de que la demanda se ciña exclusivamente a las posibilidades técnicas que disponemos. Pero la ciencia, y como tal la Sexología lo es, debe ofrecer técnicas para la globalidad de sus posibilidades, sean estas fre­cuentes o raras, demandadas o no.

El territorio es la base para construir los mapas; no son los mapas los que definen el

territorio, sino los que lo reflejan e interpre­tan para acceder a él con el máximo rigor posible. Urge una revisión profunda del mapa sexológico.

Los caracteres sexuales terciarios

La recuperación por el interés científico en los caracteres sexuales terciarios, como fenó­menos y como vivencia sexuada, nos pone en la tesitura de incluirlos a su vez en las biografí­as sexuadas y en las expresiones sexuadas.

Podríamos incluir apresuradamente los caracteres sexuales terciarios en “sexua­ción”, en el primer registro; pero en ese caso, también debería ser incluida la erótica. Dado que la erótica también se puede entender como un nivel “transversal” en continua sexuación y dado que ofrece resul­tados diferenciales en función del sexo. Por tanto, si erótica es expresión, todos los caracteres sexuales terciarios no–eróticos también deberían serlo. Pero, ¿cómo llama­mos sino a la expresión no–erótica (ni ama­toria) de lo sexuado?

La nueva terapia sexual requiere herra­mientas de abordaje para estos caracteres sexuales terciarios, aún cuando nuestro arsenal terapéutico esté basado en lo eróti­co y en lo amatorio. Si tenemos en cuenta que en ocasiones no se puede deslindar lo uno de lo otro, habrá que ampliar las posibi­lidades terapéuticas de las actuales herra­mientas clínicas.

Otras razones históricas11, para resituarnos.

Aunque a principios del siglo XX las cosas no estaban tan claras, con el devenir del tiem­po el psicoanálisis en tanto corriente científica ha tenido un éxito incuestionable.

Si personalizamos éste en Freud, frente a lo que podría haber sido otra propuesta de sexua­lidad, en Ellis, podemos hacer algún matiz.

El concepto de sexualidad de Freud está basado en la libido; tiene por tanto unos refe­rentes “eróticos” más que “diferenciadores”. A principio de siglo, esta propuesta competía con otra más “diferenciadora12” y menos libi­dinal de Ellis.

La propuesta de Freud, acuciada por el “morbo” (la represión, canalización, exacerba­ción... de esta libido estaba en la base de las neurosis y psicosis) y la “perversidad” acaba enganchando más que la propuesta de Ellis; más encaminada al “conocimiento”, al “no–enjuiciamiento”, a la “variedad”, ... (más que a la patología propiamente dicha).

Ésta es sin duda otra de las razones de la “primacía de lo erótico” tras el triunfo13 de Freud, ante Ellis. Lo libidinal se impone y acaba dando al “sexo” una visión que encaja mejor en lo erótico. A raíz de ahí venimos arrastrando una “hipererotización” del sexo, que tiene aquí otra de sus bases históricas.

El cambio de paradigma

Recordemos el nuevo paradigma en el que nos encontramos, tras el tránsito del “locus geni­talis” al “locus sexualis”. Dado que pretendemos un encuadre sexológico, entenderemos este pla­neamiento desde el “nuevo paradigma” frente al anterior paradigma del “locus genitalis”. Salto de paradigma que se plantea ya en el s. XVII y que con más o menos suerte va circulando por los s. XIX y XX. El punto de enfoque será entender al hombre y la mujer (los sexos) como el objeto de estudio, en tanto que seres sexuados.

El foco estará en el hombre y la mujer cómo productos: procesos que llevan a resulta­dos. Nos interesa por tanto cómo se van haciendo y construyendo. El foco no estaría ya en lo genital (ni en su derivación reproductiva o en su reacción hedonista), sino en el hecho de ser (y de hacerse continuamente) hombres y mujeres.

Desde el sentido etimológico del término, esto sería obvio; pero este extremo no siem­pre ha quedado claro: sexos, (sección), sexare (separar).

Se trataría de entender el sexo como aque­llo que “separa” y “distingue”, con dos resulta­dos: hombre y mujer. Y la Sexología sería la “logía” que tiene por objeto este “sexo”. Obvio; pero evidente.

La erótica y la amatoria, con todo respeto, no se sostienen tras 5 minutos de aplicación lógica del paradigma de los sexos. Si el refe­rente es el sexo, en tanto hombre y mujer, la erótica no es la “expresión del hecho de hacerse y vivirse hombre y mujer”, sino una expresión. Es decir, hablamos de la diferencia entre “una” expresión y “la” expresión del hecho de ser sexuados.

Dicho de otro modo, ¿qué hacemos con las expresiones sexuadas no eróticas? Un ejemplo serían los que venimos llamando caracteres sexuales terciarios.

Éstos no tienen cabida en la erótica ni en la amatoria (tal como las entendemos); pero son una expresión inequívocamente sexuada. Son un proceso de sexuación, como otros niveles, en su lógica y siguiendo unos pasos; pero se expresan como tales, de forma sexua­da y en tono diferencial.

Si usamos el sexo como referente tendre­mos que llevar esto hasta sus últimos extre­mos. La amatoria, en tanto registro del Hecho Sexual Humano, es sólo un acto de “nepotismo de la erótica” (enchufismo fami­liar). Una derivación de ésta que se convierte en nueva categoría.

La aparición de la amatoria como cuarto registro, no hace sino hipererotizar el objeto de estudio. No sólo no se puede reducir expresión sexuada a erótica (primera meto­nimia), sino que abrir una nueva categoría referencial considerando la amatoria como la conducta sexuada, es la metonimia de la metonimia.

Todo esto supone un error de diseño conceptual que nos impide “aprehender” una realidad más amplia. El mapa está equi­vocado (más bien es escaso) y queremos ver la realidad según el mapa previo. Pero este mapa es sólo una representación de aquella y no a la inversa.

Todas estas reflexiones nos dicen que habrá que modificar algún parámetro; pero esto es una gran noticia, dado que el territorio que reflejaba el mapa es claramente menor que el que nos “dice” la exploración del territorio.

Es una cuestión de cartografía. Si elevamos el punto de vista del genital, al cuerpo, pero también del cuerpo al “sexo”, es decir, de la erótica y la amatoria a las expresiones sexua­das totales, el territorio observado se amplía.

Que no tengamos aún tecnología para ini­ciar esa explotación es otra cuestión, pero los mojones, las mugas, los hitos... se han movido inevitablemente.

Planteamos una Sexología de tercera gene­ración: de locus genitalis al sexo. Pero del sexo seguimos anclados al cuerpo (genital por perigenital o lo encaminado al intercurso cor­poral, real o virtual). Seguimos en una Sexología “hipererotizada” y no tan “sexualiza­da” como el cambio de paradigma propone.

Hilando más fino, la erótica es una entre las “expresiones” sexuales y la amatoria es uno entre los posibles “encuentros” sexuales, aquellos que se derivan de la erótica; pero recordemos que, como también hay expresio­nes sexuales no eróticas, también habrá encuentros (y desencuentros) sexuales no amatorios.

Creemos que Amezúa lo explica de forma correcta en el nivel teórico14: No obstante, si tomamos en consideración la noción de pareja como el proyecto formado por dos sujetos cuyas estructuras, vivencias, deseos y conductas se encuentran como dos sexos que son, se podrán ver las cercanías entre lo que es terapia de pareja y terapia sexual. Otra cosa es que, por sexual se entienda la alcoba o el uso de los genitalia, es decir el locus genitalis antiguo separado de los suje­tos, según la noción de sexo falseada y no lo que dice relación a lo que cada sujeto tiene de más propio en dicha relación conjunta, que es el ser de uno u otro sexo.

Hasta este momento nada que objetar. Más bien al contrario, la falsa disyuntiva entre terapia sexual y de pareja, queda superada con la aplicación del nuevo paradigma en toda su extensión.

Pero una vez llegados a la aplicabilidad de este paradigma, nos encontramos con algu­nas reducciones que limitan lo planteado en

el aspecto más teórico. Lo que se conoce como diagnóstico sexual en el sentido más claro es en definitiva el de la situación de cada sexo con el otro o, si se prefiere, de cada sujeto en tanto sexuado. Esto y no otra cosa quiere decir sexual y no el relativo al ejercicio de su genitalia. Hasta aquí vamos en absoluta coherencia, pero al llegar a la con­ducta, a la plasmación, nos encontramos con: Todavía más: el ars amandi de cada sujeto, como desembocadura pragmática o visible de su dimensión sexual, es el que lo refleja y resume. Se trata pues de las interacciones de los sujetos sexuados como tales sujetos sexua­dos con otros sujetos sexuados.

Y aquí tenemos nuestra gran apuesta, cam­biar “las” interacciones por “unas” interaccio­nes. Están las bases en el plano teórico, pero se aplican con timidez y de forma limitada a efectos prácticos.

De todos modos, creemos que con esta nueva propuesta se pierde sólo en lo propor­cional (la erótica y la amatoria pierden estatus clasificatorio, rango en el ordenamiento); pero se mantienen intactas en su valor absolu­to (la erótica y la amatoria siguen siendo lo que antes eran y tienen la aplicación que antes tenían). Este cambio y reestructuración genera riqueza más que repartir miseria. El territorio que abarca el Hecho Sexual Humano se amplía, suma sobre la base ante­rior; pero necesita modificar sus mapas para acceder a terrenos colindantes aún sin explo­rar pero inevitablemente sexuados.

Reorganización

Aún cuando el objetivo de este texto era un cuestionamiento y reflexión sobre el orde­namiento y categorización del Hecho Sexual Humano, toda crítica que se precie debe ofre­cer al menos alguna alternativa.

Eso sí, llegados a este punto, lo hacemos por disciplina y coherencia, que no por “con­vencimiento absoluto” en lo que digamos o desarrollemos.

Dado que cuestionamos la erótica como la expresión sexuada, así mismo consideramos que la amatoria como tal es una consecuencia de la hipererotización de la Sexología; y que ambos extremos rompen la lógica que se pro­pone tras el cambio de paradigma. La nueva articulación podría ser del siguiente modo:

Primera alternativa: seguir en un modelo con tres registros.

1.          Sexo, tal cual estaba (eso sí, resolviendo la disyuntiva entre “sexo” y “sexua­ción”)15 como resultado de los procesos de sexuación.

2.          Sexualidad, en tanto vivencia del hecho de ser sexuado.

3.          Expresiones sexuadas (pido disculpas por la tosquedad del término y estoy abierto a cualquier sugerencia más certera) en tanto plasmaciones del hecho de ser y vivirse hombre y mujer. En el sentido individual o interaccional, siempre y cuando la clave sea el sexo.

·      La erótica sería una vertiente virtual de estas expresiones sexuadas en lo referi­do al “contacto corporal”.

·      La amatoria será la plasmación o una de las consecuencias interaccionales de esta erótica.

·      Y los caracteres sexuales terciarios serían todas aquellas expresiones sexuadas no–eróticas ni amatorias; pero sexua­das al cabo.

Segunda alternativa: pasar a un modelo con dos registros.

1. Sexo. Con un carácter mucho más amplio que en el formato anterior. Incluye todos los procesos de sexuación en el sentido general, con todas sus posibilidades, e incluyendo en estos procesos de sexuación la erótica, dado que es uno más de los niveles sexuados; también los caracteres sexuales terciarios, dado que comparten (según nosotros, claro) la misma lógica de sexuación que el resto de los niveles de sexuación. Este registro, en suma, hablaría de las “posibilidades” de los procesos de sexuación y explicaría en el plano general sus pormenores de génesis y evolución.

 

2. Biografía Sexuada. Sería la plasmación particular del proceso de sexuación en cada sujeto. El registro “sexualidad” de la propuesta anterior se incluiría aquí, dado que esto lleva a una vivencia irrepetible. Del mismo modo, y compartiendo virtuali­dad, la erótica concreta de cada sujeto, formaría parte de este registro. Así mismo la amatoria concreta de cada sujeto, fruto de sus peculiaridades, y los caracteres sexuales terciarios de cada sujeto entrarían en este registro. No en tanto explicación teórica general (para eso está el registro anterior), sino en tanto expresión peculiar dentro de una tónica sexuada general.

Somos conscientes de que este apartado lo escribimos en tono de “reto” y “provocación”, esperamos que sea entendido con el mismo talante abierto con el que ha sido escrito.

Y para acabar:

Un cuento16 “geo–político”

Las realidades geográficas están por enci­ma de las políticas. Es cierto que estas segun­das van a estar “influidas” por esas primeras, y que esta política quiera manejar y controlar esa realidad geográfica; pero ésta permanece como realidad más allá de lo que la política disponga, opine o proponga sobre ella.

Imaginemos un macizo montañoso, una cordillera (un territorio, al cabo): llamémosle sexo (la “cordillera sexo”). En esta cordillera hay una parte más accesible y visitable (cómo­da en suma), y otra más abrupta y escarpada, no siempre de fácil acceso.

Supongamos que, desde lo político, diver­sas “instituciones” (psicología, sociología, feminismo, antropología...) proponen que la cordillera no es una, sino dos: la accesible y la abrupta. Reivindican además el derecho a la exploración de esa parte amable (en el nivel de su susceptibilidad de abordaje científico) y niegan además, la relación de esta “parcela apetecible de explorar” con la “parte abrupta” de la cordillera, a la que no tienen la mínima intención de acceder. Por consenso o por el siempre devenir del destino, todas estas insti­tuciones políticas, no siempre bien avenidas entre ellas, acuerdan que el territorio apeteci­do (más accesible y cómodo) será denomina­do género.

Algunas de estas instituciones políticas desean integrar la “cordillera amable”, bautiza­da género, junto a los otros territorios (psico­lógicos, sociológicos, antropológicos...) pro­pios de su patrimonio histórico. Una vez hecha esta declaración política, cada una de estas instituciones procede a utilizar los mapas de referencia de sus territorios patrimoniales (psicológicos, antropológicos, sociales...) para “explorar” ese nuevo territorio.

Una firme convicción une a todas estas instituciones políticas al “explorar” el territo­rio género; éste es “modificable”, “transforma­ble” y, por tanto, tras las modificaciones opor­tunas, el territorio se “moldeará” y acabará guardando una coherencia con el resto de sus territorios patrimoniales.

Es decir, sólo la cercanía con la cordillera abrupta, ha hecho este territorio (no tan abrupto) ligeramente accidentado; pero, tras la separación, en el plano político, de este territorio abrupto, este nuevo territorio géne­ro dejará de ser accidentado.

Por otro lado, todas las instituciones políti­cas, exploradoras y reivindicantes del territo­rio género, se empeñan en reducir (política­mente) la “cordillera sexo” a sólo su parte abrupta y niegan (también en el plano políti­co) la pertenencia del territorio recién bauti­zado género a esta cordillera sexo.

Cómo suele ocurrir, una cosa es lo que la política dispone y diseña, y otra las realidades concretas. Como casi siempre, las realidades geográficas llevan unidas, generalmente por razones históricas (superiores o más allá de los “caprichos” políticos) una población, una demografía, unos pobladores.

Los pobladores de esta cordillera siempre han sido conscientes de la globalidad geográ­fica de su cordillera (valga la redundancia). Cómo decíamos antes, por razones históricas más amplias a las recién llegadas propuestas

políticas, pero a partir del presente más inme­diato, estos pobladores sólo tienen posibilida­des de supervivencia recluyéndose en la parte abrupta.

Cada vez que intentan acceder a la parte menos escarpada de la cordillera son “repeli­dos” por los nuevos inquilinos que a su vez reivindican como propio el territorio.

En la parte abrupta de la cordillera, a pesar de lo accidentado del terreno, no caben “competencias” políticas. Así pues, estos pobladores, a fuerza de vivir recluidos, acaban conociendo mejor que nadie nunca ese terre­no escabroso. Incluso la inaccesibilidad que de lejos se tiene de ella, comienza a convertir­se en “adaptación” y “medio de vida” para lo pobladores habituales.

Así las cosas, estos pobladores, siempre conscientes de la globalidad de la cordillera, van reduciendo sus incursiones, cómodas en lo geográfico, pero siempre complicadas en lo político, al territorio género.

Son conscientes de la pertenencia del género al conjunto global de la cordillera (aunque el mero hecho de denominarlo así les “enciende” las entrañas, fueron las institu­ciones políticas, que lo reivindican como ajeno a la cordillera, quienes lo denominaron así); pero van olvidando los pormenores del terreno no–pisado, no–frecuentado... Van desarrollando herramientas y formas de vida en el territorio abrupto con mayor habilidad y calidad que nunca, a pesar de las dificultades inherentes al terreno; pero paralelamente van perdiendo destreza, más que nunca, en el conocimiento del territorio no pisado, a pesar de ser menos inquietante (en lo geográfico, que no en lo político, claro).

Con el devenir del tiempo, los poblado­res van “asumiendo” la realidad política, pero nunca podrán (aunque quieran) olvidar la realidad geográfica. Su destreza en el conoci­miento de su terreno geo–político va en aumento, sus mapas van siendo fiables y seguros... Sin embargo, la parte del territorio geográfico no refrendado en lo político, se empieza a convertir en algo “extraño” (ya no por identidad o pertenencia, sino por “desu­so” y “ausencias”), sin herramientas con las que acceder y con consecuencias nefastas en caso de ser visitado... Así pues, por razones de comodidad y falta de cartografía, los pobladores dejan de acceder al territorio género.

En ocasiones, perciben que sus propios mapas necesitan referentes de la otra parte; pero prefieren convencerse de que sus mapas están bien hechos (lo mismo les sucede a las instituciones reivindicantes del género).

Paradojas del destino, para conocer un territorio que siempre formó parte de su reali­dad y que han dejado de visitar sistemática­mente, tienen que echar mano inevitablemen­te de los mapas de “quienes” negaron la uni­dad de ese territorio, pero que sí exploraron e investigaron de forma profusa. No cabe duda que con “errores”, dado que sus pautas carto­gráficas no eran las adecuadas, pero que, a base de andar y recorrer el terreno, han aca­bado dando alguna clave con la que “caminar” sin perderse en exceso.

Ante esta tesitura y llevados por el orgullo, algunos pobladores de la cordillera se nega­ron a emplear, siquiera a otear, estos mapas ajenos (recordemos que sólo la nueva deno­minación del territorio les “encendía”)... pero recluidos en su parte abrupta tampoco pudie­ron elaborar unos mapas propios con los que cartografiar el territorio cómodo y, en ocasio­nes, fruto de ese desconocimiento, sus pro­pios mapas, los de la parte abrupta, contenían errores de diseño.

En sus “declaraciones”, “en su esencia”, los pobladores jamás olvidaron la globalidad de la cordillera, pero llevados por sus límites políti­cos y por sus recursos geográficos, a veces confunden su “mapa” con su “territorio”.

La cordillera nunca dejó de ser una; y para entender una parte (sólo fracturada desde lo político) es preciso tomar la otra, dado que su misma división es un sinsentido geográfico. Los accidentes de una continúan en la otra y las curvas de relieve comienzan en una y se suavizan o escarpan en la otra.

 

Es una ingenuidad de los pobladores espe­rar que quien accedió al territorio amable con cartografía ajena esté dispuesto a cartografiar­la con los criterios propios. Más aún, que su cartografía los tenga en cuenta, ya que por la parte abrupta jamás mostraron interés alguno, a no ser para minimizarla en su relevancia.

Sin embargo, toda situación prolongada en el tiempo genera resistencia y temor al cambio, aunque este cambio forme parte de la esencia y la lógica en la más absoluta cohe­rencia. En el plano teórico los pobladores siempre reivindican la globalidad de la cordi­llera; pero para no parecer cartógrafos inep­tos, en ocasiones definen su territorio de acción en función del mapa disponible, de la parte abrupta (llegando incluso a minimizar la importancia de la parte no cartografiada; algo así como “la zorra y las uvas”, —lo mismo que curiosamente hacían las institu­ciones políticas reivindicantes del género con su parte abrupta).

No tenemos mapa; pero sí tenemos territo­rio. O dicho de otro modo, el territorio es supe­rior a nuestro mapa. Pero, ¿acaso esto es una mala noticia? ¿No sería mucho peor a la inversa? ¿Vivir engañados con un mapa que exagera la insignificancia de un territorio escaso?

Llegó el momento de la exploración. Perderemos barcos, encontraremos arrecifes, nos atascaremos..., pero, ¿qué es la ciencia? ¡Qué más da quien domine en lo político! La cordillera siempre estará ahí... ¿Y si los veci­nos políticos están un poco dormidos? Y ade­más: ¿qué es lo importante, ganar la pertenen­cia en lo político o completar los mapas en lo geográfico?

Ojalá los pobladores amplíen sus mapas, los de su territorio total, porque ellos saben que es todo uno. Además, las “realidades” políticas son efímeras, por largas que puedan parecer; pero las realidades geográficas siem­pre estarán por encima.

 

“Un poblador de visita en su propia casa”

 

 

Notas al texto

 

1 AMEZÚA, E. (1999), Teoría de los sexos. La letra pequeña de la sexología. Revista Española de Sexología, nº 95–96, Madrid. Instituto de Sexología.

2 Amezúa emplea el concepto sexuación; sin embargo en otro texto [Landarroitajáuregi, J.R. (2001) “25 Años del Instituto de Sexología (Una conversación teórica con Amezúa)”. Anuario de Sexología, nº 7, AEPS, Valladolid] se considera que el sexo sería un término más correcto y que englobaría la suma de “sexuación” (proceso) más “sexación” (etiquetado).

3 Entendiendo por atávico las raíces filogenéticas del ser humano (que como el resto de las especies con reproducción “sexuada”, poseemos), que nos impelen al “encuentro” partiendo de una necesidad de “perpetuación de la especie”.

4 En el sentido de modelo a imitar, de meta previa a lograr para entrar en lo adecuado, correcto, admisi­ble, evolucionado, moderno, moral...

5 Aquí ya tenemos un ejemplo histórico que nos entronca con la vía central de consolidación de toda cien­cia: las aportaciones, en el sentido centrífugo, frente a las “traducciones” y “adaptaciones” en el sentido centrípeto. La Sexología ha sido capaz de “exportar” o ser el “referente” en lo referido a la erótica.

6 En esta línea de “correción suavizante y solapadora” se moverían conceptos como educación afectivo–sexual o salud–problema psico–sexual.

7 Cuestionando de forma implícita la “voluntad” humana y poniéndola bajo alguna corriente incontrola­ble de la que no podemos prescindir.

8 A modo de ejemplo y reduciendo con objetivo didáctico: ¿cómo explicamos sino “mujeres chuleadas” por “hombres macarras” a cambio de una atención mínima? ¿Y mujeres dejando a “hombres buenos”, precisamente por ese motivo? ¿O por qué las mujeres fantasean ser dominadas, pauta que se repite en el imaginario de fantasías femeninas? Y claro, ¿se puede permitir esto una feminista, por ejemplo?. Y con relación a los hombres, ¿por qué abunda en su imaginario lo cuantitativo con relación a sus “puestas en acción”? ¿La facilidad de acceso, sin excesivos preliminares, a la actividad coital? ¿Por qué subsiste —y subsistirá— la pornografía y es —será, al menos en su formato actual— más demandada por hombres que por mujeres? ¿Se puede permitir esto un hombre con “intención” de ser igualitario, justo, coheren­te con su pareja y el otro sexo en general?

9 En realidad, si exceptuamos los problemas de identidad y orientación, muy bien podría haberse llamado terapia erótica o amatoria; pero ni siquiera en ello hemos reparado los propios sexólogos.

10 Lanas Leucona, M. (1997): Razones para la existencia de una ciencia sexológica. Revista Española de Sexología. Madrid. Instituto de Sexología.

11 Lo que viene a continuación se extrae de una conversación informal con Efigenio Amezúa, quien refle­xionaba sobre las consecuencias del “triunfo” del concepto de “sexualidad” de Freud; frente a la alterna­tiva que podría haber sido el de Ellis. Así pues, me tomo la licencia de parafrasear sus reflexiones.

12 Aunque de forma más incipiente o más tosca, frente, por ejemplo, a la nitidez del planteamiento inter-sexual de Hirschfield años después.

13 Sólo en el sentido de influencia actual, de “pervivencia” cronológica, de cantidad de “seguidores”... más que en el de valía real; algo sobre lo que se podría debatir largo y tendido.

14 Amezúa, E. (2000): El Ars Amandi de los sexos. La letra pequeña de la Terapia Sexual. Revista Española de Sexología4 nº 99–100, Madrid. Instituto de Sexología.

15 Landarroitajáuregi, J.R. (2001), Op. Cit.

16 Este cuento es un reconocimiento y homenaje explícitos a la obra de Landarroitajáuregi, J. R. En concre­to y aunque surgió sin pretenderlo así, ojalá emulara a “El Castillo de Babel: Un cuento”, apartado del artículo de Landarroitajáuregi, J.R. (1996) El castillo de Babel o la construcción de una Sexología del hacer y una generología del deber ser. Anuario de Sexología4 nº 2, 5-32. Valladolid. AEPS.

Ellos, ellas y los celos:

Una nueva mirada a un viejo problema

Ester Pérez Opi *
* Biko Arloak, Centro de Atención a la Pareja, Erdikoetxe, 1–C, Entrepalnta. 48015 Bilbao. Tel.: 94 476 35 12 Fax: 94 476 42 77 E–mail: biko1@correo.cop.es

 

El artículo consta de dos partes. En la primera se aportan algunas consideraciones generales respecto a los celos. Así: aclaraciones terminológicas, dimensión emocional, análisis de las características cognitivas asociadas a ellos, aspectos de personalidad y características del juego celotípico. En la segunda se presentan y ejemplifican algunos de los recursos terapéuticos que en nuestra consulta habitualmente usamos para el manejo clínico de determinadas demandas relacionadas con los celos. Estos son: Reestructuración Cognitiva, Prescripción del Síntoma, Ordalía, Externalización, Visualización, Rituales, Fármacos y Reerotización. El enfoque del artículo parte de una perspectiva sistémica, luego toma el sistema diádico como unidad de análisis y aborda­je y en él prevalece lo interaccional sobre lo intrapsíquico. Y ello porque consideramos, especialmente en estos casos, que el sujeto clínico es la relación.

Palabras clave: Celos, Juego Celotípico, Pareja y Sexualidad, Recursos Terapéuticos, Terapia Sistémica.

MEN, WOMEN AND JEALOUSY: A NEW LOOK INTO AN OLD ISSUE

The article is divided in two parts. In the first one, some general contributions on jea­lousy are brought in, such as emotional aspects, cognitive characteristics, personality features and a number of celotypic game rules, and terminological clarifications are made. In the second one, therapy resources relating to cases of jealousy are exposed and explained. We usually put in practice in our therapy session such resources as Cognitive Re–structuring, Symptom Prescription, Ordaly, Externalization, Visualization, Rituals, Pharmacy and Re–erotization. The article departs from the systemic perspective, then goes on to take on dyadic perspective in order to use it as a framework in the approach and analysis, interactive aspects prevail over the intra–psychic aspects. We think, indeed, that, especially in these cases, the clinical subject is the relationship itself.

Keywords: Jealousy, jealousy game, Sex and Marital Therapy, Clinical resources, Systemic Therapy.

“No soy celosa pero he conocido los celos. Los moralistas están mejor preparados para combatirlos que los libertinos, pues no los aceptamos, no admitimos que existan y eso hace imposible controlarlos”.

CATHERINE MILLET.

1. INTRODUCCIÓN

En nuestros días y en nuestra cultura, los celos son una emoción despreciable y despre­ciada. La persona misma en su globalidad queda descalificada si es etiquetada como ”celosa”. Y esto porque los celos guardan cier­ta relación con el dolor, con las agresiones (incluso muertes), con las invasiones interper­sonales, con la desconfianza, con la inseguri­dad, con la traición, con el conflicto en pareja, etc. Todo ello, curiosa y paradójicamente, a pesar de que estamos en un momento históri­co de revitalización del modelo amoroso conocido como “amor–pasión”, lo cual viene acompañado del incremento de la deseabili­dad de determinados valores morales como: la fidelidad, la posesión, la abstinencia, el ardor emocional y la sacralización de la sexua­lidad. Como luego diremos, hay una relación entre amor y celos, de suerte que cuanto más apasionado es el primero, más pasionales sue­len ser los segundos.

En cualquier caso y al margen de la posi­ción social que los celos ocupen en el “ran­king” (históricamente cambiante) de las emo­ciones, lo cierto es que existen y seguirán existiendo. Se muestren o se oculten a título personal; se gestionen de forma controlada o de forma desabrida en el escenario de la pare­ja; se promocionen o se inhiban en el abreva­dero cultural.

Así pues, digámoslo con claridad, todas las personas sentimos celos —más o menos, poco o mucho— a lo largo de nuestra vida. Otra cosa es el grado en que esto ocurra, los síntomas que ello conlleve, la vivencia subjeti­va que de ellos tengamos y las consecuencias que del manejo de esta emoción puedan derivarse. Pero aclarados esos puntos, varia­dos y variables en cada sujeto y en cada rela­ción, podríamos afirmar que todos “somos celosos”. O mejor, que “todos sentimos celos”. O, incluso más, que “todos sufrimos de celos”. Porque los celos, como ocurre tam­bién con otras emociones, producen dolor. Paliar este sufrimiento individual, marital y social puede ser labor de profesionales de la

Sexología que trabajan con parejas. A ellos va dirigido este artículo.

1.1. Celos: el término

 

1.1.1. El problema del plural

Respecto de los celos lo primero que llama la atención es que la palabra no puede encontrarse directamente en ningún dicciona­rio castellano. Y esto porque el término con el cual definimos esta emoción (celos) es plural; y las entradas de los diccionarios están en sin­gular. Por supuesto el término singular (celo) nos ayuda bien poco a entender nada de esta emoción que aquí abordamos, pues tiene sig­nificados bien distintos y aún contrapuestos. Pues, además de las acepciones que hacen referencia a la “bondad”, al “cuidado” o a la “perfección” en otra acepción diferente, el término “celo” se refiere al “estro”.

En este caso, el singular y el plural, no sólo no se corresponden, sino que nos llevan a universos semánticos bien diferentes. Ello produce algunos equívocos en el uso de determinadas palabras derivadas. Por ejem­plo, el adjetivo “celoso” hace referencia ­ indiscriminada— a ambos (singular y plural). E igual ocurre con los antónimos que que­dan polarizados en torno a dos extremos: “confianza” e “indiferencia” para el sustantivo “celos”; y “confiado” y “descuidado” para el adjetivo “celoso”.

No ocurre igual con otros idiomas que sí tienen un término concreto —y, por cierto, de raíz común— para expresar específicamen­te esta emoción. Así: en inglés, “jealousy”; en francés, “jalousie”; en euskera, “jelosi”; o en italiano, “gelosia”.

1.1.2. Celos: definición

Puesto que vamos a hablar de celos con­viene aclarar mínimamente a qué nos referi­mos con este término. Y esto porque, como bien dice José Antonio Marina en su “Diccionario de los Sentimientos”, la mera definición de una palabra hace que construya­mos un universo de creencias, valores y senti­mientos que orbitan en torno a la vivencia

que de esa emoción tengamos. Dicho de otro modo, según definimos sentimos; y según sentimos, definimos y creamos las palabras. Véamos someramente cómo hemos definido los celos.

En el Diccionario de la RAE nos encontra­mos con la siguiente definición de celos: “Sospecha, inquietud y recelo de que la perso­na amada haya mudado o mude su cariño, poniéndolo en otra”.

En el Petit Robert (Diccionario de la Lengua Francesa) se dice: “Sentimiento peno­so experimentado por una persona al ver que otra cuyo cariño o amor desearía para sí sola lo comparte con una tercera”.

Si nos acercamos a definiciones más psico­lógicas, Castilla del Pino señala: “Los celos aparecen cuando, a la desconfianza sobre la posesión o propiedad del objeto, se añade la hipótesis —la sospecha— de que el objeto puede pasar a ser propiedad de otro; de que el objeto, por tanto, podría serle sustraído por alguien que lo ha enamorado. Los celos no aparecen por el hecho de que el objeto haya dejado de amar al que hasta entonces amaba, sino porque, además, pueda amar a un terce­ro” (1993).

Mientras que Echeburúa y Fernán­dez–Montalvo definen así: “Los celos constitu­yen un sentimiento de malestar causado por la certeza, la sospecha o el temor de que la persona querida, a quién se desea en exclusi­va, prefiera y vuelque su afecto en una tercera persona” (2001).

En definitiva, y para no extenderme, resu­miría todo lo dicho hasta ahora sobre los celos en la siguiente expresión: “sentimiento que se expresa como temor (inquietud, sos­pecha, desconfianza, ...) ante la pérdida del amado/a frente a un tercero“.

1.2. Celos: consideraciones generales

1.2.1. Se trata de una emoción

Los celos no son una enfermedad, ni un rasgo de personalidad, ni un valor, ni un defecto, ni una medida del amor (o de la inse­guridad o de la desconfianza) en pareja. Los celos son simplemente una emoción. Una de las emociones humanas básicas y universales. Por lo tanto ocurren, o pueden ocurrir, a cual­quier persona, en cualquier cultura y en cual­quier momento de su biografía; aunque no pueden ocurrir en cualquier situación, porque los celos requieren de dos condiciones pre­vias sin las cuales no pueden darse. Estas son: un vínculo afectivo con un alguien concreto; y la presencia —real o imaginada— de un terce­ro que amenaza la continuidad del tal vínculo.

Como cualquier otra emoción —la conoz­camos o no— los celos tienen su bioquímica, su soporte histórico, su deseabilidad cultural, su biografía personal, su expresión gestual, su simbolismo, sus significados, su vivencia sub­jetiva, etc., etc.

Pero sobre todo, y esto es lo que aquí nos importa, los celos tienen: sus intransferibles modos de ser vividos (sentidos, experimenta­dos); sus peculiares modos de ser pensados; y sus particulares modos de ser gestionados (internamente, cada quien dentro de su pelle­jo; y externamente, cada quien en interacción con los otros dos actores). No podemos ayu­dar a nadie a sentir o a dejar de sentir celos, pero sí podemos ayudarle a mejor vivirlos, a mejor pensarlos y a mejor gestionarlos.

1.2.2. Celos, amor y posesión

Buena o mala, hay una relación entre amor y celos. El amor siempre antecede a los celos. Ahora bien, el término amor es dema­siado escaso —vago, inasible, etéreo, etc.­ para el universo ilimitado de sus significados posibles. La relación entre celos y amor es tan evidente y determinante, que podríamos dife­renciar múltiples formas de los celos en razón de múltiples formas del amor. Así hay celos entre hermanos, celos entre amigos, etc.

Sin embargo, en este trabajo nos centrare­mos en los celos —digamos eróticos— en pareja. Y subrayo el adjetivo “erótico”, porque podemos distinguir también otras formas de celos que también pueden darse en pareja sin contenido erótico —al menos explícito—. Por ejemplo los celos por los hijos (fundamentalmente: madre–hija y padre–hijo), los celos por los padres (fundamentalmente: espo­sa–suegra y marido–suegra), los celos por relaciones muy íntimas (fundamentalmente: hermanos y amigos).

 

Al respecto de esto tres breves apuntes:

a)   El amor erótico es de sí un “amor pose­sivo”, pues —más o menos, mucho o poco­ es un amor que trata de poseer (no necesaria­mente por dominio, sino por anhelo de fusión). Al respecto de esto J.A. Marina nos dice: “ El diccionario, se lo recuerdo, definía enamorarse como tener deseo de poseer lo amado. Les recuerdo también que el término posesión había aparecido ya, y que había pos­tergado su explicación. Su relación con el amor me tiene confuso, porque unas veces los humanos hablan del amor como despren­dimiento y otras como afán de dominio”. Y más tarde: “El léxico de los celos nos ayudará a ver, por caminos retorcidos, las relaciones entre amor y posesión” (1999). Con frecuen­cia se han relacionado los celos con la pose­sión, pero a mi juicio los celos sólo se relacio­nan con la posesión a través del amor (de la posesividad del amor), que es previo a ellos.

b)  Ya hemos dicho antes que los celos pro­ducen sufrimiento. Ahora bien, con respecto a la expresión “sufrir de celos” no queda nada claro quién es el que más los sufre: si el actor o el receptor, el celoso o el celosado (el térmi­no es una licencia lingüística que me he toma­do), porque lo que se dice sufrir, lo sufren ambos. Y lo que realmente se resiente al entrar en el juego circular de los celos es la relación misma. De ahí el interés del abordaje clínico de esta emoción en pareja.

c)   Los celos suelen ser más duraderos que el propio amor o que la propia pareja. Así que con suma frecuencia los celos son lo único que queda después del amor y tras la ruptura de la pareja.

1.2.3. Características de los celos

Aclarado que los celos son una emoción, trazaremos muy brevemente algunas de sus características generales; especialmente conectándolos con otros sentimientos que a su vera brotan y apuntando siquiera un poco de las características del juego celotípico.

El asunto de la dinámica “actor–receptor” es importante, puesto que estamos ante una emoción que siempre requiere de un otro; luego de una interacción entre dos. Más aún, porque añade —sea de forma real o imagina­da— la presencia amenazante de un tercero, introduciendo una dinámica triangular en el seno de un sistema diádico, que producirá unas específicas características que deben ser tenidas en cuenta cuando se trabaja en clínica.

Al hablar de juego celotípico nos referi­mos a las pautas de interacción entre dos que tienen un vínculo, con respecto a un ter­cero “intrusivo”. En el juego celotípico pue­den observarse determinados patrones que se expresan en ideas, sentimientos, conduc­tas e interacciones, etc. que, como en cual­quier otro juego, responden a ciertas pautas regladas.

En la propia definición que nos dimos más arriba conectábamos los celos con otra emo­ción básica: el temor (u otras formas del miedo como: el terror, el pánico, la inseguri­dad, la inquietud, etc.). Este miedo se activa en razón de la presencia de una amenaza con­creta: la pérdida de algo muy valioso (el amor, el amado, la relación, el estatus, etc).

Como repetiremos a lo largo de este traba­jo, al hablar de celos nunca podemos dejar de considerar el amor previo. A través de ese amor sentido, un otro (el amado) pasa a ser “nuestro” y con él co–construimos un “noso­tros” común. Por razón de ello (“el otro es mío”, “yo soy suyo”, “somos el uno del otro”, “somos de los nuestros”), los celos suelen lle­var aparejado un sentimiento de traición que se activa precisamente por la participación ­ real o imaginada— de este otro amado en el juego amenazante con el tercero rival. La trai­ción requiere de una previa identidad comu­nitaria: de un nosotros. En pareja es precisa­mente el amor previo quien produce esta identidad común. Quien sufre de celos, se siente traicionado porque el amado (uno de

los nuestros) de un modo u otro co–participa en la intrusión del tercero (uno de los otros), incrementando así la amenaza.

Activado el sentimiento de traición, suelen asociarse respuestas de potente hostilidad hacia la traición misma y hacia el traidor. Pero el traidor siempre es el “nuestro”; o sea el amado. El otro —el invasor— es el rival. Lo cual produce una paradoja, en los sentimien­tos y en las interacciones, pues el amado es ­ a la vez— el sancionable traidor que suscita sentimientos negativos de repulsión y recha­zo; y el anhelado premio en la competición con el rival.

Pues además de la traición, los celos acti­van la rivalidad (hacia el tercero amenazador) en una competición cuyo premio es la conti­nuidad del amor. Pero en esta competición frente al agresor, el supuesto aliado se com­porta como un “caballo de Troya” ejerciendo un cierto quintacolumnismo, lo cual incre­menta el sentimiento de traición e instaura la desconfianza.

La confianza —que es resultado diádico­ suele ser una de las primeras bajas en el juego celotípico. Pues el amado (que, por unos u otros motivos, nunca vive del mismo modo la amenaza invasora), sí se defiende de la hostilidad, del castigo y de la descalifica­ción de la que es objeto. Y más se defiende cuanto —por unos u otros motivos— más injusto o injustificado le parezca el trato reci­bido. Por lo general el “celosado” se defien­de: negando, rebajando, disimulando, ocul­tando, callando, contraatacando, etc. Incluso, con ánimo bondadoso, ofreciendo garantías (que no suelen garantizar).

Frente a esta percibida ausencia de infor­mación (vacío, distanciamiento, ocultación, etc.), el celoso se comporta como una agen­cia de contraespionaje: interpreta silencios, busca indicios y pruebas ocultas, lanza mensa­jes cifrados, marca el territorio, etc. Todo ello suele llevar al celoso a un estado de perma­nente sospecha y alerta crónica que propende a la obsesión, al delirio y al pensamiento para­noide. Además la búsqueda compulsiva de conocimiento oculto (pruebas, indicios, con­fesiones, etc) produce, además de un marco de interacción obsesivo, una propensión a las invasiones de los límites intradiádicos (cacheos, seguimientos, escuchas, etc). Así mismo la búsqueda de alianzas (amigos, el propio rival, etc) suele producir problemas con los límites extradiádicos.

2. ASPECTOS COGNITIVOS DE LOS CELOS

Citando de nuevo a J.A. Marina: “las creen­cias dirigen en parte nuestros estilos afecti­vos” (1999). Así pues, siendo cierto que pen­samos como sentimos, y sentimos como pen­samos, resulta interesante indagar cuál es el sustento cognitivo de tal emoción.

En rigor habría que decir que detrás de esta emoción hay toda una teoría del amor. Una teo­ría que cuelga de un concepto central: el de la exclusividad. En toda institución formada a pro­pósito del amor se produce explícita o implíci­tamente un contrato de exclusividad. Ahora bien, esto produce la paradoja del monopolio en un mercado que siempre ofrece competen­cias diversas en todos los planos. Así, las parejas mutuamente se (com)prometen, se (im)piden y se dan múltiples exclusividades. Entre otras: exclusividad erótica, exclusividad de intimidad, exclusividad de tiempo y dedicación.

Pero, ¿qué es exactamente la exclusividad?. Por ejemplo la exclusividad erótica ¿afecta sólo a la conducta erótica o también a la res­puesta erótica?. Si es a la respuesta erótica, ¿cómo evitar atracciones, deseos, fantasías, excitaciones, etc. que ocurren con otros que están fuera del campo de la exclusividad? Si es respecto a la conducta, ¿cuáles son las con­ductas eróticas excluidas? ¿El coito, una mira­da cómplice, un roce retenido, un beso labial?. De modo que el concepto de exclusivi­dad —en este caso erótica— es un continuo relativo que se incardina en el continuo fideli­dad–infidelidad, de manera que a más exclusi­vidad, más riesgo de infidelidad.

En otro plano, son ya clásicas las ideas de los celos como medida del amor (“si me ama sentirá celos de mi”, “cuánto más celosa se muestra, más me siento amado”), así como la idea de los celos como acicate del deseo (“dale celos para que se interese más por ti”, “haz que se sienta menos seguro de ti”). Todavía hoy es posible hallar manuales y con­sejos populares en esta línea, sin ser raro tam­poco que éstos provengan de amigos íntimos que en el fondo lo único que pretenden es ayudar. Lo curioso de estas estratagemas es que en ocasiones se convierten en profecías que se autocumplen. Y, efectivamente, a tra­vés del filtro de los celos (y del sufrimiento que ocasionan) se reaviva el interés, se reacti­va el deseo, se catalizan cambios o se reinstau­ra el compromiso .

Otra de las ideas adosadas a los celos es la de ficción/realidad, o la que engarza celos con infidelidad. Al punto de que hablamos de celos justificados, los basados en una reacción hacia el infiel, así como de celos injustificados, que serían el producto de escenas inventadas, fantaseadas u imaginadas, y denominados comúnmente celos patológicos. Siendo que el concepto de fidelidad es un continuo relativo que se plasma en un riquísimo abanico de posibilidades, y que dependerá de en dónde cada pareja establezca el límite de lo permiti­do o prohibido, la variabilidad de respuestas será múltiple y relativa.

Al respecto de esta dicotomía ficción/reali­dad, convine recordar que a menudo el fan­tasma del uno puede ser la fantasía del otro. Esto, en un tiempo en el que se prima y se vende la vivencia de las fantasías sexuales e incluso su expresión y relato en pareja cómo un elemento más de estimulación erótica. De hecho, los consejos de ciertas revistas femeni­nas en este sentido sirven a menudo y lamen­tablemente para alimentar nuestras carteras de clientes.

Por último, es interesante también refle­xionar sobre el concepto de dependen­cia/independencia emocional. Parecería que los celos son una medida de dependencia emocional. Todo esto en un momento en el que también la dependencia emocional es en nuestra cultura un contravalor y por lo tanto algo a evitar, dado que existe la creencia popular de que “si dependes demasiado del otro, sufrirás mucho”.

3. CARACTERÍSTICAS DE PERSONALIDAD

Hemos dicho al principio de este artículo que todos sentimos celos y que todos somos celosos. Por lo tanto no tiene mucho sentido hablar de la etiqueta celoso–celosa en tanto que rasgo de personalidad. Sin embargo tam­bién es cierto que personas con determinadas características de personalidad suelen manejar peor esta emoción, y sí puedo asegurar que a lo largo de mi experiencia clínica he encontra­do ciertos rasgos comunes en personas aque­jadas de celos, características y déficits que sí son susceptibles de ser trabajados en terapia. En rigor, cuando decimos que alguien es un celoso no estamos tanto definiendo la emo­ción que siente, ni la intensidad de la misma, sino su déficit de gestión de esta emoción.

En general, el celoso o celosa es un indivi­duo que se muestra muy inseguro tanto en la expresión de sus afectos, como en la satisfac­ción de sus necesidades afectivas; poco cons­ciente de sus carencias y con escaso control de sus emociones en general. A menudo se siente frágil y vulnerable en la intimidad, muy dependiente emocionalmente y por ello muy limitado en su actividad autónoma, muy nece­sitado de la aprobación del otro, y por supuesto de su valoración muy expresa. Suele necesitar dosis altas de pasión y romanticismo para creerse los sentimientos del otro. Además suele tener una muy baja autoestima y un pobre autoconcepto general. Con frecuencia —sobre todo en mujeres— una imagen corpo­ral negativa, distorsionada en su percepción, y devaluada que justificaría la duda crónica en la posibilidad de ser amada. En resumidas cuen­tas suelen ser personas que —en última instan­cia— creen no merecer ser amadas. Y cuando sí los son, dudan, y es porque creen que el otro está loco o les engaña.

Además en su biógrafía suele haber pobres vínculos parentales, episodios de pér-

didas de afecto imprevistas e injustificadas, sensación de abandonos varios, etc. Lo cual suele propiciar que la profecía se autocumpla (“ya sabía yo que nadie podría amarme de verdad”). Por lo general, son conscientes de que con sus reacciones de celos están ponien­do en peligro la relación, y resultan insoporta­bles para el otro, de manera que —de nuevo— ratifican su creencia de que no merecen ser amados.

Las personas celosas suelen tener estilos cognitivos muy negativos, poco operativos para sobrevivir en la jungla de las emociones, y estilos de atribución casi siempre internos para el fracaso y externos para el éxito (con lo cual no se apuntan ningún tanto: los éxi­tos se los dan a otros y se autoculpabilizan de los fracasos).

Si nos adentramos en los resbaladizos terrenos de lo psicopatológico, vemos que la mayoría de estos individuos rozan el trastorno obsesivo–compulsivo (TOC), entrando en una espiral de rituales y de pensamiento–emoción cerradas, de autocentrifugado de ideas nega­tivas sobre la sospecha que va in crescendo. Esta espiral llega a convertirse en algo con vida propia, de manera que escapa al control del individuo llevándole a escenarios cercanos a la locura en los cuales es difícil distinguir si lo que ven y oyen es cierto o solo un produc­to de su imaginación torturada. Es tal la sensa­ción de descontrol, que llegan a creer que están locos, pero no suelen estarlo.

En este epígrafe es relevante mencionar los abusos de sustancias estupefacientes, nor­malmente drogas recreativas y alcohol. A menudo descubro en mi consulta que indivi­duos que han pasado por una época descon­trolada de su vida, en la cual abusaron de dro­gas (especialmente alucinógenos), han queda­do sentimentalmente “tocados”. Desconozco las causas de esto, pero constato que, espe­cialmente, en situaciones de estrés y de alta intensidad emocional, reproducen sensacio­nes antiguas, perdiendo el control de sí mis­mos y conduciéndose sobre la línea que sepa­ra lo psicótico de lo neurótico.

Al hilo de todo esto, conviene el diagnósti­co diferencial, pues en ocasiones, oculto bajo una historia de celos, existe un cuadro de psi­cosis paranoide, que puede incluir delirios, alucinaciones (por ejemplo de visualización de conductas eróticas entre la pareja y un ter­cero), que pueden ir acompañados de otros trastornos y síntomas, como el temor a ser aniquilado (para dejar de ser un impedimento en la otra relación), así como la obsesiva bús­queda de pruebas. Al respecto de esta bús­queda, en la actualidad pueden incluir sofisti­cados métodos dignos del mejor cine negro (por ejemplo: contratación de detectives, sis­temas de radioescucha, grabaciones con microcámaras, análisis en laboratorio de cabe­llos, etc.) u otras de naturaleza delirante (por ejemplo: sopesado testicular — o medición seminal— anterior y posterior a la supuesta conducta erótica infiel).

4. EL JUEGO CELOTÍPICO

Como ya se ha dicho, los celos no son sólo una emoción que una persona indivi­dualmente siente dentro de sí. Los celos son una emoción que ocurre con relación a otros (como mínimo: el amado y el rival). Con motivo de ello, se produce lo que llamamos el juego celotípico. Con este término nos referimos a la trama de interacciones que, a propósito de los celos, se produce en la pare­ja. Sean o no conscientes de ello, los dos miembros de la relación juegan a un juego con unas reglas determinadas. Desvelar este juego inconsciente puede ser el objetivo prin­cipal del tratamiento. O incluso puede ser el tratamiento mismo.

Uno sólo puede dejar de jugar a un juego inconsciente y lesivo si: 1º sabe que está jugando; 2º sabe a qué está jugando; 3º sabe que no obtendrá beneficios del juego al que está jugando; y 4º se da cuenta de que los perjuicios qué obtendrá serán más y peores que los siempre garantizados beneficios del problema.

Con mucha frecuencia las reglas de este juego se cumplen por amor y la premisa central es —en principio— muy moral y benéfica: “no herir al otro” o “evitarle el sufrimiento”. Sin embargo en pareja en ocasiones ocurre que la evitación del daño causa más sufrimien­to que el daño que se trataba de evitar. Y darse cuenta de esto no es fácil. La terapia puede ser, precisamente, un facilitador de este conocimiento.

Las reglas generales de este juego celotípi­co son básicamente dos:

A)   No voy a contarle toda la verdad, para que no sufra le ocultaré ciertos datos, disimu­laré ante sus dudas y sospechas, le mentiré por piedad.

B)   Me oculta cosas, no me dice toda la ver­dad, me engaña, disimula que no tiene inte­rés, se muestra raro. Luego es seguro que esconde algo.

Establecidas estas reglas y seguidas fiel­mente por los jugadores, tendrá por conse­cuencia una enmarañada tela de araña que se va tejiendo lentamente en el tiempo a base de mentiras, ocultaciones, dudas, preguntas insis­tentes, enfados, y variadas escenas de celos, que se van reforzando en espiral creciente.

Consecuencia de este juego es la necesi­dad del celoso por controlar lo que no contro­la (sus propias emociones y conductas a tra­vés del control del otro), y que el otro siem­pre percibirá como deseo de control de su vida, aumentando su desazón y agobio al per­cibir que “por muy bien que se comporte” nunca es suficiente para el celoso, cuya nece­sidad de control y de querer saberlo todo irá aumentando en un proceso sin límite. Todo esto produce un circulo vicioso en el cual la desconfianza, la amenaza, la sospecha, el sen­timiento de traición, la hostilidad, la rivalidad, el resentimiento, el odio, el control, el conflic­to y la necesidad de huida se irán adueñando de sus vidas.

Con mucha frecuencia, para cuando solici­tan ayuda especializada, muchos elementos centrales de la relación estarán ya resquebraja­dos, y la curación de las mutuas heridas, al tiempo que la reconstrucción de sus claves de relación, llevarán un tiempo importante del trabajo terapéutico.

Basándonos en nuestra teoría de pareja y sus claves, vemos que generalmente uno de los aspectos más dañados por el juego celotí­pico suelen ser los límites intradiádicos y extradiádicos.

Normalmente, respecto de los límites intradiádicos suele ser la necesidad de control del celoso la que propiciará invasiones intra­diádicas (revisiones, escuchas, seguimientos, interrogatorios, etc). Los límites entre el “tu” y el “yo” se irán diluyendo de suerte que cada uno de los dos se entromete en el terreno del otro. Se husmea entre papeles, se revisan fechas, llamadas, carteras o bolsos, se pregun­ta por aspectos de la vida del otro que antes eran privados, se siguen sus pasos, y con fre­cuencia se trata de sorprender en situaciones comprometidas. También comienza una curiosidad mórbida por aspectos por los que anteriormente no se mostraba interés alguno (relaciones personales en el trabajo, detalles del tiempo de ocio, relaciones con la familia de origen, y por supuesto en las relaciones interpersonales ajenas a la pareja). Frente a todo esto la reacción de defensa del persegui­do suele ser la de tratar de escapar del control excesivo y que denota desconfianza en las propias acciones. En ocasiones se abandona toda actividad sospechosa, mutilando una parte importante de la propia vida. Con suma frecuencia, se entra en el juego de dar explica­ciones excesivas con el ánimo de tranquilizar y de demostrar “inocencia” (con lo cual para­dójicamente se activa el mecanismo de sospe­cha de “excusatio non petita, accusatio manifiesta”). Y se permite al celoso (para des­pejarle las dudas) que entre en su vida íntima, colaborando así en la propia invasión y contri­buyendo a la difuminación de esos límites intradiádicos. Casi nunca se decide seguir adelante con las costumbres anteriores, igno­rando el daño que esto puede causar, porque el propio sentimiento de culpa lo impide.

En esta dinámica de destrucción de los límites intradiádicos, los límites extradiádicos

también empiezan a diluirse. No es raro que el celoso busque alianzas e implique a terce­ras personas (amigos y familiares fundamen­talmente) en sus pesquisas. En su afán colabo­rador ( y en la búsqueda de la verdad), es muy probable que todo el mundo social cercano a la pareja acabe inmiscuido en el tema. Lo peor de las sospechas es que pueden alimentarse de sí mismas. Y nunca hay ninguna prueba definitiva de que efectivamente “no hay nada”. Al revés, siempre acaban apareciendo pruebas o indicios que pueden apuntar a que efectivamente “sí hay algo”.

Otra de las claves de pareja muy afectadas es la vinculación. Los tres vínculos que con­templamos en nuestra citada “Teoría de pare­ja” (compromiso, intimidad y sinergia) suelen verse dañados por el laberinto sentimental y las paradojas interaccionales que el juego celotípico produce. Así, el compromiso empieza a cuestionarse; se preguntan los jugadores si harán bien en mantener el com­promiso inquebrantable, empiezan también a percibir que el otro da un paso atrás en la relación; que ya no está tan comprometido como lo estaba antes, lo cual una vez más hará dudar al celoso de si no serán ciertas sus sospechas y, por supuesto, les sumirá en el miedo a si podrán aguantar así toda la vida, cuestionándolo todo desde el principio: la elección, la apuesta y el futuro de la relación.

Por si fuera poco, y por razón de la propia dinámica de desconfianza, control y conflicto, la pareja se distancia emocionalmente produ­ciéndose un proceso de fisión que debilita en gran manera la intimidad que hubiesen alcan­zado. La comunicación íntima, tanto verbal, como corporal se debilita. La confesión emo­cional, la comunión de intimidades y en general la verbalización afectiva se decremen­ta notablemente. Por otro lado, la presencia simbólica de un tercero en la propia cama obstaculiza la comunión íntima de cuerpos y emociones. Finalmente, el vínculo de ganan­cia —la sinergia— se debilita notablemente, porque cada uno ve al otro como el lastre que le impide desarrollarse, progresar y ser feliz. Pues es, precisamente el otro, el foco fundamental de infelicidad.

En cuanto a la comunicación, se va produ­ciendo un progresivo deterioro que gira en torno al fenómeno del acoso verbal y la croni­ficación de conversaciones circulares (mono-tema) que impide hablar de cosas entreteni­das y enriquecedoras. De tal suerte que cual­quier interacción verbal es un suplicio para ambos, que suele terminar en discusiones aca­loradas, broncas, reiteraciones, ruidos e inco­municación real.

Algo parecido ocurre con los encuentros eróticos que se convierten en estímulo que recuerda (y rebrota) el problema. El distancia­miento erótico, a su vez, no hará sino confir­mar las sospechas.

En general todo el reparto de tiempo se verá trastocado: el tiempo individual porque uno ya no se siente con libertad para hacer y deshacer sin tener que dar explicaciones, y por ello la dinámica de celos modificará las rutinas de ambos; el de pareja porque será difícil encontrar espacios en donde pasarlo bien sin que esté rondando el tema, e insisto en que al final se tratará de evitar estar con el otro a solas, o rodeado de amigos o familia, porque no ver al otro es casi el único método de no confrontarlo.

En resumidas cuentas, éste es muy sucin­tamente el juego, que no deja de ser una con­catenación de profecías que se autocumplen, confirmando en cada uno de sus tramos a los jugadores en todas y cada una de sus ideas proféticas. Ésta es la dinámica que hay que romper porque, llevada a sus últimas conse­cuencias, no significa más que la propia ruptu­ra de toda interacción posible, ya que el con­trato de pareja queda dañado en todas sus cláusulas y, roto el contrato, quedará rota la relación y sus potenciales beneficios.

CELOS: RECURSOS TERAPÉUTICOS

Al abrir este capítulo soy muy consciente del riesgo que conlleva. Con frecuencia los profesionales de la Sexología criticamos el mal uso de muchas de las técnicas de las que nos dotamos, en la medida en que éstas se han popularizado y son dispensadas como si de aspirinas se tratase. Nada más lejos de mi intención; no pretendo escribir un recetario de tareas, ni tampoco un vademécum de recursos para la terapia de los celos; mi única ambición, y por eso quiero aclararlo, es abrir posibilidades nuevas donde parece que ya está todo dicho.

No hay que olvidar que detrás de toda téc­nica hay siempre un o una terapeuta y, detrás, su persona, su carisma, su empatía, su capaci­dad de convencer y adherir, y más cosas que apenas hemos estudiado e investigado. Sabemos también que detrás de algunas tareas hay magia, pero también debemos presupo­ner que la magia no depende solo de que la técnica sea buena, sino de un sinfín de varia­bles, insisto, apenas investigadas. Sirva este apunte para animar a mis lectores a que empecemos a cuestionarnos por qué hace­mos lo que hacemos.

1. REESTRUCTURACIÓN COGNITIVA

Sin duda podríamos afirmar que el terreno de las terapias cognitivas, junto a la terapia sis­témica es uno de los ámbitos que más ha evo­lucionado en los últimos tiempos. No voy a entrar en las razones de esta evolución, que lógicamente está muy relacionada con el cre­ciente desarrollo de las ciencias neurológicas y del lenguaje, así como tampoco volveré a citar a J.A. Marina. Lo que sí es cierto es que en mi caso particular el trabajo cognitivo en los problemas de celos ocupa un lugar pre­ponderante de la terapia, es decir, siempre y en todos los casos dedico bastante tiempo a trabajar los aspectos cognitivos e ideológicos de mis clientes que, entiendo yo, son el sus­tento donde mejor se apoyan los sentimien­tos de celos.

Ni que decir tiene que creo firmemente que si la persona no cambia sus estilos cogniti­vos y formas de pensar, difícilmente cambiará su forma de percibir la realidad, y con ello su forma de sentir, y por tanto de actuar. Y me es indiferente que lo haga a la inversa, es decir que cambie sus acciones (“hacer algo diferen­te”es casi una máxima en terapia sistémica) para llegar a pensar diferente; pero que cambie.

Se podrían contar por cientos los aspectos que elaboramos en este sentido, puesto que se trata de un verdadero ejercicio de decons­trucción y reconstrucción, de decodificación y recodificación, en suma de reestructuración cognitiva, pero por no extenderme citaré algunos de ellos que en mi experiencia me resultan muy relevantes.

 

·       Profecía que se autocumple

·       Pensamiento positivo versus pensamiento negativo

·       Estilos de atribución interna–externa para el éxito y el fracaso

·       Pensamiento–emoción–conducta–gestión

·       Aumentar la tolerancia a la frustración

·       Aprender a vivir con un cierto grado de incertidumbre

·       Aprender a pedir y a concretar los deseos

·       Autorreestructuración cognitiva personal (detención de pensamiento)

·       Darse cuenta del juego celotípico y de sus reglas

·       Aceptar las diferencias hombre–mujer (comunicación y expresión de afectos)

·       Reducir las expectativas de pareja

·       Reforzar el autoconcepto, la autoestima y la imagen corporal

·       Aceptar el coqueteo como forma de expre­sión social

·       Aceptar el deseo del otro de otros

·       Relativizar el continuo fidelidad–infidelidad

·       Reducir la necesidad de garantías

·       Buscar fórmulas alternativas de expresión del amor

·       Cambiar las creencias dominantes sobre el amor, el deseo y la exclusividad

·       Ser consciente del modelado familiar, los vínculos afectivos y los estilos de apego

2. PRESCRIPCION DEL SINTOMA

Más que de una técnica, se trataría de una táctica. Y es una de las tácticas clínicas que mejores resultados arroja en terapia sistémica. Consiste en prescribir al sujeto el síntoma del

que es víctima y que no puede controlar. Dicho en otras palabras: que haga más de lo mismo, pero prescrito. Respecto del juego celotípico usamos la prescripción del síntoma para trabajar con el pensamiento obsesivo y con los diálogos circulares y repetitivos (espe­cialmente interrogatorios).

En cuanto a la imposibilidad de hablar sobre el problema (los propios celos, las sos­pechas, el rival, etc.) nuestra apuesta clínica es claramente hablar sobre ello, pero no de manera desorganizada ni persecutoria, sino de forma planificada y prescrita. Con esto con­seguimos que el celoso se tranquilice porque sabe que sus preguntas tendrán respuestas y que el celosado tenga la seguridad de que dedicado ese tiempo, el interrogatorio tendrá fin y podrá negarse a hablar del problema.

La articulación técnica de esta táctica puede tener tantas variantes como inventiva tenga el terapeuta. A veces puede consistir sencillamente en dedicar un tiempo (nosotros solemos aconsejar entre 30 y 60 minutos) a hablar de las dudas, sospechas y agobios del celoso en conversación libre. El posible riesgo de esta variante es fácilmente imaginable: la conversación libre siempre podrá ir por derroteros más incontrolables y, por tanto, los efectos indeseables serán tanto más graves cuanto más arriesgada haya sido la conversa­ción. Por lo tanto, antes de decidirnos por esta variante, valoraremos el grado de celos y el manejo que tiene la pareja de la situación; nos aseguraremos también de un cierto nivel de entrenamiento en la habilidad de no caer en el juego de la sinceridad ya descrito y, por supuesto, daremos claves para abortar la con­versación en el supuesto de que la situación se escape al control. Por todo esto nosotros preferimos acotar más la técnica y sólo en casos muy avanzados la prescribimos como se ha explicado.

En la mayoría de los casos de celos usa­mos la técnica del “Cuaderno de preguntas”, por ser mucho más cerrada y controlada. En algunos casos supervisamos antes la lista de preguntas censurando aquellas que nos pare- ce que no van a ayudar al propósito de reesta­blecer la comunicación franca sobre el proble­ma. La técnica del “Cuaderno de preguntas” consiste en que el celoso escribe una lista de preguntas tan larga como sea posible, siempre teniendo por tema el origen o razón de sus celos. Puede —y debe— repetir preguntas o escribir varias con diferencias mínimas de matiz. Se trata de que la lista sea tan larga y exhaustiva como sea posible y que contemple todas las dudas y sospechas que ronden por la cabeza del celoso. Confeccionar este listado supone un esfuerzo, lo cual debilita el pensa­miento obsesivo por agotamiento. Además la reiteración y circularidad de las preguntas se ven perfectamente sobre un escrito. Después sólo consiste en que acoten un espacio de tiempo en el que realizarán la tarea, que con­sistirá en dedicar entre 30 y 60 minutos a que el celoso pregunte, siempre sin salirse de las preguntas que aparecen en la lista, y a que el celosado conteste, sabiendo ambos que cuan­to más largas sean las respuestas menos tiem­po habrá para acabar todas las preguntas. Con estas reglas han de manejarse ambos. El resto del día no podrán dedicar ni un solo minuto a hablar del tema. Podrán hablar de cualquier otra cosa; pero el “monotema” está prohibido fuera de su tiempo. Así hasta el día siguiente que, a la misma hora y con las mismas reglas, volverán a repetir la operación. Hasta que se aburran.

Dependiendo un poco de los casos, esta tarea podemos usarla también para trabajar episodios ya pasados que por alguna razón se recuerdan de forma recurrente no dejando a los sujetos avanzar en la terapia.

Decíamos al principio de este punto que utilizamos la táctica de la prescripción del sínto­ma para otro foco central, que es el pensamien­to obsesivo. Con esto lo que pretendemos es que el sujeto en vez de intentar dejar de pensar en sus obsesiones —o querer controlar su pen­samiento— dedique parte de su tiempo a pen­sar en ellas, (de nuevo “más de lo mismo, pero prescrito”), añadiendo las emociones negativas que esos pensamientos suscitan.

Para estos casos usamos la técnica de “Leer, Escribir y Quemar” descrita por Steve de Shazer (1969). La técnica consiste básica­mente en que la persona debe encontrar un lugar cómodo en el que pueda pasar a solas un rato tranquilo y siempre a la misma hora del día. El periodo de tiempo no debe de ser menor de una hora, ni mayor de una hora y media. Los días impares tiene que concentrar sus esfuerzos en escribir todos los pensa­mientos obsesivos que se le presenten, así como todas las emociones asociadas a ellos. Debe volcarlo todo, incluso repitiendo una y otra vez lo ya escrito, hasta agotar el tiempo. En los días pares debe leer las notas del día anterior y después quemarlas. Si esos pensa­mientos indeseados vuelven a aparecer fuera de ese horario, debe decirse a sí misma la siguiente orden: “ahora tengo otras cosas sobre las que pensar, pensaré sobre esto en el horario que corresponde” o bien —en algunos casos— tomará alguna nota breve para recordar posteriormente estos pensa­mientos y volver sobre ellos en el horario asignado.

En general, en uno y otro caso son los mis­mos sujetos quienes abandonan la tarea cuan­do se dan cuenta de que los pensamientos obsesivos han desaparecido y tienen cosas más importantes que hacer. Así, incumplien­do la prescripción, resuelven el problema.

Para concluir, recordar otra vez que la tác­tica no tiene más limites que la imaginación y la pericia del terapeuta. En nuestra experien­cia hemos visto que da muy buenos resulta­dos no solo con pensamientos obsesivos o discusiones circulares, sino con otros rituales y conductas repetitivas como: control del otro, seguimientos y vigilancia, registros de pertenencias, etc.

3. ORDALIA

Dedicaré especial atención y espacio para hacer una detallada exposición de la ordalía, pues la considero una de las tácticas más efi­caces para el trabajo terapéutico de los celos. Como ocurría con la “prescripción del sínto­ ma”, puede articularse mediante un abanico importante de técnicas concretas. En realidad la ordalía está muy emparentada con la pres­cripción del síntoma, así como con otras pres­cripciones paradójicas frecuentemente usadas en terapia sistémica.

La terapia de la Ordalía ha sido desarrolla­da por Jay Haley, basándose éste a su vez en la teorías e innovaciones terapéuticas de su maestro Milton H. Erickson.

Básicamente, la ordalía es un ritual pres­crito por el terapeuta, que causa más aflic­ción y esfuerzo que el propio síntoma, y que el sujeto debe realizar hasta la extinción de aquél. En palabras de Haley: “el procedi­miento se basa en una premisa bastante sim­ple: si hacemos que a una persona le resulte más difícil tener un síntoma que abandonar­lo, esa persona renunciará a su síntoma” (1984). En el campo de los celos, si cogemos los síntomas celotípicos (determinadas con­ductas y pensamientos obsesivos), los pres­cribimos y además los complicamos, de manera que supongan un especial esfuerzo, lleven tiempo y gasten energía, estaremos prescribiendo una ordalía.

Los requisitos básicos que una ordalía debe cumplir son: 1) que la ordalía provoque una zozobra igual o mayor que la ocasionada por el síntoma, 2) conviene que la ordalía suponga un beneficio para el sujeto, aunque puede incluir también un sacrificio para otra persona, 3) la ordalía debe ser algo que la per­sona pueda ejecutar y a lo que no pueda opo­ner objeciones válidas (no debe contravenir ni sus creencias ni principios morales; pero mejor si contemplamos su propia lógica) y 4) no debe causar ningún daño al propio sujeto ni a ninguna otra persona.

A partir de ahí, las posibilidades de diseñar una ordalía son tantas como síntomas se nos presentan en la consulta, de hecho podríamos hablar de ordalías estándar, (como por ejem­plo ponerse a planchar en mitad de la noche cuando se presente el insomnio), hasta el sofisticado diseño de ordalías ad–hoc, para las cuales proponemos un ejemplo.

 

CASO ANE Y JON

Ane, de 34 años, conoció a Jon, de 42, cuando él aún estaba casado, aunque en trámi­tes de separación de su anterior matrimonio. Conviven desde hace 6 años en un piso desde el cual se puede ver la anterior vivienda de Jon, en la que actualmente sigue viviendo su ex–esposa, con la que todavía comparte un perro. Jon y su ex-esposa trabajan en la misma empresa, con lo cual, aunque muy fugazmente, se ven diariamente en las entradas y salidas. Jon y Ane acuden a consulta porque desde hace un año las relaciones sexuales son apenas inexistentes. El relata falta de deseo sexual y con cierta frecuencia pérdidas de erección. Coinciden ambos en que su relación de pareja se ha deteriorado mucho a raíz de la obsesión de Ane —que ella reconoce— por la ex-esposa. Celosa de aquella relación, le interroga cons­tantemente y manifiesta multitud de conductas de rivalidad con ella (estar más delgada, más guapa, mejor vestida, ser más considerada en el pueblo, etc). Además, Ane desea tener un hijo, pero él muestra resistencias. Por un lado piensa que lo que Ane de verdad quiere es ser más que su ex-esposa (con la que no tuvo des­cendencia), y en el estado actual de su relación no le parece que sea un buen momento para ello. Los dos están de acuerdo en arreglar pri­mero la relación de pareja y su sexualidad, para luego replantearse el tener hijos.

Con esta pareja (en formato de cotera­pia), nos planteamos trabajar simultánea­mente la relación de pareja, las demandas sexuales de Jon, el juego celotípico en el que ya estaban inmersos y la obsesión de Ane por la ex-esposa. Lo hicimos así por la propias posibilidades que la coterapia ofrece y por­que entendimos que tanto los síntomas de Ane como los de Jon tenían una funcionali­dad y unos beneficios muy claros, y quisimos tratar su problema como un todo. A pesar de esto, en este artículo sólo me referiré a la parte que dedicamos a trabajar los celos obsesivos de Ane, puesto que contar todo el proceso terapéutico —que fue exitoso en todos los frentes— sería larguísimo.

Aunque había un sinfín de cogniciones circulares que Ane intentaba no expresar para evitar los enfados de Jon, se producían frecuentes escenas de celos con su consi­guiente enfado, por ejemplo cada vez que Jon recogía o devolvía al perro, o con motivo de cualquier otra actividad que Jon hiciese y le pareciera a ella que estaba hecha para ver a la ex-esposa o saber algo de ella. La mayoría de estos pensamientos de Ane no se corres­pondían con la realidad, puesto que Jon había roto todo vínculo afectivo —negativo o positivo— con su ex-esposa, con quien, aun­que no mantenía una buena relación, sí trata­ba de comportarse civilizadamente.

En lo que respecta a la competición obsesi­va que Ane mantenía con la ex-esposa, se con­cretaba fundamentalmente en las siguientes conductas:1) vigilancia a través de su ventana de las ventanas y portal de la ex-esposa (para ver sus horarios, su modo de vestir, calcular su peso, etc); 2) vigilancia de lo que ocurre en el garaje que comparten (si el coche está o no); 3) preguntas a Jon sobre el trabajo de su ex-esposa (a qué hora ha fichado, si el coche esta­ba aparcado, si está de baja o de vacaciones cuando no ha ido a trabajar, si también ella ha “metido horas”, etc.); 4) preguntas a vecinas y gente que la conoce sobre su ocio, su incipien­te relación, etc. 5) preguntas a Jon sobre su vida pasada con ella (especialmente en el terre­no íntimo y erótico); 6) una preocupación obsesiva por no engordar (que la obliga a pesarse varias veces al día, en su intento de seguir estando más delgada que ella).

Una vez concretadas estas conductas, nos pusimos a diseñar la ordalía. En un primer momento le pedimos a Ane que hiciera un “registro de situaciones relacionadas con la ex” en el que detallase el momento del día, el motivo que lo había suscitado, el pensamien­to que había tenido y los sentimientos que había sentido. En la primera semana Ane rela­tó 46 situaciones y pensamientos vividos res­pecto a la ex-esposa. La segunda semana siguió con el mismo registro, y solo relató 10 situaciones, en palabras de ella, porque no sentía la misma curiosidad de antes y porque tenía otros problemas familiares que le preo­cupaban más. Además, les pedimos que dedi­caran un rato de 15 minutos todos los días (y siempre a la misma hora y en el mismo con­texto) para hablar de la ex-esposa. Y, por últi­mo, le pedimos también que se pesara 3 veces al día y que llevara un registro de su peso.

En la siguiente semana le pedimos a Ane que se esforzase más con el registro. Debía ser un “verdadero registro detectivesco”, en el que se describiese con todo detalle todo lo que pudiera ver e incluso aquello que pudiera inferirse de los datos obtenidos, y relatarlo todo, sin ahorrar detalles. Así, empezó a escri­bir sobre cómo estaban las ventanas de la casa; si las persianas y cortinas estaban abier­tas o no; qué luces y a qué horas se encendían por las noches; qué se veía de la casa a través de las ventanas; qué mejoras había realizado en la casa; qué ropa colgaba del tendedero; cómo había ido vestida; las entradas y salidas del coche del garaje (con la hora, descripción de las personas que iban en el vehículo y cual­quier inferencia posible sobre dónde iban, qué problemas tenían, etc.). En esta ardua labor ella podía contar con cualquier dato que vecinas y conocidas le aportasen en sus disi­muladas pesquisas, así como con la propia ayuda de Jon, que en el rato que dedicaban a hablar de la ex-esposa y que les habíamos aumentado expresamente a 30 minutos, le aportaba datos de incalculable valor para sus indagaciones (sobre todo, si la había visto —o no— en el trabajo, cómo iba vestida, si la habían recogido, etc.), lo cual le servía a Ane para corroborar muchas de sus hipótesis. También le pedimos que hiciese un registro de las variaciones de peso a lo largo del día, para lo cual debía de pesarse 5 veces al día y apuntarlas todas.

Ane empezaba a manifestar cierto cansan­cio, pero a pesar de ello en la siguiente semana le solicitamos que el registro detectivesco con­tuviese ahora datos comprobados, para lo cual Ane tenía que ejecutar determinadas acciones un tanto vergonzosas para ella, como dejarse ver en sitios que la ex-esposa frecuentaba. Además, tenía que madrugar para ser más exac­ta en las horas de entrada y salida del vehículo del garaje, así como pedirle a su colaborador, Jon, que le confirmase datos como la hora en la que la ex-esposa había fichado en el trabajo, o si estaba de baja y cuál era el motivo.

En la quinta semana mantuvimos este registro tal y como lo estaba efectuando; pero le solicitamos que se pesara con botas, abrigo, guantes y bufanda, al menos seis veces al día, apuntando los resultados en el registro de peso y pesando aparte el “equipo de monta­ña” para hacer los cálculos. Además, debía pesarse una vez diaria adicional en la farmacia del pueblo y traernos los tiques. Y otra más cada vez que viera a la ex-esposa entrar o salir con el coche del garaje. Como el lector puede fácilmente suponer, esta tarea empezaba a parecerle a Ane una verdadera tortura, no obstante la cumplía religiosamente. Además, empezaron a dedicar 40 minutos a hablar de la ex-esposa, lo cual ya para los dos empezaba a resultar absolutamente aburrido y pesado.

En las siguientes tres semanas, Ane conti­nuó con los registros hasta que pareció aconse­jable, por como estaban las cosas y porque para Ane todo aquello se había convertido en un auténtico trabajo del cual apenas ya disfru­taba, suspender la ordalía, con una consigna para ella muy clara, al menor indicio de apari­ción de sentimiento de celos o de pensamien­to obsesivo o de “seguimiento” hacia la ex-esposa debía volver rápidamente a los regis­tros. Esto sólo ocurrió una vez, y Ane que esta­ba preparada para ello porque habíamos habla­do de la posible recaída positivizando el sínto­ma, volvió al registro durante dos días. En este caso la amenaza de volver a repetir la ordalía funcionó como si se hubiera hecho. A partir de ahí, seguimos trabajando cuestiones relativas a la pareja y al hijo que por fin podrían tener. Un año después Ane estaba embarazada, su rela­ción de pareja afianzada y su relaciones sexua­les eran plenamente satisfactorias para ambos.

En este caso la ordalía que se diseñó fue larga, compleja y creciente dado que la

paciente se mostró muy cumplidora de la misma. No ocurre así en todos los casos. A menudo nos encontramos con que la simple amenaza de ejecución de una ordalía sirve para que la persona abandone el síntoma.

4. EXTERNALIZACIÓN

Hace ya tiempo que empezamos a utilizar en terapia la posibilidad de poner etiquetas (nombres ingeniosos) a los problemas que traían nuestros clientes, cosificando sus demandas al tiempo que les invitábamos a luchar contra aquel enemigo exterior aunan­do sus energías y fuerzas. Posteriormente, tuvimos conocimiento de que un autor lla­mado M. White a eso le había denominado la externalización del problema. Así que, con poca conciencia de ello, estábamos usando la externalización como otro potente recurso terapéutico.

En el caso de los celos resultaba tremenda­mente fácil cosificar al enemigo para hacerle frente, analizar con la pareja cómo había sido vencido en anteriores ocasiones y tratar de extender aquel triunfo a situaciones venideras, dotándoles a ellos de esta forma de una mayor sensación de control sobre el problema que nos traían, puesto que “no son la persona ni la relación las que constituyen el problema. Es el problema lo que es el problema, y por tanto la relación de la persona con él se con­vierte en el problema” (White, 1993).

M. White había empezado a trabajar con este enfoque en 1984, y lo define así: “La «externalización» es un abordaje terapéuti­co que insta a las personas a cosificar y , a veces, a personificar, los problemas que las oprimen. En este proceso, el problema se convierte en un entidad separada, externa por tanto a la persona o a la relación a la que se atribuía. Los problemas considerados inherentes y las cualidades relativamente fijas que se atribuyen a personas o relacio­nes se hacen así menos constantes y restricti­vos” (1993).

Así pues esta técnica nos permitía rescatar a la pareja enmarañada en el problema, y desde fuera poder hacerle frente usando su historia y sus propios recursos, porque como sostiene White “ la externalización del problema per­mite a las personas separarse de los relatos dominantes que han estado dando forma a sus vidas y sus relaciones” (1993).

Hemos hecho uso de esta técnica en innu­merables ocasiones y con bastante éxito, entre ellas la hemos aplicado también en aquellos casos en los que además de celos la persona sufría de pseudoalucinaciones visua­les, que le impedían distinguir lo real de lo imaginario, de manera que a través de la externalización el cliente conseguía espantar esas visiones que le atormentaban.

Animo al lector ávido de saber más sobre la externalización y todo el campo que la tera­pia sistémica abre con ella a través de las tera­pias narrativas a leer a autores como M. White, D. Epston y K. Tomm, porque cierta­mente considero que amplían el campo de la intervención terapéutica de forma original y muy prolífica.

5. VISUALIZACIÓN

Otro de los recursos terapéuticos que usa­mos a menudo es la visualización. Se trata de inducir al paciente a ver (o verse) en situacio­nes agradables y lógicamente alejadas del sín­toma; verse con control, verse con éxito, y con el problema superado, en realidad conse­guir que el futuro, libre del problema, se des­taque sobre el presente.

Aunque el campo de la visualización es muy rico y variado normalmente la técnica que utilizamos es la “Bola de Cristal”, diseña­da originalmente por Erickson. Aunque noso­tros solemos usar la versión de De Shazer que la expresa del siguiente modo: “La técnica de la bola de cristal se emplea para proyectar al cliente a un futuro en el que tiene éxito: en él, el motivo de queja ha desaparecido. He halla­do que basta con que el cliente, en estado de trance, vea su futuro como en una bola de cristal o en una serie de bolas metafóricas, para impulsar una conducta diferente, lo cual lo conduce a una solución” (1986).

La razón por la cual usamos esta versión es porque no supone necesariamente la induc­ción de trance ni la mención de la hipnosis, cuestiones éstas que en nuestra cultura no dejan de ser un tanto increíbles, lo que no quita para que convenzamos a nuestros clien­tes de que la bola de cristal tiene un compo­nente mágico.

Básicamente, los pasos a seguir son: 1) enseñar al cliente a desarrollar visualizaciones —como en una bola de cristal— haciéndole recordar un episodio de su vida ya olvidado y agradable, prestando especial atención a su propia conducta y a la de los otros; 2) poner al cliente a recordar algún éxito de su vida, que en particular constituya una excepción a las reglas que rodean a la queja; 3) orientar al cliente hacia el futuro, imaginando situacio­nes varias en las que maneja el problema con éxito y describiendo las resoluciones al mismo; 4) recordar la manera en que fue solu­cionado el problema, sus reacciones a ese proceso y las reacciones de las otras personas involucradas en el paso tercero, para luego reorientar al cliente hacia el presente.

A partir de ahí, consiste en esperar a que el cliente nos cuente situaciones de hecho manejadas con éxito y que con frecuencia se han resuelto de manera diferente a como las había visionado en la cuarta bola de cristal. Lo que resulta sorprendente es que una vez que el cliente ha sido capaz de imaginar su vida cuando la queja ya no existe, es más fácil que haga cosas diferentes en el presente que sir­van a la solución del problema.

CASO ITZI Y JAVI

Itzi, de 35 años, y Javier, de 47, llevaban 10 años de relación, 4 de ellos casados. Para los dos era su segundo matrimonio. Acuden a consulta porque desde hace 6 meses ella sufre de ataques de celos frecuentes siempre moti­vados por el trabajo de Javier, en particular por las comidas y cenas de trabajo en las que comparte mesa con otras mujeres, y por los múltiples viajes al extranjero que realiza, a menudo en compañía de esas mismas muje­ res. La situación de Itzi al llegar a la consulta es que ha consultado a un psiquiatra y está en tratamiento con un antipsicótico y un somní­fero. Tiene muchos deseos de “curarse ya” porque es consciente de que con sus celos se está cargando la relación y teme que Javier acabe dejándola. Él por supuesto cumple el patrón del juego celotípico de manera que le oculta información para que ella no sufra, lo que a su vez sirve para que Itzi sospeche cada vez más de las salidas de Javier. En general las escenas de celos son bastante abruptas, con gritos, lloros y reacciones de agobio y huida por parte de Javier. Itzi, movida por el odio, tiene ideaciones muy catastrofistas y violentas sobre la solución a sus problemas. Así, a menudo fantasea con la muerte de Javier, así como confecciona planes de agresión para sus rivales, que en alguna ocasión ha llevado a cabo. También se habían producido episodios violentos entre ambos.

Con este panorama, empezamos a interve­nir en varios frentes y con especial dedicación a las posibles consecuencias violentas de la mala gestión de los celos. Itzi entró de manera fácil a la mayoría de las tareas encomendadas puesto que se autoetiquetaba como “enferma de celos” y su motivación para “la cura” era muy alta. No obstante, y pese a nuestra reco­mendación en sentido contrario, abandonó el tratamiento farmacológico para la cuarta sesión. Cuando le propusimos hacer la bola de cristal, se mostró al principio incrédula y reacia aduciendo: “no sé imaginar, no quiero imagi­nar y no puedo prever mis reacciones”. Pero posteriormente aceptó, porque estaba dis­puesta a hacer lo que fuera con tal de solucio­nar el problema y no tomar medicación.

En la primera visión de la bola, trabajamos sobre recuerdos del pasado que hubieran sido agradables; le costó concentrarse al principio pero lo logró con relativo éxito. Siempre se mostraba muy ansiosa y quería ir deprisa, mani­festando su deseo de ir al paso cuarto cuanto antes. En la segunda visión recordó un éxito muy reciente y relativo al motivo de su queja. En ella Javier había hecho un viaje relámpago a

Burgos, para visitar un banco, e Itzi se había enterado a su vuelta, pero no dudó ni un momento de la veracidad de su relato y no se preocupó en absoluto de no haberlo sabido de antemano. Este recuerdo la hizo ponerse muy contenta y adquirir una mayor conciencia del control de sus emociones. En la tercera bola de cristal visionó diferentes situaciones futuras en las que presumiblemente manejaba con éxito sus celos. En concreto: un próximo viaje de Javier a un país extranjero que la tenía muy obsesionada, determinadas situaciones labora­les de Javier como reuniones de trabajo, etc. La cuarta bola no llegamos a hacerla porque en la siguiente sesión Itzi relató con mucho orgullo lo que había pasado: había aceptado ir a una cena de compromiso con su marido en donde se sentaría junto a aquellas mujeres que tantas veces le habían hecho sufrir. Había estado a gusto, tomando cierto protagonismo, mostran­do en la conversación lo divertida e ingeniosa que era, disfrutando de la cena; hasta tal punto que había cambiado su percepción sobre una de sus rivales, que ahora le caía bien, cuando siempre la había odiado.

No hicieron falta más visiones, ni tampoco más sesiones; Itzi pedía el alta, se sentía pode­rosa para controlar sus sentimientos y emo­ciones, tenía ciertos temores de cómo afron­taría los siguientes viajes de Javier, pero tal era su necesidad de enfrentarse por sí misma a esas situaciones que aceptamos su reto a medias; le dimos una sesión de control duran­te el tiempo que él estaría fuera de viaje. Acudió a la cita y nos manifestó su convicción absoluta de que esto no le volvería a pasar. Estaba feliz por terminar la terapia, eso sí que­ría venir a una última sesión con Javier para despedirse y celebrarlo. Fue la primera vez que brindamos con champán en consulta.

6. RITUALES

El uso de rituales en terapia merecería por sí mismo un artículo propio. Pero puesto que también los usamos en la terapia de celos, aunque sea muy resumidamente, hablaremos de ellos.

En rigor, habría que decir que la terapia es en sí misma un ritual, y por supuesto la mayo­ría de las tareas lo son. En este sentido, ejem­plos de rituales son buscar un espacio aparta­do para estar solo un rato, siempre a la misma hora, para realizar la tarea de escribir, leer y quemar; o también el ya descrito Cuaderno de preguntas; o, como cuando añadimos a esas tareas, la recomendación de romper o quemar una fotografía del rival, ejecutando una especie de rito vudú; o, sin ir más lejos, la explicación detallada de la focalización senso­rial; son todas ellas ejemplos claros de rituales que utilizamos en terapia.

No obstante, en este apartado queremos referirnos específicamente a aquellos rituales que codiseñamos junto a la pareja para que los realicen juntos con la finalidad de limpiar, ventilar y evaporar el problema; o la más clási­ca de obtener el perdón y pagar la deuda, o realizar una penitencia por el daño causado. Casi siempre el ritual tiene algún componente mágico e incluye elementos simbólicos, que resultan mejor si pertenecen al universo sim­bólico de la pareja. El objetivo siempre en estos casos es restañar la herida, ayudar en la cicatrización y superar el hecho para que la pareja pueda seguir adelante en su proyecto de vida común.

Cuando digo que codiseñamos quiero decir que casi nunca decimos a la pareja qué es lo que tienen que hacer; pero sí les explica­mos en qué consiste un ritual, qué finalidad tiene, qué pasos hay que dar, qué condiciones tiene que cumplir dependiendo de los casos. Y sí les hacemos sugerencias en su construc­ción y puesta en escena, máxime cuando observamos cierta inercia. Pero siempre el ritual es cosa de ellos, tiene un ceremonial íntimo, se ha de celebrar con cierta liturgia como acto solemne que es y ha de poner en movimiento su universo simbólico y activar determinadas emociones.

Damos tanta importancia a la preparación del ritual como a su ejecución. Para ello pedi­mos a la pareja que piensen qué cosas podrían hacer, donde las harían y, lo que es más importante, que decidan una fecha que a par­tir de ese momento, adquirirá un valor simbó­lico y entrañable para ellos. Además, les sugeri­mos que escriban algo que, si es sobre el pasa­do, deberán quemar o, en su defecto, quema­rán algo viejo, que tenga significado simbólico y relacionado con el problema; y, a su vez, deberán plantar o sembrar algo que tengan que cuidar para que crezca, porque represen­tará su futuro; o también algo que hayan escri­to, por ejemplo sobre sus promesas y compro­misos de seguir adelante juntos. Todo esto son ideas que les damos, para que luego sean ellos quienes decidan los qués concretos.

Es importante que en el ritual quede expre­sado el dolor del pasado, el presente como momento crucial de sus vidas reflejado en el ritual mismo, así como el futuro, como en un ritual de tránsito, a través de la proyección de deseos y proyectos comunes. A veces inclui­mos una especie de prueba de amor o peniten­cia, como acto de entrega del dañante, que sirva para demostrar su sacrificio y que supon­ga algún tipo de beneficio para el dañado. En la mayoría de los casos realizamos una sesión terapéutica para que nos cuenten qué tal les ha ido, sin que eso suponga que tengan que con­tarnos todos los detalles de la celebración.

CASO MARTA Y KOLDO

Marta, de 39 años, lleva casada 7 años con Koldo, de 40. Para ella son sus segundas nup­cias. Con ellos viven dos hijas de 18 y 11 años habidas en su anterior matrimonio y una hija de 5 años que es de ambos. El motivo por el que acuden a consulta es por los celos y la obsesión de Marta debido a la infidelidad de Koldo, quien le ha confesado que en tres oca­siones “se ha ido de putas”, según relata: en estado ebrio y por la presión de los amigos en la primera; mientras que las dos siguientes por estrés personal, agobio y problemas con su pareja. Marta ha tenido conocimiento de todo esto por el contagio de una enfermedad de trasmisión sexual, que ha supuesto que Koldo le haya contado la verdad con un grave costo para su relación. Cuando acuden a consulta ella ha perdido cinco kilos, apenas duerme y los interrogatorios son constantes; quiere saberlo todo: cómo ocurrió, por qué ocurrió, que le explique bien las fechas, porque le ha mentido y no le cuadran; incluso Marta ha ido a visitar dónde y con quién fue. Además sus relaciones sexuales están afectadas porque Marta no con­sigue abstraerse del hecho y constantemente lo saca a relucir, a lo que se añade su temor a que él vuelva a contagiarla. Incluso ha pensado en vengarse yendo ella a un prostituto. Marta le ha pedido la separación, pero quieren darse una última oportunidad y se dan un margen de un año para ver si mejoran.

Después de varias sesiones con ellos, en las cuales trabajamos muchos de los aspectos planteados a lo largo de este artículo, les pro­pusimos la posibilidad de realizar un rito que creíamos iba a servirles para superar el hecho; a este rito le llamaron “el funeral”, porque de alguna forma serviría para “enterrar un muer­to” que convivía con ellos. Marta y Koldo fue­ron bastante activos en la elaboración del rito, planteando muchas ideas que nosotros acogíamos con entusiasmo. Sobre todo Marta tenía mucha confianza en este simbolismo y decía que el día del funeral se iba a liberar de algo grande. Habían acordado la fecha del rito que sería un 31 de Mayo; para ella significaba mucho esa fecha.

Entre otras cosas decidieron celebrar una cena solos en una casa que tenían en el campo, adornaron la sala con velas e incienso para crear un ambiente solemne, cenaron marisco (que ella odiaba por asociación) y quemaron en la chimenea del salón el Cuaderno de preguntas que habían estado realizando semanas antes, así como la camisa que él llevaba la noche que estuvo con la pri­mera prostituta y que ella guardaba sucia con manchas de maquillaje; además escribieron cada uno en un papel una promesa, que luego metieron en una caja junto a las cenizas de lo que habían quemado, y todo ello lo enterraron en el jardín de la casa.

En la siguiente cita nos contaron lo que habían hecho, y que para ellos había sido

muy emotivo y simbólico; habían llorado, reído, se habían hecho promesas, habían rezado y hasta habían hecho el amor a la luz de las llamas; ella se había quitado un gran peso de encima y él se había liberado de la culpa, aunque los dos eran conscientes de que estaban todavía con el duelo. Aparte, cosa que habían decidido mientras prepara­ban el rito, habían cambiado los muebles de su dormitorio y se habían comprado una cama nueva, porque Marta le había cogido manía a aquella “cama manchada”, y los dos coincidían en que este cambio les había sen­tado muy bien. Estaban contentos y dos sesiones después les dimos el alta.

7. USO DE FÁRMACOS

No siempre ni en todos los casos la terapia es suficiente para solucionar los problemas de celos. En ocasiones hemos podido comprobar que la colaboración con el psiquiatra y la pres­cripción de un ajustado tratamiento farmaco­lógico no solo es positiva sino que a veces es imprescindible. Estaríamos hablando de simultanear ambos tratamientos con el fin de mejorar el estado anímico del cliente y con ello su capacidad de discernimiento, de escu­cha, de adherencia terapéutica y de cumpli­miento de las tareas asignadas; casi nada. Es de suma importancia este punto cuando tra­bajamos con personas con síntomas claros de depresión y cuya característica principal es la apatía y pocas ganas de hacer nada, no pudiendo poner estos pacientes la energía necesaria ni para salvarse ni para salvar la rela­ción porque carecen de ella; es en estos casos cuando la prescripción de un antidepresivo resulta casi obligada con vistas a un mínimo aprovechamiento de la terapia clínica.

Otro tanto de lo mismo ocurre en el caso, muy frecuente, de los trastornos obsesivos de la personalidad. Como ya hemos dicho anteriormente, parte de la dinámica psíquica del celoso consiste en ideaciones obsesivas sobre sospechas de infidelidad de su pareja, cuando estas ideaciones se convierten en obsesiones que no dejan descansar mental- mente al paciente ni un segundo de su tiem­po, la eficacia de la ayuda de un fármaco, no deja lugar a dudas.

No cabe tampoco la duda para aquellos pacientes que son víctimas de alucinaciones por presentar un cuadro de psicosis delirante. Me refiero a los llamados celos patológicos. Seguramente estos casos no nos lleguen a la consulta por acudir directamente al psiquia­tra, pero en cualquier caso hay que saber hacer un diagnóstico diferencial y, en su momento, hacer una deriva, porque éstos sin tratamiento farmacológico poco o nada podrán mejorar con la clínica.

Para terminar, decir que en mi particular experiencia, y no me privo de repetirlo, la efi­cacia combinada de terapia clínica apoyada con un tratamiento farmacológico es una opción terapéutica nada desdeñable en muchos casos.

A MODO DE COLOFÓN: Pareja y Sexualidad

Una de las peores consecuencias de los celos en pareja es sin duda la desconfianza que queda instalada entre ellos. Si a la pérdida de confianza unimos la merma de la intimi­dad, más el deterioro en la comunicación, el resultado es una relación no ya solo proble­matizada por lo celos, sino tocada en sus pila­res básicos y muy vaciada de la cohesión que suponen los vínculos afectivos.

En todos los casos, bien sea simultánea­mente o en ocasiones de forma posterior al abordaje centrado sobre los celos mismos, dedicamos mucho de nuestro trabajo a repa­rar todos aquellos aspectos que de la relación han quedado dañados.

En primer lugar, y una vez desvelado el juego celotípico y analizado su particular patrón, nos dedicamos a desbaratarlo, cons­cientes de que en un primer momento no estamos colaborando en la recuperación de la confianza básica, puesto que mucho de ese desbaratamiento consiste en poner en duda sus creencias a propósito de la sinceridad o la tiranía de tener que contarlo todo. Tratamos de inculcar el derecho a la intimidad y al secreto, y con ello a la reposesión de la indivi­dualidad y la independencia, como pilares básicos, para posteriomente trabajar sobre la intimidad diádica y la confianza como entre­gas voluntarias ajenas al cierto grado de obli­gatoriedad que se presupone en toda relación de pareja.

Entre otros aspectos, trabajamos con tena­cidad por la reimplantación de límites intra y extradiádicos, puesto que somos conscientes de que parte del éxito ante una posible recaí­da radica en que estos límites estén claros y precisos (que no impermeables), los dos los acepten y estén dispuestos a defenderlos en el futuro; es decir, que el binomio indepen­dencia–dependencia entre ellos esté aclarado y no existan miedos al respecto.

Otros de los focos de atención especial son los que dedicamos a trabajar la comunica­ción, la prestación de atención, haciendo especial hincapié en aprender a pedir y a negociar las necesidades y deseos, así como la reorganización de usos y repartos de tiempos y espacios, en particular cuando la pauta era “pareja de 100% todo juntos”.

Por último, y sabedores de que la intimi­dad, por ser cosa frágil queda muy vulnerada y más al estar emparentada con la confianza, serán dos elementos muy básicos que necesi­tarán de mucho de nuestro mimo y empeño para su recuperación. Y aquí es donde traba­jaremos a tope con el cuerpo a cuerpo, que es sin lugar a dudas el escenario idóneo para recuperar esa intimidad. Así entramos de lleno en la interacción erótica de la pareja, en la dimensión intercorporal, fenoménica, peculiar, gratificante e intersubjetiva de la corporeización de los afectos. Nos referimos a la erótica contextual, por un lado, o sea, a los aspectos intercorporales de la comunica­ción de pareja ( la complicidad gestual, los rituales amorosos, las cercanías corpóreas) y por otro a la erótica ejecutiva o lo que es la interacción erótica explícita (o hacer el amor).

En la terapia subrayamos mucho este pri­mer aspecto de la erótica contextual por entender que es en ese lecho en donde mejor yace la intimidad de pareja, y lo con­cretamos en tres aspectos fundamentales de la interacción: el desarrollo de la ternura, el encuentro no posesivo de los cuerpos, y la ejecución erótica no exigente. La táctica base para trabajar todo este universo erótico no podía ser otra, aunque eso sí con algunas variaciones y matices en su ejecución y desa­rrollo, con respecto a la focalización senso­rial diseñada por Master y Johnson en 1970, en su libro “Incompatibilidad Sexual Humana”. Volver a las caricias, al masaje y al contacto cuerpo a cuerpo, sentirse vulnera­ble pero protegido, son la mejor receta para una vivencia de la intimidad ajena al miedo, al pudor y a la necesidad de defensa. Y es en ese nuevo escenario donde, sin lugar a dudas, habrá poco espacio para los celos.

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El sexismo y sus dos caras:

De la hostilidad a la ambivalencia

Maria Lameiras Fernández *
* Profesora Titular de Psicología de la Universidad de Vigo.

Facultad de Ciencias de la Educación, Las Lagunas s/n 32004 Ourense. E-mail: lameiras@uvigo.es

 

En la conceptualización de la cara más “moderna” del sexismo (Tougas et al., 1995; Swim et al.,1995) se considera que junto a los sentimientos negativos hacia las muje­res, que perviven de las formas más tradicionales de sexismo, convive la aceptación de valores igualitarios, socialmente deseables en aquellas sociedades que han evoluciona­do hacia posicionamientos más liberales. Lo que supone abordar su comprensión desde la dimensión social, condiderando a las mujeres y los hombres como dos gru­pos homogéneos e independientes. Pero para comprender en su complejidad el nuevo sexismo Glick y Fiske (1996, 1999) defienden que para el estudio de éste es necesario incorporar parámetros explicativos que surgen de la dimensión relacional. Lo que implica que las relaciones entre los sexos no pueden ser articuladas exclusivamente desde una perspectiva intergrupal, y supone reconocer que, frente a la visión de los sexos como grupos sometidos en un contexto social a fuerzas divergentes de indepen­dencia y autonomía, éstos están necesariamente vinculados en un mundo relacional de fuerzas convergentes de dependencia y heteronomía. La combinación de estas fuerzas centrífugas y centrípetas son las que articulan la constelación de actitudes hacia los sexos y repercutirán tanto en el ámbito público/laboral como en el espacio interperso­nal y afectivo–sexual.

Palabras clave: Sexismo moderno, Sexismo hostil, Sexismo benevolente.

SEXISM AND ITS FACES: FROM HOSTILITY TO AMBIVALENCE

The “modern” face of sexism (Tougas et al., 1995; Swim et al., 1995) combines two apparently contradictory elements. On the one hand we can find negative feelings towards women, like in traditional sexism, but, on the other hand there are positive feelings resulting from a societal movement toward more egalitarian values. Most research has focused on the social dimension of sexism, considering women and men as two homogeneous, independent groups. To come to a better understanding of this “modern” sexism Glick and Fiske (1996, 1999, 2000) find it necessary to consi­der the relational dimension involved in this issue. This means that the relationship between sexes can´t be understood only from a social dimension and so the sexes are not only groups in a social context subjected to division forces of independence and autonomy, but at the same time they are involved in relationship of dependen­ce and heteronomy. The combination of these opposing forces develop attitudes towards sexes and will have its effect in the workplace as well as in affective and sexual relationship.

Keywords: Modern sexism, Hostil sexism, Benevolent sexism.

 

EL SEXISMO Y SUS RAÍCES SOCIALES

El sexismo se define como una actitud dirigida a las personas en virtud de su perte­nencia a un determinado sexo biológico en función del cual se asumen diferentes carac­terísticas y conductas .

Por un lado, a través de los estereotipos “descriptivos” se establecen las características que describen a cada sexo. Características que nutren de contenido los conceptos de “mas­culino” y “femenino”, obviamente para definir y describir a hombres y mujeres. Así, la mas­culinidad es asociada con características de dominancia, control e independencia y la feminidad con atributos de sensibilidad, afec­to y preocupación por el bienestar ajeno. En palabras de Lipovetsky (1997: 154) “si el hom­bre encarna la nueva figura del individuo libre, desligado, dueño de sí, a la mujer se la sigue concibiendo como un ser dependiente por naturaleza, que vive para los demás e inserta en el orden familiar”. Así frente al “yo” autónomo e independiente del hombre, a la mujer se la identifica con un “yo en relación”, es decir, con un yo desplegado hacia afuera que recibe su sentido y se alimenta de la vida emocional que mantiene con los “otros”, con los que necesariamente ha de convivir para alcanzar su sentido de la vida y bienestar. Esta dualidad que describe a los hombres desde la instrumentalidad y a las mujeres desde la expresividad (Parson y Bales, 1955) se ha materializado también en los conceptos anta­gónicos de masculino–agentic frente a feme­nino–communal (Bakan, 1966). En definitiva, una poderosa caracterización que ejerce tam­bién su influencia en los procesos de identifi­cación personal. Una dualidad además asimé­trica, lo que supone que los rasgos asociados al polo masculino son valorados más positiva­mente; cuestión que viene demostrada por el hecho de que las mujeres muestren mayor disposición a adscribirse caracterísicas mascu­linas y ser por ello menos censuradas social­mente que los hombres que se adscriben a características femeninas (Bonilla y Martí­nez–Bencholl, 2000).

Por otro lado, los estereotipos “prescipti­vos” hacen referencia a las conductas que se consideran que deben llevar a cabo hombres y mujeres. De tal modo que el encasillamiento que las diferentes sociedades imponen a los sexos a través de los significados asociados a la dualidad masculino–femenino condiciona el tipo de actividades y distribución de las ocupaciones consideradas más adecuadas para ambos (Pastor, 2000). Los roles o papeles asignados para cada sexo se despliegan desde los estereotipos “descriptivos”. Lo que supone reconocer que la existencia de roles o papeles diferenciados para cada sexo es la consecuen­cia “natural” de asumir la existencia de carac­terísticas psicológicas diferentes para cada sexo. La asimetría de papeles ha propiciado la división del espacio público–privado como esferas separadas para ambos sexos, apode­rándose el hombre del espacio público o polí­tico y relegándose a la mujer al espacio priva­do o doméstico. De nuevo aquí se repoduce la jerarquía valorativa en función de la cual se prioriza el espacio público frente al espacio privado para garantizar la supremacía masculi­na. Pero la significativa incorporación de la mujer, en las últimas décadas, al trabajo remu­nerado en los países occidentales ha desesta­bilizado esta balanza. Y ya que la jerarquiza­ción de los espacios supone un medio para la jerarquización de los sexos el fin en sí mismo para mantener a la mujer en un estatus infe­rior, su incorporación al espacio público ha ido paralelamente vinculada a la devaluación del trabajo en sí (Goldberg, 1968). Esto impli­ca que aquellos trabajos de alto prestigio desarrollados tradicionalmente por los hom­bres se han ido devaluando al mismo ritmo que se ha incorporado la mujer a su ejercicio, posibilitando con ello el mantenimiento de la jerarquía entre los sexos.

DEL SEXISMO HOSTIL AL SEXISMO MODERNO

Para identificar la visión más tradicional del sexismo hay que remontarse a las aporta­ciones de Allport (1954), quien lo define

como un prejuicio hacia las mujeres, enten­diendo éste como una actitud de hostilidad y aversión. De modo que esta primera aproxi­mación al concepto de sexismo está connota­da por evaluaciones negativas que suponen un tratamiento desigual y perjudicial hacia las mujeres, y se conoce hoy en día como sexis­mo explícito (overt sexism) (Benokraitis y Feagin, 1986, 1995) porque es fácilmente detectable visible y observable; o viejo sexis­mo (Old–Fashioned sexism) (Swin, Aikin, Hall y Hunter, 1995), ya que este tipo de sexismo se apega al mantenimiento de roles tradicio­nales para hombres y mujeres.

Pero si entendemos el sexismo exclusiva­mente como una actitud negativa hacia las mujeres es dificil mantener su existencia en las sociedades más desarrolladas (Expósito, Montes y Palacios, 2000). De hecho, parece haberse logrado en los países occidentales lo que Batista–Foguet, Blanch y Artés (1994) han denominado “igualitarismo abstracto”, que supone la igualdad de los sexos en el dominio público y ha ganado un creciente consenso. Pero junto a éste pervive lo que los autores denominan “conservadurismo cultural”, que se detecta en el cambio de actitudes con res­pecto a los roles familiares. Éste implica tanto la reticencia de los varones a asumir la cuota de responsabilidad que les corresponde en la esfera doméstica, como las dificultades que encuentran las mujeres en su integración al mundo público. Por tanto, la discriminación persiste aunque ésta adquiere ahora matices más sutiles y encubiertos (covert sexism).

Así, hoy en día se comprueba que los valo­res de sexismo se han recanalizado hacia nue­vas formas más encubiertas y sutiles de expre­sión que pasan más inadvertidos, y que se siguen caracterizando por un tratamiento desigual y perjudicial hacia las mujeres. La for­mación de esta nueva cara del sexismo ha dis­currido de forma paralela a la evolución de las actitudes racistas etiquetadas como racismo simbólico (Sears, 1988), racismo aversivo (Gaertner y Dovidio, 1986), racismo ambiva­lente (Katz, Wackenhut y Hass, 1986), racismo moderno (McConahay, 1986; Pettigrew, 1989) o prejuicio sútil (Rueda y Navas, 1996). De hecho, entre las aportaciones más destacables con relación al nuevo sexismo se encuentra la de Swin et al. (1995), quienes lo definen como sexismo moderno (modern sexism), y se fundamentan en los mismos pilares pro­puestos por Sears (1988) para conceptualizar el racismo moderno, adaptándolos a las rela­ciones entre sexos: 1) Negación de la discrimi­nación, 2) Antagonismo ante las demandas que hacen las mujeres, 3) Resentimiento acer­ca de las políticas de apoyo que consiguen. Paralelamente a esta conceptualización Tougas et al. (1995) introducen el concepto de Neosexismo que definen como la manifes­tación de un conflicto entre los valores iguali­tarios y sentimientos negativos residuales hacia las mujeres. Este sexismo, aunque está en contra de la discriminación abierta contra las mujeres, considera que éstas ya han alcan­zado la igualdad y que no necesitan ninguna medida política de protección, impidiendo con ello la igualdad real.

En conclusión, la nueva cara del sexismo, identificado como sexismo moderno o neose­xismo, se articula desde una perspectiva más sútil y encubierta y con ello más perniciosa para los objetivos de igualdad, considerando la dimensión social el plano a partir del que se articula su comprensión. Ello supone que, amparados en la supuesta igualdad entre los sexos, se impidan las acciones positivas que propiciarán la igualdad real en la esfera públi­ca. Un sexismo que, en cualquier caso, no es ajeno a los presupuestos que han nutrido de contenido al sexismo más tradicional (Spence y Hahn, 1997).

SEXISMO AMBIVALENTE

En la conceptualización del sexismo moderno recogida de los planteamientos hechos por Swin et al. (1995) y del Neo-sexismo de Tougas et al. (1995) se prima la dimensión social y con ello la consideración de los sexos como grupos homogéneos en conflicto. Esto supone asumir que la superación del sexismo vendrá dada por la supera­ción de la asimetría social entre los sexos, es decir, la igualdad objetivada en el ámbito público, que supone superar las barreras que frenan el avance de la mujer. Estos presupues­tos se desarrollan, como hemos visto, en sin­tonía con la forma de abordar las desigualda­des provocadas por otros elementos de dife­renciación como es la raza.

Sin embargo, a diferencia de las categori­zaciones hechas en función de la raza, etnia o cultura, entre las que se puede asumir una clara independencia entre los miembros de los distintos colectivos, las relaciones entre sexos se encuentran necesariamente connota­das también por relaciones de dependencia. Precisamente la compleja constelación de relaciones de dependencia e independencia hace de las relaciones entre sexos una reali­dad ideosincrática y singular con elementos no compatibles con los presentes en el resto de las relaciones intergrupales. Por tanto, para maximizar la comprensión del sexismo moderno ha de reconocerse esta singularidad relacional entre los sexos. Esto supone reco­nocer que las actitudes hacia los sexos serán el resultado de estas fuerzas divergentes de independencia y autonomía en el contexto social y de las fuerzas convergentes de depen­dencia y heteronomía en el ámbito relacional. Este reconocimiento ha propiciado el desarro­llo de la más reciente y novedosa teoría sobre el sexismo moderno.

La teoría del sexismo ambivalente de Glick y Fiske (1996) es la primera que recono­ce la necesidad de ubicar en la comprensión del nuevo sexismo la dimensión relacional. Este sexismo se operativiza con la presencia de dos elementos con cargas afectivas antagó­nicas: positivas y negativas (Glick y Fiske, 1996, 2000, 2001), danto lugar a dos tipos de sexismo vinculados: sexismo hostil y sexismo benevolente. El sexismo hostil es una ideolo­gía que caracteriza a las mujeres como un grupo subordinado y legitima el control social que ejercen los hombres. Por su parte, el sexismo benevolente se basa en una ideología tradicional que idealiza a las mujeres como esposas, madres y objetos romáticos (Glick et al. 1997). Y es sexista también en cuanto que presupone la inferioridad de las mujeres, ya que este sexismo reconoce y refuerza el patriarcado, pues considera que las mujeres necesitan de un hombre para que las cuide y proteja. A su vez, utiliza un tono subjetiva­mente positivo con determinadas mujeres, las que asumen roles tradicionales, como criatu­ras puras y maravillosas cuyo amor es necesa­rio para que un hombre esté completo. En el sexismo hostil a las mujeres se les atribuyen características por las que son criticadas; en el sexismo benevolente, características por las que son valoradas, especialmente vinculadas a su capacidad reproductiva y maternal. En defi­nitiva, una visión estereotipada de la mujer tanto en su tono más hostil, evaluada negati­vamente como “inferior”, como en su tono más benevolente, evaluada positivamente como “diferente”, pero supeditada a determi­nadas “funciones”. Además el sexismo bene­volente ayuda al sexismo hostil permitiendo a los hombres sexistas ser benefactores de las mujeres y disculpar su hostilidad sólo ante aquellas mujeres que se lo merecen. Este sexismo benevolente suscita conductas proso­ciales como las de ayuda o protección hacia las mujeres.

La dimensión más hostil comparte con el sexismo tradicional su tono afectivo negativo. Por su parte, la dimensión más benevolente, que despliega un tono afectivo positivo, no es en realidad algo nuevo, de hecho se refleja en la ética de las religiones cristianas, de tan larga tradición en los países más occidentales. En éstas se transmite la visión de las mujeres como débiles criaturas que han de ser protegi­das y al mismo tiempo colocadas en un pedes­tal en el que se adoran sus roles “naturales” de madre y esposa, de los que no debe extralimi­tarse. En un reciente estudio en colaboración con Glick (Glick, Lameiras y Rodríguez, 2002) comprobamos como las personas más religio­sas son precisamene las que se adscriben a actitudes más benevolentes.

Por tanto, lo realmente novedoso de la teo­ría propuesta por Glick y Fiske (1996, 2001) es la combinación indisociable de la forma hostil y benevolente de las actitudes hacia las muje­res, que representarían las formas de sexismo más modernas y que conforman el sexismo ambivalente. Éste brota del reconocimiento de la dimensión relacional–dependiente entre los sexos como eje articulador.

Para desarrollar esta teoría del sexismo ambivalente, Glick y Fiske (1996, 2001) recu­rren a la posición teórica de la ambivalencia propuesta por Katz (1981) y Katz y Hass (1988). La ambivalencia en términos generales se define como el resultado de albergar valo­res que son contradictorios o bien conflictivos entre sí. Estos autores afirman que esto es lo que le sucede a muchas personas en Estados Unidos. Por una parte, valoran muy positiva­mente el igualitarismo como la base de los principios democráticos. Pero, por otra parte, sobrevaloran el individualismo que constituye un reflejo de los principios de la ética protes­tante. Estos valores de igualitarismo e indivi­dualialismo pueden entrar en conflicto, sobre todo a la hora de regular la expresión de los prejucios raciales. Si estas personas se adhie­ren al igualitarismo, les llevaría a mostrar sim­patía hacia los y las afroamericanos y además reconocerían públicamente que se les ha subordinado y humillado a lo largo de la his­toria. Pero la adhesión al individualismo les llevaría en la dirección contraria. Katz y Hass (1988) afirman que el choque entre los valo­res de igualitarismo e individualismo produce en una persona una dualidad actitudinal, que puede traducirse en actitudes positivas o en actitudes negativas. Además la ambivalencia actitudinal genera un malestar psicológico, ya que las personas buscan activamente la con­sistencia (Festinger, 1957).

Siguiendo esta línea argumental Glick y Fiske (1996) parten de que la ambivalencia sexista se origina en la influencia simultánea de dos tipos de creencias sexistas porque son dos constructos subjetivamente vinculados a sentimientos opuestos hacia las mujeres. Si bien esto sucede sin experimentar conflicto, ya que según Glick et al. (1997) el sexismo ambivalente es capaz de reconciliar las creen­cias sexistas hostiles y las benevolentes sin sentimientos conflictivos. Así lo sugiere la alta correlación entre sexismo hostil y benevolen­te (Glick y Fiske, 1996). La forma en que se evitan los conflictos entre actitudes positivas y negativas hacia las mujeres es clasificándolas en subgrupos. Uno de mujeres “buenas” y otro de mujeres “malas”, en los que se inclu­yen aspectos positivos y negativos del sexismo ambivalente. Las primeras merecen un trata­miento hostil y las segundas merecen ser tra­tadas con benevolencia. Por tanto establecer subtipos polarizados de mujeres, unas coloca­das en un pedestal y otras arrojadas a la cune­ta (Travris y Wade, 1984) se convierte en fruc­tífera estrategia para evitar los sentimientos conflictivos. Utilizar categorías automáticas, basadas en pistas como la apariencia física o los roles sociales, guía las reacciones ante cada mujer. Por tanto, en vez de experimentar tensión emocional, vulnerabilidad y conflicto, se clasifica a cada mujer en función de los estereotipos que se cree que la definen y se actúa en consecuencia.

De hecho, Glick y Fiske (1997) comprue­ban que los hombres establecen tres tipos de grupos de mujeres: las tradicionales, las no tradicionales y las sexys. Las mujeres que representan el rol de amas de casa, las muje­res profesionales que se desarrollan también en el espacio público, no exclusivamente el privado, y finalmente las sexys. Los hombres sexistas temen al grupo de mujeres no tradi­cionales porque retan su poder; así como a las mujeres denominadas sexys, porque temen que ellas con su poder de seducción, junto con el interés de los hombres por el sexo, les arrebaten también su poder. Estas mujeres son definidas como peligrosas, tentadoras y sensuales, y los hombres sexistas suelen man­tener actitudes hostiles hacia ellas.

Todo ello nos lleva a establecer que con el sexismo ambivalente, los hombres pue­den mantener una consistencia actitudinal que implica despreciar a algunas mujeres y amar a otras. El sexismo hostil se aplica como un castigo a las mujeres no tradiciona­les, como mujeres profesionales y feministas, porque estas mujeres cambian los roles de género tradicionales y las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Mientras que el sexismo benevolente es una recom­pensa para las mujeres que cumplen los roles tradicionales porque estas mujeres aceptan la supremacía masculina. Por consi­guiente, el sexismo hostil y el sexismo bene­volente actúan como un sistema articulado de recompensas y castigos con la finalidad de que las mujeres sepan cuál es su posición en la sociedad (Rudman y Glick, 2001).

Esto ha llevado a Click y Fiske (1996, 2001) a preguntarse si el sexismo hostil se dirige hacia un grupo determinado de muje­res y el sexismo benevolente hacia otro grupo. Estos autores razonan esta afirmación planteando que es posible que a nivel ideoló­gico pueda resultar fácil a los hombres cate­gorizar a las mujeres en subgrupos, favora­bles o desfavorables, pero cuando se valora a mujeres concretas esto es más complicado, especialmente cuando existe una vinculación afectiva con ellas. Se pone de manifiesto así que el sexismo hostil y sexismo benevolente conviven, por ejemplo en las actitudes hacia una hermana que se ha convertido en femi­nista o hacia una pareja a la que inicialmente recompensa con el sexismo benevolente y finalmente castiga con el hostil si ésta lo rechaza (Glick y Fiske, 2001).

FUNDAMENTOS DEL SEXISMO AMBIVALENTE

Las actitudes hostiles y benevolentes hacia las mujeres tienen un origen ancestral, ya que ambos tipos de actitudes están claramente simbolizadas en la mitología griega. Concretamente Glick y Fiske las sitúan en el poema épico La Odisea de Homero compues­to hace 3 millones de años. Este poema narra el regreso del héroe griego Ulises (también llamado Odiseo) de la guerra de Troya. El relato abarca sus 10 años de viajes hasta reu­nirse con su amada esposa Penélope, que se presenta como el ideal griego de feminidad hermosa, inteligente y complaciente; así como pilar de la casa, prudente, fiel y subordi­nada al marido. Hasta que Ulises no pudo reu­nirse con ella estaba incompleto. A su vez, Penélope necesitaba la protección de su mari­do frente a los pretendientes que le surgieron durante su larga ausencia. Los componentes del sexismo benevolente se manifiestan en el relato con una Penélope integrada en el rol doméstico y marital que necesita el cuidado y protección de su esposo. Por otra parte, algu­nos de los obstáculos que retrasaron el regre­so de Ulises con su esposa se manifiestan en el poema en forma de mujer, de sirenas que intentaron atraparlo. Circe, una hechicera que usó su belleza para tentar a la tripulación de Ulises intentando detenerla para poder así destronarlo. Parte ésta en la que se manifiesta el sexismo hostil, que considera que las muje­res usan sus encantos y su sensualidad para rebatir el poder de los hombres.

Glick y Fiske (1996, 1999, 2000) sugieren que tanto el sexismo hostil como el sexismo benevolente tienen sus raíces en las condicio­nes biológicas y sociales que son comunes a todos los grupos humanos. Y giran en conse­cuencia en torno al poder social, la identidad de género y la sexualidad, y se articulan en torno a tres componentes comunes: el pater­nalismo, la diferenciación de género y la hete­rosexualidad. Cada componente refleja una serie de creencias en las que la ambivalencia hacia las mujeres es inherente, ya que presenta un componente hostil y otro benévolo.

Glick y Fiske (1996) definen el paternalis­mo como la forma en la que un padre se com­porta con sus hijos e hijas: por un lado, les aporta afecto y protección y, por el otro, el padre es el que manda sobre sus hijos e hijas. Esta concepción está intimamente relacionada con la visión ambivalente del sexismo, porque incluye dos dimensiones: el paternalismo protector y el paternalismo dominador. El sexismo se materializa por un lado en un

paternalismo dominador que desencadena el sexismo hostil, donde se asienta la estructura del patriarcado que legitima la superioridad de la figura masculina, considerando a las mujeres como seres incapaces, incompeten­tes y también peligrosos, debido a que inten­tan arrebatar el poder de los hombres. Por otro lado, el sexismo se materializa igualmen­te en un paternalismo protector que desenca­dena el sexismo benevolente, y que los hom­bres aplican a las mujeres que desempeñan roles tradicionales, ya que las consideran como criaturas débiles y frágiles a las que hay que colocar en un pedestal y protegerlas. El paternalismo protector puede coexistir con su complementario dominador porque los hom­bres dependen del poder diádico de las muje­res como esposas, madres y objetos romáti­cos. Así las mujeres tienen que ser amadas, acariciadas y protegidas, ya que su debilidad requiere que los hombres cumplan con su papel protector y de sustento económico. Brehm (1992) establece que, en las relaciones heterosexuales, el paternalismo dominador es la norma. De este modo, en matrimonios tra­dicionales, tanto el hombre como la mujer están de acuerdo en que el hombre es el que debe ejercer la mayor autoridad y a su vez pro­veer y proteger el hogar, con una esposa que depende de él para mantener su estatus eco­nómico y social. Carés (2001) sugiere que las mujeres, además de aceptar este paternalismo, son las encargadas de transmitir los valores patriarcales y de salvaguardarlos, es decir, se espera que las mujeres no sólo se somentan al patriarcado sino que se conviertan en agentes de difusión de esta ideología sexista.

El segundo componente en el que subya­ce el sexismo hostil y benevolente es la dife­renciación de género (Glick y Fiske, 1996). Todas las culturas usan las diferencias biológi­cas (físicas) entre sexos como base para hacer distinciones sociales que supone la asignación de valores, cualidades y normas en función del sexo al que se pertenece. Al igual que en el paternalismo, en la diferenciación de géne­ro también nos encontramos con las dos caras del sexismo: por un lado está la diferencia­ción de género competitiva y por el otro la diferenciación de género complementaria. La diferenciación de género competitiva se presenta como una justificación sobre el poder estructural masculino, ya que considera que solamente los hombres poseen los rasgos necesarios para poseer el poder y gobernar las instituciones socio–económicas y políticas. A su vez, también afirman que las mujeres, al ser diferentes de los hombres, como por ejemplo al tener en cuenta su mayor debili­dad, no cuentan con las características, ni con la capacidad necesaria para poder gobernar y que, por tanto, su ámbito de actuación queda­ría limitado a la familia y al hogar. Por otro lado, los hombres son conscientes del poder diádico de las mujeres que les hace depender de ellas. Este poder hace que los hombres reconozcan que las mujeres tienen caracterís­ticas positivas (Eagly y Mladinic, 1993) que complementan las suyas. Esto es lo que cons­tituye la diferenciación de género comple­mentaria. Para el sexista benevolente las carac­terísticas de las mujeres complementan las características de los hombres, mientras que para el sexista hostil determinadas característi­cas de las mujeres, como la sensibilidad, las colocan en un plano inferior y las hacen incompetentes para ejercer el poder.

Finalmente Glick y Fiske (1996) sitúan en la heterosexualidad uno de los más podero­sos orígenes de la ambivalencia de las actitu­des de los hombres hacia las mujeres. Berscheid y Peplau (1983) afirman que las relaciones romáticas heterosexuales son defi­nidas por hombres y por mujeres como uno de los principales factores para llegar a tener una vida feliz. Al igual que los anteriores com­ponentes, la heterosexualidad tiene dos ver­tientes: la intimidad heterosexual y la hostili­dad heterosexual. Glick y Fiske (1996) esta­blecen que la motivación sexual de los hom­bres hacia las mujeres puede estar unida a un deseo de proximidad (intimidad heterose­xual), lo que alimenta el sexismo benevolente. Pero las relaciones románticas entre hombres y mujeres suponen a veces una amenaza para las mujeres. Ya que la agresión masculina, en culturas que promueven las desigualdades de género (Bohner y Schwarz, 1996), y la amena­za de la violencia sexual han sido popularmen­te caracterizadas como unas medidas por las cuales los hombres controlan a las mujeres para mantener las desigualdades. La depen­dencia diádica de los hombes respecto a las mujeres crea una situación inusual en la que los miembros del grupo dominante son dependientes de los miembros del grupo subordinado, alimentando el sexismo hostil. Así las mujeres por medio del sexo tienen el poder para satisfacer el deseo de los hombres en su intimidad heterosexual.

LA DIMENSIÓN “REAL” DEL SEXISMO AMBIVALENTE

Las formulaciones teóricas relativas al sexismo más moderno en su concreción ambivalente encuentran apoyo empírico. Los estudios confirman la existencia de un sexis­mo ambivalente, resultado de la combinación de dos tipos de sexismo: sexismo hostil y sexismo benevolente, piedra angular de la teoría formulada por Glick y Fiske (1996). Y esta confirmación empírica, inicialmente apor­tada por los propios autores, es posterior­mente reafirmada en investigaciones paralelas (Eckes y Six, 1999; Mladinic et al., 1998; Expósito et al, 1998).

Si reconocemos que el sexismo ambivalen­te hacia las mujeres, tanto en su vertiente hos­til como benevolente, mantiene a la mujer en un lugar asimétrico y jerárquicamente inferior al del hombre, es esperable que sean ellos los que se adscriban a tales actitudes en mayor medida. Lo que confirman sistemáticamente los estudios llevados a cabo hasta la fecha dentro (Lameiras, Rodríguez y Sotelo, 2001; Moya y Expósito, 2000) y fuera de nuestras fronteras (Glick y Fiske, 1996; Glick et al., 2000; Masser y Abrams, 1999, Eckehamar, Akrami y Araya, 2000). Convirtiéndose ésta, como cabría esperar, en la principal variable independiete a estudiar.

Junto a estos planteamientos, surge otra cuestión importante para el debate. Ésta es en qué medida el sexismo ambivalente, constitui­do por ideologías sexistas complementarias, es el fruto de la emancipación que las mujeres han experimentado en las sociedad más industrializada o, por el contrario, se reprodu­ce en todas las culturas. A esta cuestión se intenta dar respuesta a través del estudio transcultural de Glick et al. (2000), en el que participa nuestro equipo, y que abarca una muestra de 15.000 hombres y mujeres de 19 naciones de los cinco continentes, entre ellas España. Los resultados de este macro estudio confirman la presencia del componente hos­til–negativo y benevolente–positivo en las actitudes elicitadas hacia las mujeres en todas las culturas estudiadas. Resultados que tam­bién confirma nuestro estudio con 1639 estu­diantes universitarias de seis países iberoame­ricanos (Lameiras et al., 2002).

Sin embargo, aunque son los hombres en todas las culturas estudiadas los que manifies­tan un mayor sexismo hacia las mujeres, éstas no están exentas de este tipo de actitudes. Especialmente del sexismo benevolente que, al estar asociado a un tono afectivo positivo y enmascarar su verdadera esencia sexista, es más fácilmente asumido incluso por las pro­pias mujeres. De hecho, en países como Cuba, Nigeria, Suráfrica y Botswana, las muje­res son más sexistas benevolentes (Glick et al., 2000). Los argumentos de los autores para explicar estos resultados afianzan la idea de que el sexismo benevolente podría actuar como una estrategia de autodefensa en aque­llos casos en los que la mujer se encuentra en un contexto con un elevado sexismo hostil, en los que las mujeres tendrían un gran incen­tivo para aceptar el sexismo benevolente y ganar la protección y la afectividad de los hombres. Lo que parece, sin duda, paradójico ya que las mujeres buscarían protección preci­samente de los miembros del grupo del que reciben las amenazas y opresiones. Pero esto reafirma la compleja relación de dependen­cia–independencia que caracteriza a los sexos.

A pesar de los resultados que confirman que el sexismo ambivalente es un ideología que parece pervivir en todas las culturas, otra interesante cuestión es la de determinar hasta qué punto el arraigo de las actitudes sexistas está asociado al nivel de desarrollo de un país. Esta cuestión es indiscutiblemente relevante, ya que si la evolución de la ideología sexista está, como cabría esperar, condicionada por el desarrollo del país, una de las principales consecuencias de esto será promover todas aquellas acciones que contribuyan a dicho desarrollo y contribuir con ello a superar los estereotipos sexistas. Aunque con las limita­ciones que impone el no disponer de mues­tras representativas a nivel nacional, en el estudio transcultural del que hemos hablado de Glick et al. (2000) se comprueba que las puntuaciones, tanto de sexismo hostil como benevolente, correlacionan negativamente con los indicadores sociales a nivel nacional de igualdad de género, entre los que se encuentran el porcentaje del salario de la mujer con respecto al del hombre en puestos similares, el porcentaje de mujeres en puestos ejecutivos y políticos, el número de hijos por mujer o el porcentaje de población universita­ria. De modo que las ideologías sexistas refle­jan las desigualdades sociales entre sexos. Esto supone que en los países con un mayor índice de desarrollo humano se asumen en menor medida los estereotipos tradicionales para los sexos. Estos resultados se confirman también en la muestra de países iberoamerica­nos (Lameiras et al., 2002), comprobándose además que esta relación es incluso más mar­cada para los chicos. De hecho, en el reciente estudio en colaboración entre Glick y nuestro equipo (Glick, Lameiras y Rodríguez, 2002) se comprueba que el nivel de estudios correla­ciona significativamente con la adscripción a actitudes sexistas, de tal modo que a mayor instrucción menor sexismo, tanto en su ver­tiente hostil como benevolente.

La importancia que el progreso social tiene en la elicitación de actitudes menos sexistas hacia las mujeres nos lleva a plantear- nos otra interesante cuestión: en qué medida los cambios sociales se reflejan en las actitu­des de toda la población de estudio o si, por el contrario, estas actitudes están también determinadas por el propio período evolutivo en el que se encuentra el sujeto. Para dar res­puesta a esta cuestión llevamos a cabo un estudio (Lameiras, Rodríguez y González, 2004) con una muestra de 1003 sujetos elegi­dos aleatoriamente de la comunidad gallega entre las franjas de edad de 18 y 65 años. Los resultados de este estudio confirman que es el colectivo de personas mayores de 42 años el que muestra actitudes más sexistas, tanto en la vertiente hostil como benevolente, hacia las mujeres y, lo que es más interesante toda­vía, a partir de esta edad desaparecen las dife­rencias entre sexos. La explicación a estos resultados la podemos encontrar en la reali­dad socioeconómica que ha caracterizado a España con los cambios que se inician en la década de los 60, en sintonía con los que se producen en el resto de Europa, y en algunos países de forma más marcada aún.

Estos argumentos realtivos al progreso social nos derivan a concluir que será la pobla­ción más jóven, aquella situada en la franja de edad entre 18–22 años, la que presente actitu­des significativamente menos sexistas. Pero los datos muestran que las actitudes sexistas disminuyen —no se incrementan— desde los 18 hasta los 42, en un proceso más claro para las mujeres que para los hombres, danto lugar a un proceso más de u invertida que lineal ascendente, como cabría esperar. Esto nos lleva a plantearnos en qué medida y, especial­mente con relación al sexismo benevolente, si su sutileza constituye una hábil trampa a la que sucumben incluso las mujeres autodescri­biéndose con actitudes benevolentes e inclu­so hostiles. De hecho, en el estudio previo con una población de adolescentes escolariza­dos en enseñanza secundaria obligatoria, comprobamos que sus actitudes sexistas son incluso mayores que las asumidas por el colectivo de 18–22 años (Lameiras, Rodríguez y Sotelo, 2001). Reafirmando el proceso de u

invertida entre la población más jóven —entre 12–16 años— y la de más edad entrevistada ­ 65 años—. Esto impone la necesidad de incor­porar junto a la explicación que viene dada de los cambios sociales acaecidos en los últimos cuarenta años en España a favor del progreso socio–económico, también cambios a nivel evolutivo. Ello nos debe hacer pensar en qué medida el sistema educativo, familiar y social siguen transmitiendo una visión esterotipada de los sexos de la que se imprengnan los y las más jóvenes desde una toma de posición acrí­tica y que la entrada en la madurez, y sobre todo la incorporación a responsabilidades profesionales y familiares, llevan especialmen­te a las mujeres a ser conscientes del sexismo implícito tanto en el trato hostil como bene­volente que reciben.

CONCLUSIÓN

La presencia de actitudes sexistas más suti­les y encubiertas que conforman el sexismo moderno y, especialmente, en la conceptuali­zación del sexismo ambivalente en el que se combinan actitudes hostiles y benevolentes, es necesario reconocer el efecto pernicioso que ejerce este nuevo sexismo en la consuma­ción de la igualdad entre los sexos. El sexismo benevolente, que enmascara su verdadera esencia sexista detrás de su tono afectivo posi­tivo, es sin duda más pernicioso para los obje­tivos de igualdad entre los sexos al quedar su esencia sexista desdibujada bajo su tono afec­tivo positivo. Hay que recordar que el sexismo benevolente sigue siendo sexista ya que rele­ga a la mujer a “otro” lugar, al ser limitada a ciertos roles que se incluyen en los estereoti­pos de feminidad (“nurture”) que se vinculan a su capacidad reproductiva y maternal.

Pero la transformación de esta realidad, requiere toda una revolución con relación a los significados atribuidos a ser hombre y mujer que permita la modificación de las opi­niones, actitudes y comportamientos estereo­tipados y, con ello, tanto la superación de los estereotipos descriptivos como prescriptivos, es decir, lo que se espera que debemos hacer y ser en función de nuestro sexo y superar con ello el “conservadurismo cultural” del que todavía nos impregnamos.

 

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Etapas evolutivas del existente corpóreo sexual1

Anna Arnaiz Kompanietz *
* Sexóloga y médica. E-mail: annaak@saludalia.com

 

El sujeto existente es corpóreo, sexuado y sexual. Su proceso de desarrollo se enca­mina hacia la adquisición de la autonomía propia, hacia ser uno mismo real y, por tanto, carnal, hacia la autorrealización como individuo concreto en su particular narrativa biográfica.

En esta comunicación, se sigue su trayectoria por las distintas etapas evolutivas de su totalidad viviente, que va desplegándose a lo largo de su formación existente en un proceso continuo de sexuación, sexualidad, erótica y amatoria. Cada período se organiza en torno a la consecución de unos objetivos ónticos, necesarios para la pausada confi­guración del sujeto existente. En todo momento, las necesidades, las fuentes de gratifi­cación, el interés, los significados de lo percibido, las vivencias, los deseos, los temores y la actitud se relacionan estrechamente con el contexto situacional madurativo del individuo en formación y, por ende, con sus objetivos ónticos.

El sujeto existente es comprendido desde el paradigma no–dual, es decir, como cuer­po integral no escindido en cuerpo y mente o espíritu, sino como la conciencia de ser hecha carne sexuada y sexual —un cuerpo–palabra unificado, concreto y real, mujer u hombre, en el continuum narrativo de su viva biografía, que se va escribiendo instante a instante vivido.

Palabras clave: existente corpóreo sexual, conciencia encarnada, cuerpo–palabra, sujeto existente, sexuación, sexualidad, erótica, amatoria, etapa evolutiva, objetivo óntico, nece­sidades, fuente de gratificación, interés, significado vivencial, duelo óntico, llegar a ser.

EVOLUTIONARY STAGES OF THE SEXUAL CORPOREAL INDIVIDUAL

The existing individual is corporeal, sexuated and sexual. The individual's developing process aims at an acquisition of self-autonomy, at being real with his/herself, and, being flesh, at self-fulfilment as a specific individual in his/her personal biography.

In this paper, the different evolutionary stages of his/her path are followed. The indi­vidual unfolds the stages through out his/her formation in a continuous process of sexuation, sexuality, erotica and amatoria. Each stage is organised around the achie­vement of certain ontic aims, which are necessary to shape the existing individual. All along the needs, the sources of gratification, the interests, the meaning of what's being perceived, the knowledge gained from experience, the desires, the fears and the attitude are tightly related with the maturing context of the developing individual, and hence with the ontic aims.

The existing individual is understood from the non-dual paradigm, namely, as an integrated body not divided into body and mind or spirit. It is understood to be as a conscientious being made up of sexuated and sexual body, a unified body-word, spe­cific and real, a man or woman, in the narrative continuum of his/her living bio­graphy, which is being written at every instant of his/her experience.

Keywords: corporeal sexual individual, incarnate conscience, body-word, existing individual, sexuation, sexuality, erotica, amatoria, evolutionary stages, ontic aims, needs, source of gratification, interests, existential meaning, ontic duel, to become.

Existe una fuente central de energía en el organismo humano, que con seguridad es una función de todo ser definida como una tendencia hacia la realización, hacia la actualización, no solamente hacia el mantenimiento sino también hacia el crecimiento del organismo.

CARL ROGERS, Orientación psicológica y psicoterapia

UNAS PALABRAS DE INTRODUCCIÓN

Quisiéramos hacer constar que no es nuestro objetivo ser muy exhaustivos y agotar el tema describiendo con detalle la evolución del existente corpóreo. Sobrepasa con creces el espacio que le podemos dedicar. Sólo pre­tendemos perfilar los acontecimientos madu­rativos y su lógico suceder desde esa totalidad orgánica existencial que es el individuo ­ cuerpo sexuado y sexual, conciencia encarna­da que siente y piensa en cada instante vivido desde sí misma, biográfica y situacional—, que nos ayuden en la apasionante aventura de la inteligibilidad del ser humano sexual.

La experiencia de vivir implica un proceso de maduración cuyo principal objetivo es la adquisición de la autonomía propia como sujeto existente. Se entreteje con el objetivo óntico de llegar a ser uno mismo, que perma­nece casi siempre oculto en su sombra, de desarrollar las potencialidades y conseguir autorrealizarse como persona concreta y, por tanto, corpórea, como mujer u hombre. Es un mandato que se inscribe en la hondura carnal.

Esta intención de ser se expresa de forma diferente en cada etapa evolutiva, procurando satisfacer las necesidades propias del momen­to de crecimiento, lo cual posibilita el ir avan­zando en la senda del desarrollo individual. Lo único que permanece constante es el cambio. Toda vivencia de esta conciencia encarnada es única y personal, actualizada en cada situa­ción. Nada se repite. Lo que va sucediendo produce una transformación existencial en el sujeto en formación, el cual, a su vez, la trasla­da a su mundo, lo moldea en la actualización vivencial en un afán de coherencia entrelaza­da de lo interno y lo externo.

En el existente corpóreo cohabitan dos fuerzas contrapuestas que se enraizan en su condición carnal y, por ende, mortal. Son la tendencia óntica de llegar a ser y el miedo a ser, pues implica la consciencia de la propia temporalidad finita. Se traducen en la vincula­ción con la vida o con su encubierta e incons­ciente negación. Es un conflicto inherente al individuo, que le precipita en una oscilación continua entre la progresión y la regresión, entre avanzar en su desarrollo y retroceder a etapas anteriores.2

Sin embargo, estamos predeterminados a completar nuestro crecimiento, con mayor o menor éxito. El crecer se vincula con el descu­brimiento, con el placer y con la incorpora­ción del miedo en la carnalidad. Si se acepta y se reconoce, se puede trascenderlo y compro­meterse a vivir la siempre trepidante aventura existencial de cada cual. Supone tener valor para ubicarse en la realidad personal y partir de ella, no huir hacia el mundo de los sueños perpetuos, sino implicarse en el cultivo de sí mismo, en el deseo de llegar a ser, sea cual sea el punto de partida actual. Respetar el mundo propio, pues es biográfico, y seguir un ritmo razonable para uno mismo. Sintonizar con el deseo y no con el miedo o el rencor hacia los otros, el destino o las circunstancias.

La autoevitación o la autojustificación no son buenas compañeras de viaje por la vida. Tampoco lo es la culpa existencial, ya que paraliza el proceso de crecimiento, lo reduce a una caricatura desvitalizada. Nunca es demasiado tarde para intentar alcanzar un bienestar en el ser, que seguro que repercuti­rá en el expresarse y en el hacer. Se relaciona con la satisfacción profunda, el placer y el orgullo de ser una persona carnal concreta, no un ideal viviente.

Lo que nos rodea, lo externo, sólo es una parte de nuestra historia. Lo que somos, lo

interno, es la otra. Somos causas y no meros efectos. Podemos enfrentarnos a lo que ha habido antes, aceptarlo, comprenderlo, tras­cenderlo y construir poco a poco lo que va a haber a partir de ahora. Lo pasado no debería ser la razón de todo lo que va a suceder. Es posible cambiar de rumbo y mutar la direc­ción de los acontecimientos. Para ello es necesario comprometerse con el proceso de crecimiento, caracterizado por la expansión de la conciencia, que hace emerger otros mundos en la actualización de la misma reali­dad, la cual cambia en este procedimiento al ser percibida e interpretada de una manera diferente. Ésta, a su vez, moldea el cuer­po–palabra haciendo emerger nuevas formas estructurales o traducciones fisiológicas, ya que es una totalidad orgánica viviente. Somos naturaleza culturizada y socializada hecha verbo existencial que se actualiza en cada momento vivido.

Así, los significados que le damos a los sucesos y las vivencias se relacionan estrecha­mente con el instante evolutivo en que esta­mos y con nuestro nivel de la conciencia de ser hecha carne sexual. Por eso, los besos no significan lo mismo para un niño que para un adulto y entre éstos, para los individuos que están en un nivel determinado de conciencia que para otros de otro nivel. Por otra parte, cada acontecimiento, tendencia o inclinación tienen una significación que los trasciende, influenciada por la motivación óntica no cons­ciente de avanzar en la andadura existencial individual. Es algo transcultural y genérico, consustancial con el ser humano. De esta manera, toda percepción o vivencia no depende exclusivamente de los sentidos, sino de su significado, que, a su vez, se vincula con el contexto vivencial en que se desarrolla, el cual le aporta sentido personal.

Vamos aprendiendo en el vivir y nos vamos transformando en el proceso. En la evolución, al incorporar la experiencia de una etapa y trascenderla, emergen nuevos signifi­cados y nuevos mundos concordantes con este estadio de la conciencia encarnada. Los elementos conscientes del nivel anterior se almacenan en la memoria biográfica vivencial y tienden a convertirse en un bagaje incons­ciente del estadio actual. Aparentemente nada ha cambiado, pero todo es distinto. El sujeto existente —la conciencia hecha carne— ve lo que le rodea y a sí mismo con ojos transfor­mados que generan una nueva visión del mundo. Ésta corresponde a una determinada capacidad cognitiva, perceptiva y emocional del individuo. Implica una identidad personal fundamentada de manera diferente, con nece­sidades, deseos y miedos distintos.

Además, más allá de lo común característi­co, cada cuerpo–palabra es una versión parti­cular y peculiar de lo genérico. La infinita variedad es lo inherente a los humanos. Cada sujeto corpóreo sexual es concreto y singular, con una biografía que le inclina a ver y a viven-ciar el mundo de una manera propia, desde ese sí–mismo que va escribiendo su peque­ña–gran historia existencial. Pero la secuencia evolutiva de esa conciencia encarnada es siempre la misma. Comienza en el nivel arcai­co y madura poco a poco en la experiencia de su vida. Va pasando por el estadio mágico, mítico, racional y algunas pocas llegan al lógi­co, e incluso, lo sobrepasan.

No obstante, el proceso de la expansión de la conciencia puede ser bloqueado y “fija­do” en un nivel de desarrollo determinado, y no completarse la evolución que cabría espe­rar. Los individuos nos vamos formando en relación con los otros y éstos pueden ser muy importantes y, a veces, definitivos en nuestra vida. Moldean nuestro cuerpo–palabra en el mirar, tocar, nombrar, besar... Somos profun­damente sociales y necesitamos a otros para ser. Somos comunicativos en nuestra hondura carnal, nos vamos formando en el uso del len­guaje verbal y no verbal.

El vivir en un orden social patriarcal impacta en nuestra piel sexuada, la palabra se muta carne sexual. En nuestro proceso de socialización, a través del lenguaje verbal que lleva codificada en sí la diferencia de los sexos, nos vamos ubicando como sujetos

existentes. Nos va acotando una serie de pen­samientos y vivencias y no otros. También deseos, conductas, papeles, formas de ser mujer u hombre. No es algo que se pueda evitar, sólo tenerlo en cuenta, comprenderlo y partir de ese “darse cuenta” en el caminar existencial propio.

Así, quizá, se quedarían liberadas partes reprimidas de nuestro sí–mismo mutilado por ser sexuado y sexual. Posiblemente, los hom­bres y las mujeres se comprenderían mejor y se respetarían más. Ambos sexos han sufrido la ablación de partes de su carnalidad viven­cial, eso sí, de manera diferente, connotada por el contexto social y cultural histórico de cada colectividad. El ser conscientes de ello, quizá, nos ayudaría a co–crear una realidad sexual más hermosa y digna para todos. Comencemos a perfilar esa aventura evolutiva del sujeto corpóreo sexual, mujer u hombre.

LA NIÑEZ

El proceso de la sexuación arranca desde la concepción del futuro individuo. Éste obtie­ne una combinación de genes de sus progeni­tores única y personal que, entre otras cosas, determina su sexo genético. Los cromosomas sexuales X e Y del óvulo fecundado se van transmitiendo a través de innumerables divi­siones celulares a todas las células del organis­mo. Cada una de ellas lleva inscrito su sexo genético —XX para el femenino y XY para el masculino.

En el segundo mes del desarrollo embrio­lógico, estos cromosomas sexuales determi­nan la formación gonadal del feto, que partirá de un precursor indiferenciado. En el cromo­soma Y existe un gen que posibilita la morfo­génesis del testículo. En ausencia de este gen, la gónada se configuraría como ovario. Las gónadas —femenina o masculina— definen el sexo gonadal del individuo. Lo habitual es que éste coincida con el genético, pero no siem­pre es así.

A su vez, los testículos y los ovarios, gra­cias a la secreción de las hormonas sexuales, condicionan la diferenciación de los genitales internos y externos.3 Así, la presencia de la testosterona en la sangre del feto es funda­mental para proseguir su desarrollo como varón. En su ausencia y sin tener en cuenta el sexo genético celular, la configuración del aparato genital será la femenina.4 Además, para inducir el proceso de diferenciación en el momento preciso del desarrollo fetal, la tes­tosterona tiene que estar presente en una cantidad suficiente.

Las hormonas sexuales van actuando sobre la totalidad orgánica del futuro ser, acti­vando y desactivando genes de las células, estén donde estén éstas. Para ello tienen que ser reconocidas por las células y ligadas a sus receptores, hecho que desencadenará la recepción del mensaje codificado para la transformación configurativa. Todo tiene su acontecer evolutivo lógico en esa epopeya del crecimiento acelerado. No se da por parcelas separadas, sino en coordinación sincrónica en ese proyecto integral de formación de un ser humano que podrá enfrentarse con la luz tras su nacimiento.

En ese complejo proceso continuo es posible que se den influencias externas y tam­bién bloqueos o interrupciones. No olvide­mos que el embrión está comunicado con el mundo externo a través de la madre, de su torrente sanguíneo que le aporta nutrientes, tóxicos y hormonas maternas, las cuales codi­fican su mundo con sus emociones. Queda por determinar hasta qué punto influyen en el desarrollo fetal, tarea que es difícil y complica­da, ya que no se puede experimentar con los humanos y las extrapolaciones de lo que suce­de con los demás animales no son aplicables a nosotros, pues es innegable que existe un gran salto evolutivo en la especie humana en comparación con el resto de las especies.

La formación de los genitales externos va transcurriendo poco a poco. Aproximada­mente, a los cinco meses de gestación están ya bastante diferenciados y determinan, en gran medida, el sexo que se le asigna al bebé al nacer, que no siempre coincide con el genético y el gonadal. Ocurre, que, gracias al

enzima 5–alfa–reductasa, los tejidos de los genitales externos pueden convertir la testos­terona en otra hormona —dihidrotestostero­na—, la cual se liga de forma más eficaz al receptor celular y, así, desencadena una dife­renciación masculina sin una presencia abun­dante de la primera. Si falta este enzima, la cantidad de testosterona para completar la transformación de los genitales en dirección masculina puede que no sea suficiente y los genitales externos se configurarán como femeninos en un bebé de sexo genético y gonadal masculino.

El proceso de la sexuación es un conti­nuum coordinado y situacional, ya que depende y se relaciona con las circunstancias vivenciales de esa carnalidad existencial en constante cambio y actualización. No obstan­te, existen períodos críticos en los cuales la presencia en cantidad suficiente de la testos­terona o su ausencia determinan la dirección de la sexuación. Esta hormona también actúa sobre las neuronas interviniendo en la mode­lación cerebral que imprime el desarrollo sexuado de ese proyecto humano sexual.

Las hormonas sexuales promueven la supervivencia de unas neuronas y favorecen la muerte de otras, que no son necesarias para el desarrollo preprogramado. Van “podando” el universo neuronal. Determinan el número de conexiones sinápticas diversas, que van “fabricando” mensajes coherentes, los cuales van a ir llegando al resto de la tota­lidad orgánica corporal, y perfilarán y crearán estructuras a través de la activación e inhibi­ción de distintos genes en cada célula, por lejos que esté en ese inmenso conglomerado vivo existencial. Todo ocurre en una creación sincrónica de esa totalidad carnal sexuada, y lo que va sucediendo abre camino a lo que está por venir después. Cada paso lleva consi­go un sentido que le trasciende en ese afán de completar su ciclo vital, hilvanado en el mandato de supervivencia de ese ser que se va desarrollando.

Tras el nacimiento, el proceso de sexua­ción sigue su curso en el marco de la constan- te maduración del pequeño ser, de la con­ciencia encarnada que se va desplegando poco a poco en el vivir la vida propia. El cere­bro del neonato se va desarrollando lenta y progresivamente. Sus regiones lo hacen a diferente velocidad, que concuerda con las prioridades formativas de cada etapa de creci­miento de la totalidad orgánica carnal.

Aproximadamente, a los dos meses de vida, en los bebés de sexo masculino, se pro­duce un segundo pico de testosterona circu­lante, que, con probabilidad, tiene que ver con su sexuación cerebral, y contribuye a completar el desarrollo corporal integral mas­culino, favoreciendo la producción de unos mensajes e inhibiendo otros, promoviendo la supervivencia y la proliferación de unas célu­las y la muerte de otras innecesarias, que irá moldeando la carnalidad sexuada.

Todavía, las diferencias sexuales del cere­bro humano no se conocen con exactitud, pero lo que sí parece claro es que no son de tipo “todo o nada”. Tienen lugar en el contex­to vivencial del sujeto existente como totali­dad orgánica en constante cambio existencial, en permanente actualización vital; por eso la plasticidad es una característica del tejido cerebral, más aún en etapas de grandes trans­formaciones madurativas. Es difícil precisar si esas diferencias son causas o efectos de lo que acontece, pero sí se puede decir que todo lo que ocurre al individuo se registra de alguna manera en su corporalidad situacional —que es sexuada y sexual—, impregnada de la intención de sobrevivir y completar su ciclo vital desde sí misma, lo cual unifica lo ontogé­nico personal y lo filogenético humano.

Durante las primeras semanas de vida per­vive la relación simbiótica entre el bebé y la madre. Los pequeños dependen totalmente de la madre o de otra figura que la sustituye y no tienen establecidos los límites entre sí mis­mos y lo que les rodea. La conciencia de ser se encuentra en su estadio más primitivo —el arcaico—, cuyo universo es fusional e indife­renciado. La madre es una madre sin rostro, la Gran Madre arquetípica que es el origen de

todo, la que reina en la desvalida realidad del bebé, repleta de apremiantes necesidades fisiológicas básicas. Ella le da la vida cuidándo­le y se la quita si no lo hace, porque es su uni­verso sin límites, es la totalidad. Con ella esta­blece, al principio, una unidad primordial indiferenciada. Es el primer otro fusionado, anhelado y temido de forma dramáticamente intensa. Sin ella no podría sobrevivir en este nuevo mundo de luces y de sombras inquie­tantes, de extrema menesterosidad.

En este periodo apenas existen significa­dos; sí las sensaciones de placer y de dolor, que van guiando al bebé en su crecimiento. En la etapa evolutiva en la que se encuentra, lo fundamental es satisfacer las necesidades básicas y llegar a delimitarse corporalmente a sí mismo —son sus objetivos ónticos del momento. Para ello la fuente de mayor gratifi­cación es la oral, y la piel es sobre todo recep­tiva. La boca se convierte en el punto más sen­sitivo; con ella busca el alimento e investiga su reducido entorno. Así, comienza el periodo de desarrollo sensoromotor, que es necesario para abrir paso a los siguientes y que se pro­longa, aproximadamente, hasta los dos años.

Al comienzo de esta etapa y en ausencia de significados, el bebé necesita imperiosa­mente señales o estímulos para orientarse en su caótico mundo indiferenciado. Tenderá a buscar placer para poder seguir avanzando en su aventura vital, pero si éste falta se vinculará al dolor antes que no vincularse a nada y pere­cer en el oscuro vacío sin límites ni significa­dos. Tiene que alcanzar el objetivo óntico de esta etapa para pasar a otra en su epopeya hacia la autonomía. El camino que atraviese para ello puede ser muy diverso, y es biográfi­co de cada cual y desde ese sí–mismo único y personal en crecimiento.

La madre o su figura sustituta es la primera persona —la gran otra— que con sus cuida­dos y su amor ayuda a la diferenciación del bebé, a la adquisición de sus límites corpora­les. Le coge, le toca, le alimenta y limpia, le acaricia, le besa y, poco a poco, en ese terreno amatorio nutricional, le enseña el cuerpo que es; su amor le vuelve carne separada de lo que le rodea, le muta en consciencia vivencial. El ser tocado es absolutamente vital para los pequeños. Les da placer, con el que se vincu­lan en su incipiente aventura existencial, les estructura desde su hondura carnal concreta. Sin ello se enferman, detienen su desarrollo al no poder alcanzar el objetivo óntico de esta etapa fundamental y mueren.

Los bebés van madurando lentamente, mueven mejor sus extremidades, tocan, chu­pan, perciben más y expresan sus emociones de forma rudimentaria, lloran, sonríen y ríen. Se comunican con los otros, que van diferen­ciándose en personas. La sabiduría de su pequeño cuerpo en crecimiento guía sus con­ductas; no es algo consciente, sino que se enraiza en su hondura vital inconsciente con el mandato de realización situacional.

En algún momento entre los cinco y los nueve meses establece sus límites corporales. Así, acontece la separación de ese sí–mismo carnal frente a lo que no es él. Es algo impres­cindible para poder seguir la senda de la indi­vidualización abandonando el mundo fusional indiferenciado. Este paso trascendente de separación y primer “duelo” óntico tras el nacimiento —el de la pérdida de un mundo sin límites ni responsabilidades— se codifica para siempre en la carnalidad de ser en forma de las necesidades de fusión y de la individua­ción, que se irán procesando de múltiples maneras durante toda la andadura existencial sexual. Son comunes para ambos sexos, ya que la relación simbiótica entre los bebés y la madre indiferenciada es primordial; tiene lugar en un universo sin significados y, por tanto, asexuado y asexual.5 Pero eso sí, en esa carnalidad concreta y singular, que no es un mero efecto de lo que le pasa.

El temperamento, la tendencia a vivenciar los acontecimientos de una o de otra manera, el grado de tolerar la adversidad o de la nece­sidad de afecto percibido es personal de ese sí–mismo que comienza a escribir su historia particular. Lo experimentado en estos prime­ros meses de vida se incrusta en el incons-

ciente y pasa a formar parte de su infinita hon­dura vivencial. Inclina a ese incipiente sí–mismo carnal a generar unos determinados estilos defensivos que le ayudan a vencer las frustraciones y las amenazas reales o no; en definitiva, contribuyen a formular unas expec­tativas sobre la realidad y no otras.

Si todo va bien y se consigue satisfacer las necesidades fundamentales de este periodo para proseguir en la senda del crecimiento, se llega a “nacer” en un nuevo nivel de desa­rrollo carnal, incorporando la experiencia del anterior en el bagaje vivencial de cada cual. En él, los pequeños existentes se identifican como corpóreos frente a lo que no son ellos. El cuerpo se convierte en una fuente primaria de identidad. Su desarrollo cognitivo se intensifica. A los siete meses, más o menos, aparecen las primeras imágenes mentales. Se empieza a distinguir y a clasificar a las perso­nas y los objetos; es el origen del dualismo dicotómico cognitivo, en el que las cosas o son o no son, pero no pueden ser y no ser a la vez.

Poco a poco, la Gran Madre arquetípica se vuelve una persona con rostro. Con ella se establece una relación concreta, única e irre­petible, muy significativa, que le abrirá al bebé la puerta a un mundo infinito de sensa­ciones, emociones, exploraciones, imágenes y conocimiento.6 Sin embargo, en su fondo sigue presente la madre de la etapa anterior y la relación actual con la madre individual se impregna del primer amor simbiótico y del miedo irracional ante la totalidad ancestral indómita, capaz de dar vida y muerte, ante la mujer–origen del mundo, de su universo par­ticular. De alguna manera esta figura se graba muy dentro de los pequeños e influirá a lo largo de sus vidas, sin que apenas sean cons­cientes de ello.

Después de las imágenes mentales apare­cen los símbolos, que representan los objetos sensoriales externos al bebé, su entorno físi­co, que es distinto a su cuerpo físico y que, poco a poco, emerge de lo no manifiesto al ser percibido e introyectado. Al principio, lo externo se fusiona y se confunde con lo inter­no. El proceso de su diferenciación y separa­ción, a la vez que incorporación simbolizada en su mundo interno, es lento y prolongado. Se asocia con el crecimiento y la expansión de la conciencia en la experiencia vivencial, que va moldeando la carnalidad sexuada.

Al final del segundo año, si todo ha ido bien, se suele llegar a la comprensión de que los objetos físicos existen independientemen­te de uno mismo, son lo otro que no es uno mismo físico. Progresivamente, el universo de los pequeños se va ampliando y se puebla de significados rudimentarios. Van explorando su entorno. Manejan mejor sus extremidades y su piel sexuada se muta en activa descubrido­ra. Aunque la principal fuente de gratificación sigue siendo la boca, su interés se concretiza cada vez más en adquirir conocimiento básico —es una necesidad para irse manejando mejor y avanzar poco a poco hacia la autono­mía propia— y, por tanto, la fuente de gratifi­cación también se va extendiendo por el resto de la piel carnal. No es de extrañar, pues el interés se enraiza en el inconsciente y se emparenta con nuestros objetivos ónticos, reconocidos o no.

Los pequeños se aventuran cada vez más en su reducido mundo externo para volver a los brazos abiertos de su madre y ser recon­fortados en un contexto de seguridad y amor nutricio. Su actividad es espontánea desde ese sí–mismo con afán de conocer. Van clasi­ficando lo experimentado basándose en el placer o el dolor sentido. Seleccionan lo que les gusta y lo que no. Crecen en esta tarea y comienzan a encaminar conscientemente su conducta hacia lo que les interesa; aparecen los primeros deseos que van configurando su carnalidad.

Su conciencia de ser tiene que madurar. El placer le ayuda en ese proceso, también el dolor, del cual se servirá si falta el primero antes de estancarse en su desplegamiento ontológico. Así, el dolor conducirá al placer experimentado al crecer y encaminarse hacia la autonomía individual, se asociará con él. El

individuo tenderá a buscar una profunda satis­facción a través del dolor. Todo esto se graba en la hondura de la conciencia vivencial de cada cual e influirá en su futuro existencial carnal, en su búsqueda de placer imprescindi­ble para sobrevivir.

No quisiera dejar de lado la figura del padre, que aunque no fue la totalidad del uni­verso del bebé, inscrita en su profundidad corporal, es el primer otro con el que la rela­ción no es tan dramática como con la madre. Es muy importante que intervenga de forma significativa en el cuidado de su bebé, porque le ayudará a salir de la simbiosis con la Gran Madre y más adelante, a adquirir una identi­dad sexual sólida, cosa que no es nada baladí, pues vertebra nuestro ser. Es sustancial que los pequeños tengan dos referentes sexuados reales y corpóreos, siempre que esto sea posi­ble, y que se sientan queridos y reconocidos por ambos; que los ojos sexuados de los dos les vuelvan visibles y les aporten matices que les ayuden a identificarse mejor como indivi­duos carnales.

En algún momento del proceso de creci­miento se accede a la adquisición del lenguaje verbal. En el prolongado conversar preverbal con estas figuras significativas la comunica­ción se truca en palabra, la carne se vuelve verbo pronunciado e introyectado en forma simbólica. Los niños se aprehenden en el ser tocados y en el tocar, en el ser nombrados y en el nombrar. Las sensaciones se van codifi­cando en vocablos. El desarrollo mental se intensifica. Surgen los primeros pensamien­tos, los conceptos simples y los cuerpos inter­nalizan, poco a poco, lo externo simbolizado, que cada vez va ampliándose más.

Así, la palabra “no” es un símbolo que nos introduce de lleno en la socialización. Implica en sí un poder externo, que configura a los pequeños en incipientes sujetos sociales y, al ser introyectada en su carnalidad, les estructu­ra desde su hondura de ser, a la vez carnal, mental, verbal y consciente de sí misma.7 Con el “no” viene el “sí”. Estos vocablos codifican lo que gusta y lo que no, lo que interesa y lo que no; en definitiva, son las traducciones mentales de las necesidades, las tendencias propias y los deseos emergentes. Aportan sig­nificados.

Las niñas y los niños se van expresando y autoafirmando con sus “noes” frente a sus figuras de apego. Poco a poco se van separan­do y diferenciándose emocionalmente de ellas. Lo que les gusta y lo que quieren no es lo mismo que lo quiere mamá; son otra cosa, son distintos. Así, a los dieciocho meses, más o menos, los pequeños aprenden a diferen­ciar sus sentimientos de los de los demás, integran su “yo” emocional en su sí–mismo corporal. Empiezan a identificarse como alguien corpóreo que siente y desea; emergen del mundo emocional indiferenciado.

Sin embargo, las adherencias fusionales con la madre seguirán apareciendo a lo largo de su infancia y, a veces, de toda la andadura existencial, ya que se incorporan en la profun­didad carnal de ser, que arranca de la totali­dad simbiótica con ella. La pérdida de la unión emocional con la madre no deja de ser un segundo duelo óntico, que se irá proce­sando en la experiencia vivencial. Es impres­cindible para individualizarse y seguir avan­zando hacia la autonomía propia.

Es la madre o su figura sustituta la que hace posible la satisfacción de las necesida­des de esta etapa. Las fisiológicas básicas y de amor nutricio siguen siendo esenciales. Progresivamente, la necesidad de amor va implicando, además de recibir amor, sentirlo, no en vano, el amor se inscribe en ser huma­no, nos muta en carne existente. Poco a poco, los pequeños “se enamoran” de sus padres, aunque este sentimiento no tenga los significados que tiene para los adultos. El ser tocado y acariciado se va ampliando a tocar y a acariciar en un clima de confianza, de seguridad de ser bien recibido. Son patro­nes que se incrustan en nuestra piel vivencial y se repiten a lo largo de la biografía perso­nal, crean expectativas y moldean tenden­cias. Todo lo experimentado y sentido en la niñez nos va configurando.

Emergen las necesidades de ser reconoci­do como uno concreto, con nombre propio, de ser visible e ir adquiriendo la identidad individual, que siempre es sexual. Se amplía la necesidad de conocimiento que se mani­fiesta en el afán de exploración de sí mismo y del entorno, que se amplifica cada vez más y más. La sensación de seguridad es importan­te para aventurarse en esta ardua tarea de investigación.

Aproximadamente, a los dieciocho meses y en el contexto del lenguaje verbal, los pequeños ya se identifican como niñas o como niños, aunque todavía no sepan con cla­ridad lo que significa esto. No olvidemos que los significados en este periodo sensoromotor son muy rudimentarios, comienzan a emerger de lo no manifiesto al madurar la conciencia de ser y desarrollarse la capacidad cognitiva infantil. Ésta, poco a poco, va entrando en el llamado periodo preoperacional (“preop”), que se extiende desde unos dos años hasta los siete. En él, la mente maneja imágenes, símbolos y conceptos que representan el mundo sensorial del pequeño. Se correlacio­na con el nivel mágico de la conciencia, en el cual los ojos que miran el universo se encuen­tran en este estadio de desarrollo y aprehen­den una visión mágica del mundo.

La experiencia vivencial sigue esculpiendo el cerebro y la corporalidad total. Se van muriendo células innecesarias en el proyecto de la configuración del existente sexuado y sexual, y naciendo y proliferándose otras pre­cisas. Las estructuras se van moldeando en un cuerpo–palabra femenino o masculino. El pro­ceso de sexuación prosigue su curso.

La incipiente identidad sexual prescribe y posibilita una serie de vivencias desde ese sí–mismo carnal en evolución. Así, los niños varones tienen que desidentificarse de sus madres e identificarse con sus padres. Es una operación mental que trasciende la unión cor­poral primordial con su madre, que era la totalidad de su mundo. Se contraponen a ella y se separan de ella mentalmente para poder ser. Sufren un nuevo duelo óntico, que tiende a escindir lo mental y lo emocional. Las niñas no padecen esta ruptura. Su identificación mental con la madre no va en contra de la corporal primaria ni de la emocional. Todo esto se graba en la profundidad carnal sexual de ambos y se manifestará de distinta manera a lo largo de su andadura vital.

La consecución de los objetivos ónticos de cada pasaje genera placer, que se vincula con la tendencia de completar el ciclo vivencial propio, hilvanada en nuestra carnalidad exis­tencial. Es necesaria para alcanzar la autono­mía individual y la autorrealización como suje­to sexuado y sexual. Aporta una honda satis­facción que puede expresarse en forma de alegría y felicidad. Así, los niños que van cre­ciendo en un ámbito nutricio y se sienten bien, se comportan desde su vinculación inconsciente con la vida, no desde el miedo a ser. Sin embargo, si crecen en un entorno adverso, se vincularán al dolor antes que no vincularse a nada, pues precisan significados para orientarse en su realidad; el dolor y el placer les sirven para este fin. Crecemos incorporando y trascendiendo el miedo a ser y es algo consustancial con el hecho de ser individuo concreto consciente de sí mismo.

Los pequeños, más que al dolor, a lo que temen por encima de todo es a ser abandona­dos. Necesitan imperiosamente a sus figuras significativas para completar su evolución en esta etapa; les aman y les temen con una intensidad dramática. Con ellas establecen unos vínculos llamados “de apego”, que se manifiestan por el deseo de proximidad, fre­cuentes contactos y búsqueda de apoyo, ayuda y aprobación. Les sirven de ejemplos a imitar, de fuentes de seguridad y es con ellas con las que se comunican al principio. Son sus primeros otros, mamá y papá.

La relación con ellos es íntima, piel con piel, nutricia o no.8 En la interacción, se van moldeando los patrones defensivos de cada cual, que intentan subsanar las diversas frus­traciones. Las necesidades fundamentales que no se satisfacen en su momento, produ­cen bloqueos que enturbian el proceso de

crecimiento en su fluir. Generan fijaciones y posibles dependencias obsesivas de fuentes de gratificación características para cada etapa, que deberían de ser ya superadas al trascender a otro nivel. Éstas se manifestarán de alguna manera y se intentarán procesar a lo largo de la andadura vital del sujeto sexua­do y sexual.

Las figuras significativas introducen a los pequeños en el mundo de los significados y de los incipientes conceptos éticos. “Niño o niña bueno-buena o malo-mala.” “Esto es bueno” o “esto es malo”, les van dirigiendo en su conducta para obtener la aprobación pater­na y materna, para no perder su amor, que cada vez se vuelve más exigente y, aparente­mente, más condicional. Es lógico, los niños van creciendo y se socializan para poder entrar a formar parte de una determinada colectividad y, más adelante, ser miembros de pleno derecho de la sociedad en la que vivan.

Así, el inocente hedonismo instrumental exploratorio va incorporando restricciones y reglas rudimentarias. Aparecen los sentimien­tos de culpa y la represión viene de la mano del introyectado “¡no!” categórico de los otros amados y temidos. En un momento dado, se descubren los genitales externos y se les da nombre. Se aprende qué conductas son aceptables por los padres y cuáles no. Poco a poco, el cuerpo propio se va compar­timentalizando en partes públicas o enseña­bles y tocables, y otras privadas, íntimas, púdicas o, incluso, ignoradas e inexistentes. Este matiz lo aporta el significado que les dan los adultos próximos.9 Los pequeños no tie­nen significados propios, lo único que “saben” es que al tocarse sienten placer. Éste tiene un doble componente: el de reconoci­miento del sí–mismo corpóreo, que corres­ponde a un objetivo óntico, y el sensitivo excitatorio, que lo facilita.

Los niños no son ningunos “perversos polimorfos”, lo único que pretenden es orien­tarse en su confusa y menesterosa realidad. Buscan su Verdad, pero al hacerlo, internali­zan la de los otros significativos, cuyo afecto les es vital para la supervivencia. Su depen­dencia de estas figuras no es sólo funcional, sino también óntica. Conforman el triángulo primordial, que sirve de base nutricia para el comienzo de la configuración del individuo sexuado y sexual.

Se encuentran en el nivel mágico de la conciencia y su capacidad cognitiva es la preo­peracional, por tanto, confunden partes con totalidades, pues sigue habiendo reminiscen­cias fusionales del periodo anterior. Las imá­genes, los símbolos y las palabras son parte de aquello que representan. Las cosas tienen vida, sentimientos e intenciones (animismo). Abunda la “magia de la palabra”, que significa que los niños procuran dominar su mundo a través de la palabra dicha. Esto les motiva al desarrollo del lenguaje verbal, ya que se afa­nan en adquirir un cierto control en su univer­so, que en este estadio es mágico. También, consideran que los deseos pueden alterar los objetos y los sucesos.

Por lo general, en algún momento de esta etapa, los pequeños empiezan a aprender el control de los esfínteres. Se vuelven conscien­tes de sus excreciones, de su “caca” y su “pis”. Para agradar a las figuras significativas van aprendiendo, desde el amor y desde el miedo, a manejar sus necesidades fisiológicas y a diferenciar, poco a poco, las partes y las totalidades. Sus cacas no son ellos.

Asimismo, aprenden a “castigar” a los que les quieren dominar “fracasando” en el inten­to de contenerse. Van asimilando los juegos del poder, al oscilar entre la sumisión con pre­mio y la rebeldía autoafirmativa que aporta otro tipo de gratificación. Internalizan el poder de otros en un ámbito de emociones mezcladas —aman, temen y odian. Su interés se centra en sus evacuaciones y su control para obtener o no la aprobación anhelada de los que les rodean. En esta etapa, se enfrentan a ellos.

Los niños aprenden que tienen pene por el que sale el pis, culo y ano por el que sale la caca; y las niñas, que no tienen el pene como los chicos, porque son chicas y las chicas no

tienen eso, sino un “agujerito”, culo y ano. Lo incorporan simbólicamente a su mundo de escasos significados y van reforzando su iden­tidad sexual. A algunas, se les cuenta, que tie­nen vagina, e incluso, clítoris, pero eso, toda­vía, no es lo usual.

Poco a poco, los niños aprenden a orinar de pie y juegan apuntando el chorro de la orina. Disfrutan al acertar o al no hacerlo a propósito. Sienten que su pene se pone a veces duro y otras veces no. Les llama la aten­ción, les gusta tocarlo y notar como cambia; sienten placer al hacerlo. Las niñas también se exploran, pero sus vivencias son diferentes. El clítoris no es tan notorio como el pene y no lo tienen que tocar al orinar. Sienten placer, pero no lo asocian simbólicamente con una imagen concreta, sólo con algo “allí abajo”.

Los niños de ambos sexos siguen luchan­do por el reconocimiento y por ser visibles. Lo contrario les produce mucha desazón. Piensan que si no les ven y no les hacen caso, es que no existen o les han dejado de querer. Siguen necesitando amor nutricio y contacto de piel con piel. La caricia les estructura desde su vivencial hondura carnal. El tacto les da seguridad para seguir creciendo y sobrevi­vir a las frustraciones y caídas diarias. Literalmente, es fuente de salud para ellos. Además, en su aspecto receptivo y activo, les aporta mucha información.

Su temor, por encima de todo, es el de ser abandonados. Comprenden mejor la sucesión horaria y ya pueden abarcar una linealidad temporal, un futuro y un pasado próximos. Toleran mejor la ausencia transitoria de sus padres. Las creencias y las expectativas ante la realidad se van asentando cada vez más en su experiencia de vivir. Sus mecanismos de defensa se van consolidando y les inclinan a esperar una serie de amenazas y no otras, que se buscan y se intentan evitar.

Los pequeños siguen presentando una actividad espontánea muy relacionada con sus necesidades e interés, pero puesto que ya han entrado en la senda de la socialización, tam­bién tienden a adecuarse a las expectativas y los deseos de sus imprescindibles figuras sig­nificativas; aprenden a ser conformistas en busca de su apoyo y aceptación, que les da la seguridad que no tienen y anhelan.

Las vivencias y el aprendizaje van modelan­do su totalidad orgánica, incluyendo el cere­bro. El proceso de “podado” neuronal y de maduración sináptica prosigue su curso.10 Los niños, como si fuesen unas esponjas ávidas de entender, se impregnan de significados y nor­mas de los otros. Observan, imitan y repiten en un ensayo continuo para aprender y ser más válidos. Lo graban en su hondura carnal y lo “olvidan” en el inconsciente vivencial.

Tienden a imitar sobre todo al progenitor de su sexo, pues necesitan ir consolidando su recién adquirida identidad sexual con su hacer, ya que no son muy conscientes todavía de su ser. Internalizan los significados sim­ples, asequibles a su capacidad cognitiva y ver­bal de “ser hombre” o “ser mujer”, basados predominantemente en las apariencias per­ceptibles y clasificables. Por eso, los progeni­tores de ambos sexos, que les sirven de refe­rentes inmediatos, son muy importantes para su identificación mental de uno o de otro sexo. Emocionalmente es significativo que se sientan apoyados y aceptados por el progeni­tor de su sexo, sobre todo en el caso de los niños varones, que han tenido que contrapo­nerse a la madre para adquirir una identifica­ción mental con el padre. Si no es así y se sienten rechazados, el proceso se ve dificulta­do generando posibles bloqueos, que pueden originar un debilitamiento de su identidad sexual y, por tanto, repercutir en las vivencias, las manifestaciones y las conductas.11 Cuando esta figura paterna falta o está ausente, el pro­ceso de desidentificación con la madre se vuelve más difícil, dando lugar a identidades masculinas que intensifican la negación y la exclusión de los aspectos considerados en este nivel cognitivo como “femeninos”, y la inclusión secundaria y un preponderante desarrollo de los “masculinos”.

A la vez, emergen los primeros conceptos de lo “bueno” y lo “malo”, que tienen un

doble componente: el de los otros introyecta­do y el suyo propioceptivo. Los pequeños “saben” desde muy dentro de ellos mismos lo que les hace bien y lo que no, lo que está bien y lo que está mal. La ética entra en su mundo de significados. Asimismo, con la emergencia de la conciencia moral aparece la culpa.

Surgen las primeras apreciaciones de lo que es justo y lo que no lo es. Si ellos son buenos, esperan que los demás se comporten con ellos en consecuencia. Si no es así protes­tan, lloran y se desesperan. Algunos son más vulnerables que otros. Las injusticias que se repiten pueden acabar mermando su confian­za en los otros, se improntan en su carnalidad e influyen en sus futuras relaciones con los demás.12

Asimismo, se van configurando los con­ceptos de lo “bello” y lo “feo”. La belleza comienza a ser valorada de manera desigual por los dos sexos. La rudimentaria estética emerge en la realidad infantil. Progresi­vamente, se van desarrollando tendencias hacia lo bello y en algunos, incluso, necesida­des de lo bello, que se asocia con unas cosas y no con otras. Son conceptos básicos, corres­pondientes al nivel formativo global de la con­ciencia mágica hecha cuerpo existente, hecha palabra viva.

El lenguaje verbal prosigue su desarrollo y se inscribe en la carnalidad vivencial, que siempre es sexuada y sexual. Lo que se perci­be, se siente y se piensa se codifica en pala­bras; el cuerpo se muta verbo, consciente y comunicativo con otros, presentes o no. Se aprende a leer, lo cual expande la compren­sión del tiempo y del espacio, amplifica la conciencia de ser, cuyo mundo se agranda.

Poco a poco, la magia deja de servir para dominar el acrecentado entorno infantil. Se llega a reconocer definitivamente el poder de las figuras significativas. Son papá y mamá, y más tarde los maestros, los poderosos que gobiernan en su universo. Es necesario apren­der sus normas y los rituales que les congratu­lan y les vuelven bondadosos y amables. El poder de los otros es introyectado en los pequeños, pasa a formar parte de su sí–mismo carnal. Se transmuta en una coer­ción implícita en el sujeto inmaduro, regula su carnalidad existencial en una oscilación conti­nua entre la sumisión y la rebeldía. Sea como sea, una vez que se ha formado un marco de referencia, una descripción determinada de la realidad, ésta tiende a autoperpetuarse por sí sola, pues el sujeto se mueve en un terreno demarcado por ella. Sea conformista o trans­gresor su conducta queda circunscrita a ella.

No obstante, no olvidemos que el indivi­duo no es un mero efecto de lo que le va pasando, ya que las vivencias de las cosas son desde cada cual y éste siempre es único e irre­petible. Tiende hacia la autonomía y hacia la realización en cada etapa formativa y el trayec­to para ello es singular. Los caminos para lle­gar a ser, para alcanzar los objetivos ónticos de cada estadio y proseguir por la senda del desarrollo personal son particulares e indivi­duales. Van configurando al existente sexual desde su sí–mismo causal, que intenta desple­gar su conciencia de ser hecha carne vivencial.

En algún momento de esta andadura, la conciencia se transmuta en mítica incorporan­do su experiencia mágica en el bagaje biográ­fico inconsciente de cada uno. La visión del mundo se transforma en mítica. Nada ha cam­biado aparentemente, sin embargo, todo es distinto. La capacidad cognitiva trasciende la preoperacional para adquirir la habilidad de relacionar partes con totalidades, trabajar con reglas mentales y asumir roles. Es la etapa que se caracteriza por el surgimiento del pensa­miento concreto operacional o “conop”, que, según Piaget, abarca el periodo de desarrollo cognitivo desde los siete hasta los once años.

Se produce una escisión entre la corpora­lidad hedonista del estadio anterior y la activi­dad mental que se prepondera, ya que se despliega su crecimiento. Se adquieren nue­vos significados, los cuales se traducen en palabras y se amplían los antiguos. Los niños se van culturizando y socializando en el uso del lenguaje. La mente mítica es obsesiva­mente dualista y dicotómica, divide el univer-

so en pares opuestos. La mente trasciende el cuerpo y comienza a introducirse en el mundo de otras mentes. La lectura ayuda en el desarrollo de esta nueva capacidad. También cambian los estímulos a los que se responde, pues la capacidad perceptiva y el interés se relacionan con los objetivos ónti­cos de cada etapa. Esta diferenciación entre el cuerpo y la actividad mental puede desem­bocar en una disociación, en la cual la sensiti­va corporalidad queda reprimida.

En este estadio los pequeños salen del ámbito de su hogar y deben conservar su indi­vidualidad en un colectivo más amplio que el de su familia, con unas reglas concretas y más complejas que las parentales y las de su jardín de infancia. Se socializan en la escuela, donde tienen que guardar normas de convivencia con otros y demostrar que han alcanzado una serie de conocimientos. El objetivo óntico de esta etapa es incorporarse a un grupo social mayor que su núcleo familiar, ya que el senti­do de ser humano es ser con otros, identifi­carse con otros pares y abandonar la unión primordial con sus progenitores, diferenciarse más de ellos.

Por eso, la identidad del sujeto de esta etapa de desarrollo es sociocéntrica, basada en un “rol”. La necesidad de pertenencia se va desplazando al grupo de los pares, aunque los padres siguen siendo figuras importantes que proporcionan seguridad y afecto nutricio. La fuente de gratificación se va volviendo mental, de ser reconocido y aceptado por los demás, y sobre todo, por sus pares del mismo sexo. Progresivamente, el tacto, que antes era el que generaba la sensación de seguridad y pla­cer, se va sustituyendo por las caricias verba­les y sus significados reafirmativos.

Los niños se sienten orgullosos de sus logros. Experimentan placer como resultado emocional de alcanzar un objetivo, reconoci­do o no. Disfrutan en el proceso de ir desple­gando sus habilidades y potencialidades. El placer se entrelaza con el desarrollo del sí–mismo, posee un significado ontológico estructurante, no consciente e íntimamente relacionado con la supervivencia de cualquier totalidad orgánica existente.

El miedo característico de esta etapa es el de ser rechazado por el grupo. La sensación de soledad va emergiendo a la vez que se van convirtiendo en individuos conscientes de sí mismos. Poco a poco, se van dando cuenta de que las personas son más que sus apariencias, que ser de un sexo o de otro no se basa en el vestido, tareas o lo visible. Se van flexibilizan­do en la adquisición de la consciencia de sí mismos. A su vez, surge la incipiente profun­didad de los otros.

Sin embargo, el vivir en sociedades patriar­cales impronta diferencialmente en su carnali­dad sexual, en su cuerpo–palabra consciente y contextual a su tiempo. El prejuicio de la superioridad masculina, implícito en este orden social, impacta en su piel pensante, sin-tiente y comunicativa. Se van aprendiendo maneras de expresarse y de comportarse, características para cada sexo. Se van internali­zando los papeles sexuales vigentes, lo que se espera de ellos por ser del sexo que son, los “efectos de sentido” de cada sexo. Nuevos deberes, pruebas, demostraciones van mode­lando su carne sexual, la siguen sexuando.

Experimentan afectos, amistades y amo­res, que se traducen o no en conductas —los primeros besos, las exploraciones de otros. La sexualidad infantil está poco diferenciada comparándola con la adulta, no se centra en una meta coital.13 El objetivo es el de ir madu­rando ese sí–mismo carnal consciente y rela­cional. Los significados escasean y se van internalizando desde el exterior. Los niños quieren, confían, son curiosos, observan, intentan comprender e imitan la conducta de otros. Ensayan e investigan si les gusta o no, si es gratificante o no. Juegan, exploran, experi­mentan en privado.

El “enamoramiento”, que sentían por su madre con rostro o su padre, se va desplazan­do hacia sus pares y hacia otras figuras pode­rosas, maestros y maestras, cuidadores y alle­gados de la familia. Algunos tienen sus prime­ras pasiones clandestinas. Si son con los

pares, no suelen conducir a coitos, sí a besos, tocamientos y, a veces, a masturbaciones mutuas, aunque para ellos no signifique lo que para los jóvenes o los adultos. Expresan así lo que sienten y disfrutan al hacerlo, por eso lo buscan. Son hedonistas, curiosos y están ávidos de conocimiento. No hay ningu­na maldad o “perversión incipiente” en ello.14 El significado que connota estas conductas lo aportan los demás próximos.

A veces, de la forma más traumática, vio­lenta y abrupta los niños aprenden a compar­timentalizar su cuerpo en zonas eróticas, pri­vadas y prohibidas, y otras públicas desensibi­lizadas. Lo grabarán y lo arrastrarán en su car­nalidad sexual existente, pasará a formar parte de su bagaje biográfico y se intentará reprimir­lo, y negarlo en el inconsciente por ser dema­siado desestructurante para su sí–mismo consciente infantil. Desde allí cobrará su pre­cio. Tenderá a conducir al odio de lo que se ha inhibido. Inclinará al individuo hacia unas conductas y no otras, moldeará su carne sexual desde su inconmensurable hondura de ser. Si, más adelante, se vuelve consciente se podrá romper esa cadena asfixiante, aceptarlo desde la comprensión y trascenderlo para par­tir con un rumbo nuevo en la apasionante aventura existencial.

Por otra parte, algunas veces se llega a abusar de los pequeños, de su inmadura car­nalidad sexuada y sexual en formación. Los niños suelen no entender bien lo que sucede, pero “saben” muy dentro de ellos lo que está bien o mal, lo que les hace bien o mal. Se sienten usados, manipulados y un tanto per­plejos. Experimentan sensaciones nuevas e intensas, que les sobrepasan y confunden ­ les asustan. Es como si su cuerpo no les perte­neciera, pierden el control cuando todavía no están preparados para perderlo. Sienten una impotencia traumática que se graba en su carne vivencial generando una angustiosa indefensión, que les hará desconfiados y hui­dizos, pues sus mayores, en los cuales confían y cuyo apoyo precisan, les precipitan en una realidad incierta e inexplicable. No tienen las claves para entender. Los significados que se les aportan desde fuera son contradictorios, chocan entre sí.

Los pequeños se deslizan hacia las viven­cias de “doble vínculo”, en las que los mensa­jes que reciben se contradicen en dos niveles de significados. Por una parte les cuidan y por otra no; les proporcionan seguridad y las mis­mas personas les arrojan a un continuo estado de indefensión; les exigen una conducta “correcta” en público y, sin embargo, fomen­tan lo contrario en la privacidad. Compran su silencio con regalos y sellan su boca con tri­quiñuelas de chantaje emocional y amenazas apocalípticas para ellos. Les enseñan a no con­fiar en los otros y a evitar los contactos, o bien, a resignarse a ser usados y a no esperar nada más; a permitir el maltrato, incluso, desearlo, porque es la única manera de que se les “aprecia”, que se vuelven visibles para sus figuras significativas, las cuales son importan­tes para ellas.

Antes que no tener significados, internali­zarán cualquiera. Antes que no vincularse a nada, se vincularán al dolor, que les estructu­rará y les volverá conscientes de sí mismos. Todo esto conformará sus expectativas y sus creencias sobre la realidad. Se irán reforzan­do los estilos defensivos, que tenderán a evi­tar una amenaza real o inexistente, pero per­cibida por ellos. Asociarán lo “sexual” con peligroso y falso. Su mundo se distorsionará, a veces para siempre. Algunos se identificarán con sus agresores y reproducirán sus conduc­tas con otros, en un intento de procesar su trauma óntico.

Así, los indicadores de la justicia, que tras­lucen las relaciones objetales de la niñez, se problematizan y se desvirtúan. A su vez, la trama de las lealtades, que se establece con la familia de origen, se conflictiviza. Deben su ser a los que les han hecho mucho daño, a los que les han precipitado en una indefensión asfixiante, a los que casi les destruyen... Intentarán procesarlo de múltiples maneras durante toda su vida, sin que sea algo cons­ciente o volitivo, pues es esencial para llegar a

ser y no quedarse en una versión apocada de lo que “podría haber sido”. Quizá, para ello sea bueno aceptar lo que ha pasado, intentar comprender y no partir desde el rencor. Concentrarse más en el deseo de ser en el caminar vital de uno. No perder el tiempo en compadecerse y clamar contra lo “injusta que ha sido la vida”, sino abrirse a sus maravillas que están siempre listas a ser descubiertas y a emerger de lo no manifiesto. Cabe afirmar que merece la pena comprometerse con la vida propia, llegar a ser sujeto existente auto­rrealizado y pleno.

Otra forma de maltrato infantil es la indife­rencia de las personas significativas. Éstas no reflejan en su mirar, en su tocar, afecto algu­no. No objetivan ni transforman en visibles a sus vástagos. Para los pequeños es muy deses­tructurante, de alguna manera lo equiparan a no existir, a estar muertos.15 Les falta el sentir­se amados, ser importantes para alguien que quieren y necesitan desesperadamente para ser y crecer. Esta carencia de amor nutricio se incrustará en su piel y se codificará en un anhelo constante de ser amados, apreciados y valorados por otros, que procurarán satisfacer a lo largo de su andadura existencial de infini­tas maneras.

Cuando no se satisface una necesidad fun­damental del existente corpóreo en una etapa dada, puede que su desarrollo se detenga en ella o se produzca algún bloqueo del proceso madurativo de su conciencia encarnada. Entonces, se “fija” en este estadio preservan­do las fuentes de gratificación que le son características. Si los pequeños no han com­pletado su evolución en un determinado nivel no podrán trascenderlo y afrontar nuevas experiencias que, quizá, sean demasiado ame­nazantes para ellos.

Constantemente oscilamos entre la pro­gresión y la regresión, entre el riesgo de la independencia y la protección de la depen­dencia, entre la inseguridad de la aventura vital y la seguridad de la sublimada e imposi­ble quietud paradisíaca ancestral. Es algo inherente al sujeto existente. Lo traduce en multitud de manifestaciones y tendencias en su vivir.

Así, en la niñez, puede ocurrir que los pequeños presenten una fijación en su etapa de la unión primordial con la madre sin ros­tro, la Gran Madre arquetípica de sus prime­ros meses de vida. Buscarán su figura en un afán de hallar la protección y la dependencia sin responsabilidades, el amor incondicional que se da sin esperar nada a cambio, la satis­facción de un incipiente narcisismo infantil. La anhela y la teme. El vínculo con ella es sobre todo emocional y de fantasía. En él no existen límites entre ambos. Ambos confluyen en una simbiosis viviente inseparable. Es un estado muy regresivo e irracional.16

Asimismo, los pequeños pueden vincular­se al padre, pero su relación con él no suele tener el dramatismo y la intensidad de la de con la madre, pues ésta se tiñe de las reminis­cencias del periodo indiferenciado de la totali­dad primordial simbiótica. El amor que les profesa el padre es, por lo general, menos íntimo y más condicional. Les proporciona la anhelada seguridad si se portan bien, suele exigirles algo a cambio, aunque esto va cam­biando poco a poco conforme los padres intervienen en la crianza de sus bebés desde que nacen éstos, piel con piel. La regresión que caracteriza esta adhesión a la figura pater­na es menos desestructurante que con la madre simbiótica primordial.

Por último, cabe sostener que es conve­niente fomentar desde la temprana niñez la cualidad de saber cuidarse, estimarse y respe­tarse a sí mismos, de reconocer el valor pro­pio como persona que se es. El “cultivo de sí” comienza desde esta tierna edad. Es impor­tante ir conociendo los gustos, los deseos y los valores de uno mismo. Aprender a decir “¡sí!” cuando se quiere decir “sí” y “¡no!” cuan­do es eso lo que se desea. A partir de allí se puede razonar y flexibilizar las posturas, pero no vencer y doblegar la voz naciente, no que­brarla. Es conveniente reconocerles valor a los pequeños como cuerpos–palabra vivientes que son, únicos e irrepetibles, con una gran

potencialidad a desplegar, y transmitirles el amor a la vida, a comprometerles con su vida, que es sólo de ellos; con el deseo de llegar a ser ellos mismos carnales, dueños de su desti­no hasta donde se pueda; lograr que estén orgullosos de ser pequeños hombres o pequeñas mujeres.

LA ADOLESCENCIA

Situemos esta etapa a partir de unos once años hasta la edad adulta, aunque en cada sujeto es diferente. Está repleta de importan­tes cambios vivenciales, necesarios para avan­zar hacia la plena individuación y autonomía personal. El objetivo óntico de este periodo es adquirir la consciencia de sí mismo como individuo sexuado y sexual que convive con otros en una comunidad con unas reglas determinadas, centrarse en uno mismo sin excluir u olvidar el entorno, que se amplía considerablemente. Si se fracasa en la conse­cución de una autoconciencia, el sujeto exis­tente se precipitará a una crisis de identidad, que, por otra parte, abundan en esta etapa evolutiva y constituyen un posible camino para alcanzar su objetivo óntico.

Los ojos que aprehenden este nuevo mundo son de una conciencia encarnada que, en algún momento, trasciende la mítica y se muta en racional. Se ha expandido y ha incor­porado en su hondura existencial la anterior, que pasa a formar parte del equipaje vivencial de ese sí–mismo biográfico, junto a la mágica y a la arcaica primordial. Emerge una realidad transformada —es el universo racional o cien­tífico–racional—. En ella, los fenómenos tie­nen una explicación lógica, siguen unas leyes que se pueden estudiar y comprender. El mundo se contempla de otra manera. La per­cepción del entorno cambia.

La capacidad cognitiva del sujeto existente ha madurado y el tipo de pensamiento que la caracteriza es el formal operativo (“formop”D, de mayor aptitud abstractiva, flexibilidad y relativización. Se recurre a la lógica, se formu­lan hipótesis que se intentan comprobar, se razona de manera deductiva e inductiva. Los adolescentes responden y se mueven en reali­dades más complejas porque han adquirido la capacidad de aprehenderlas, pues empiezan a tener sentido en su etapa evolutiva ontológi­ca. El entorno se transforma a la vez que el individuo, ambos se intercrean y se moldean sincrónicamente.

Apenas se nota a simple vista, pero todo es diferente. El desarrollo mental se consolida y la mente empieza a trascender su propio egocentrismo y ensaya ponerse en el lugar del otro, penetra en el mundo de otras mentes, presentes o lejanas, pero imaginadas y “senti­das”. Poco a poco, la empatía va emergiendo en el desarrollo cognitivo–emocional del cuer­po–palabra.

Se empieza a entender las relaciones mutuas y la influencia en el medio en que se vive. La conciencia se vuelve ecológica, ya que comprende las consecuencias de lo que se hace o se deja de hacer sobre el sistema, la acción de las partes y su repercusión en la totalidad. La conciencia de ser se transmuta en más consciente y más responsable desde sí misma y, por tanto, más soberana y segura, con recursos propios.

Así, la capacidad cognitiva de este nivel de desarrollo posibilita el surgimiento de un “yo” mental, que observa a ese sí–mismo carnal con afán de crítica y conocimiento. Se produce una cierta escisión entre la mente y el cuerpo, que puede perdurar toda una vida, si el desarrollo de la conciencia encarnada se detiene en esta etapa. La mente se vuelve una espectadora, un tanto lejana, de los turbulentos e inquietantes cambios corporales de la pubertad.

Progresivamente, van aumentando los niveles de las hormonas sexuales circulantes en la sangre. Éstas son responsables del desa­rrollo de los caracteres sexuales secundarios, como es la distribución de la grasa corporal, la musculatura, la complexión ósea, la pilosi­dad... Van modulando formas y estructuras corporales más definidas diferencialmente, que constituyen los dos fenotipos sexuales, el femenino y el masculino. Así, en el síndrome de la deficiencia del enzima 5–alfa reductasa

se produce un “cambio de sexo”, pues las niñas, al responder sus genitales externos a los niveles altos de testosterona circulante, secretada por sus gónadas masculinas, se transforman en muchachos.

Las hormonas sexuales —estrógenos, pro­gestágenos y testosterona— van desencade­nando fenómenos transformadores de esos cuerpos sexuados en un despliegue madurati­vo sexual sin igual hasta este momento. La carnalidad se prepara para que emerja su con­dición sexual más consciente y relacional; poco a poco se muta en joven–adulta. Su evo­lución anterior la ha llevado a este punto de desarrollo ontológico, el cual la conduce hacia la posibilidad de la reproducción en la que lo individual se entrelaza con lo filogenético.

Las hormonas controlan la actividad de los genes de todas las células del organismo. Los activan e inhiben, y van modelando tejidos y configurando estructuras. Intervienen en su crecimiento o su posible atrofia. Para ello, las células tienen receptores que son capaces de reconocer determinadas hormonas, tras lo cual se pone en marcha el mecanismo para el que esté programada cada célula. De esta manera las hormonas sexuales secretadas por las gónadas (ovarios y testículos), que se vuel­ven activas en la pubertad, influyen en la tota­lidad orgánica sexuada y, como parte de ésta, también en el cerebro.

Así, en la pubertad, el proceso de “podado” neuronal se intensifica. Las hormonas sexuales pueden inducir una mayor actividad eléctrica en un grupo concreto de neuronas, necesarias para mantener en forma unos tejidos, múscu­los y estructuras y no otros. Son capaces, inclu­so, de controlar la supervivencia de unas célu­las cerebrales, tanto neuronales como gliales, y la muerte de otras. Pueden propiciar la confi­guración de unas conexiones sinápticas que conformarán el patrón de conectividad neuro­nal y, por tanto, el funcionamiento cerebral.17 Asimismo, inducen la síntesis de determinadas sustancias químicas, como los neurotransmiso­res e, incluso, hormonas y su suelta local y al torrente circulatorio.

A su vez, «los neurotransmisores actúan como organizadores del cerebro, dependien­tes de los genes y del ambiente. De ahí que los efectos de los genes, las hormonas sexua­les y el ambiente psicosocial sobre los proce­sos de diferenciación sexual, maduración y funcionamiento del cerebro no representen factores alternativos, sino complementarios, tanto más cuanto que todos ellos son media­dos —al menos en parte— por la actividad de los neurotransmisores.»18

En la pubertad, la región del cerebro que madura es el sistema límbico, relacionado con la actividad visceral autónoma, las emociones y algunas tendencias conductuales. Todo forma parte de esa epopeya evolutiva del sujeto exis­tente corpóreo sexual. Cada conducta, cada aprendizaje inclinan a fortalecer unas conexio­nes sinápticas y no otras, se inscriben en el entramado cerebral, aunque éste sigue presen­tando mucha plasticidad. El desarrollo de las regiones del cerebro que rigen las respuestas emocionales se prolonga a lo largo de toda la adolescencia, y hacia los 16 ó 18 años maduran los lóbulos frontales, que se encargan de la comprensión y autocontrol emocional.

Los niveles de las hormonas sexuales tam­bién influyen en las vivencias de esos cuer­pos–palabra sexuados, incluso en su proceso de la adquisición de la identidad sexual, que en esta etapa se suele replantear. Asimismo, pare­ce que intervienen en la orientación del deseo, aunque eso es más difícil de demostrar, más siendo el ser humano tan complejo en su hon­dura existencial. Las vivencias y las inclinacio­nes del deseo siempre son contextuales a las circunstancias en las que se encuentra el suje­to, las cuales, por supuesto, tienen su trans­cripción fisiológica corpórea instantánea, que, además, es desde ese sí–mismo biográfico con una infinita profundidad carnal particular.

El “yo” mental, que va madurando, genera un cambio en las bases identitarias. La identi­dad individual —que no olvidemos, siempre es sexual— se desplaza desde la sociocéntrica hacia la egoica, centrada en el reconocimiento carnal propio. El sujeto existente va aproxi-

mándose a una cierta autonomía en la convi­vencia con otros, a la vez que va sustituyendo su egocentrismo infantil por una capacidad de comunión con otros en reciprocidad relacio­nal. El mayor desarrollo cognitivo va parejo al emocional, a la posibilidad de nuevos senti­mientos, más complejos y profundos.

El “yo” de este estadio racional ha incor­porado el “yo” infantil biográfico de las etapas anteriores. Se trata de un componente activo del “yo” adolescente, más o menos conscien­te, que sale a la superficie en algunas ocasio­nes con toda su fuerza vivencial.19 Se integra como un “sub–yo” del “yo” mental del exis­tente corpóreo de este periodo evolutivo.

Asimismo, se podría considerar como com­ponentes del “yo” adolescente los “sub–yos” paterno y materno, que se forman al internali­zar en la niñez las figuras de ambos progenito­res, con sus mandatos, normas, valores y signi­ficados que manejan. Configuran, junto con las improntas de otros significativos biográficos, un foco autoritario del “yo” mental o ego con poder de reprimir y culpabilizar al sí–mismo carnal.20 Este ego controlador observa y juzga desde un alejamiento inquietante del sí–mismo corpóreo. Se vuelve contra él y le condena por ser lo que es —un cuerpo real y no un ideal viviente—. La culpa existencial se hilvana en la totalidad orgánica, que se disocia en una abstracción continua. La corporalidad sexuada y sexual culpable es castigada a un destierro mudo en el olvido.

Otra división del “yo”, característica de este periodo y un tanto inevitable, es la de modela­ción de un “yo” externo o público, el que se presenta a los demás, y un “yo” interno o ínti­mo, que sólo lo percibe uno mismo en su nueva capacidad introspectiva. El “yo” externo puede servir como un instrumento de expre­sión del interno o de su defensa, o máscara camufladora. En cualquier caso, preserva al “yo” interno, que se vuelve consciente de sí mismo y receloso ante los otros, con los cuales comienza a establecer una distancia prudencial.

A veces, en la inconsciente evitación de uno mismo, puede suceder que el verdadero “yo” mental sea sustituido por un “pseudo–yo”, que es un “actor” que lo suplanta. Éste se aco­moda a lo que se espera de él y, sin querer, frustra la vida que hay en el sujeto existente corpóreo, le vacía al cortocircuitar su autoex­presión reafirmante, que le aportaría un hondo placer configurativo. Le transmuta en un suce­dáneo de sí mismo, en una envoltura plana que ha perdido su profundidad existencial en su afán de supervivencia erróneamente enfocado.

Así, a menudo los adolescentes siguen un camino de autómatas en apariencia adapta­dos, pero desvitalizados al perder su honda humanidad carnal. Se convierten en piezas sin rostro de la maquinaria social, conformis­tas y un tanto anodinos, que se contentan con diversiones superfluas, pues han roto el acceso a un placer profundamente configura­tivo de sí mismos. En estos casos, el desarro­llo evolutivo de su conciencia tiende a blo­quearse. Los individuos se “fijan” en este punto, se estancan en el camino de llegar a ser uno mismo carnal y, por tanto, sexual. Dan bucles existenciales sin parar, que les entretienen en un mismo estadio de creci­miento personal. Se abstraen, no piensan desde sí mismos, no sienten con todo su ser, pues no se reconocen como cuerpo. No desean con entusiasmo y no se comprome­ten, ya que han frustrado la vida que hay en ellos. Dejan de lado su capacidad de gozar con la aventura de su existencia corpórea.

No obstante, los adolescentes, en el nivel racional de la conciencia de ser, no suelen ser tan conformistas como lo eran en el estadio mítico. Pueden cuestionar las normas, rebelar­se y reflexionar o no. Tienen la capacidad para ello, pero algunos han aprendido a obedecer sin más; no tienen la costumbre de pensar desde sí mismos. Sea como sea, el poder de las “normas” les sigue estructurando en su hondu­ra de ser. El poder coercitivo, propio de la polí­tica sexual en vigor, pasa a formar parte de su identidad sexual con el desequilibrio diferen­cial entre los sexos, inherente a las sociedades patriarcales. Se incrusta en sus pieles sexuadas, que oscilan entre la sumisión y la rebelión en

un marco referencial concreto, que, sin embar­go, podría ser otro. Lo “social” empapa la car­nalidad sexual desde su comienzo de la anda­dura existencial hasta su desaparición final.

Los estereotipos sexuales en vigor y lo que se atribuye a la “feminidad” y a la “masculini­dad” irrumpen con fuerza en el modelado del cuerpo–palabra adolescente. Posibilitan unas actitudes y no otras, unas expectativas y no otras, unas vivencias y no otras. Aportan efec­tos de sentido y significados diferenciales para cada sexo. Prescriben deseos, expresiones y conductas que se vinculan con el punto de partida en un marco referencial dado.

Asimismo, en esta etapa, se tiende a imitar a los “ídolos” de cada cual. Se siguen muy de cerca los potentes “imagos” de los medios audiovisuales. Se intenta estar enterado de lo que a uno le importa. Es lógico, pues su mundo se ha vuelto más amplio, va más allá de su familia y su colegio; llega hasta las estre­llas, a los confines antes insospechables que se procura investigar.

Sin embargo, los adolescentes no tienen todavía la seguridad personal suficiente como para trascender lo dado; cuanto más, lo cues­tionan en un afán de posicionamiento propio dentro de la realidad vigente. Intentan cono­cerla y comprenderla para después, confor­marse con ella o rebelarse contra ella. Lo habi­tual es que la no adecuación a lo establecido produzca confusión consciente o no, una cier­ta sensación de vacuidad, incluso, de vergüen­za y de culpa por no ser como los demás y como se espera de ellos que sean, por decep­cionar a sus figuras significativas: padres, maestros y pares...21 Los chicos y las chicas se sienten obligados a demostrar continuamente que son del sexo que son y que ya no son unos bebés, y, sobre todo los adolescentes varones, que no son niños de mamá, que no están pegados a sus faldas. El mundo es de ellos y está para ser descubierto.

Así, en este periodo, muchas experiencias se viven como rituales de pasaje cuyo poder simbólico marca la transición a etapas nuevas. Se inscriben en su carnalidad sexuada y sexual, que parece que se transforma para ser otra, renovada. Les alejan de sus escenarios infantiles y les reafirman o no en su identidad de ser. Suelen dirigirlos hacia una especializa­ción diferencial para cada sexo. La masculini­dad y la feminidad propias es algo que los adolescentes van construyendo en ese deseo de ser reconocidos del sexo que son, gracias a los “deberes”, demostraciones y pruebas reali­zadas con “éxito”.

En esta etapa vivencial, la identidad sexual se muta en ablativa. Se configura más por selección y exclusión de cualidades “impro­pias” para cada sexo, que por reconocimiento e integración de las existentes en uno mismo. Más aún, lo negado se inhibe y lo que se inhi­be con pasión se suele rechazar proyectado al exterior del individuo. Así se llega a intoleran­cias, desprecios mutuos y animadversiones, que separan todavía más a ambos sexos en este estadio evolutivo.

Los adolescentes buscan la seguridad, necesaria para aventurarse en su mundo, en el apoyo de su grupo de pares. Al principio, su fuente es externa al individuo, pero, poco a poco, conforme van madurando y fortalecién­dose, se vuelven hacia sí mismos. Llegan a la comprensión de que tienen que valerse por ellos mismos para vivir. Ensayan ser su propia fuente de aprobación; a veces lo consiguen y, otras veces no. Es evidente que siguen depen­diendo de otros y tienen que convivir con ellos, atenerse a sus reglas y normas, pero, progresivamente, van emergiendo con mayor fuerza las necesidades de autoestima, que van reemplazando a las de pertenencia para encontrar la seguridad deseada.22

Se va adquiriendo la confianza en sí mismo, en la capacidad y recursos propios para resolver situaciones y problemas, para alcanzar metas marcadas. Se va aprendiendo de los aciertos y de los errores. Éstos se viven todavía con mucho dramatismo, incluso, con sentimientos de culpa y vergüenza, pues los adolescentes pagan el precio del miedo a ser inadecuados para la vida. Este miedo se incrusta en su piel sexuada y, a menudo, la

gobierna. Por contra, el logro de algo pro­puesto como meta causa placer reafirmante y es un motivo de orgullo, que redunda en mayor autoconfianza.23

Los adolescentes se tornan más conscien­tes de sí mismos, de su carnalidad que no deja de darles sorpresas y de proporcionarles nue­vas vivencias. El crecimiento de las mamas y de la vulva, de los testículos y del pene, los pelos en el pubis, en las axilas y en la cara, la primera menstruación, las poluciones noctur­nas, las repentinas erecciones turbadoras y las eyaculaciones... No cabe duda de que tienen un cuerpo, aunque todavía se trata de un conocimiento un tanto abstractivo. Procuran mantenerse “alejados” de su desconcertante transformación acelerada. La observan desde algún punto de fuera del sí–mismo carnal en una abstracción mental pertinaz.

Su proceso de individuación sexuada y sexual avanza hacia su auge juvenil. Se dan cuenta de que existen y, por ende, de que algún día morirán. El temor ante la muerte irrumpe en este estadio con un matiz de con­creción escalofriante. De esta manera, la cons­ciencia de ser sexuado y sexual se entrelaza con la de ser mortal —la Vida y la Muerte con la sexualidad, es decir, con la vivencia del exis­tente corpóreo como sexuado.

La sensación de soledad aumenta, aunque se intente paliar con la compañía de los pares, sobre todo de su mismo sexo, con los cuales se comparte mucho tiempo y actividades. Se intercambia con ellos la información sobre las cosas que les preocupan como, por ejemplo, su manifiesta sexualidad adolescente. Las acti­tudes y las opiniones de los pares se toman en consideración, dejan su huella. Se compar­ten vivencias nuevas e, incluso, experiencias en grupo. Se fantasea, se comparan unos con otros y se aprende a aparentar, a exagerar y a mentir para presumir a propósito de “logros” iniciáticos: besos intensos, conquistas, palpa­ciones de partes íntimas y coitos.

Cada cual, además de ser evaluado por otros, se autoevalúa comparando sus “haza­ñas” con las de los otros pares. Toda autoeva­ luación supone un juicio que se basa en las “normas” internalizadas. Así, se experimentan sentimientos que se consideran como propios a pesar de ser extraños a uno. Se aprende a sentir como los demás y cuando no es así, puede parecer raro y conducir a una sensa­ción de confusión y vergüenza. De esta mane­ra las experiencias de pasaje, como pueden ser los besos con lengua, estimulaciones ínti­mas o los coitos, tienen que gustar para no aparentar ser infantil o anormal.

Los adolescentes, en su inmadurez, suelen no valorar las sensaciones y los sentimientos propios en un afán de no ser diferentes a lo que creen que deben sentir al ser sexuales. Muchos no se dan valor como individuos. El valor y la seguridad los adquieren al identifi­carse con el grupo de los pares y aparentar ser como ellos, olvidándose de escucharse a sí mismos. Sin embargo, sólo las vivencias pro­pias son las reales desde uno mismo. Las aje­nas internalizadas son de otros. No valen como personales. Esconden la ignorancia, la peor de todas —la de sí mismo como cuer­po–palabra vivo y singular—, le despojan de su real y palpitante humanidad.

No obstante, poco a poco, va emergiendo una creciente necesidad de autoestima que, incluso les hace enfrentarse con sus amista­des. Van comprendiendo, progresivamente, que lo importante es cómo se siente uno, lo cual depende de lo que pensamos sobre nosotros mismos. Esto genera o no la confian­za en sí mismos, en los recursos propios, en la valía para enfrentarse con la vida, cada vez más exigente desde el exterior.

La capacidad de pensar de forma crítica desde uno mismo refuerza el autoestima y sitúa el centro de gobierno en el interior del individuo. Éste se vuelve más consciente y responsable de sí mismo, más independiente y comprometido con el desarrollo propio como sujeto sexuado y sexual. Tolera mejor la soledad e, incluso, la necesita para reflexionar y aclararse en su mundo interno. El miedo de ser inadecuado para la vida persiste, pero no domina su ser. Su motivación es la de ir

adquiriendo cada vez mayor autonomía como persona, formarse para ello y vivir desde el compromiso de llegar a ser uno mismo, de desarrollar sus potencialidades.

En ese proceso, disfruta de sus nuevas experiencias, que son vivencias enriquecedo­ras, no trofeos para exhibir y ser aprobado por nadie. Tienen la validez en sí, no como un acontecimiento de transición hacia el logro del aplauso ajeno. Los otros se mutan en per­sonas con hondura de ser, no simples fuentes de aprobación simbólica. El mundo profundo de los otros emerge de lo no manifiesto en sincronía con el propio. Asimismo, en esta etapa evolutiva, la libertad aparece como un valor consciente.

Poco a poco, se llegan a conocer las posi­bilidades y los gustos personales. Se intenta vivir desde ello y no desde el tener que pro­bar o demostrar constantemente lo que uno es. La mirada se vuelve hacia el interior de uno, se procura conocerse mejor. Todo esto supone ser valiente para no pretender ade­cuarse a lo establecido. Implica ser consciente no sólo de las carencias, sino también de los dones, comprometerse a desarrollarlos y no escapar de sí mismo para no sobresalir y que­darse solo.24

Es importante ocuparse de uno mismo. El cuidado de sí no debería limitarse sólo a cui­dar la imagen personal, tan valorada en nues­tras sociedades y en este estadio evolutivo. No olvidemos que representa a la persona, pero no es la persona. El cuidarse de verdad impli­ca un respeto hacia uno mismo, reconocer el valor que se tiene en sí por ser un individuo carnal, real. Supone intentar conocerse y aceptarse, lo cual no quiere decir que no se pretenda mejorar, todo lo contrario, pero se parte desde la lógica vivencial de uno mismo con biografía propia y no desde el intento de aproximación forzada a un ideal que no existe en ninguna parte y que es imposible de alcan­zar por ser abstracto e irreal, perteneciente al mundo de las ideas.

Por otra parte, el proceso de ir adquirien­do un código individual de valores sexuales es un importante objetivo, consciente o no, en la adolescencia. La confianza en uno mismo y la concordancia con el sistema de valores sexua­les propios se convierten en significativos fun­damentos de los sentimientos sexuales de eta­pas posteriores. La configuración de este sis­tema forma parte del objetivo óntico de este periodo de desarrollo.

Durante la adolescencia, se refuerzan o se debilitan los estilos defensivos aprendidos en la niñez. Las expectativas de amenaza pueden cambiar dependiendo de las vivencias de este estadio; se replantean. Además, los hábitos de control emocional van modelando el cuer­po–palabra y tienden a perdurar a lo largo de toda la vida del sujeto sexuado.

Asimismo, se confirman o no los matices de las relaciones objetales interiorizadas en la niñez, pues éstas pueden variar en esta etapa. El equilibrio entre dar y recibir se une a ellos para estructurar los indicadores de justicia del universo de cada cual y, por tanto, sus expec­tativas ante la realidad existencial propia. Y no olvidemos que, una vez que el individuo ha internalizado una determinada descripción de la realidad, queda recluido en ella.

Se van reforzando o debilitando los víncu­los familiares y la trama de lealtades con la familia de origen de uno. Esta conformará en adelante una de las raíces de la sensación de culpa en las relaciones sexuales, que surge por el sutil temor de ser desleal con la fami­lia, sobre todo con los padres, de traicionar­les, de sustituir su afecto por otro. Con cada uno de ellos el vínculo es diferente y su modo de manifestarse también lo es. La per­sona centrada en la madre, por lo general, presentará mayor regresión y falta de indivi­duación; se perderá en una especie de sim­biosis ficticia con ella. La que se vincula con el padre, se concentrará sobre todo en cum­plir sus expectativas reales o imaginadas, en ser merecedora de su amor y cariño por hacer lo que se espera de ella. La culpa se sentirá como el remordimiento por fallarles y desplazarles por otra figura significativa que atrae y de la que se enamora.

En esta etapa, el amor sirve para aproxi­mar los dos sexos de una manera nueva, la conscientemente sexual con significados más parecidos a los de los adultos. Ayuda a cono­cerse y a conocer al otro, a aprender las reglas de comportamiento relacional entre los sexos. Son normas contextuales en cada momento histórico de una sociedad concreta y de su cultura con un elaborado sistema de interpre­tación de la realidad sexual, que le es propio.

El enamoramiento y la atracción sexual generan placer y sufrimiento, que contribu­yen a expandir la conciencia de ser. Encauzan el interés por el otro y producen el entusias­mo en el acercamiento relacional más íntimo. Este placer se entrelaza con el obtenido por la consecución de los objetivos ónticos de esta etapa evolutiva del proceso de la confi­guración del sujeto sexuado y sexual, es decir, con el relacionado con el crecimiento ontológico personal.

La fuente de gratificación se va desplazan­do desde la abstractiva–mental por ser reco­nocido por los pares a la concreta carnal en el tocar, acariciar, besar, abrazar y hacer el amor. La obtención de este placer se concentra, sobre todo, en los genitales y las zonas eróge­nas aceptadas como tales por cada cultura. Se trata de una carnalidad parcelada según su grado de excitabilidad y privacidad. Se les da distinto valor y significado.

Por otra parte, los significados de las expe­riencias sexuales son diferentes para cada sexo, aunque a la vez presenten componentes comunes. Así, los muchachos buscan una con­firmación de su virilidad y de su dominio en el hacer, mientras que las muchachas se inclinan más por la verificación de ser deseadas y que­ridas, por despertar atracción, afecto y refor­zar el compromiso, aunque también presen­ten el matiz de dominio y conquista, pero de otra forma que los chicos.25

Los significados son internalizados desde el exterior y se relacionan con los efectos de sentido de ser de un sexo o de otro vigentes en la sociedad. Tienden a reafirmar la identi­dad sexual y conducen a unas actitudes, vivencias y expresiones determinadas desde el exterior. Tanto el papel sexual como la posibilidad de experimentar placer sexual en la relación dependen de las “normas” cultura­les en boga.

Los significados matizan y dan sentido o no a las vivencias, pues somos racionales y una gran parte de lo vivido sexualmente es mental. La separación entre el cuerpo y la mente es artificial y, quizá, se deba a una fija­ción en una etapa anterior, cuando la segunda se erigía en una observadora alejada del pri­mero. Entonces se conserva de manera mór­bida el tipo de gratificación abstractiva que no se integra con la carnal sexual, deteniéndose el crecimiento personal en esta etapa.

Asimismo, pueden suceder acontecimien­tos traumáticos, como el abuso, que tienden a bloquear el desarrollo, pues el individuo pre­cisa toda su energía vital para superarlos y aclararse en su inestable realidad sexual. Se le usa y se le explota ignorando su condición como sujeto existente con deseos propios. Por otra parte, a veces, unas pulsiones inexpli­cables le inclinan a provocar y a seducir a sus mayores o a abusar de los menores. Todas las variables son posibles según la biografía con­textual de cada uno. En ella se oscila entre la tendencia a la vida, a llegar a ser, a la construc­ción de sí mismo y la tendencia a la muerte, a destruir en el temor de ser.

Las experiencias ontológicas no resueltas o no completadas pueden producir bloqueos emocionales y fijaciones en los tiempos pasa­dos, que distorsionan el presente existencial. Éste se utiliza para procesar los traumas viven­ciales, en vez de experimentar plenamente lo que va sucediendo. En apariencia, el sujeto sexuado y sexual sigue su vida, pero, en un nivel ulterior, está anclado en el pasado, de forma consciente o no. Así, o se intenta evitar lo temido por no considerarse con fuerzas suficientes para afrontarlo, o bien, de manera inconsciente, se busca repetitivamente revivir­lo de nuevo para poder superarlo o procesar­lo. Por eso, en los casos de abuso infantil, los adolescentes tienden a reexperimentarlo

pudiendo adoptar el papel de sus agresores o, también, interesándose por personas que les obligan a pasar por vivencias que rememoren, aunque sea a nivel preconsciente, sus expe­riencias traumáticas.

La conciencia de ser hecha carne vivencial —un continuum existencial biográfico— se evidencia en el deseo. En él, la totalidad orgá­nica se muta en cuerpo–palabra anhelante, cuya motivación última es la de realización situacional en respuesta a diversas necesida­des ontológicas no satisfechas. Crecer se correlaciona con el desear desde uno mismo. Por tanto, conviene ser consciente de cuáles son los deseos propios y cuáles los ajenos internalizados, pues, a veces, nos conducen a perseguir metas que no nos satisfacen, pero sí entretienen y suponen un gasto de energía vital que se podría emplear de otra forma. Es importante saber lo que uno desea realmente. Es muy útil para el crecimiento personal y la autorrealización conocer los deseos propios y convertir algunos en propósitos a lograr. Es otro aspecto del cuidado y cultivo de sí.

En cuanto a las necesidades, entre las pri­marias persisten las de la fusión y la de indivi­duación, que se traducen en un código rela­cional sexual. Así, la sexualidad antifusional posibilita la expresión de la necesidad de indi­viduación y, a la vez, puede propiciar manifes­tar impulsos hostiles. Al mismo tiempo, la sexualidad que expresa ternura, afecto y amor permite satisfacer las necesidades fusiona­les.26 A menudo, en la adolescencia, pueden aparecer sentimientos incestuosos hacia algún progenitor, de índole más concreta y sexual, pues con frecuencia, el deseo sexual es una defensa contra una regresión fusional más profunda, que podría hacer peligrar la indivi­duación del sujeto sexuado y su integridad como tal e independencia.

Por otra parte, ocurre que cuando las necesidades de dependencia de la niñez no han sido resueltas, por cualquier causa biográ­fica, se intenta procesar este trauma ontológi­co en el deseo de ser amado, apreciado y apo­yado. Se sustituye a la madre fusional, que da todo sin pedir nada, por otra persona deseada o un grupo que aporta seguridad y reconoci­miento afectivo. La relación es dependiente y asimétrica, no de igual a igual. Sea como sea, el sujeto existente se debate constantemente entre dos tendencias contrapuestas, la de pro­gresión y la de regresión o estancamiento, la de la aventura y cambio o la de permanencia estable y seguridad, la de independencia o la de protección y dependencia.

Otra necesidad que persiste desde la infancia es la de visibilidad, aunque en esta etapa se manifieste sobre todo en forma de una lucha por ser reconocido por los pares, y más por algunos de ellos, que se vuelven espejos de confianza de uno. La imagen que reflejan tiene sentido, se reconoce como pro­pia. Esta necesidad de ser reconocido se cris­taliza en la amistad y en el amor. Ambos ase­guran una mayor atención e interés por esta persona especial con la que se desea compar­tir tiempo, vivencias, intimidad y encaminarse a desarrollar unas potencialidades y no otras, también posibles. La conciencia de ser se evi­dencia como carne existente en el deseo, más aún en el deseo sexual de otro corpóreo sexuado. Propicia la unión con él o ella y facili­ta la consecución de los objetivos ónticos de esta etapa.

El deseo se va orientando hacia uno u otro sexo. Cabe recordar que la orientación del deseo no se debe confundir con la identidad sexual; que sólo existen dos sexos —femeni­no y masculino— deseen a hombres o a muje­res, sean hetero u homosexuales. Tan hombre es el que desee a mujeres como el que desee a hombres. Lo mismo es aplicable a las muje­res. Sin embargo, en esta etapa de desarrollo se suele confundir la orientación del deseo con la identidad sexual. Así, los adolescentes que desean a otros de su mismo sexo pasan por una crisis de identidad más o menos notoria. En todo caso, es frecuente que lo vivan con turbación, en secreto e, incluso, que luchen contra su deseo para encajar en el modelo heterosexual, que, por supuesto, es el aceptado como “normal”. En cualquier caso,

la orientación del deseo puede cambiar en estadios evolutivos posteriores.

El deseo puede traducirse en expresiones y conductas o no. Las expresiones y los gestos, si corresponden al sí–mismo carnal y no son imitaciones o camuflaje disimulador, sirven para la autoafirmación del individuo. Junto con los deseos, conforman nuestra erótica, que, a través del placer, retroalimenta al sujeto existente corpóreo, sexuado y sexual, al mani­festarse como tal en su aventura de vivir la vida propia. Se generan en un momento dado de su biografía, son situacionales y contextuales. Cambian en el transcurrir existencial en sincro­nía con la transformación de la totalidad orgá­nica, que se actualiza instante a instante vivido. Tienen sentido para ese cuerpo–palabra, aun­que permanezca oculto, sin desvelar.

El cuerpo es verbo y, por tanto, es la con­junción de naturaleza y cultura, que se muta en lenguaje relacional, pues su sentido de ser es ser con otros en una comunicación sosteni­da codificada en palabras o/y en gestos. Bebemos vida en el conversar continuo, tras­cendemos más allá de nuestra sensitiva piel. Somos sexuados y sexuales, y nos expresamos como tales en todo momento.

Los cuerpos reclaman su realidad carnal existente, con mayor fuerza en esta etapa de desarrollo. Desean sentir, quieren ser tocados y acariciados como concretos, reales y no abs­tracciones mentales incorpóreas. El hambre de piel sexuada es una necesidad vivencial y, a la vez, es un mecanismo de autoafirmación, que les susurra a los adolescentes que están vivos, que existen. La caricia sentida les muta en cuerpos vivos.

La autoafirmación implica que el cuer­po–palabra se expresa en concordancia con su sí–mismo carnal. Puede decir “sí” o “no” e, incluso, cambiar de opinión si es eso lo que siente y piensa. Sabe quién es y lo que quiere, o por lo menos, lo intenta. Tiene opi­nión propia, no la suplanta por la ajena inter­nalizada. Los “síes” y los “noes” son impor­tantes, pues van demarcando el caminar exis­tencial de cada cual.

El expresarse de forma auténtica supone tener valor y una madurez que no es la habi­tual en esta etapa formativa, pero los ensayos de superar la vergüenza, la timidez y la repre­sión relacionadas con todo lo referente a “lo sexual” sí se suelen dar. A menudo, ante la imposibilidad de afrontar la propia y turbado­ra condición sexual, se la niega o se la reprime de forma aplastante. Esto puede traducirse en ansiedad, que es una señal de alarma de que algo no va bien y se tiene que replantear. Pero en este estadio de desarrollo, los adolescentes no suelen ser lo suficientemente maduros como para interpretarlo así.

Por otra parte, una manera de expresión de deseos e inquietudes son las fantasías sexuales, que irrumpen con fuerza en esta etapa existencial. Las muchachas y los mucha­chos sueñan, imaginan y tantean las posibles situaciones. Codifican en esas fantasías sus necesidades y sus miedos. Las sienten y expe­rimentan el placer que generan. Las personas somos mentales y emocionales, y lo que pen­samos o fantaseamos, a la vez, lo sentimos.

Las fantasías no necesariamente se concre­tizan en conductas. Tienen otra función. Ayudan a procesar traumas, resolver cosas pendientes, aclarar intereses y deseos, solven­tar los miedos a enfrentarse con algo o con alguien... Se relacionan con un crisol de obje­tivos vivenciales que participan en la modela­ción del sujeto sexuado. Siempre generan efectos, pero no tienen por qué traducirse en conductas; a menudo sirven precisamente para no realizarlas.

Sea como sea, cabe sostener que lo impor­tante es que lo que se hace corresponda a lo que verdaderamente se quiere hacer. Que los adolescentes sean valientes para decidir desde sí mismos y respetando tanto su corpo­ralidad como al otro carnal sexuado que tie­nen enfrente. Que sepan evitar las conductas impuestas por distintas presiones, inducidas desde fuera sin que se deseen realmente. Se puede disfrutar de múltiples maneras la activi­dad sexual, sin que se traduzca necesariamen­te en coitos y procederes estereotipados. Que

no tengan prisa por probarlo todo, pues cuan­do lo que se hace no parte desde uno mismo, se muta en pseudoactos o actuaciones esceni­ficadas, no son actos auténticos que expresan al sujeto existente que los ejecuta; con fre­cuencia, todo lo contrario, le turba en su ser, le vacía en su condición de individuo autóno­mo e independiente.

Es cierto que la conducta queda circunscrita a una realidad sexual dada, pero las personas son creadoras de su mundo y es bueno partir de sí mismo en el hacer, no adecuarse a las expectativas ni deseos de nadie para ser acepta­do y querido, no vender la piel sexuada de uno para ello, no convertirse en esclavo de nadie. Lo establecido se puede cuestionar y la adolescen­cia es un buen momento para esto. También lo es para empezar a aceptarse como uno es, para reconocerse valor en sí y comprometerse a vivir desde uno mismo, con el cultivo de sí mismo con fines de llegar a ser —un sujeto carnal pleno con el gobierno desde sí mismo.

Al principio de esta etapa evolutiva son habituales la curiosidad y el deseo de actuar como adulto para dejar de ser reconocido como niña o como niño. Se imitan conductas, se aprende por observación y ensayo. Se acier­ta, se equivoca, se vuelve a intentar. Se generan unas expectativas y no otras. Se van enfrentan­do nuevas experiencias con entusiasmo, sobre­cogimiento, falta de experiencia e inmadurez.

Los alborotos de la vida sexual adquieren, poco a poco, sus significados adultos. Se van aprendiendo las reglas relacionales, se esta­blecen los límites personales de cada cual, se descubre lo que gusta y lo que no, cómo comunicarse con el otro sexuado, cómo evitar las situaciones desagradables o problemáti­cas... Los errores, a veces, se pagan demasiado caro y, por supuesto, enseñan con una “efica­cia” rotunda. Los adolescentes experimentan, recaban información, la cuestionan o no con­frontándola con sus vivencias y valorando las consecuencias de sus conductas. Así apren­den y crecen al hacerlo. Este aprendizaje sexual forma parte del objetivo óntico de este estadio existencial, no es algo baladí.

Detrás de cada conducta existe una signifi­cación que la trasciende. Muchas experiencias desempeñan el papel de ritos de pasaje, una especie de iniciaciones que demarcan el aban­dono de una etapa de desarrollo y la entrada en otra, nueva y diferente. Las masturbacio­nes, las primeras citas, los besos, los turbado­res encuentros íntimos, los coitos... Numerosas “primeras veces” sexuales conden­sadas en un marco de excitación y placer tac­til, piel con piel sexuada de ambos, repleto de significados nuevos. Es un descubrimiento del sí–mismo carnal transformado.

Las vivencias, las intenciones y los significa­dos son propios de cada cual, aunque presen­ten características comunes para cada sexo. Los acontecimientos no se viven igual por ambos sexos, sin perder de vista la variedad individual de cada uno. Así, por ejemplo, «aun­que presentan iguales niveles de ansiedad ante su primer coito, las chicas parecen más preo­cupadas por si están haciendo lo correcto, mientras que los chicos parecen preocupados por si están haciéndolo correctamente.»27 Pero lo que sí parece que comparten es que marcan un paso de “nivel”, un “antes de” y un “después de” la experiencia. Progresivamente, los adolescentes se van aproximando en el vivir a la etapa juvenil adulta.

LA EDAD ADULTA

Situemos esta etapa evolutiva desde, apro­ximadamente, los dieciocho años en adelante. Su objetivo óntico es el de la autorrealización, el de llegar a ser carnal existente, sujeto autó­nomo, con el gobierno desde sí mismo a pesar de vivir en comunidad con otros y estar integrado en ella. La autorrealización supone desplegar las potencialidades personales y ser responsable de sí mismo. Implica reconocer, comprender e integrar los múltiples aspectos y facetas del sí–mismo carnal, cultivar la cons­ciencia de sí y disfrutar de la experiencia exis­tencial concreta.

No siempre se logra este objetivo. Es más, lo habitual es que no se alcance. A menudo, las personas permanecen en un estado de

apocamiento o de reducción de su ser carnal —una versión deslucida de lo que podrían lle­gar a ser—. No tenemos la costumbre de dar­nos valor por ser nosotros mismos —una enti­dad existente corpórea, creadora y activa—. Por eso, no solemos comprometernos con vivir la vida desde el sí–mismo que somos y desarrollar nuestras potencialidades como una consecuencia lógica de tenerlas, aportar­las a la existencia común real y participar en el proceso de la creación, tanto propia como de nuestro entorno, sea éste lo amplio que sea.

En este estadio, la conciencia del sujeto existente hecha carne vivencial puede encon­trarse en distintos niveles madurativos: míti­co, mítico–racional, racional, lógico o existen­cial e, incluso, al trascenderlo, en los niveles llamados “transpersonales”. Depende de los individuos y de las civilizaciones a las que pertenecen. En este trabajo no vamos a hablar de los niveles transpersonales de la conciencia. Nos limitaremos a reflejar el exis­tencial o lógico. No todos los adultos lo alcan­zan en su evolución personal. La gran mayo­ría de la Humanidad permanece en los nive­les mítico–racional y racional, los cuales ya hemos tratado.

Poco a poco, la conciencia racional egoica va madurando y puede que llegue a trascen­derse a sí misma en una nueva realidad, que emerge de lo no manifiesto. La capacidad de cuestionar y de reflexionar se va aumentando; también la introspectiva y la empática. Se con­sigue ir más allá de la racionalidad misma en un dialéctico ejercicio integrativo de los opuestos. La conciencia existencial trasciende la racionalidad pura unificándola con las vivencias y los sentimientos, se muta carne. Nace el cuerpo–mente como una nueva uni­dad existente carnal.

En ella, el sí–mismo unifica el ego mental y la corporalidad en la existencia vivida, constan­temente cambiante. No es una entidad estática y acabada. Es un proceso en ininterrumpida transformación y creación, que le actualiza en el aquí y ahora existencial. La conciencia hecha carne vivencial es un continuum biográfico en configuración y modelaje sostenido, que tien­de a su realización en cada instante vivido. Sus vivencias de los estadios anteriores quedan inscritas en ese sí–mismo carnal existente, a menudo, como elementos inconscientes que estructuran su corporalidad.

Asimismo, el contexto circunstancial impac­ta y modula su piel relacional; interviene en su creación. El entorno y el sí–mismo carnal se entrelazan en una sincronía productiva de ambas. El mundo cambia a la vez que los ojos que lo contemplan. El sujeto existente percibe y responde a estímulos nuevos, a una realidad distinta, pues sus procesos de traducción cog­nitivo–sensitiva han evolucionado. Se da cuen­ta de que la visión que generan depende del marco referencial interpretativo que utiliza, que el contexto sitúa los acontecimientos y les da sentido. Es una visión existencial o lógica, más relativista. El tipo de pensamiento que le es característico es el reticular, capaz de aunar lo antagónico y mantener contradicciones. El egocentrismo y el narcisismo disminuyen y el sujeto puede comprender la perspectiva de otros de su propio grupo y también de grupos diferentes.28 Es una conciencia de reciproci­dad, ecológica y mundicéntrica.

A lo largo de esta etapa evolutiva, el desa­rrollo cognitivo y emocional va acrecentando, poco a poco, la capacidad de comprensión de uno mismo y del Universo. Una mayor racio­nalidad se asocia con la existencia de senti­mientos más profundos y complejos. Van for­mándose nuevas maneras de ver y de inter­pretar la realidad, de apreciarla y de vivirla. Los esquemas mentales cambian. También va evolucionando la corporalidad. Nuestro cuer­po–palabra existente se va transformando en el pensar y en el sentir día a día.

Al comienzo de la edad adulta presenta­mos una cierta inmadurez del sí–mismo car­nal. Nuestros pensamientos y sentimientos se ven muy influenciados por los vigentes en la colectividad en la que vivimos. Son ajenos interiorizados y aceptados como propios. Pero en la aventura de la existencia individual, llegamos a un momento en el que volvemos

nuestra mirada al interior de nosotros mis­mos, nos tornamos más conscientes y más responsables en el vivir.

En los niveles superiores de la conciencia de ser la actividad mental es en gran parte volitiva y, por tanto, somos responsables de lo que pensamos. Gracias a la capacidad de pen­samiento crítico, podemos cambiar los razo­namientos y los resultados a los que se llega desde la reflexión y el cuestionamiento de lo dado. Es posible variar de actitud por una nueva comprensión, aunque sea un proceso más o menos lento. Cabe afirmar que es con­veniente pensar desde uno mismo para no acabar siendo esclavo de nadie, para no trans­mutarse en un autómata mecanizado con la impronta de la frustración vital, que impregna su totalidad orgánica desvitalizada.

Lo que percibimos depende de nuestro nivel madurativo, pero también de la actitud que tengamos respecto de nosotros mismos, de lo que nos rodea y del mundo en general. Solemos confirmar lo interno de forma natu­ral al proyectarlo en el exterior, sin que sea algo volitivo y consciente. Al mismo tiempo, recurrimos para interpretar la realidad a un sistema de inteligibilidad codificado en el len­guaje verbal, que traduce los pensamientos y los sentimientos. En el procedimiento, los modifica adecuándolos a lo transcriptible en palabras y frases. No obstante, parten desde ese sí–mismo carnal biográfico y se asimilan en él, se integran en su bagaje vivencial, único e intransferible por ser experimentado desde esa singular carnalidad diferenciada.

El sujeto existente prosigue su proceso de sexuación a lo largo de esta etapa evolutiva. Su corporalidad se modela en el vivir con otros, en el tocar y en el ser tocada por otros sexuados, que pasan a formar parte, lo quiera o no, de su historia particular. Las normas sociales vigentes a las que tienden a adaptarse los individuos, los estereotipos y los papeles sexuales correspondientes a cada sexo van sexuando el cuerpo–palabra en su experiencia vital. Así, en las sociedades patriarcales el pre­juicio de la superioridad masculina impregna la piel dúctil y vulnerable de los sujetos sexua­dos. Influye en su existir, en su temperamen­to, expectativas, vivencias, sueños, expresio­nes, deseos y conducta.

De esta manera, el cambio constante y no la estabilidad estática es lo que caracteriza el desarrollo de los adultos, que, por supuesto, se inscribe en sus cuerpos–palabra. Las células se vuelven letras para componer esta narra­ción existencial propia, con sentido desde ese sí–mismo biográfico en continua transforma­ción. Algunas mueren, unas sobreviven y otras nacen para actualizar el cuerpo–palabra en su momento vivido. La totalidad orgánica lleva hilvanadas en sí las posibilidades de distintos caminos, las potencialidades de múltiples acontecimientos vitales de ese sí–mismo car­nal. Todo se traduce a un lenguaje fisiológico que las células “interpretan” sin dificultad y que las modela al ser “leído”.

Así, las hormonas y los neurotransmisores intervienen de forma decisiva en la configura­ción de la corporalidad sexual. Activan y desactivan genes, propician sensaciones y emociones, posibilitan funciones y experien­cias vitales sin igual, propias de un individuo adulto. Éstas se incrustan en la hondura carnal del sujeto y le reafirman o le obligan a cuestio­nar quién es. Todo se da a la vez, sincrónica­mente, en esa carnalidad viviente, aunque lo ignoremos y no lo sepamos. La totalidad orgá­nica, que es el cuerpo en situación vital, sigue su rumbo existencial, que se actualiza instante a instante.

Las gónadas (ovarios y testículos) y la cor­teza adrenal producen y secretan a la sangre las hormonas sexuales, las cuales ejercen su influencia en el trepidante universo celular nuestro. Son las responsables del desarrollo y el mantenimiento de las características fenotí­picas diferenciales para cada sexo. También, a veces, de nuestros cambios de humor, de la intensidad del deseo sexual, aunque, en los humanos, sea más complejo que lo dicho así; de los acontecimientos como la menstrua­ción, la concepción, el embarazo, el parto, la lactancia ...

El descenso de las hormonas sexuales desencadena el climaterio en ambos sexos, aunque su manifestación sea diferente para cada uno de ellos. Nos encamina hacia un declive vital, nos va apagando progresivamen­te. Se van atrofiando algunas estructuras y teji­dos, y mueren las células que no son ya nece­sarias para la totalidad orgánica existencial en ese momento suyo.

Asimismo, las hormonas sexuales influyen en las células nerviosas, tanto las periféricas como las centrales. Pueden determinar la exis­tencia de un número distinto de neuronas en el adulto, pues éstas se relacionan con las estruc­turas que regulan y si desaparecen o se atrofian unas, van seguidas de las otras, que dejan de tener sentido de ser en el sabio universo celular situacional. Así, la plasticidad cerebral posibilita una diferenciación sexual modulable en rela­ción con las vivencias y las conductas, ya que todas tienen su registro corporal.

La sexualidad —las vivencias del sujeto existente sexuado— va evolucionando en una sincronía inseparable con el sí–mismo carnal en transformación continua. Todo lo que sucede hace que algo cambie en él. Nada se repite en la vida. Cada instante vivido es único y diferente. Es verdad que el pasado ha confi­gurado ese cuerpo–palabra, pero todo momento vivido abre camino a otros, que están por llegar y vivenciar desde la singulari­dad corpórea existente de cada cual, que se va creando en su experiencia existencial.

Conforme maduramos, aumenta la sensa­ción de soledad, que es inherente al proceso de individuación. Cabe sostener que más vale aprender a tolerarla, pues nos acompañará a lo largo de toda la trayectoria vital. Parece evi­dente que la vida es de cada cual y se vive desde uno mismo. No existe nadie que deba o tenga que aprobarla, ya que su valor radica en sí misma, en uno mismo carnal con la poten­cialidad de llegar a ser sujeto existente pleno, lo cual es imposible de lograr sin reconocerse valor, sin ser responsable y consciente de sí mismo, sin vivenciar con orgullo el hecho de ser un cuerpo sexuado y sexual vivo.

La consecuencia de aceptar la sexualidad propia y de darle valor desde sí mismo es el aumento de seguridad personal y de autoesti­ma. El aceptarse no es equivalente a no que­rer cambiar. Es importante para no estar en conflicto perpetuo consigo mismo, para no estar en guerra permanente, que desgasta y entretiene inútilmente. Las vivencias se pro­ducen en un momento dado, en un contexto determinado, desde ese sí–mismo carnal en situación suya concreta y con otros sexuados. Si las circunstancias varían, también las viven­cias pueden cambiar, salvo que nos empeñe­mos en repetirlas obsesivamente por un blo­queo emocional o una fijación óntica. De todas formas, es necesario reconocer un punto desde el cual cabe partir en la creación propia. Se puede cambiar, si es que se quiere, sobre todo aquello que no se ignora.

Si no aceptamos nuestra condición corpó­rea sexual, las vivencias del sí–mismo se desdi­bujan en lo abstracto o se genitalizan en exce­so, dando lugar a los “vencimientos” momen­táneos de la carne reducida y anhelante de placer, pues su gozo de vivir está cortocircui­tado. Lo intenta compensar por una obsesiva contabilidad coital que, a duras penas, sirve para este fin. Sin embargo, la sexualidad tiene valor por sí misma, sin ser un medio para con­seguir ningún propósito excitatorio en con­creto, que, por otra parte, es muy respetable. Es nuestra manera de estar en el mundo, la cual posibilita disfrutar de la experiencia vivi­da momento a momento durante todo el con­tinuum existencial.

Al comienzo de esta etapa, los adultos jóvenes suelen presentar una cierta inseguri­dad en sí mismos. La compensan con la sed de aventura y el entusiasmo. Procuran vivir con intensidad y arrebato. Tienden a buscar la aprobación en el exterior, aunque, poco a poco, se van dando cuenta de que la valora­ción que de verdad importa es la de uno mismo; que la mayor intensidad se asocia con la autenticidad vivida.

Pasan por experiencias nuevas. Se enamo­ran, se emparejan, se casan, se separan... Son

madres y padres novatos; repiten o no. Se trata de vivencias sin igual que transforman radicalmente el mundo propio. Todo cambia. Emergen valores desconocidos, prioridades, deberes ineludibles y responsabilidades que no se pueden evitar. Un insospechable univer­so de dos que se extiende a nuevas figuras sig­nificativas. Los hijos suponen una dedicación continua que requiere mucha energía vital. Ser padres es un gran aprendizaje, un crisol vivencial difícil de traducir en palabras. Es un buen pretexto para madurar o para evadirse de sí–mismo. Puede suponer la creación suprema de dos o su justificación para no rea­lizarse y permanecer en una guerrilla constan­te. El mundo de la pareja es muy complejo y los vínculos que se forman entre sus dos com­ponentes pueden responder a diversas nece­sidades, tanto regresivas como de desarrollo, y a las circunstancias determinadas.

No obstante, con el paso del tiempo, la fuente de aprobación y de evaluación se va estableciendo en el individuo sexual. Las experiencias vivenciadas van definiendo sus valores propios. Intenta acoplarlos con los colectivos en vigor, pero ya lo hace desde sí mismo. Comprende que sólo aquello que le sucede a uno es real y verdadero. Ya no acoge con entusiasmo el conocimiento pres­tado; lo cuestiona confrontándolo con su experiencia vital.

Progresivamente, va adquiriendo una independencia en el pensar, sentir y actuar desde sí mismo. Se vuelve más seguro o aprende a convivir con la inseguridad. Poco a poco, su conciencia se muta en soberana. Su capacidad de satisfacción aumenta. Algunas veces, en la madurez, tiene lugar una nueva juventud de ser, de extraordinaria belleza. El sujeto autónomo ya no intenta demostrar nada a nadie, ni agradar a presentes y ausen­tes, sino vivir la vida propia desde el sí–mismo carnal, desligado de trabas represoras y culpas existenciales. Se muta carne sexual de una honda serenidad, que roza lo eterno, más allá del espacio y del tiempo, libre de ser ella misma corpórea en un abrazo trascendente con la aventura de ser, infinita en su densa sustancialidad singular. Entonces, el miedo deja de ser su motor. El bienestar interno se truca en alegría existencial. El sujeto irradia la satisfacción por ser cuerpo espiritual, que siente y piensa en cada instante vivido. Pasa por la experiencia de vivir con gusto. Se con­vierte en un canto carnal a la vida y a la liber­tad de ser.

La sexualidad de los adultos va cambiando a lo largo de las décadas, aunque de forma diferencial para cada sexo.29 La masculina se centra más en los genitales, mientras que la femenina es más descentralizada, se desparra­ma por toda su piel sexuada. La mujer muy joven suele ser más receptiva y deseosa de ser amada y de dar placer a su amante. El hombre joven suele buscar sexo coital y desear domi­nar la técnica del encuentro sexual. Muchos miden su hombría por el número y la varie­dad de sus conquistas, sin mayor vinculación emocional o compromiso. En algunos, esta inclinación persiste durante toda su vida.

Progresivamente, las mujeres van adqui­riendo más experiencia y desenvoltura carnal. Ya buscan su propia satisfacción y conocen más su cuerpo sexual. Saben mejor lo que quieren. Eligen y disfrutan más. Por otra parte, con los años, los hombres van aprecian­do más los sentimientos, la ternura y la intimi­dad que puede surgir en las relaciones sexua­les. Suelen valorar más la compañía y la pre­sencia concreta, no la corporalidad bella en apariencia o abstraída y concentrada en los genitales receptivos. Poco a poco, los dos sexos se aproximan en el encuentro. Los hom­bres valoran más el tacto, las sensaciones; y las mujeres, las vivencias centradas en su exci­tación genital. Sus identidades sexuales se liberan, en parte, de su ablación.30

Sea como sea, la sexualidad, se manifieste como se manifieste, es inherente al sujeto existente hasta que se muera. Cada década puede ser muy rica sexualmente y presentar peculiaridades varias en su expresión evoluti­va. Lo que sí parece claro es que quien no le da valor a su sexualidad y no la vive con satis-

facción, si no lo remedia, lo arrastrará durante toda su trayectoria vital. Se tengan los años que se tengan, nunca es demasiado tarde para afrontarlo y resolver asuntos pendientes. Sería una pena perderse esta dimensión humana tan hondamente nuestra y hermosa.

Cabe afirmar que cada acontecimiento relevante en la andadura adulta marcará la piel sexuada del individuo y le confirmará o le hará cuestionarse en su ser sexual, en su ser mujer u hombre, en su identidad sexual, que puede replantearse en esta etapa e, incluso, cambiar en una reflexión introspectiva dramá­tica y trascendente. Pues, nuestras elecciones, a lo que tendemos, lo que deseamos y lo que hacemos o dejamos de hacer inciden en nues­tra identidad sexual.

Al comienzo de este estadio evolutivo, la identidad sexual es egoica, un tanto inmadu­ra. No se basa en un “yo” monolítico y estáti­co.31 Sus componentes activos, biográficos, interactúan entre sí y conforman distintas expresiones del total, que se muestra de manera diferente según la situación vivencial en la que se encuentra el individuo. Estos sub-yo o subpersonalidades pueden ser conscien­tes o no, aceptados o rechazados, pero inter­vienen de forma dinámica en la personalidad del sujeto existente. A lo lago de la edad adul­ta se tiende a integrarlos en una identidad egoica madura, cuyos distintos componentes cooperan entre sí y no se encuentran en un enfrentamiento permanente. Todo lo contra­rio, la enriquecen en un equilibrio inestable.32 Ya hemos hablado del sub-yo infantil, el cual corresponde al niño que fuimos en nuestra andadura existencial. Es concreto y biográfico. Representa nuestro sí–mismo infantil. Se inte­gra en el “yo” adulto y permanece como uno de sus componentes constantes. Otros son el paterno y el materno, con sus normas y man­datos internalizados, sus maneras de ser y de relacionarse entre ellos. Asimismo, el “yo” adolescente del estadio anterior queda incor­porado en el “yo” adulto, generalmente, de forma inconsciente. Influye en los comporta­mientos con la pareja y otros sexuados, pues los modos relacionales con los pares se apren­den en la adolescencia.

En esta etapa el “yo” exterior, el que pre­sentamos al mundo, se vivencia mucho mejor, sin mayor enfrentamiento con el “yo” interno, que se muestra en estricta intimidad. No suele suplantarlo. Sin embargo, algunas veces, puede ocurrir que lo sustituya, lo cual debilita al “yo” interno, que no se manifiesta ni se expresa. De esta manera, el sujeto puede entrar en una crisis de identidad por desajuste entre sus componentes. Su debilitado “yo” puede ser sustituido por un “pseudo-yo”, que representa al verdadero, desempeñando una determinada función, que se espera del indivi­duo por ser quien es. Así, éste pasa a adoptar la identidad que supuestamente le correspon­de, por ejemplo, por su profesión, por ser padre o madre, esposa o esposo...

Si el “pseudo-yo”, en vez de ser uno de los componentes del “yo”, lo suplanta, conduce a la persona a una inseguridad dramática al per­der su identidad como tal. A menudo, para salir de la crisis y como un recurso fácil, se busca la fuente de identificación en el grupo de los semejantes, al reconocerse en ellos y ser aprobado por ellos. De esta manera, la situación se agrava todavía más y el individuo se convierte en un autómata conformista.

Cabe afirmar que adquirir una fuerte iden­tidad personal es un trabajo de autoconscien­cia y reflexión; no es algo dado o sencillo. Merece la pena implicarse en esta tarea, pues sin alcanzar la configuración de una identidad sexual sólida no se podrá llegar a ser un suje­to carnal pleno, ya que nos estructura desde nuestra hondura existencial.

Otros “sub-yo” que se suelen integrar en la etapa adulta son el “femenino” y el “masculi­no” de cada individuo singular. Por lo general, el del sexo contrario emerge del inconsciente al ser ya posible su incorporación en el cons­ciente por no ser tan amenazante para un sí–mismo carnal maduro, por no distorsionar su identidad sexual. Por el contrario, la enri­quece, la cohesiona y la fortalece. Así, los suje­tos más desarrollados suelen mostrar un equi-

librio e integración entre sus “sub-yo” femeni­no y masculino, sin que les causen ninguna ansiedad o desasosiego. Además, de esta manera se evita el odio y la intolerancia hacia el otro sexo, pues lo parecido propio no se inhibe y no se rechaza en el sí–mismo carnal y, por tanto, no se proyecta en un “enemigo” externo. Por fin, en la etapa adulta la identi­dad sexual puede dejar de ser ablativa, aun­que todavía eso no sea lo habitual.

En algún momento de esta etapa adulta el nivel madurativo de la conciencia de ser puede que evolucione al existencial o lógico. Por supuesto, este acontecimiento se asocia con un cambio en la identidad del sujeto, que ya no es la egoica, sino la correspondiente a la integración entre el cuerpo y la mente. Se basa en la vivencia unificada de ambas del sí–mismo carnal. El pensamiento no se separa de los sentimientos, ni se ignoran las sensaciones corporales. Es la resurrección del cuerpo, que sale de su silencio y se muta palabra viva, que goza al expresarse como una totalidad existen­te en cada momento vivido. Esta evolución se correlaciona con una nueva forma de percibir la realidad, de vivenciarla y de interpretarla.

En cuanto a las necesidades del sujeto sexuado durante su etapa adulta, algunas van cambiando a la vez que él y otras persisten a lo largo de toda ella. Se trata de un complejo crisol que responde a la tendencia de realiza­ción del cuerpo–palabra en cada situación existencial de ese sí–mismo carnal biográfico. Perduran las necesidades primarias de fusión y de individuación, la de reconocimiento, las básicas, como son las fisiológicas, de seguri­dad, de pertenencia y amor, la de autoestima, las de conocimiento y las estéticas.33 Emergen necesidades nuevas como pueden ser de autorrealización y la de creación. Todas ellas presentan formas de traducción peculiares para cada periodo de desarrollo e individuo concreto, cuya historia se escribe desde el sí–mismo carnal sexuado, único e irrepetible. Pasemos a hablar brevemente de éstas.

Las necesidades de fusión y de individua­ción están presentes en cada momento vivido.

Son constantes a lo largo de toda la andadura vital. Se traducen de múltiples maneras en cada tendencia, gesto o conducta. Se mani­fiestan con mayor intensidad en las relaciones sexuales, cuyos matices sirven para intentar colmarlas. Los abrazos, los besos pasionales, las caricias impregnadas del deseo del encuentro con este otro concreto, los orgas­mos compartidos tienden a satisfacer las nece­sidades fusionales. También la ternura, la compasión y los sentimientos como el amor o el afecto verdadero por un amigo. Los gestos y los actos un tanto agresivos, el alejamiento, la ausencia en el hacer, los desencuentros se relacionan con las necesidades de individua­ción. Por supuesto, cualquier tendencia obse­siva a satisfacer siempre una de ellas denota una carencia o fijación óntica. Lo habitual es que cada individuo oscile entre ambas en toda ocasión, que no se decante compulsivamente por ninguna de ellas.

La necesidad de reconocimiento ya no se codifica sólo en el deseo de visibilidad. Se vuelve más compleja con los años, entrelazán­dose con otras. Además del requerimiento de ser visto, incluye también el de ser reconoci­do por otros pares, que en esta etapa madura­tiva se compartimentalizan en diversos grupos (sociales, profesionales, culturales, intelectua­les, artísticos, los de aficiones comunes...). Éstos reflejan distintas facetas del sí–mismo carnal, que forman parte de su identidad. También comprende la necesidad de recono­cimiento de la valía del sujeto existente en sus múltiples aspectos y ocupaciones.

Asimismo, incluye la necesidad de ser reconocido de una manera muy especial e íntima por algunas personas importantes en la vida del sujeto. Este reconocimiento no se limita al estado actual del sí–mismo en situa­ción, sino que también supone algunas de sus potencialidades, que son destacadas del resto y que sirven de nexo ontológico relacional con estos otros concretos, los cuales intervie­nen en su modelación como sujeto sexuado y sexual. Este tipo de reconocimiento sirve de puente existencial por el que pasa el indivi-

duo desde el anonimato abstracto hasta con­vertirse en una presencia corpórea con rostro propio, único y peculiar en su hondura de ser, imposible de descifrar del todo. Un cuer­po–palabra real y no una abstracción ideada, que se muta carne misteriosa al ser tocada y acariciada, al ser pronunciada en el contacto de piel con piel.

Las necesidades de seguridad son inheren­tes a cualquier individuo. Se van manifestando de distintas maneras a lo largo de esta etapa. Combinan una fuente de satisfacción externa al sujeto y la propia a él. El apoyarse en un grupo y ser protegido por una colectividad, sea lo grande que sea ésta, se conjuga con los recursos personales, los cuales redundan en una seguridad interior. Progresivamente, se tiende a adquirir una seguridad que no se basa en la protección de nadie, sino en la sen­sación de valía propia, de confianza en sí mismo. Genera una actividad espontánea del sujeto carnal maduro en un marco razonable de libertad, la cual se convierte en una necesi­dad. Es una honda sensación de seguridad interna que parte de alguien real y soberano, que se reconoce como tal y no intenta pare­cerse a nadie, ni comprar el afecto de nadie, sino simplemente ser él mismo corpóreo.

Por supuesto, las necesidades de seguri­dad se codifican en el terreno sexual de forma dramática. Posibilitan o no los encuentros sexuales y las relaciones. También influyen en la capacidad de entrega en un momento dado, en los celos e, incluso, en el placer sen­tido al estar con ese otro con rostro concreto o sin él. Crean expectativas y generan viven­cias. Inciden en el deseo de repetir o de evitar determinadas experiencias por resultar desa­gradables o amenazantes para el individuo. Son muy importantes en este campo.

En cuanto a las necesidades de pertenen­cia y de amor, se manifiestan como las demás, en concordancia con el nivel madurativo de esta etapa existencial. Las de pertenencia se desdoblan en dos direcciones, la pública y la privada. Se traducen en la tendencia de inte­grarse en un colectivo dado o en varios y ser aceptado en ellos como su miembro. En el ámbito privado se expresa en la búsqueda y la formación de una pareja, con la que se crea un mundo de dos, y se construye o no una familia. Además, un adulto conserva los lazos de lealtad y afecto con su familia de origen, con su madre y su padre, que se convierten bajo su mirada en humanos como él, no tan temidos, ni idealizados como antes. Todas estas relaciones constituyen un complicado entramado y contribuyen a configurar al suje­to sexuado y sexual.

Las necesidades del amor se codifican entrelazadas con las de pertenencia en el ámbito privado y en el público. Implican un marco de mayor o menor intimidad, que se relaciona con su satisfacción. Pueden traducir­se en numerosos vínculos, que fundamentan la existencia del individuo y le aportan fuerza y sentido. Se cristalizan de manera intensa en el amor sexual, pero también se colman en parte por el filial, paterno y materno, de hermanos, de otros familiares, de amigos y de figuras sig­nificativas. Por supuesto, como en otras eta­pas, comprenden la necesidad de amar y de ser amado, aunque dependiendo del sujeto puede predominar una u otra. No sólo se ama a los otros, sino que asimismo, el amor puede dirigirse a los ideales, la patria, la naturaleza, la libertad, la vida y a uno mismo... El amor a uno mismo emerge en algún momento de la anda­dura vital como una necesidad ontológica consciente; se relaciona con el autoestima, el cuidado y el cultivo de sí, y encamina hacia la autorrealización como sí–mismo carnal.

La necesidad de autoestima tiene mucho peso en la edad adulta. De su satisfacción depende, en gran medida, llegar a ser un suje­to sexuado y sexual pleno. Si uno no se valo­ra, no confía en sí mismo y no se respeta tiene muy poco que dar. No puede hacerlo, pues está en crisis permanente consigo mismo, lo cual se proyecta en el mundo que le rodea, que, a su vez, se vuelve caótico e imposible. El miedo se instaura en su piel desplazando a la alegría de vivir; le transforma en un autómata desvitalizado.

Creemos que es importante comprome­terse con uno mismo en el vivir; ocuparse de uno mismo para, entre otras cosas, poder ocuparse mejor de los demás, de igual a igual cuando sea posible hacerlo y sin dependen­cias enfermizas o falaces posesiones cosifica­doras; por ende, desde la riqueza y no desde la precariedad carencial. Nunca es tarde para convertir la vida propia en lugar de un conflic­to bélico sostenido, en un fluir vital que enca­mina hacia llegar a ser uno mismo carnal, tenga la edad que tenga éste. Así, la corporiza­da conciencia soberana goza en la experiencia de existir. Decide desde sí misma y se vincula con su independencia como sujeto.

Para satisfacer las necesidades de autorrea­lización y de creación lo adecuado es desarro­llar algunas de las potencialidades propias y expresarlas en lo creado, que, a su vez, nos crea. La vida en sí es una obra de creación sos­tenida. Las elecciones que hacemos, las perso­nas que destacamos del resto y con las que mantenemos contacto inciden en ella de manera significativa. Nuestra vida íntima sobresale por relevante y de ella, la de en pareja. Se trata de una creación de a dos que, al mismo tiempo, posibilita o no su autorreali­zación común y la de cada uno de ellos. Es una labor mantenida, que puede desembocar en progresión o en regresión. También los hijos —quizá, nuestra creación suprema­ reúnen estas posibilidades. Les creas y te crean. Les educas y te educan en la interrela­ción. Es un trabajo sacrificado, pero al mismo tiempo, puede ser muy gratificante. La ten­dencia creativa del ser humano se cristaliza en cada momento y en toda ocasión, hagamos lo que hagamos, tanto en la construcción como en la destrucción.

No quisiéramos dejar de recordar que la sexualidad, aparte de posibilitar la reproduc­ción, es inherente al hecho de vivir y es el campo básico de la creación personal del que parten otros muchos. Que no es posible llegar a ser sin darle valor al hecho sexual humano en general y al propio en particular. Que los sujetos reales somos sexuados y sexuales, lo cual redunda en una variedad y diversidad increíbles, en la riqueza existencial. Así, el cul­tivo del sí–mismo carnal se convierte en una llave de acceso a la autorrealización personal.

Las fuentes de gratificación en la etapa adulta son múltiples y heterogéneas, interrela­cionadas y complejas, sincrónicas y atempora­les. Combinan los distintos sentidos —tam­bién el estético—, la cognición, la fantasía, los sentimientos, los afectos y el amor. Asimismo, la satisfacción de las necesidades anterior­mente mencionadas genera placer, que va configurando al individuo corpóreo. La de las de autorrealización produce una gratificación profunda que repercute en mayor riqueza interior y serenidad. Todo se entrelaza y se conjuga para alcanzar el objetivo óntico de lle­gar a ser un sujeto carnal pleno que goza en su aventura existencial. Sin embargo, si exis­ten fijaciones en las etapas anteriores, suelen asociarse con la dependencia obsesiva de las fuentes generadoras de placer características de los estadios evolutivos de los que se trate, que persisten y desplazan a las propias de este periodo vivencial.

En la edad adulta, una fuente de placer muy importante es la relativa a la actividad sexual de los sujetos sexuados con otros. Por supuesto, es por estar vinculada ésta con su objetivo óntico. Además, en las relaciones sexuales se pueden colmar muchas de las necesidades de esta etapa de desarrollo de las que ya hemos hablado. Si esta fuente de grati­ficación es deficitaria, es difícil compensarla con otras, pues es hondamente ontológica.

En cualquier caso, todo aquello que el individuo hace como expresión de sí mismo produce placer configurativo.34 Los actos fin­gidos no suelen dar este resultado y la gratifi­cación que generan es superficial y de corta duración; resbala por la corporalidad del suje­to sin apenas impregnar su piel sexuada. Por eso, es frecuente que se busque la intensidad y la extravagancia en el hacer, para compensar la ausencia de la autenticidad entre dos.35

Los significados que se manejan en esta etapa son ya adultos y mucho más complejos

que en las anteriores. Siguen persistiendo con fuerza los internalizados en la niñez y en la adolescencia, pero surgen otros, propios de la cultura y sociedad en la que se vive, y los indi­viduales auténticos, los cuales nacen tras un trabajo de reflexión introspectiva y clarifica­ción desde uno mismo existente. Al fin y al cabo, las cosas son lo que son para uno y, por tanto, los significados influyen de manera con­tundente en las vivencias, en la sexualidad. Asimismo, los contextos situacionales en los que tienen lugar les aportan sentido, y éste impregna los significados y los actualiza para cada momento vivencial del sujeto existente en continua evolución.

Al comienzo de la edad adulta, los signifi­cados colectivos en vigor en la sociedad en la que se convive con otros son los que suelen manejar los individuos. Incluso, las transgre­siones a las normas se determinan por estas mismas, por las coordenadas de lo “nor­mal”/”anormal”, “bueno”/”malo”, “bien vis­to”/”mal visto”, “justo”/”injusto”... Todo acon­tece desde una aplastante lógica coercitiva, implícita e imperceptible para los sujetos, pues las expectativas crean realidades en las que quedan atrapados los individuos sin ape­nas darse cuenta de ello.

Por supuesto, estos significados colectivos, al configurarse en las sociedades patriarcales, quedan connotados diferencialmente para cada sexo por el prejuicio de la “superioridad” masculina. Los hombres son conducidos de forma “natural” a demostrar su dominio y poder sobre las mujeres, a infravalorarlas e, incluso, a menospreciarlas, en mayor o menor grado, por no ser como ellos. Para muchos, las mujeres están en el mundo para hacerles cómoda la existencia o completar su cuadro de realización personal, servirles de múltiples maneras, también sexualmente, y estar, ade­más, contentas y satisfechas al hacerlo, pues su razón de ser es ser para ellos. Por asombroso que pueda parecer, este significado existencial lo comparten con ellos muchas mujeres. No obstante, esta realidad sexual se va transfor­mando hacia la equivalencia de los sexos con­ forme las sociedades se vuelven menos patriarcales, más paritarias en la distribución del poder y del valorado protagonismo.

Algunos hombres empantanan sus viven­cias sexuales de significados cuyo sentido es el de confirmar su “hombría”. Así, van de con­quista en conquista para engrosar su cuenta de “victorias” sexuales, con la cual se “de­muestra” su virilidad y su desenvoltura “exito­sa” en el hacer. Sin embargo, suele suceder que a mayor número de experiencias le corresponde una menor implicación emocio­nal, una abstracción del rostro concreto, una reducción de la hondura de ser que se con­vierte en una superficie excitatoria plana. Se disocian las emociones de la actividad mental y de la ejecución corporal estereotipada. Los dos sujetos carnales con nombre propio desa­parecen en la escenificación del hacer.

La especialización sexual se va reafirmando por el mundo simbólico, el lenguaje, el imagi­nario colectivo que se internaliza y la opinión de los expertos que sientan cátedra. Los suje­tos adquieren conceptos, los cuales utilizan para interpretar las cosas que les suceden y las viven de una manera determinada, que podría ser otra. Así, la sexualidad masculina es domi­nada por una concentración genital, es coito-centrista. Sus significados se relacionan con la confirmación de la virilidad, que se manifiesta por una erección potente y una eyaculación adecuada.36 Pero reducir la sexualidad de ambos sexos al patrón masculino vigente es empobrecerla, además de ser una distorsión artificial y falaz. También lo es el asociar la erección con potencia sexual, muestra de pasión y de disfrute.37 Existen muchos fantas­mas e informaciones imprecisas, que se erigen en normas o indicadores a seguir, los cuales nos conducen a abstraernos en la adecuación a los preceptos normativos en vez de partir de nosotros mismos reales y existenciales que sentimos y pensamos en cada instante vivido.

Poco a poco, con la madurez se llega a darles más valor a los significados personales, formados en la experiencia de vivir, de la exis­tencia carnal propia. Los sujetos reconocen lo

que les gusta y lo que no, lo que les hace bien y lo que no... De esta manera, los significados pueden cambiar tras ser reevaluados y volver­se más reales desde uno mismo corpóreo. Los individuos siguen abiertos a otras fuentes de información, pero le dan más importancia a su experiencia singular, a su vivencia de las cosas, la cual sitúa lo que significan éstas.

No obstante, si la sexualidad del sujeto en el pasado le resultaba desagradable o tenía el significado de un “deber” u “obligación”, o de “cosas propias de la juventud”, o la justifica­ción por un propósito reproductivo.., es muy probable que en la edad madura se viva como algo ya pasado e inapropiado, lo cual conduce a una vejez “asexuada”.

En cuanto a los miedos en la edad adulta, también son complejos y múltiples. Persisten los infantiles y los adolescentes, aunque su manifestación es peculiar, concordante con el estadio evolutivo. Así, el miedo a no ser queri­do o al abandono se centra en la persona amada, pues en este periodo es la figura signi­ficativa por antonomasia. El temor de no ser reconocido o válido en la vida se refleja tanto en el ámbito privado como en el público y se entrelaza con el éxito profesional y familiar. En el temor de no ser válido se destaca el de no serlo en el terreno sexual, que se asocia con el de no satisfacer a la pareja.

En esta etapa existencial, emerge con fuer­za entre los demás el miedo a la muerte, tanto real como simbólica o identitaria, ya que la identidad personal es muy importante al cohesionar y darle consistencia biográfica al sujeto. Este temor se manifiesta en otros, como son el miedo a la enfermedad mental o física invalidante y en las personas mayores, a la demencia y a no poder valerse por sí mis­mas. No deja de ser una especie de muerte simbólica, que se anticipa a la real. Este miedo a la muerte perdura y se procesa durante toda la edad adulta de múltiples maneras, desde la abstracción y huida del cuerpo sexuado que somos, hasta la búsqueda de la inmortalidad en la creación de sí mismo, de los hijos, de las obras, en ayudar y ser útil a otros...

El miedo sigue hilvanándose en nuestra perecedera carnalidad. Los individuos de baja autoestima suelen estar gobernados por él. Se enfrentan con la existencia propia desde el miedo; sobre todo temen en su vivir, hagan lo que hagan y estén con quien estén. Tienen miedo a no ser válidos y tam­bién a desarrollar sus propias potencialida­des, ya que eso implica un compromiso con la vida que, en el fondo, les angustia. No quieren sobresalir, porque eso supondría mayor soledad. No quieren ser corpóreos diferentes, prefieren abstraerse y confundir­se en lo genérico insustancial.

Sin embargo, la madurez puede llegar a ser una época vivencial en la que uno se cono­ce y se acepta. También en la que se reconoce sus miedos y las maniobras que emplea para procesarlos, de forma que no le impidan el desarrollo personal para ser el cuerpo–palabra sexuado y sexual que piensa y siente desde sí mismo en cada instante de su existencia.

En cuanto a los deseos, de la misma mane­ra que lo demás, son internalizados desde el exterior en la inmadurez y progresivamente van adquiriendo la consistencia personal pro­pia. Se desea de forma consciente o no satisfa­cer las necesidades de esta etapa evolutiva para poder conseguir su objetivo óntico. Esto se concretiza en un crisol de deseos que res­ponden a múltiples necesidades existenciales, colectivas y biográficas de cada cual.

Poco a poco, la libertad individual, de ser un anhelo imposible se vuelve más real, sobre todo a expensas de su componente interno, propio al sí–mismo carnal con autogobierno soberano. En cualquier caso, el sujeto existente oscila constantemente entre el deseo de progresar y el de detenerse en la aparente estabilidad o, incluso, de regresar a las vivencias de antaño que le son conocidas y seguras, y que le han aportado antes mucha gratificación.38 No obs­tante, la tendencia de la totalidad orgánica vivencial a su realización no puede congelarse salvo que se frustre la vida que hay en su fluir.

El sujeto existente se vuelve carnal en el deseo, más aún en el deseo sexual en el cual

anhela otra presencia corpórea sexuada, que le objetiva y le muta cuerpo acariciable, verbo narrativo en el conversar vivencial.39 En algún momento de esta etapa, el deseo sexual se concretiza con toda su intensidad en un suje­to carnal con rostro peculiar y único, que es difícilmente sustituible por otro y a quien no se quiere abstraer en lo genérico. Con él o con ella se intenta construir un mundo de dos a medida de ambos.

El deseo sexual puede responder a diver­sas necesidades. Entre ellas, expresa el objeti­vo óntico de esta etapa existencial. Pero, asi­mismo puede corresponder al intento de satisfacer las necesidades de amor, de visibili­dad y de otras muchas. También puede ser una defensa fundamentada en el placer contra una regresión que desestructure al individuo y le impida completar su desarrollo.

En cuanto a la orientación del deseo, a veces, ésta varía a lo largo de la edad adulta. Se puede desear siempre a alguien de otro sexo o del mismo, o como se empieza a ver última­mente con mayor frecuencia, a la persona, tenga el sexo que tenga ésta. Quizá, se trate de tiempos más inciertos, con los sujetos existen­tes carnales menos predeterminados o defini­dos, que buscan su camino personal sin incli­narse por nada a priori, muy en relación con las circunstancias y oportunidades que se les presentan. No obstante, no es algo habitual. Se da más en algunos colectivos y grupos sociales.

En cuanto a la erótica adulta exteriorizada, como todo lo demás de esta etapa, es muy variada y compleja. Sea como sea, expresamos constantemente lo que somos en lo que senti­mos, pensamos y deseamos momento a momento, lo cual se manifiesta en gestos y también en la conducta. Los gestos, con el transcurso del tiempo, dejan de ser un tanto genéricos o estereotipados y se personalizan cada vez más. La erótica de cada cual adquiere mayor peculiaridad individual en concordan­cia con la madurez y la independencia del sujeto existente sexuado.

Parece claro que existe una erótica o expresión sexual común perteneciente a cada uno de los sexos. Pero, además, cada indivi­duo muestra una versión particular e irrepeti­ble de ella. Por supuesto, ésta va cambiando al mismo tiempo que el sujeto y, también, en relación con quien se interactúa o a quien va dirigida. Así, la erótica aunque se dé en cada cual, le trasciende al tener un matiz interrela­cional contextual a ese otro concreto corpó­reo de enfrente y al momento histórico, tanto propio como colectivo, en el que se encuen­tra este cuerpo–palabra biográfico y actualiza­do. Este verso vivencial escribe su narración personal en el ser leído y pronunciado; expre­sa su verdad sin apenas proponérselo. Detrás de cada gesto está la totalidad orgánica en situación, que se muestra o intenta esconder­se. Los silencios elocuentes están repletos de palabras no dichas, pero con posibilidad de ser percibidas y oídas.

Esta totalidad orgánica que somos, se expresa en su hacer, en su conducta, la cual se va elaborando desde la niñez; evoluciona al unísono con el sujeto existente. Queda enmarcada por su realidad, por su visión del mundo y es un constante reflejo del sí–mismo carnal. Lo que hacemos o dejamos de hacer es importante, pues las experiencias van con­figurando la biografía de cada cual. También lo es la autenticidad de la acción, es decir, si se trata de actos, que parten del sí–mismo corpóreo, o “pseudoactos”, que se originan desde su difuminación en lo genérico, su abs­tracción mental o adecuación estereotipada.

En cada acto subyace una significación que lo trasciende, ya que la experiencia se incrusta en nuestra piel sexuada y nos va construyen­do como sujetos sexuales. En la inmadurez, observamos e imitamos sin apenas cuestionar­nos lo establecido. Si acaso, se formula una versión personal, que añade algunos matices a lo considerado como “normal” por la colecti­vidad en la que vivimos. Se suele hacer lo que haga la gran mayoría de los demás.

Así, en la juventud, los papeles sexuales asignados a cada sexo, con su correspondien­te código de conductas, quedan internaliza­dos de forma “natural”. Propician una enaje-

nante especialización sexual para ambos sexos, pues dirigen a los sujetos a hacer lo que “deben” para confirmar su identidad sexual y sentido de ser hombre o mujer, a menudo, en contra de lo que verdaderamente quieren. En todo caso, colaboran en que los individuos tiendan a adecuarse a las normas y a enajenarse de forma “natural”, simplemente por ignorarse a sí mismos como cuerpos–pa­labra con voz y opinión propias.

El criterio de “lo adecuado” para cada sexo interviene incluso en la elección de la profe­sión, o de quedarse o no en casa para cuidar a los hijos y mantener el orden del hogar. Pocos hombres se dedican a ello. Cuando las mujeres se consagran a ser amas de casa, lo deseen o no, se vuelven dependientes de su pareja, tanto económica como socialmente. Su realiza­ción está supeditada a la realización de sus seres queridos, pareja e hijos. Sus redes de apoyo afectivo y social se reducen. Su actividad tiende a ser repetitiva y más solitaria. Todo esto incide en la capacidad de decisión y auto­estima, aunque existen muchas mujeres que se sienten satisfechas y realizadas con su papel de cuidadoras del ámbito familiar. Pero, quizá, lo enriquecedor sería no atribuir lo privado o lo público a ningún sexo en particular, sino fomentar la autorrealización del individuo, sea del sexo que sea, en ambos y por igual.

Al comienzo de la edad adulta se arrastra la inexperiencia entusiasta en el hacer, lo cual es muy notorio en el encuentro sexual, aun­que también se puede tener una aparente desenvoltura instrumental. Se suele informar­se bien o no y seguir los patrones de actua­ción con afán de hacerlo con éxito. Se observa y se imita lo visto o imaginado. La televisión y el cine presentan un importante papel en la creación de expectativas irreales, que distor­sionan las vivencias de cada cual. Se valora, se compara y se juzga el rendimiento propio confrontándolo con fantasmas. Se consultan las estadísticas, a menudo de dudosa validez, y los libros divulgativos. La inexperiencia se compensa con la ilusión y la cantidad. Se van aprendiendo y reafirmando conductas.

Sin embargo, con los años, los sujetos suelen, en vez de adecuarse a lo establecido, adecuar las normas a ellos o, incluso, configu­rar sus propios preceptos, que parten del sí–mismo carnal más maduro. Su conducta se vuelve más personal, más libre y espontánea. También en el terreno del encuentro sexual. No huyen tanto de las emociones y del cuer­po como totalidad sensual acariciable, pues no reprimen partes esenciales del sí–mismo carnal. La espontaneidad en el hacer se entre­laza con la creatividad, produciendo un hondo placer estructurante. Ya no se persi­gue probar nada a nadie, ni siquiera al ego inmaduro y vigilante, sino simplemente ser uno mismo carnal que disfruta en su existen­cia vivencial.

Notas al texto

 

1 Este escrito corresponde a uno de los capítulos del libro El sujeto existente, recientemente terminado por la autora y, todavía, no publicado.

2 «La naturaleza o la esencia del hombre no es una sustancia específica, como el bien o el mal, sino una contradicción que tiene raíces en las condiciones mismas de la existencia humana. Ese conflicto requie­re por sí mismo una solución, y fundamentalmente sólo hay la solución regresiva y la progresiva.» Fromm, Erich: El corazón del hombre, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993, p. 140.

3 Según el Diccionario Espasa de Medicina de 1999, «los órganos genitales femeninos están constituidos por los ovarios, trompas de Falopio, útero, vagina y vulva. Los órganos genitales masculinos están for­mados por los testículos, epidídimos, conductos deferentes y eyaculadores, así como las vesículas semi­nales, la próstata y la uretra. Los genitales masculinos externos están formados por el escroto que con­tiene el testículo y el pene.» Es relevante, y creemos que significativo, que no se mencione que los geni­tales externos femeninos se componen de labios mayores, menores y de clítoris y, que, por supuesto, aunque no se especifique en este diccionario, también existen.

4 «En los mamíferos, las hembras se desarrollan de forma espontánea. Esta ausencia de inductores denota la aplicación del principio de economía que preside los procesos biológicos.» Fernández, Juan et al: Varones y mujeres, Ed. Pirámide, Madrid, 1996, p. 87.

5 «Según la jerga psicoanalítica, las tempranas relaciones de la libido masculina y de la libido femenina con la madre preedípica son equivalentes y, por hablar también de los aspectos negativos, la Gran Madre es también la fuente del miedo, del terror y del impacto de la muerte para ambos sexos (puesto que dondequiera que exista otro existe el miedo y el primer otro, evidentemente, es la Gran Madre).» Wilber, Ken: Después del Edén, Ed. Kairós, Barcelona, 1995, p. 316.

6 «Corporal e íntima, la relación que se establece con las madres es única, incomparable, inalterable, y se convierte para ambos sexos en el objeto del primer y más poderoso de los amores, prototipo de todas las relaciones amorosas ulteriores.» Palabras de Freud, citadas en Badinter, Elizabeth: XY. La identidad masculina, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 66.

7 «“No” es la primera forma de trascendencia específicamente mental. Las imágenes comienzan con la trascendencia mental, pero están ligadas a sus referentes sensoriales. Con el “no” puedo negarme por primera vez a actuar a partir de mis impulsos corporales o de tus deseos. Por primera vez en su desarro­llo, el niño comienza a trascender su encaje meramente biológico o biocéntrico o ecocéntrico, empieza a ejercer control sobre sus deseos físicos, sus descargas físicas y sus instintos, mientras que simultánea­mente se “separa–individualiza” de la voluntad de los demás.» Wilber, Ken: Sexo, ecología, espirituali­dad, Volumen I, libro 1, Ed. Gaia, Madrid, 1998, p. 252.

8 «Las figuras de apego provocan sentimientos de seguridad y protección y, además, con ellas se aprende a comunicarse de forma íntima (tocar, ser tocado, abrazar, besar, etc...). Se aprende además a tener seguri­dad en el otro u otra (que le quieren) y en uno mismo o una misma (que es querido o querida). En defini­tiva, se aprende a reconocer y expresar emociones.» de la Cruz, Carlos: Guía para trabajar en el tiempo libre la diversidad de orientación sexual, Consejo de la Juventud de España, Madrid, 2001, p. 15.

9 «En la niñez hay pocos significados. La actitud que las personas adultas mantengan frente a estas con­ductas será una de las causas que originen significados. Así, los gestos, las consignas, los límites que se establezcan y la coherencia de éstos con otros comportamientos harán que “algunas cosas que tienen que ver con lo sexual” caminen y crezcan hacia lo íntimo o lo hagan hacia lo prohibido.» de la Cruz, Carlos: l. c., p. 18.

10 «A decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura durante toda la vida, aunque no ciertamente del mismo modo que en la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio cerebral, un fortalecimiento de las conexiones sinápticas.» Goleman, Daniel: Inteligencia emocional, Ed. Kairós, Barcelona, 1997, p. 353.

11 «No es de extrañar, pues, que exista una fuerte evidencia de que el progenitor de sexo opuesto desem­peña un papel fundamental en el proceso de desarrollo emocional y sexual. Éste es el motivo por el cual, en ese crucial estadio evolutivo (de 4 a 7 años), las frustraciones y los rechazos por parte del pro­genitor de sexo opuesto pueden llegar a dificultar —y a veces incluso obstaculizar para el resto de la vida— las relaciones emocionales y sexuales.» Wilber, Ken: Después del Edén, Ed. Kairós, Barcelona, 1995, p. 320.

12 «La interiorización de las relaciones objetales es uno de los indicadores de la justicia que rige en el pro­pio universo humano.» Boszormenyi–Nagy, Ivan, Spark, Geraldine M.: Lealtades invisibles, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1983, p. 41.

13 «La sexualidad infantil está poco diferenciada y poco organizada con relación a la adulta. El niño no per­cibe una neta diferencia entre lo sexual o no–sexual. No hay unas sensaciones estrictamente sexuales como en el adulto o adulta. Las regiones corporales de mayor sensibilidad no son los genitales, por tanto las relaciones coitales no son buscadas, si no es por juegos de mera imitación del mundo adulto.» de la Cruz, Carlos: “Guía para trabajar en el tiempo libre la diversidad de orientación sexual”, Consejo de la Juventud de España, Madrid, 2001, p. 14.

14 «Los rasgos característicos de la sexualidad infantil, en resumen, incluyen la curiosidad, la excitabilidad, la masturbación, los juegos de “médicos”, las exploraciones, los encuentros secretos y los experimentos privados.» Crenshaw, Theresa L.: La alquimia del amor y del deseo, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1997, p. 56.

15 «El dolor de la invisibilidad en la vida doméstica durante la infancia es claramente un factor central de los problemas de desarrollo y de las inseguridades en las relaciones adultas.» Branden, Nathaniel: Los seis pilares de la autoestima, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p. 201.

16 Según E. Fromm, «el tabú del incesto es la condición necesaria de todo desenvolvimiento humano, no por su aspecto sexual, sino por su aspecto afectivo. El hombre para nacer, para progresar, tiene que romper el cordón umbilical, tiene que vencer el profundo anhelo de seguir unido a la madre. El deseo incestuoso recibe su fuerza no de la atracción sexual de la madre, sino del anhelo profundo de seguir en el seno materno, o de volver a él, o a los pechos nutricios.» Fromm, Erich: Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1992, p. 41.

17 «Las hormonas sexuales afectan al crecimiento de dentritas y axones, cuyo crecimiento coordinado es necesario, pero no suficiente, para la formación de los contactos sinápticos. La formación de sinapsis es un proceso complejo que requiere también el reconocimiento específico entre las neuronas, la síntesis y transporte de los componentes moleculares y el ensamblaje de las estructuras subcelulares implicadas en la liberación y recepción del neurotransmisor y, finalmente, la estabilización del contacto estableci­do.» Botella Llusiá, J. y Fernández de Molina, A. (editores): La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales, Díaz de Santos, Madrid, 1998.

18 l. c.

19 «El yo niño es el componente de la psique que contiene la “personalidad” del niño que una vez fue, con la serie de valores de aquel niño, sus emociones, necesidades y respuestas; no es un arquetipo genérico infantil o universal, sino un niño concreto e histórico, único en la historia personal y el desarrollo de un individuo (es algo muy diferente al “estado de yo infantil” del análisis transaccional; éste utiliza un modelo genérico).» Branden, Nathaniel: Los seis pilares de la autoestima, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p. 293.

20 «Así pues, las relaciones originalmente externas que el joven ego sostiene con las personas significativas de su entorno terminan convirtiéndose en estructuras internalizadas en el mismo ego, es decir, en el superego, en el ego ideal y en la conciencia. Y una vez que esas relaciones, mandatos y tabúes son inter­nalizados y forman parte integral del entramado mismo del ego, poco importa ya que la persona signifi­cativa esté observando o no, esté presente o ausente, esté viva o muerta, porque el ego la lleva a todas partes.» Wilber, Ken: Después del Edén, Ed. Kairós, Barcelona, 1995, p. 378.

21 «Los amigos/as se encuentran entre las personas más significativas en la adolescencia; aparecen como algo imprescindible, y son las personas con las que más tiempo pasan y con las que se comparten activi­dades más placenteras.» Fernández, Juan et al: Varones y mujeres, Ed. Pirámide, Madrid, 1996, p. 197.

22 «La autoestima es una experiencia íntima; reside en el centro de nuestro ser. Es lo que yo creo y siento acerca de mí mismo, no lo que alguien piensa y sienta sobre mí.» Branden, Nathaniel: Los seis pilares de la autoestima, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p. 72.

23 «La satisfacción de la necesidad de autoestima conduce a sentimientos de autoconfianza; valía, fuerza, capacidad y suficiencia, de ser útil y necesario en el mundo. Pero la frustración de estas necesidades produce sentimientos de inferioridad, de debilidad y de desamparo.» Maslow, Abraham: Motivación y personalidad, Ed. Díaz de Santos, Madrid, 1991.

24 «Todo el que esté algo familiarizado con la psicología conoce el peligro de rechazar al asesino interior. Pero son muy pocos los que comprenden la tragedia que supone rechazar al héroe que llevamos den­tro.» Branden, Nathaniel: Los seis pilares de la autoestima, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p. 289.

25 «Los chicos y las chicas tienen también diferentes motivaciones para adquirir experiencia sexual. Para los varones adolescentes, el sexo es, en primer lugar y por encima de todo, un distintivo de hombría: lograr

experiencia sexual forma parte del proceso de alcanzar la madurez, adquirir cierta condición y conside­rarse adultos. Las chicas también consideran el sexo como un distintivo de su madurez personal y social (y por tanto deseable, como forma de dejar la infancia tras de sí), pero ellas tienen más tendencia que los chicos a considerar el coito como medio de obtener o consolidar el amor y el compromiso.» Masters, William H., Johnson, Virginia E., Kolodny, Robert C.: Eros, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1996, p. 474.

26 Crépault, Claude y Trempe, Jean Pierre (editores): “Nuevas líneas en Sexología clínica”, Revista Española de Sexología 57–58, Madrid, (1993).

27 Masters, William H., Johnson, Virginia E., Kolodny, Robert C.: Eros, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1996, p.474.

28 Wilber, Ken: Sexo, ecología, espiritualidad, Volumen I, libro 1, Ed. Gaia, Madrid, 1998, p. 261.

29 «La mayoría de los hombres alcanzan su pico fisiológico en la adolescencia y el psicológico después de cumplir los cincuenta. Las mujeres experimentan su pico sexual entre los treinta y los cincuenta, pero su pico psicológico viene entre los cincuenta y los sesenta.» Crenshaw, Theresa L.: La alquimia del amor y del deseo, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1997, p. 49.

30 «Con la edad, la mujer suele manifestar características tradicionalmente más “masculinas”, como la capa­cidad de decisión, la seguridad de sí misma, la sexualidad física y la independencia. Los hombres desa­rrollan su dimensión “femenina” de caricias, ternura, intuición, paciencia y comprensión.» Crenshaw, Theresa L.: l. c., p. 52.

31 «Una concepción monolítica del yo, en la que cada persona tiene una y sólo una personalidad, con un único conjunto de valores, percepciones y respuestas, es una simplificación excesiva de la realidad humana.» Branden, Nathaniel: Los seis pilares de la autoestima, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p. 292.

32 «Los diferentes sub–sí–mismos o subpersonalidades (el potencial para diferentes estados mentales, dife­rentes marcos de referencia que coexisten dentro de nosotros) generan tensiones y problemas emocio­nales si se ignoran y rechazan; en cambio, si se reconocen e integran, enriquecen y estimulan lo que nosotros denominamos nuestro “sí–mismo”.» Branden, Nathaniel: El respeto hacia uno mismo, Ed. Paidós, Barcelona, 1993, p. 213.

33 Maslow, Abraham: Motivación y personalidad, Ed. Díaz de Santos, Madrid, 1991.

34 «La capacidad de obtener satisfacción a través de los propios esfuerzos es una característica de una per­sonalidad madura que funciona sobre la base del principio de la realidad. Esta capacidad falta en los individuos cuya meta es crear una impresión en otros o complacerlos. Esta meta indica que la personali­dad está “dirigida hacia afuera”, en vez de estar “dirigida hacia adentro». Lowen, Alexander: Amor y orgasmo, Ed. Kairós, Barcelona, 2000, p. 187.

35 «Detrás de una fachada de satisfacción y optimismo, el hombre moderno es profundamente infeliz. El hombre moderno está hambriento de vida. Pero puesto que siendo un autómata no puede experimen­tar la vida como actividad espontánea, acepta como sucedáneo cualquier cosa que pueda causar excita­ción o estremecimiento.» Fromm, Erich: El miedo a la libertad, Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 244.

36 Tiefer, Leonore: El sexo no es un acto natural y otros ensayos, Talasa Ediciones, Madrid, 1996, p. 232.

37 «Considerar la presencia de una erección como un absoluto indicador de pasión sexual y placer poten­cial constituye un gran error. Sin lugar a dudas, es muy posible tener una maravillosa relación sexual sin que el pene penetre la vagina. El sexo íntimo, tierno y apasionado puede darse sin erecciones rígidas o sin ninguna erección en absoluto. Tanto hombres como mujeres pueden obtener satisfacción sexual con una variedad de actividades creativas que abarcan miles de formas de sexo oral, táctil y/o abrazos de fricción. Pensar que existe sólo una manera “correcta” de tener relaciones sexuales es perder la oportu­nidad de multiplicar por mil la diversión.» Masters, William H., Johnson, Virginia E., Kolodny, Robert C.: Eros, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1996, p. 500.

38 «El profundo anhelo de seguir siendo un niño suele ser reprimido, o sea es inconsciente, porque es incompatible con los ideales de la madurez que se le inculcan en la sociedad patriarcal.» Fromm, Erich: Lo inconsciente social, Paidós, Barcelona, 1992, p. 54.

39 «Nunca somos demasiado mayores para necesitar que se nos vea, se nos escuche y se nos atienda. Si no se nos hace caso, somos seres anónimos, sin nombre.» Keen, Sam: Amar y ser amado, Ed. Urano, Barcelona, 1998, p. 53.

Referencias

 

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Sinergismo entre emoción, fantasma1 (fantasía)
e inconsciente sexual

Manuel Manzano *
* M.D., M.A.

Instituto de sexología médica y psicológica. E-mail:manuelmanzano15@hotmail.com

 

Las emociones conllevan a veces un lenguaje extraño que es preciso descifrar, ya que juegan un papel en la transmisión de mensajes cargados de significados y en el desper­tar de imágenes y mentalizaciones reprimidas. Tanto el cuerpo como el registro onírico dejan mas fácilmente emerger los contenidos latentes y particularmente las resistencias inconscientes. Este lenguaje corporal, aparte de sus manifestaciones visibles, compren­de también la intersubjetividad corporal o el sentimiento que se tiene de las sensacio­nes. A menudo, el trabajo sobre el imaginario no es productivo cuando solo utilizamos un discurso cognitivo; accediendo a la emoción se pueden vencer mas fácilmente las resistencias y acceder con mayor claridad a los movimientos del inconsciente. En la cura sexoanalítica es necesario manifestar las experiencias emocionales para suscitar tomas de conciencia que favorezcan el cambio. El afloramiento de estas emociones y su descodificación pueden manifestarse por mentalizaciones en forma de imágenes mentales, pensamientos o impresiones intersubjectivas sin imágenes (fantasmas), fruto del desencriptado de huellas mnésicas psicosomáticas originadas a partir del momento de la concepción del ser humano. Un posterior trabajo del imaginario sexual o no sexual evocado y su retroalimentación emocional contribuirá a la experiencia correcto­ra terapéutica.

Palabras clave: Emoción, imaginario sexual, erótico, psicosomático, sexoanálisis.

SINERGISM AMONG EMOTION, FANTASY AND SEXUAL UNCONSCIOUS

The emotions sometimes imply a strange language that is necessary to decipher, they play a a special role in the transmission of messages with lots of meanings and in the awakening of repressed images and mental awareness. Both the body and the oniric registration let the latent contents, and particularly the unconscious resistances, to emerge more easily. This body language, apart from its visible manifestations, also includes the corporal intrasubjetivity or the feeling that one has of the sensations. Often the work on the imagery is not productive, when only the imagery takes part; so ganing access to the emotion, the resistances can be beaten more easily and the movements of the unconscious can be reached more clearly. In the sexoanalysis tre­atment it is necessary to show the emotional experiences to provoke the awareness that make the change easier. The appearence of these emotions and its interpretation can be shown by means of mental awareness in a mind image way, thoughts or intrasubjective impressions without images (fantasy), as a result of the decoding of psychosomatic mnesic prints, originated from the moment of the human being con­ception. A later work of the evoked sexual or not sexual imagery and its emotional feedback will contribute to the therapeutic corrective experience.

Keywords: Emotion, sexual imagery, erotic, psychosomatic, sexoanalysis.

Lo que nos ha hecho pensar en la relación que hay entre las emociones, los fantasmas y los sueños como un mecanismo que nos per­mita tener acceso al inconsciente sexual ha sido, por un lado, el caso de Juan, que consul­ta por una anhedonia progresiva. Con este paciente, durante muchas visitas, el avance terapéutico fue minúsculo, debido a la gran dificultad que Juan tenía para hacer introspec­ciones a través de su discurso. El se expresa a través de un discurso narrativo, ausente de empatía y de sentimientos hacia sus vivencias. En resumen, Juan tenía una gran dificultad para expresar y verbalizar sus emociones, es decir, padecía de alexitimia2. El momento en el que empieza a experimentar emociones, como consecuencia de haberle confrontado a acontecimientos significativos ocurridos en el transcurso de diferentes momentos de su vida, ha significado el comienzo del camino para acceder a los escenarios fantasmáticos y a los sueños. Estas acciones son necesarias para acceder tanto al registro preconsciente como al inconsciente, condición previa para poder comprender el significado del trastorno sexual. Estos acontecimientos sentidos desde el interior marcan igualmente el momento donde dicho paciente comienza a darse cuen­ta de los incidentes de itinerario experimenta­dos a lo largo del su desarrollo psicosexual. Por otro lado, otro dato que me ha hecho pensar en la mencionada relación que existe con las emociones han sido los trabajos del Dr Damasio. Este investigador encontró en los pacientes que presentaban lesiones de los lóbulos frontales, una relación estrecha entre los estados del cuerpo y las emociones. Estos estados corporales están asociados a aprendi­zajes acaecidos en el transcurso de situacio­nes ya pasadas y a percepciones memorizadas por nuestro cerebro. Para Damasio (1995), los recuerdos se constituyen en base a “represen­taciones potenciales”3, que no son recuerdos, sino mas bien herramientas para reconstituir imágenes mentales, permitiendo además la reactivación de circuitos activados en otras ocasiones por percepciones ya pasadas.

Damasio habla también de “marcadores somá­ticos”, constituidos a lo largo de las experien­cias vividas en el transcurso del desarrollo. Así mismo, deja entrever la existencia de un inconsciente que estaría constituido por hue­llas, dejadas en nuestras neuronas (engramas) durante los acontecimientos transcurridos a lo largo del pasado individual:

“...Dicho de otra manera, todo lo que se modifica en nuestros circuitos está influenciado por la realidad exterior y la realidad interior de los estados del cuerpo, así como por una multitud de factores «ocultos», emanados de regu­ladores biológicos situados en el tron­co cerebral y en el hipotálamo. La vida, la muerte, el sexo, el hambre, el peli­gro o la seguridad...todos estos ele­mentos participan inconscientemente a todos los niveles de modificación neuronal. Los conceptos que elabora­mos sobre estas nociones en el curso de nuestro desarrollo influencian tam­bién nuestros comportamientos.”4

Si buscamos una definición de la emo­ción, etimológicamente obtenemos que este término viene del verbo conmover, “que pone en movimiento,” y el término ”motor”. Por consiguiente podría decirse que las emo­ciones son el motor de nuestros comporta­mientos. Los movimientos generados así se sitúan tanto en el mundo que nos rodea como en nuestro interior. Además, la emo­ción es un estado afectivo que conlleva sensa­ciones agradables o desagradables, cuyo comienzo es preciso. Este estado está unido a una situación explícita. Podría decirse que la emoción se compone de:

a) Modificaciones fisiológicas, como las modificaciones respiratorias, cardiacas, elec­trolíticas, musculares...Aquí participan un conjunto de estructuras endocrinas y nervio­sas como el S.N. Simpático y Parasimpático, así como mensajes ascendentes y descenden­tes. Los efectos de las emociones en el orga-

nismo pueden constatarse en uno mismo o en los demás: el miedo acelera el corazón y la respiración, la timidez hace sonrojarse o transpirar...

b)    Sensaciones agradables o desagrada­bles como la alegría o el displacer que provo­can el acercamiento o la evitación, tensión o relajación.

c)     Comportamientos adaptativos como el acercamiento o la retirada, la huida o la lucha. Estos comportamientos van a asegurar nues­tra supervivencia.

d)    Una evaluación cognitiva adquirida a lo largo de la educación. Las emociones que pue­den dar lugar a imágenes mentales encuentran su fuente en el conjunto de situaciones vividas a lo largo de la vida, y que han dejado cada vez, su huella en el cerebro, modificando las cone­xiones entre las neuronas que están implicadas en la construcción de los recuerdos. De esta manera, las emociones juegan un papel en la comunicación de mensajes, cargados de signifi­cado, con otros congéneres y en la elaboración de los procesos cognitivos. Por otra parte, están implicadas en el despertar de imágenes y mentalizaciones reprimidas, a través de un mecanismo psicosomático.

Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que las reacciones emocionales no son única­mente acontecimientos subjetivos del cora­zón, sino complejas estructuras con tres nive­les: mental, que está desencadenado por la información, neurofisiológico que vehicula la respuesta del organismo, y expresivo, que es responsable de sus manifestaciones externas a partir de gestos, posiciones y movimientos. Estas reacciones emocionales acontecen cuando una percepción mental da sentido a un acontecimiento externo. Otras veces vie­nen del interior inducidas por recuerdos o fantasmas. Por lo que se refiere al fantasma sexual, éste es una percepción mental o una mentalización sexual que puede representarse como una imagen mental o una impresión intersubjectiva inanimada (Crépault, 1997). El fantasma erótico que es una evocación mental conciente o inconsciente y que sirve para excitar sexualmente al humano, puede apare­cer espontáneamente en la mente. Su imágen o ilusión visual intrapsíquica se desarrolla fuera de la conciencia y, una vez constituida, aparece dentro de ella. El fantasma erótico puede ser provocado, además, voluntariamen­te y su contenido erótico puede trascender la esfera sexual, como ocurre con el fetichista. Al contrario, un fantasma sexual puede carecer de fuerza erógena, pero constituir sin embar­go una fuente de ansiedad, como ocurre en la aversión sexual. Los fantasmas, o la simple mirada interna de imágenes, pueden inducir emociones por un fenómeno de asociaciones indirectas. Esto es lo que sucede con los anuncios publicitarios. A título de ejemplo, ¿que podría hacernos pensar y sentir el men­saje publicitario donde Claudia Chiffer, salien­do de la cama con fina lencería, arroja el sos­tén en el camino que la conduce a un auto­móvil de marca “Saxo” y una vez dentro del auto, tras arrancar, sonriendo, se aleja, mien­tras arroja lo que la queda de ropa interior por la ventanilla?

Las emociones comienzan a impregnar el cerebro desde el nacimiento. Dado que el niño no tiene ningún medio de expresar su interacción con el mundo exterior antes de comenzar a hablar, el único medio de hacerlo sería a través de las expresiones corporales, lloros, muecas, gestos, movimientos, etc. En efecto Trempe (1981) señala que

“El pensamiento emocional, los fantas­mas, los deseos, las instancias de la per­sonalidad, se organizan en el niño a par­tir de experiencias que tiene de su cuer­po y de sus contactos con el mundo exterior”.

Otro medio de expresar su vivencia es a través del juego y de esta manera Mélanie Klein5 considera que el juego del niño produ­ce un material equivalente a los sueños en el adulto. Su material de observación se extien­de a las expresiones que no están simbolizadas, como son las manifestaciones corporales, lloros, dirección de la mirada. Basada en estas observaciones la escuela inglesa de psicoanáli­sis6 señala la importancia de mantenerse a la escucha de las manifestaciones corporales anunciando la siguiente hipótesis: “los com­portamientos mímicos, gestos, son la manifes­tación visible de los movimientos pulsionales subyacentes”. Damasio (1995) ha observado que los estados del cuerpo modelados por los acontecimientos y las percepciones que nues­tro cerebro guarda en la memoria están estre­chamente ligados a las emociones: “Pensamos con nuestro cuerpo y nuestras emociones”. Como consecuencia de las observaciones de Damasio y nuestra experiencia clínica, emiti­mos la siguiente hipótesis: la descodificación de nuestras emociones nos permitiría acceder a acontecimientos reprimidos en nuestro inconsciente.

A lo largo de esta exposición trataremos de fundamentar esta hipótesis.

Basándonos en las teorías de Damasio, podemos afirmar que las sensaciones, las per­cepciones, las imágenes, los pensamientos, los hechos reprimidos, serian como “repre­sentaciones potenciales” actualizadas por los marcadores somáticos. El cuerpo y el cerebro forman, en efecto, una unidad orgánica indi­sociable. La unidad orgánica así constituida interacciona como un todo con el entorno. Pero los organismos complejos como los nuestros no se limitan simplemente reaccio­nar con lo que llamamos “comportamiento”. Estos organismos reaccionan igualmente con respuestas internas, de las que algunas de ellas están constituidas por imágenes (visua­les, auditivas, somatosensoriales,...) que según Damasio son la base del funcionamien­to mental.

La relación entre la emoción, el pensa­miento, y el comportamiento ya había sido señalada por Freud (1926, 1914) cuando habla del concepto de repetición, donde lo reprimi­do, si no aflora a la conciencia, induce emo­ciones y/o actos interactivos que llevan las huellas de lo que pasa en el inconsciente (Pellion, 1989). Por consiguiente el hecho de obtener una evocación consciente de lo repri­mido podría permitir el acceso a una repro­ducción de las condiciones emocionales del acontecimiento primitivo. Para alcanzar este objetivo vamos a servirnos de la técnica utili­zada por el modelo sexoanalítico que nos va a permitir conseguir un restablecimiento de los lazos que existan entre la emoción y el recuer­do, para acceder a las mentalizaciones más primitivas.

 

Podemos clasificar las emociones en:

Primarias. Estas emociones innatas están programadas genéticamente. Entre ellas se encuentran: la alegría, la tristeza, el miedo, la cólera, la sorpresa, el asco, la aceptación y la anticipación. Estas emociones aseguran la supervivencia.

Secundarias. Son la consecuencia de un aprendizaje y provienen de una asociación entre diversos acontecimientos y las reaccio­nes emocionales primarias. Las emociones que pertenecen a esta categoría son: la agre­sividad, que esta compuesta por la anticipa­ción y la cólera; el amor que esta compuesta por la alegría y la aceptación; el temor que esta compuesto por el miedo y la sorpresa; la decepción que esta compuesta por la tristeza y la sorpresa; el remordimiento compuesto por el asco y la tristeza; el desprecio, por el asco y la cólera; el optimismo por la alegría y la anticipación; el sometimiento, por la acep­tación y el miedo.

Existe una relación entre la emoción y la razón y es por algo que tenemos dos cere­bros: el racional y el emocional. El cerebro racional funciona por aproximación y por hipótesis, es lógico y pragmático y cuando le llega una nueva información, intenta colocarla en un sistema conceptual y de creencias. El cerebro emocional es irracional e ilógico, toma sus creencias por la verdad absoluta y refleja sistemáticamente todo lo que pueda contrariarle. Así, es muy difícil de “razonar” con alguien que esta bajo el efecto de una emoción. A pesar de todo, en condiciones no patológicas estos dos cerebros funcionan sim-

bióticamente, pero si se produce un desarre­glo, un cerebro puede dominar al otro. De esta manera, tenemos por una parte el cere­bro racional que nos permite establecer rela­ciones entre nuestras percepciones y nuestros pensamientos. Por otra parte, tenemos el cerebro emocional que da el color, la tonali­dad, la intensidad.

 

Podemos considerar varias etapas en la reacción emocional.

Primaria. Es una reacción extremadamente rápida. Consta de reacciones fisiológicas que emplean una fracción de segundo para comenzar. Esta reacción comienza a manifes­tarse a nivel de la musculatura facial en menos de una milésima de segundo a partir de la aparición del estímulo desencadenante. Las estructuras cerebrales implicadas son la amíg­dala y el hipocampo.

La amígdala es la estructura central de las emociones. Realiza un barrido grosero de cada estimulo que percibimos. Ante alguna cosa que se detesta, se quiere o da miedo, la amígdala reacciona instantáneamente y envía un mensaje por todo el cuerpo y el cerebro, provocando una reacción. Este análisis que la amígdala hace para provocar una reacción proviene de su capacidad para memorizar. Ésta es la llamada memoria emocional, que registra todos las relaciones condicionadas que existen entre los acontecimientos, las per­sonas y las cosas.

El hipocampo es una estructura central en el aprendizaje. Las informaciones que alcanzan el hipocampo van a producir una memoria declarativa muy importante para el significado emocional. El hipocampo memo­riza los elementos que caracterizan las situa­ciones, los objetos, las personas y les provee de un sentido.

Secundaria. Consiste en un análisis más profundo de la información. Esta acción se realiza más lentamente que las reacciones ini­ciales. La recepción de un estímulo sinuoso es enviado por el hipotálamo visual en dirección del córtex visual. Es el hipotálamo quien anali­za la información y determina si se trata o no de un peligro. Dependiendo de una respuesta positiva o negativa el córtex envía otro mensa­je a la amígdala para acentuar las reacciones que permitan reaccionar ante esta situación, huyendo o evitándolo si hay un peligro o bien inhibiéndose ante la reacción de miedo en el caso contrario.

Terciaria. Análisis racional de la situación. Es el córtex frontal quien analiza las reaccio­nes emocionales enviadas por la amígdala y el cortex visual, coordinando las acciones y las decisiones que van a seguir. Dicho córtex va a “razonar” y concluir que la situación no es para tener miedo o puede encontrarse bajo la influencia de las emociones y perder el con­trol, provocando una reacción irracional. Este análisis racional del córtex frontal comporta a la vez la reacción emocional y la percepción de la realidad, así por ejemplo: si usted va caminando tranquilamente y detrás un auto­móvil toca el claxon, automáticamente sin dar tiempo a reflexionar lo más probable es que usted salte, por el miedo a ser atropellado; pero si usted mira hacia atrás y ve que un amigo intenta saludarle... ciertamente la reac­ción no sería parecida. Lo que nos hace movernos es que inconscientemente nosotros emparejamos y asociamos un estado emocio­nal con cada experiencia, con cada decisión. En efecto, así se produce una reacción frente a un hecho externo o interno, siendo preciso decorticar la reacción emocional para encon­trar el origen del comportamiento y el sentido. Además de modular las respuestas proporcio­nadas por la amígdala, el lóbulo frontal modu­la otras regiones del sistema límbico, permi­tiendo una respuesta más analítica. Ima­gínense ahora una paciente a quien, la víspera de venir a consultar, en el restaurante donde trabaja, se le había caído de repente una ban­deja llena de platos y bebidas preparadas para servir en una mesa. En el momento en el que nos consulta algunos días más tarde, todavía está muy preocupada por ese contratiempo y anda buscándole una explicación. Cuando se le propone describir las circunstancias en las que dicho incidente se produjo, la camarera se acuerda de que, un instante antes de que se produjera el incidente con la bandeja, había percibido de una manera fugaz un hombre que no la había dejado indiferente. Después del análisis de esa situación, se da cuenta de que este hombre tenía un parecido con otro que había abusado sexualmente de ella cuan­do era una niña. La reacción primaria aparece por que la emoción precede al pensamiento. Le Doux (1992; 1986)7 habla al respecto de “emoción precognitiva”, siendo la estimula­ción del córtex prefrontal la que va a permitir­nos alcanzar una respuesta equilibrada.

ETAPAS IMPLICADAS EN EL PROCESO TERAPÉUTICO

Para comprender como actúa el trabajo sobre las emociones, es preciso tener en cuenta el papel que las emociones juegan en la toma de decisiones. Éste es un mecanismo protagonista en nuestro proceso de individua­ción y maduración psicosexual. En efecto, ante la necesidad de escoger, nos pregunta­mos a menudo en qué basar nuestras decisio­nes. Hay personas que piensan que es preciso ser muy racional. Se nos dice que una deci­sión muy emotiva e impulsiva, corre el riesgo de conducirnos a elecciones erróneas. Según Damasio (1995), no se pueden tomar decisio­nes acertadas sin tener en cuenta las emocio­nes. Las experimentaciones de Damasio han permitido constatar que, en todos los sujetos normales, van a aparecer modificaciones fisio­lógicas importantes al visionar imágenes con fuerte contenido emocional. Al contrario, los sujetos que padecen lesiones en las regiones frontales del cerebro no presentaban ninguna variación fisiológica ni se sentían alterados al visionar dichas imágenes, a pesar de que podían reconocer fácilmente que esas escenas eran horribles y condenables. Después de hacer pasar una batería de tests psicológicos a todos esos sujetos afectados de una patología del córtex frontal, el investigador comprobó que su nivel intelectual era del todo normal. De hecho, en el plano racional, funcionan correctamente, pero en el emocional, son deficientes. Según este autor, en estos sujetos lo que altera su mecanismo en la toma de decisiones es su incapacidad para sentir. Por otro lado, todas las imágenes que cruzan nuestra mente durante el proceso de la toma de decisiones, generan sensaciones corpora­les que bastante a menudo no son verdadera­mente conscientizadas. Sin embargo quedará un sentimiento general, a pesar de que no se encuentren las palabras para describirlo.

Damasio, en este proceso de selección, menciona lo que el describe como “marcado­res somáticos”. Marcadores, porque están aso­ciados a una imagen en particular, a un índice o a una marca memorizada en alguna parte de nuestras neuronas; somáticos, porque está implicado el cuerpo. Durante nuestra evolu­ción hemos vivido diferentes situaciones que han dejado huellas mnésicas en nuestro cere­bro. Estas huellas memorizadas en nuestras neuronas están asociadas entre ellas y permi­ten la construcción de nuestros recuerdos. Un recuerdo es un conjunto de imágenes y de representaciones mentales. Las imágenes que constituyen nuestros recuerdos (fantasmas) están unidas a percepciones y emociones, a su vez asociadas a sensaciones corporales. Los marcadores somáticos representan un caso particular de la percepción de las emociones secundarias. Éstas han sido ensambladas a tra­vés del aprendizaje sobre las consecuencias previsibles de ciertos escenarios. Este fenó­meno se produce dentro del marco de los marcadores somáticos que vehiculan nuestras experiencias anteriores, elaboradas en nues­tro cerebro a lo largo del proceso de educa­ción y de socialización. En consecuencia, a lo largo de una reacción emocional nuestro cerebro influencia nuestro cuerpo y nuestro cuerpo influencia nuestro cerebro. Estas inte­racciones se producen mediante mecanismos fisiológicos, donde los estados del cuerpo están implicados en el origen de las señales que son conducidas hasta el córtex somato­sensorial antes de alcanzar el terreno de la conciencia. Por otra parte, existen mecanismos de simulación que se ponen en marcha a lo

largo del desarrollo ontogénico como conse­cuencia de las repercusiones somáticas asocia­das a los castigos y a las recompensas. Con la edad, nosotros tenemos cada vez menos necesidades de basarnos en los estados somá­ticos para clasificar los acontecimientos.

Según Damasio, recurrimos a mecanismos de simulación para permitir reactivar los cir­cuitos que han sido ya activados por las per­cepciones pasadas. El córtex somatosensorial va a tratar la información de dichos mecanis­mos y va a reproducir los tipos de actividad neuronal que se hubiesen producido si el cuerpo hubiese sido colocado en el escenario original, modificando las conexiones entre las neuronas a partir de las cuales se construyen los recuerdos. Este mecanismo (“representa­ción potencial”) que está en estrecha relación con el resto del cuerpo y se agrupa en pequeños conjuntos de neuronas disemina­das por el interior del córtex, ganglios de la base y estructuras límbicas, sirve para recons­truir las imágenes mentales. Las imágenes mentales (fantasmas) salidas de estas “repre­sentaciones potenciales”, están unidas a per­cepciones y emociones que en el mismo tiempo están estrechamente asociadas a “estados del cuerpo”. De esta manera “como si”, vamos a trabajar en clínica para recuperar y establecer asociaciones entre los aconteci­mientos primitivos que han originado la per­cepción de las emociones que han aflorado en el momento actual.

En este proceso emocional el pensamien­to juega un rol importante. En efecto, los pen­samientos van a colaborar con el proceso emocional predisponiéndonos de una u otra manera. También podrán contribuir a perpe­tuar y acentuar nuestro estado afectivo. Ejemplo: vuestra pareja en el momento del coito pierde su erección mostrándose vuestra frustración. Si admitís que la reacción es estú­pida e inútil, la emoción entonces no tiene razón de ser. Pero si le reprocháis ser un inca­paz y fallar siempre, entonces alimentáreis un estado emocional. En este proceso emocio­nal, es preciso tener en cuenta, igualmente, sistemas de pensamientos que vienen a afec­tar nuestro humor y nuestras emociones. En este sentido consideramos importantes los siguientes:

a)     La necesidad de ser perfecto que está unida a la necesidad de ser querido. Esto pre­dispone a la persona a una gran vulnerabili­dad frente a lo que los otros puedan decir o pensar de ella.

b)    La necesidad de controlar su vida y la de los demás. En el momento que algo se les escapa, experimentan ansiedad e inseguridad, produciéndose como consecuencia un deseo de satisfacción sexual.

c)     Los “debería” y los “no debería”. La per­sona que posee experiencia en la vida sabe que las cosas no se desarrollan como uno qui­siera. Las cogniciones de este tipo que se acompañan a menudo de expectativas condu­cen a emociones como la tristeza, la frustra­ción, la agresividad, el resentimiento, porque ellas suscitan sentimientos de culpabilidad.

d)    Las generalizaciones externas: siempre, jamás, cada vez; en consecuencia, si el rendi­miento deja que desear, se considera la vida como un fracaso total.

e)     Las previsiones catastróficas. La persona que alimenta estas anticipaciones se imagina que, entre todas las posibilidades, es casi pro­bable que a él le suceda la peor. Esta actitud predispone a sentir emociones negativas y a la desconfianza.

f)     La atribución causal de las atribuciones. Esta manera de pensar se fundamenta en la creencia irracional según la cual los demás y los acontecimientos exteriores son los respon­sables de nuestras emociones. Los que tienen esta manera de pensar buscan justificar el humor y las emociones por excusas del tipo: “yo estoy triste porque ella me ha dejado”.

Finalmente en el proceso de transforma­ción propiamente dicho se van a necesitar varias actuaciones:

a) Descodificación de los escenarios fan­tasmáticos producidos por las emociones y/o los sueños.

b) Descodificación de las emociones que van a producir escenarios fantasmáticos: se reacciona de una manera emotiva frente a una emoción sin ni siquiera darse cuenta. Este hecho podría explicarse por la existencia de un proceso de condicionamiento, por asocia­ción con otro acontecimiento agradable o desagradable. Como el ejemplo de las fobias, que ilustran muy bien cómo se puede estar condicionado por un estado emotivo frente a ciertos objetos o situaciones. Por consiguien­te, el mínimo estímulo que se aproximaría a la persona podría evocar las reacciones emocio­nales. En este proceso en busca de huellas mnésicas, se parte de una percepción cons­ciente para ir hacia el inconsciente. Esto es lo que ocurre en las erotizaciones atípicas (para-filias). Si tomamos como ejemplo el fetichis­mo, ¿a que se debe que un hombre pueda lle­gar a excitarse por un zapato, por una liga,...? En un primer nivel, podemos pensar que se ha podido asociar un placer intenso con el objeto en cuestión en un momento dado, pero, ¿por qué con ese objeto? ¿Cuál es el sen­tido de este comportamiento? Esa liga ha podido estar asociada a una situación sexual­mente excitante, por ejemplo con una deter­minada mujer. Pero ¿por qué en esa situación y por qué con esa mujer? A partir de estas interrogaciones el sexoanálisis desarrolla su trabajo, buscando el significado del comporta­miento manifiesto. Para poder comprender, es preciso primero descodificar el contenido de la emoción que está asociada a la situación real o imaginada; esto puede facilitarnos enor­memente la tarea.

Otros desarreglos emocionales han podi­do ser adquiridos por observación, como es el caso de los niños. De las observaciones obte­nidas en investigaciones llevadas a cabo por E. Bick y Winnicott8 podría afirmarse que existe una gran correlación entre los miedos de una madre y los de su hijo. Este mensaje emocio­nal primario entre la madre y su hijo va a con­dicionar en el proceso de ontogénesis psico­sexual la etapa de individuación, generándose desarreglos a nivel del complejo fusional y/o a nivel del complejo nuclear sexual9. La clínica nos muestra que toda madre depresiva, histé­rica, controladora, va a generar un retardo permanente en el proceso de maduración psi­cosexual de su hijo10. Las consecuencias de ahí derivadas serán la gestación de ansiedades11 más o menos conscientes impli­cadas en el origen de los trastornos sexuales. Cuando una situación inicial ansiógena, (como por ejemplo el dolor experimentado por una mujer que parece vaginismo) ha sido identificada, en lo sucesivo, en el momento de pensar en otro contacto sexual, va a produ­cirse una ansiedad de anticipación del dolor, con un comportamiento de evitación del futu­ro contacto sexual. De esta manera el miedo al dolor se va a aliviar temporalmente. Esta misma dinámica aparece en el caso de la dis­función eréctil después del primer fallo. Esta ansiedad de anticipación del miedo al dolor o de miedo al fracaso está situada en un primer nivel de la conciencia. Pero para comprender la verdadera funcionalidad del síntoma, sobre­todo en los casos donde el síntoma siempre ha estado presente, es preciso ir más allá de un primer nivel de conciencia, preguntándose el terapeuta en primer lugar y preguntando también al paciente qué beneficios podría sacar por generar y mantener el trastorno sexual. Es preciso buscar en este momento ansiedades más profundas (Crépault, 1997, 1989; Manzano, 1996, 1994). Resumiendo, es importante comprender que la mayoría de las emociones que experimentamos a lo largo de la vida provienen de situaciones diversas, agradables o desagradables, y las emociones primarias. La asociación entre el placer experi­mentado y un objeto o una persona que pre­sente ciertas características podría favorecer que tuviésemos una preferencia por una per­sona que presentase características similares. En un segundo tiempo es preciso compren­der porqué, en un cierto número de perso­nas, una situación cualquiera ha adquirido el poder de provocar una respuesta emocional, mientras que para otras la misma situación es totalmente banal.

b1)    Identificación de los acontecimientos que han desencadenado las emociones. En esta etapa predomina la identificación de las sensaciones corporales y su asociación con reacciones emocionales presentes o pasadas, así como la identificación de las imágenes asociadas; se va a intentar reconstruir con muchos detalles cómo se desarrolla la escena. Para hacer esto, es preciso preguntar por los detalles que están implicados en las percep­ciones físicas como, por ejemplo, los latidos rápidos del corazón, los sofocos, el nudo en la garganta...

b2)    Identificar los pensamientos irracio­nales e identificar el papel que han podido tener estos pensamientos sobre la emoción y sus orígenes. Algunas investigaciones han mostrado que, si se modifica la interpretación que se tiene de una situación, se conseguirá modificar la emoción y el comportamiento.

b3)    Desensibilización progresiva por ima­ginación “in crescendo” y su relación emo­cional. Consiste en elaborar escenarios desde lo menos a lo más angustioso, haciendo pre­guntas interrogativas de “modo alternante” (Manzano y Lépine, 1996). Aquí se procede a una presentación de escenarios fantasmáticos propuestos a modo de suposiciones y con­frontándolos con los contrarios u opuestos. Con esta técnica se pretende ayudar al pacien­te a elaborar e integrar los elementos deficita­rios que han existido a lo largo de su proceso de maduración psicosexual, al mismo tiempo que se busca identificar los estados emociona­les recorridos. Siempre, sobre la base del dimorfismo sexual, se pregunta al paciente continuamente a partir de elementos antago­nistas según un grado “in crescendo” de esce­narios erógenos y antierógenos. Esta técnica va a actuar como si fuera un termómetro que midiese la intensidad de las ansiedades subya­centes al trastorno sexual y sus relaciones con los estados emocionales, lo que por otra parte va a darnos una idea del “momentum” tera­péutico. Para ilustrar con un pequeño ejemplo esta técnica, pensemos en un paciente varón que se excita con un fantasma de triolismo donde aparecen dos mujeres. Le preguntamos a continuación qué es lo que sentiría si hubie­se un hombre en lugar de una de las mujeres. Le invitamos a darse cuenta de lo que siente, a nivel de su cuerpo y de su mente. Se le pre­gunta a continuación si alguna vez en su vida ha vivenciado estados psicocorporales simila­res. Si la respuesta es afirmativa le invitamos a describir en detalle el lugar, circunstancias concomitantes y personas que estaban impli­cadas en ese momento teniendo en cuenta la repercusión psicoafectiva sobre el individuo. Con respecto a un gran número de impoten­tes y de eyaculadores rápidos, es ventajoso comenzar por ayudarles a elaborar fantasmas de hostilidad y de afirmación de la agresividad fálica con mujeres desentimentalizadas. En un segundo tiempo, este hecho nos permitirá abordar más eficazmente la erotización de fan­tasmas más fusionales o sentimentalizados. Una vez que el trabajo sobre el imaginario está desarrollado, se procede a la desensibilización progresiva del hecho real que produce temor.

b4)    Corrección de los pensamientos irra­cionales residuales a través de cuestiona­mientos alternativos y a través de la con­frontación.

Finalmente, es preciso subrayar la importan­cia del mundo onírico como herramienta de trabajo para acceder a la dinámica interna del individuo. La riqueza del mundo onírico puede observarse a través de la tomografía de emisión de positrones (TEP). Con este aparato se puede medir la actividad cerebral en la fase de sueño profundo. Fuera del sueño, esta actividad cere­bral es similar al estado de vigilia donde existe poca actividad, pero contrariamente durante la fase REM, es decir, cuando estamos soñando, el cerebro parece estar muy activo. Esto nos debe­ría hacer pensar en la importancia que tienen los sueños como punto de partida en la explo­ración de las emociones a partir de sensaciones experimentadas durante el sueño o en la inme­diatez del despertar, invitando posteriormente a la persona a hacer asociaciones con los recuerdos suscitados.

 

CONCLUSIÓN

Las emociones tienen a veces un lengua­je extraño que es preciso aprender a desci­frar. Este procedimiento nos permitirá iden­tificar los incidentes acaecidos a lo largo del recorrido transcurrido en nuestro desarrollo psicosexual. Estas emociones nos van a per­mitir comprendernos tanto a nosotros mis­mos como a los demás, para de esta manera facilitar la adaptación de nuestros comporta­mientos a los diferentes acontecimientos que se presenten en nuestro camino. Las emociones igualmente van a influenciar nuestras decisiones. Para discernir adecua­damente el lenguaje de las emociones es preciso, pues, estar atento a las manifesta­ciones corporales, siendo éstas una de las manifestaciones visibles de los movimientos pulsionales subyacentes. Las emociones nos van a permitir, aprovechando los recursos del modelo sexoanalítico, mejorar el arsenal de los recursos utilizados para acceder al inconsciente sexual.

El sexoanálisis consigue a través de las pala­bras, las mentalizaciones sexuales con imáge­nes, las impresiones intersubjetivas sin imáge­nes, provocar el restablecimiento de las relacio­nes (abreacción) entre la emoción y los recuer­dos, para así atraer a la conciencia los conflictos intrapsíquicos otrora reprimidos. Este mecanis­mo va a permitirnos posteriormente la metabo­lización de las ansiedades subyacentes y conco­mitantes al trastorno sexual. Para que la modifi­cación del síntoma se produzca, además de una mejora de la madurez sexual, será necesaria la perlaboración repetitiva de los “insights”. El resultado de esta acción va a permitir, en pri­mer lugar, comprender la función que tiene el síntoma sexual para la economía psíquica del individuo y, posteriormente, permitir una reso­lución progresiva del conflicto, fuente del tras­torno y de la insatisfacción sexual.

Notas al texto

 

1 El término fantasma ha sido difundido en el siglo XX por el psicoanálisis, refiriéndose a el diccionario Le Petit Robert 1(1989) como “Toda producción de la imaginación por la cual el “yo” intenta escapar de la influencia de la realidad.” En inglés se utiliza la palabra “fantasy”, mientras que en francés se emplea ordina­riamente el término “fantasme”. En inglés el The Concise Oxford Dictionary of Current English (1972) define el término como “La facultad de producir imágenes, particularmente cuando son extravagantes o visionarias. Imagen mental”. En francés el sentido primario de la palabra “fantaisie” (fantasía) está en desu­so y se refiere a algo excéntrico (Crépault, 1981). En griego, fantasia (“fantaisie”) corresponde a la actividad creadora de la mente (imaginación) y fantasmas (“fantasmes”) a sus producciones. En español, Mª Moliner (1982) define el término fantasma como “Ser irreal que se cree ver durante el sueño o en la vigilia”; tam­bién se refiere a la “Aparición de una persona muerta a la que se cree ver”; mientras que el término fantasía lo define como “La facultad que tiene la mente para representarse cosas reales o inexistentes, materiales o idealizadas”. Laplanche y Pontalis (1967) definen el término fantasma como “Un escenario imaginario donde el sujeto está presente y donde figura, de manera más o menos deformada por los procesos defensi­vos, la realización de un deseo y, en último término, de un deseo inconsciente”. Dentro del marco de la Sexología, Crépault (1981) define la fantasmática erótica (“fantasmatique érotique”) como la facultad que tiene el ser humano de autoerotizarse mentalmente por la creación de fantasmas. El fantasma sexual (Crépault, 1997) lo define como una percepción mental o una mentalización sexual que puede represen­tarse como una imagen mental o una impresión intersubjetiva inanimada. Esta definición se aproxima a la de Hesnard (1959): “Los fantasmas eróticos son imágenes, representaciones imaginativas de objetos o de situaciones concretas, cuyo carácter esencial es el de procurar al sujeto una excitación erótica propiamente dicha, es decir una excitación sexual consciente y más o menos intencional”

2 Los alexitímicos tienen dificultad para hablar de su vida íntima, de emociones, de sueños o de fantasmas.

3 Estas representaciones potenciales son formas particulares de actividades neuronales, materializadas por conexiones entre conjuntos de neuronas llamadas “zonas de convergencia”.

4 Traducción libre del original francés (Damasio, 1995).

5 Citada por Régine Prat (1989) en Science & Vie, n. 168 sept.

6 Ibíd.

7 Citado por Goleman (1995).

8 Citados por Régine Prat (1989) en Science & Vie, n. 168 sept

9 El proceso de individuación o de autonomía personal conlleva una posición de ambivalencia, en virtud de las características antagonistas de las necesidades fusionales y las de individuación. Esto origina el complejo fusional y sus ansiedades subyacentes de individuación, de abandono y de engullimiento. Cuanto más fuertes son las necesidades de fusión (búsqueda de la madre y entorno protector), más se desencadenarán ansiedades de individuación y de abandono. Al contrario, a mayor predominancia de las necesidades de individuación (alejamiento de la madre), se generarán en respuesta ansiedades de engu­llimiento. El complejo nuclear sexual o de género se concatena con el fusional, apareciendo sobre los 18 meses de vida, entablándose las primeras percepciones de la identidad de género, poniéndose en juego toda la dialéctica entre los deseos de feminización y los de masculinización. A consecuencia de ello se pondrán en juego ansiedades específicas que tendrán que ir siendo superadas progresivamente en un proceso integrado de maduración (Crépault, 1997).

10 Son estos niños los que en un momento de su vida, jóvenes o más adultos, vienen a consultarnos por presentar dificultades sexuales.

11 El término ansiedad que utilizamos aquí no se refiere a la respuesta fisiológica, sino a la naturaleza de los miedos conscientes o inconscientes que perturban el funcionamiento.

Referencias

 

Chabot, D. (1998): Cultivez votre intelligence émotionnelle. Ed. Québecor. Montréal.

Crépault, C. (1981): Límaginaire érotique et ses secrets, Presses de lÚniversité du Québec. Québec.

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Damasio, A. (1995): L’erreur de Descartes. Ed. Odile Jacob. (Orig. 1994).

Freud, S. (1914): Rememoration, répétition et perlaboration. En La technique psycha­nalytique. Paris. P.U.F.

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Goleman, D. (1996): La inteligencia emocio-

nal. Barcelona. Kairós. (Orig. 1995). Hesnard, A. (1959): La sexologie. Paris. Payot. Laplanche, J. y Pontalis, J.B., (1967): Voca-

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Manzano, M. (1994): L’aversion sexuelle fémi­nine: définition et significations sexoan­lityques, Memoria de actividades presenta­da como exigencia parcial del Master en Sexología Clínica. Montréal. Université du Québec en Montreàl.

– (1996): Anamnèse et processus sexoanalyti­que, Sexologies (France), (V), 20, 56-64.

– (1999): El sexoanálisis: un nuevo modelo de tratamiento sexológico. Anuario de sexo­logía, 5, 135-158. Valladolid. AEPS.

– (2000): L’aversion sexuelle. Sexologies, (IX), pp. 33-45.

Manzano, M. y Lépine, J. (1995): Travail sur I ‘imaginaire érotique et processus de transformation du fantasme, Documento inédito presentado en el 6º seminario de verano del Instituto Internacional de Sexoanálisis, L’Avenir. Québec.

Moliner, Mª. (1982): Diccionario de uso del Español. Madrid

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(1972). Oxford University Press, 5ª edicción. Trempe, J.P. (1981): Sexologie contemporaine.

Presses de I’Université du Québec, (p. 290).

 

La línea política de la Reforma sexual

Memoria histórica y planes de futuro

Efigenio Amezúa *
* Director de los Estudios de Posgrado de Sexología. Universidad de Alcalá-Instituto de Sexología (In.Ci.Sex). Madrid. correo electr. incisex@incisex.com.

 

El autor presenta como avance una Unidad Didáctica de educación sexual que forma parte del libro de texto concebido para la impartición de la asignatura (optativa) de Educación Sexual, diseñada para los tres niveles de la Enseñanza Primaria, Secundaria y Bachillerato/Ciclos Formativos. La Unidad Didáctica se estructura al mismo nivel que las de otras materias o áreas de conocimiento del sistema educativo general, siguiendo el formato común de los contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales. Se completa con el vocabulario de términos y expresiones, así como con las actividades sugeridas. Finalmente, una sinopsis de objetivos, contenidos y puntos de evaluación sirve de recapitulación general.

La Unidad Didáctica que aquí se presenta corresponde al nivel de Bachillerato y consti­tuye la n° 28 en el conjunto de los tres niveles señalados. Trata de la política sexual desde el marco de una memoria histórica pensada para la actualidad, y planes de futu­ro. Se centra en la aportación de la Reforma sexual diseñada por la primera generación de sexólogos en el primer tercio del siglo XX, con independencia de los extremos de la revolución sexual y el tradicionalismo.

Palabras clave: Memoria histórica de la Sexología, Política sexual, Política de sexos, Educación sexual, Educación de los sexos, Reforma sexual, Revolución sexual, Tradicionalismo sexual.

THE POLITICAL LINE OF THE SEXUAL REFORM.

HISTORIC MEMORY AND PLANS FOR THE FUTURE

The author presents a Didactic Unit for sex education that is part of a text-book thought for the (optional) subject of Sex Education, and designed for the three levels in Primary School, Secondary School and Grammar School. The Didactic Unit is structured on the same level as the rest of the subjects or knowledge areas of the gene­ral education system, following the common format of the conceptual, procedural and attitude contents. It is rounded off with vocabulary of terms and expressions and suggested activities. Finally, the synopsis of the aims, contents and evaluation points summarise the main concerns of the paper.

The Didactic Unit presented deals with Secondary School. The Unit is number 28 regarding the mentioned three levels. It focuses on the sexual politics in the frame­work of a historic memory, thought for the present and for plans for the future. It attracts attention to the contribution of the Sexual Reform designed by the first gene- ration of sexologists on the first thirty years of the 20th century, which independent from the Sexual Revolution and Traditionalism.

Keywords: Historic Memory of Sexology, Sexual Politics, Politics of the Sexes, Sex Education, Education of the Sexes, Sexual Reform, Sexual Revolution, Sexual Traditionalism.

Cuadro/índice de la Unidad Didáctica conocido como impulsor de la moderniza-

ción sexual.

1. Preliminares

1.   El concepto de Reforma sexual

2.   Los sexos y la política

3.   Reforma versus revolución

4.   El tradicionalismo

2. Breve historia de la Reforma sexual

1.   Ideas y objetivos

2.   Organización y dispositivos

3.   Los programas

4.   Las acciones

5.   Los textos

3. La sección española de la Reforma sexual

1.   El grupo de Madrid

2.   Hildegart

3.   Las Jornadas de 1933

4.   “La marcha triunfal del sexo”

5.   El corte de la Guerra Civil

4. Al margen de la Reforma sexual: la revolu­ción sexual

1. Viena, 1930

2. La sexualpolitk

3. El freudomarxismo